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El lenguaje de la celebración litúrgica
Escrito por Gregorio Sillero
Nuestro párroco nos remite esta conferencia de Mons. Guido Marini, Maestro de las
Celebraciones Litúrgicas Pontificias, en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Roma,
24-II-2011.
Comenzar un curso sobre el Ars celebrandi, tratando el tema del lenguaje de la celebración
litúrgica, no es posible sin traer a la memoria la conocida cita de la Exh. Ap.
Sacramentum caritatis
de Benedicto XVI: “Para una adecuada
ars celebrandi
es igualmente importante la atención a todas las formas de lenguaje previstas por la liturgia:
palabra y canto, gestos y silencios, movimiento del cuerpo, colores litúrgicos de los
ornamentos. En efecto, la liturgia tiene por su naturaleza una variedad de formas de
comunicación que abarcan todo el ser humano. La sencillez de los gestos y la sobriedad de los
signos, realizados en el orden y en los tiempos previstos, comunican y atraen más que la
artificiosidad de añadiduras inoportunas. La atención y la obediencia de la estructura propia del
ritual, a la vez que manifiestan el reconocimiento del carácter de la Eucaristía como don,
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expresan la disposición del ministro para acoger con dócil gratitud dicho don inefable” (n.40).
Hecha esta premisa, que acompañará nuestra reflexión, es necesario afirmar que hablar de
lenguaje, en el sentido más amplio del término, significa hacer referencia a una realidad que lo
precede. El lenguaje, desde este punto de vista, no puede ser desvinculado nunca de dicha
realidad, de la que está llamado a ser expresión. Ese lenguaje se podrá considerar verdadero si
corresponde plenamente a esa realidad, o si no, se podrá considerar falso o en no sintonía con
ella. Pero, siempre y en todo caso, se debe valorar en relación a la realidad. Por eso, será
precisamente la consideración de la relación entre lenguaje y realidad la que podrá ayudarnos
a descubrir la verdad.
Todo lo dicho nos permite entrar en el tema que debo tratar: “El lenguaje de la celebración
litúrgica”. Hablar del lenguaje de la celebración litúrgica supone que se tenga bien presente qué
es la celebración litúrgica o, en términos más generales, qué es la liturgia. De lo contrario, se
corre el riesgo de perderse en un discurso superficial y desarraigado de las razones profundas
de un lenguaje que, sólo a partir de aquellas razones, puede ser comprendido y correctamente
practicado.
Por este motivo pretendo desarrollar el discurso sobre el lenguaje litúrgico a partir de la esencia
de la liturgia, para encontrar la raíz de la que nace su rico patrimonio expresivo. Sólo una bien
estructurada teología litúrgica puede llevar a cabo un discurso correcto sobre la liturgia, en
cuanto celebrada y dotada de su propio lenguaje. Siempre es pertinente, más allá de su posible
interpretación y contextualización histórica, el antiguo adagio de Próspero de Aquitania: “Lex
orandi – lex credendi”
. La liturgia es la fe celebrada.
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Se hace necesario ilustrar en secuencia algunos trazos distintivos que caracterizan la esencia
de la liturgia, considerando luego las respectivas consecuencias en la expresión lingüística. Y lo
pretendo hacer refiriéndome al Catecismo de la Iglesia Católica, como síntesis actualmente
más autorizada, también por lo que se refiere a la liturgia, de la enseñanza del Concilio
Vaticano II y del magisterio posterior, presentado e interpretado en un intento de desarrollo en
la continuidad con la gran tradición eclesial de los siglos precedentes.
Vale la pena, al respecto, citar los números en los que el Catecismo resume lo afirmado hasta
aquí en relación a la liturgia, entendida como obra de la Santísima Trinidad.
1110 En la liturgia de la Iglesia, Dios Padre es bendecido y adorado como la fuente de todas
las bendiciones de la creación y de la salvación, con las que nos ha bendecido en su Hijo para
darnos el Espíritu de adopción filial.
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1111 La obra de Cristo en la liturgia es sacramental porque su Misterio de salvación se hace
presente en ella por el poder de su Espíritu Santo; porque su Cuerpo, que es la Iglesia, es
como el sacramento (signo e instrumento) en el cual el Espíritu Santo dispensa el Misterio de la
salvación; porque a través de sus acciones litúrgicas, la Iglesia peregrina participa ya, como en
primicias, en la liturgia celestial.
1112 La misión del Espíritu Santo en la liturgia de la Iglesia es la de preparar la asamblea para
el encuentro con Cristo; recordar y manifestar a Cristo a la fe de la asamblea de creyentes;
hacer presente y actualizar la obra salvífica de Cristo por su poder transformador y hacer
fructificar el don de la comunión en la Iglesia.
Teniendo presente esta hermosa síntesis formulada por el Catecismo, y sin perder de vista lo
afirmado en el mismo Catecismo en otras partes que se refieren a la celebración del misterio
cristiano, deseo ilustrar los trazos distintivos de los que hablé antes y que caracterizan la
esencia de la liturgia de la Iglesia. A partir de cada trazo distintivo acerca de la esencia,
procuraré ilustrar algunas consecuencias bajo el aspecto del lenguaje celebrativo.
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Hace algunos años, en 2009, se publicó una colección de textos sobre liturgia del Cardenal
Joseph Ratzinger, con el título: “Ante el protagonista. A las raíces de la liturgia”. Se trata
simplemente de un título, no hay duda. Sin embargo, es particularmente indicativo de lo que
encontramos en las raíces del discurso sobre la liturgia. En las raíces encontramos a
Jesucristo, el Protagonista, el auténtico y más importante Protagonista de la liturgia.
A través de la liturgia el Señor continua en su Iglesia la obra de nuestra Redención (cfr. Sacros
anctum Concilium
, 2). Lo que pasó en la historia, es decir, el misterio pascual, el misterio de nuestra salvación, se
hace hoy presente en la celebración litúrgica de la Iglesia. Así, el Salvador no es un recuerdo
del tiempo pasado, sino el Viviente que continúa su acción salvadora en la Iglesia,
comunicando su vida, que es gracia y anticipo de eternidad.
En la misma celebración eucarística, la asamblea reunida responde al “Misterio de la fe”,
después de la consagración, con estas palabras tan significativas: “Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”. En esta fórmula de la liturgia romana
encontramos descritos los tres momentos propios de toda celebración sacramental: la memoria
del pasado evento salvador, la presente acción de gracias en la celebración, la anticipación de
la gloria futura.
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La Iglesia, convocada para la celebración litúrgica, renueva cada vez la verdad de la afirmación
paulina: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,9). Aquel Jesús que ayer, en un
preciso momento histórico, vivió el misterio de su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección,
es el mismo Jesús del que hoy, en el tiempo que vivimos, se renueva sacramentalmente el
misterio de la salvación, al que todos podemos acceder personalmente. Y es también el mismo
Jesús que la Iglesia espera ver volver en su gloria, pero pregustando desde ahora, como
anticipación, la alegría de su presencia y de su obra.
La liturgia de la Iglesia tiene una modalidad discreta y al mismo tiempo clara, entre muchas
otras, de recordar al pueblo de Dios, reunido para la celebración de los divinos misterios, la
presencia fundamental del gran Protagonista. Me refiero al saludo litúrgico “El Señor esté con
vosotros”, que varias veces se repite por ejemplo en la Misa. Este saludo se intercambia entre
el celebrante y los fieles al comienzo de la celebración, más adelante en el momento de la
proclamación del evangelio, luego lo encontramos al inicio de la plegaria eucarística y
finalmente antes de la bendición final. Cada vez se desea y manifiesta la presencia del Señor.
Al principio, dicha presencia es invocada y afirmada en la comunidad reunida y, de modo
peculiar, en la persona del sacerdote con motivo del sacramento del orden; en el evangelio se
recuerda la presencia del Señor en su palabra proclamada y se pide que se convierta también
en presencia arraigada en el corazón de los fieles; más tarde, introduciendo la plegaria
eucarística, se anuncia la real presencia de Cristo en su Cuerpo entregado y en su Sangre
derramada, presencia implorada por la vida de todos; finalmente, antes de la bendición, se
invoca la presencia del Señor en la vida cotidiana de sus discípulos.
Es sólo un ejemplo, entre muchos, para decir que es impensable llegar a la esencia de la
liturgia sin afirmar que su primer Protagonista es Jesucristo. Recuérdese lo que afirma la
Constitución sobre la sagrada liturgia del Concilio Vaticano II: “Para realizar una obra tan
grande (la comunicación de su obra de salvación) Cristo está siempre presente en su Iglesia,
de modo especial en las acciones litúrgicas. Está presente en el Sacrificio de la Misa, tanto en
la persona del ministro, «él que, ofreciéndose una vez en la cruz, se ofrece de nuevo a sí
mismo por el ministerio de los sacerdotes», como sobre todo bajo las especies eucarísticas.
Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que cuando uno bautiza es Cristo
mismo el que bautiza. Está presente en su palabra, ya que es él quien habla cuando en la
Iglesia se lee la Sagrada Escritura. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia reza y alaba,
aquel que prometió: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de
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ellos» (Mt 18,20)” (n.7).
La presencia misteriosa y real de Cristo en la liturgia y el ser protagonista en el rito celebrado
requiere del lenguaje litúrgico el esplendor de la noble sencillez, según la célebre cita del
Concilio Vaticano II (cfr. Sacrosanctum Concilium, 34). Digo “esplendor de la noble sencillez”,
porque es la expresión completa usada por los Padres Conciliares. En ella se encuentra la
intrínseca relación entre belleza, nobleza, sencillez.
Como siempre, cada indicación magisterial debe ser leída y comprendida en el contexto más
amplio del tema que trata y en relación de desarrollo armónico con toda la enseñanza de la
Iglesia. Así –no puedo alargarme ahora– se ve con claridad lo lejos que está de la verdad esa
insistencia en reclamar cierta sencillez que, a veces, ha llevado a hacer el rito litúrgico
descuidado, banal, aburrido, insignificante. Se trata de un modo de entender la sencillez que no
se funda ni en la enseñanza de la Iglesia ni en su gran tradición litúrgica. Por no decir que, en
algunas ocasiones, tal modo de considerar la noble sencillez se traduce en aquella que
podemos definir como una poco noble nueva complejidad. ¿Acaso no es eso lo que sucede
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cuando la liturgia se convierte en teatro de inventos subjetivos y extemporáneos, con el
añadido de símbolos privados de auténtico significado o tan complejos que hay que explicarlos
largamente?
Volvamos a la auténtica noble sencillez escuchando a Benedicto XVI, en la Sacramentum
Caritatis
: “La
relación entre el misterio creído y celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor
teológico y litúrgico de la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana,
está vinculada intrínsecamente con la belleza: es
veritatis splendor
… Este atributo al que nos referimos no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos
fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo, haciéndonos salir de nosotros
mismos y atrayéndonos así hacia nuestra verdadera vocación: el amor... La verdadera belleza
es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual. La belleza de la
liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto
sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra… La belleza, por tanto, no es un elemento
decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de
Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para
que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza” (n.35).
Las palabras del Papa, como siempre, tienen el gran don de la claridad. Se sigue que no es
admisible ninguna forma de minimalismo o de pobretería en la celebración litúrgica. Y esto,
ciertamente, ni para un espectáculo ni para un vacío esteticismo. Lo bello, en las diversas
formas antiguas y modernas en las que encuentra expresión, es la modalidad propia en virtud
de la cual brilla en nuestras liturgias, aunque siempre pálidamente, el misterio de la belleza del
amor de Dios. Por eso, nunca se hará bastante para hacer sencillos, en cuanto claros en su
desarrollo, nobles y bellos nuestros ritos. Nos lo enseña la Iglesia, que en su larga historia
nunca tuvo miedo de “gastar” para rodear la celebración litúrgica con las expresiones más altas
del arte: desde la arquitectura, a la escultura, a la música, a los objetos sagrados. Nos lo
enseñan los santos que, a pesar de su personal pobreza y heroica caridad, siempre han
deseado que al culto fuese destinado lo mejor.
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Escuchemos de nuevo a Benedicto XVI: “Las liturgias de la tierra, ordenadas todas ellas a la
celebración de un Acto único de la historia, no alcanzarán jamás a expresar totalmente su
infinita densidad. En efecto, la belleza de los ritos nunca será lo suficientemente esmerada, lo
suficientemente cuidada, elaborada, porque nada es demasiado bello para Dios, que es la
Hermosura infinita. Nuestras liturgias de la tierra no podrán ser más que un pálido reflejo de la
liturgia, que se celebra en la Jerusalén de arriba, meta de nuestra peregrinación en la tierra.
¡Que nuestras celebraciones, sin embargo, se le parezcan lo más posible y la hagan presentir!”
(Homilía en la celebración de Vísperas en la Catedral de Notre Dame de Paris, 12-IX-2008).
“La belleza intrínseca de la liturgia tiene como sujeto propio a Cristo resucitado y glorificado en
el Espíritu Santo, que incluye a la Iglesia en su obrar” (Sacramentum caritatis, 36). Es
Benedicto XVI, con estas palabras, quien nos recuerda que la liturgia es acción del Cristo total
y, por tanto, también de la Iglesia.
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De la afirmación de que la liturgia es acción de la Iglesia se derivan algunas consideraciones de
no poca importancia para la esencia de la liturgia que estoy ilustrando. En efecto, cuando se
dice que la Iglesia es sujeto agente se hace referencia a toda la Iglesia, en cuanto sujeto vivo
que atraviesa el tiempo, que se realiza en la comunión jerárquica, que es a la vez realidad aún
peregrina en la tierra y realidad ya arribada a las orillas de la Jerusalén celestial.
En agosto del 2006, en Castelgandolfo, Benedicto XVI, respondiendo a la pregunta de un
sacerdote, durante un encuentro con el clero de la diócesis de Albano, se expresaba así en el
estilo discursivo típico de un coloquio: “La Liturgia ha crecido durante dos milenios y no se
puede decir que sólo tras la reforma del Vaticano II se haya convertido en materia elaborada
por algunos liturgistas. Siempre ha sido continuación de este crecimiento permanente de la
adoración y del anuncio. Por eso, es muy importante, para poder estar en sintonía, entender
esta estructura elaborada en el tiempo y entrar con nuestra mens en la vox de la Iglesia. En la
medida en que hayamos interiorizado esta estructura, comprendido esta estructura, asimilado
las palabras de la Liturgia, podemos entrar en esta interior consonancia y, así, no sólo hablar
con Dios como personas singulares sino entrar en el «nosotros» de la Iglesia que reza. Y de
este modo transformar también nuestro «yo» entrando en el «nosotros» de la Iglesia,
enriqueciendo, agrandando este «yo», rezando con la Iglesia, con las palabras de la Iglesia,
estando realmente en coloquio con Dios”.
Entrar en el “nosotros” de la Iglesia que reza. Este “nosotros” nos habla de una realidad, la
Iglesia, que va más allá de cada ministro ordenado y de cada fiel, de cada comunidad y de
cada grupo. Porque ahí la Iglesia se manifiesta y se hace presente en la medida en que se vive
la comunión con toda la Iglesia, la Iglesia que es católica, universal, de una universalidad que
alcanza todos los tiempos, todos los lugares, y atraviesa el umbral del tiempo para dejarse
alcanzar por la eternidad.
De aquí se sigue que forma parte de la esencia de la liturgia el hecho de que ésta tenga ante
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todo el signo de la catolicidad, donde unidad y variedad se compenetran en armonía para
formar una realidad sustancialmente unitaria, dentro de la legítima diversidad de las formas.
También
el signo de la no arbitrariedad, que evita dejar a la
subjetividad de cada uno o del grupo lo que pertenece a todos como tesoro recibido, que se
debe custodiar y trasmitir. Además
el signo de la continuidad histórica
, en virtud de la cual el deseable desarrollo aparece como el de un organismo vivo que no
reniega del propio pasado, atravesando el presente y orientándose al futuro. Y, finalmente,
el signo de la participación en la liturgia del cielo
, por el que es más que nunca apropriado hablar de la liturgia de la Iglesia como del espacio
humano y espiritual en el que el cielo se asoma a la tierra. Se piense, sólo a título de ejemplo,
en el párrafo de la Plegraria eucarística I en el que pedimos: “haz que esta ofrenda sea llevada
hasta el altar del cielo por manos de tu Ángel”.
Todo lo dicho hasta ahora acerca de la liturgia como acción de la Iglesia no sería suficiente si
no se añadiese el tema de la participación. En efecto, es precisamente la liturgia, entendida
como acción de la Iglesia, la que exige una participación consciente, activa y fructuosa (cf. Sacr
osanctum concilium
, 11). Toda consideración al respecto se arriesga a quedarse sin fundamento y fuera de
contexto si el punto de partida no es la acción de Cristo y de la Iglesia. Es precisamente esta
acción la que pide ser participada de modo consciente, activo y fructuoso. Y esto es posible si
se realiza una auténtica comunión del fiel con el obrar de la Iglesia y el obrar de Cristo.
¿Pero cuál es el obrar de la Iglesia? Es el obrar de la Esposa que tiende a hacerse una única
realidad con Cristo Esposo y con su obrar. ¿Y cuál es el obrar de Cristo? Su ofrecimiento de
amor al Padre por nuestra salvación. En consecuencia, la participación consciente, activa y
fructuosa en la liturgia se da en la medida en que todos y cada uno compartimos la acción de la
Iglesia que tiende al Esposo y, por tanto, nos dejamos envolver por la acción del Esposo que
es entrega de amor al Padre por la salvación del mundo.
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En cuanto de la Iglesia, además, dicha acción deberá realizar y manifestar a la Iglesia misma,
signo visible de la comunión de Dios y de los hombres, en Cristo. Y tener también, por tanto,
una relevancia externa, hecha de otras acciones que, expresando la participación de todos en
el modo propio de cada uno, encontrarán siempre su motivación en el ser vías de participación
en el obrar de Cristo. No se podría hablar de participación auténticamente activa si, por
ejemplo, el que proclama las lecturas, presenta las ofrendas, ayuda a misa, anima el canto, o
hace qualquier otro ministerio litúrgico no encontrase en su particular modalidad de presencia
en el rito el camino para entrar en comunión con el obrar de la Iglesia y de Cristo.
Considerando la liturgia como acción de la Iglesia entera, en el significado antes indicado, me
gustaría dedicar unas palabras sobre ese fundamental lenguaje litúrgico que es el canto,
considerado junto a la música.
Dice el salmista: “Un canto de alabanza me honra, y es el camino por el que mostraré la
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salvación de Dios” (Sal 49,23). Y comenta san Gregorio Magno: “Lo que en latín suena a
saludable, a salvación, en hebreo se dice
Jesús. Por eso, en el canto de
alabanza se crea una vía de acceso por la que Jesús puede revelarse, porque, cuando
mediante el canto de los Salmos se obra en nosotros la verdadera contrición, se nos abre un
camino que conduce a lo más profundo del corazón, al final del cual se llega a Jesús…” (
In Ez I hom
.
I,15).
Por eso, el canto y la música en la liturgia, cuando se expresan según la verdad de su ser,
nacen del corazón que busca el misterio de Dios y se convierten en exégesis del mismo
misterio, del Verbo hecho carne por nuestra salvación. Por tanto, hay un lazo intrínseco entre
palabra, música y canto en la celebración litúrgica. Música y canto, en efecto, no pueden estar
desligados de la palabra, la de Dios, de la cual deben ser interpretación fiel, desvelamiento
comprensible para el alma creyente. El canto y la música en liturgia surgen de la profundidad
del corazón y, por tanto, de Cristo que lo habita, y reconducen al corazón, es decir a Cristo que
es la respuesta verdadera y definitiva de la pregunta del corazón. Esta es la objetividad del
canto y de la música litúrgica, que nunca debe dejarse a la arbitrariedad de los sentimientos
superficiales y de las emociones pasajeras que no responden a la grandeza del misterio
celebrado. Esta es la gran dignidad del canto y de la música en liturgia, donde la sencillez no
puede en modo alguno rimar con banalidad o sólo con mera utilidad.
Es justo, pues, afirmar que el canto y la música en liturgia nacen de la oración y llevan a la
oración, que permite expresarnos con el lenguaje auténtico de la liturgia. De tal modo, el canto
se convierte en una vía privilegiada de unión entre cielo y tierra, de experiencia de comunión
entre la Iglesia peregrina y la Jerusalén celestial, entre el mundo de los hombres y el mundo de
Dios.
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Permítanme aquí, hablando del canto y de la música, que hable brevemente de la lengua
latina. No es el caso hacer ahora referencia a los numerosos textos del magistero, también
reciente y contemporáneo, que animan a un significativo uso del latín en la liturgia. Baste
recordar el extraordinario tesoro de canto y música litúrgica que nos han dejado los pasados
siglos.
Algo de ese tesoro la Iglesia lo ha definido perennemente válido, en sí y como criterio para
establecer lo que puede ser de verdad litúrgico en las nuevas formas musicales que se van
desarrollando en el tiempo. Me refiero al gregoriano y a la polifonía sacra clásica, formas de
canto litúrgico que permiten valorar, hoy como ayer, lo que pertenece a la liturgia y lo que,
aunque tenga valor artístico y de contenido religioso, no puede tener sitio en la celebración
litúrgica. El valor perenne del gregoriano y de la polifonía clásica consiste en su capacidad de
hacerse exégesis de la palabra de Dios y, por tanto, del misterio celebrado, de estar al servicio
de la liturgia sin hacer de la liturgia un lugar al servicio de la música y del canto. ¿Podemos
renunciar a mantener en vida dichos tesoros que siglos de historia de la Iglesia nos han
legado? ¿Podemos despreciar ese patrimonio de espiritualidad extraordinario? ¿Cómo será
posible dar cuerpo a un más amplio y digno repertorio de canto y de música para la liturgia si
no nos dejamos educar por lo que lo debe inspirar? Está en juego, también en este caso, el
elemento esencial del desarrollo y de la reforma en la continuidad del único sujeto Iglesia.
Por esto, debemos conservar de modo conveniente el latín. Sin olvidar tampoco otros
componentes de esta lengua litúrgica, como su capacidad de dar expresión a la universalidad y
catolicidad de la Iglesia, a la que no es lícito renunciar. ¿Cómo no experimentar, al respecto,
una extraordinaria experiencia de catolicidad cuando, en la basílica de San Pedro como en
otros lugares de encuentro internacional, hombres y mujeres de todos los continentes, de
nacionalidades y lenguas diversas rezan y cantan juntos en la misma lengua? ¿Quién no
percibe la calurosa acogida de la casa común cuando, entrando en una Iglesia de un país
extranjero puede, al menos en algunas partes, unirse a los hermanos en la fe en virtud del uso
de la misma lengua?
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Para que esto continúe siendo posible es necesario que en nuestras iglesias y comunidades el
uso del latín sea conservado, de modo ordinario, con sano equilibrio y con la debida sabiduría
pastoral.
El tema de la participación, antes apuntado, nos ofrece ahora la oportunidad de ampliar lo ya
dicho respecto al obrar de Cristo en la liturgia.
Y lo hacemos dejándonos llevar de la mano de una fundamental argumentación del teólogo
Ratzinger: “Con el término actio referido a la liturgia se entiende, en las fuentes, el cánon
eucarístico. La verdadera acción litúrgica, el auténtico acto litúrgico, es la
oratio
: la gran plegaria, que constituye el núcleo de la celebración litúrgica y que, precisamente por
eso, en su conjunto, fue llamada por los Padres con el término
oratio
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. Esta definición era ya correcta a partir de la misma forma litúrgica, porque en la
oratio
se realiza lo esencial de la Liturgia cristiana […] Esta
oratio
–la solemne plegaria eucarística, el cánon– …es
actio
en el sentido más alto del término. En efecto, en ella la
actio humana…
pasa a un segundo plano y deja sitio a la
actio divina
, al obrar de Dios” (
Introducción al espíritu de la Liturgia
, pp.167-168).
En consecuencia, en la oratio se desarrolla lo esencial de la liturgia cristiana. Y nos
preguntamos: ¿Qué es lo esencial que se realiza? Respondemos, siguiendo el texto de
Ratzinger: “El obrar de Dios”. De lo que se trata ahora es de profundizar en qué consiste ese
obrar de Dios.
Se trata del obrar de Dios en Cristo, es decir, del acto de oración mediante el cual el Señor
ofrece la vida al Padre para la salvación del mundo. Lo recuerda Benedicto XVI en un párrafo
de la homilía de la Misa in Coena Domini del 2009, comentando el Cánon Romano: “Como
primera cosa –afirmaba el Santo Padre– nos llamará la atención que el relato de la institución
no es una frase autónoma, sino que comienza con un pronombre relativo:
qui pridie
[La vigilia de su pasión…]. Este “
qui
” engancha todo el relato a la palabra precedente de la oración, “…para que sea Cuerpo y
Sangre de tu Hijo amado Hijo, Jesucristo nuestro Señor”. De este modo, el relato está
conectado a la oración precedente, a todo el Cánon, y convertido él mismo en oración. No se
trata en absoluto de un simple relato aquí incluido, ni tampoco de palabras autoritarias en sí
mismas, que quizá interrumpirían la oración. Es oración. Y sólo en la oración se realiza el acto
sacerdotal de la consagración que se hace transformación, transubstanciación de nuestros
dones de pan y vino en Cuerpo y Sangre de Cristo”.
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¿Pero qué pasa en ese acto de oración del Señor, en ese acto que es oración? En ese obrar,
los elementos de la tierra son acogidos y transformados en su Cuerpo y en su Sangre, así
como el nuevo cielo y la nueva tierra son anticipados. En ese obrar se cumple el gesto de
adoración supremo que reconduce a la verdad del propio ser a toda la humanidad y a la
creación entera: toda realidad encuentra su razón de ser en Dios y en la dependencia de Él.
Así la liturgia es adoración en cuanto hace presente de modo sacramental el sacrificio de la
cruz en el que Jesús dió gloria al Padre con su sí, signo de un amor llevado “hasta el fin”,
adoración radical de Dios y de su voluntad. Y así
la liturgia es
oración
en
cuanto oración de Cristo dirijida al Padre en el Espíritu, para que acoja su sacrificio. Por eso, la
liturgia cristiana es acto que conduce a la adhesión, a la reunificación del hombre y de la
creación con Dios, a salir del estado de separación, a la comunión de vida con Cristo.
Y todo esto es lo que la Iglesia, esposa de Cristo, vive en la celebración de la liturgia. En
efecto, lo que aún resulta esencial para la liturgia es que los que participan recen para
compartir el mismo sacrificio del Señor, su acto de adoración, haciéndose una sola cosa con Él,
verdadero Cuerpo de Cristo. En otras palabras, lo esencial es que al final se supere la
diferencia entre el obrar de Cristo y nuestro obrar, que haya una progresiva armonización entre
su vida y la nuestra, entre su sacrificio adorante y el nuestro, de manera que haya una sola
acción, al mismo tiempo suya y nuestra. Lo afirmado por san Pablo indica lo que es esencial
conseguir en virtud de la celebración litúrgica: “He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo,
sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,19-20).
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Escuchemos, al respecto, a Divo Barsotti, en una de sus célebres obras sobre la liturgia: “Y el
Advenimiento, el Acto de Cristo, es ante todo Sacrificio, Sacrificio de adoración. El Verbo, en la
naturaleza humana que asumió, reconoce con su Muerte la infinita santidad de Dios y su
soberanía. En él la creación finalmente adora […] Nuestra participación en el Sacrificio de
Jesús comporta que vivamos el mismo anonadamiento suyo… La condición terrestre de
nuestra vida, en su aceptación voluntaria, se convierte en el signo de nuestra participación en
el Sacrificio de Jesús, en su adoración” (El misterio de la Iglesia en la Liturgia, pp.174-175).
Si la liturgia es oración adorante, esto significa que cuando está bien celebrada, con el lenguaje
que le es propio, en sus diversas partes, debe prever una feliz alternancia de silencio y palabra,
donde el silencio anima la palabra, permite a la voz resonar en feliz sintonía con el corazón,
mantiene toda expresión vocal y gestual en el justo clima de recogimiento.
Si hubiera predominio unilateral de la palabra, no resonaría el auténtico lenguaje de la liturgia.
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Urge, por tanto, tener el valor de educar en la interiorización, en la disponibilidad de aprender
nuevamente el arte del silencio, de ese silencio en el que aprendemos la única Palabra que
puede salvar del acumularse de las palabras vanas y de los gestos vacíos y teatrales.
Recuérdese, a este propósito, lo que afirma la Ordenación General del Misal Romano: “Se
debe observar, a su tiempo, el sagrado silencio, como parte de la celebración. Su naturaleza
depende del momento en que tiene lugar en cada celebración. Así, durante el acto penitencial y
tras la invitación a la oración, el silencio ayuda el recogimiento; después de la lectura o la
homilía, es una llamada a meditar brevemente lo que se ha escuchado; después de la
Comunión, favorece la oración interior de alabanza y súplica” (n.45).
La Ordenación General, como también la Sacrosanctum Concilium (cf. n.30) a la que el
Ordenamiento se remite, habla de “silencio sagrado”. El silencio requerido, por tanto, no debe
considerarse como una pausa entre un momento celebrativo y el siguiente. Es más bien un
verdadero y propio momento ritual, complementario a la palabra, a la oración vocal, al canto, al
gesto...
Desde este punto de vista, es más fácil entender el motivo por el que durante la plegaria
eucarística y, en particular, el cánon, el pueblo de Dios orante sigue en el silencio la oración del
sacerdote celebrante. Dice el n.78 de la Ordenación General del Misal Romano: “La Plegaria
eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y silencio”. Ese silencio no significa
inoperancia o falta de participación. Ese silencio ayuda a que todos entren en el significado del
momento ritual que actualiza, en la realidad del sacramento, el acto de amor con el cual Jesús
se ofrece al Padre en la cruz para la salvación del mundo. Ese silencio, verdaderamente
sagrado, es el lugar litúrgico en el que decir que sí, con toda la fuerza de nuestro ser, al obrar
de Cristo, hasta que se convierta en nuestro propio obrar diario.
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Escrito por Gregorio Sillero
El silencio litúrgico es sagrado de verdad porque es el lugar espiritual en el que se realiza la
adhesión de toda nuestra vida a la vida del Señor, es el espacio del “amén” prolongado del
corazón que se rinde al amor de Dios y lo abraza como nuevo criterio del propio vivir. ¿No es
éste el significado estupendo del “amén” conclusivo de la doxología al final de la plegaria
eucarística, en la que todos decimos con la voz lo que hemos repetido largamente en el silencio
del corazón orante?
Lo dicho respecto a la oración adorante, supone que todo, en el lenguaje de la acción litúrgica,
lleve a la adoración: la música, el canto, el silencio, el modo de proclamar la palabra de Dios y
el modo de rezar, los gestos, las vestiduras litúrgicas y los utensilios sagrados, así como el
edificio sagrado en su conjunto. Me detengo un instante en un gesto típico y central de la
adoración que hoy corre el riesgo de desaparecer, que es ponerse de rodillas, refiriéndome a
un texto del cardenal Ratzinger: “Sabemos que el Señor rezó de rodillas (Lc 22,41), que
Esteban (
Hech
7,60), Pedro (
Hech
9,40) y Pablo (
Hech
20,36) rezaron de rodillas. El himno cristológico de la Carta a los Filipenses (2,6-11) presenta la
liturgia del cosmos como un arrodillarse frente al nombre de Jesús (2,10) y ve así cumplida la
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profecía de Isaías (
Is
45,23) a cerca del señorío del Dios de Israel sobre el mundo. Rezando de rodillas en el nombre
de Jesús la Iglesia cumple la verdad; se une al gesto del cosmos que rinde homenaje al
vencedor y así se pone de parte del vencedor ya que arrodillarse es una representación del
comportamiento de Aquel que «era igual a Dios» y «se humilló a sí mismo hasta la muerte»” (
Revista Communio
, 35/1977).
Habría que preguntarse si el reducirse sensible de los signos del culto y de la adoración no
sean motivados en el fondo por un vacilar de la fe en Jesús, Hijo de Dios, único y universal
Salvador de todos, por un decaer la certeza de que sin conversión a Cristo y sin la gracia de la
cruz no hay salvación para nadie.
También por esto debe considerarse completamente apropiada la práctica de arrodillarse para
recibir la sagrada Comunión. Como confirmación, escuchemos al Santo Padre en una cita de S
acramentum caritatis
: “Ya Agustín había dicho: «Nadie coma esta carne sin antes adorarla; pecaríamos si no la
adorásemos». En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea
unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino el obvio desarrollo de la celebración
eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la
Eucaristía significa ponerse en actitud de adoración hacia Aquel que recibimos. Así y sólo así
nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, gustamos por anticipado la belleza de la
liturgia celestial” (n.66).
Alguno podría encontrar una contradicción entre el gesto de ponerse de rodillas y el de acudir
procesionalmente. En realidad, no hay motivos para ninguna contradicción. En efecto, la Iglesia
que, en el signo exterior, se dirige en procesión hacia el Señor es la misma Iglesia que, también
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en el signo exterior, en su presencia, se arrodilla y adora.
En su célebre texto Introducción al espíritu de la liturgia, el Card. Ratzinger se detiene durante
un capítulo entero -cuyo contenido vuelve a repetirse otras veces dentro del volúmen- sobre la
relación entre liturgia, cosmos e historia. Esas páginas terminan con un párrafo que deseo citar
a continuación: “El círculo cósmico y el histórico son ahora distintos: el elemento histórico
recibe su peculiar y definitivo significado del don de la libertad como centro del ser divino y del
creado, pero no por eso viene separado del cósmico. En definitiva, a pesar de su diferencia,
ambos círculos permanecen dentro del único círculo del ser: la liturgia histórica del cristianismo
es y permanece –inseparable e inconfundiblemente– cósmica, y sólo así subsiste en toda su
grandeza. Es la novedad única de la realidad cristiana que, sin embargo, no repudia la
investigación de la historia de las religiones, sino que acoge en sí todos los elementos de las
religiones naturales, manteniendo un lazo con ellos” (p.31).
Con estas palabras, fruto de una larga y compleja reflexión, el teólogo Ratzinger pretende
subrayar el lazo inescindible entre creación y alianza, orden cósmico y orden histórico de
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revelación. La alianza, que es revelación histórica de Dios al hombre, no anula la creación, que
es reclamo cósmico de la presencia de Dios en la vida del hombre. Es más, la creación es el
lugar en el que se realiza la alianza, y encuentra su pleno y definitivo significado en la alianza.
Mientras que la misma alianza encuentra precisamente en la creación y en el cosmos su
fundamento y su posibilidad expresiva.
Así, la liturgia cristiana, que lleva en sí toda la novedad de la salvación en Cristo, conserva y
recoge toda expresión de aquella liturgia cósmica que ha caracterizado la vida de los pueblos
en su búsqueda de Dios a través de la creación. Es muy significativa e instructiva, también
desde este punto de vista, la Plegaria eucarística I o Cánon romano, cuando se refiere a los
“dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fede, y la oblación pura de
tu sumo sacerdote Melquisedec”.
¿Cómo no ver en este pasaje de la gran plegaria de la Iglesia una referencia a los sacrificios
antiguos, al culto cósmico y unido a la creación que ahora, en la liturgia cristiana, no sólo no es
negado, sino asumido en el nuevo y eterno sacrificio de Cristo Salvador?
Por otra parte, en esta misma perspectiva, no podemos dejar de ver los muchos signos y
símbolos cósmicos de los que la liturgia de la Iglesia, junto a los signos y símbolos típicos de la
alianza, hace uso con el fin de dar forma al nuevo culto cristiano. Piénsese en la luz y la noche,
el viento y el fuego, el agua y la tierra, el árbol y los frutos. Se trata de ese universo material en
el que el hombre está llamado a decubrir las huellas de Dios. Igualmente se puede pensar en
los signos y símbolos de la vida social: lavar y ungir, partir el pan y compartir el cáliz.
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Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, “las grandes religiones de la humanidad dan
testimonio, a menudo de modo impresionante, de dicho sentido cósmico y simbólico de los ritos
religiosos. La liturgia de la Iglesia presupone, integra y santifica elementos de la creación y de
la cultura humana confiriéndoles la dignidad de signos de la gracia, de la nueva creación en
Cristo Jesús” (n.1149).
Escribió Juan Pablo II: “…la Eucaristía siempre se celebra, en cierto sentido, en el altar del
mondo. Une cielo y terra. Comprende y abarca todo lo creado. El Hijo de Dios se hizo hombre
para restituir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza a Aquél que lo hizo de la nada
[…] De verdad es este el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo salido de
las manos de Dios creador vuelve a Él redimido por Cristo” (
Ecclesia de Eucharistia
, n.8).
Esta dimensión cósmica de la liturgia es otro de sus elementos esenciales. Que, además,
introduce en el gran tema de la orientación de la plegaria litúrgica. La plegaria dirijida a oriente,
en efecto, es una tradición que nos conduce a los orígenes del cristianismo y se presenta como
síntesis típicamente cristiana de cosmos e historia, de asunción de un símbolo cósmico, como
es el sol, como expresión de la universalidad de la salvación en Cristo, al que la comunidad
reunida se orienta con alegría y esperanza.
Desde el momento en que, por diversos motivos que no viene al caso recordar, se fue
perdiendo la conciencia de la plegaria orientada al este, en dirección al sol naciente, se hace
más urgente que nunca recuperar esta dimensión litúrgica que no debe verse como una fuga
romántica del pasado, sino como el redescubrimiento de lo esencial, de lo esencial con lo que
la liturgia de la Iglesia expresa su orientación permanente.
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Así pues, también desde el punto de vista del correcto lenguaje litúrgico, se comprende ahora
mejor el motivo de colocar el crucifijo en el centro del altar. Pero escuchemos antes
directamente los argumentos del teólogo Ratzinger, en un párrafo de su texto La fiesta de la fe,
y después el pensamiento de Benedicto XVI, expresado en el prefacio del volúmen de su
Opera Omnia
–
Teología de la liturgia
–, dedicado a la liturgia.
He aquí las argumentaciones del teólogo. “El verdadero espacio y auténtico marco de la
celebración eucarística es todo el cosmos. Esta dimensión cósmica de la Eucaristía se hacía
presente en la acción litúrgica mediante la correcta orientación hacia oriente. El Oriente –orien
s
– era
también conocido, por ser signo del sol naciente, como el símbolo de la resurrección (y por
tanto no sólo expresión cristológica, sino también del poder del Padre y de la obra del Espíritu
Santo), así como llamada a la esperanza en la parusía […]. La cruz del altar se puede calificar
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como un resto de dicha orientación, que aún permanece en nuestros días. Así fue conservada
la vieja tradición, que estaba en su tiempo estrechamente unida al símbolo cósmico del Oriente,
de rezar en el signo de la cruz al Señor que viene, dirigiéndole la mirada […]. También en la
actual orientación de la celebración, la cruz debería estar colocada en el altar de modo que los
sacerdotes y los fieles la miren juntos. En el cánon no deben mirarse, sino mirar juntos a Él, al
que traspasaron […]. La cruz en el altar no es… un impedimento a la vista, sino un punto
común de referencia… Añadiría incluso la tesis de que la cruz en el altar no sólo no es
impedimento sino presupuesto de la celebración
versus populum
. Así sería aún más rica en significado la distinción entre liturgia de la palabra y cánon. En la
primera, se trata del anuncio y, por tanto, de un mensaje inmediato; en la otra, de una
adoración común, en la que todos, durante la invocación, estamos más que nunca
conversi ad Dominum
: dirijámonos al Señor; convirtámonos al Señor” (
La fiesta de la fe
, pp.131-135).
Este es el pensamiento del Papa. “La idea de que sacerdote y pueblo en la oración deberían
mirarse mutuamente nació sólo en la moderna cristiandad pero es completamente extraña en la
antigua. Sacerdote y pueblo no rezan uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por tanto, en
la oración miran en la misma dirección: o hacia Oriente, como símbolo cósmico del Señor que
viene, o, donde no sea posible, hacia una imagen de Cristo en el ábside, hacia una cruz, o
simplemente hacia el cielo, como hizo el Señor en la oración sacerdotal la tarde antes de la
Pasión (Jn 17,1). Mientras tanto, va calando cada vez más, afortunatamente, la propuesta que
hice al final del capítulo en cuestión de mi obra [
Introducción al espíritu de la liturgia,
pp.70-80]: no proceder a nuevas transformaciones, sino simplemente poner la cruz en el centro
del altar, a la que puedan mirar juntos sacerdote y fieles, y dejarse guiar así hacia el Señor, al
que todos rezamos juntos” (
Teología de la liturgia
, pp.7-8).
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Acercándome a la conclusión, considero importante subrayar lo que me parece una grave
urgencia de nuestro tiempo, es decir la necesidad de la formación en la liturgia y en su
lenguaje, a todos los niveles. Sabemos que ya no se puede dar nada por descontado. En dicho
proceso formativo, creo que hay cuatro prioridades. Ante todo, es preciso profundizar y asimilar
los temas de la teología litúrgica como fundamento de la práxis celebrativa. En segundo lugar,
es importante ayudar a entender el lenguaje litúrgico radicado en una tradición secular, sujeto
al discernimiento eclesial, siempre en una lógica de desarrollo armónico que sabe valorar a la
vez lo antiguo y lo nuevo. Además, es fundamental enseñar el sentido auténtico de la
celebración que, en cuanto culto espiritual, debe plasmar la vida en todos sus aspectos,
proporcionando un nuevo lenguaje –el de Cristo– a lo ordinario. Finalmente, es indispensable
suscitar un renovado amor por lo que es objetivo, una convencida y ministerial adhesión al rito,
que se debe entender no como algo coercitivo de la expresividad, sino más bien como
condición indispensable para una expresividad auténtica y comunicativa del misterio de Cristo
celebrado en la Iglesia.
Como broche de lo afirmado hasta ahora, y recuerdo de lo que nunca puede olvidarse cuando
se trata del lenguaje litúrgico, aunque hubiese que adentrarse luego en el detalle de dicho
lenguaje, considero útil y significativo citar algunos párrafos de Romano Guardini, sacados del
volumen Formación litúrgica, que se encuentran en el capítulo dedicado al “elemento objetivo”.
Las palabras del gran teólogo tienen la capacidad de conducirnos con autoridad a reencontrar
la gracia y la verdadera belleza en lo que es objetivo, es decir, en ese lenguaje litúrgico que
precede nuestra personal, variable y demasiado estrecha sensibilidad subjetiva.
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“La liturgia rigurosa es la forma del comportamiento religioso en el que lo objetivo se manifiesta
del modo más intenso […]. La liturgia es auto expresión del hombre, pero del hombre como
debe ser, y por eso se convierte en severa disciplina. El hombre superficial puede fácilmente
sentir la oración litúrgica como ‘no veraz’, ya que el hombre que habla en la liturgia es el
profundo, el esencial. Pero éste yace sepultado. Por eso, la plegaria litúrgica debe ser por
mucho tiempo un ejercicio responsable, de modo que lo profundo y más verdadero no se
distorsione, la imagen del ser se rectifique y hable entonces realmente como conviene a la
esencia […]. La liturgia es auto expresión del hombre. Pero ésta le dice: de un hombre que tú
todavía no eres. Por eso debes venir a mi escuela […].
Lo que expresa la liturgia es conforme a la esencia; la expresión es servicio a la esencia del
diálogo entre Dios y el alma. Calibrado en la esencia es también su modo de revelarlo, e
igualmente servicio a la esencia del cuerpo, de los gestos, del lenguaje […].
La Iglesia ha regulado muchísimo… Todo esto es una dura prueba para el espíritu rebelde de
cada uno que quiere ponerse a sí mismo como medida de todas las cosas; que, partiendo del
proprio fragmento estrechamente limitado de realidad poseída y del presente de la propia breve
vida, quiere juzgar sobre lo infinito y lo eterno; quiere juzgar sobre las profundidades y las
esencias. Es duro que la urgencia del presente deba callar ante el resto del pasado, así como
las ideas de cada uno frente a lo positivamente fijado por la autoridad. Hitoria y ley, tradición y
autoridad: en esto debe encarnarse lo objetivo con todo su peso, que supone para el
comportamiento personal de cada uno las más elevadas exigencias.
Todo viene a la Iglesia a través de la confianza, que ve en ella la humanidad renacida, el
compendio objetivo de la creación puesta en relación con Dios en Cristo… Esta confianza da
fuerza para poner en último lugar la perplejidad del juzgar y del sentir individuales, y da la firme
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esperanza de que en dicha pérdida el alma encontrará lo mejor de sí misma.
El Espíritu Santo ha impreso su sello en nuestra alma y ha hecho de nuestro cuerpo su templo (
1Cor
6,19); conoce nuestro ser mejor que nosotros mismos. Las formas de la expresión que Él nos
indica, forman parte de lo más profundo de su enseñanza. Nosotros debemos ensimismarnos,
creciendo en esas enseñanzas, aunque no siempre respondan a nuestra sensibilidad o no las
veamos en el sentido más preciso como ‘verdaderas’. Son verdaderas porque tienen carácter
esencial, en un estrato de significado más profundo […].
…Debemos pasar de la angustia y del arbitrio subjetivos, y anclarnos en la amplitud y el orden
objetivos; debemos encontrar alegría en la fuerte obediencia y disciplina que llevan a tal
comportamiento. Pero sólo la Iglesia conduce a dicha meta; por tanto, debemos superar toda
desconfianza hacia ella y adquirir una gran confianza. No podemos adentrarnos aquí en
propuestas prácticas; se trata sobre todo de una orientación, de un modo de pensar”.
Precisamente, dirigiendo la mente y el corazón en esta orientación y con este modo de pensar
deseamos educarnos y educar el lenguaje de la celebración litúrgica.
(Artículo enviado por D. Manuel Gordillo, coordinador de la web Desde Candilejo )
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