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ACTITUD DE LA ISGLESIA ANTE LAS OTRAS RELIGIONES
La Iglesia mantiene una actitud positiva hacia las tradiciones no cristianas.
Las religiones de la humanidad han saltado en poco tiempo al
centro de la atención cultural y teológica. Lo muestra con claridad el gran
número de libros descriptivos que, dedicados a las diferentes tradiciones
religiosas de la tierra, se han publicado a lo largo de los últimos años.
Abundan mucho menos, sin embargo, las obras que tratan ordenadamente de las
relaciones que existen o deben existir entre Cristianismo y las demás
religiones, tanto en un plano de reflexión teológica general como en
aspectos concretos que pueden ser tan importantes como el diálogo
interreligioso y las misiones.
Los cristianos necesitan en la hora actual enriquecer su información acerca de las
otras religiones. Credos y tradiciones religiosas aparecen ahora con gran frecuencia
y por motivos diversos en los medios de opinión pública y en la conversación
general. Estas noticias y comentarios necesitan superar muchas veces el nivel de la
simple información, y convertirse en una fuente de conocimiento y de verdadera
cultura religiosa.
Las religiones son un asunto de gran actualidad en la Iglesia. Lo muestran entre
otras cosas, la Jornada por la paz, promovida por Juan Pablo II y celebrada en Asís
en 1986, la Encíclica sobre las misiones (1990), el viaje del Papa al Sinaí y El Cairo,
seguido de su peregrinación a Tierra Santa, en febrero y marzo del 2000, y de su
reciente visita a Damasco, en mayo del presente año. En esta ocasión entró por
primera vez un Papa en un templo musulmán.
Doctrina católica
Todo indica que el Cristianismo habrá de ocuparse intensamente de las religiones
en los próximos años y decenios.
Pero el interés de la Iglesia por las religiones no cristianas y especialmente por la
salvación de los paganos no es un hecho reciente. Existe desde la época patrística y
se intensifica durante los siglos medievales. La labor misional es la respuesta
práctica a la cuestión vital de la salvación eterna de los infieles, mientras que a
nivel teológico se elaboran doctrinas que permitan incluir a los paganos no
evangelizados dentro de la única salvación lograda por Jesucristo. Se encuentran
entre ellas las doctrinas del bautismo de deseo o in voto, de la fe implícita, de la
obediencia a la conciencia recta, etc.
A diferencia de las posturas protestantes tradicionales, el magisterio y la teología
de la Iglesia católica han mantenido una actitud crecientemente positiva no sólo
hacia las posibilidades de salvación en el paganismo, sino también hacia el valor
espiritual de las tradiciones religiosas no cristianas, salvadas siempre las oportunas
distancias derivadas de la naturaleza definitiva y plena de la Revelación en
Jesucristo.
La posición católica se formula con nitidez en la Encíclica Evangelii Praecones (2 de
junio de 1951), de Pío XII, donde se dice que la "Iglesia católica no despreció las
creencias de los paganos ni las rechazó, sino que más bien las libró de todo error e
impureza, y las consumó y perfeccionó con la sabiduría cristiana". Estas palabras
recogen la conocida idea cristiana de que así como la gracia no destruye la
naturaleza, tampoco la revelación propuesta por la Iglesia busca eliminar la religión
pagana, sino elevarla, purificarla y perfeccionarla. Consideraciones análogas,
formuladas con menor precisión, se encontraban ya en la carta Maximum Illud
(1919), de Benedicto XV, y en la Encíclica Rerum Ecclesiae (1926), de Pío XI.
Estos pensamientos –en un marco diferente pero con presupuestos semejantes–
reaparecen en la Declaración conciliar Nostra Aetate (28. 10. 65) con la siguiente
formulación: "La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de
verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los
preceptos y doctrinas, que, aunque discrepen en muchos puntos de lo que ella
profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella verdad que
ilumina a todos los hombres" (n. 2).
Teólogos
La teología (cristiana) de las religiones se ha establecido como disciplina y campo
de investigación y docencia intraeclesiales a lo largo del siglo XX. Es básicamente
una reflexión que desea responder a las cuestiones que la diversidad religiosa
plantea a la doctrina católica.
La Declaración Nostra Aetate, del Concilio Vaticano II, ha marcado un cierto punto
de inflexión, que no es, sin embargo, de carácter absoluto, porque las posiciones
posconciliares de numerosos teólogos habían aparecido ya antes de los años
sesenta.
Las propuestas teológicas más citadas acerca del cristianismo y las religiones se
contienen en monografías de H de Lubac, J. Danièlou, Y. Congar, K. Rahner, H.R.
Schlette, y J. Ratzinger.
Los años posconciliares han visto una extensa producción de tratados, monografías
y ensayos teológicos acerca del tema. Dentro del campo católico, han alcanzado
más difusión los trabajos de M. Seckler, V. Boublik, M. Guerra, G. D’Costa, J.
Dupuis, H. Waldenfels, L. Elders, J.A. Dinoia, P. Rossano, y L. Scheffczyk.
Entre los autores protestantes más significativos deben ser mencionados H.
Kraemer, P. Tillich, G. Lindbeck, J. Hick, y A. Plantinga.
Estos autores defienden muy variados puntos de vista y resulta imposible
distribuirlos según una tipología rigurosa. Las fronteras confesionales no son
significativas, y los grupos de autores que defienden posturas más o menos
semejantes en torno a las cuestiones de la salvación y la verdad, suelen cruzar la
línea divisoria entre católicos y protestantes.
Cristo, único salvador
Es conveniente mantener en cualquier caso que las afirmaciones de la Iglesia
acerca de la universalidad de la salvación obrada por Dios en Jesucristo representan
desde luego una condición sine qua non para una teología de las religiones,
elaborada desde el punto de vista cristiano, y para un verdadero diálogo
interreligioso. Juan Pablo II lo ha formulado de la manera siguiente: "el hombre–
todo hombre sin excepción alguna– ha sido redimido por Cristo, porque con el
hombre –cada hombre sin excepción alguna– se ha unido Cristo de algún modo,
incluso cuando ese hombre no es consciente de ello".
Esta doctrina ha sido reiterada innumerables veces en parecidos términos, sin que
las convicciones que contienen hayan impedido la comunicación con hombres y
mujeres de otros credos. El Papa ha vuelto a afirmar recientemente: "Cristo,
Salvador universal, es el único Salvador. San Pedro lo afirma claramente: ‘no hay
bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que debamos salvarnos’ (Hch
4, 12). Al mismo tiempo es proclamado también único mediador entre Dios y los
hombres, como enseña la primera carta de san Pablo a Timoteo (1 Tim. 2, 5-6)...
Así pues, no se pueden admitir, además de Cristo, otras fuentes o caminos
autónomos de salvación. Por consiguiente, en las grandes religiones, que la iglesia
considera con respeto y estima en la línea señalada por el Concilio Vaticano II, los
cristianos reconocen la presencia de elementos salvíficos, pero que actúan en
dependencia de la gracia de Cristo... También en relación con las religiones, actúa
misteriosamente Cristo Salvador, que en esta obra asocia a su Iglesia".
Estos textos y otros parecidos sientan con nitidez la doctrina de Cristo, único
Salvador a través del misterio de la Iglesia, pero guardan un respetuoso silencio
respecto al modo en que la eficacia salvadora de Jesús alcanza a todos los
hombres. Se estima una misteriosa operación divina, que debe ser mucho más
adorada que escrutada con los instrumentos de la razón humana, lo cual
recomienda a la teología un tono de sobriedad intelectual en presencia de lo
misterioso.
Esta convicción cristiana no es incompatible con el sincero respeto hacia las demás
religiones, que no puede faltar entre los bautizados. Un teólogo cristiano no
descalifica a priori otra religión, pero procura mostrar que está seguro de la propia
y que mantiene e incluso afianza su identidad cristiana en el diálogo interreligioso.
Sólo los cristianos que afirman con nitidez la singularidad y universalidad de
Jesucristo como Salvador de la humanidad pueden desempeñar un adecuado y
coherente papel en ese diálogo, y aprender de los demás. Esta actitud afirmativa de
la propia creencia no es fruto en el cristianismo de una simple tendencia
universalista. Deriva, sobre todo, de una convicción religiosa enraizada en la fe y
avalada por la razón y por la historia.
La pretensión universalista y la especificidad del cristianismo son irrenunciables. Se
basan en la convicción de que Jesús de Nazareth es el acontecimiento fundante en
el que Dios se ha identificado sin ambages ni fisuras con la humanidad de todos los
tiempos y lugares. El Dios particular de Israel se ha manifestado plenamente en
Jesucristo mediante la obra del Espíritu. Este hecho constituye una realidad
histórica de carácter definitivo.
«Dominus Iesus»
Estos principios han sido recogidos de modo sistemático en la reciente declaración
Dominus Iesus. Publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 6 de
agosto del año 2000, Dominus Iesus puede considerarse como el primer documento
de la Iglesia que trata de establecer y formular los puntos fundamentales de la
doctrina cristiana sobre la unicidad y universalidad de la figura de Jesucristo y su
obra salvadora. Esta intención principal, que aparece en el título mismo, la
diferencia de otros documentos importantes que se han ocupado por extenso de
fijar y desarrollar la postura católica acerca de la relación del Cristianismo con las
demás religiones, y sobre el diálogo interreligioso. Deben mencionarse entre ellos la
Encíclica Redemptoris missio (1990), y los documentos del Consejo pontificio para
el diálogo interreligioso, titulados La actitud de la Iglesia frente a los seguidores de
otras religiones (marzo 1984) y Diálogo y Anuncio (mayo 1991).
Estos tres textos contienen en lo esencial la posición católica, pero al ocuparse
principalmente de asuntos específicos, como son las misiones, el espíritu con el que
la Iglesia mira a las demás religiones de la tierra, y la relación que debe existir
entre el diálogo y la proclamación del Evangelio, no establecen con tanta concisión
y unidad orgánica los aspectos básicos sobre la singularidad salvadora de Jesucristo
y el ministerio de la Iglesia.
La Dominus Iesus ha venido precedida, de un tiempo de observación, por parte de
la Iglesia, del escenario teológico en el que se ha desarrollado por espacio de más
de veinte años un vivo debate interreligioso, que ha tenido lugar especialmente
dentro de la misma teología cristiana. La Dominus Iesus se dirige
fundamentamente a cristianos, como una formulación de principios que deben
tenerse en cuenta en la elaboración y el desarrollo de una teología de las religiones
que responda verdaderamente a su condición de disciplina normativa, parte de la
"fe que busca entender".
La declaración ha de situarse en el marco de los documentos y acontecimientos que
constituyen, de algún modo, sus precedentes. Deben mencionarse especialmente la
Declaración Nostra Aetate (1965), que supone un punto de intensificación en el
desarrollo de la postura católica hacia las religiones; la Jornada de Asís (1986) y los
textos papales que explican su sentido y su finalidad; la Encíclica Redemptoris
Missio (1990) y, en otro plano, el Documento titulado Cristianismo y las religiones,
publicado por la Comisión teológica internacional en 1996. No puede decirse en
modo alguno que, por ser el último, Dominus Iesus sea una síntesis de esos
documentos, o que, tal como está formulada, constituya una última palabra de la
Iglesia sobre las cuestiones tratadas.
Los documentos mencionados encierran un rico contenido y hará falta tiempo para
percibir y desarrollar todas sus implicaciones. Pero Dominus Iesus establece puntos
básicos de doctrina e identidad cristianas, que la Iglesia considera irrenunciables
para la elaboración de una adecuada Teología de las religiones.
El texto se divide en seis partes, que desarrollan las afirmaciones fundamentales de
la fe cristiana respecto a la plenitud de la Revelación en Jesucristo (I), la unión del
Logos encarnado y el Espíritu santo en la obra de la salvación (II), la unicidad y
universalidad del misterio salvador de Jesucristo (III). Este apartado es el núcleo
del documento. Siguen las secciones relativas a la unidad de la Iglesia y su
necesario ministerio en la salvación lograda por Jesús (IV), la Iglesia como reino de
Dios y de Cristo (V), y las religiones en relación con la salvación (VI), donde se
alude a la posibilidad de que algunas tradiciones religiosas de la humanidad sirvan
de preparación evangélica.
Base trinitaria
La Declaración destaca vigorosamente la necesidad de que la teología de las
religiones adopte un planteamiento trinitario, de modo que la acción salvadora
unitaria del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se tenga siempre en cuenta, por
motivos de doctrina y de método teológico.
La teología cristiana de las religiones necesita unificarse sobre una base trinitaria.
No sólo porque la Trinidad debe figurar en cualquier propuesta que recoja la
identidad del Cristianismo, sino también porque la reflexión teológica sobre la
iniciativa amorosa del Padre, y los envíos del Hijo y del Espíritu Santo, proporciona
el marco adecuado para plantear y resolver correctamente cuestiones centrales.
Se requiere como premisa mayor una fe correcta en el misterio trinitario, tal como
lo ha formulado la tradición de la Iglesia. No sirve la concepción modalista de
quienes mantienen la idea de que Padre, Hijo y Espíritu Santo designan papeles
adoptados por Dios con el fin de realizar las diversas etapas de la economía de
salvación.
Hay que partir, por el contrario, de la realidad de las distintas relaciones en Dios, y
de los testimonios escriturísticos sobre las procesiones del Hijo y del Espíritu Santo.
La Iglesia considera al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo como identificados en un
único ser divino. Cualquier otro planteamiento supondría un retroceso en dirección
de un politeísmo pagano que consideraría a los dioses como manifestaciones de un
solo espíritu divino trascendente.
La teología trinitaria permite afirmar la particularidad de Dios, así como su
interacción con el orden espacio– temporal de la creación y de la criatura humana.
Una cristología trinitaria está en condiciones de relacionar lo universal y lo
particular, superando formas excluyentes de particularismo (cristomonismo) y de
universalismo (concepciones puramente teocéntricas centradas sólo en el Padre).
La presencia y el papel del Espíritu de Dios permiten también vincular la
particularidad de Cristo con la actividad universal de Dios en la historia de la
humanidad. Dado que la Iglesia se encuentra en su misterio bajo la guía y el juicio
del Espíritu, que actúa de algún modo en las religiones, éstas aparecen también en
el horizonte de la plenitud cristiana.
Debe afirmarse para terminar que la verdad de la religión cristiana encierra una
capacidad singular para enriquecer el diálogo interreligioso. La tradición religiosa
históricamente más segura respecto a su carácter singular es también la más
flexible y capaz de incorporarse la sabiduría válida de las demás, y transmitirles a
ellas sus propias riquezas.
Los cristianos piensan que la tradición evangélica, cuyo centro y origen es el
acontecimiento de Jesucristo, no admite por esencia fronteras exclusivistas, y que,
sin relativizar su mensaje ni alterarlo con sincretismos, se encuentra abierto a todo
lo que puede aprender de los valores de otras tradiciones religiosas.
El mensaje de Jesús, un mensaje de cruz y de Resurrección, posee una tendencia
intrínsecamente expansiva y comunicativa, y es capaz de generar un proceso
asimilativo basado en el diálogo y el respeto mutuo. El cristiano arranca de la
premisa de que el Dios activo en la historia de Israel se ha revelado plenamente en
Jesucristo, a través del Espíritu, y ese Dios, particular y universal, es el fundamento
último de la vida y de la salvación. Las religiones deben tratar de entenderse, por lo
tanto, desde la universalidad y la realidad de Dios vivo.