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Nº 42 Noviembre & Diciembre - 2013 La situación de la Iglesia, según la veía con providencial lucidez San Luis María Grignion de Montfort, se caracterizaba por dos trazos esenciales, que él nos describe en su oración pidiendo Misioneros con palabras de fuego (1). ¡Exsurge Domine! ¿Quare obdormis? (¡Despertad Señor! ¿Por qué pareces dormido?) “Catolicismo”,No.56, agosto de 1955 De un lado, es el enemigo que avanza peligrosamente, es la investida victoriosa de la impiedad y de la inmoralidad: “Vuestra divina Fé es transgredida; vuestro Evangelio despreciado; abandonada vuestra Religión; torrentes de iniquidad inundan toda la tierra, y arrastran hasta vuestros siervos; la tierra toda está desolada, desolatione desolata est omnis terra; la impiedad está sobre un trono; vuestro santuario es profanado, y la abominación entró hasta en el lugar santo”. Los servidores del mal son activos, audaces, exitosos en sus empresas: “Ved, Señor Dios de los ejércitos, los capitanes que forman compañías completas, los potentados que juntan numerosos ejércitos, los navegantes que Plinio Corrêa de Oliveira reúnen flotas enteras, los mercaderes que se congregan en grande número en los mercados y en las ferias! ¡Cuántos bandidos, im- (1) Los primeros artículos de esta serie fueron publicados en los Nos. 53 y 55, de mayo y julio de 1955 en el periódico brasileño Catolicismo. píos, ebrios, libertinos, se unen en masa contra Vos todos los días, y esto con tanta facilidad y prontitud! Basta soltar un silbido, redoblar un tambor, mostrar a punta desenvainada de una espada, prometer un ramo seco de laurel, ofrecer un pedazo de tierra amarilla o blanca; basta, en pocas palabras, una humareda de honra, un interés de nada, un mezquino placer animal que se tiene en vista, para en un instante reunir los bandidos, juntar los soldados, congregar los batallones, convocar los mercadores, llenar las casas y los mercados, y cubrir la tierra y el mar de una multitud innumerable de réprobos, que, aunque divididos todos entre sí, o por las distancias de los lugares, o por la diversidad de los genios, o por sus propios intereses, se unen, sin embargo, y se ligan hasta la muerte, para hacerte la guerra bajo el estandarte y comando del demonio”. Capitanes, potentados, navegantes, mercaderes, esto es, los hombres-clave de su siglo, movidos todos pela impiedad, por la ganancia, por la sed de honras, depravados por vicios graves, constituye con las masas que los siguen -salvo excepciones, bien entendido- una multitud de ebrios, bandidos y réprobos que por las anchuras de las tierras y de los mares se unen para combatir la Iglesia. He ahí lo que se puede llamar claridad de conceptos y de lenguaje, coraje de alma, coherencia inmaculada en clasificar los hechos. ¡Cómo este Santo ha de parecer falto de caridad, imprudente, precipitado en sus juicos, al hombre moderno, que teme la lógica, se choca con las verdades radicales y fuertes, y solamente admite un lenguaje dulcificado y hecho de medias tintas! De otro lado, o sea, entre los que todavía son hijos de la luz, San Luis María ve campear la inercia. Este hecho lo aflige: “Y nosotros, grande Dios, aunque haya tanta gloria y tanto lucro, tanta dulzura y ventaja en servirte, ¿casi nadie tomará vuestro partido? ¿Casi ningún soldado se alistará en vuestras filas? ¿Casi ningún San Miguel clamará en medio de sus hermanos, lleno de celo por vuestra gloria:¿Quis ut Deus?” San Luis María quiere tantos o más numerosos paladines del lado de Dios, cuanto los hay del lado del demonio. Los quiere fieles, puros, fuertes, intrépidos, combativos, temibles, como el Príncipe de la Milicia celestial. No se limita a decir que deben ser como San Miguel. Quiere que sean como que versiones humanas del Arcángel: “¿Casi ningún San Miguel clamará en medio de sus hermanos...?” quitar las barreras, entregarle las armas de guerra, aceptar su juego y, consumada la capitulación, afirmar que existen razones para estar contentos, pues las cosas han podido ser peor todavía! En cuanto esos apóstoles de fuego no vengan, la Santa Iglesia corre el riesgo de graves reveces. No lo veían tantos tibios e indolentes. Lo vio sin embargo San Luis María, que a todos convoca a la lucha: “Ah! permitid que yo grite por toda parte: ¡Fuego! ¡fuego! ¡fuego! ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro! Fuego en la casa de Dios! fuego en las almas! fuego hasta en el santuario. Socorro, que asesinan nuestro hermano, socorro, que degüellan nuestros hijos, socorro, que apuñalan nuestro buen Padre”. Es prácticamente la devastación en la Iglesia y en las almas, el fuego que consume las instituciones, las leyes, las costumbres católicas, y la impiedad que degüella ¡Cuánto esta aspiración de ver las almas y apuñala al Sumo Ponel mundo lleno de apóstoles blan- tífice. Legiones enteras de almas fuediendo espadas de fuego diverge de la cortedad de vistas, de ra y dentro del santuario ( S. Luis la frialdad, del sentimentalismo María claramente lo deja ver ) cruadulzado e incongruente de tanto zaban los brazos, cuidando de su católico moderno, para el cual ha- pequeño microcosmo, sin preocucer apostolado es cerrar los ojos parse por la Iglesia y sus grandes para los defectos del adversario, problemas. Estaban inmersas en 3 su pequeña existencia de todos los días, sus pequeñas comodidades, sus pequeñas economías, sus pequeñas vanidades, al par de sus pequeñas devociones, sus pequeñas caridades, sus pequeños apostolados, en el centro de todo lo cual estaba muchas veces solamente su pequeña persona. San Luis María, por el contrario, era un alma inmensa. Puesta en una situación obscura, se dedicaba por entero a la salvación del prójimo en los pequeños ambientes menudos en que vivía. Mas su celo no tenía fronteras ni limites, y abarcaba toda la Iglesia. Vivía, palpitaba, se alegraba o sufría, solamente en función de la causa católica entera, en la aceptación más amplia del vocablo. Y por esto, dirigía a Dios una súplica admirable: si fuese para presenciar un triunfo incesante de la iniquidad, sin que apareciese una reacción a la altura, mejor sería para él que Dios se lo llevase: “¿No es mejor para mí morir que verte, mi Dios, todos os días tan cruel e impunemente ofendido, y a mí mismo verme todos los días en riesgo de ser arrastrado por los torrentes de iniquidad que aumenta a cada instante, sin que nada se les oponga? ¡Ah, mil muertes me serían más tolerables! Enviadme socorro del Cielo, o sino llamad mí alma. Sí, si yo no tuviese la esperanza de que, más temprano o más tarde, habréis de oír a este pobre pecador, en los intereses de vuestra gloria... Os pediría del mismo modo que el Profeta: llevad mí alma”. Sociedad Colombiana de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad. Avenida 7 No. 115-60 Lc D-121 - Centro Comercial Santa Bárbara - Bogotá. Apartado Aereo: 52327 - [email protected]