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Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium” de Papa Francisco
“EL DON DE LA BELLEZA QUE NO SE APAGA”
Muchas veces el destino de los documentos eclesiales es el de quedarse en un cajón o estante
olvidado, sin llegar a ser conocidos y puestos en práctica. Esperemos que no sea así con la
exhortación apostólica “Evangelii Gaudium” (EG) de Papa Francisco, en la cual ya está dibujado el
rostro de una Iglesia que tiene aún que tomar cuerpo.
I. EL GOZO DEL EVANGELIO
En el cristianismo, gaudium (palabra latina que traducimos como alegría, gozo) es un fruto
del Espíritu Santo; el segundo de los que enumera San Pablo en su carta a los Gálatas (cfr.
5,22). La alegría, y lo mismo debería decirse de la paz, es efecto de la caridad (amor,
ágape); por eso el apóstol la coloca inmediatamente después de ella.
Papa Francisco comienza su exhortación evidenciando al gaudium, la alegría, como marca
que caracteriza quien ha acogido el Evangelio y lo comunica a los demás.
Una fe animada por la alegría es la fe de quien ha hecho experiencia de un encuentro que
lo ha renovado interiormente, se ha abierto a un nuevo horizonte de vida, ha descubierto
una profunda confianza que se mantiene firme también en los momentos más dolorosos.
Es la diferencia entre una fe auténtica y una fe narcisista e individualista, una ideología en
la cual el yo se protege y se gratifica. «Cuando la vida interior se clausura en los propios
intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la
voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por
hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen
en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida
digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que
brota del corazón de Cristo resucitado» (EG 2).
El problema de los cristianos en el mundo contemporáneo no es el de instaurar una
especie de competencia con quienes no creen o pertenecen a una fe distinta, buscando
los medios para prevalecer. Si esto fuera así, la Iglesia sería un poder religioso que lucha
contra otros poderes. El verdadero “problema” de los creyentes es espiritual, es decir
tener un corazón que se arrodilla delante del Evangelio y no delante de otras tentaciones
idólatras, a veces disfrazadas de formas religiosas. El verdadero cristiano no vive
escondido detrás de unas corazas (ni de poder, ni doctrinales) sino que viven la
proximidad, la cercanía con el otro, y de esta manera se abre también al encuentro con
Dios. Es, por tanto, cuestión de conversión personal, y de una mayor humanización de
nuestra experiencia humana, justamente porque nos hemos dejado tocar por Dios (cfr.
EG8). De esta manera la evangelización no sigue el camino del proselitismo, sino de la
atracción. Somos evangelizadores en la medida en que somos evangelizados y nuestra
vida crece y madura, porque la fe cristiana es realización plena de nuestro ser humano y
no escape de eso. El cristiano sabe relacionarse con los demás y con la creación, en la
lógica de la comunión y no del poseer.
La exhortación sigue de cerca el camino del último Sínodo, donde la “nueva
evangelización” no es nueva porque utilice técnicas o estrategias de vanguardia, sino
porque vuelve al Evangelio; Evangelio que no se agota en fórmulas y definiciones ya
codificadas una vez para siempre, sino que posee una riqueza y una belleza inagotable, «Él
es siempre joven y fuente constante de novedad» (EG 11). Sin duda el discernimiento de
esta novedad se realiza en unión con la Tradición, pero injertándose en una historia que es
siempre nueva, que produce frutos propios a cada estación y que brotan de su savia.
Papa Francisco cierra la introducción de su Exhortación con la indicación de los tres
umbrales principales de la evangelización (los bautizados practicantes, los no practicantes
y los alejados) y de la perspectiva pastoral hacia la cual él desea dirigir la Iglesia. «Son
innumerables los temas relacionados con la evangelización en el mundo actual que
podrían desarrollarse aquí. Pero he renunciado a tratar detenidamente esas múltiples
cuestiones que deben ser objeto de estudio y cuidadosa profundización. Tampoco creo que
deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las
cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a
los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en
sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable
“descentralización”» (EG 16).
Aquí está la verdadera novedad de fondo: hay aquí un cambio en la manera de pensar y
vivir la Iglesia. Con un término técnico, podríamos decir que lo que aquí se anuncia es un
cambio en el paradigma eclesiológico. Juntamente con la conversión interior del cristiano
tiene que haber también una conversión visible de la comunidad cristiana. El Papa
proyecta una Iglesia más comunional (en contraposición a una visión piramidal, tan común
hasta el Concilio Vaticano II); una Iglesia más fraterna, más sinodal, en la que se camina
juntos y en la corresponsabilidad de una fe compartida y de una misma dignidad
bautismal, valorizando la pluralidad de los carismas, sin que uno (aunque fuera el del
Papa) prevalezca sobre los demás.
La Iglesia no puede ser auto-referencial, es «Iglesia en salida» (cfr. EG 24), porque la
Palabra de Dios llama al creyente, lo envía hacia tierras nuevas, lo empuja a ir hacia el
otro.
Después de la parte introductoria, el Papa desarrolla la Exhortación con cinco capítulos en
los cuales se abordan las cuestiones más relevantes para la evangelización en el mundo
actual.
2. UNA CUESTIÓN DE ESTILO
La primera cuestión es la de la transformación misionera, la cual conlleva una verdadera y
propia reforma de la Iglesia (EG 19-49).
Esencialmente el Papa nos presenta el estilo de esta nueva Iglesia, donde por estilo
entendemos una correspondencia entre forma y contenido. Sustancialmente, una pastoral
de evangelización que asume una determinada fisionomía necesita para realizarse, de un
rostro de Iglesia que sea coherente con ella. «Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor
se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos.
Pero luego dice a los discípulos: «Serán felices si hacen esto» (Jn13,17). La comunidad
evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica
distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando
la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a oveja» y
éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar».
Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean.
Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de
paciencia, y evita maltratar límites» (EG 24).
No es una posición ideológica o la adecuación a una moda. Es el estilo de Jesús en su
relacionarse con las personas, acogiéndolas con sus dolencias y pecados, sin la pretensión
de separar enseguida el trigo de la cizaña, con el riesgo de perder el uno y el otro. Los
cristianos no tenemos que caer en la tentación de etiquetar y juzgar a los otros, sino
dejarles la posibilidad de crecer, hasta la plena maduración. Esta maduración hay que
animarla.
Para que esto acontezca, toda la Iglesia está llamada a profundizar la conciencia de sí
misma para reconocer que existe una diferencia entre como el Señor la sueña y como en
realidad se ha realizado en la historia: de aquí brota la necesidad de una reforma continua
de la institución eclesial, que nace de la exigencia de fidelidad a Cristo y a su propia
vocación (cfr. EG 26).
Esta renovación –según el Papa– es improrrogable y tendrá que trasformar cada ámbito
de la vida eclesial en sentido misionero, en vista a una pastoral más expansiva y abierta
(cfr. EG 29).
Punto de partida es la parroquia, que es la “prima línea” de la misión, en cuanto Iglesia
entre las casas de los hombres, pero a condición que esta sepa asumir el rostro que exigen
la docilidad y la creatividad del pastor y de la comunidad (cfr. EG 28). Papa Francisco
reconoce que la renovación de la parroquia es un capítulo no desarrollado en la reflexión
eclesial reciente. El Papa define la parroquia como “comunidad de comunidades”, no gran
estructura anónima, sino comunión de realidades diversificadas y vivas, donde se
experimentan relaciones cercanas, donde se comparte la cotidianidad y la búsqueda de fe,
donde se vive en fraternidad.
El llamado a la renovación es extendido después también a las diócesis y a sus obispos. A
estos, en particular, la invitación es a valorar los organismos de participación y todas las
demás formas de diálogo para ejercer su ministerio de pastores a partir de la escucha de
todos y no de un asentimiento servil.
Ni el papado está exento de esta renovación, y para ello el Papa hasta pide sugerencias.
Intencionalmente el Papa no ofrece indicaciones detalladas para esta obra de renovación,
justamente porque desea activar la corresponsabilidad audaz y creativa de todos los
bautizados y a todos los niveles (cfr. EG 33).
Lo importante, hay que volver a subrayarlo, es asumir un estilo evangélico, donde lo
importante es manifestar el corazón del mensaje de Jesucristo. «Una pastoral en clave
misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas
que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un
estilo misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se
concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo
tiempo lo más necesario» (EG 35). Haciendo referencia al Vaticano II y antes a Santo
Tomás, el Papa recuerda que existe una jerarquía de las verdades tanto en campo
dogmático como moral, y por consecuencia hay que evidenciar lo que es central y que da
significado a todo lo demás.
«El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo
en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación
en ninguna circunstancia se debe ensombrecer!»(EG 39). Centro es siempre la confianza
en el amor de Dios para con nosotros, que nos salva y que nos capacita para amar.
Sobre la manera en que llevamos y transmitimos el mensaje, el Papa evidencia que no es
posible reducir el anuncio cristiano a un simple mensaje ético y servirse de él para juzgar
al otro; también se puede caer en la presunción de abanderarse en la ortodoxia, usando
grandes discursos en los cuales el verdadero Jesucristo está ausente y por tanto se
presenta a un dios falso o sencillamente reducido a un ideal humano que no es cristiano.
«De ese modo, somos fieles a una formulación, pero no entregamos la substancia» (EG
41).
El Evangelio tiene que hablar hoy. La búsqueda de las modalidades para comunicar lo
esencial en un mundo que cambia requiere de armonizar una variedad de visiones
teológicas y pastorales, más que la defensa sin matices de una doctrina monolítica (cfr. EG
40). Todo esto alienta a abandonar normas y fórmulas no esenciales y no incisivas en
nuestro tiempo (cfr. EG 43), para tomar en cuenta la condición real de las personas sobre
las cuales no podemos ejercer formas de injerencia espiritual. Hablándole a los
sacerdotes, con relación al sacramento de la reconciliación, dice el Papa: «A los sacerdotes
les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la
misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en
medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida
exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades.
A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra
misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas». (EG 44).
Es una Iglesia abierta la que sobresale de la exhortación, que invita a entrar y acoge.
«Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la
comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón
cualquiera» (EG 47). Esto vale sobre todo para el Bautismo y la Eucaristía, que no están
reservados a un reducido grupo de perfectos, sino son don, alimento, remedio, sustento…
Una Iglesia así privilegia los últimos, los pobres, los enfermos, los despreciados y los busca
aun a costa de accidentarse, mancharse y ser herida. Mejor accidentada y sucia que
enferma por el encierro en la comodidad de sus propias seguridades.
«Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las
estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una
multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: “¡Dadles vosotros de comer!” (Mc
6,37)» (EG 49).
3. UNA CUESTIÓN DE CONTENIDO
Si la evangelización es un desafío que pone en crisis las seguridades del pasado y nos pide
renovar la Iglesia y su pastoral, es indispensable comprender las razones de este camino
no fácil.
Papa Francisco está consciente que en muchos documentos eclesiales si por un lado hay
un exceso de análisis, por el otro faltan de adecuadas propuestas. Ya desde el comienzo
de la exhortación, el Papa declara que no es su intención ofrecer una lectura completa y
minuciosa de la realidad contemporánea y exhorta a todas las comunidades cristianas a
comprometerse a su vez en la lectura de los “signos de los tiempos”. Esta expresión, muy
del Evangelio (cfr. Mt 16,2-3), ha sido empleada en particular en la teología francesa del
Novecientos y se hizo recurrente en el lenguaje del beato Juan XXIII, el cual la usó para
describir las huellas escondidas de la venida del Señor en el mundo y que sólo una mirada
de fe es capaz de reconocer. Una mirada que sabe acoger lo positivo que hay a su
alrededor y no está condicionada por un prejuicio de contraposición entre Iglesia y
modernidad.
No es cuestión de elaborar interpretaciones sociológicas, cuanto más de obrar un
“discernimiento evangélico” (EG 50), es decir saber leer el propio mundo y el propio
tiempo con los ojos ejercitados por la escucha de la Palabra y por la oración. Más que
emanar juicios y directivas, hay que reconocer cuánto va en la dirección del Reino y lo que
no va, cuanto nos hace más humanos y cuanto que al contrario nos deshumaniza. Por eso
la prioridad de Papa Francisco, al describir nuestra época, es evidenciar los efectos
perversos de la que él define como “cultura del descarte”.
«Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la
vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”.
Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en
situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No
se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es
inequidad» (EG 53).
Aquí se aclara lo que es el mal del relativismo: no es una especie de inferioridad ética de
quienes no comparten la visión católica del mundo, como a menudo ha sido entendido al
usarla como arma dialéctica en los debates públicos. Ha habido un tal uso de este
concepto que el desacuerdo con la ética católica ha sido entendido como relativismo,
como ausencia de los valores y del sentido de la verdad y del bien. Papa Francisco
presenta más bien el relativismo como un no reconocimiento de la persona humana y de
su rostro, al punto de considerarla irrelevante, cayendo en la indiferencia.
A la raíz de esto está la idolatría del dinero, un nuevo dios al cual se ofrecen sacrificios
humanos: la exclusión de muchos para el bienestar de pocos (cfr. EG 54-56). [Significativa
una reciente estadística informa que 85 personas en el mundo actual, poseen tanto
cuanto 3.500 millones de personas]. Frente a estas posiciones, ambientes conservadores,
sobre todo en los EE.UU., han acusado al Papa se ser socialista. A estos, al contrario, les es
propia una ideología que hace dogma del crecimiento económico, a pesar que en su
nombre se produzcan víctimas. La advertencia del Papa es una denuncia contra una
economía egoísta y para la cual la ética olvida al hombre en lugar de favorecerlo. No es
cuestión de sistema político o de partidos, sino de ser conscientes de cuál es el fin de las
actividades económicas y de un gobierno.
«En este sentido, animo a los expertos financieros y a los gobernantes de los países a
considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: “No compartir con los pobres los
propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino
suyos”» (EG 57).
El discurso del Papa va a la raíz espiritual de las opciones económicas y políticas: la cultura
del individualismo y de la gratificación instantánea provoca la ilusión de salvarse gracias al
dinero y al consumo, comprando la satisfacción de las propias necesidades. Es la
absolutización del ego que no permite ver al próximo y a Dios (cfr. EG 67).
La pobreza de los excluidos crea las condiciones para la difusión de una violencia que no
se resuelve gracias a la obsesión por la seguridad y las respuestas armadas, que al final no
hacen otra cosa que alimentarlas, sino en un esfuerzo real de cambiar un sistema que es
injusto desde su origen, que es enfermo gracias a su falsa visión del mundo y del hombre.
Todas las relaciones son así corroídas, tanto las familiares como las civiles.
En este contexto se hace necesario educar a una fe que no se limite a prácticas exteriores,
a devociones sentimentales, a la absolutización de supuestas revelaciones privadas y que
termina encerrándose en su cascarón de seguridades. Es esta una especie de indiferencia
religiosa. El Papa vuelve una y otra vez invitando a la dinámica del salir, de la apertura,
donde la vida eclesial –y la misma fe– se encuentran con las culturas que vibran, se
proyectan y coexisten en esta realidad pluralista.
No es posible juzgar y rechazar todo lo que no pertenece a la tradición. La invitación es
más bien a vivir nuestro tiempo y sus culturas facilitando que estos vayan por el camino
correcto en su búsqueda de sentido, en la dinámica del sembrador y no en la del
conquistador.
«Se impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los
otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar allí
donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los
núcleos más profundos del alma de las ciudades» (EG 74). El Evangelio no es un producto
que hay que colocar en el mercado o una idea de propaganda; es una voz que abre al
hombre nuevas posibilidades de vida y de confianza en el encuentro con toda cultura y
con todo camino existencial. En el Evangelio hay un mensaje perenne que calienta el
corazón, que contesta al deseo de autenticidad y vida buena presente en cada fe, en cada
cultura y realidad humana. Hay que hacerlo emerger, sin perder las riquezas de la
tradición cristiana, pero también sin estancarse en el inmovilismo de prácticas y lenguajes
más aptos a otras épocas.
Para que esto acontezca, la Exhortación analiza una serie de tentaciones a las cuales están
sujetos los católicos comprometidos en la pastoral. Pero antes, el Papa recuerda el
enorme aporte que la Iglesia sigue haciendo en el mundo de hoy en los más variados
contextos de servicio gratuito al hombre: «Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los
pecados de algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben hacer olvidar
cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse o a morir en paz
en precarios hospitales, o acompañan personas esclavizadas por diversas adicciones en los
lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en la educación de niños y jóvenes, o
cuidan ancianos abandonados por todos, o tratan de comunicar valores en ambientes
hostiles, o se entregan de muchas otras maneras que muestran ese inmenso amor a la
humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho hombre. Agradezco el hermoso ejemplo
que me dan tantos cristianos que ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese testimonio
me hace mucho bien y me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para
entregarme más» (EG 76).
La primera tentación que el Papa indica es la de confundir la vida espiritual –que tendría
que ser el fundamento de la experiencia cristiana– «con algunos momentos religiosos que
brindan cierto alivio pero que no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en
el mundo, la pasión evangelizadora» (EG 78). Existe el riesgo de una religión hecha a
medida que se transforma en refugio y gratificación del yo. A esto se junta aquella acidia
que es la fatiga a perseverar en tiempos largos, en la falta de resultados inmediatos, en las
contradicciones. De esto nacen un replegarse en sí mismos y una reducción de la vida
eclesial a gris pragmatismo que son opuestos a la alegría del Evangelio (cfr. EG 82-83). El
Papa nos pone en alerta frente a un pesimismo estéril que nos inmoviliza, como ya lo hizo
Juan XXIII abriendo el Concilio y tomando distancias de los “profetas de calamidades” que
siempre anuncian lo peor y no ven otra cosa que ruinas y problemas (cfr. EG 84). Si
prevalecen estas actitudes, es signo de la falta de una contacto vivificante con el Evangelio
que alimenta nuevas relaciones, nuevas oportunidades de encuentro y solidaridad,
superando así la sospecha y la permanente desconfianza (cfr. EG 87-88).
«El aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede expresarse en una falsa
autonomía que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo religioso una forma de
consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo. La vuelta a lo sagrado y
las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos.
Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed
de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un
Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro» (EG 89).
La diferencia entre verdadera y falsa espiritualidad se nota en la medida en que la
experiencia de fe lleva al encuentro, a la acogida, al hacerse próximo, al crear comunidad.
Por los mismos motivos, Papa Francisco dice no a la mundanidad espiritual, propia de
quienes buscan en la fe una confirmación a los propios sentimientos o razonamientos, o
de quienes se sienten superiores a los demás en virtud de su propia adhesión a un cierto
estilo católico que hacía parte del pasado. Significa en definitiva contar consigo mismo, en
la propia integridad religiosa, más que en Dios. «Es una supuesta seguridad doctrinal o
disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de
evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el
acceso a la gracia se gastan las energías en controlar» (EG 94). El Papa reserva las
palabras más duras no a los no católicos, sino más bien a aquellos católicos que
desmienten al Evangelio poniéndolo al servicio de sí mismos.
Su recriminación va también a la búsqueda de poder en la Iglesia o a las conquistas
sociales y políticas, que alimentan la vanidad y rechazan la profecía (cfr. EG 95-97). De
esta manera se pierden energías en ilusorios planes de expansionismo apostólico y en
luchas contra otros hermanos de fe, hasta llegar a asumir actitudes de perseguidores,
porqué la diversidad de ideas pone en discusión el ego de quienes cuentan con sí mismos
y lo proyectan también en la religión (cfr. EG 98-100).
Al final del segundo capítulo, la Exhortación se cierra haciendo referencia a algunos
sujetos eclesiales a los que hay que prestar particular atención:
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los laicos, que no asumen en pleno su responsabilidad tanto por la falta de
formación como por no haber encontrado espacio en sus iglesias particulares
gracias a un excesivo clericalismo (cfr. EG 102);
las mujeres, que por su legítimo derecho –en cuanto iguales en dignidadponen a la Iglesia preguntas profundas que la desafían y que no se pueden
seguir eludiendo (cfr. EG 104);
los jóvenes, que en las actuales estructuras eclesiales ya no encuentran
respuesta a sus inquietudes, a sus necesidades, a sus problemáticas y heridas
(cfr. EG 105);
los seminaristas, que hay que ayudar a discernir bien su vocación para excluir
motivaciones ligadas a inseguridades afectivas, a búsqueda de formas de
poder, de gloria humana o bienestar económico (cfr. EG 107).
El Papa termina el capítulo invitando una vez más a las comunidades a seguir
reflexionando, poniéndose siempre en una perspectiva de renovación y de confiado
dinamismo.
«Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la
audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!» (EG 109).
4. LA DINÁMICA DE LA NOVEDAD EVANGÉLICA
En la tercera parte de la exhortación el Papa examina las constantes de la evangelización,
los elementos irrenunciables que van más allá de los contextos históricos y geográficos
(nn. 110-175). Es esta la sección donde me parece mayormente presente el material
elaborado durante el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización (octubre 2012).
La mano de Papa Francisco es aquí menos evidente, y hasta se nota una cierta falta de
homogeneidad, sin duda debido a la variedad de las contribuciones que aquí se busca
sintetizar. Sin embargo hay una continua y hermosa referencia a textos pontificios
dirigidos a las iglesias de los cinco continentes y a pronunciamientos de algunas
conferencias episcopales, dándoles a esta parte una mirada amplia y universal, sin duda
más católica, menos euro-céntrica.
El capítulo está dividido en cuatro partes. En la primera el sujeto es el ANUNCIO: ¿Quién
evangeliza? (cfr. EG 111-134). «La evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de
la evangelización es más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo un
pueblo que peregrina hacia Dios» (EG 111). De hecho, un poco más adelante el Papa
subraya que cada miembro del pueblo de Dios, en virtud de su bautismo, es discípulo
misionero, lo que significa un nuevo protagonismo de todos los bautizados (cfr. Mt 28,19;
EG 120).
Presupuesto es la unión entre realidad profunda de la Iglesia y la comunión trinitaria. La
Iglesia no nace por iniciativa humana, sino que tiene su origen en un sueño de Dios, en un
llamado: hay un primado de la gracia que precede a la organización humana (cfr. EG 112).
Dios no salva al hombre aisladamente, sino que convoca a un pueblo unido en una
hermandad que supera las diferencias sociales, religiosas, nacionales (cfr. Gal 3,28: EG
113). «La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo
pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del
Evangelio» (EG 114). El amor trinitario, que nos une en la diversidad, se dirige a todos; el
don de Dios se encarna por tanto en la cultura de quien lo recibe (cfr. EG 115).
La evangelización no es colonialismo cultural, que de por sí conlleva una forma de
asimilación de quien es su destinatario, como ha acaecido en otras épocas; ella actúa
mediante la inculturación, gracias a la cual las distintas culturas encuentran espacio en la
Iglesia y enriquecen el anuncio del Evangelio, contribuyendo a un anuncio más amplio y
completo (cfr. EG 116).
Las distintas culturas son depositarias de múltiples dones que el Espíritu Santo suscita,
además de realizar una unidad que no es uniformidad, sino armonía multiforme.
«Si bien es verdad que algunas culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación
del Evangelio y al desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se
identifica con ninguna de ellas y tiene un contenido transcultural. Por ello, en la
evangelización de nuevas culturas o de culturas que no han acogido la predicación
cristiana, no es indispensable imponer una determinada forma cultural, por más bella y
antigua que sea, junto con la propuesta del Evangelio» (EG 117).
Es lo humano que es imagen y semejanza de Dios, es lo humano el lugar de la
encarnación, no una particular cultura. Hacer coincidir una determinada cultura con el
catolicismo sería limitar la riqueza de la Palabra de Dios, sacralizando al contrario una obra
humana. De este error pueden emerger verdaderas y propias formas de fanatismo.
Un aspecto de la inculturación son las múltiples formas de la piedad popular que, si son
entendidas correctamente, pueden ser privilegiados lugares de acceso a la experiencia
cristiana y al alcance de todos (cfr. EG 122-126).
No hay que absolutizar las fórmulas con las que se anuncia la fe, en cuanto el Evangelio
puede ser presentado en las categorías (variables en el tiempo) propias a cada cultura (cfr.
EG 129); tampoco hay que absolutizar los particulares carismas eclesiales; estos, si son
fruto del Espíritu, no necesitan afirmarse a expensas de otras espiritualidades y dones (cfr.
EG 130).
También el diálogo con las ciencias y la filosofía es indispensable para la inculturación de
la fe; hay aquí un llamado a los teólogos para que contribuyan eficazmente con su
actividad de investigación (cfr. EG 132-134).
El Papa dedica dos secciones de este tercer capítulo a la homilía (cfr. EG 135-144) y a su
preparación (cfr. EG 145-159). A pesar de que la homilía sigue siendo el principal
momento de “formación” a la que pueden acceder normalmente las personas, es a
menudo poco eficaz y significativa. En ella no hay que entablar un monólogo en la que el
orador se expone a sí mismo, sino tiene que ser el lugar adonde se re-abre el diálogo entre
Dios y su pueblo (cfr. EG 137), haciéndolo así partícipe del tesoro de la Palabra. Tiene que
ser breve (cfr. EG 138) y manifestar la maternidad acogedora de la Iglesia con la
cordialidad, la gestualidad, la voz (cfr. EG 139). Antes que magistra, tiene que ser mater.
La homilía tiene que ser palabra de vida, no comunicación de servicio y tampoco una
lección. Considerando que la fe crece por la escucha de la Palabra de Cristo (cfr. Rom
10,17), la homilía tiene que transmitir el mensaje evangélico y no sencillamente verdades
doctrinales o prescripciones morales (cfr. EG 142-143). Esto no es fruto de la
improvisación; pide que se dedique tiempo a la Palabra, no sólo para estudiarla, sino para
escucharla con un corazón en oración. La preparación de la homilía tiene que ser una
experiencia espiritual, antes que intelectual. De otra manera, nos transformamos en
fariseos, que exigen a los demás sin dejarse iluminar por la Palabra de Dios, sin haberla
contemplado, sin haberla hecho viva y eficaz ante todo en nosotros mismos (cfr. Eb 4,12).
El predicador no es una persona perfecta que se pone en cátedra, sino una persona que
crece en su vida interior y en su humanidad gracias al hecho que realmente escucha la
Palabra y es dócil a ella (cfr. EG 145-151).
Así como lo hace Aparecida, Papa Francisco recomienda la lectio divina, práctica que
ayuda a entender el significado propio del texto bíblico juntamente con cuanto el Señor
quiere decirle al lector a través del texto mismo. Dios dirige su palabra a todos (cfr. EG
152-153).
Pero no es suficiente. «El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para
descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la
Palabra y también un contemplativo del pueblo» (EG 154). No es cuestión de estrategia,
sino de sincera preocupación para con las personas y de fidelidad al estilo de Jesús. Para
esto es necesario prestar atención al lenguaje que se usa, a la sencillez, al uso de imágenes
que involucren al oyente, haciendo hincapié en la positividad del mensaje (cfr. EG 156159). De esta manera se comunicaba Jesús, encontrando a las personas en sus lugares de
vida, atento a sus preguntas y necesidades, sirviéndose de lo concreto y encendiendo la
imaginación del oyente con las parábolas.
La cuarta y última parte del capítulo (nn. 160-175) está dedicada al anuncio del kerigma, el
primero y el principal anuncio, «ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas
maneras» (EG 164). Aquí el Papa se une a los números del 34 al 36 con la invitación a
concentrarse con el corazón del Evangelio, con su núcleo fundamental y que es la belleza
del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. Respuesta a
este amor es el amor al próximo (cfr. EG 160).
«La centralidad del kerigma demanda ciertas características del anuncio que hoy son
necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación
moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas
notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la
predicación a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al
evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura
al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena» (EG 165).
La Exhortación hace referencia también a la catequesis mistagógica, la que involucra toda
la comunidad en un camino de formación progresivo en la que son valorizados los signos
litúrgicos (cfr. EG 166), y al «camino de la belleza» (viapulchritudinis), la cual exige
encontrar nuevos signos y símbolos para expresar el anuncio más allá del lenguaje
conceptual haciendo recurso a formas no convencionales de belleza que hoy tiene una
particular eficacia comunicativa (cfr. EG 167).
El anuncio es un camino personal que necesita de acompañamiento, del arte de la
cercanía, del saber despertar preguntas y estimular la búsqueda (cfr. EG 169-173). Se
necesitan padres y madres en la fe, personas de confianza y con autoridad, pero también
respetuosas, que no ejerzan una injerencia espiritual, porque saben que el otro es “tierra
sagrada” delante de la cual hay que sacarse las sandalias (cfr. Es 3,5). El acompañamiento
puede hacer posible la experiencia de fe, pero no tiene que forzarla o determinarla; no es
y no puede ser un esquema escaneado, es único para cada uno.
La Palabra de Dios es fuente y fundamento de la evangelización, vuelve a reafirmar la
Exhortación al cierre del tercer capítulo (cfr. EG 175-176). La Iglesia evangeliza sólo si
antes se deja continuamente evangelizar por la Palabra, la cual tendría que estar en el
corazón de toda actividad eclesial.
Palabra y sacramento; mesa de la Palabra y mesa de la Eucaristía constituyen una unidad
en el alimentar el camino de fe. Lamentablemente se sigue privilegiando, y casi
absolutizando, la segunda mesa.
«El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los creyentes. Es
fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos los
esfuerzos por transmitir la fe. La evangelización requiere la familiaridad con la Palabra de
Dios y esto exige a las diócesis, parroquias y a todas las agrupaciones católicas, proponer
un estudio serio y perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante personal
y comunitaria» (EG 175).
5. DENTRO NUESTRO MUNDO
Desde siempre el Evangelio constituye una constatación del poder y de la riqueza inicua,
pero cuando se lo recuerda es fácil ser objeto de críticas. No exento de éstas ha estado el
Papa Francisco quien ha sido seriamente criticado por algunos sectores de la Iglesia, a
razón también de este cuarto capítulo de su Exhortación.
El capítulo dedicado a la dimensión social de la evangelización es el más extenso de la
Exhortación Apostólica, a demostración de cuanto ésto sea importante en la visión del
Papa.
A la raíz está el contenido social del kerigma, porque en el Evangelio son esenciales la vida
comunitaria y el compromiso con los demás (cfr. EG 177). Dios es Trinidad, comunión de
amor, nos ha querido y nos ama en comunión, juntos: en la soledad no hay ni humanidad
ni salvación.
Entender que somos amados gratuitamente por Dios nos abre a dar y a recibir amor en la
relación con los demás (cfr. EG 178). «La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la
permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros» (EG 179; cfr. Mt
25,40). La vida de Dios es “salida de sí” hacia el otro, y sólo en el salir de nosotros mismos
realizamos plenamente nuestra vida.
Se habla aquí de un amor concreto, que no tiene nada que ver con lo sentimental. Cuando
Jesús anunciaba el Reino de Dios, hacía referencia a una humanidad que sabe vivir en
justicia, en hermandad, en paz y en dignidad para todos (cfr. EG 180). Por esto la Iglesia no
puede contentarse con enseñar doctrinas, sino que tiene que ser experiencia de inmersión
en todo lo que hay de humano.
Fieles y pastores, están exigidos a la participación en la red pública, en nombre del
hombre y no para adquirir una relevancia social, sino para cooperar en la construcción de
un mundo mejor (cfr. EG 182-183). Punto de referencia es la doctrina social de la Iglesia,
pero con una salvedad decisiva: «ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio en la
interpretación de la realidad social o en la propuesta de soluciones para los problemas
contemporáneos. Puedo repetir aquí lo que lúcidamente indicaba Pablo VI: «Frente a
situaciones tan diversas, nos es difícil pronunciar una palabra única, como también
proponer una solución con valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco
nuestra misión. Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación
propia de su país» (EG 184; cfr. Pablo VI, encíclica Octogesima adveniens, 4).
Clave de lectura de la dimensión social de la evangelización es la asunción del punto de
vista de los pobres, la escucha de su grito, así como lo hace el Dios bíblico (cfr. EG 187; Ex
3, 7-8,10). Las ideologías dominantes excluyen a los sujetos débiles, se construyen sobre la
indiferencia. La solidaridad cristiana corresponde por tanto a una nueva mentalidad, en la
lógica de la comunidad, donde la prioridad está en el todos antes que en el algunos (cfr.
EG 188). Las consecuencias son de largo alcance. El Papa recuerda, de hecho, la función
social de la propiedad y la destinación social de los bienes como realidad que
preceden/superan la propiedad privada, así como ya afirmaban los Padres de la Iglesia
(cfr. EG 189).
Es este un principio que tiene una raíz espiritual, del cual brota un verdadero y propio
cambio de perspectiva en la vida social y económica y que pide transformaciones
estructurales en las relaciones entre las personas y entre los pueblos: «el planeta es de
toda la humanidad y para toda la humanidad» (EG 190) y es necesario actuar contra la
inicua distribución de los bienes, favoreciendo la oportunidad de acceso a la educación, a
la asistencia sanitaria y al trabajo (cfr. EG 191-192).
Se equivocan quienes intentan minimizar este discurso presentándolo casi como una pía
exhortación a acordarse de los pobres, y dejan así desoído el llamado a poner en discusión
el sistema que produce esta misma pobreza. La caridad no es mera limosna que enfrenta
las emergencias, tranquiliza las conciencias y deja a los pobres en la misma condición.
Asumir el punto de vista de los pobres corresponde al estilo de Dios que hizo una opción
preferencial por ellos y Él mismo se hizo pobre y siervo: ser una Iglesia pobre y para los
pobres que sabe aprender de ellos, dejarse evangelizar, considerando que su condición les
permite acceder a una propia sabiduría que está exenta del condicionamiento ilusorio del
bienestar (cfr. EG 198).
El Papa se enfrenta a la INEQUIDAD. El lucro por el lucro, la primacía del lucro sobre la
persona, es el nombre de esta inequidad (cfr. EG 202).
«¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para este sistema! Molesta que se hable de
ética, molesta que se hable de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución
de los bienes, molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se
hable de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un
compromiso por la justicia. Otras veces sucede que estas palabras se vuelven objeto de un
manoseo oportunista que las deshonra» (EG 203).
Papa Francisco cierra esta sección del IV capítulo señalando algunas fragilidades de las
cuales hay que tener particular cuidado en nuestros días; los migrantes, las víctimas de las
nuevas esclavitudes, las mujeres, los niños por nacer, la creación de la cual somos
custodios (cfr. EG 209-216).
Otro aspecto que se pone en relieve es que el Evangelio puede ser semilla de paz, si esta
la entendemos no sencillamente como ausencia de conflictos, sino en el sentido bíblico
del shalom. La paz es condición para el conseguimiento del bien común, el cual brota del
desarrollo integral para todos. De otra manera lo que se obtiene son las premisas para
nuevas formas de violencia, como lamentablemente testimonia la historia reciente (cfr.
EG 217-219).
El Papa propone 4 principios, inspirados en la doctrina social de la Iglesia, para la
construcción de una convivencia pacífica orientándose entre las tensiones que atraviesan
la vida de la sociedad (cfr. EG 221).
1. El tiempo es superior al espacio: significa trabajar a larga escala, sin dar
precedencia a los resultados inmediatos y preocupándose de iniciar procesos, más
que ocupar espacios (cfr. EG 222-225).
2. La unidad prevalece sobre el conflicto: este último no tiene que ser ignorado sino
aceptado, a condición de transformarlo en anhelo de unión (cfr. EG 226-230).
3. La realidad es más importante que la idea: las elaboraciones conceptuales ayudan
a comprender mejor la realidad, pero no puede adaptarla a fuerza de sus propios
esquemas, o degenerando en ideologías (cfr. 231-233).
4. El todo es superior a las partes: quiere decir reconocer y buscar el bien mayor que
lleva beneficios a todos y considera a todos (cfr. EG 234-237).
«La evangelización también implica un camino de diálogo» (EG 238).
Los nn. 238-257 constituyen la sección final del IV capítulo, que vuelve a una de las
grandes intuiciones del Vaticano II: en una sociedad pluralista la Iglesia tiene que ser capaz
de un diálogo abierto y sin preconceptos. No por estrategia, sino porque es una expresión
íntima e indispensable de la fe cristiana (justamente como ha escrito Papa Francisco al
periodista Eugenio Scalfari).
Esta es una cuestión en la cual, hasta la reflexión católica, tiene aún que trabajar: el valor
teológico del DIÁLOGO.
El anuncio del Evangelio de la paz (cfr. Ef 6,15) se realiza en un diálogo de colaboración
con las autoridades nacionales e internacionales en vista al bien común (cfr. EG 239). Es
diálogo con las distintas fuerzas sociales, proponiendo con claridad los valores
fundamentales de la existencia humana, pero sin pretender resolver todas las cuestiones
(cfr. EG 240). Es diálogo con la razón y con las ciencias, con las cuales la fe no se siente en
oposición, sino en la dinámica de la búsqueda de nuevos horizontes de pensamiento en el
recíproco respeto (cfr. EG 242-243). Es también diálogo ecuménico como aporte a la
unidad de la familia humana, acogiendo como don lo que el Espíritu ha sembrado en los
hermanos separados (cfr. EG 244-246). Es diálogo con el Judaísmo, pueblo de la Alianza
con Dios que jamás ha sido revocada, y con el cual existe una rica complementariedad en
la lectura de los textos bíblicos (cfr. EG 247-248). Es diálogo con toda religión en cuanto la
escucha mutua puede ser ocasión de purificación y enriquecimiento (EG 247-253).
Finalmente es diálogo que nace de la cercanía con todos los buscadores sinceros de
verdad, bondad, belleza y justicia, si bien estos no se identifiquen en una particular fe
religiosa (cfr. EG 257).
6. EN LA DOCILIDAD AL ESPÍRITU DE JESUCRISTO
El capítulo final (nn. 259-288) ha sido por algún comentarista tildado de superfluo,
especialmente en una Exhortación que desea marcar el inicio de una conversión pastoral
en clave misionera y de una renovación de toda la Iglesia. Al contrario, considero que es
un capítulo indispensable y determinante.
El ámbito eclesial actual parece haber perdido su capacidad de ser escuela que introduce
al arte de la “vida en Cristo”: parece que como Iglesia nos hemos transformado siempre
más en maestra de palabras éticas, sociales, políticas, económicas, y parece que así hemos
perdido nuestro lenguaje propio. Da la impresión que se la valora en la medida que su vida
cristiana corresponde a un compromiso social, a un estilo de vida genéricamente altruista.
De esta manera la vida cristiana se vuelve sinónimo de actividad organizativa y espiritual,
más que lugar propicio para disponer a la vida espiritual. En este contexto hasta la
transmisión de la fe se limita a ser un acto catequético, en el sentido de enseñanza
doctrinal, más que iniciación a una experiencia auténtica de conocimiento del Señor en la
fe. Así, necesariamente, la espiritualidad degenera a algo intimista e individualista. A esto
se le llama espiritualismo. Para cambiar lo exterior, tenemos que partir por lo interior. Sin
ese cambio interior todos los otros esfuerzos se hacen inútiles.
Papa Francisco rechaza el espiritualismo intimista (cfr. EG 262) en cuando religiosidad
desencarnada y opuesta a la fe cristiana en la que Jesús es narración del Dios que habita
en lo humano. Lo rechaza además porque tiene que haber correspondencia entre la
vivencia espiritual y la vivencia eclesial. Espiritualidad, al contrario que el espiritualismo,
es vida transfigurada por la presencia de Dios, por la acción del Espíritu. «Jesús quiere
evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con
una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios» (EG 259).
Compromiso y oración tienen que ir de la mano; acción y contemplación son los dos polos
entre los cuales está la existencia cristiana. «Siempre hace falta cultivar un espacio interior
que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad» (EG 262).
La auténtica fidelidad a la Tradición y toda auténtica reforma de la Iglesia no son otra cosa
que docilidad al Evangelio. Es de allí, del Evangelio, que nacen los más importantes gestos
y palabras del Papa. También este último capítulo de su Exhortación está tejido de
Evangelio (de hecho es la parte que más referencias bíblicas propone).
Punto de partida es creer en el amor (cfr. 1Jn 4,16), que no es un genérico sentido de
fascinación o de temor sagrado para con Dios. Nadie ha visto jamás a Dios (cfr. Jn 1,18; 1Jn
4,12); es el hombre Jesús que nos ha hablado de su amor. El evangelizador es un
contemplativo del Evangelio; allí encuentra la confianza fundamental que lo humaniza y lo
orienta a una vida renovada (cfr. EG 264).
El cristiano evangeliza porque antes se ha dejado evangelizar, ha asimilado el estilo de
Jesús, en la unidad profunda a su persona y a su existencia.
«Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su
generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla
a la propia vida» (EG 265). Este era el arte educativo de Jesús, ponerse a esta escuela
significa buscar a aquel que él busca, amar a aquel que él ama y corresponder a nuestras
más originales y profundas necesidades humanas (cfr. EG 265-267). Toda la vida de Jesús
ha sido un “salir de sí” hacia los demás, comenzando por mirarlos con atención y con
amor. «La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que
marcó toda su existencia» (EG 269). Es poniéndonos en el seguimiento de Jesús que los
cristianos podemos reconocernos como pueblo y somos fieles a la creación, solidarios con
todos los hombres con los cuales compartimos los gozos, las esperanzas y las tristezas, en
el compromiso común para la construcción de un mundo mejor (cfr. C.Vaticano II,
Guadium et Spes, 1).
En nuestra relación con el mundo, los cristianos no miramos desde arriba hacia bajo;
estamos invitados a dar razón de nuestra propia esperanza con dulzura y respeto,
viviendo en paz con todos (cfr. 1Pe 3,16; Rm 12,18), no como enemigos que apuntan el
dedo y condenan. «Ésta no es la opinión de un Papa ni una opción pastoral entre otras
posibles; son indicaciones de la Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que no
necesitan interpretaciones que les quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine glossa»,
sin comentarios. De ese modo, experimentaremos el gozo misionero de compartir la vida
con el pueblo fiel a Dios tratando de encender el fuego en el corazón del mundo» (EG 271).
Todo en la Iglesia, todo; también el ministerio papal, exige ante todo fidelidad al
Evangelio.
Lógica del Evangelio nunca puede ser la separación, sino el encuentro: «Sólo puede ser
misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad
de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más alegría en
dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si
se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que
un lento suicidio» (EG 272). Cada persona es digna de atención, independientemente de
su aspecto, de sus capacidades, de sus convicciones (cfr. EG 274).
Es esta una actitud de libertad, gratuidad, libre de cálculos y sin pretensiones, que no mira
el resultado, y está dispuesta a partir por el fracaso y la incomprensión porque se funda en
la fe del Señor resucitado, que pasó antes por la muerte (cfr. EG 275).
La confianza del cristiano es paciente, tenaz, no cuenta con el poder, sino con la fuerza
humilde y escondida del Reino de Dios que es como la semilla que crece sin que esto
dependa del campesino, es como la levadura que hace levar la masa, como la semilla de
trigo que crece en medio de la cizaña. Los signos están allí, pero son visibles sólo a la
mirada contemplativa de la fe, educada por la oración (cfr. EG 278-279).
Hasta el próximo tiene que ser llevado al espacio de la oración: la mirada contemplativa
no lo mira como adversario, como tierra de conquista, sino que lo lleva en el corazón (cfr.
Fil 1,7), intercede por él, da gracias por él (cfr. EG 281-282). La mentalidad mundana, al
contrario, busca de poseer al otro, de dominarlo, hasta –a veces– eliminarlo. La
mentalidad evangélica ve al otro siempre como un don por el cual hay que dar gracias.
Ícono bíblico de estas disposiciones espirituales es María, que es madre de la fe. El Papa le
dedica a ella el cierre de su Exhortación (nn. 284-288); un ícono femenino en una Iglesia
en donde aún prevalece la huella masculina y que tendría que adquirir siempre más un
estilo mariano.
Lo que más cuenta para María no son los privilegios, los prodigios, las oposiciones, las
revelaciones, sino la actitud espiritual que ha caracterizado toda su historia, toda ella
entrelazada con la vida de su hijo y su Señor.
«Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe. (..) Ella se dejó conducir por el Espíritu,
en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad. (…) En esta peregrinación
de evangelización no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como
la que vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía » (EG 287).
María mujer de esta tierra, entonces, de una confianza vivida en las contradicciones de su
historia, antes que como mujer del cielo. A ella Papa Francisco se dirige, al final del
documento, presentando el cambio que le espera a la Iglesia.
“Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos el don de la belleza que no se apaga” (EG 288).
P. Gianluca Roso, mccj
Director nacional