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III. COMENTARIO CAPITULOS II. EL LOGOS ENCARNADO Y EL ESPIRITU SANTO EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN UNA REFLEXIÓN SOBRE LA UNIVERSALIDAD DE LA SALVACIÓN Y LA UNICIDAD DE JESUCRISTO Pbro. Dr. Mario Angel Flores Ramos Arquidiócesis de México Director General del Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos (México) Coordinador de la Licenciatura en Dogma Universidad Pontificia de México Secretario Ejecutivo de la Comisión de Doctrina de la CEM Febrero del 2001 El siguiente comentario mira especialmente a los capítulos II y III de la declaración Dominus Iesus de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe; sin embargo, por la naturaleza del tema, las implicaciones de los distintos capítulos son ineludibles. Hay una estrecha relación entre Iglesia, Cristo, Dios y los temas del ecumenismo y del diálogo interreligioso. Con todo se hará hincapié especialmente en aquello que se refiere al Logos, su unicidad, universalidad, identidad con Jesucristo y, por otra parte, en la acción del Espíritu Santo que conocemos por el mismo Logos encarnado y que en Él y por Él se manifiesta. El documento plantea algunas preocupaciones: “En la reflexión teológica contemporánea a menudo emerge un acercamiento a Jesús de Nazaret como si fuese una figura histórica particular y finita, que revela lo divino de manera no exclusiva sino complementaria a otras presencias salvíficas... Más concretamente, para algunos él sería uno de los tantos rostros que el Logos habría asumido en el curso del tiempo para comunicarse salvíficamente con la humanidad”1. “Es también frecuente la tesis que niega la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo”2. “No pocas veces algunos proponen que en teología se eviten términos como unicidad, universalidad, absolutez, cuyo uso daría la impresión de un énfasis 1 2 Congregación para la Doctrina de la Fe Declaración sobre la unidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia Dominus Iesus. Roma, agosto 2000. Núm 9. Idem núm 13. excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo en relación a las otras religiones”3. La respuesta cristiana sigue firmemente apoyada en la experiencia y proclamación del apóstol Pedro sobre Cristo, que le hizo exclamar en su primera comparecencia ante el Sanedrín: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,12). Esta Declaración que ahora nos ocupa nos devuelve la claridad de la fe y las razones de nuestra esperanza, en un tiempo en que muchos pierden su identidad y no aciertan en dónde apoyar su esperanza. Toda la argumentación es desde la Escritura, particularmente los evangelios, con una constante referencia al Concilio de nuestro tiempo, el Vaticano II. Acerquémonos al tema con nuestro comentario. I. PREAMBULO El diálogo teológico que desde el cristianismo y, muy especialmente desde la teología católica, se intenta realizar para comprender el lugar y el papel de las distintas religiones en orden al conocimiento de Dios y a la salvación de la humanidad, debe llevarnos a clarificar el alcance de los distintos caminos religiosos, sin perder de vista el sentido del camino cristiano. El dilema es muy antiguo: ¿Todas las religiones son iguales?, pero la respuesta va siendo, desde la teología cristiana en general y católica en particular, cada vez más compleja. No estamos tan seguros que se haga un esfuerzo semejante desde otras latitudes religiosas, ni desde algunos grupos al interior del universo cristiano. La existencia de distintas religiones, entre ellas el propio cristianismo, no debe llevarnos a caer en confusión sobre los aspectos fundamentales de la realidad. DIOS En primer lugar que Dios, siendo uno, es siempre el mismo, sea que lo busquen los antiguos o los modernos o, incluso, que lo nieguen los ateos, ese Dios al que no reconocen los ateos, finalmente es el mismo que buscan las distintas religiones. Dios permanece el mismo para quienes lo buscan, para quienes lo han encontrado o para quienes tratan de negarlo. CRISTO De igual manera debe quedar muy bien delineado el papel que le corresponde a la persona de Jesús de Nazaret. Es alguien que históricamente tiene su lugar y su momento pero que al mismo tiempo tiene una relación específica e inigualable con el misterio de Dios que le hace trascender más allá de los estrechos espacios geográficos y temporales de la Palestina de hace dos mil años. Si lo que nos da a entender el Evangelio de san Juan lo aceptamos como verdadero, en el sentido de que este Jesús es la Palabra que estaba en Dios y que era Dios y que “Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” Jn 1,3), entonces el 3 Idem núm 15. discurso sobre Jesús no se puede separar del discurso sobre Dios, independientemente de la manera en que las distintas formas religiosas lo conciben. No es posible pedir que un no creyente o un no cristiano vea en Jesús la presencia de Dios, pero tampoco es posible imaginar a un cristiano hacer de Cristo un personaje más de la historia. Esto significaría, como cristiano, no haber entendido a Cristo o bien haber dejado de ser cristiano. El gran reto del teólogo cristiano y católico no es como convencernos de que Jesús no es importante para los budistas, por ejemplo, esto ya lo sabemos de ante mano, sino hacernos ver cómo aún para los budistas, que no lo conocen o no lo aceptan, Jesús es importante. O, para decirlo de otra forma, cómo es que Jesús de Nazaret, el único y el mismo, es también el camino, la verdad y la vida aún para el no cristiano y para el no creyente. IGLESIA Por otra parte, está el papel que le corresponde a la Iglesia como una realidad espiritual e histórica y una presencia social en orden al anuncio de Jesucristo y su Evangelio. Es muy fácil tratar de prescindir de ella, pero puede significar el mismo paso de tratar de prescindir del Jesús histórico para quedarnos sólo con una representación ideológica cada vez más subjetiva y etérea de la persona real de Jesús. Ha menudo se ha planteado que el diálogo en orden a una teología cristiana del pluralismo religioso debe comenzar con la renuncia definitiva a creer que la Iglesia es necesaria para la salvación. El axioma “extra ecclesia nulla salus” no sólo ha sido fuente de enormes conflictos de interpretación4, sino también, dicen algunos autores, es el primer muro contra cualquier intento de diálogo sincero con las demás formas religiosas: La Iglesia, dicen quienes así opinan, en tanto misterio derivado, no puede ser el instrumento de medida de la salvación de los otros5. Se podría decir que Jesucristo es el misterio absoluto; la Iglesia no es más que misterio derivado y relativo... Siguiendo lógicamente la definición conciliar del misterio de la Iglesia, deberíamos abocarnos a una perspectiva cristológica completa que sobrepasa un acercamiento eclesiocéntrico6. Es un falso dilema puesto por algunos que intentan avanzar en el diálogo ante el pluralismo religioso contraponer a Dios, a Cristo y a la Iglesia, como si se tratara de aspectos fácilmente “desmontables” desde el punto de vista cristiano. La argumentación, en palabras sencillas, dice así: El eclesiocentrismo no nos ayuda en el diálogo ya que supone una visión absolutamente cerrada, de un grupo con intereses concretos, dejémoslo de lado; el cristocentrismo es muy limitado, es una persona ligada a una cultura, una época y un territorio, poco podremos hacer con este discurso delante del conjunto de las religiones; quedémonos en el teocentrismo que es el que nos identifica con todas las formas religiosas. Uno de los autores más radicales en esta postura llegó a la conclusión de que ni siquiera el teocentrismo es 4 5 6 Véase un buen estudio al respecto en SULLIVAN F.A. Salvation outside the Church? Tracing the History of the Catholic Response. Paulist press, New York/Mahwah, 1992. Por otra parte, sobre Ecclesia nulla salus, tenemos una extraordinaria interpretación en el principio eclesiológico del Vaticano II: la Iglesia sacramento de salvación. Cfr DUPUIS J. Homme de Dieu Dieu des hommes. Introduction à la christologie. Les Édition du CERF Paris, 1995. p 235. Para Dupuis “Il semble dificcile d´imaginer la facon dont on pourrait comprandre l´extension de la médiation salvifique de l´Eglise au-delà de ses frontières” idem p. 235. Cf r DUPUIS, J. Op.cit. 212. común, ya que algunas formas religiosas no incluyen el concepto monoteísta por lo que debemos contentarnos con la “centralidad de lo real”7. Si la finalidad es llegar a una definición lo más genérica e indefinida posible, tal vez esa sería la estrategia, renunciar todos, comenzando por los cristianos, a lo que es propio y buscar únicamente en aquello que todos pueden coincidir algo así como “una religión universal. ¿No correríamos el riesgo de quedarnos sin nada? ¿Será esta la finalidad de una teología del pluralismo religioso? ¿No será más bien entrever en el conjunto de la búsqueda religiosa la presencia del único Dios que en Jesucristo se ha manifestado plenamente? Por otro lado, tal como lo ha reafirmado el Concilio de nuestro tiempo, el Concilio Vaticano II, los cristianos no podemos renunciar a lo que nos es propio porque esta es la riqueza que debemos comunicar y testimoniar ante el mundo: “Cristo es la luz de los pueblos... La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”8. La Iglesia es sacramento de Cristo y Cristo lo es del Padre, si rompemos esta secuencia corremos el riesgo de no llegar a la meta: renunciamos primero a la Iglesia, después a Cristo y finalmente a Dios ¿dónde queda toda la experiencia de esta comunidad de creyentes que en Cristo han encontrado a Dios? II. DIALOGO EN LA VERDAD La teología, ante el pluralismo religioso, no puede seguir el camino del relativismo religioso, porque terminaría por descalificar a todas las formas religiosas comenzando por la propia. Se debe tener siempre una clara distinción entre lo que significa “diversidad de búsquedas” de Dios, “diversidad de caminos” para tratar de llegar a Él y el resultado del camino. Igualmente se debe distinguir entre la “diversidad de concepciones” sobre Dios y Dios mismo. No está en causa la legitimidad de búsquedas o la autenticidad de sentimientos, este nivel merece el respeto y valoración debidos. La libertad de conciencia y la libertad religiosa como expresión auténtica es un principio que la Iglesia católica de nuestro tiempo es la primera que defiende. A partir del Concilio Vaticano II ha expresado con toda claridad que “considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepen mucho de los que ella mantiene y propone, no pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres”9. De la misma forma en aquél pronunciamiento explícito sobre la libertad religiosa: “Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar libres de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier poder humano, de modo que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe confirme a ella, pública o privadamente, solo o asociado con otros, dentro de los debidos límites. (Este Sínodo Vaticano) declara, además, 7 8 9 Se trata de la postura de HICK J. An Interpretation of Religion: Human Responses to the Trascendent. Yale University Press, New Haeven, 1989. Es el autor de la propuesta de la “revolución copernicana” en la teología, dice que así como se creía que la tierra era el centro y todo giraba a su alrededor hasta llegar al conocimiento científico que nos cambia la perspectiva, llegó el tiempo de dejar de pensar que todo gira alrededor de Cristo, quien sólo sería un elemento más en torno a Dios. Concilio Vaticano II Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium 1,1. Concilio Vaticano II Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas Nostra aetate, 2. que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se conoce por la palabra de Dios revelada y por la misma razón”10 Motivo de Dominus Iesus Aquí es donde debemos inscribir el esfuerzo de esta Declaración sobre la unidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia. Contrariamente a lo que pudiera pensarse en una primera impresión superficial, no es un texto para negar la autenticidad de las distintas formas religiosas, ni tampoco es una expresión de intolerancia católica ante la legítima búsqueda de la salvación. Se trata de un servicio humilde, es como diaconía a la verdad11 en el diálogo ecuménico y en el diálogo interreligioso a partir de premisas fundamentales y desde la firme convicción católica sobre la Verdad y sobre Dios. El planteamiento tiene mucho fondo y mucha hondura: ¿existe la verdad? Y si existe ¿podemos conocerla? Y si llegamos a conocerla ¿es posible expresarla? El planteamiento se extiende en nuestros días hacia el problema religioso: ¿hay una religión verdadera? ¿Las demás qué sentido tendrían? Si sólo hay una verdadera, ¿cómo se alcanza la salvación desde las otras? La respuesta católica sobre la cuestión de la verdad, planteada con mucha fuerza en el siglo XIX, es optimista, es positiva, tal como aparece en los debates del Concilio Vaticano I12: La verdad es una, su búsqueda es posible y también “es posible” que lleguemos a conocerla, sea en el campo religioso, sea en el campo científico. Recientemente Juan Pablo II ha dedicado una de sus Encíclicas más completas al tema de la verdad: “La fe y la razón son como dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (Cf Ex 33,18; Sal 27,8-9; 63, 2-3; Jn 14, 8; 1Jn 3,2)13. Las intervenciones del Magisterio de la Iglesia se han multiplicado en los siglos XIX y XX por la aparición de fuertes corrientes de pensamiento que han cuestionado la capacidad de conocer y alcanzar la verdad. En las postrimerías del siglo XX se ha dado en llamar como postmodernismo a las posturas que han renunciado a tratar de encontrar lo que hay de verdadero sobre cualquier asunto, dado que hay infinidad de métodos y opiniones contradictorias sobre cualquier argumento. A esta actitud de renuncia se le ha calificado irónicamente como “pensamiento débil”, otros en cambio han salido en su defensa señalando que vivimos en el tiempo de la fragmentación del pensamiento o de la verdad misma. Cada 10 11 12 13 Concilio Vaticano II Declaración sobre la Libertad Religiosa Dignitatis Humanae, 2. Cfr Juan Pablo II Carta Encíclica sobre las relaciones entre Fe y Razón Fides et Ratio núms 49 y 50. Es famosa la postura del Concilio Vaticano I que en la Constitución Dogmática Dei Filius sobre la fe católica expone la convicción de las posibilidades de la razón para encontrar la verdad, “Aunque la fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón, como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad” Dei Filius IV, DS 3017. UAN PABLO II Carta Encíclica sobre las relaciones entre fe y razón, Fides et ratio 1,1. Septiembre, 1998. opinión tiene parte de verdad, nadie tiene la verdad completa, ni es posible tenerla de manera absoluta. Conviene recordar aquí aquella fábula oriental citada por el cardenal Ratzinger en una conferencia tenida en la Universidad de la Sorbona: “El hombre contemporáneo se reconoce mejor en la parábola budista del elefante y los ciegos: un rey del norte de la India reunió un día en un mismo lugar a todos los habitantes ciegos de la ciudad. Después hizo pasar ante los asistentes a un elefante. Permitió que unos tocaran la cabeza, diciéndoles: esto es un elefante. Otros tocaron la oreja o el colmillo, la trompa, la pata, el trasero, los pelos de la cola. Luego, el rey preguntó a cada quien: ¿cómo es un elefante?, y según la parte que habían tocado, contestaron: es como un cesto de mimbre, es como un recipiente, es como la barra de un arado, es como un depósito, como un pilar, como un mortero, una escoba... Entonces –continúa la parábola-, empezaron a pelear y a gritar ‘el elefante es así o es asá’ hasta que se abalanzaron unos contra otros a puñetazos, para gran diversión del rey. La querella de las religiones se revela a los hombres de hoy como la querella de estos hombres que nacieron ciegos... el cristianismo de ninguna manera se halla en una postura más positiva que otras. Al contrario, con su pretensión de verdad, parece particularmente ciego frente al límite de nuestro conocimiento de lo divino”14. Este telón de fondo está en la consideración relativista de lo religioso en general, y de la persona y alcance de Cristo en particular, por lo que es necesario dar una respuesta cristiana que exprese una gran sensibilidad por las diversas formas religiosas pero, al mismo tiempo, manifieste de manera clara e inequívoca la propia experiencia sobre la verdad y sobre Dios que hemos alcanzado por el conocimiento y aceptación de Cristo Jesús. III. UNIDAD Y UNIVERSALIDAD DE JESUCRISTO Nuestra fe cristiana parte de un acontecimiento que marca definitivamente la historia de toda la humanidad. Sucede en un momento determinado y en un espacio concreto de la geografía de la tierra, tal como se realizan todos los hechos históricos. Podemos localizarlo a través de personas y pueblos que forman parte de esta realidad, consignada por infinidad de datos que han llegado hasta nuestros días. Este acontecimiento se verifica en el contexto de una experiencia religiosa, la del pueblo judío, y se propaga inmediatamente a través de la encrucijada sociopolítica del mediterráneo amalgamada por el imperio romano, potencia dominante en el tiempo y el lugar donde se realiza el suceso que da origen a nuestra fe; y, finalmente, se expresa a través de una cultura que se desarrolla con horizontes de universalismo, la griega. Plenitud de los tiempos 14 RATZINGER, J. ¿Verdad del Cristianismo? Istor Revista de Historia Internacional, 2(2000) p. 11. Conferencia pronunciada en La Sorbona de París el 27 de noviembre de 1999. El hecho al que nos referimos sucedió en “la plenitud de los tiempos” (cfr Gal 4,4). Esta afirmación tiene que ver con los tiempos de Dios, pero también con el desarrollo de la humanidad en su conjunto, independientemente de que cada pueblo o cada cultura lleven su propio ritmo de crecimiento. ¿Qué podrá significar que la historia había llegado a la plenitud, es decir a la madurez? Esto no puede reducirse a una simple frase retórica, sino que se trata de una observación sobre la realidad humana que da paso al acontecimiento fundamental de toda la historia. ¿De qué plenitud se habla? ¿Qué podría pensar un hombre que atisba la historia desde la Europa ilustrada del siglo XVIII? El siglo ‘de las luces’, el siglo de la razón, que reivindica para sí el triunfo de haber finalmente superado ‘las sombras de la superstición’, ¿podría aceptar que siglos antes que él, la humanidad había experimentado ya la plenitud? Más todavía, ¿qué podrá decir la mirada orgullosa y desafiante del hombre y la mujer que abren el horizonte del siglo XXI rodeados de adelantos científicos y tecnológicos, que los llevan a sentir que ya casi tienen en sus manos el secreto del universo? ¿Qué podrá pensar el hombre imbuido en las profundidades de la religiosidad oriental en búsqueda de la conciencia universal, ajeno del todo al acontecimiento que nos ocupa? ¿Y qué decir de muchos de los pueblos indígenas del continente americano que en aquel momento ni siquiera existían como estructura social como los aztecas, por ejemplo? Por otra parte, no podemos pensar que lo más grandiosos para el hombre ha sido, por ejemplo, el hallazgo y dominio de la energía eléctrica, con todo y que ha significado una aceleración cada vez más intensa del progreso. Tampoco podríamos sostener con mucha convicción que la llegada a la luna le ha dado un nuevo giro a nuestra historia, simplemente hemos constatado lo que ya sabíamos sobre el inseparable satélite de nuestro planeta. Lo mismo podríamos decir en relación a cualquier hallazgo de la ciencia o adelanto de la técnica, siempre hay algo más que pronto supera lo encontrado, nada de esto puede catalogarse como definitivo. En realidad el acontecimiento que marca la plenitud de los tiempos es un hecho insuperable que tiene que ver con la vida de todos los hombres y de todos los tiempos, y de esto es de lo que habla la Sagrada Escritura: Envió Dios a su Hijo. Nacido de mujer, nacido bajo la ley, Para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, Y para que recibiéramos la filiación adoptiva Gal 4,4-5. No se refiere a la industriosidad e inventiva del hombre, siempre creciente y siempre perfectible, sino a una acción de Dios para nosotros que se hace definitiva. Así mismo, esta afirmación tiene que ver con hechos concretos localizables en nuestra historia, que serán el marco de referencia para su cumplimiento, de otra forma estaríamos hablando sólo de ideologías, no de acontecimientos. Queda claro que esa plenitud de los tiempos está en función del acontecimiento mismo, de algo que se estaba gestando poco a poco y que finalmente ha llegado a su momento de realización; Pero, por otra parte, tiene relación con el momento de la humanidad, de tal forma que deben darse los elementos suficientes para que se realice, para que se comprenda y para que se difunda. Sin duda aquí está la clave de esta expresión, los tiempos han madurado lo suficiente para que se pueda dar este hecho que en sí mismo es único e insuperable en la historia humana, a fin de que pueda conservarse y comunicarse desde allí a todos los siglos. Así, este hecho está destinado a convertirse en el centro mismo de la historia humana por su importancia y definitividad. Nadie escapa, al menos, a una referencia mínima: aquella ‘plenitud de los tiempos’ marca, desde hace mucho para todos, la cuenta de los días y los años “¿Acaso no es también esto un signo de la incomparable aportación que para la historia universal ha significado el nacimiento de Jesús de Nazaret?15. Madurez política Hace veinte siglos un imperio había logrado establecer su hegemonía en una amplia zona, todo el mediterráneo, a base de fuerza militar y leyes precisas, permitiendo una pacífica convivencia de pueblos y culturas totalmente disímbolas; había sido capaz de respetar la trayectoria de cada región y, al mismo tiempo, de aprovecharse de sus recursos naturales y humanos. Imperio que alcanzó la realización de grandes obras materiales que no se quedan atrás de lo que hoy vivimos, por supuesto con sus debidas diferencias. Creó una extensa red de comunicaciones terrestres y marítimas que permitieron fraguar aquella máxima entonces indiscutible: todos los caminos llevan a Roma. Por otra parte, fraguó un gran proyecto civilizador teniendo como clave la urbanización, que aún hoy admiramos Se extendió el esquema de la gran urbe por todos los rincones del vasto imperio dando por resultado un bienestar generalizado; se multiplicaron los acueductos, los teatro, las termas, los circos, los templos, etc. el Nilo podía proveer de trigo a toda Europa, mientras los metales, las maderas y las piedras se distribuían por el mediterráneo a todo el imperio, logrando un mundo interrelacionado, con progreso y en paz: “A Augusto se le aclamó, según se dice en un documento micro-asiático, como ‘liberador y salvador’ del género humano. Había regalado al mundo la paz tan ansiada”16 Madurez cultural El ejercicio de la razón había consolidado una nueva etapa con las disquisiciones socráticas. Todo había comenzado un poco antes en la misma Grecia con la búsqueda del ‘principo’ (el archè) de todas las cosas y el ensayo armónico y coherente de distintas respuestas dio por resultado la ciencia, la filosofía. Lo importante todavía no es la respuesta, sino el método, el camino, que cada vez será más exigente y riguroso. De aquí nace lo que se conoce como helenismo que, contrariamente a lo que algunos piensan, no es una cultura determinada, sino una “cualificación” a las diversas culturas, un elemento, el racional, que hace saltar a un nivel distinto a toda cultura. Helenizarse no debería ser entendido como abandonar la propia cultura, sino darle un nuevo rostro a la misma. El mediterráneo se vuelve helenista porque en los distintos contextos culturales se adopta el reto de enfrentar la realidad con la razón. Lo mismo en Asia menor que en Alejandría, en Palestina o en Siria, en Grecia o en Roma: culturas distintas ante la misma exigencia, es decir, buscar respuestas razonables, coherentes y 15 16 JUAN PABLO II Carta Apostólica para la preparación del Gran Jubileo del año 2000 Tertio Millennio Adveniente, 15. El Papa trataba de explicar de una manera sencilla como la celebración del Jubileo era un acontecimiento de gran significado, no sólo para los cristianos. LEIPOLDT, J- GRUNDMANN, W. El Mundo del Nuevo Testamento Ed. Cristiandad, Madrid 1973. p 57. completas sobre la realidad. El lenguaje de una sola cultura, el griego, ayudó a unificar esfuerzos, pero el método se integró a cada sensibilidad como algo propio. El helenismo generó un crecimiento homogéneo en la diversidad de culturas. Hay un gran contraste entre Alejandría y Cesarea, por ejemplo, y, sin embargo, ambas metrópolis tendrán como símbolo una biblioteca y una enorme producción científico-filosófica. El universalismo es también propio de esta categoría helénica, la visión del mundo se amplía y se descubren los valores universales, más allá de las diferencias particulares. El mundo entra al nivel racional de su desarrollo. Madurez religiosa Es emblemático de aquel equilibrio alcanzado por el imperio romano, el templo de todos los dioses denominado Panteón. Todos los pueblos se sentían orgullosos al ver en el máximo foro religioso alguna representación de sus propias divinidades. Había un pueblo, sin embargo, que era respetado en esta cuestión, porque carecía de toda imagen o representación de divinidad y porque era fiel, celoso e intransigente en el reconocimiento de su propia divinidad, a la postre, la única verdadera porque es “los dioses todos” como uno solo: Elohim. Este pueblo, de una singularidad religiosa excepcional, esperaba con intensidad la señal ‘del único Dios y los dioses todos’ (Yahvé Elohim) para manifestar su gloria desde el mismo Israel. Sus profetas habían anunciado al ‘ungido’ (Mesías) y todo hacía suponer que ya era el tiempo de su llegada. Lo esperaban de muchas formas, pero todos en este pueblo aguardaban la llegada de un momento a otro, del Mesías. De entre los distintos grupos del judaísmo, tal vez aquellos radicales que vivían en el desierto, los esenios, eran los que más presentían como algo inminente su llegada. En todo caso, este pueblo de alta sensibilidad religiosa estaba ya preparado para reconocer una manifestación de Dios sin precedentes. Realización del acontecimiento Los tiempos estaban maduros, una humanidad organizada y próspera, una cultura desarrollada y racional y una religiosidad sensible a las acciones de Dios. El más grande de los acontecimientos de la historia estaba por suceder: De una manera fragmentaria y de muchos modos Habló Dios en el pasado a nuestros padres Por medio de los profetas; En estos tiempos nos ha hablado Por medio del Hijo A quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; El cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su esencia, Y el que sostiene todo con su palabra poderosa, Después de llevar a cabo la purificación de los pecados, Se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas Heb 1,1-3 ¿Cómo es que un hecho tan extraordinario puede ponerse a discusión? ¿Por qué no todos lo conocen? Y los que lo conocen, ¿por qué no todos lo aceptan? Y el cuestionamiento siempre intrigante: ¿por qué aquél pueblo de donde surge el acontecimiento permanece sin reconocerlo? La respuesta la podemos buscar en las expresiones del mismo Jesús de Nazaret: simplemente porque comenzó como una pequeña y humilde realidad humana (cf Lc 2,7), antes de manifestarse en toda su grandeza divina (cf Mt 28,18-20). “Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden andar a su sombra” (Mc 4,30-32). ¿Por qué llegó tan tarde? Se preguntaban en la antigüedad; ¿Por qué llegó tan pronto? Se cuestionan algunos en nuestro tiempo. En realidad ni tarde ni temprano, ni antes ni después, sino en el momento justo. Jesucristo y las culturas Jesucristo, presente en una encrucijada de culturas, pertenece a todas. Es judío por su historia y por su raza; se desenvuelve en el horizonte político de los romanos y su visión universal compagina con el pensamiento helenista. La cruz es la mejor representación figurativa del encuentro de todos estos mundos: la sentencia trilingüe lo confirma. De la misma forma se entenderán sus discípulos: universales como el Maestro, de todas las culturas, cada uno sin dejar lo propio, pero con un sello nuevo y definitivo: “Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y todos” (Col 3,11)17. Cuando los cristianos son una verdadera minoría en términos numéricos, no dejan de tener la conciencia de universalidad en torno a Cristo: Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás... sino que habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y, por confesión de todos, sorprendente (Discurso a Diogneto V)18. La búsqueda de todos los pueblos y el anhelo de todos los hombres y mujeres de la historia encuentran una respuesta en aquél Jesús de Nazaret que, lejos de quedarse anclado a un momento histórico y a un lugar geográfico determinado, está destinado a abarcar la totalidad de los tiempos y la universalidad del género humano19: 17 18 19 San Pablo insistirá en todo momento en esta nueva conciencia a partir de la aceptación de Cristo, donde “en el orden nuevo desaparecen las distinciones de raza, religión, cultura y clase social, que dividían al género humano desde la caída. La unidad se ‘rehace’ en Cristo. Cfr Nota a Col 3,11 de la Biblia de Jerusalén. RUIZ BUENO, D. Padres Apostólicos. Discurso a Diogneto V. B:A:C: Madrid, 1974 p 850. Recordemos que el Discurso a Diogneto es un texto anónimo que ha llegado hasta nuestros días perteneciente con mucha seguridad al ambiente alejandrino hacia finales del siglo segundo Véase GRONCHI, M. La singolare universalità dell’esperienza religiosa de Gesù en Euntes Docete, LIII/2 (2000) 137-151. El autor nos hace ver como Jesús trascendió en aras del universalismo la cultura judía. Al (Jesús resucitado se acercó a sus discípulos y les dijo:) “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes... Mt 28,18. IV. IDENTIDAD DEL RESUCITADO La pregunta fundamental e ineludible es sobre la identidad de Jesucristo. Son muchas las respuestas, una sola es la verdad. Delante de la verdad todo lo demás son opiniones, más o menos cercanas, pero sólo eso: opiniones. Ni mil opiniones conforman una verdad. Cuando escuchamos el sin fin de opiniones peregrinas sobre Jesucristo, muchas veces revestidas de erudición, pero no de la sabiduría que viene de la fe, no podemos dejar de recordar aquella primera “encuesta” realizada por Jesús a través de sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Juan Bautista ya había muerto, Jeremías no tenía mucho que hacer aquí, Elías tenía cierto sentido, pero nada de esto correspondía a la verdad. Jesús se detuvo en la respuesta de Simón, hijo de Jonás para confirmar que la verdad es sólida e indestructible: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo respondió el discípulo bajo el impulso de Aquel que es la Verdad y produce la verdad (Cf Mt 16,17). No debe haber confusión con respecto a Jesús: ni es uno mas de los profetas de Israel, ni pertenece al nivel de los sabios griegos, ni debemos confundirlo con un iluminado como los iniciadores de las grandes religiones, ni está en el horizonte de los mitos precolombinos o egipcios o mesopotámicos, ni Quetzatcoatl, ni Huichilopotztli, ni el sol, ni Gautama, ni Buda, ni los arcángeles, ni Sócrates, ni nadie más, es la Palabra creadora de Dios, es el Mesías de Israel, es el Hijo de Dios hecho hijo del Hombre. Cristo es un acontecimiento histórico y personal que tiene raíces eternas y proyección universal. ¿Cuál es el dato fundamental? ¿De dónde podemos afirmar tanta inmensidad? ¿Hay algo que nos permita hablar con seguridad?: La resurrección. “La muerte de Cristo en la cruz, sin ser reinterpretada a la luz de la pascua, no habría podido adquirir una significación universal ni dar, por consiguiente, origen a una comunidad”20. El comienzo de todo anuncio sobre el acontecimiento de Cristo parte de este testimonio: “Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús Nazareno, hombre a quien Dios acreditó entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio” 20 ir más allá de la ley del Sábado, de lo puro y lo impuro y concentrar todos los preceptos en el amor a Dios y al prójimo, declara “la potenziale apertura all´universalimo antropologico del regno di Dio” P. 147. DUQUOC Ch. Cristología. Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret el Mesias. Ed. Sígueme, Salamanca 1981. p 333. Hch 2, 22-24. Resurrección e historia El cuestionamiento que hoy se hace sobre la manera de entender la resurrección es lo que más relativiza la comprensión sobre Cristo, y lo que puede impedir que se comprenda su papel de mediador universal. Si la primera predicación hubiera renunciado al reconocimiento de la resurrección, nada hubiera comenzado aquella mañana de Pentecostés en Jerusalén. Al contrario, es por la presencia del resucitado, con la consiguiente experiencia del Espíritu, que Pedro puede decir “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” Hch 2,36. La teología del siglo XX que se empeñó en dar explicaciones de la resurrección al margen de su realización concreta y de la real experiencia apostólica, terminó perdiendo todo sentido sobre la persona de Jesús. No es el momento ni el lugar de recordar toda esta batalla hermenéutica, recordemos solo al pionero y baluarte principal. Sabemos que uno de los que más han influido para la negación de la resurrección de Cristo, reduciéndola a un mito, para pasar de allí a una infinidad de interpretaciones arbitrarias, es el gran exegeta protestante Rudolf Bultmann quien llega a decir tranquilamente: “La resurrección de Jesús, en cuanto vuelta de un muerto a la vida, es un acontecimiento mítico, inaceptable por tanto, para el hombre moderno y sólo aceptable, en su sentido, a través de una hermenéutica existencial. El acontecimiento de pascua, en cuanto resurrección de Cristo, no es un acontecimiento histórico; como acontecimiento histórico sólo es captable como la fe pascual de los primeros discípulos”21. En un famoso y ya clásico estudio publicado en el mismo año de 1948, su Theologie des Neuen Testaments, Bultmann afirma contundente que “La verdad de la resurrección de Cristo no puede ser comprendida antes de tener la fe, que conoce al resucitado como Señor. No se puede probar el hecho de la resurrección –a pesar de 1Cor 15,3-8-, como un factum objetivamente comprobable. Pero puede –y solamente eso- creerse, en cuanto que el resucitado se halla presente en la palabra anunciada”22. Así, la resurrección queda reducida a un mero anuncio, sin que tenga relación con hecho alguno: “Las apariciones pueden ser consideradas como visiones subjetivas que el historiador puede explicar históricamente...”23 añadirá uno de los teólogos latinoamericanos convencido de sus argumentos. Lo que es históricamente real no es la resurrección, dirán estos comentaristas, sino el anuncio que de ello hacen los discípulos de Cristo. ¿Cómo llegaron a ello?: Idealismo, sugestión, “visiones subjetivas”, invención... todo cabe cuando hemos negado los hechos. 21 22 23 BULTMANN R. Kerygma und Mythos, Hamburgo, 1948. p 46. Cita tomada en traducción al español de RAHAIM, S. Cristo, Bandera de contradicción. México 2000. p. 114. BULTMANN R. Teología del Nuevo Testamento. Ed. Sígueme, Salamanca, 1981. p. 363. SOBRINO, J. Cristología desde América Latina. Ed. CRT, México, 1976. p. 203. Con una teología desgastada hasta el extremo no se puede realizar un diálogo interreligioso que pueda tener algún significado. Es necesario volver al núcleo de la fe y, desde allí abrir espacios de encuentro, diálogo y evangelización: “La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual, al tiempo que la cruz...Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los apóstoles –y a Pedro en particular- en la construcción de la era nueva que comenzó la mañana de Pascua” 24 Hagamos desde aquí un recuento de la primera expresión teológica que trata de comprender la universalidad del resucitado, se trata de la Logoscristología de los apologetas del siglo segundo o la teología de la historia de san Justino de Roma. V. LOGOS ENCARNADO Desde esa cultura cosmopolita que fue el helenismo, surgió una de las hipótesis que más han impactado para explicar lo que narra el evangelio. Se trata de una explicación que se eleva más allá de los contornos culturales de Israel y más allá del anuncio kerygmático de la primera evangelización. Un filósofo greco-romano y, al parecer, con ciertos antecedentes en el judaísmo, ahora ferviente discípulo del crucificado, Justino mártir, echa mano de las tesis del estoicismo sobre el alma del universo25, es decir, sobre aquello que le da cohesión y sentido a la realidad. Se trata del Logos, de la razón universal, de un fuego cósmico en perpetua movilidad que todo lo abarca, todo lo envuelve, todo lo vivifica y todo lo consume. El Logos de los estoicos Los estoicos hablan de un originario Logos endiathetós, un Logos para sí mismo y en sí mismo, que se despliega y se expresa como Logos Prophoricós, un Logos exteriorizado, que sale de sí para organizar el universo, siendo por ello el Logos Cosmicós. Permanece y envuelve al cosmos de tal forma que se convierte como en el alma del universo ya que se infunde en la materia dándole organicidad, cohesión y vida. El universo, así, es como un gran ser viviente que se sostiene por la presencia infusa de ese fuego eterno y primordial que es el Logos. El mismo dirige el curso de los acontecimientos naturales e históricos, nada escapa a su dominio, por ello es también propiamente el Logos Hegemonicós, el Logos que rige de manera determinante todo cuanto sucede. Fatalismo o determinismo no es otra cosa que la necesaria realización de cada aspecto de la realidad, tal como ha sido decidido por este Logos Rector universal. Finalmente, siguiendo todavía a los estoicos, la inteligencia del hombre se produce por una pequeña participación de este Logos, ya que él mismo es toda la inteligencia, el hombre tiene pequeñas semillas Logoi spermaticoi que los latinos tradujeron como rationes seminales y los cristianos llamarán semina verbi, son pequeñas dosis, “semillas” que están especialmente en los sabios para llevarlos a la verdad. Nada hay en relación a la verdad que no 24 25 Catecismo de la Iglesia Católica núms 638 y642.. Véase REALE, G.-ANTISERI, D. Il pensiero occidentale dalle origini ad oggi (I) Editrice La Scuola, Brescia 1985. p 188. sea de este Logos. Para Justino, el filósofo cristiano, tomando su debida distancia del materialismo y del determinismo de los estoicos que no compaginan con la cosmovisión cristiana, este Logos eterno y, al mismo tiempo inmerso en la historia, es Jesucristo, es el Logos encarnado, el Logos Sarquicós, Él, el único que creó los tiempos, que ha manifestado la grandeza de Dios y que produce la verdad donde quiera que se dé, es el que nosotros conocemos plenamente porque se ha hecho uno de nosotros: Y algunos que profesaron la doctrina estoica, sabemos que han sido odiados y muertos, pues por lo menos en la ética se muestran moderados, lo mismo que los poetas en determinados puntos, por la semilla del Verbo, que se halla ingénita en todo el género humano. Tal Heráclito, como antes dijimos, y entre los de nuestros tiempos, Musonio y otros que sabemos. Porque, como ya indicamos, los demonios han tenido siempre empeño en hacer odiosos a cuantos de cualquier modo han querido vivir conforme al Logos y huir de la maldad.26 Nada hay de extraño, dirá san Justino, que entre los griegos se encuentren algunos elementos de la verdad o que existan algunos hombres sumamente virtuosos, tal como, podríamos añadir nosotros, puede haber todo esto en cualquier otra cultura sea de América, de Asia, de Oceanía, o de Africa, ya que el Logos eterno, (endiathetos) es el que lo produce todo como pequeña manifestación de su acción, sin embargo, dirá Justino de Roma, nosotros los cristianos conocemos ya al Pantos Logos, al Logos total, porque lo hemos reconocido y aceptado en su encarnación. Nada, pues, tiene de maravilla si, desenmascarados, tratan de hacer odiosos, y con más empeño, a los que viven no ya conforme a una parte del Verbo seminal, sino conforme al conocimiento y contemplación del Verbo total, que es Cristo”27 El Logos de san Juan Lo que san Justino nos hace ver en su incipiente reflexión teológica, no es una mera fusión sin sentido entre las expresiones de los estoicos y Cristo, sino un esfuerzo valioso por hacer ver al LOGOS del cuarto evangelio en consonancia con esa visión helenista. Es evidente que san Justino conoce ya suficientemente el evangelio de san Juan como para poder utilizar con toda libertad la expresión Logos-sarx que encontramos en Juan 1,14, que viene a ser conclusión de todo el discurso juanino sobre el Logos que desde el principio estaba en Dios, era Dios y por este Logos todo se hizo y en Él estaba la vida (Cfr Jn 1,1-3). Nada extraño, pues, que, con las debidas distancias Justino nos haga ver a Jesucristo, “aquel a quienes ustedes crucificaron y Dios lo resucitó” (Cfr Hch 2,23-24) de la primera predicación de Pedro, como el Logos eterno, creador y redentor de Juan. Con todo, tampoco absolutiza a Cristo en esta realidad: “Logos no es pues un nombre que “signifique” a la Potencia junto al Padre, sino uno de los nombres atributivos con que se la denomina”28 26 27 28 San JUSTINO DE ROMA Apología II, 7. En RUIZ BUENO, D. Padres apostólicos griegos BAC. Madrid, 1979. p 269. San JUSTINO DE ROMA Idem eadem. MARTIN, J.P. El Espíritu Santo en los orígenes del cristianismo. Pas-Verlag, Zurich 1971. p. 303. La encarnación es un hecho puntual y concreto y, podríamos decir que históricamente finito (33 años), pero la acción del Logos es eterna y universal. Nadie, con la tesis de san Justino, confundió a ningún hombre sabio con Cristo-Logos. Él es el único, el actúa antes y después de su única encarnación, solo que hay mucha diferencia en la presencia del Logos total en Cristo que del Verbo seminal en hombres concretos. Al respecto Juan Pablo II ha declarado explícitamente: “Es contrario a la fe Cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo... Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e inseparable... Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos... Mientras vamos descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo las riquezas espirituales que Dios ha concedido a cada pueblo, no podemos disociarlos de Jesucristo, centro del plan divino de salvación”29. VI. LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO Nuestro documento advierte “que hay también quien propone la hipótesis de una economía del Espíritu Santo con un carácter más universal que la del Verbo encarnado, crucificado y resucitado”30, queriendo afirmar con ello que no es necesaria la mediación de Cristo para todos, ya que es el Espíritu el que llega a todos. Aquí debemos recordar que es misión del Espíritu llevarnos a Cristo y no al revés. Todavía en plena época apostólica se trató de “espiritualizar” demasiado al Espíritu incluso desvinculándolo de Cristo, al grado de que podía actuar al margen e incluso en contra. De una manera fuerte y restrictiva pone en guardia contra esta tendencia san Juan: “Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido del mundo. Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (Jn 4,1-2). De una manera mucho más amplia, a lo largo de sus cartas, san Pablo “cristianiza” al Espíritu Santo evitando con ello el evidente peligro del relativismo y la subjetividad que puede llegar hasta “predicar otro evangelio”. La “cristianización” que Pablo hace del Espíritu es presentarlo con la misión específica de llevarnos al conocimiento de Cristo, tal como lo dirá Jesús en el evangelio de Juan: “no hablará por su cuenta... El me dará gloria porque recibirá de lo mío” (Jn 16,13.14); dice al respecto san Pablo: “Por eso os hago saber que nadie, hablando por influjo del Espíritu de Dios, puede decir: ¡Anatema es Jesús!; y nadie puede decir ¡Jesús es Señor!, sino por influjo del Espíritu santo” 1Cor. 12,3. No podemos dejar de señalar que estas afirmaciones se dirigen ante todo a quienes forman parte de la comunidad cristiana, por lo que llevan una intencionalidad clara en relación a lo 29 30 JUAN PABLO II, Carta Encíclica Redemtoris Missio 6. Congregación para la Doctrina de la Fe Declaración... Dominus Iesus, 12. que el espíritu Santo significa para ellos. No es todavía la reflexión del Espíritu hacia fuera, hacia el amplio horizonte del mundo todavía no evangelizado; sin embargo, algo queda claro en todas las expresiones: existe una vinculación del Espíritu con Cristo que hace imposible una acción independiente o contradictoria. El Espíritu de Dios El Espíritu Santo no es otro que el Espíritu de Dios, pero también el espíritu de Cristo (Rom 8.9), “Porque el Señor es el Espíritu” (2Cor 2,17). Hay una expresión de san Agustín sobre esta estrecha identificación del Espíritu con el Padre y el Hijo, a partir de una analogía centrada en el mismo misterio de Dios: el Amor. Efectivamente, dice san Agustín citando al apóstol Juan “Dios es Amor” (1Jn 4,16), un misterio donde encontramos al Padre que AMA, al Hijo que es el Amado y al Espíritu Santo que es el Amor mismo (Amans, amatur et amor)31. Una sola realidad significada trinitariamente en el misterio de Amor. Hagamos un comentario a propósito de una afirmación del Papa Juan Pablo II durante una de sus catequesis en la audiencia pública semanal: “El evangelista san Lucas, habría dicho el Papa, es quien nos presenta una pneumatología más desarrollada”32. Si tomamos en cuenta que el Evangelio de san Juan es el que más nos habla sobre el Espíritu Santo o las cartas de san Pablo las que nos describen con toda amplitud su presencia, su participación, sus dones y sus funciones al grado que ha sido llamado por algunos como el “evangelista del Espíritu”, entonces tendríamos que preguntarnos qué significa esta afirmación del Papa, dado que precisamente el que menos habla sobre el Espíritu es Lucas. La respuesta la da el mismo Juan Pablo II: “En el evangelio de san Lucas, vemos claramente que sólo Jesús posee la Plenitud del Espíritu. En la sinagoga de Nazaret, Jesús se aplica a sí mismo la profecía de Isaías: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva’. Toda la vida y la actividad evangelizadora de Jesús están guiadas por el Espíritu Santo. El mismo Espíritu viene sobre los apóstoles en Pentecostés, y desde entonces sostiene la misión de la Iglesia”. El Espíritu de Dios en Cristo Aquí están los principales elementos de la Pneumatología. El Espíritu está en Jesús, es el Espíritu de Dios, el Espíritu del Kyrios que lo envuelve, lo reviste, por ello expresa “me ha ungido” y le da el impulso para el cumplimiento de su misión salvífica: “Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu Santo... y enseñaba en sus sinagogas” (Lc 4,14-15). La profecía de Isaías es especialmente elocuente en cuanto a lo que ha de realizar como Mesías, como Ungido. No se trata de algunos momentos o de algunos destellos del Espíritu en Jesús, se trata de la presencia del Espíritu en toda su vida, en toda su enseñanza, en todas sus acciones, hasta en sus sentimientos más íntimos: “En aquél momento, se llenó Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: Yo te bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra...” (Lc 10,21). Esta acción en el Espíritu le hace ser sensible a los demás y le permite responder a sus necesidades, tener la 31 32 SAN AGUSTIN, Sobre la Trinidad 8 ,10, 14. JUAN PABLO II Catequesis Audiencia Pública 20 de mayo de 1988. fortaleza necesaria y la generosidad. Es el Espíritu de Dios que se ha hecho una sola cosa con el Espíritu de Cristo, más aún es el Espíritu de ambos. Desde Cristo a la Iglesia La Resurrección de Cristo es la causa para que este mismo Espíritu se nos pueda comunicar ahora a los hombres y mujeres de toda la historia para hacernos partícipes de los dones de Dios, tal como lo comunica Jesús resucitado a sus discípulos: “Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto” (Lc 24,49). El mismo san Lucas nos hará ver que la Iglesia nace y se desarrolla por la acción de este Espíritu. No podemos dejar de recordar aquellas elocuentes palabras de san Juan Crisóstomo al comentar el suceso de Pentecostés: “Los apóstoles no descendieron de la montaña como Moisés, llevando en sus manos tablas de piedra; ellos salieron del cenáculo llevando el Espíritu Santo en sus corazones y ofreciendo por todas partes los tesoros de su sabiduría, de gracia y de dones espirituales como de una fuente desbordante: se fueron de hecho a predicar por todo el mundo, casi como si fueran ellos la ley viviente, como si fuesen libros animados por la gracia del Espíritu Santo” (Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo). El misterio de la Iglesia consiste en ser portadora del Espíritu de Cristo, del Espíritu de Dios. Es la promesa del Padre hecha realidad por Cristo Resucitado. Los apóstoles son revestidos de este “poder de lo alto” que los convierte en instrumentos de salvación. Cristo es el Salvador, la Iglesia es su Instrumento de salvación por esa fuerte y definitiva presencia del Espíritu. Ha sido elegida, tal como es, es decir, tal como somos nosotros, para recibir al Espíritu e irradiar su presencia. Debemos esforzarnos para que destaque con mayor nitidez esa fuerza del espíritu de Dios que está en la Iglesia. Así lo expresaba san Basilio el Grande: “Los cuerpos muy transparentes y nítidos al contacto de un rayo se hacen ellos también más luminosos y emanan de sí nuevo brillo; así las almas que tienen en sí el Espíritu y que son iluminadas por el Espíritu llegan a ser también ellas santas y reflejan la gracia sobre los otros” (Sobre el E.S. 9,23). La tarea de la Iglesia, poseedora del Espíritu es dejar que cada vez resplandezca más en la nitidez de los fieles, en la santidad de los bautizados. En realidad es eso lo que significa evangelizar, como Jesús lo hizo: dejar que el espíritu actúe y se manifieste por nuestra total adhesión a Cristo y nuestra fidelidad a su Espíritu. Evangelizar es mucho más que enseñar verdades, es mucho más que enseñar a leer la Biblia, es mucho más que proclamar fórmulas, es, ante todo, dar testimonio con la propia vida de Cristo con la fuerza del Espíritu. Los grandes teólogos son en primer lugar los grandes santos, los grandes misioneros son los que brillan por su testimonio. Es bueno escribir libros y desarrollar reflexiones, pero es mejor manifestar la presencia de Cristo con la propia vida con la fuerza del Espíritu. Desde la Iglesia al mundo Este Espíritu de Dios se nos ha comunicado con la llegada de los tiempos mesiánicos y estamos convencidos, como cristianos, que actúa en la Iglesia y anima a la Iglesia. Más aún, la Iglesia es el signo (sacramento) visible de la actuación de este Espíritu de Dios. Sin embargo, también estamos convencidos que no sólo actúa para la Iglesia, sino que se nos ha comunicado para beneficio salvífico de toda la humanidad, por lo que a menudo puede actuar más allá de los límites de la Iglesia, e incluso, sin una acción directa de la misma, porque si bien el Espíritu reside en ella, la trasciende infinitamente. El Espíritu no puede ser encerrado, ni delimitado institucionalmente. Es mucho más dinámico y vivaz que cualquier estructura concreta o concepción teológica. Libertad de acción del Espíritu Cuando Jesús dialogaba con Nicodemo, uno de los fariseos notables de Israel, le llegó a decir: “No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de donde viene ni a donde va. Así es todo el que nace del Espíritu” (Jn 3,7-8). Esta expresión utilizada por Jesús incluye un juego de palabras de difícil traducción a nuestras lenguas, ya que la palabra clave significa, al mismo tiempo, viento y ‘espíritu’. Ya sea en hebreo o en griego, con la misma palabra se expresan las dos cosas. Ruáh en hebreo, Pneuma en griego. De esta forma Jesús estaría diciendo “El espíritu sopla donde quiere y oyes su voz”. Sin saber cómo, el Espíritu actúa, pero podemos identificarlo por su expresión, “su voz”, es decir por sus frutos. El Espíritu de Dios no conoce fronteras, actúa con la libertad del viento y así como el viento se descubre por ruido o rumor que produce, el Espíritu se descubre por sus frutos. Nicodemo como buen fariseo no podía entender en aquel momento que hubiera una acción de Dios más allá de los límites del pueblo de Israel. El Espíritu/viento que no sigue las reglas de ellos le resultaba imprevisible e incomprensible. Lo mismo ocurrirá con otros que creen saber, pero en realidad no saben, tal como le replicó Jesús: ‘Tú eres el maestro de Israel y ¿no sabes esto? (Jn 3,10). Hablando del viento, Jesús nos lleva a la conciencia de lo inascible del Espíritu. Hoy, como Iglesia, debemos ser conscientes de que el espíritu actúa más allá de los límites formales de la Iglesia y más allá de las acciones concretas de ella; el Espíritu tiene la absoluta libertad de actuar como quiere y cuando quiere. La Iglesia tiene la tarea de buscar, reconocer y enaltecer la obra del espíritu, donde quiera que se dé, porque todo ello, tarde o temprano, sabiéndolo o no, conduce a Cristo Jesús. Es importante recordar en este momento que junto a la promesa del Mesías, en la historia del pueblo judío, Dios había prometido que derramaría abundantemente su Espíritu en todos sus fieles: “Sucederá después de esto –dice el libro del Profeta Joel-, que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días” (Jl 3,1-2). Manifestación del Espíritu Podemos reconocer la presencia y acción del este Espíritu que ‘sopla donde quiere’ en determinadas figuras clásicas del mundo antiguo y del mundo contemporáneo. Hay personajes tan claros como los mencionados por san Justino de Roma: Desde Sócrates y Heráclito, hasta Abraham, Moisés, Ananías Azarías y Misael, y entre nuestros contemporáneos, una lista interminable de hombres y mujeres que se constituyen en modelos notables para los pueblos y la humanidad. Pero más que en personajes, debemos tratar de identificarlo en infinidad de personas concretas y en muchos movimientos e iniciativas que concuerdan con los dones del Espíritu (cf Is 11,2): En primer lugar, las personas de cualquier latitud que viven con sencillez buscando servir a Dios, aún cuando todavía no lo conocen plenamente. Comprometidos con el bien, con la paz, con la justicia; aquellos que en circunstancias difíciles viven prendidos de la fe en Dios a pesar del sufrimiento, de la pobreza o del hambre; en otras palabras, todos aquellos que caen dentro de las bienaventuranzas de las que hablaba Jesucristo (cf. Mt 5,1-12). En segundo lugar todos aquellos que con sinceridad buscan a Dios a través de infinidad de tradiciones religiosas auténticas, más allá de la verdad está la autenticidad de la búsqueda y la sinceridad del creyente. Por supuesto que el Espíritu actúa allí y la presencia de Dios es innegable. En tercer lugar, los movimientos en favor de la dignidad humana, los movimientos en favor de la vida, las acciones en pro de la justicia. La sociedad civil, llena de iniciativas y compromisos en favor de los más necesitados. Las agrupaciones sinceras que buscan el desarrollo del hombre. Las manifestaciones auténticas de cualquier expresión religiosa. La acción propia del Espíritu es conducirnos a la salvación de Dios. Nosotros cristianos estamos convencidos que esta salvación es Cristo mismo, de tal forma que el espíritu de Dios nos conducirá siempre a Cristo. Pero los caminos no son sólo doctrinales, más aún los caminos auténticos son los del testimonio. Es importante recordar aquí aquellas palabras de Jesús a sus contemporáneos: ‘Si no creéis en las palabras, al menos creedlo por las obras” (cf Jn 10, 38; 14,11). Son las obras las que muestran la acción del Espíritu. “En conclusión, la acción del Espíritu no está fuera o al lado de la acción de Cristo. Se trata de una sola economía salvífica de Dios Uno y Trino, realizada en el misterio de la encarnación. Muerte y resurrección del Hijo de Dios, llevada a cabo con la cooperación del Espíritu Santo y extendida en su alcance salvífico a toda la humanidad y a todo el universo: Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu (s. Justino 2 Ap. 5)33, porque “Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es sólo una, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual”34. 33 34 Congregación para la Doctrina de la Fe Dominus Iesus, 12. Concilio Vaticano II Gaudium et Spes 22.