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¿QUÉ HA SIDO DE…
COMUNIDADES Y MOVIMIENTOS?
El conjunto de las “asociaciones” católicas es enormemente heterogéneo. Sin ánimo de ser
exhaustivos podemos enumerar algunas: Acción Católica, Comunidades de Base, Camino
Neocatecumenal, Carismáticos, Adsis, Opus Dei, CVX, Legionarios, Cursillos de Cristiandad, Focolares,
Comunidades de origen parroquial o diocesano, Taizé, San Egidio, Escultismo, Hermandades y
Cofradías, Vicencianos, Comunión y Liberación, Adoración Nocturna, Encuentro Matrimonial, Vida
Ascendente, Pax Romana…
La variedad de las asociaciones incluye aspectos como su ámbito de actuación (diocesano o
internacional), su forma jurídica (asociación de fieles, comunidades, movimientos, prelatura
personal…), su origen (a partir de la vida consagrada, local, carismático…), su especificidad
(apostólica, monástica, educativa, ecuménica, caritativa, oracional…). De ahí que incluso su misma
denominación resulte diferente: movimientos, comunidades, asociaciones, agrupaciones, nuevos
movimientos eclesiales, sociedades…
Pues bien, lo que aquí nos interesa es reflexionar sobre tan desigual conjunto de agrupaciones
eclesiales, sobre su evolución después del Concilio, así como las luces, sombras y retos que se les
presentan ahora mismo, en este momento de la vida social y eclesial europeas.
Es muy importante tener en cuenta que el texto que estamos presentando se focaliza en
ocasiones en una experiencia concreta de asociación católica (los “Nuevos Movimientos Eclesiales” o
Acción Católica, por ejemplo); mientras que otras veces describe el conjunto de todas ellas. En este
segundo caso hemos optado por términos más abiertos como “asociaciones” o “comunidades y
movimientos”. Por otra parte, usaremos la palabra “asociacionismo” para referirnos a la dinámica
que lleva a los creyentes a reunirse libre y establemente para constituirse como un grupo
diferenciado y reconocible en la Iglesia, exceptuando aquí lo que pertenece a la “vida religiosa”.
Es muy recomendable acercarse al texto sin actitudes defensivas, o presuponiendo que lo
criticable se referirá siempre a otros. Desde luego que el documento tiene su perspectiva ¡y sus
limitaciones! pero creemos que puede ser útil para la profundización personal y grupal en el tema.
Este documento es una adaptación libre de:
“Para que discernáis lo mejor” (Flp 1,10). Comprender y ponderar el desafío de los Nuevos
Movimientos Eclesiales. Diego M. Molina, SJ. Revista Sal Terrae, Noviembre 2012.
Dado su carácter y el motivo por el que te lo enviamos te rogamos un uso prudente del
mismo.
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Para ayudar a discernir
movimientos y comunidades,
hoy y aquí.
1. Discernir los carismas, una tarea eclesial
Desde que a finales del siglo III nació la vida eremítica, y con ella la vida consagrada, la
comunidad eclesial se ha visto en la necesidad de ir posicionándose ante las distintas maneras de vivir
el cristianismo que han ido surgiendo en la Iglesia. Dicho posicionamiento es necesario tanto para
posibilitar que los diversos dones que el Espíritu da puedan ser productivos para toda la comunidad,
como para cuestionar aquellos intentos que, por razones diversas, no parecen ser aptos para la
comunidad eclesial.
La historia nos muestra ejemplos tanto de acogida como de rechazo, por parte de la Iglesia, de
grupos que querían vivir su cristianismo de una manera concreta. Todos ellos quisieron renovar la
Iglesia de su tiempo y para ello acentuaban los aspectos que consideraban eran más necesarios en el
momento en que vivían.
Entre los primeros, los aprobados, se encuentran todas las congregaciones religiosas aceptadas
por la Iglesia, así como aquellos grupos de laicos que se organizaron para ayudarse y ayudar a la
comunidad eclesial en su misión. Aparecieron así las terceras órdenes y otras asociaciones, como por
ejemplo las hermandades, las cofradías o las que, a la postre, resultarían ser las predecesoras e incluso
las antecesoras de algunos de los “nuevos movimientos eclesiales”. Entre los segundos, los rechazados
por la Iglesia, podemos recordar a diversos grupos nacidos durante la Baja Edad Media. La
acentuación excesiva de algún aspecto importante llevó a estos grupos a considerarse la verdadera
Iglesia, despreciando y hasta condenando a los que no se ajustaban a sus planteamientos.
Las diversas asociaciones actuales también se han sometido al juicio de la Iglesia, y ya son
muchos los aprobados por la autoridad eclesiástica, tanto a nivel diocesano como pontificio, del
mismo modo que también hay algunos que han tenido que someterse a ciertos cambios en su
funcionamiento y en su estructura para poder ser asumidos por toda la comunidad eclesial.
2. Criterios de discernimiento para la comunidad eclesial
La realización del discernimiento que la Iglesia realiza se guía por diversos criterios que a lo
largo de la historia han sido usados y que siguen teniendo validez hoy. Entre los principales se
encuentran:
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2.1 El tiempo
Comencemos por este criterio, que a veces no se tiene en cuenta y que es esencial a todo
discernimiento personal o deliberación comunitaria.
El tiempo es necesario para que una realidad nueva vaya mostrando sus potencialidades y sus
puntos débiles. Toda iniciativa ha de sufrir, o gozar, el paso del tiempo, porque, siguiendo las palabras
de Gamaliel, solamente así se podrá ver si viene de Dios o no (cf. Hch 5, 33-42).
No es raro que nuevas realidades en la Iglesia sean saludadas en un primer momento como
soluciones a la situación que vive la comunidad eclesial en el momento en que nacen: algo así
ocurrió, por ejemplo, cuando nacieron las órdenes mendicantes en el siglo XIII, que fueron vistas por
la autoridad eclesial como los instrumentos que iban a llevar a cabo la pastoral de la Iglesia en la nueva
situación creada con el desarrollo de las ciudades, y de la misma manera algunas asociaciones han
sido presentadas, quizá demasiado pronto, como la solución al momento actual. Frente a lo que
ocurrió en el siglo XIII, lo nuevo hoy puede ser que dicha acogida venga acompañada, a veces, de
cierto desprecio por formas de vida asociativa más antiguas, a las que se considera superadas o
decadentes, cuando la historia de la Iglesia muestra que lo nuevo, normalmente más potente en el
momento en que nace, nunca ha eliminado lo más antiguo, sino que se ha añadido al cuerpo de la
Iglesia como un enriquecimiento sobre lo ya existente. El paso del tiempo muestra las virtualidades
que tiene un grupo naciente, no solo porque por sus frutos se conocen los grupos, sino porque es
necesario que pasen unos años para que se esclarezcan ciertos puntos ambiguos presentes en toda
asociación. La acentuación que las asociaciones realizan de aspectos importantes de la vida cristiana
conlleva irremediablemente el oscurecimiento de otros aspectos que también son importantes, y
solo la experiencia que se consigue con los años permite ir incorporando esas realidades a la vida del
grupo, sin por ello perder lo específico del mismo.
El «paso del tiempo» debe además completarse con el «tiempo que pasa», porque los diversos
movimientos y comunidades eclesiales no solo van mostrando sus potencialidades, sino que también
sufren cambios dentro de una realidad igualmente cambiante, por lo que algo que pudo ser bueno
en un determinado momento puede convertirse en menos bueno en un momento posterior, o algo
que podría haber sido bueno en una determinada etapa no lo es en otra, debido a la situación por la
que atraviesa la comunidad eclesial.
De hecho, hasta Inocencio III no encontramos que los papas quieran alentar el desarrollo de
nuevas formas de vida asociativa, sino que únicamente se preocupaban de la forma jurídica que dicha
forma de vida había de tener. Inocencio III (1216) será el artífice de una política más restrictiva, que
culminará en el famoso canon 13 del IV Concilio de Letrán, que establece la prohibición de fundar
nuevas congregaciones religiosas. La razón que da el canon es «evitar la confusión», toda vez que ya
existían suficientes congregaciones, y pretendía además poner orden dentro de la gran variedad de
fundaciones religiosas que existían. Toda vez que las excepciones a este canon siempre existieron
(pensemos en la aprobación de los franciscanos por el mismo Inocencio III), este ha de ser visto más como una línea de actuación general que como una ley que ha de ser aplicada sin remedio.
También existen ejemplos de órdenes religiosas que, habiendo sido aprobadas por la Iglesia,
fueron después suprimidas por la misma. Las dos supresiones más conocidas fueron la de la orden del
Temple y la de la Compañía de Jesús. Con respecto a la supresión de los templarios, la causa oficial fueron
los “crímenes” que se les imputaron, mientras que la supresión de los jesuitas en 1773 se realizó para
“mantener la paz en la Iglesia”.
No ha de extrañar, pues, que también comunidades y movimientos eclesiales estén sometidos a
esta dinámica, por la que puede llegar un momento en que hayan de sufrir correcciones por parte de la
Iglesia o incluso que puedan llegar a ser suprimidos cuando la situación lo exija por diversas causas, ya
sean internas al propio grupo, ya sean motivadas por la situación que vive la Iglesia.
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2.2 La eclesialidad.
Prácticamente, todas las iniciativas novedosas que han nacido en la Iglesia han ido buscando,
entre otras cosas, la reforma de la propia Iglesia a base de vivir el evangelio con seriedad desde una
óptica concreta. La historia de la Iglesia muestra numerosos ejemplos de personajes comprometidos con
su época y deseosos de ser fieles a lo que Dios les pedía y fieles a la Iglesia, y que, sin embargo, han
tomado derroteros muy distintos. Comparemos a los coetáneos Francisco de Asís y Domingo con
Pedro Valdo, o a Ignacio de Loyola con Martín Lutero. Todos ellos querían, en el fondo, lo mismo. Como
dice Lacordaire en su Vida de Santo Domingo:
«¡Cuan poco se diferencian a veces los pensamientos que crean a los grandes hombres de aquellos otros
que crean a los perturbadores públicos...! Si Pedro Valdo hubiera tenido más virtud y genio, habría sido santo
Domingo o san Francisco de Asís. Sin embargo, sucumbió ante una tentación que ha perdido, en todos los
tiempos, a hombres de precaria inteligencia. Creyó que era imposible salvar a la Iglesia por la Iglesia...».
Igualmente Ignacio y Lutero se parecen en que ambos están convencidos de la necesidad de
una reforma profunda de la Iglesia. La postura de Ignacio ante la Iglesia se diferencia de la de Lutero
porque el programa que propone está marcado por la positividad: once de las dieciocho recomendaciones que da en sus famosas «Reglas para sentir con la Iglesia» de los Ejercicios Espirituales
comienzan con la palabra «alabar». De hecho, una aportación trascendental de Ignacio a la renovación
de la Iglesia del siglo XVI consistió en que subrayó la importancia del alabar frente al despreciar, de la
valoración positiva frente a la crítica total. La historia muestra que una crítica extrema -a veces incluso
bien fundamentada, como la que llevó a cabo Lutero- no ha sido nunca el camino para una renovación profunda de la Iglesia, a no ser que llevara aparejada consecuencias negativas también
graves para la comunidad eclesial, como puede ser la ruptura de la misma.
Esta eclesialidad, marcada por ese querer ver a la Iglesia real como la que continúa la obra de
Dios, aun cuando exista en su seno mucho que debe ser mejorado, es un criterio de discernimiento,
como lo ha sido siempre en la Iglesia. Esta mirada positiva no debería centrarse en una sola instancia
eclesial, sino que habría de extenderse a toda la realidad de la Iglesia. La Iglesia, lo sabemos, no es
solamente la jerarquía ni el laicado; la Iglesia es una realidad viva en la que existe variedad de
ministerios y de carismas, y todos ayudan a que Dios siga actuando en este mundo. Sentir «con» la
Iglesia es sentir con toda la Iglesia, por más que algunos miembros de ella (en concreto, la jerarquía
eclesial) sean los llamados a discernir de manera autorizada los diferentes carismas que en ella
concurren.
Algunos movimientos cuidan mucho, en general, su relación con el papado, algo que no solo
no debe ser criticado, sino que, de alguna manera, garantiza su auto-comprensión como cuerpo
universal; también cuidan sus relaciones con el episcopado, ya que, después del Vaticano II de manera
clara, la inserción en la Iglesia universal pasa por insertarse en la vida de las Iglesias particulares; pero
se ha de ser muy cuidadoso para que esa relación con el papado y el episcopado no derive en no mirar
tan positivamente otras realidades que ya existen en la Iglesia, como lo son las demás asociaciones o
los laicos no asociados.
Si a esto se une el hecho de que en no pocas ocasiones bastantes movimientos mayoritarios
exponen un malestar en cuanto a la posible “asimilación” de la Iglesia al mundo y a la cultura que la
rodean después del Vaticano II, entonces sus relaciones con otros grupos de la Iglesia se dificultan y
aparecen plagadas de descalificaciones y malentendidos. Desarrollan así una espiritualidad de la
confrontación frente a una espiritualidad del compromiso, tal como señala Víctor Codina:
«En algunos de estos movimientos, la modernidad (e incluso postmodernidad) de su estilo de vida y de los
medios técnicos contrasta con una teología y a veces una espiritualidad muy conservadora, de resistencia, en
algunos casos con normas internas muy rígidas y verticalistas, como si quisiesen edificar una nueva cristiandad, más
adaptada ciertamente al mundo moderno que la cristiandad medieval, pero en el fondo con rasgos semejantes a
los de la Iglesia pre-conciliar. Esto explicaría el respaldo de que gozan por parte de amplios sectores de la actual
jerarquía eclesiástica, que ven en ellos el modelo de la Iglesia del futuro».
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2.3 Aportación específica
Los diversos carismas que los cristianos reciben solo enriquecerán a la Iglesia cuando ofrezcan
una manera novedosa de vivir el cristianismo. No se trata únicamente de querer vivir radicalmente el
ser cristiano, sino que se trata de hacerlo subrayando este o aquel aspecto concreto e importante de
la fe.
Los movimientos y comunidades han de ser capaces de presentarse no de manera negativa,
señalando lo que no quieren ser, sino que habrán de ofrecer a todos aquello que, siendo válido
teóricamente para toda la Iglesia, no puede ser vivido de la misma manera por todos. Es evidente que
muchas asociaciones poseen esa cualidad que las hace significativas para la Iglesia pero sería deseable
que, tanto teórica como prácticamente, se insistiese más en la complementariedad de todos estos
aspectos particulares que en el interés por mostrarse a veces como el aspecto más importante para
el momento actual.
Presentarse como la única alternativa válida hoy (o ser presentados así por algunas
autoridades de la Iglesia) no solo a la vida religiosa, sino también a la estructura parroquial, no ayuda a
la comunión eclesial. De hecho, movimientos y comunidades están construyendo nuevas maneras de
ser Iglesia, pero deben saber que eso es algo en lo que no se encuentran solos.
2.4 Apertura.
En ciertos ambientes se tiende a descalificar a las asociaciones atribuyéndoles el término
«secta», porque algunas de ellos muestran poca apertura no solo a las parroquias, sino a la pastoral
de conjunto de la Iglesia local. Es evidente que la realidad no justifica tal calificación.
Dicho lo cual hay que mantener que un criterio de discernimiento de la variedad asociativa
con que cuenta la Iglesia es el de una primera apertura de dichos grupos a ser interrogados y
confrontados por parte de la comunidad eclesial, lo que debería llevarles a integrar un sano
pluralismo. Deben ser abiertos a la gran tradición de la Iglesia y, al mismo tiempo, enriquecerla
mostrando la novedad a partir de la que la viven. Ha de haber por ello una segunda apertura al
futuro, al cambio. Difícilmente podrá aceptarse que la referencia asociativa sea siempre el pasado,
las propuestas sea siempre repetir, y el estilo un rechazo inflexible ante cualquier cambio que llegue
a ser algo más que estético.
2.5 El «ad extra» y el «ad intra» propio de los laicos
Un último criterio para el discernimiento está en conexión con el estado de vida de la mayoría
de los miembros de movimientos y comunidades. En gran medida son laicos quienes los forman. Es
tarea muy propia del laico la proyección «social», la denuncia de las estructuras de pecado, el
compromiso en la polis. En gran medida, muchos de estos movimientos tienen esa proyección y se
muestran muy activos en el compromiso temporal, algo que en principio hay que valorar muy
positivamente.
La pregunta que surge en este punto es si, últimamente, están profundizando en ese ser laical
o si están más bien desarrollando maneras de ser y servir que en el pasado pertenecían a otros estados
de vida en la Iglesia. Una de las mayores aportaciones que pueden hacer los nuevos movimientos es
mostrar cómo los laicos, sin volverse religiosos o semi-presbíteros, pueden vivir su ser cristiano de
manera radical.
Asimismo, en la función que tienen los laicos en el interior de la Iglesia, bastantes movimientos
eclesiales han aparecido (o se han desarrollado fuertemente) en el tiempo posterior al Concilio
Vaticano II, por lo que la reflexión llevada a cabo por este respecto a la Iglesia debe ser también un
punto de partida para ellos en su auto-comprensión. La idea de comunión, muy desarrollada en el
tiempo posterior al Vaticano II, suele estar presente en los idearios, pero a veces da la sensación de
que se piensa siempre en una comunión «vertical», poniendo en un segundo plano la dosis de
corresponsabilidad y participación «horizontal» que también está presente en las ideas del Concilio.
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3. Elementos para una consideración más personal
Aun cuando los criterios antes descritos también pueden servir para que cada cristiano realice
su propia reflexión, existe un nivel distinto del de la presentación teórica y que tiene que ver más con su
actuación real en la vida de la Iglesia. Todos conocemos a cristianos que pertenecen a diversas
comunidades o movimientos, todos tenemos una idea de cuál es su papel en la vida de la Iglesia real, la
de las parroquias y diócesis, y todos nos posicionamos acerca de lo que deberían hacer o no hacer. Para
dicho posicionamiento creo que habría que tener en cuenta otros aspectos importantes y que a veces
se olvidan.
3.1 La situación de la Iglesia
La desaparición de los “ambientes” donde la identidad cristiana se ganaba por ósmosis es ya un
hecho. No es solamente que nuestros jóvenes tengan cada vez menos cultura cristiana, sino que,
además, lo cristiano va quedando reducido a algo que pertenece a lo museístico o folklórico. Frente
a esta situación, se ha venido repitiendo desde hace tiempo la necesidad de crear espacios donde
se pueda personalizar la fe.
Desde que la parroquia se convirtió en la manera normal de organizar la Iglesia, dicha
institución ha sido la llamada a proporcionar dichos espacios de personalización. Por diversos factores,
que sería prolijo exponer, la parroquia, de hecho, tiene grandes dificultades para ofrecer hoy esos lugares de encuentro y de vivencia de la fe, al menos a las generaciones más jóvenes. La crisis sacramental,
la insuficiente iniciación cristiana de muchos bautizados, la escasa sensibilidad religiosa de los cristianos
más jóvenes... hacen que hoy no podamos esperar a que los jóvenes, acudan a la Iglesia, sino que
hay que salir a buscarlos. Se impone un replanteamiento de la manera en que estamos llevando a
cabo nuestra pastoral: que tendamos a ser más misioneros que administradores, más predicadores
que repetidores.
Es claro que en este panorama, movimientos y comunidades han supuesto un empuje para
diversas parroquias que se encontraban algo adormecidas; y lo han hecho aportando su manera
específica de buscar dicha renovación. Las diferentes asociaciones eclesiales subrayan en general la
necesidad de que cada persona tenga experiencia de Dios. La idea, tan antigua como el propio
cristianismo, de que el cristiano es aquel que se ha encontrado con Cristo personalmente y se ha
abierto a la oferta de salvación que este le ofrece está en el fondo de lo que proponen, junto con la
idea de que para ello es necesario hoy ofrecer un camino muy concreto y determinado.
En este sentido, la actitud de los otros cristianos debería ser la de agradecimiento, porque el
Espíritu sigue suscitando en la Iglesia personas que ofrecen lo que han recibido a aquellos que deseen
compartir su don, y esto es algo que supone enriquecimiento.
Con todo, la parroquia (también la Iglesia diocesana), no puede cerrarse a ofrecer una sola
manera, obligatoria para todos, de vivir en cristiano; tampoco deberá eliminar lo que podríamos
llamar una «propuesta general» para aquellos cristianos que no se sienten llamados a una vivencia
más específica de su fe cristiana. La parroquia tampoco puede ir variando de ofertas en la medida en
que van cambiando los párrocos, especialmente cuando dichas ofertas van acompañadas de la eliminación, teórica o práctica, de lo que se había hecho hasta entonces, algo que por desgracia ocurre. El
sentido común dice que las ofertas diversas que una parroquia puede ofrecer no son excluyentes ni
contrarias, y que aquel que es el responsable de la comunión parroquial ha de respetar las distintas
sensibilidades presentes en su comunidad, trabajando por que no se vean como competidoras, sino
como un factor de enriquecimiento para todos. Una postura de este tipo, que no es fácil, eliminaría
muchos de los problemas que todavía se plantean con la presencia de movimientos y comunidades en
el ámbito parroquial.
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3.2 La importancia de la celebración.
A la dimensión comunitaria del ser cristiano pertenece también el tema de la celebración y de la
oración. La liturgia no es algo de menor importancia, y mucho menos en aquellos lugares que están
llamados a ofrecer esta dimensión de la Iglesia (como son las parroquias). La celebración y la participación en la liturgia brotan, evidentemente, de una fe auténtica con la que todos los creyentes han de
vivir las celebraciones litúrgicas, que han de estar llenas de dinamismo, de vigor y de cercanía afectiva.
Con todo, la experiencia dice que estas cualidades tienen mucho que ver con las formas externas y
visibles con que la liturgia se celebra.
Los movimientos y comunidades eclesiales son muy sensibles a este tema, con lo que, además,
están respondiendo a una necesidad que hoy aparece en mayor medida que en décadas anteriores: la importancia del símbolo, de la experiencia personal, del sentir; y buscan todos los medios posibles para que
la liturgia alcance toda su significatividad.
3.3 Cristianismo y mundo
Una de las dificultades mayores con las que se encuentra la Iglesia hoy fue descrita ya por Pablo
VI en la Evangelii Nuntiandi cuando decía que «la ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda alguna,
el drama de nuestro tiempo» (n. 20).
En los últimos años ha crecido la sensación de que el rechazo del Evangelio por parte de nuestra
cultura ha crecido, y que las fuerzas históricas dominantes quieren acabar con el cristianismo. La
reacción que a veces se percibe ante esta situación es la demonización del presente. La Iglesia debería
según eso llevar a cabo una pastoral que ponga de manifiesto las contradicciones entre el mensaje del
evangelio y las posturas del mundo en el que se proclama. Se trata de trabajar por un algo nuevo, por
una nueva sociedad que suplante a la actual, por lo que la confrontación con esta es inevitable. En este
planteamiento, el diálogo con el mundo que propugnaba Gaudium et Spes se vuelve impracticable,
porque no se puede dialogar con las fuerzas del mal, y descubrir que también el mundo pueda
colaborar a la construcción del Reino de Dios se convierte en todo un milagro.
La diversidad de realidades asociativas es tal que se hace imposible decir que en todas ellas se
perciba esta actitud; pero sí es cierto que en algunas de ellas ha arraigado la idea de que la Iglesia ha
ido demasiado lejos en su adaptación a la cultura actual, en su afán de ponerse al día para poder
proclamar el Evangelio hoy. Se observa en no pocos miembros de algunos movimientos una
percepción de la realidad en la que se utiliza la división bueno-malo, blanco-negro, para juzgarlo todo,
perdiéndose la gama de grises, que es donde normalmente siempre nos encontramos.
La inserción eclesial de los movimientos que tengan esta manera de enfrentarse al mundo no
siempre es fácil, porque el juicio sobre el mundo también suele aplicarse a aquellos otros asociaciones o
comunidades eclesiales que defienden la necesidad de seguir dialogando con todos aquellos con quienes
vivimos; un diálogo que supone respeto por los demás y por sus ideas, la convicción de que en los demás
hay valores que deben ser reconocidos, la presentación del propio mensaje sin prepotencia y con
humildad y la necesidad de revisión del propio lenguaje para hacerlo comprensible a los demás.
4. Conclusión
Toda agrupación nueva en la Iglesia supone un reposicionamiento de todos los demás actores,
algo que no siempre es fácil de hacer, por lo que la aparición de problemas y tensiones no debe asustar
a nadie. No deberíamos inclinar la comunidad hacia juicios precipitados, ni adjudicar etiquetas o pintar
caricaturas, ni a favor ni en contra, sino que más bien debería animarnos a actuar con cautela,
dejando que la historia vaya clarificando poco a poco lo que, de hecho, supondrán para el futuro de la
Iglesia las antiguas y las recientes asociaciones de fieles. Mientras llega ese momento, hay que pensar
que todos tenemos cabida dentro de la realidad eclesial, con tal de que nadie absolutice su propia
posición