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PLIEGO
Crónica de un fracaso
odo empezó con la crisis
de los sacerdotes, aguda y
desconcertante tanto por su
novedad como por su virulencia,
presente en la Iglesia europea y en la
España de los finales 60. Tras la euforia
del Concilio, el malestar y la protesta
clerical se convirtieron en un fenómeno
eclesial, acentuado en los países
mayoritariamente católicos, que tendió
a crecer y a radicalizarse. La autoridad
y la obediencia tradicional entraron
en crisis. No pocos obispos reaccionaron
desde su autoritarismo habitual,
incapaces de comprender que todo había
cambiado, mientras que otros buscaron
un encuentro con las aspiraciones
y búsquedas de sus sacerdotes.
El arzobispo de París, cardenal Marty,
afirmó que “había que buscar un
diálogo verdadero, más humilde y más
sólido, entre los obispos y los sacerdotes,
tanto en el plano personal como en el
plano colectivo”. Ése era el camino, pero
¿cómo traducirlo en fórmulas operativas?
En realidad, la crisis del sacerdocio no
podía aislarse de la crisis de un modelo
obsoleto de Iglesia y de su capacidad
de comprensión e integración en una
sociedad en profundo cambio. A partir
de la II Guerra Mundial, la Iglesia
católica comenzó a tomar conciencia de
que era una Iglesia de Misión y de que
sólo participando activamente en
la historia de los hombres podía hacerse
presente en el mundo cual fermento
humilde pero revulsivo y dinamizador,
redescubriendo su dimensión
de encarnación. El Concilio había
pretendido responder a esa intuición,
a pesar de las dificultades tanto internas
como exteriores. La minoría conciliar,
que tanto influjo ha ejercido tanto
durante el desarrollo de la asamblea
conciliar como en nuestros días, quiso
mantener la fórmula de “Iglesia
de cristiandad”, luchando con molinos
de viento, pero con un poder heredado
que la mayoría conciliar no fue capaz
de redimensionar.
El estamento sacerdotal fue el más
afectado a lo largo del proceso, dado que
la crisis ponía en cuestión el modelo
tradicional de relación entre el clero y
T
VN
Diálogos de pasillo, entre sesión y sesión, en aquel mes de septiembre de 1971
el pueblo y entre el clero y los obispos.
Por su parte, los cristianos de a pie
fueron adquiriendo conciencia
de su papel en la Iglesia y fueron
madurando, al tiempo que se
desmitificaba el papel tradicional del
sacerdote, y sobre todo de la jerarquía,
en la comunidad creyente.
Tenemos que tener en cuenta, también,
que el capítulo III de la Lumen Gentium
no aclaró de modo eficaz el tema
del ministerio, y el decreto sobre
el “ministerio y vida de los presbíteros”
no abordó los problemas más acuciantes
entonces existentes, de forma que
demasiados frentes quedaron expuestos
en un momento especialmente difícil
y abierto.
En España, esta situación se complicó
enormemente con el tema político,
con los dispares y encontrados juicios
mantenidos sobre la estrecha relación
existente entre la Iglesia y el régimen
del general Franco. En 1960,
un numeroso grupo de curas vascos hizo
público un documento conocido como
la Carta de 339 curas vascos
a sus obispos. El 11 de mayo de 1966,
más de un centenar de sacerdotes
protagonizaron la primera manifestación
pública por las calles de Barcelona.
Después vino la llamada “Operación
Moisés”, la cárcel de Zamora y mil otras
algaradas y protestas. El clero, sobre
todo joven, parecía enfrentarse a sus
obispos y oponerse decididamente a un
régimen político que se definía político y
que contaba con las simpatías
de buena parte de los obispos y
de los sacerdotes. Todos acusaron
a sus oponentes de hacer política,
quienes la hacían desde hacía decenios
y quienes aspiraban a una Iglesia
separada del régimen político imperante.
A esto se añadía el choque
de generaciones, de mentalidades,
de posturas ante la Guerra Civil,
y la consiguiente división eclesial que
trascendía clamorosamente al pueblo
fiel. Era cada vez mayor la división
entre los obispos y sus sacerdotes,
en los sacerdotes entre sí, entre el clero
y los seglares. División apasionada,
también, entre integristas y progresistas,
partidarios de unos movimientos
apostólicos o de otros, etc. Faltaron,
además, auténticos líderes religiosos,
sobre todo entre la jerarquía,
y esta carencia, siempre importante
en todo movimiento social, acentuó
la desorientación y el desconcierto.
Resultó particularmente doloroso
el alejamiento y la desconfianza que
las generaciones más jóvenes sentían
por los obispos. Pablo VI fue consciente
de esta situación y se decidió a
intervenir, nombrando obispos más
libres de toda atadura política.
En diciembre de 1966, la Conferencia
Episcopal Española (CEE), preocupada
por las manifestaciones del clero,
decidió crear una comisión especial
de obispos con el fin de estudiar en
profundidad este problema. El presidente
de esta comisión era el de la Conferencia
Episcopal Española, y en ella
participaban dos cardenales más,
Tarancón y Tabera, dos personas
de confianza del Papa. Ya en la primera
sesión de constitución decidieron
dedicar una sesión monográfica al tema
de los sacerdotes.
Esta nueva comisión ejerció un papel
fundamental en el programa de ayuda
a los sacerdotes y en el desarrollo
de los hechos que presentamos en estas
páginas. A finales de 1969, escribió
una carta dirigida a todos los sacerdotes
españoles, en la que afirmaba:
”La situación de la humanidad se ha
transformado radicalmente. El contorno
social en que hemos de ejercer nuestro
sacerdocio está exigiendo una revisión
a fondo de posturas y de procedimientos
–de lo que podríamos llamar el aspecto
‘existencial’ del sacerdocio– que no
resulta nada fácil porque no tenemos
puntos de referencia seguros y
definitivos que puedan orientarnos.
La ‘inquietud’, la ‘inseguridad’, incluso
‘las situaciones dolorosas’ a que se
refiere el Papa, son una consecuencia
inevitable de esta crisis
de la humanidad que si ha de repercutir
inevitablemente en toda la Iglesia, ha
de ejercer una mayor influencia en todos
los sacerdotes por la ‘situación
de paradoja y de incomprensión’ en que
se ha de encontrar el sacerdote ante
un mundo desacralizado”. La comisión
comenzó a trabajar con ilusión y con
el deseo de responder a los problemas
reales existentes en el país.
Durante esta misma época se desarrolló
el conflictivo y seguidísimo por los
medios de comunicación social Concilio
Pastoral holandés, en el que la gran
mayoría de los participantes tomó una
neta postura a favor de la supresión
de la ley del celibato obligatorio. Y no
podemos olvidar el fenómeno nuevo,
pero numeroso y descorazonador,
de los sacerdotes secularizados. Ambos
hechos alarmaron y desconcertaron
a la jerarquía y a aquellos sacerdotes
que no fueron capaces de comprender
la situación de ebullición, redefinición
y deseo de purificación en el que se
encontraba la comunidad creyente.
Muchos pensaron que, una vez más,
bastaba con un acto de autoridad para
solucionar los problemas y encauzar
la situación y acusaron a quienes
dialogaban e intentaban individuar
las raíces del problema de crearlo
y complicarlo.
LA ENCUESTA AL CLERO
El 7 de marzo de 1967, el cardenal
Quiroga envió una carta a 24.500
sacerdotes en la que se presentaba
la nueva Comisión Episcopal
del Clero (CEC) y les señalaba que
una de sus tareas consistiría en “conocer
la situación, las necesidades y
problemas que su propio carácter y
misión en el mundo de hoy plantean al
sacerdote”. Para conseguir este objetivo,
la CEC impulsó desde su creación
una encuesta sociológica a todo el clero
El obispo de Canarias, José Antonio Infantes Florido
Masnou, de Vich, y Riesco, dimisionario de Tudela
diocesano español. Los sacerdotes
sociólogos Ramón Echarren, Díaz Mozaz
y Vicente Sastre se encargaron
de llevarla a cabo, teniendo como punto
de partida un amplio estudio realizado
por Echarren sobre la situación general
del clero español. Díaz Mozaz escribió al
cardenal Quiroga: “Creo que la encuesta
tiene que tender a objetivar en lo más
posible la situación, más que ser
una encuesta de opinión. Por otra parte,
garantizada toda reserva, la encuesta
tiene que afrontar derechamente los
problemas que hoy son principalísimos
en la vida personal del sacerdote,
v.g. el celibato, como lo han demostrado
el sorprendente resultado de otras
encuestas realizadas, v.g. en los Estados
Unidos, Francia y Holanda”.
Al mismo tiempo que se buscaba
conocer la situación y estudiar
las posibles soluciones, el ambiente
entre los obispos españoles se enrarecía
y adquiría un alto voltaje de tensión.
El fracaso de la Asamblea sobre
el Apostolado Seglar, provocado en gran
parte por la intransigencia de algunos
obispos, hizo pensar que, con más
razón, podría repetirse la situación en
el tema de los sacerdotes. No se trataba
de que la CEC no tuviera claro lo que
pretendía ni qué es lo que convenía
hacer, sino que dudaba sobre el número
de obispos que estarían dispuestos
a apoyarles en su esfuerzo. El mismo
Tarancón, convencido de la utilidad
de la encuesta y de la reunión conjunta
de obispos y sacerdotes, se planteó
la conveniencia de replantear cuanto
habían decidido con el fin de que
el rechazo de algunos obispos
no complicase todavía más la situación.
Los resultados de la encuesta, propuesta
a todos los sacerdotes, convencidos
de que, a pesar de sus riesgos, sólo así
se conocería la problemática del clero,
mostraron la urgente necesidad
de afrontar con rigor y transparencia
la situación del clero en su conjunto.
En diciembre de 1968, la CEC presentó
al conjunto de obispos la propuesta
de encuesta. La Conferencia no la hizo
suya, y dejó que la iniciativa
y responsabilidad de cada obispo
la aplicara en cada diócesis. De hecho,
todas las diócesis menos cuatro
realizaron la encuesta. Las respuestas
VN
PLIEGO
válidas analizadas sumaron 15.449,
el 85% del clero diocesano español.
Las 264 preguntas, agrupadas en nueve
bloques, abordan los más variados
aspectos de la vida de los sacerdotes,
tanto en el ámbito de su situación
dentro de la Iglesia como en la sociedad
civil.
De los resultados de la encuesta
se deduce que algunos de los problemas
que más afectaban al clero eran:
su identificación personal con la Iglesia,
la calidad y validez de los estudios
eclesiásticos, la posible armonización del
ministerio sacerdotal con
una profesión civil, la vida espiritual,
el celibato sacerdotal: su ejercicio
y voluntariedad, la relación entre
la Iglesia y la política, las relaciones con
la jerarquía, la aparente indeterminación
de lo que significaba en aquellos días
ser sacerdote.
Aparecía que una inmensa mayoría de
las respuestas manifestaban la creencia
de que el Concilio había sido muy
necesario; un alto porcentaje criticaba
fuertemente la formación recibida en
los seminarios; muchos pensaban que
sus estudios teológicos no les habían
ayudado a resolver los problemas de su
tiempo; eran muchos los que se sentían
teológicamente inseguros, pero pocos
quienes tenían serios problemas de fe;
la mayoría adoptaba ante las nuevas
ideas y propuestas una actitud
de reflexión y de estudio, mientras
que pocos optaban por el rechazo
o el absoluto entusiasmo; el interés
por la escolástica era reducido, y crecía
La encuesta al clero de 1968 reveló
dos enfoques teológicos y dos modos
de ver el mundo en nuestra Iglesia
el interés por la filosofía moderna;
manifestaban simpatía y compromiso
con las opciones sociales más
comprometidas, y la mayoría
consideraba que la Iglesia debía
implicarse en las actuaciones de tipo
social y reivindicativo; una gran
mayoría no se mostró de acuerdo
con la postura de la Iglesia española
en el campo político, mientras que
consideraba que debía existir una neta
separación entre la Iglesia y el Estado.
En resumen, aparecían con nitidez dos
planteamientos teológicos, dos maneras
de ver el mundo y los problemas
existentes. Su visión de los organismos
diocesanos tradicionales era fuertemente
crítica y, mayoritariamente, no estaban
de acuerdo con el modo tradicional
de ejercer la autoridad. Ante la
opcionalidad del celibato, las respuestas
se dividieron en dos posturas de casi
idéntica representación. Por otra parte,
si algo confirmaba la encuesta era que
ideológicamente la distancia entre los
curas mayores de 50 años y los menores
era enorme: dos teologías distintas,
dos diversas maneras de entender
la autoridad, dos visiones del mundo,
del sacerdocio, de la vocación; dos casi
contrapuestos enfoques de los problemas
VN
Momentos de asueto en medio de las intensas jornadas de trabajo y reflexión de aquellos días
sociales y políticos, dos estilos filosóficos
de pensar. Se trataba de dos maneras
de ver el mundo y los problemas. Eran,
sobre todo, dos enfoques teológicos,
de manera especial en lo relacionado
con la jerarquía y la espiritualidad.
Mientras tanto, centraron sus esfuerzos
en preparar la Asamblea monográfica
dedicada a la problemática del clero,
aunque no acababan de ponerse
de acuerdo en si tenía que ser sólo
de obispos o tenían que contar con
los sacerdotes cuyas opiniones habían
quedado manifiestas en la encuesta.
La mayoría pensaba que tenía
que tratarse de una asamblea conjunta
de obispos-sacerdotes. Algunos se
opusieron ferozmente. A finales de 1968,
distribuyeron cuatro temas nucleares
entre los miembros de la CEC con el fin
de que algunos obispos los prepararan
y se distribuyeran más tarde a todos
los obispos: “Problemas sacerdotales
(Tabera y Argaya); “Criterios diocesanos
en relación con los problemas
sacerdotales” (Tarancón); “Líneas
fundamentales de una teología
del sacerdocio ministerial (Roca
Cabanellas y Suquía); “Sugerencias
a los sacerdotes” (Morta y Echarren).
La mayoría del clero diocesano y buena
parte del religioso miraba con esperanza
la futura asamblea, y comenzó
a reunirse regularmente en grupos,
en un esfuerzo de estudio y reflexión tal
que, se puede afirmar, nunca se ha
dado en la historia eclesiástica española,
mientras que un equipo sacerdotal
madrileño, denominado Almudena,
publicó un escrito, cuyo mentor fue
Salvador Muñoz Iglesias, en el que
se lee: ”Consideramos innecesaria
y contraproducente la proyectada
Asamblea montada a base
de los resultados de una encuesta, cuyo
planteamiento nos parece tendencioso
y cuyos datos no tienen el valor real
que se pretende darles. Nos negamos
a intervenir en una Asamblea en la que
las decisiones prácticas, y menos aún
las doctrinales, hubieran de tomarse por
mayoría de votos”. En febrero de 1971,
la Hermandad Sacerdotal ofreció un
comunicado de prensa para explicar que
“esa encuesta, tanto por sus métodos
de confección, temática que abarca
y por los resultados dados a conocer,
la consideramos falsa y ofensiva a la
dignidad sacerdotal. Adquiere caracteres
de auténtica tragedia espiritual el hecho
de que, a los dos mil años de existencia
de la Iglesia católica, se pueda preguntar
en qué consiste el ser sacerdotal y su
ministerio en el mundo y en la Iglesia.
Los resultados de la infortunada
encuesta serán nefastos para el sacerdote
católico de España, si no se corta
a tiempo esa asamblea de aire
democrático y confusión babélica (…)
Rechazamos, pues, desde sus orígenes,
la proyectada Asamblea Conjunta por
inútil y contraproducente. Seremos
meros espectadores desde la barrera
de esa asamblea, cuya no celebración
deseamos y aquí propugnamos”.
La postura estaba tomada, aunque
en ese momento no se sospechaba que
iban a contar con tanto apoyo político
e, incluso, episcopal. De hecho, iniciaron
una campaña en la que todos los
medios eran válidos contra la encuesta,
la proyectada asamblea y la nueva
mayoría episcopal que se iba formando.
Por su parte, la CEC pensó en organizar
en Sevilla una asamblea nacional
del clero. Como documentos base
para su preparación contaron
con los resultados de la encuesta,
la ponencia presentada a los obispos por
Tarancón y que tanta impresión había
producido, y un completo informe sobre
el clero joven español elaborado por
Ramón Echarren. También se consideró
necesario elaborar unas líneas
fundamentales de una teología
del sacerdocio ministerial, proyecto que
se encargó a algunos teólogos, y
unas sugerencias sobre posibles medidas
tendentes a paliar o resolver
los problemas experimentados por
el clero. El proyecto proponía invitar
a todos los obispos y a cinco sacerdotes
por cada diócesis: uno de menos de 30
años; dos de 30 a 40 años; uno de 40
a 50, y uno de más de 50 años. Es
decir, unos 325 sacerdotes que podrían
El Seminario de Madrid, sede de la Asamblea
trabajar en 25 grupos de 13 miembros.
Entre los grupos se repartirían
los obispos asistentes. Esta reunión tenía
la finalidad de “entablar un constructivo
diálogo sobre los problemas que afectan
a los presbíteros y que repercuten
tan hondamente en toda la Iglesia
española”. Eran conscientes los
organizadores, en contra de la opinión
de cuantos se oponían, que la asamblea
no debía convertirse en una reunión
de reivindicaciones clericales, sino
de búsqueda de soluciones
de los problemas sacerdotales a la luz
de las exigencias del Evangelio.
Monseñor Argaya propuso las siguientes
tareas: estudio de la teología
del presbiterado, atención espiritual
a los sacerdotes, asistencia a sacerdotes
caídos o en peligro, fomento
de la ciencia y pastoral sacerdotales,
problemas humanos del sacerdote,
orientación de la opinión pública en
torno al mismo. Por otra parte, la CEC
puso especial atención en los graves
problemas planteados por el número
creciente de los secularizados. Santiago
García Díez propuso un programa con
los siguientes puntos de atención:
“Ayudar a la tramitación del proceso
de secularización; ayudar a conseguir
puestos de trabajo; ver la posibilidad
de organizar cursos de formación
profesional acelerados para conseguir
mayor preparación técnica; estudiar
y planear la forma de que algunos
de estos sacerdotes puedan integrarse en
tareas pastorales, promover la presencia
de una mayor delicadeza en el trato
jurídico y el que ciertos casos puedan
tratarse y solucionarse en el ámbito
diocesano; conseguir que los obispos
asuman un criterio común para tratar
estos casos; facilitar a quienes
lo necesiten un tratamiento médicopsicológico; sensibilizar a la opinión
pública en el trato y tratamiento de los
sacerdotes en proceso de secularización”.
Frente a una tarea constructiva, tanto en
el planteamiento de los problemas reales
de los sacerdotes como en la preparación
de la ya decidida Asamblea Conjunta de
obispos-sacerdotes, se multiplicaron las
acusaciones de peligros y excesos. Desde
las instituciones organizativas se insistió
en que no se trataba de una asamblea
deliberativa de tipo democrático, en que
no había que confundir colegialidad con
la relación de obispos y presbíteros en
el estudio de los problemas existentes;
en que la integración del sacerdote en la
comunión jerárquica debía realizarse no
a nivel de asambleas, sino en el nivel
diocesano; y en que no había que crear
falsas expectativas que desembocasen
en decepciones. De hecho, el Reglamento
de la Asamblea, aprobado el 29 de abril
por la Permanente de la CEE, tenía
una Nota final en la que se afirmaba
que “como la Asamblea, en todos esos
niveles, carece de carácter magisterial
y legislativo, para que las conclusiones
puedan convertirse en normas habrán
de ser presentadas a la autoridad
competente (…) Para que (…) tuviesen
pleno valor, deberían ser confirmadas
por el episcopado”. Leyendo todos los
documentos que tenemos a mano, nos
resultan especialmente escandalosas las
acusaciones repetidas de improvisación,
frivolidad y tendenciosidad. Pocos casos
conocemos en la historia reciente
de una manipulación tan antievangélica
de hechos y dichos realizada “para
salvar el Evangelio”. Faltó la caridad
y sobreabundó la insidia y la mentira.
DOCUMENTOS
Obispos y sacerdotes de la Comisión
decidieron que sobre la materia prima
de los datos de la encuesta tenían que
elaborarse los llamados documentoshipótesis, pautas doctrinales que
sirvieran para encauzar las reflexiones
y el debate en los diversos grupos
diocesanos que se fueron reuniendo con
aplicación sorprendente en los meses
siguientes. El 22 de septiembre de 1970,
la Comisión Episcopal aprobó,
finalmente, los documentos-hipótesis
que fueron repartidos profusamente
en las diócesis. Su elaboración resultó
bastante complicada. El Doc. I, doctrinal:
“Significación del sacerdocio
ministerial”; Doc. II, “Sugerencias para
VN
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resolver los problemas sacerdotales
originados en las estructuras”, y
el Doc. III, “Sugerencias para resolver los
problemas sacerdotales en su dimensión
personal”. Por su parte, el Doc. O recogía
los resultados de la encuesta conforme
al esquema seguido por Tarancón en
su exposición a los obispos españoles de
julio de 1969. El Doc. I, el más delicado
a causa de su carácter doctrinal,
fue aprobado por la Comisión como
documento-hipótesis, es decir, abierto
a las aportaciones de los grupos
de trabajo, facultades teológicas y juicios
de los teólogos. Un grupo de éstos debía
recoger, finalmente, las diversas
aportaciones y redactar el documento
que sería presentado a la Asamblea
Conjunta. Se pensó en Saturnino
Gamarra, de la Facultad de Teología
de Vitoria, como redactor final. Es decir,
las cautelas y controles existentes no
permitían una acusación de frivolidad ni
de falta de seriedad en la preparación
de una reunión esperada con esperanza
por miles de sacerdotes.
LA REUNION
DE LA ASAMBLEA CONJUNTA
VN
En 1970, los obispos españoles estaban
cambiando lentamente su talante gracias
a la jubilación de los mayores de 75
años y su sustitución por obispos más
jóvenes, que no habían vivido
el trauma de la Guerra Civil y se habían
identificado con el desarrollo
del Concilio Vaticano II. El conjunto
de estos obispos era más aperturista y
había estudiado otra teología que la
mayoría de los miembros de la Comisión
Permanente, último reducto
de la mentalidad anterior, que de hecho
no aceptaba los cambios que se estaban
produciendo en su mismo seno. De
hecho, en la Permanente se produjeron
algunas de las escenas de mayor tirantez
y de mayor obstruccionismo de los cada
día más frecuentes intentos de
renovación. En más de una ocasión
las actas de la CEC reflejan la idea
de que es “más prudente esperar a que
hayan madurado suficientemente las
ideas y los proyectos”, que en lenguaje
vulgar significaba que había que esperar
a encontrar una ocasión para “rodear”
la oposición de algunos obispos, siempre
los mismos, inasequibles al desaliento.
Mesa de recepción a la entrada de la sala donde tenía lugar la Asamblea Conjunta obispos-sacerdotes
La celebración de la encuesta fue un
punto de no retorno. La ponencia
de Tarancón sobre la situación del clero
español constituyó un auténtico mazazo
para los obispos. En realidad, no
resultaba nueva la situación existente,
como se desprende de los juicios
pesimistas y negativos que los obispos
que se oponían manifestaban sobre sus
sacerdotes. Lo que resultaba nuevo era
el que se hubieran decidido a afrontar el
problema de cara y sin disimulo.
Fue en este momento cuando se produjo
el “bombazo” inesperado. El día
de san Juan Bautista, en una solemne
audiencia a los cardenales, Pablo VI
pidió a los obispos españoles “que
realicen también una incansable acción
de paz y distensión para llevar adelante
con previsora clarividencia
la consolidación del Reino de Dios en
todas sus dimensiones. La presencia
activa de pastores en medio de su
pueblo (…), su acción, siempre
inconfundible de hombres de Iglesia,
lograrán evitar la repetición de episodios
dolorosos y conducirán –estamos
seguros– por el camino recto las buenas
aspiraciones, especialmente del clero, y,
sobre todo, de los sacerdotes jóvenes”.
El rechazo agrio de estas palabras por
parte de políticos y de algunos obispos
y sacerdotes, fue clamoroso. Tarancón
en sus Confesiones (PPC, 1996) narra
la movida reunión de la Permanente
celebrada al día siguiente
de pronunciadas las palabras del Papa:
“(…) Castán Lacoma se violentó contra
el cardenal Quiroga, presidente de la CEC,
porque decía que nosotros estábamos
dando la razón a los curas
contestatarios, como se la daba el Papa,
lo cual era intolerable”. Pero, pasando
el primer berrinche, la llamada
de atención espoleó el interés de la
mayoría de los obispos por acercarse
a la realidad sacerdotal. Desde nuestra
perspectiva, las palabras del Papa
dieron la razón a los renovadores
y, al mismo tiempo, la convicción
a los conservadores de que había que
desprestigiar las actuaciones y doctrinas
de aquéllos para conseguir la atención
de Roma. Llama la atención la activa
acción conjunta de zapa,
de acusaciones, de obstruccionismo
de algunos obispos, grupos de sacerdotes
y políticos del régimen, activos en
su oposición, aunque no necesariamente
por las mismas razones.
Por su parte, el camino seguido por
los obispos y sus órganos de gobierno
evolucionó según las siguientes etapas:
preparar una reunión plenaria
de obispos dedicada a los sacerdotes.
Algo más tarde, el fracaso de la reunión
dedicada al apostolado seglar enfrió
un poco los ánimos de los renovadores,
que dudaban de su mayoría. Preparar
una reunión de sacerdotes con el fin de
contar de primera mano con la opinión
y sugerencias de los interesados.
Debatir temas específicos en sucesivas
asambleas episcopales. La ponencia
de Tarancón causó tal impacto que urgió
afrontar la situación existente cuanto
antes. En noviembre de 1969, decidieron
convocar una asamblea conjunta de
obispos y sacerdotes, primero en el
ámbito diocesano, después en el
regional y, finalmente, una que
representase al clero de la Iglesia
española en su conjunto. Decidida
esta solución, la CEC elaboró
un programa previo capaz de concienciar
a los sacerdotes y animarles a estudiar
en las diferentes diócesis los diversos
temas. La respuesta masiva, el trabajo
serio y continuado, las resoluciones
aprobadas en las diversas diócesis
constituyen un ejemplo de debate
maduro y sincero único en la historia
de la Iglesia española.
Los fines de la asamblea convocada
eran:
1º Tomar conciencia de los problemas
fundamentales que afectaban al clero
diocesano, estudiarlos y valorarlos
lo más objetivamente posible.
2º Elaborar, mediante el estudio
en común, las pistas de solución
a los problemas y dificultades.
3º Facilitar los caminos de diálogo
de los sacerdotes entre sí y de éstos
con sus obispos, en orden a conseguir
un clima de respeto, amistad y
comunión en cada presbiterio diocesano.
4º Conseguir una mejor comprensión
del ministerio sacerdotal y una mayor
disponibilidad para una misión
sacerdotal espiritual y provechosa.
Resulta impresionante la tarea realizada
y el derroche de ilusión y esperanza
presente en tantos sacerdotes que,
por primera vez, planteaban
comunitariamente los problemas vividos
y buscaban las soluciones más
adecuadas. Se celebraron las Jornadas
Nacionales de delegados diocesanos del
Clero (16 y 17 de febrero; 18-21 de mayo
1970), las reuniones de sacerdotes
de una misma diócesis (primer semestre
de 1971), las asambleas regionales
de Andalucía, Aragón, Cataluña, Centro,
Duero, Galicia, Levante (julio y agosto).
Fue surgiendo una auténtica radiografía
de la situación de la Iglesia española,
realizada con sangre, sudor
y lágrimas, con ilusión y generosidad.
En las diversas diócesis trabajaron
1.350 equipos formales de sacerdotes,
130 espontáneos y 223
complementarios, integrados por
religiosos, seglares y seminaristas.
En las reuniones preparatorias de la CEC
surgió una fuerte preocupación por
la desconfianza de algunos sectores del
clero y, sobre todo, por las maniobras
de algunos obispos y sacerdotes que
contaban con el apoyo de importantes
sectores políticos. De hecho, algunos
obispos (Guerra, Temiño, Castán, García
Sierra, Cantero, Delgado Gómez),
algunos miembros de la Hermandad
Sacerdotal, una buena parte de los
miembros de algunas organizaciones,
como el Opus Dei, que contaban con
poderosos miembros de difusión, tales
como la agencia Europa Press y Nuevo
Diario, mostraron una inmisericorde
oposición mucho antes de la celebración
de la Asamblea. Sin embargo, hay que
insistir en que los participantes en
la Asamblea obedecieron a un diálogo
sugerido por Pablo VI, iniciado y
convocado por la Conferencia Episcopal
en sesión plenaria; aceptaron las reglas
de un reglamento aprobado por
el Episcopado y fueron elegidos por
los votos de sus compañeros, expresados
siempre bajo el conocimiento
de sus propios prelados; trabajaron
hasta el agotamiento y expresaron
honesta y abiertamente lo que sobre
los temas propuestos pensaban.
A casi cuarenta años de su celebración,
no resulta aventurado afirmar que
el largo y meticuloso proceso
de preparación rompió inercias, concitó
esperanzas, provocó una profunda
reflexión comunitaria de la Iglesia
española sobre sí misma, siendo todo
ello dinamitado por una minoría hábil
y fuerte en las maniobras clericales y
en la instrumentación política. No puedo
menos que insistir en el papel de la
Permanente en todo este asunto. Según
los estatutos de la CEE, la Permanente se
reunía con una cierta frecuencia y tenía
la facultad de aprobar nombramientos,
documentos y temas. Esta Permanente
Obispos y sacerdotes compartieron inquietudes
ya no respondía a la nueva sensibilidad
de la Conferencia, que contaba con
un grupo cada vez más numeroso
de obispos jóvenes, que no habían
vivido la Guerra Civil y que participaban
plenamente del espíritu conciliar.
Obispos de esta Permanente, que ya no
representaban a la mayoría episcopal,
actuaron con desenvoltura aprovechando
descaradamente el poder de los últimos
meses de su mandato. Recelaron y
desdeñaron la encuesta, manifestaron su
alarma por
la participación activa de los presbíteros,
no comprendieron y rechazaron la nueva
línea teológica y, naturalmente,
rechazaron la misma idea
de una asamblea conjunta. Todo ello
de palabra y obra, manteniendo con
obstinación la consigna de que el fin
justifica los medios. Cualquier medio.
Se pensó en un primer momento
en celebrar la reunión en el Palacio
de Congresos de Madrid y, de hecho,
el ministro de Información y Turismo
facilitó los trámites y los costes, pero
algunos obispos y varias asambleas
regionales consideraron que no era
un lugar oportuno, sobre todo,
por su significado político. La Asamblea
se celebró en el Seminario de Madrid.
Las conclusiones de la primera ponencia
tienden a rectificar la actitud observada
por la Iglesia española en el entramado
político-religioso surgido en la Guerra
Civil. Las conclusiones 35-47 marcaron
una nueva mentalidad y el firme
compromiso de una nueva presencia en
la sociedad. Basta como ejemplo la 40:
“En todo caso, las relaciones entre
la Iglesia y el Estado han de excluir
toda forma de limitación
o instrumentalización de los derechos
que a los ciudadanos españoles
han de reconocerse en razón de tales,
independientemente de su situación
religiosa. Quienes no sean o no se
sientan católicos tienen derecho a exigir
que desaparezca toda forma
de discriminación cívico-política que
tenga su origen en razones de fe
o de religión”.
La famosa conclusión 34, que, a pesar
de obtener la mayoría absoluta, no fue
aprobada al no conseguir la mayoría
reglamentaria, causó una violenta
reacción tanto en medios políticos como
VN
PLIEGO
eclesiásticos: “Reconocemos
humildemente y pedimos perdón porque
no siempre supimos ser verdaderos
ministros de reconciliación en el seno de
nuestro pueblo, dividido por una guerra
entre hermanos”. Muchos consideraron
que estas conclusiones erosionaban
el sistema cívico-eclesial surgido
de la Guerra Civil. Es decir, aunque
las acusaciones que se lanzaron contra
la Asamblea tuvieron siempre aparentes
motivaciones religiosas, no resulta difícil
individuar una fuerte carga política,
la defensa del status quo
político-eclesial.
La segunda ponencia, El ministerio
sacerdotal y las formas de vivirlo en la
Iglesia de nuestro tiempo, trataba de la
teología del sacerdocio, pero los medios
de comunicación social y los opositores
la centraron en el posible trato del tema
del celibato, puesto en cuestión
en algunas asambleas diocesanas.
El tema se redujo a votar la propuesta
40, sin más discusiones, de forma que
las votaciones no pudieron ser más
sencillas. Superado este escollo, el resto
de las votaciones correspondientes
a las otras cinco ponencias (Criterios
y cauces de la acción pastoral
en la Iglesia; Relaciones interpersonales
en la comunidad eclesial; Los recursos
materiales al servicio de la misión
evangelizadora de la Iglesia; Exigencias
evangélicas de la misión del sacerdote
en la Iglesia y el mundo de hoy;
La preparación para el sacerdocio
ministerial y formación permanente
del clero) superaron la mayoría exigida.
Examinando las causas de la oposición,
encuentro una, más difícil de analizar,
pero que considero determinante en el
agrio rechazo de la Asamblea por parte
de algunos. Me refiero a la reticencia
o, incluso, al rechazo del auténtico
significado del espíritu conciliar.
Teóricamente, casi todos acogieron
el Concilio, pero psicológicamente y
VN
doctrinalmente muchos no estuvieron de
acuerdo. De hecho, tanto en la encuesta
como en las discusiones del Doc. I,
como en otros muchos enfrentamientos,
lo que realmente estaba en juego era
la comprensión de la Lumen Gentium.
Creo que podemos afirmar que el fracaso
de la Conjunta representó, también,
el fracaso de una eclesiología.
El conocido documento romano, que
llegó a la CEE de manera rocambolesca
y con métodos que señalaron la falta
de respeto por el Episcopado y la Iglesia
española, atacó globalmente las
ponencias, proposiciones y conclusiones
de la Asamblea Conjunta, pero, de
manera especial, la primera ponencia,
Iglesia y mundo en la España de hoy,
de la que afirma que “toda la ponencia
y el conjunto de sus conclusiones están
viciadas in radice… el resultado final es
una inversión y deformación de la
naturaleza y de los fines de la Iglesia y
del ministerio sacerdotal (…) No se trata
de rechazar o corregir expresiones
o proposiciones concretas: es la base
misma del documento la que resulta
inaceptable. (…) Precisamente la
presencia de este tema, tratado con los
criterios arriba especificados y colocado
como introducción y fundamento, parece
haber sido la causa de los varios
aspectos deformados que se encuentran
en las ponencias sucesivas”.
Olegario González de Cardedal,
Antonio María Rouco Varela, Fernando
Sebastián y José María Setién,
profesores de la Universidad Pontificia
de Salamanca, contestaron con rapidez
y autoridad al documento romano: “No
hay en los documentos de la Asamblea
ninguna expresión que, tomada en
su contexto, se pueda considerar errónea
o de cuya ortodoxia se pueda dudar
objetivamente. Más bien, nos parece
que tanto las conclusiones como
las ponencias están realmente
inspiradas en el magisterio de la Iglesia,
Las maniobras clericales y la fuerte
instrumentación política de una hábil
minoría dinamitaron la Conjunta
particularmente de los últimos pontífices
y el Vaticano II (…) Las acusaciones
que se hacen en el documento romano
en contra de la Asamblea Conjunta
nos parecen, por tanto, totalmente
infundadas, ya que deforman
objetivamente el sentido de sus textos.
El Documento procede de una mala
metodología hermenéutica: desconoce
el planteamiento estrictamente pastoral,
en el que quiso situarse la Asamblea,
interpreta las conclusiones (que es
lo único que la Asamblea aceptó bajo
su responsabilidad) por las ponencias,
y éstas por unas pretendidas líneas
de fondo que se afirman sin aducir
pruebas. Juzga más bien unas presuntas
intenciones de los autores, que
el significado objetivo de los textos. (…)
Hay en las conclusiones del Documento
una clara supervaloración de las críticas
que se han hecho a la Asamblea
Conjunta desde intereses temporales más
que eclesiales, y se desconoce, en
cambio, la valoración positiva global
de la Asamblea hecha por la CEE”.
El fracaso final de la Asamblea Conjunta
constituye un misterio apasionante y
digno de ser estudiado. La manipulación
de lo sucedido y los ataques de toda
índole, tal como se produjeron, pueden
ser juzgados como contrarios a la verdad
objetiva y al espíritu evangélico.
Numerosos profesores de facultades
de Teología y dirigentes de movimientos
pidieron un apoyo claro a la Conjunta
y se lamentaron de que desde dentro
mismo del Episcopado se le hiciera
la guerra. En realidad, se trató, una vez
más, del odio teológico del que escribió
el conocido P. Mariana. Los perdedores
utilizaron todos los medios imaginables
con tal de conseguir sus fines.
Se repitió la historia del Concilio, cuando
la minoría utilizó el chantaje,
las acusaciones más disparatadas y los
medios más impropios para la comunión
eclesial con el fin de paralizar lo logrado
limpiamente por la mayoría.
Nos queda por hacer un estudio
que considero urgente: el influjo
del fracaso de la Asamblea
en el catolicismo español posterior
o, dicho de otra manera, el influjo
de la minoría perdedora en la Asamblea
en el catolicismo posterior español
y sus causas.