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PLIEGO Crónica de un fracaso odo empezó con la crisis de los sacerdotes, aguda y desconcertante tanto por su novedad como por su virulencia, presente en la Iglesia europea y en la España de los finales 60. Tras la euforia del Concilio, el malestar y la protesta clerical se convirtieron en un fenómeno eclesial, acentuado en los países mayoritariamente católicos, que tendió a crecer y a radicalizarse. La autoridad y la obediencia tradicional entraron en crisis. No pocos obispos reaccionaron desde su autoritarismo habitual, incapaces de comprender que todo había cambiado, mientras que otros buscaron un encuentro con las aspiraciones y búsquedas de sus sacerdotes. El arzobispo de París, cardenal Marty, afirmó que “había que buscar un diálogo verdadero, más humilde y más sólido, entre los obispos y los sacerdotes, tanto en el plano personal como en el plano colectivo”. Ése era el camino, pero ¿cómo traducirlo en fórmulas operativas? En realidad, la crisis del sacerdocio no podía aislarse de la crisis de un modelo obsoleto de Iglesia y de su capacidad de comprensión e integración en una sociedad en profundo cambio. A partir de la II Guerra Mundial, la Iglesia católica comenzó a tomar conciencia de que era una Iglesia de Misión y de que sólo participando activamente en la historia de los hombres podía hacerse presente en el mundo cual fermento humilde pero revulsivo y dinamizador, redescubriendo su dimensión de encarnación. El Concilio había pretendido responder a esa intuición, a pesar de las dificultades tanto internas como exteriores. La minoría conciliar, que tanto influjo ha ejercido tanto durante el desarrollo de la asamblea conciliar como en nuestros días, quiso mantener la fórmula de “Iglesia de cristiandad”, luchando con molinos de viento, pero con un poder heredado que la mayoría conciliar no fue capaz de redimensionar. El estamento sacerdotal fue el más afectado a lo largo del proceso, dado que la crisis ponía en cuestión el modelo tradicional de relación entre el clero y T VN Diálogos de pasillo, entre sesión y sesión, en aquel mes de septiembre de 1971 el pueblo y entre el clero y los obispos. Por su parte, los cristianos de a pie fueron adquiriendo conciencia de su papel en la Iglesia y fueron madurando, al tiempo que se desmitificaba el papel tradicional del sacerdote, y sobre todo de la jerarquía, en la comunidad creyente. Tenemos que tener en cuenta, también, que el capítulo III de la Lumen Gentium no aclaró de modo eficaz el tema del ministerio, y el decreto sobre el “ministerio y vida de los presbíteros” no abordó los problemas más acuciantes entonces existentes, de forma que demasiados frentes quedaron expuestos en un momento especialmente difícil y abierto. En España, esta situación se complicó enormemente con el tema político, con los dispares y encontrados juicios mantenidos sobre la estrecha relación existente entre la Iglesia y el régimen del general Franco. En 1960, un numeroso grupo de curas vascos hizo público un documento conocido como la Carta de 339 curas vascos a sus obispos. El 11 de mayo de 1966, más de un centenar de sacerdotes protagonizaron la primera manifestación pública por las calles de Barcelona. Después vino la llamada “Operación Moisés”, la cárcel de Zamora y mil otras algaradas y protestas. El clero, sobre todo joven, parecía enfrentarse a sus obispos y oponerse decididamente a un régimen político que se definía político y que contaba con las simpatías de buena parte de los obispos y de los sacerdotes. Todos acusaron a sus oponentes de hacer política, quienes la hacían desde hacía decenios y quienes aspiraban a una Iglesia separada del régimen político imperante. A esto se añadía el choque de generaciones, de mentalidades, de posturas ante la Guerra Civil, y la consiguiente división eclesial que trascendía clamorosamente al pueblo fiel. Era cada vez mayor la división entre los obispos y sus sacerdotes, en los sacerdotes entre sí, entre el clero y los seglares. División apasionada, también, entre integristas y progresistas, partidarios de unos movimientos apostólicos o de otros, etc. Faltaron, además, auténticos líderes religiosos, sobre todo entre la jerarquía, y esta carencia, siempre importante en todo movimiento social, acentuó la desorientación y el desconcierto. Resultó particularmente doloroso el alejamiento y la desconfianza que las generaciones más jóvenes sentían por los obispos. Pablo VI fue consciente de esta situación y se decidió a intervenir, nombrando obispos más libres de toda atadura política. En diciembre de 1966, la Conferencia Episcopal Española (CEE), preocupada por las manifestaciones del clero, decidió crear una comisión especial de obispos con el fin de estudiar en profundidad este problema. El presidente de esta comisión era el de la Conferencia Episcopal Española, y en ella participaban dos cardenales más, Tarancón y Tabera, dos personas de confianza del Papa. Ya en la primera sesión de constitución decidieron dedicar una sesión monográfica al tema de los sacerdotes. Esta nueva comisión ejerció un papel fundamental en el programa de ayuda a los sacerdotes y en el desarrollo de los hechos que presentamos en estas páginas. A finales de 1969, escribió una carta dirigida a todos los sacerdotes españoles, en la que afirmaba: ”La situación de la humanidad se ha transformado radicalmente. El contorno social en que hemos de ejercer nuestro sacerdocio está exigiendo una revisión a fondo de posturas y de procedimientos –de lo que podríamos llamar el aspecto ‘existencial’ del sacerdocio– que no resulta nada fácil porque no tenemos puntos de referencia seguros y definitivos que puedan orientarnos. La ‘inquietud’, la ‘inseguridad’, incluso ‘las situaciones dolorosas’ a que se refiere el Papa, son una consecuencia inevitable de esta crisis de la humanidad que si ha de repercutir inevitablemente en toda la Iglesia, ha de ejercer una mayor influencia en todos los sacerdotes por la ‘situación de paradoja y de incomprensión’ en que se ha de encontrar el sacerdote ante un mundo desacralizado”. La comisión comenzó a trabajar con ilusión y con el deseo de responder a los problemas reales existentes en el país. Durante esta misma época se desarrolló el conflictivo y seguidísimo por los medios de comunicación social Concilio Pastoral holandés, en el que la gran mayoría de los participantes tomó una neta postura a favor de la supresión de la ley del celibato obligatorio. Y no podemos olvidar el fenómeno nuevo, pero numeroso y descorazonador, de los sacerdotes secularizados. Ambos hechos alarmaron y desconcertaron a la jerarquía y a aquellos sacerdotes que no fueron capaces de comprender la situación de ebullición, redefinición y deseo de purificación en el que se encontraba la comunidad creyente. Muchos pensaron que, una vez más, bastaba con un acto de autoridad para solucionar los problemas y encauzar la situación y acusaron a quienes dialogaban e intentaban individuar las raíces del problema de crearlo y complicarlo. LA ENCUESTA AL CLERO El 7 de marzo de 1967, el cardenal Quiroga envió una carta a 24.500 sacerdotes en la que se presentaba la nueva Comisión Episcopal del Clero (CEC) y les señalaba que una de sus tareas consistiría en “conocer la situación, las necesidades y problemas que su propio carácter y misión en el mundo de hoy plantean al sacerdote”. Para conseguir este objetivo, la CEC impulsó desde su creación una encuesta sociológica a todo el clero El obispo de Canarias, José Antonio Infantes Florido Masnou, de Vich, y Riesco, dimisionario de Tudela diocesano español. Los sacerdotes sociólogos Ramón Echarren, Díaz Mozaz y Vicente Sastre se encargaron de llevarla a cabo, teniendo como punto de partida un amplio estudio realizado por Echarren sobre la situación general del clero español. Díaz Mozaz escribió al cardenal Quiroga: “Creo que la encuesta tiene que tender a objetivar en lo más posible la situación, más que ser una encuesta de opinión. Por otra parte, garantizada toda reserva, la encuesta tiene que afrontar derechamente los problemas que hoy son principalísimos en la vida personal del sacerdote, v.g. el celibato, como lo han demostrado el sorprendente resultado de otras encuestas realizadas, v.g. en los Estados Unidos, Francia y Holanda”. Al mismo tiempo que se buscaba conocer la situación y estudiar las posibles soluciones, el ambiente entre los obispos españoles se enrarecía y adquiría un alto voltaje de tensión. El fracaso de la Asamblea sobre el Apostolado Seglar, provocado en gran parte por la intransigencia de algunos obispos, hizo pensar que, con más razón, podría repetirse la situación en el tema de los sacerdotes. No se trataba de que la CEC no tuviera claro lo que pretendía ni qué es lo que convenía hacer, sino que dudaba sobre el número de obispos que estarían dispuestos a apoyarles en su esfuerzo. El mismo Tarancón, convencido de la utilidad de la encuesta y de la reunión conjunta de obispos y sacerdotes, se planteó la conveniencia de replantear cuanto habían decidido con el fin de que el rechazo de algunos obispos no complicase todavía más la situación. Los resultados de la encuesta, propuesta a todos los sacerdotes, convencidos de que, a pesar de sus riesgos, sólo así se conocería la problemática del clero, mostraron la urgente necesidad de afrontar con rigor y transparencia la situación del clero en su conjunto. En diciembre de 1968, la CEC presentó al conjunto de obispos la propuesta de encuesta. La Conferencia no la hizo suya, y dejó que la iniciativa y responsabilidad de cada obispo la aplicara en cada diócesis. De hecho, todas las diócesis menos cuatro realizaron la encuesta. Las respuestas VN PLIEGO válidas analizadas sumaron 15.449, el 85% del clero diocesano español. Las 264 preguntas, agrupadas en nueve bloques, abordan los más variados aspectos de la vida de los sacerdotes, tanto en el ámbito de su situación dentro de la Iglesia como en la sociedad civil. De los resultados de la encuesta se deduce que algunos de los problemas que más afectaban al clero eran: su identificación personal con la Iglesia, la calidad y validez de los estudios eclesiásticos, la posible armonización del ministerio sacerdotal con una profesión civil, la vida espiritual, el celibato sacerdotal: su ejercicio y voluntariedad, la relación entre la Iglesia y la política, las relaciones con la jerarquía, la aparente indeterminación de lo que significaba en aquellos días ser sacerdote. Aparecía que una inmensa mayoría de las respuestas manifestaban la creencia de que el Concilio había sido muy necesario; un alto porcentaje criticaba fuertemente la formación recibida en los seminarios; muchos pensaban que sus estudios teológicos no les habían ayudado a resolver los problemas de su tiempo; eran muchos los que se sentían teológicamente inseguros, pero pocos quienes tenían serios problemas de fe; la mayoría adoptaba ante las nuevas ideas y propuestas una actitud de reflexión y de estudio, mientras que pocos optaban por el rechazo o el absoluto entusiasmo; el interés por la escolástica era reducido, y crecía La encuesta al clero de 1968 reveló dos enfoques teológicos y dos modos de ver el mundo en nuestra Iglesia el interés por la filosofía moderna; manifestaban simpatía y compromiso con las opciones sociales más comprometidas, y la mayoría consideraba que la Iglesia debía implicarse en las actuaciones de tipo social y reivindicativo; una gran mayoría no se mostró de acuerdo con la postura de la Iglesia española en el campo político, mientras que consideraba que debía existir una neta separación entre la Iglesia y el Estado. En resumen, aparecían con nitidez dos planteamientos teológicos, dos maneras de ver el mundo y los problemas existentes. Su visión de los organismos diocesanos tradicionales era fuertemente crítica y, mayoritariamente, no estaban de acuerdo con el modo tradicional de ejercer la autoridad. Ante la opcionalidad del celibato, las respuestas se dividieron en dos posturas de casi idéntica representación. Por otra parte, si algo confirmaba la encuesta era que ideológicamente la distancia entre los curas mayores de 50 años y los menores era enorme: dos teologías distintas, dos diversas maneras de entender la autoridad, dos visiones del mundo, del sacerdocio, de la vocación; dos casi contrapuestos enfoques de los problemas VN Momentos de asueto en medio de las intensas jornadas de trabajo y reflexión de aquellos días sociales y políticos, dos estilos filosóficos de pensar. Se trataba de dos maneras de ver el mundo y los problemas. Eran, sobre todo, dos enfoques teológicos, de manera especial en lo relacionado con la jerarquía y la espiritualidad. Mientras tanto, centraron sus esfuerzos en preparar la Asamblea monográfica dedicada a la problemática del clero, aunque no acababan de ponerse de acuerdo en si tenía que ser sólo de obispos o tenían que contar con los sacerdotes cuyas opiniones habían quedado manifiestas en la encuesta. La mayoría pensaba que tenía que tratarse de una asamblea conjunta de obispos-sacerdotes. Algunos se opusieron ferozmente. A finales de 1968, distribuyeron cuatro temas nucleares entre los miembros de la CEC con el fin de que algunos obispos los prepararan y se distribuyeran más tarde a todos los obispos: “Problemas sacerdotales (Tabera y Argaya); “Criterios diocesanos en relación con los problemas sacerdotales” (Tarancón); “Líneas fundamentales de una teología del sacerdocio ministerial (Roca Cabanellas y Suquía); “Sugerencias a los sacerdotes” (Morta y Echarren). La mayoría del clero diocesano y buena parte del religioso miraba con esperanza la futura asamblea, y comenzó a reunirse regularmente en grupos, en un esfuerzo de estudio y reflexión tal que, se puede afirmar, nunca se ha dado en la historia eclesiástica española, mientras que un equipo sacerdotal madrileño, denominado Almudena, publicó un escrito, cuyo mentor fue Salvador Muñoz Iglesias, en el que se lee: ”Consideramos innecesaria y contraproducente la proyectada Asamblea montada a base de los resultados de una encuesta, cuyo planteamiento nos parece tendencioso y cuyos datos no tienen el valor real que se pretende darles. Nos negamos a intervenir en una Asamblea en la que las decisiones prácticas, y menos aún las doctrinales, hubieran de tomarse por mayoría de votos”. En febrero de 1971, la Hermandad Sacerdotal ofreció un comunicado de prensa para explicar que “esa encuesta, tanto por sus métodos de confección, temática que abarca y por los resultados dados a conocer, la consideramos falsa y ofensiva a la dignidad sacerdotal. Adquiere caracteres de auténtica tragedia espiritual el hecho de que, a los dos mil años de existencia de la Iglesia católica, se pueda preguntar en qué consiste el ser sacerdotal y su ministerio en el mundo y en la Iglesia. Los resultados de la infortunada encuesta serán nefastos para el sacerdote católico de España, si no se corta a tiempo esa asamblea de aire democrático y confusión babélica (…) Rechazamos, pues, desde sus orígenes, la proyectada Asamblea Conjunta por inútil y contraproducente. Seremos meros espectadores desde la barrera de esa asamblea, cuya no celebración deseamos y aquí propugnamos”. La postura estaba tomada, aunque en ese momento no se sospechaba que iban a contar con tanto apoyo político e, incluso, episcopal. De hecho, iniciaron una campaña en la que todos los medios eran válidos contra la encuesta, la proyectada asamblea y la nueva mayoría episcopal que se iba formando. Por su parte, la CEC pensó en organizar en Sevilla una asamblea nacional del clero. Como documentos base para su preparación contaron con los resultados de la encuesta, la ponencia presentada a los obispos por Tarancón y que tanta impresión había producido, y un completo informe sobre el clero joven español elaborado por Ramón Echarren. También se consideró necesario elaborar unas líneas fundamentales de una teología del sacerdocio ministerial, proyecto que se encargó a algunos teólogos, y unas sugerencias sobre posibles medidas tendentes a paliar o resolver los problemas experimentados por el clero. El proyecto proponía invitar a todos los obispos y a cinco sacerdotes por cada diócesis: uno de menos de 30 años; dos de 30 a 40 años; uno de 40 a 50, y uno de más de 50 años. Es decir, unos 325 sacerdotes que podrían El Seminario de Madrid, sede de la Asamblea trabajar en 25 grupos de 13 miembros. Entre los grupos se repartirían los obispos asistentes. Esta reunión tenía la finalidad de “entablar un constructivo diálogo sobre los problemas que afectan a los presbíteros y que repercuten tan hondamente en toda la Iglesia española”. Eran conscientes los organizadores, en contra de la opinión de cuantos se oponían, que la asamblea no debía convertirse en una reunión de reivindicaciones clericales, sino de búsqueda de soluciones de los problemas sacerdotales a la luz de las exigencias del Evangelio. Monseñor Argaya propuso las siguientes tareas: estudio de la teología del presbiterado, atención espiritual a los sacerdotes, asistencia a sacerdotes caídos o en peligro, fomento de la ciencia y pastoral sacerdotales, problemas humanos del sacerdote, orientación de la opinión pública en torno al mismo. Por otra parte, la CEC puso especial atención en los graves problemas planteados por el número creciente de los secularizados. Santiago García Díez propuso un programa con los siguientes puntos de atención: “Ayudar a la tramitación del proceso de secularización; ayudar a conseguir puestos de trabajo; ver la posibilidad de organizar cursos de formación profesional acelerados para conseguir mayor preparación técnica; estudiar y planear la forma de que algunos de estos sacerdotes puedan integrarse en tareas pastorales, promover la presencia de una mayor delicadeza en el trato jurídico y el que ciertos casos puedan tratarse y solucionarse en el ámbito diocesano; conseguir que los obispos asuman un criterio común para tratar estos casos; facilitar a quienes lo necesiten un tratamiento médicopsicológico; sensibilizar a la opinión pública en el trato y tratamiento de los sacerdotes en proceso de secularización”. Frente a una tarea constructiva, tanto en el planteamiento de los problemas reales de los sacerdotes como en la preparación de la ya decidida Asamblea Conjunta de obispos-sacerdotes, se multiplicaron las acusaciones de peligros y excesos. Desde las instituciones organizativas se insistió en que no se trataba de una asamblea deliberativa de tipo democrático, en que no había que confundir colegialidad con la relación de obispos y presbíteros en el estudio de los problemas existentes; en que la integración del sacerdote en la comunión jerárquica debía realizarse no a nivel de asambleas, sino en el nivel diocesano; y en que no había que crear falsas expectativas que desembocasen en decepciones. De hecho, el Reglamento de la Asamblea, aprobado el 29 de abril por la Permanente de la CEE, tenía una Nota final en la que se afirmaba que “como la Asamblea, en todos esos niveles, carece de carácter magisterial y legislativo, para que las conclusiones puedan convertirse en normas habrán de ser presentadas a la autoridad competente (…) Para que (…) tuviesen pleno valor, deberían ser confirmadas por el episcopado”. Leyendo todos los documentos que tenemos a mano, nos resultan especialmente escandalosas las acusaciones repetidas de improvisación, frivolidad y tendenciosidad. Pocos casos conocemos en la historia reciente de una manipulación tan antievangélica de hechos y dichos realizada “para salvar el Evangelio”. Faltó la caridad y sobreabundó la insidia y la mentira. DOCUMENTOS Obispos y sacerdotes de la Comisión decidieron que sobre la materia prima de los datos de la encuesta tenían que elaborarse los llamados documentoshipótesis, pautas doctrinales que sirvieran para encauzar las reflexiones y el debate en los diversos grupos diocesanos que se fueron reuniendo con aplicación sorprendente en los meses siguientes. El 22 de septiembre de 1970, la Comisión Episcopal aprobó, finalmente, los documentos-hipótesis que fueron repartidos profusamente en las diócesis. Su elaboración resultó bastante complicada. El Doc. I, doctrinal: “Significación del sacerdocio ministerial”; Doc. II, “Sugerencias para VN PLIEGO resolver los problemas sacerdotales originados en las estructuras”, y el Doc. III, “Sugerencias para resolver los problemas sacerdotales en su dimensión personal”. Por su parte, el Doc. O recogía los resultados de la encuesta conforme al esquema seguido por Tarancón en su exposición a los obispos españoles de julio de 1969. El Doc. I, el más delicado a causa de su carácter doctrinal, fue aprobado por la Comisión como documento-hipótesis, es decir, abierto a las aportaciones de los grupos de trabajo, facultades teológicas y juicios de los teólogos. Un grupo de éstos debía recoger, finalmente, las diversas aportaciones y redactar el documento que sería presentado a la Asamblea Conjunta. Se pensó en Saturnino Gamarra, de la Facultad de Teología de Vitoria, como redactor final. Es decir, las cautelas y controles existentes no permitían una acusación de frivolidad ni de falta de seriedad en la preparación de una reunión esperada con esperanza por miles de sacerdotes. LA REUNION DE LA ASAMBLEA CONJUNTA VN En 1970, los obispos españoles estaban cambiando lentamente su talante gracias a la jubilación de los mayores de 75 años y su sustitución por obispos más jóvenes, que no habían vivido el trauma de la Guerra Civil y se habían identificado con el desarrollo del Concilio Vaticano II. El conjunto de estos obispos era más aperturista y había estudiado otra teología que la mayoría de los miembros de la Comisión Permanente, último reducto de la mentalidad anterior, que de hecho no aceptaba los cambios que se estaban produciendo en su mismo seno. De hecho, en la Permanente se produjeron algunas de las escenas de mayor tirantez y de mayor obstruccionismo de los cada día más frecuentes intentos de renovación. En más de una ocasión las actas de la CEC reflejan la idea de que es “más prudente esperar a que hayan madurado suficientemente las ideas y los proyectos”, que en lenguaje vulgar significaba que había que esperar a encontrar una ocasión para “rodear” la oposición de algunos obispos, siempre los mismos, inasequibles al desaliento. Mesa de recepción a la entrada de la sala donde tenía lugar la Asamblea Conjunta obispos-sacerdotes La celebración de la encuesta fue un punto de no retorno. La ponencia de Tarancón sobre la situación del clero español constituyó un auténtico mazazo para los obispos. En realidad, no resultaba nueva la situación existente, como se desprende de los juicios pesimistas y negativos que los obispos que se oponían manifestaban sobre sus sacerdotes. Lo que resultaba nuevo era el que se hubieran decidido a afrontar el problema de cara y sin disimulo. Fue en este momento cuando se produjo el “bombazo” inesperado. El día de san Juan Bautista, en una solemne audiencia a los cardenales, Pablo VI pidió a los obispos españoles “que realicen también una incansable acción de paz y distensión para llevar adelante con previsora clarividencia la consolidación del Reino de Dios en todas sus dimensiones. La presencia activa de pastores en medio de su pueblo (…), su acción, siempre inconfundible de hombres de Iglesia, lograrán evitar la repetición de episodios dolorosos y conducirán –estamos seguros– por el camino recto las buenas aspiraciones, especialmente del clero, y, sobre todo, de los sacerdotes jóvenes”. El rechazo agrio de estas palabras por parte de políticos y de algunos obispos y sacerdotes, fue clamoroso. Tarancón en sus Confesiones (PPC, 1996) narra la movida reunión de la Permanente celebrada al día siguiente de pronunciadas las palabras del Papa: “(…) Castán Lacoma se violentó contra el cardenal Quiroga, presidente de la CEC, porque decía que nosotros estábamos dando la razón a los curas contestatarios, como se la daba el Papa, lo cual era intolerable”. Pero, pasando el primer berrinche, la llamada de atención espoleó el interés de la mayoría de los obispos por acercarse a la realidad sacerdotal. Desde nuestra perspectiva, las palabras del Papa dieron la razón a los renovadores y, al mismo tiempo, la convicción a los conservadores de que había que desprestigiar las actuaciones y doctrinas de aquéllos para conseguir la atención de Roma. Llama la atención la activa acción conjunta de zapa, de acusaciones, de obstruccionismo de algunos obispos, grupos de sacerdotes y políticos del régimen, activos en su oposición, aunque no necesariamente por las mismas razones. Por su parte, el camino seguido por los obispos y sus órganos de gobierno evolucionó según las siguientes etapas: preparar una reunión plenaria de obispos dedicada a los sacerdotes. Algo más tarde, el fracaso de la reunión dedicada al apostolado seglar enfrió un poco los ánimos de los renovadores, que dudaban de su mayoría. Preparar una reunión de sacerdotes con el fin de contar de primera mano con la opinión y sugerencias de los interesados. Debatir temas específicos en sucesivas asambleas episcopales. La ponencia de Tarancón causó tal impacto que urgió afrontar la situación existente cuanto antes. En noviembre de 1969, decidieron convocar una asamblea conjunta de obispos y sacerdotes, primero en el ámbito diocesano, después en el regional y, finalmente, una que representase al clero de la Iglesia española en su conjunto. Decidida esta solución, la CEC elaboró un programa previo capaz de concienciar a los sacerdotes y animarles a estudiar en las diferentes diócesis los diversos temas. La respuesta masiva, el trabajo serio y continuado, las resoluciones aprobadas en las diversas diócesis constituyen un ejemplo de debate maduro y sincero único en la historia de la Iglesia española. Los fines de la asamblea convocada eran: 1º Tomar conciencia de los problemas fundamentales que afectaban al clero diocesano, estudiarlos y valorarlos lo más objetivamente posible. 2º Elaborar, mediante el estudio en común, las pistas de solución a los problemas y dificultades. 3º Facilitar los caminos de diálogo de los sacerdotes entre sí y de éstos con sus obispos, en orden a conseguir un clima de respeto, amistad y comunión en cada presbiterio diocesano. 4º Conseguir una mejor comprensión del ministerio sacerdotal y una mayor disponibilidad para una misión sacerdotal espiritual y provechosa. Resulta impresionante la tarea realizada y el derroche de ilusión y esperanza presente en tantos sacerdotes que, por primera vez, planteaban comunitariamente los problemas vividos y buscaban las soluciones más adecuadas. Se celebraron las Jornadas Nacionales de delegados diocesanos del Clero (16 y 17 de febrero; 18-21 de mayo 1970), las reuniones de sacerdotes de una misma diócesis (primer semestre de 1971), las asambleas regionales de Andalucía, Aragón, Cataluña, Centro, Duero, Galicia, Levante (julio y agosto). Fue surgiendo una auténtica radiografía de la situación de la Iglesia española, realizada con sangre, sudor y lágrimas, con ilusión y generosidad. En las diversas diócesis trabajaron 1.350 equipos formales de sacerdotes, 130 espontáneos y 223 complementarios, integrados por religiosos, seglares y seminaristas. En las reuniones preparatorias de la CEC surgió una fuerte preocupación por la desconfianza de algunos sectores del clero y, sobre todo, por las maniobras de algunos obispos y sacerdotes que contaban con el apoyo de importantes sectores políticos. De hecho, algunos obispos (Guerra, Temiño, Castán, García Sierra, Cantero, Delgado Gómez), algunos miembros de la Hermandad Sacerdotal, una buena parte de los miembros de algunas organizaciones, como el Opus Dei, que contaban con poderosos miembros de difusión, tales como la agencia Europa Press y Nuevo Diario, mostraron una inmisericorde oposición mucho antes de la celebración de la Asamblea. Sin embargo, hay que insistir en que los participantes en la Asamblea obedecieron a un diálogo sugerido por Pablo VI, iniciado y convocado por la Conferencia Episcopal en sesión plenaria; aceptaron las reglas de un reglamento aprobado por el Episcopado y fueron elegidos por los votos de sus compañeros, expresados siempre bajo el conocimiento de sus propios prelados; trabajaron hasta el agotamiento y expresaron honesta y abiertamente lo que sobre los temas propuestos pensaban. A casi cuarenta años de su celebración, no resulta aventurado afirmar que el largo y meticuloso proceso de preparación rompió inercias, concitó esperanzas, provocó una profunda reflexión comunitaria de la Iglesia española sobre sí misma, siendo todo ello dinamitado por una minoría hábil y fuerte en las maniobras clericales y en la instrumentación política. No puedo menos que insistir en el papel de la Permanente en todo este asunto. Según los estatutos de la CEE, la Permanente se reunía con una cierta frecuencia y tenía la facultad de aprobar nombramientos, documentos y temas. Esta Permanente Obispos y sacerdotes compartieron inquietudes ya no respondía a la nueva sensibilidad de la Conferencia, que contaba con un grupo cada vez más numeroso de obispos jóvenes, que no habían vivido la Guerra Civil y que participaban plenamente del espíritu conciliar. Obispos de esta Permanente, que ya no representaban a la mayoría episcopal, actuaron con desenvoltura aprovechando descaradamente el poder de los últimos meses de su mandato. Recelaron y desdeñaron la encuesta, manifestaron su alarma por la participación activa de los presbíteros, no comprendieron y rechazaron la nueva línea teológica y, naturalmente, rechazaron la misma idea de una asamblea conjunta. Todo ello de palabra y obra, manteniendo con obstinación la consigna de que el fin justifica los medios. Cualquier medio. Se pensó en un primer momento en celebrar la reunión en el Palacio de Congresos de Madrid y, de hecho, el ministro de Información y Turismo facilitó los trámites y los costes, pero algunos obispos y varias asambleas regionales consideraron que no era un lugar oportuno, sobre todo, por su significado político. La Asamblea se celebró en el Seminario de Madrid. Las conclusiones de la primera ponencia tienden a rectificar la actitud observada por la Iglesia española en el entramado político-religioso surgido en la Guerra Civil. Las conclusiones 35-47 marcaron una nueva mentalidad y el firme compromiso de una nueva presencia en la sociedad. Basta como ejemplo la 40: “En todo caso, las relaciones entre la Iglesia y el Estado han de excluir toda forma de limitación o instrumentalización de los derechos que a los ciudadanos españoles han de reconocerse en razón de tales, independientemente de su situación religiosa. Quienes no sean o no se sientan católicos tienen derecho a exigir que desaparezca toda forma de discriminación cívico-política que tenga su origen en razones de fe o de religión”. La famosa conclusión 34, que, a pesar de obtener la mayoría absoluta, no fue aprobada al no conseguir la mayoría reglamentaria, causó una violenta reacción tanto en medios políticos como VN PLIEGO eclesiásticos: “Reconocemos humildemente y pedimos perdón porque no siempre supimos ser verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo, dividido por una guerra entre hermanos”. Muchos consideraron que estas conclusiones erosionaban el sistema cívico-eclesial surgido de la Guerra Civil. Es decir, aunque las acusaciones que se lanzaron contra la Asamblea tuvieron siempre aparentes motivaciones religiosas, no resulta difícil individuar una fuerte carga política, la defensa del status quo político-eclesial. La segunda ponencia, El ministerio sacerdotal y las formas de vivirlo en la Iglesia de nuestro tiempo, trataba de la teología del sacerdocio, pero los medios de comunicación social y los opositores la centraron en el posible trato del tema del celibato, puesto en cuestión en algunas asambleas diocesanas. El tema se redujo a votar la propuesta 40, sin más discusiones, de forma que las votaciones no pudieron ser más sencillas. Superado este escollo, el resto de las votaciones correspondientes a las otras cinco ponencias (Criterios y cauces de la acción pastoral en la Iglesia; Relaciones interpersonales en la comunidad eclesial; Los recursos materiales al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia; Exigencias evangélicas de la misión del sacerdote en la Iglesia y el mundo de hoy; La preparación para el sacerdocio ministerial y formación permanente del clero) superaron la mayoría exigida. Examinando las causas de la oposición, encuentro una, más difícil de analizar, pero que considero determinante en el agrio rechazo de la Asamblea por parte de algunos. Me refiero a la reticencia o, incluso, al rechazo del auténtico significado del espíritu conciliar. Teóricamente, casi todos acogieron el Concilio, pero psicológicamente y VN doctrinalmente muchos no estuvieron de acuerdo. De hecho, tanto en la encuesta como en las discusiones del Doc. I, como en otros muchos enfrentamientos, lo que realmente estaba en juego era la comprensión de la Lumen Gentium. Creo que podemos afirmar que el fracaso de la Conjunta representó, también, el fracaso de una eclesiología. El conocido documento romano, que llegó a la CEE de manera rocambolesca y con métodos que señalaron la falta de respeto por el Episcopado y la Iglesia española, atacó globalmente las ponencias, proposiciones y conclusiones de la Asamblea Conjunta, pero, de manera especial, la primera ponencia, Iglesia y mundo en la España de hoy, de la que afirma que “toda la ponencia y el conjunto de sus conclusiones están viciadas in radice… el resultado final es una inversión y deformación de la naturaleza y de los fines de la Iglesia y del ministerio sacerdotal (…) No se trata de rechazar o corregir expresiones o proposiciones concretas: es la base misma del documento la que resulta inaceptable. (…) Precisamente la presencia de este tema, tratado con los criterios arriba especificados y colocado como introducción y fundamento, parece haber sido la causa de los varios aspectos deformados que se encuentran en las ponencias sucesivas”. Olegario González de Cardedal, Antonio María Rouco Varela, Fernando Sebastián y José María Setién, profesores de la Universidad Pontificia de Salamanca, contestaron con rapidez y autoridad al documento romano: “No hay en los documentos de la Asamblea ninguna expresión que, tomada en su contexto, se pueda considerar errónea o de cuya ortodoxia se pueda dudar objetivamente. Más bien, nos parece que tanto las conclusiones como las ponencias están realmente inspiradas en el magisterio de la Iglesia, Las maniobras clericales y la fuerte instrumentación política de una hábil minoría dinamitaron la Conjunta particularmente de los últimos pontífices y el Vaticano II (…) Las acusaciones que se hacen en el documento romano en contra de la Asamblea Conjunta nos parecen, por tanto, totalmente infundadas, ya que deforman objetivamente el sentido de sus textos. El Documento procede de una mala metodología hermenéutica: desconoce el planteamiento estrictamente pastoral, en el que quiso situarse la Asamblea, interpreta las conclusiones (que es lo único que la Asamblea aceptó bajo su responsabilidad) por las ponencias, y éstas por unas pretendidas líneas de fondo que se afirman sin aducir pruebas. Juzga más bien unas presuntas intenciones de los autores, que el significado objetivo de los textos. (…) Hay en las conclusiones del Documento una clara supervaloración de las críticas que se han hecho a la Asamblea Conjunta desde intereses temporales más que eclesiales, y se desconoce, en cambio, la valoración positiva global de la Asamblea hecha por la CEE”. El fracaso final de la Asamblea Conjunta constituye un misterio apasionante y digno de ser estudiado. La manipulación de lo sucedido y los ataques de toda índole, tal como se produjeron, pueden ser juzgados como contrarios a la verdad objetiva y al espíritu evangélico. Numerosos profesores de facultades de Teología y dirigentes de movimientos pidieron un apoyo claro a la Conjunta y se lamentaron de que desde dentro mismo del Episcopado se le hiciera la guerra. En realidad, se trató, una vez más, del odio teológico del que escribió el conocido P. Mariana. Los perdedores utilizaron todos los medios imaginables con tal de conseguir sus fines. Se repitió la historia del Concilio, cuando la minoría utilizó el chantaje, las acusaciones más disparatadas y los medios más impropios para la comunión eclesial con el fin de paralizar lo logrado limpiamente por la mayoría. Nos queda por hacer un estudio que considero urgente: el influjo del fracaso de la Asamblea en el catolicismo español posterior o, dicho de otra manera, el influjo de la minoría perdedora en la Asamblea en el catolicismo posterior español y sus causas.