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Transcript
III. COMENTARIO
CAPITULOS II. EL LOGOS ENCARNADO Y EL ESPIRITU
SANTO EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN
UNA REFLEXIÓN SOBRE LA UNIVERSALIDAD DE LA SALVACIÓN Y LA
UNICIDAD DE JESUCRISTO
Pbro. Dr. Mario Angel Flores Ramos
Arquidiócesis de México
Director General del Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos (México)
Coordinador de la Licenciatura en Dogma Universidad Pontificia de México
Secretario Ejecutivo de la Comisión de Doctrina de la CEM
Febrero del 2001
El siguiente comentario mira especialmente a los capítulos II y III de la declaración Dominus
Iesus de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe; sin embargo, por la naturaleza del
tema, las implicaciones de los distintos capítulos son ineludibles. Hay una estrecha relación
entre Iglesia, Cristo, Dios y los temas del ecumenismo y del diálogo interreligioso. Con todo
se hará hincapié especialmente en aquello que se refiere al Logos, su unicidad, universalidad,
identidad con Jesucristo y, por otra parte, en la acción del Espíritu Santo que conocemos por el
mismo Logos encarnado y que en Él y por Él se manifiesta.
El documento plantea algunas preocupaciones:
“En la reflexión teológica contemporánea a menudo emerge un acercamiento a
Jesús de Nazaret como si fuese una figura histórica particular y finita, que
revela lo divino de manera no exclusiva sino complementaria a otras
presencias salvíficas... Más concretamente, para algunos él sería uno de los
tantos rostros que el Logos habría asumido en el curso del tiempo para
comunicarse salvíficamente con la humanidad”1.
“Es también frecuente la tesis que niega la unicidad y la universalidad salvífica
del misterio de Jesucristo”2.
“No pocas veces algunos proponen que en teología se eviten términos como
unicidad, universalidad, absolutez, cuyo uso daría la impresión de un énfasis
1
2
Congregación para la Doctrina de la Fe Declaración sobre la unidad y universalidad salvífica de
Jesucristo y de la Iglesia Dominus Iesus. Roma, agosto 2000. Núm 9.
Idem núm 13.
excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo en relación a las
otras religiones”3.
La respuesta cristiana sigue firmemente apoyada en la experiencia y proclamación del apóstol
Pedro sobre Cristo, que le hizo exclamar en su primera comparecencia ante el Sanedrín: “No
hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos”
(Hch 4,12).
Esta Declaración que ahora nos ocupa nos devuelve la claridad de la fe y las razones de
nuestra esperanza, en un tiempo en que muchos pierden su identidad y no aciertan en dónde
apoyar su esperanza. Toda la argumentación es desde la Escritura, particularmente los
evangelios, con una constante referencia al Concilio de nuestro tiempo, el Vaticano II.
Acerquémonos al tema con nuestro comentario.
I.
PREAMBULO
El diálogo teológico que desde el cristianismo y, muy especialmente desde la teología católica,
se intenta realizar para comprender el lugar y el papel de las distintas religiones en orden al
conocimiento de Dios y a la salvación de la humanidad, debe llevarnos a clarificar el alcance
de los distintos caminos religiosos, sin perder de vista el sentido del camino cristiano. El
dilema es muy antiguo: ¿Todas las religiones son iguales?, pero la respuesta va siendo, desde
la teología cristiana en general y católica en particular, cada vez más compleja. No estamos
tan seguros que se haga un esfuerzo semejante desde otras latitudes religiosas, ni desde
algunos grupos al interior del universo cristiano.
La existencia de distintas religiones, entre ellas el propio cristianismo, no debe llevarnos a caer
en confusión sobre los aspectos fundamentales de la realidad.
DIOS
En primer lugar que Dios, siendo uno, es siempre el mismo, sea que lo busquen los antiguos o
los modernos o, incluso, que lo nieguen los ateos, ese Dios al que no reconocen los ateos,
finalmente es el mismo que buscan las distintas religiones. Dios permanece el mismo para
quienes lo buscan, para quienes lo han encontrado o para quienes tratan de negarlo.
CRISTO
De igual manera debe quedar muy bien delineado el papel que le corresponde a la persona de
Jesús de Nazaret. Es alguien que históricamente tiene su lugar y su momento pero que al
mismo tiempo tiene una relación específica e inigualable con el misterio de Dios que le hace
trascender más allá de los estrechos espacios geográficos y temporales de la Palestina de hace
dos mil años. Si lo que nos da a entender el Evangelio de san Juan lo aceptamos como
verdadero, en el sentido de que este Jesús es la Palabra que estaba en Dios y que era Dios y
que “Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” Jn 1,3), entonces el
3
Idem núm 15.
discurso sobre Jesús no se puede separar del discurso sobre Dios, independientemente de la
manera en que las distintas formas religiosas lo conciben. No es posible pedir que un no
creyente o un no cristiano vea en Jesús la presencia de Dios, pero tampoco es posible imaginar
a un cristiano hacer de Cristo un personaje más de la historia. Esto significaría, como cristiano,
no haber entendido a Cristo o bien haber dejado de ser cristiano.
El gran reto del teólogo cristiano y católico no es como convencernos de que Jesús no es
importante para los budistas, por ejemplo, esto ya lo sabemos de ante mano, sino hacernos ver
cómo aún para los budistas, que no lo conocen o no lo aceptan, Jesús es importante. O, para
decirlo de otra forma, cómo es que Jesús de Nazaret, el único y el mismo, es también el
camino, la verdad y la vida aún para el no cristiano y para el no creyente.
IGLESIA
Por otra parte, está el papel que le corresponde a la Iglesia como una realidad espiritual e
histórica y una presencia social en orden al anuncio de Jesucristo y su Evangelio. Es muy fácil
tratar de prescindir de ella, pero puede significar el mismo paso de tratar de prescindir del
Jesús histórico para quedarnos sólo con una representación ideológica cada vez más subjetiva
y etérea de la persona real de Jesús. Ha menudo se ha planteado que el diálogo en orden a una
teología cristiana del pluralismo religioso debe comenzar con la renuncia definitiva a creer que
la Iglesia es necesaria para la salvación. El axioma “extra ecclesia nulla salus” no sólo ha
sido fuente de enormes conflictos de interpretación4, sino también, dicen algunos autores, es el
primer muro contra cualquier intento de diálogo sincero con las demás formas religiosas: La
Iglesia, dicen quienes así opinan, en tanto misterio derivado, no puede ser el instrumento de
medida de la salvación de los otros5. Se podría decir que Jesucristo es el misterio absoluto; la
Iglesia no es más que misterio derivado y relativo... Siguiendo lógicamente la definición
conciliar del misterio de la Iglesia, deberíamos abocarnos a una perspectiva cristológica
completa que sobrepasa un acercamiento eclesiocéntrico6.
Es un falso dilema puesto por algunos que intentan avanzar en el diálogo ante el pluralismo
religioso contraponer a Dios, a Cristo y a la Iglesia, como si se tratara de aspectos fácilmente
“desmontables” desde el punto de vista cristiano. La argumentación, en palabras sencillas,
dice así: El eclesiocentrismo no nos ayuda en el diálogo ya que supone una visión
absolutamente cerrada, de un grupo con intereses concretos, dejémoslo de lado; el
cristocentrismo es muy limitado, es una persona ligada a una cultura, una época y un territorio,
poco podremos hacer con este discurso delante del conjunto de las religiones; quedémonos en
el teocentrismo que es el que nos identifica con todas las formas religiosas. Uno de los autores
más radicales en esta postura llegó a la conclusión de que ni siquiera el teocentrismo es
4
5
6
Véase un buen estudio al respecto en SULLIVAN F.A. Salvation outside the Church? Tracing the History of
the Catholic Response. Paulist press, New York/Mahwah, 1992. Por otra parte, sobre Ecclesia nulla salus,
tenemos una extraordinaria interpretación en el principio eclesiológico del Vaticano II: la Iglesia sacramento
de salvación.
Cfr DUPUIS J. Homme de Dieu Dieu des hommes. Introduction à la christologie. Les Édition du CERF
Paris, 1995. p 235. Para Dupuis “Il semble dificcile d´imaginer la facon dont on pourrait comprandre
l´extension de la médiation salvifique de l´Eglise au-delà de ses frontières” idem p. 235.
Cf r DUPUIS, J. Op.cit. 212.
común, ya que algunas formas religiosas no incluyen el concepto monoteísta por lo que
debemos contentarnos con la “centralidad de lo real”7. Si la finalidad es llegar a una definición
lo más genérica e indefinida posible, tal vez esa sería la estrategia, renunciar todos,
comenzando por los cristianos, a lo que es propio y buscar únicamente en aquello que todos
pueden coincidir algo así como “una religión universal. ¿No correríamos el riesgo de
quedarnos sin nada? ¿Será esta la finalidad de una teología del pluralismo religioso? ¿No será
más bien entrever en el conjunto de la búsqueda religiosa la presencia del único Dios que en
Jesucristo se ha manifestado plenamente?
Por otro lado, tal como lo ha reafirmado el Concilio de nuestro tiempo, el Concilio Vaticano
II, los cristianos no podemos renunciar a lo que nos es propio porque esta es la riqueza que
debemos comunicar y testimoniar ante el mundo: “Cristo es la luz de los pueblos... La Iglesia
es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la
unidad de todo el género humano”8. La Iglesia es sacramento de Cristo y Cristo lo es del
Padre, si rompemos esta secuencia corremos el riesgo de no llegar a la meta: renunciamos
primero a la Iglesia, después a Cristo y finalmente a Dios ¿dónde queda toda la experiencia de
esta comunidad de creyentes que en Cristo han encontrado a Dios?
II.
DIALOGO EN LA VERDAD
La teología, ante el pluralismo religioso, no puede seguir el camino del relativismo
religioso, porque terminaría por descalificar a todas las formas religiosas comenzando por
la propia. Se debe tener siempre una clara distinción entre lo que significa “diversidad de
búsquedas” de Dios, “diversidad de caminos” para tratar de llegar a Él y el resultado del
camino. Igualmente se debe distinguir entre la “diversidad de concepciones” sobre Dios y
Dios mismo. No está en causa la legitimidad de búsquedas o la autenticidad de
sentimientos, este nivel merece el respeto y valoración debidos. La libertad de conciencia
y la libertad religiosa como expresión auténtica es un principio que la Iglesia católica de
nuestro tiempo es la primera que defiende. A partir del Concilio Vaticano II ha expresado
con toda claridad que “considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los
preceptos y doctrinas que, aunque discrepen mucho de los que ella mantiene y propone, no
pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los
hombres”9. De la misma forma en aquél pronunciamiento explícito sobre la libertad
religiosa: “Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar libres de coacción,
tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier poder
humano, de modo que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su
conciencia, ni se le impida que actúe confirme a ella, pública o privadamente, solo o
asociado con otros, dentro de los debidos límites. (Este Sínodo Vaticano) declara, además,
7
8
9
Se trata de la postura de HICK J. An Interpretation of Religion: Human Responses to the Trascendent. Yale
University Press, New Haeven, 1989. Es el autor de la propuesta de la “revolución copernicana” en la
teología, dice que así como se creía que la tierra era el centro y todo giraba a su alrededor hasta llegar al
conocimiento científico que nos cambia la perspectiva, llegó el tiempo de dejar de pensar que todo gira
alrededor de Cristo, quien sólo sería un elemento más en torno a Dios.
Concilio Vaticano II Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium 1,1.
Concilio Vaticano II Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas Nostra
aetate, 2.
que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la
persona humana, tal como se conoce por la palabra de Dios revelada y por la misma
razón”10
Motivo de Dominus Iesus
Aquí es donde debemos inscribir el esfuerzo de esta Declaración sobre la unidad y
universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia. Contrariamente a lo que pudiera pensarse
en una primera impresión superficial, no es un texto para negar la autenticidad de las distintas
formas religiosas, ni tampoco es una expresión de intolerancia católica ante la legítima
búsqueda de la salvación. Se trata de un servicio humilde, es como diaconía a la verdad11 en
el diálogo ecuménico y en el diálogo interreligioso a partir de premisas fundamentales y desde
la firme convicción católica sobre la Verdad y sobre Dios. El planteamiento tiene mucho
fondo y mucha hondura: ¿existe la verdad? Y si existe ¿podemos conocerla? Y si llegamos a
conocerla ¿es posible expresarla? El planteamiento se extiende en nuestros días hacia el
problema religioso: ¿hay una religión verdadera? ¿Las demás qué sentido tendrían? Si sólo
hay una verdadera, ¿cómo se alcanza la salvación desde las otras? La respuesta católica sobre
la cuestión de la verdad, planteada con mucha fuerza en el siglo XIX, es optimista, es positiva,
tal como aparece en los debates del Concilio Vaticano I12: La verdad es una, su búsqueda es
posible y también “es posible” que lleguemos a conocerla, sea en el campo religioso, sea en el
campo científico. Recientemente Juan Pablo II ha dedicado una de sus Encíclicas más
completas al tema de la verdad: “La fe y la razón son como dos alas con las cuales el espíritu
humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del
hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que,
conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (Cf Ex
33,18; Sal 27,8-9; 63, 2-3; Jn 14, 8; 1Jn 3,2)13.
Las intervenciones del Magisterio de la Iglesia se han multiplicado en los siglos XIX y XX por
la aparición de fuertes corrientes de pensamiento que han cuestionado la capacidad de conocer
y alcanzar la verdad. En las postrimerías del siglo XX se ha dado en llamar como
postmodernismo a las posturas que han renunciado a tratar de encontrar lo que hay de
verdadero sobre cualquier asunto, dado que hay infinidad de métodos y opiniones
contradictorias sobre cualquier argumento. A esta actitud de renuncia se le ha calificado
irónicamente como “pensamiento débil”, otros en cambio han salido en su defensa señalando
que vivimos en el tiempo de la fragmentación del pensamiento o de la verdad misma. Cada
10
11
12
13
Concilio Vaticano II Declaración sobre la Libertad Religiosa Dignitatis Humanae, 2.
Cfr Juan Pablo II Carta Encíclica sobre las relaciones entre Fe y Razón Fides et Ratio núms 49 y 50.
Es famosa la postura del Concilio Vaticano I que en la Constitución Dogmática Dei Filius sobre la fe
católica expone la convicción de las posibilidades de la razón para encontrar la verdad, “Aunque la fe esté
por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón,
como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz
de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad” Dei Filius IV,
DS 3017.
UAN PABLO II Carta Encíclica sobre las relaciones entre fe y razón, Fides et ratio 1,1. Septiembre,
1998.
opinión tiene parte de verdad, nadie tiene la verdad completa, ni es posible tenerla de manera
absoluta.
Conviene recordar aquí aquella fábula oriental citada por el cardenal Ratzinger en una
conferencia tenida en la Universidad de la Sorbona:
“El hombre contemporáneo se reconoce mejor en la parábola budista del elefante y
los ciegos: un rey del norte de la India reunió un día en un mismo lugar a todos los
habitantes ciegos de la ciudad. Después hizo pasar ante los asistentes a un elefante.
Permitió que unos tocaran la cabeza, diciéndoles: esto es un elefante. Otros
tocaron la oreja o el colmillo, la trompa, la pata, el trasero, los pelos de la cola.
Luego, el rey preguntó a cada quien: ¿cómo es un elefante?, y según la parte que
habían tocado, contestaron: es como un cesto de mimbre, es como un recipiente, es
como la barra de un arado, es como un depósito, como un pilar, como un mortero,
una escoba... Entonces –continúa la parábola-, empezaron a pelear y a gritar ‘el
elefante es así o es asá’ hasta que se abalanzaron unos contra otros a puñetazos,
para gran diversión del rey. La querella de las religiones se revela a los hombres de
hoy como la querella de estos hombres que nacieron ciegos... el cristianismo de
ninguna manera se halla en una postura más positiva que otras. Al contrario, con
su pretensión de verdad, parece particularmente ciego frente al límite de nuestro
conocimiento de lo divino”14.
Este telón de fondo está en la consideración relativista de lo religioso en general, y de la
persona y alcance de Cristo en particular, por lo que es necesario dar una respuesta cristiana
que exprese una gran sensibilidad por las diversas formas religiosas pero, al mismo tiempo,
manifieste de manera clara e inequívoca la propia experiencia sobre la verdad y sobre Dios
que hemos alcanzado por el conocimiento y aceptación de Cristo Jesús.
III. UNIDAD Y UNIVERSALIDAD DE JESUCRISTO
Nuestra fe cristiana parte de un acontecimiento que marca definitivamente la historia de
toda la humanidad. Sucede en un momento determinado y en un espacio concreto de la
geografía de la tierra, tal como se realizan todos los hechos históricos. Podemos localizarlo
a través de personas y pueblos que forman parte de esta realidad, consignada por infinidad
de datos que han llegado hasta nuestros días. Este acontecimiento se verifica en el
contexto de una experiencia religiosa, la del pueblo judío, y se propaga inmediatamente a
través de la encrucijada sociopolítica del mediterráneo amalgamada por el imperio
romano, potencia dominante en el tiempo y el lugar donde se realiza el suceso que da
origen a nuestra fe; y, finalmente, se expresa a través de una cultura que se desarrolla con
horizontes de universalismo, la griega.
Plenitud de los tiempos
14
RATZINGER, J. ¿Verdad del Cristianismo? Istor Revista de Historia Internacional, 2(2000) p. 11.
Conferencia pronunciada en La Sorbona de París el 27 de noviembre de 1999.
El hecho al que nos referimos sucedió en “la plenitud de los tiempos” (cfr Gal 4,4). Esta
afirmación tiene que ver con los tiempos de Dios, pero también con el desarrollo de la
humanidad en su conjunto, independientemente de que cada pueblo o cada cultura lleven su
propio ritmo de crecimiento.
¿Qué podrá significar que la historia había llegado a la plenitud, es decir a la madurez? Esto
no puede reducirse a una simple frase retórica, sino que se trata de una observación sobre la
realidad humana que da paso al acontecimiento fundamental de toda la historia. ¿De qué
plenitud se habla? ¿Qué podría pensar un hombre que atisba la historia desde la Europa
ilustrada del siglo XVIII? El siglo ‘de las luces’, el siglo de la razón, que reivindica para sí el
triunfo de haber finalmente superado ‘las sombras de la superstición’, ¿podría aceptar que
siglos antes que él, la humanidad había experimentado ya la plenitud? Más todavía, ¿qué
podrá decir la mirada orgullosa y desafiante del hombre y la mujer que abren el horizonte del
siglo XXI rodeados de adelantos científicos y tecnológicos, que los llevan a sentir que ya casi
tienen en sus manos el secreto del universo? ¿Qué podrá pensar el hombre imbuido en las
profundidades de la religiosidad oriental en búsqueda de la conciencia universal, ajeno del
todo al acontecimiento que nos ocupa? ¿Y qué decir de muchos de los pueblos indígenas del
continente americano que en aquel momento ni siquiera existían como estructura social como
los aztecas, por ejemplo? Por otra parte, no podemos pensar que lo más grandiosos para el
hombre ha sido, por ejemplo, el hallazgo y dominio de la energía eléctrica, con todo y que ha
significado una aceleración cada vez más intensa del progreso. Tampoco podríamos sostener
con mucha convicción que la llegada a la luna le ha dado un nuevo giro a nuestra historia,
simplemente hemos constatado lo que ya sabíamos sobre el inseparable satélite de nuestro
planeta. Lo mismo podríamos decir en relación a cualquier hallazgo de la ciencia o adelanto de
la técnica, siempre hay algo más que pronto supera lo encontrado, nada de esto puede
catalogarse como definitivo. En realidad el acontecimiento que marca la plenitud de los
tiempos es un hecho insuperable que tiene que ver con la vida de todos los hombres y de todos
los tiempos, y de esto es de lo que habla la Sagrada Escritura:
Envió Dios a su Hijo. Nacido de mujer, nacido bajo la ley,
Para rescatar a los que se hallaban bajo la ley,
Y para que recibiéramos la filiación adoptiva
Gal 4,4-5.
No se refiere a la industriosidad e inventiva del hombre, siempre creciente y siempre
perfectible, sino a una acción de Dios para nosotros que se hace definitiva. Así mismo, esta
afirmación tiene que ver con hechos concretos localizables en nuestra historia, que serán el
marco de referencia para su cumplimiento, de otra forma estaríamos hablando sólo de
ideologías, no de acontecimientos.
Queda claro que esa plenitud de los tiempos está en función del acontecimiento mismo, de
algo que se estaba gestando poco a poco y que finalmente ha llegado a su momento de
realización; Pero, por otra parte, tiene relación con el momento de la humanidad, de tal forma
que deben darse los elementos suficientes para que se realice, para que se comprenda y para
que se difunda. Sin duda aquí está la clave de esta expresión, los tiempos han madurado lo
suficiente para que se pueda dar este hecho que en sí mismo es único e insuperable en la
historia humana, a fin de que pueda conservarse y comunicarse desde allí a todos los siglos.
Así, este hecho está destinado a convertirse en el centro mismo de la historia humana por su
importancia y definitividad. Nadie escapa, al menos, a una referencia mínima: aquella
‘plenitud de los tiempos’ marca, desde hace mucho para todos, la cuenta de los días y los años
“¿Acaso no es también esto un signo de la incomparable aportación que para la historia
universal ha significado el nacimiento de Jesús de Nazaret?15.
Madurez política
Hace veinte siglos un imperio había logrado establecer su hegemonía en una amplia zona, todo
el mediterráneo, a base de fuerza militar y leyes precisas, permitiendo una pacífica
convivencia de pueblos y culturas totalmente disímbolas; había sido capaz de respetar la
trayectoria de cada región y, al mismo tiempo, de aprovecharse de sus recursos naturales y
humanos. Imperio que alcanzó la realización de grandes obras materiales que no se quedan
atrás de lo que hoy vivimos, por supuesto con sus debidas diferencias. Creó una extensa red de
comunicaciones terrestres y marítimas que permitieron fraguar aquella máxima entonces
indiscutible: todos los caminos llevan a Roma. Por otra parte, fraguó un gran proyecto
civilizador teniendo como clave la urbanización, que aún hoy admiramos Se extendió el
esquema de la gran urbe por todos los rincones del vasto imperio dando por resultado un
bienestar generalizado; se multiplicaron los acueductos, los teatro, las termas, los circos, los
templos, etc. el Nilo podía proveer de trigo a toda Europa, mientras los metales, las maderas y
las piedras se distribuían por el mediterráneo a todo el imperio, logrando un mundo
interrelacionado, con progreso y en paz: “A Augusto se le aclamó, según se dice en un
documento micro-asiático, como ‘liberador y salvador’ del género humano. Había regalado al
mundo la paz tan ansiada”16
Madurez cultural
El ejercicio de la razón había consolidado una nueva etapa con las disquisiciones socráticas.
Todo había comenzado un poco antes en la misma Grecia con la búsqueda del ‘principo’ (el
archè) de todas las cosas y el ensayo armónico y coherente de distintas respuestas dio por
resultado la ciencia, la filosofía. Lo importante todavía no es la respuesta, sino el método, el
camino, que cada vez será más exigente y riguroso. De aquí nace lo que se conoce como
helenismo que, contrariamente a lo que algunos piensan, no es una cultura determinada, sino
una “cualificación” a las diversas culturas, un elemento, el racional, que hace saltar a un nivel
distinto a toda cultura. Helenizarse no debería ser entendido como abandonar la propia
cultura, sino darle un nuevo rostro a la misma. El mediterráneo se vuelve helenista porque en
los distintos contextos culturales se adopta el reto de enfrentar la realidad con la razón. Lo
mismo en Asia menor que en Alejandría, en Palestina o en Siria, en Grecia o en Roma:
culturas distintas ante la misma exigencia, es decir, buscar respuestas razonables, coherentes y
15
16
JUAN PABLO II Carta Apostólica para la preparación del Gran Jubileo del año 2000 Tertio Millennio
Adveniente, 15. El Papa trataba de explicar de una manera sencilla como la celebración del Jubileo era un
acontecimiento de gran significado, no sólo para los cristianos.
LEIPOLDT, J- GRUNDMANN, W. El Mundo del Nuevo Testamento Ed. Cristiandad, Madrid 1973. p 57.
completas sobre la realidad. El lenguaje de una sola cultura, el griego, ayudó a unificar
esfuerzos, pero el método se integró a cada sensibilidad como algo propio.
El helenismo generó un crecimiento homogéneo en la diversidad de culturas. Hay un gran
contraste entre Alejandría y Cesarea, por ejemplo, y, sin embargo, ambas metrópolis tendrán
como símbolo una biblioteca y una enorme producción científico-filosófica. El universalismo
es también propio de esta categoría helénica, la visión del mundo se amplía y se descubren los
valores universales, más allá de las diferencias particulares. El mundo entra al nivel racional
de su desarrollo.
Madurez religiosa
Es emblemático de aquel equilibrio alcanzado por el imperio romano, el templo de todos los
dioses denominado Panteón. Todos los pueblos se sentían orgullosos al ver en el máximo foro
religioso alguna representación de sus propias divinidades. Había un pueblo, sin embargo, que
era respetado en esta cuestión, porque carecía de toda imagen o representación de divinidad y
porque era fiel, celoso e intransigente en el reconocimiento de su propia divinidad, a la postre,
la única verdadera porque es “los dioses todos” como uno solo: Elohim. Este pueblo, de una
singularidad religiosa excepcional, esperaba con intensidad la señal ‘del único Dios y los
dioses todos’ (Yahvé Elohim) para manifestar su gloria desde el mismo Israel. Sus profetas
habían anunciado al ‘ungido’ (Mesías) y todo hacía suponer que ya era el tiempo de su
llegada. Lo esperaban de muchas formas, pero todos en este pueblo aguardaban la llegada de
un momento a otro, del Mesías. De entre los distintos grupos del judaísmo, tal vez aquellos
radicales que vivían en el desierto, los esenios, eran los que más presentían como algo
inminente su llegada. En todo caso, este pueblo de alta sensibilidad religiosa estaba ya
preparado para reconocer una manifestación de Dios sin precedentes.
Realización del acontecimiento
Los tiempos estaban maduros, una humanidad organizada y próspera, una cultura desarrollada
y racional y una religiosidad sensible a las acciones de Dios. El más grande de los
acontecimientos de la historia estaba por suceder:
De una manera fragmentaria y de muchos modos
Habló Dios en el pasado a nuestros padres
Por medio de los profetas;
En estos tiempos nos ha hablado
Por medio del Hijo
A quien instituyó heredero de todo,
por quien también hizo los mundos;
El cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su esencia,
Y el que sostiene todo con su palabra poderosa,
Después de llevar a cabo la purificación de los pecados,
Se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas
Heb 1,1-3
¿Cómo es que un hecho tan extraordinario puede ponerse a discusión? ¿Por qué no todos lo
conocen? Y los que lo conocen, ¿por qué no todos lo aceptan? Y el cuestionamiento siempre
intrigante: ¿por qué aquél pueblo de donde surge el acontecimiento permanece sin reconocerlo?
La respuesta la podemos buscar en las expresiones del mismo Jesús de Nazaret: simplemente
porque comenzó como una pequeña y humilde realidad humana (cf Lc 2,7), antes de
manifestarse en toda su grandeza divina (cf Mt 28,18-20). “Es como un grano de mostaza que,
cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra;
pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes
que las aves del cielo pueden andar a su sombra” (Mc 4,30-32).
¿Por qué llegó tan tarde? Se preguntaban en la antigüedad; ¿Por qué llegó tan pronto? Se
cuestionan algunos en nuestro tiempo. En realidad ni tarde ni temprano, ni antes ni después,
sino en el momento justo.
Jesucristo y las culturas
Jesucristo, presente en una encrucijada de culturas, pertenece a todas. Es judío por su historia
y por su raza; se desenvuelve en el horizonte político de los romanos y su visión universal
compagina con el pensamiento helenista. La cruz es la mejor representación figurativa del
encuentro de todos estos mundos: la sentencia trilingüe lo confirma. De la misma forma se
entenderán sus discípulos: universales como el Maestro, de todas las culturas, cada uno sin
dejar lo propio, pero con un sello nuevo y definitivo: “Donde no hay griego y judío;
circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y todos”
(Col 3,11)17. Cuando los cristianos son una verdadera minoría en términos numéricos, no
dejan de tener la conciencia de universalidad en torno a Cristo:
Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni
por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni
hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás... sino
que habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y
adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de
cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y, por
confesión de todos, sorprendente (Discurso a Diogneto V)18.
La búsqueda de todos los pueblos y el anhelo de todos los hombres y mujeres de la historia
encuentran una respuesta en aquél Jesús de Nazaret que, lejos de quedarse anclado a un
momento histórico y a un lugar geográfico determinado, está destinado a abarcar la totalidad
de los tiempos y la universalidad del género humano19:
17
18
19
San Pablo insistirá en todo momento en esta nueva conciencia a partir de la aceptación de Cristo, donde “en
el orden nuevo desaparecen las distinciones de raza, religión, cultura y clase social, que dividían al género
humano desde la caída. La unidad se ‘rehace’ en Cristo. Cfr Nota a Col 3,11 de la Biblia de Jerusalén.
RUIZ BUENO, D. Padres Apostólicos. Discurso a Diogneto V. B:A:C: Madrid, 1974 p 850. Recordemos
que el Discurso a Diogneto es un texto anónimo que ha llegado hasta nuestros días perteneciente con
mucha seguridad al ambiente alejandrino hacia finales del siglo segundo
Véase GRONCHI, M. La singolare universalità dell’esperienza religiosa de Gesù en Euntes Docete, LIII/2
(2000) 137-151. El autor nos hace ver como Jesús trascendió en aras del universalismo la cultura judía. Al
(Jesús resucitado se acercó a sus discípulos y les dijo:) “Me ha sido dado todo
poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes... Mt
28,18.
IV.
IDENTIDAD DEL RESUCITADO
La pregunta fundamental e ineludible es sobre la identidad de Jesucristo. Son muchas las
respuestas, una sola es la verdad. Delante de la verdad todo lo demás son opiniones, más o
menos cercanas, pero sólo eso: opiniones. Ni mil opiniones conforman una verdad.
Cuando escuchamos el sin fin de opiniones peregrinas sobre Jesucristo, muchas veces
revestidas de erudición, pero no de la sabiduría que viene de la fe, no podemos dejar de
recordar aquella primera “encuesta” realizada por Jesús a través de sus discípulos: ¿Quién dice
la gente que es el Hijo del hombre? Juan Bautista ya había muerto, Jeremías no tenía mucho
que hacer aquí, Elías tenía cierto sentido, pero nada de esto correspondía a la verdad. Jesús se
detuvo en la respuesta de Simón, hijo de Jonás para confirmar que la verdad es sólida e
indestructible: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo respondió el discípulo bajo el impulso
de Aquel que es la Verdad y produce la verdad (Cf Mt 16,17).
No debe haber confusión con respecto a Jesús: ni es uno mas de los profetas de Israel, ni
pertenece al nivel de los sabios griegos, ni debemos confundirlo con un iluminado como los
iniciadores de las grandes religiones, ni está en el horizonte de los mitos precolombinos o
egipcios o mesopotámicos, ni Quetzatcoatl, ni Huichilopotztli, ni el sol, ni Gautama, ni Buda,
ni los arcángeles, ni Sócrates, ni nadie más, es la Palabra creadora de Dios, es el Mesías de
Israel, es el Hijo de Dios hecho hijo del Hombre. Cristo es un acontecimiento histórico y
personal que tiene raíces eternas y proyección universal.
¿Cuál es el dato fundamental? ¿De dónde podemos afirmar tanta inmensidad? ¿Hay algo que
nos permita hablar con seguridad?: La resurrección. “La muerte de Cristo en la cruz, sin ser
reinterpretada a la luz de la pascua, no habría podido adquirir una significación universal ni
dar, por consiguiente, origen a una comunidad”20. El comienzo de todo anuncio sobre el
acontecimiento de Cristo parte de este testimonio:
“Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús Nazareno, hombre a quien Dios
acreditó entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su
medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado
según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le
matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le
resucitó librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo
su dominio”
20
ir más allá de la ley del Sábado, de lo puro y lo impuro y concentrar todos los preceptos en el amor a Dios
y al prójimo, declara “la potenziale apertura all´universalimo antropologico del regno di Dio” P. 147.
DUQUOC Ch. Cristología. Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret el Mesias. Ed. Sígueme, Salamanca
1981. p 333.
Hch 2, 22-24.
Resurrección e historia
El cuestionamiento que hoy se hace sobre la manera de entender la resurrección es lo que más
relativiza la comprensión sobre Cristo, y lo que puede impedir que se comprenda su papel de
mediador universal. Si la primera predicación hubiera renunciado al reconocimiento de la
resurrección, nada hubiera comenzado aquella mañana de Pentecostés en Jerusalén. Al
contrario, es por la presencia del resucitado, con la consiguiente experiencia del Espíritu, que
Pedro puede decir “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido
Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” Hch 2,36.
La teología del siglo XX que se empeñó en dar explicaciones de la resurrección al margen de
su realización concreta y de la real experiencia apostólica, terminó perdiendo todo sentido
sobre la persona de Jesús. No es el momento ni el lugar de recordar toda esta batalla
hermenéutica, recordemos solo al pionero y baluarte principal. Sabemos que uno de los que
más han influido para la negación de la resurrección de Cristo, reduciéndola a un mito, para
pasar de allí a una infinidad de interpretaciones arbitrarias, es el gran exegeta protestante
Rudolf Bultmann quien llega a decir tranquilamente:
“La resurrección de Jesús, en cuanto vuelta de un muerto a la vida, es un
acontecimiento mítico, inaceptable por tanto, para el hombre moderno y sólo
aceptable, en su sentido, a través de una hermenéutica existencial. El
acontecimiento de pascua, en cuanto resurrección de Cristo, no es un
acontecimiento histórico; como acontecimiento histórico sólo es captable como
la fe pascual de los primeros discípulos”21.
En un famoso y ya clásico estudio publicado en el mismo año de 1948, su Theologie des
Neuen Testaments, Bultmann afirma contundente que “La verdad de la resurrección de Cristo
no puede ser comprendida antes de tener la fe, que conoce al resucitado como Señor. No se
puede probar el hecho de la resurrección –a pesar de 1Cor 15,3-8-, como un factum
objetivamente comprobable. Pero puede –y solamente eso- creerse, en cuanto que el
resucitado se halla presente en la palabra anunciada”22. Así, la resurrección queda reducida a
un mero anuncio, sin que tenga relación con hecho alguno: “Las apariciones pueden ser
consideradas como visiones subjetivas que el historiador puede explicar históricamente...”23
añadirá uno de los teólogos latinoamericanos convencido de sus argumentos. Lo que es
históricamente real no es la resurrección, dirán estos comentaristas, sino el anuncio que de ello
hacen los discípulos de Cristo. ¿Cómo llegaron a ello?: Idealismo, sugestión, “visiones
subjetivas”, invención... todo cabe cuando hemos negado los hechos.
21
22
23
BULTMANN R. Kerygma und Mythos, Hamburgo, 1948. p 46. Cita tomada en traducción al español de
RAHAIM, S. Cristo, Bandera de contradicción. México 2000. p. 114.
BULTMANN R. Teología del Nuevo Testamento. Ed. Sígueme, Salamanca, 1981. p. 363.
SOBRINO, J. Cristología desde América Latina. Ed. CRT, México, 1976. p. 203.
Con una teología desgastada hasta el extremo no se puede realizar un diálogo interreligioso
que pueda tener algún significado. Es necesario volver al núcleo de la fe y, desde allí abrir
espacios de encuentro, diálogo y evangelización: “La resurrección de Jesús es la verdad
culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como
verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos
del Nuevo testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual, al tiempo que la
cruz...Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los
apóstoles –y a Pedro en particular- en la construcción de la era nueva que comenzó la mañana
de Pascua” 24
Hagamos desde aquí un recuento de la primera expresión teológica que trata de comprender la
universalidad del resucitado, se trata de la Logoscristología de los apologetas del siglo
segundo o la teología de la historia de san Justino de Roma.
V.
LOGOS ENCARNADO
Desde esa cultura cosmopolita que fue el helenismo, surgió una de las hipótesis que más han
impactado para explicar lo que narra el evangelio. Se trata de una explicación que se eleva
más allá de los contornos culturales de Israel y más allá del anuncio kerygmático de la primera
evangelización. Un filósofo greco-romano y, al parecer, con ciertos antecedentes en el
judaísmo, ahora ferviente discípulo del crucificado, Justino mártir, echa mano de las tesis del
estoicismo sobre el alma del universo25, es decir, sobre aquello que le da cohesión y sentido a
la realidad. Se trata del Logos, de la razón universal, de un fuego cósmico en perpetua
movilidad que todo lo abarca, todo lo envuelve, todo lo vivifica y todo lo consume.
El Logos de los estoicos
Los estoicos hablan de un originario Logos endiathetós, un Logos para sí mismo y en sí
mismo, que se despliega y se expresa como Logos Prophoricós, un Logos exteriorizado, que
sale de sí para organizar el universo, siendo por ello el Logos Cosmicós. Permanece y
envuelve al cosmos de tal forma que se convierte como en el alma del universo ya que se
infunde en la materia dándole organicidad, cohesión y vida. El universo, así, es como un gran
ser viviente que se sostiene por la presencia infusa de ese fuego eterno y primordial que es el
Logos. El mismo dirige el curso de los acontecimientos naturales e históricos, nada escapa a
su dominio, por ello es también propiamente el Logos Hegemonicós, el Logos que rige de
manera determinante todo cuanto sucede. Fatalismo o determinismo no es otra cosa que la
necesaria realización de cada aspecto de la realidad, tal como ha sido decidido por este Logos
Rector universal. Finalmente, siguiendo todavía a los estoicos, la inteligencia del hombre se
produce por una pequeña participación de este Logos, ya que él mismo es toda la inteligencia,
el hombre tiene pequeñas semillas Logoi spermaticoi que los latinos tradujeron como rationes
seminales y los cristianos llamarán semina verbi, son pequeñas dosis, “semillas” que están
especialmente en los sabios para llevarlos a la verdad. Nada hay en relación a la verdad que no
24
25
Catecismo de la Iglesia Católica núms 638 y642..
Véase REALE, G.-ANTISERI, D. Il pensiero occidentale dalle origini ad oggi (I) Editrice La Scuola,
Brescia 1985. p 188.
sea de este Logos. Para Justino, el filósofo cristiano, tomando su debida distancia del
materialismo y del determinismo de los estoicos que no compaginan con la cosmovisión
cristiana, este Logos eterno y, al mismo tiempo inmerso en la historia, es Jesucristo, es el
Logos encarnado, el Logos Sarquicós, Él, el único que creó los tiempos, que ha manifestado la
grandeza de Dios y que produce la verdad donde quiera que se dé, es el que nosotros
conocemos plenamente porque se ha hecho uno de nosotros:
Y algunos que profesaron la doctrina estoica, sabemos que han sido odiados y
muertos, pues por lo menos en la ética se muestran moderados, lo mismo que los
poetas en determinados puntos, por la semilla del Verbo, que se halla ingénita en
todo el género humano. Tal Heráclito, como antes dijimos, y entre los de nuestros
tiempos, Musonio y otros que sabemos. Porque, como ya indicamos, los demonios
han tenido siempre empeño en hacer odiosos a cuantos de cualquier modo han
querido vivir conforme al Logos y huir de la maldad.26
Nada hay de extraño, dirá san Justino, que entre los griegos se encuentren algunos elementos
de la verdad o que existan algunos hombres sumamente virtuosos, tal como, podríamos añadir
nosotros, puede haber todo esto en cualquier otra cultura sea de América, de Asia, de Oceanía,
o de Africa, ya que el Logos eterno, (endiathetos) es el que lo produce todo como pequeña
manifestación de su acción, sin embargo, dirá Justino de Roma, nosotros los cristianos
conocemos ya al Pantos Logos, al Logos total, porque lo hemos reconocido y aceptado en su
encarnación.
Nada, pues, tiene de maravilla si, desenmascarados, tratan de hacer odiosos, y con
más empeño, a los que viven no ya conforme a una parte del Verbo seminal, sino
conforme al conocimiento y contemplación del Verbo total, que es Cristo”27
El Logos de san Juan
Lo que san Justino nos hace ver en su incipiente reflexión teológica, no es una mera fusión sin
sentido entre las expresiones de los estoicos y Cristo, sino un esfuerzo valioso por hacer ver al
LOGOS del cuarto evangelio en consonancia con esa visión helenista. Es evidente que san
Justino conoce ya suficientemente el evangelio de san Juan como para poder utilizar con toda
libertad la expresión Logos-sarx que encontramos en Juan 1,14, que viene a ser conclusión de
todo el discurso juanino sobre el Logos que desde el principio estaba en Dios, era Dios y por
este Logos todo se hizo y en Él estaba la vida (Cfr Jn 1,1-3). Nada extraño, pues, que, con las
debidas distancias Justino nos haga ver a Jesucristo, “aquel a quienes ustedes crucificaron y
Dios lo resucitó” (Cfr Hch 2,23-24) de la primera predicación de Pedro, como el Logos eterno,
creador y redentor de Juan. Con todo, tampoco absolutiza a Cristo en esta realidad: “Logos no
es pues un nombre que “signifique” a la Potencia junto al Padre, sino uno de los nombres
atributivos con que se la denomina”28
26
27
28
San JUSTINO DE ROMA Apología II, 7. En RUIZ BUENO, D. Padres apostólicos griegos BAC. Madrid,
1979. p 269.
San JUSTINO DE ROMA Idem eadem.
MARTIN, J.P. El Espíritu Santo en los orígenes del cristianismo. Pas-Verlag, Zurich 1971. p. 303.
La encarnación es un hecho puntual y concreto y, podríamos decir que históricamente finito
(33 años), pero la acción del Logos es eterna y universal. Nadie, con la tesis de san Justino,
confundió a ningún hombre sabio con Cristo-Logos. Él es el único, el actúa antes y después de
su única encarnación, solo que hay mucha diferencia en la presencia del Logos total en Cristo
que del Verbo seminal en hombres concretos. Al respecto Juan Pablo II ha declarado
explícitamente: “Es contrario a la fe Cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y
Jesucristo... Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e inseparable... Cristo no es sino
Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos...
Mientras vamos descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo las riquezas
espirituales que Dios ha concedido a cada pueblo, no podemos disociarlos de Jesucristo,
centro del plan divino de salvación”29.
VI.
LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO
Nuestro documento advierte
“que hay también quien propone la hipótesis de una economía del Espíritu Santo
con un carácter más universal que la del Verbo encarnado, crucificado y
resucitado”30,
queriendo afirmar con ello que no es necesaria la mediación de Cristo para todos, ya que es el
Espíritu el que llega a todos. Aquí debemos recordar que es misión del Espíritu llevarnos a
Cristo y no al revés. Todavía en plena época apostólica se trató de “espiritualizar” demasiado
al Espíritu incluso desvinculándolo de Cristo, al grado de que podía actuar al margen e incluso
en contra. De una manera fuerte y restrictiva pone en guardia contra esta tendencia san Juan:
“Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues
muchos falsos profetas han salido del mundo. Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo
espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (Jn 4,1-2). De una manera
mucho más amplia, a lo largo de sus cartas, san Pablo “cristianiza” al Espíritu Santo evitando
con ello el evidente peligro del relativismo y la subjetividad que puede llegar hasta “predicar
otro evangelio”. La “cristianización” que Pablo hace del Espíritu es presentarlo con la misión
específica de llevarnos al conocimiento de Cristo, tal como lo dirá Jesús en el evangelio de
Juan: “no hablará por su cuenta... El me dará gloria porque recibirá de lo mío” (Jn 16,13.14);
dice al respecto san Pablo:
“Por eso os hago saber que nadie, hablando por influjo del Espíritu de Dios, puede
decir: ¡Anatema es Jesús!; y nadie puede decir ¡Jesús es Señor!, sino por influjo
del Espíritu santo”
1Cor. 12,3.
No podemos dejar de señalar que estas afirmaciones se dirigen ante todo a quienes forman
parte de la comunidad cristiana, por lo que llevan una intencionalidad clara en relación a lo
29
30
JUAN PABLO II, Carta Encíclica Redemtoris Missio 6.
Congregación para la Doctrina de la Fe Declaración... Dominus Iesus, 12.
que el espíritu Santo significa para ellos. No es todavía la reflexión del Espíritu hacia fuera,
hacia el amplio horizonte del mundo todavía no evangelizado; sin embargo, algo queda claro
en todas las expresiones: existe una vinculación del Espíritu con Cristo que hace imposible
una acción independiente o contradictoria.
El Espíritu de Dios
El Espíritu Santo no es otro que el Espíritu de Dios, pero también el espíritu de Cristo (Rom
8.9), “Porque el Señor es el Espíritu” (2Cor 2,17). Hay una expresión de san Agustín sobre
esta estrecha identificación del Espíritu con el Padre y el Hijo, a partir de una analogía
centrada en el mismo misterio de Dios: el Amor. Efectivamente, dice san Agustín citando al
apóstol Juan “Dios es Amor” (1Jn 4,16), un misterio donde encontramos al Padre que AMA,
al Hijo que es el Amado y al Espíritu Santo que es el Amor mismo (Amans, amatur et amor)31.
Una sola realidad significada trinitariamente en el misterio de Amor.
Hagamos un comentario a propósito de una afirmación del Papa Juan Pablo II durante una de
sus catequesis en la audiencia pública semanal: “El evangelista san Lucas, habría dicho el
Papa, es quien nos presenta una pneumatología más desarrollada”32. Si tomamos en cuenta que
el Evangelio de san Juan es el que más nos habla sobre el Espíritu Santo o las cartas de san
Pablo las que nos describen con toda amplitud su presencia, su participación, sus dones y sus
funciones al grado que ha sido llamado por algunos como el “evangelista del Espíritu”,
entonces tendríamos que preguntarnos qué significa esta afirmación del Papa, dado que
precisamente el que menos habla sobre el Espíritu es Lucas.
La respuesta la da el mismo Juan Pablo II: “En el evangelio de san Lucas, vemos claramente
que sólo Jesús posee la Plenitud del Espíritu. En la sinagoga de Nazaret, Jesús se aplica a sí
mismo la profecía de Isaías: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para
anunciar a los pobres la Buena Nueva’. Toda la vida y la actividad evangelizadora de Jesús
están guiadas por el Espíritu Santo. El mismo Espíritu viene sobre los apóstoles en
Pentecostés, y desde entonces sostiene la misión de la Iglesia”.
El Espíritu de Dios en Cristo
Aquí están los principales elementos de la Pneumatología. El Espíritu está en Jesús, es el
Espíritu de Dios, el Espíritu del Kyrios que lo envuelve, lo reviste, por ello expresa “me ha
ungido” y le da el impulso para el cumplimiento de su misión salvífica: “Jesús volvió a Galilea
con la fuerza del Espíritu Santo... y enseñaba en sus sinagogas” (Lc 4,14-15). La profecía de
Isaías es especialmente elocuente en cuanto a lo que ha de realizar como Mesías, como
Ungido. No se trata de algunos momentos o de algunos destellos del Espíritu en Jesús, se trata
de la presencia del Espíritu en toda su vida, en toda su enseñanza, en todas sus acciones, hasta
en sus sentimientos más íntimos: “En aquél momento, se llenó Jesús en el Espíritu Santo, y
dijo: Yo te bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra...” (Lc 10,21). Esta acción en el
Espíritu le hace ser sensible a los demás y le permite responder a sus necesidades, tener la
31
32
SAN AGUSTIN, Sobre la Trinidad 8 ,10, 14.
JUAN PABLO II Catequesis Audiencia Pública 20 de mayo de 1988.
fortaleza necesaria y la generosidad. Es el Espíritu de Dios que se ha hecho una sola cosa con
el Espíritu de Cristo, más aún es el Espíritu de ambos.
Desde Cristo a la Iglesia
La Resurrección de Cristo es la causa para que este mismo Espíritu se nos pueda comunicar
ahora a los hombres y mujeres de toda la historia para hacernos partícipes de los dones de Dios,
tal como lo comunica Jesús resucitado a sus discípulos: “Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros
la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos
del poder de lo alto” (Lc 24,49). El mismo san Lucas nos hará ver que la Iglesia nace y se
desarrolla por la acción de este Espíritu. No podemos dejar de recordar aquellas elocuentes
palabras de san Juan Crisóstomo al comentar el suceso de Pentecostés: “Los apóstoles no
descendieron de la montaña como Moisés, llevando en sus manos tablas de piedra; ellos salieron
del cenáculo llevando el Espíritu Santo en sus corazones y ofreciendo por todas partes los
tesoros de su sabiduría, de gracia y de dones espirituales como de una fuente desbordante: se
fueron de hecho a predicar por todo el mundo, casi como si fueran ellos la ley viviente, como si
fuesen libros animados por la gracia del Espíritu Santo” (Juan Crisóstomo, Homilías sobre el
Evangelio de Mateo).
El misterio de la Iglesia consiste en ser portadora del Espíritu de Cristo, del Espíritu de Dios.
Es la promesa del Padre hecha realidad por Cristo Resucitado. Los apóstoles son revestidos de
este “poder de lo alto” que los convierte en instrumentos de salvación. Cristo es el Salvador, la
Iglesia es su Instrumento de salvación por esa fuerte y definitiva presencia del Espíritu. Ha
sido elegida, tal como es, es decir, tal como somos nosotros, para recibir al Espíritu e irradiar
su presencia. Debemos esforzarnos para que destaque con mayor nitidez esa fuerza del espíritu
de Dios que está en la Iglesia. Así lo expresaba san Basilio el Grande: “Los cuerpos muy
transparentes y nítidos al contacto de un rayo se hacen ellos también más luminosos y emanan
de sí nuevo brillo; así las almas que tienen en sí el Espíritu y que son iluminadas por el
Espíritu llegan a ser también ellas santas y reflejan la gracia sobre los otros” (Sobre el E.S.
9,23).
La tarea de la Iglesia, poseedora del Espíritu es dejar que cada vez resplandezca más en la
nitidez de los fieles, en la santidad de los bautizados. En realidad es eso lo que significa
evangelizar, como Jesús lo hizo: dejar que el espíritu actúe y se manifieste por nuestra total
adhesión a Cristo y nuestra fidelidad a su Espíritu. Evangelizar es mucho más que enseñar
verdades, es mucho más que enseñar a leer la Biblia, es mucho más que proclamar fórmulas,
es, ante todo, dar testimonio con la propia vida de Cristo con la fuerza del Espíritu. Los
grandes teólogos son en primer lugar los grandes santos, los grandes misioneros son los que
brillan por su testimonio. Es bueno escribir libros y desarrollar reflexiones, pero es mejor
manifestar la presencia de Cristo con la propia vida con la fuerza del Espíritu.
Desde la Iglesia al mundo
Este Espíritu de Dios se nos ha comunicado con la llegada de los tiempos mesiánicos y
estamos convencidos, como cristianos, que actúa en la Iglesia y anima a la Iglesia. Más aún, la
Iglesia es el signo (sacramento) visible de la actuación de este Espíritu de Dios. Sin embargo,
también estamos convencidos que no sólo actúa para la Iglesia, sino que se nos ha comunicado
para beneficio salvífico de toda la humanidad, por lo que a menudo puede actuar más allá de
los límites de la Iglesia, e incluso, sin una acción directa de la misma, porque si bien el
Espíritu reside en ella, la trasciende infinitamente. El Espíritu no puede ser encerrado, ni
delimitado institucionalmente. Es mucho más dinámico y vivaz que cualquier estructura
concreta o concepción teológica.
Libertad de acción del Espíritu
Cuando Jesús dialogaba con Nicodemo, uno de los fariseos notables de Israel, le llegó a decir:
“No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto. El viento sopla donde
quiere y oyes su voz, pero no sabes de donde viene ni a donde va. Así es todo el que nace del
Espíritu” (Jn 3,7-8). Esta expresión utilizada por Jesús incluye un juego de palabras de difícil
traducción a nuestras lenguas, ya que la palabra clave significa, al mismo tiempo, viento y
‘espíritu’. Ya sea en hebreo o en griego, con la misma palabra se expresan las dos cosas. Ruáh
en hebreo, Pneuma en griego. De esta forma Jesús estaría diciendo “El espíritu sopla donde
quiere y oyes su voz”. Sin saber cómo, el Espíritu actúa, pero podemos identificarlo por su
expresión, “su voz”, es decir por sus frutos.
El Espíritu de Dios no conoce fronteras, actúa con la libertad del viento y así como el viento se
descubre por ruido o rumor que produce, el Espíritu se descubre por sus frutos.
Nicodemo como buen fariseo no podía entender en aquel momento que hubiera una acción de
Dios más allá de los límites del pueblo de Israel. El Espíritu/viento que no sigue las reglas de
ellos le resultaba imprevisible e incomprensible. Lo mismo ocurrirá con otros que creen saber,
pero en realidad no saben, tal como le replicó Jesús: ‘Tú eres el maestro de Israel y ¿no sabes
esto? (Jn 3,10). Hablando del viento, Jesús nos lleva a la conciencia de lo inascible del
Espíritu. Hoy, como Iglesia, debemos ser conscientes de que el espíritu actúa más allá de los
límites formales de la Iglesia y más allá de las acciones concretas de ella; el Espíritu tiene la
absoluta libertad de actuar como quiere y cuando quiere. La Iglesia tiene la tarea de buscar,
reconocer y enaltecer la obra del espíritu, donde quiera que se dé, porque todo ello, tarde o
temprano, sabiéndolo o no, conduce a Cristo Jesús.
Es importante recordar en este momento que junto a la promesa del Mesías, en la historia del
pueblo judío, Dios había prometido que derramaría abundantemente su Espíritu en todos sus
fieles: “Sucederá después de esto –dice el libro del Profeta Joel-, que yo derramaré mi Espíritu
en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y
vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en
aquellos días” (Jl 3,1-2).
Manifestación del Espíritu
Podemos reconocer la presencia y acción del este Espíritu que ‘sopla donde quiere’ en
determinadas figuras clásicas del mundo antiguo y del mundo contemporáneo. Hay personajes
tan claros como los mencionados por san Justino de Roma: Desde Sócrates y Heráclito, hasta
Abraham, Moisés, Ananías Azarías y Misael, y entre nuestros contemporáneos, una lista
interminable de hombres y mujeres que se constituyen en modelos notables para los pueblos y la
humanidad.
Pero más que en personajes, debemos tratar de identificarlo en infinidad de personas concretas
y en muchos movimientos e iniciativas que concuerdan con los dones del Espíritu (cf Is 11,2):
En primer lugar, las personas de cualquier latitud que viven con sencillez buscando servir a
Dios, aún cuando todavía no lo conocen plenamente. Comprometidos con el bien, con la paz,
con la justicia; aquellos que en circunstancias difíciles viven prendidos de la fe en Dios a pesar
del sufrimiento, de la pobreza o del hambre; en otras palabras, todos aquellos que caen dentro
de las bienaventuranzas de las que hablaba Jesucristo (cf. Mt 5,1-12).
En segundo lugar todos aquellos que con sinceridad buscan a Dios a través de infinidad de
tradiciones religiosas auténticas, más allá de la verdad está la autenticidad de la búsqueda y la
sinceridad del creyente. Por supuesto que el Espíritu actúa allí y la presencia de Dios es
innegable.
En tercer lugar, los movimientos en favor de la dignidad humana, los movimientos en favor de
la vida, las acciones en pro de la justicia. La sociedad civil, llena de iniciativas y compromisos
en favor de los más necesitados. Las agrupaciones sinceras que buscan el desarrollo del
hombre. Las manifestaciones auténticas de cualquier expresión religiosa.
La acción propia del Espíritu es conducirnos a la salvación de Dios. Nosotros cristianos
estamos convencidos que esta salvación es Cristo mismo, de tal forma que el espíritu de Dios
nos conducirá siempre a Cristo. Pero los caminos no son sólo doctrinales, más aún los caminos
auténticos son los del testimonio. Es importante recordar aquí aquellas palabras de Jesús a sus
contemporáneos: ‘Si no creéis en las palabras, al menos creedlo por las obras” (cf Jn 10, 38;
14,11). Son las obras las que muestran la acción del Espíritu.
“En conclusión, la acción del Espíritu no está fuera o al lado de la acción de Cristo. Se trata de
una sola economía salvífica de Dios Uno y Trino, realizada en el misterio de la encarnación.
Muerte y resurrección del Hijo de Dios, llevada a cabo con la cooperación del Espíritu Santo y
extendida en su alcance salvífico a toda la humanidad y a todo el universo: Los hombres, pues,
no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo la acción del
Espíritu (s. Justino 2 Ap. 5)33, porque “Cristo murió por todos, y la vocación suprema del
hombre en realidad es sólo una, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el
Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se
asocien a este misterio pascual”34.
33
34
Congregación para la Doctrina de la Fe Dominus Iesus, 12.
Concilio Vaticano II Gaudium et Spes 22.