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Revista electrónica mensual del Instituto Universitario Virtual Santo Tomás
e-aquinas
Año 1 - Número 3
Marzo 2003
ISSN 1695-6362
Este mes... LA MISERICORDIA DIVINA
(Cátedra de Teología del IUVST)
Aula Magna:
JOAN ANTONI MATEO, Las Cartas Apostólicas Misericordia
Dei y Rosarium Virginis Mariae a la luz de la devoción a la Divina
Misericordia
2-11
Documento:
MARCIN KAZMIERCZAK, La divina misericordia en el mensaje
de Santa Faustina Kowalska
12-25
Publicación:
GONZALO GIRONÉS, La Divina Arqueología y otros estudios
26-27
Noticia:
Homenaje al Dr. Gonzalo Gironés en el jubileo del XL año de
magisterio
28-32
Foro:
Si la Misericordia de Dios es infinita, ¿se salvarán todos los hombres?
33
© Copyright 2003 INSTITUTO UNIVERSITARIO VIRTUAL SANTO TOMÁS
Fundación Balmesiana – CDES Abat Oliba CEU
JOAN ANTONI MATEO, Las cartas apostólicas Misericordia Dei y Rosarium Virginis Mariæ
a la luz de la devoción a la Divina Misericordia
Las cartas apostólicas Misericordia
Dei y Rosarium Virginis Mariæ
a la luz de la devoción a la Divina
Misericordia1
Joan Antoni Mateo
Director de la Cátedra de Teología del IUVST
Hablar de la Divina Misericordia no es tratar un aspecto marginal de la
fe cristiana; todo lo contrario, puesto que nos aproximamos al Misterio esencial
de nuestra fe, al Misterio del Dios Único y verdadero, al auténtico rostro de
Dios.
El Papa Juan Pablo II, el año 1980, iniciaba una de sus grandes encíclicas,
Dives in misericordia, con estas palabras:
“Dios rico en misericordia es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre;
cabalmente su Hijo, en Él mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha dado a conocer”
(DM, 1)
No es ningún secreto para todo buen observador la crisis del sentido de
Dios que padece nuestra sociedad contemporánea, al menos en el que
denominamos primer mundo, antes profundamente cristiano, hoy
tremendamente secularizado. Crisis del sentido de Dios, del sentido del pecado;
crisis de la concepción del hombre y del sentido global de la vida. En la raíz de
esta crisis se encuentra, sin duda, el abandono del verdadero rostro de Dios, de
este Dios rico en misericordia que en Jesucristo, su Hijo, y por el Espíritu Santo,
se nos ha dado a conocer plenamente.
Las raíces históricas de esta situación las hemos de buscar sin duda en la
conmoción que produjo el movimiento ilustrado que, con espíritu racionalista,
pretendió elaborar una religión “en los límites de la pura razón”, según
palabras de uno de los principales exponentes, el filósofo Kant. Esta religión
vacía de lo sobrenatural presentó un Dios lejano que se desentendía del mundo
1
Conferencia pronunciada en la Balmesiana el 15 de enero de 2003.
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y de sus criaturas, un supremo arquitecto del universo, un relojero que, una vez
ha puesto en marcha el reloj, lo deja abandonado a su funcionamiento
autónomo. Se suprimían de Dios sus atributos más específicos según la
revelación cristiana: su amor y su misericordia, su presencia constante y
compañía a las criaturas, su suprema e insuperable revelación en Jesucristo. De
esta manera desaparece también la superioridad y definitividad de la religión
cristiana, y todas las religiones se han de supeditar a una religión racional y
común al género humano. Como podemos ver, estas ideas siguen vivas y
operantes y muchos querrían llevarlas a la práctica. Posteriormente, el ateísmo
dará un paso adelante y propondrá eliminar de la conciencia humana un Dios
que ya no tiene nada que ver con nosotros y que, en consecuencia, no servía
para nada.
El rechazo del Dios misericordioso, tal como se ha dado a conocer y de su
designio de misericordia para el hombre y el mundo, ha comportado también la
configuración de una manera de vivir donde no tiene cabida la misericordia. En
este sentido dice el Papa en la Dives in Misericordia:
“La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del
pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y
arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto
de «misericordia» parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los
adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes
en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado.
Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no
dejar espacio a la misericordia”. (DM, 2)
¡Que proféticas e iluminadoras se revelan estas palabras del Santo Padre
sobre los muchos y gravísimos conflictos que sufre nuestro mundo! Cuando el
hombre se aleja de la Divina Misericordia acaba convirtiéndose en un ser
inmisericorde que se devora a sí mismo. La proclamación de la Divina
Misericordia comporta predicar igualmente una primera y fundamental
exigencia: vivir según esta Misericordia.
Releemos nuevamente en la Dives in Misericordia:
“Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los
hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta
exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico y constituye la esencia
del ethos evangélico”. (DM, 3)
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JOAN ANTONI MATEO, Las cartas apostólicas Misericordia Dei y Rosarium Virginis Mariæ
a la luz de la devoción a la Divina Misericordia
En palabras del mismo Jesús: Sed misericordiosos (compasivos) como lo
es vuestro Padre celestial. ¿Aprenderá a tiempo nuestro mundo esta verdad
capital antes de poner la humanidad al pie del abismo?
A donde ha llevado históricamente el ateismo teórico y el racionalismo,
todos lo hemos comprobado en muchas décadas de desdicha por nuestra
humanidad.
Hoy, en nuestro contexto histórico y cultural, y con un grupo de
creyentes en Jesucristo cada vez más minoritario, la mayoría se debate entre un
ateísmo teórico (que tampoco tiene muchos seguidores), un ateísmo práctico
muy participado (donde la gente vive como si Dios no existiera) y la búsqueda
del trascendente por parte de muchos de los caminos contradictorios y
complejos propios del panteísmo (sectas, religión a la carta, espiritualidades
difusas como el New Age...).
Es en esta perspectiva que hemos de situar la llamada urgente a la nueva
evangelización que nos hace el Papa Juan Pablo II. Las líneas maestras de esta
nueva evangelización las encontramos bien perfiladas en la Carta Novo Millenio
Ineunte y sin duda, un aspecto fundamental de esta empresa es hacer
redescubrir el verdadero rostro de Dios, su Divina Misericordia. Nuestro Dios
no es un Dios lejano y que se desentiende de nuestra vida. Por esto el Papa nos
pide en primer ligar contemplar el Rostro de Cristo, pues quien ve a Cristo, ve
al Padre. El Dios rico en Misericordia que se nos ha revelado en Jesucristo es un
Dios que quiere y que se hace querer y que espera correspondencia a su amor y
misericordia con nuestro amor hacia Él y nuestro amor y misericordia hacia
todos los hombres. Lo expresábamos maravillosamente en las recientes fiestas
navideñas con ese canto que reza “Sic nos amantem, quis non redamaret”.
La verdad sobre el hombre que la Iglesia proclama sólo se desvela en la
verdad sobre Jesucristo, y desde Él, en la verdad sobre Dios mismo. Lo dice
explícitamente Juan Pablo II en la Dives in Misericordia:
“Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia con las
necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, he dedicado la Encíclica
Redemptor Hominis a la verdad sobre el hombre, verdad que nos es revelada en
Cristo, en toda su plenitud y profundidad. Una exigencia de no menor importancia, en
estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir una vez más en el mismo
Cristo el rostro del Padre, que es «misericordioso y Dios de todo consuelo». El hombre y
su vocación suprema se desvelan en Cristo mediante la revelación del misterio del
Padre y de su amor”. (DM, 1)
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Estas palabras de Juan Pablo II nos hacen ver que su magisterio no
realiza de ninguna manera una reducción antropológica del misterio cristiano
como algunos lectores superficiales han querido hacer ver. El santo Padre sitúa
la raíz de todo, de la verdad sobre Dios, Cristo, el hombre y el mundo, en la
misericordia, en el amor de Dios. Un Dios que crea por amor y con amor
sostiene su creación hasta que llegue a la consumación. Así la misericordia se
entiende en su profundidad como un desbordamiento de la omnipotencia
divina y fidelidad de Dios a Él mismo. Todo esto queda muy distante de las
alocadas ideas teológicas que han proliferado estos últimos años y que
pretendían situar en Dios mismo la finitud, la imperfección y el dolor limitante.
Desde estas perspectivas de fondo (que nos pueden parecer complejas,
pero que son del todo necesarias), nos acercamos ahora a la consideración de las
últimas cartas apostólicas del Papa Juan Pablo II sobre el rosario y el
sacramento de la penitencia como caminos para acoger y participar de la Divina
Misericordia.
La Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae
El Santo Padre, nos invita nuevamente a ir a Cristo por Maria con la
oración del Santo Rosario y a extraer de la Divina Misericordia en los corazones
de Jesús y Maria: “Meditar con el Rosario significa poner nuestros afanes en los
corazones misericordiosos de Cristo y de su Madre” (RVM, 25) y también,
cuando hablando de uno de los nuevos misterios de luz, hacemos referencia al
ministerio misericordioso del Cristo: “Misterio de luz es la predicación, con la
que Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios y invita a la conversión,
perdonando los pecados a quien se acerca a Él con fe humilde, iniciando así el
ministerio de la misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el fin del
mundo, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación confiado a
la Iglesia” (RVM, 21).
No hay duda de que el amor, la misericordia y la condescendencia de
Dios se han manifestado de manera suprema y extraordinaria en los misterios
de la Encarnación y de la Redención. No hay duda igualmente, por la fe, que
María está indisolublemente unida a estos Misterios. Esto implica hacer una
referencia, aunque sea rápida, a la devoción a María como devoción
constitutiva de la vida cristiana. De hecho, el Santo Padre, al final de la carta
sobre el rosario, nos invita a los teólogos a profundizar en los fundamentos de
esta devoción.
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JOAN ANTONI MATEO, Las cartas apostólicas Misericordia Dei y Rosarium Virginis Mariæ
a la luz de la devoción a la Divina Misericordia
Sobre la devoción a María como acceso a la Divina Misericordia
El pueblo devoto acude a María y vive “marianamente” la fe cristiana. La
madre de Jesús es invocada como Madre Santa de Dios y se confía en su
intercesión a lo largo de toda su vida. La piedad del pueblo no duda en recorrer
a la protección de María para presentarle las súplicas en toda necesidad.
Todo aquel que visita un santuario mariano con espíritu observador se
da cuenta de que allí florece con una intensidad espectacular la vida cristiana: la
vida de oración y de profunda piedad eucarística, vida de penitencia y
conversión, vida de activa caridad. No es por casualidad que Juan Pablo II en la
carta sobre el rosario mencione explícitamente a Lourdes y Fátima:
“Son conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre
el siglo XIX y XX, ha hecho de algún modo notar su presencia y su voz para exhortar al
Pueblo de Dios a recurrir a esta forma de oración contemplativa. Deseo en particular
recordar, por la incisiva influencia que conservan en el vida de los cristianos y por el
acreditado reconocimiento recibido de la Iglesia, las apariciones de Lourdes y Fátima”.
(RVM, 7)
Probablemente, los milagros más grandes que se realizan en los
santuarios marianos son las conversiones interiores de tantas personas que
regresan a Jesucristo y a una vida cristiana por medio de María. Esta práctica
constatación corrobora la dimensión mariana de toda vida cristiana,
constatación que ya encontramos en los testimonios evangélicos según los
cuales María siempre nos trae a Jesús y nos es dada como madre por el mismo
Jesús, para que ejerza hasta el fin de los siglos su misterio de su fecunda
maternidad. En la fe constante del pueblo humilde de Dios siempre se ha
intuido y vivido esta dimensión mariana de la vida cristiana, dimensión que se
hace presente en el culto y devoción a María. Como han dicho acertadamente
algunos autores espirituales en lograda expresión, “a Jesucristo siempre se va y
se vuelve por María” o “a Jesús por María”.
Tradicionalmente se ha distinguido entre el culto a Dios, llamado culto
de latría o adoración, del culto de los santos, llamado de veneración o de dulía,
y del culto a María llamado hiperdulía o especial veneración. La distinción es
correcta y bien fundamentada, aunque, a mi parecer, la expresión “hiperdulía”
o “especial veneración” no da suficiente razón a la peculiaridad del culto
mariano, culto que tendríamos que designar como “culto maternal”.
Efectivamente la partícula griega “hiper” no dice una cualidad substancial
respecto al contenido que precede. Viene a decir “un poco más”, simplemente.
Se trata de una diferencia de grado pero no de esencia. Con esta manera de
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hablar, se podría ser devoto de María como otro podría serlo de Santa Rita. Esto
no es aceptable y no se corresponde con la realidad de la fe. El Catecismo de la
Iglesia Católica cuando recoge la doctrina de la fe a propósito del culto mariano,
dice que en la piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen, María es honrada
con razón con un culto especial y desde los tiempos más antiguos es venerada
con el título de Madre de Dios, bajo cuya protección nos ponemos los fieles
suplicando en todas sus necesidades y peligros. La doctrina católica nos
recuerda que este culto es esencialmente diferente del culto que se tributa a
Dios pero que lo favorece poderosamente, encontrando su expresión en las
fiestas litúrgicas dedicadas a María y en la plegaria mariana, como el Santo
Rosario, que es designado como “síntesis de todo el Evangelio”.
El culto a María tiene una especial peculiaridad y así es querido por Dios
mismo. El culto y la devoción a María sólo se justifican por lo que María es en
si misma y para nosotros según los designios de Dios. La misma doctrina sobre
María expuesta en el último capítulo de la Lumen Gentium reconoce que la
maternidad de María perdura continuamente en la dispensación de la gracia
desde el consentimiento que dio en el momento de la Anunciación y que
mantuvo sin vacilar al pie de la Cruz, hasta la realización plena y definitiva de
todos los escogidos. Efectivamente, con su asunción a los cielos, María no
abandonó su misión salvadora. Continúa procurándonos con su múltiple
intercesión los dones de la salvación eterna. Por esto, precisa la doctrina
conciliar, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de
Abogada, Auxiliadora, Auxilio y Mediadora. Y puede ser invocada como tal,
porque así es María. Queda bien claro que la devoción y el culto a María son
afirmados por la Iglesia como una realidad obligatoria porque este culto forma
parte esencial del culto cristiano.
Hay que mantener también que la peculiaridad del culto a María se
fundamenta en el hecho que María, por Ella misma, es en la gloria una realidad
personal asimilada por Jesucristo en un orden primordial que viene a ser un
compendio y fuente de la consiguiente asimilación de cada uno de nosotros.
Pablo VI lo dijo bellamente en la Marialis Cultus en afirmar que Dios Padre la
quiso por Ella misma y la quiso por nosotros. En esta perspectiva son también
reveladoras las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica cuando dice que Jesús
es el Hijo único de María, pero la maternidad de María se extiende a todos los
hombres a los cuales viene a salvar, y, cuando recuerda que María engendró al
Hijo que Dios constituyó como el primogénito de muchos hermanos, es decir,
de los creyentes, al nacimiento y educación de los cuales Ella colabora con amor
de Madre.
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JOAN ANTONI MATEO, Las cartas apostólicas Misericordia Dei y Rosarium Virginis Mariæ
a la luz de la devoción a la Divina Misericordia
Un punto de referencia importante en el magisterio contemporáneo lo
encontramos en la Solemne Profesión de fe que pronunció el Papa Montini en la
clausura del año de la fe. Consideramos muy interesante presentar y poner en
relación lo que el Papa Pablo VI dijo de Jesucristo y María en una profesión de
fe que conserva toda su vigencia y actualidad. Dice sobre Jesucristo “Creemos
en Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del
Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre... por quien han sido
hechas todas las cosas... y, por obra del Espíritu santo, se encarna de María, la
Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre, según la Divinidad, menor
que el Padre, según la humanidad, completamente uno, no por confusión (que
no puede hacerse), sino por la unidad de la persona”. Y sobre María dice
“Creemos que la Bienaventurada siempre Virgen María, que permaneció
siempre Virgen, fue la Madre del Verbo Encarnado, Dios y Salvador nuestro,
Jesucristo”. La doctrina de la fe nos enseña que María forma parte del Misterio
de Jesucristo. La misma Profesión de fe de Pablo VI nos dice que ella está ligada
por un vínculo estrecho e indisoluble a los misterios de la Encarnación y de la
Redención.
¿Quien dudará, entonces que María es el mejor camino, más aún, el
camino obligado para acceder a la Divina Misericordia?
Juan Pablo II, en la Dives in misericordia, afirma que nadie como María ha
experimentado la misericordia de Dios:
“María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado —
como nadie— la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho
posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de
la misericordia divina... Este sacrificio suyo es una participación singular en la
revelación de la misericordia, es decir, en la absoluta fidelidad de Dios al propio
amor, a la alianza querida por El desde la eternidad y concluida en el tiempo
con el hombre... María pues es la que conoce más a fondo el misterio de la
misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la
llamamos también Madre de la misericordia”. (DM 9)
Las palabras de nuestro santo Padre nos animan entonces a acercarnos a
la Divina Misericordia por medio de María con el rezo del santo Rosario. En la
lectura atenta de la Carta Apostólica El Rosario de la Virgen María, encontramos
la manera de rezar bien el rosario según la mente de la Iglesia. No hay que decir
que la Santísima Virgen María, pidiéndonos reiteradamente el rezo del rosario
en Lourdes y Fátima nos ha demostrado que es la plegaria que más le gusta.
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Sobre el sacramento de la Penitencia como actualización de la Divina
Misericordia
Hay que decir también ahora algunas palabras en lo que se refiere a la
Carta Apostólica Misericordia Dei, sobre algunos aspectos del sacramento de la
penitencia.
El sacramento de la penitencia forma parte de la misión de la Iglesia de
proclamar y actuar la Divina Misericordia. De hecho, los sacramentos son
signos e instrumentos de la actualización en el tiempo y el espacio y en el
corazón del hombre de la Divina Misericordia; pero de manera especial lo es el
sacramento de la penitencia o reconciliación. Ya en la encíclica Dives in
misericordia, Juan Pablo II lo pone en evidencia al afirmar lo que sigue:
“La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la
misericordia—el atributo más estupendo del Creador y del Redentor—y cuando acerca
a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y
dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante de la
palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en la Eucaristía y
en el sacramento de la penitencia o reconciliación... Es el sacramento de la
penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente
bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de
manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado...
Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que «Dios amó tanto... que lo dio
su Hijo unigénito», Dios que «es amor» no puede revelarse de otro modo si no es
como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor
que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su
patria temporal”. (DM 13).
La Carta Apostólica Misericordia Dei es eminentemente un documento
magisterial de carácter jurídico, aunque contiene preciosas elaboraciones
doctrinales. Juan Pablo II, afirma, después de establecer unas normas muy
claras para toda la Iglesia, que todo esto “impulsará, por todas partes, a los
fieles a acercarse con provecho a las fuentes de la misericordia divina, siempre
desbordantes en el sacramento de la Reconciliación”.
A nivel doctrinal, la Carta del Santo Padre no aporta ninguna novedad
pero la misma publicación de esta Carta Apostólica (con formato motu propio)
demuestra como se ha llegado a deteriorar la disciplina penitencial de la Iglesia
con gran detrimento para la vida sobrenatural de los fieles.
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JOAN ANTONI MATEO, Las cartas apostólicas Misericordia Dei y Rosarium Virginis Mariæ
a la luz de la devoción a la Divina Misericordia
La Carta Misericordia Dei, es una llamada de alerta, un reclamo a acoger
la Divina Misericordia que se hace presente intensamente en el perdón de los
pecados. Lo hemos visto también cuando en la Carta sobre el Rosario el santo
Padre afirmaba que el ministerio de la misericordia de Jesús iniciaba con el
perdón de los pecadores. Lo recuerda igualmente el inicio de la Carta
Misericordia Dei:
“Por la misericordia de Dios, Padre que reconcilia, el Verbo se encarnó en el
vientre purísimo de la Santísima Virgen María para salvar «a su pueblo de sus pecados»
(Mt 1,21) y abrirle «el camino de la salvación».
La salvación es, pues y ante todo, redención del pecado como
impedimento para la amistad con Dios, y liberación del estado de esclavitud en
la que se encuentra al hombre que ha cedido a la tentación del Maligno y ha
perdido la libertad de los hijos de Dios (cf.Rm 8,21).
La misión confiada por Cristo a los Apóstoles es el anuncio del Reino de
Dios y la predicación del Evangelio con vistas a la conversión (cf. Mc 16,15; Mt
28,18-20). La tarde del día mismo de su Resurrección, cuando es inminente el
comienzo de la misión apostólica, Jesús da a los Apóstoles, por la fuerza del
Espíritu Santo, el poder de reconciliar con Dios y con la Iglesia a los pecadores
arrepentidos: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»” (Jn
20,22-23). (MD)
Un aspecto de fondo cuestionado en la crisis del sacramento de la
penitencia es la necesidad de la confesión de los pecados mortales como
elemento constitutivo del sacramento. Podemos ver aquí una falta de confianza
en la misericordia de Dios que, a pesar de perdonarnos, no nos ahorra la
responsabilidad de una auténtica conversión y satisfacción. En este aspecto
destacaría las siguientes palabras del Papa:
“A fin de que el discernimiento sobre las disposiciones de los penitentes en orden
a la absolución o no, y a la imposición de la penitencia oportuna por parte del ministro
del Sacramento, hace falta que el fiel, además de la conciencia de los pecados cometidos,
del dolor por ellos y de la voluntad de no recaer más, confiese sus pecados. En este
sentido, el Concilio de Trento declaró que es necesario «de derecho divino confesar todos
y cada uno de los pecados mortales». La Iglesia ha visto siempre un nexo esencial entre
el juicio confiado a los sacerdotes en este Sacramento y la necesidad de que los penitentes
manifiesten sus propios pecados, excepto en caso de imposibilidad. Por lo tanto, la
confesión completa de los pecados graves, siendo por institución divina parte
constitutiva del Sacramento, en modo alguno puede quedar confiada al libre juicio de los
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Pastores (dispensa, interpretación, costumbres locales, etc.). La Autoridad eclesiástica
competente sólo especifica – en las relativas normas disciplinares – los criterios para
distinguir la imposibilidad real de confesar los pecados, respecto a otras situaciones en
las que la imposibilidad es únicamente aparente o, en todo caso, superable”. (MD)
Confiemos que esta intervención magisterial, toda ella misericordiosa,
ayude a restablecer la praxis del sacramento de la penitencia en la vida
ordinaria de los fieles. Efectivamente, a mi parecer, uno de los lugares prácticos
donde es repudiada la Divina Misericordia, el rostro auténtico del Dios
verdadero, es en la repulsa a someter las heridas de nuestros pecados al Médico
Divino y Misericordioso. El abandono por parte de multitud de fieles de la
confesión sacramental es uno de los dramas y heridas que más hieren y
debilitan la vitalidad de la Iglesia. En los últimos tiempos de su Pontificado, el
Santo Padre, con una cuidadosa clarividencia nos ha hablado de María y de la
Penitencia como caminos para volver a redescubrir y a vivir la Divina
Misericordia, a acoger la presencia amorosa y bondadosa de Dios en nuestra
vida. Pienso que pronto el Papa nos obsequiará con un nuevo y rico documento
sobre la Eucaristía. No es necesario decir que la recepción fructuosa de la
Sagrada Eucaristía está íntimamente ligada con la recepción frecuente de la
penitencia. La devoción a María con el Santo Rosario y la Sagrada Eucaristía
(preparada por la penitencia): He aquí las columnas que nos sustentarán en
estos tiempos críticos.
No puedo acabar sin evocar un sueño profético de San Juan Bosco
cuando previendo tiempos de gran tribulación para la Iglesia y el mundo veía
en las dos místicas columnas de la Inmaculada y la Eucaristía el puerto de
salvación. Estos tiempos críticos han llegado y la tempestad es fuerte. Juan
Pablo II, como supremo y buen Pastor de todo el rebaño de Jesucristo, nos
prepara para resistir todo vislumbrando el resplandor de una nueva y
esplendorosa era para la fe cristiana.
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