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JORNADA DE REFLEXIÓN DEL FORO DE LAICOS
Madrid, 23 de abril de 2005
«PERMANECED FIELES A LA TIERRA»
Presencia de los cristianos en el tejido social
Luis González-Carvajal Santabárbara
Ese «terrible diagnosticador» que fue Nietzsche caracterizó el
cristianismo como «platonismo para el pueblo»1; es decir, una doctrina que
invita a dirigir la mirada al «más allá», apartándola del mundo real. A ese
«platonismo para el pueblo» opuso él la famosa consigna de «permanecer
fieles a la tierra». Recordemos una vez más las palabras de su Zaratustra:
«¡Os insto, hermanos, a que permanezcáis fieles a la tierra y no creáis a los
que os hablan de esperanzas supraterrenales! Son envenenadores, ya sea
conscientes o inconscientes»2.
Nietzsche no había comprendido el cristianismo (aunque, por
desgracia, debemos decir que muchos cristianos tampoco). Christoph
Blumhardt observaba con razón que en el padrenuestro no pedimos a Dios
«llévanos a tu Reino», sino «venga a nosotros tu Reino». El Reino de Dios
comienza ya aquí y, por tanto, «la espera de una tierra nueva no debe
amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta
tierra»3.
También el cristianismo nos invita a permanecer fieles a la tierra, y
con motivaciones más poderosas que los humanismos ateos porque
creemos que los logros humanos no se marchitarán para siempre: «Los
bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una
1
NIETZSCHE, Friedrich, Más allá del bien y del mal, prefacio (Obras Completas, t. 3,
Prestigio, Buenos Aires, 1970, p. 644).
2
NIETZSCHE, Friedrich, Así habló Zaratustra (Obras Completas, t. 3, p. 346).
3
CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 39 b (Once grandes mensajes, BAC, Madrid,
14ª ed., 1992, p. 424)
1
palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo,
después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del SeΖor y de
acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda
mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el
reino eterno y universal»4.
Por eso vamos a reflexionar en estas páginas sobre la obligada
presencia de los cristianos —y, en especial, de los cristianos laicos— en el
tejido social; eso que solemos llamar «presencia pública».
LO PÚBLICO Y LO PRIVADO
Podemos comprender la dicotomía público-privado desde dos claves
distintas:
Lo público se caracteriza, en primer lugar, por ser visible a los
espectadores, expuesto siempre a la publicidad. Lo privado, en cambio,
corresponde al ámbito de la intimidad, donde uno se encuentra a gusto,
como «en zapatillas», pudiendo prescindir de ese caparazón con el que
todos nos protegemos de los extraños.
Desde una segunda perspectiva, lo público es lo universal, lo que se
relaciona con los intereses colectivos, mientras que lo privado sería lo
excluyente (viene de «privar»).
Por influencia quizás del marxismo, para quien la sociedad civil era
el espacio de la concurrencia egoísta, esa segunda perspectiva se ha
transformado insensiblemente en la dicotomía Estado - sociedad civil: lo
público sería el ámbito del Estado, identificado con los intereses
colectivos, y lo privado el ámbito de la sociedad civil, identificada con los
intereses particulares. Hoy, sin embargo, es imposible mantener ese
dualismo maniqueo, pues en la sociedad civil existen múltiples iniciativas
de carácter no lucrativo (el llamado «tercer sector»). Por lo tanto nosotros
tomaremos en consideración solamente los dos primeros significados.
4
CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 39 c (ed. cit., pp. 424-425).
2
Desde la primera perspectiva, la fe —como el amor y otras muchas
realidades— requiere intimidad. En lo que tiene de relación personal con
Dios, es inevitable que esté protegida de la mirada de los demás. Pero
incluso en lo que tiene de vivencia comunitaria es necesario excluir a los
no iniciados para proteger de la profanación a los misterios de la fe.
¿Cómo no pensar, por ejemplo, que se está profanando el memorial de
Jesús cuando en una celebración de la eucaristía encontramos autoridades
civiles no creyentes, ocupando para más inri un puesto de honor?
En cambio, desde la segunda perspectiva —la que aquí nos
interesa—, es imprescindible que la fe tenga una dimensión pública. Es
necesaria una preocupación por los intereses colectivos para que el reino
de Dios se realice sobre el mundo y la historia.
NECESIDAD DE DESPRIVATIZAR LA FE
Sin embargo, debemos reconocer que desde hace un par de siglos la
Iglesia no es la locomotora, sino el furgón de cola, en el tren de la historia.
Es verdad que el pensamiento social católico tuvo figuras como
Lacordaire, Montalembert y Ozanam en Francia; monseñor von Ketteler,
en Alemania; Toniolo, en Italia... pero no tuvo su Karl Marx y ni siquiera
su Proudhon.
Jean Guehenno se refirió una vez a los cristianos designándolos
como «esa cofradía de los ausentes»5. Expresión dura, sin duda, pero no
totalmente exenta de razón.
Es verdad que no siempre fue culpa nuestra. A veces fuimos
expulsados de la vida pública por un laicismo intolerante6. Me atrevería a
decir que todavía hoy ciertos sectores de la izquierda propugnan la
privatización de la fe por considerar que ejerce un efecto
antiemancipatorio o, en el mejor de los casos, irrelevante para la liberación
humana.
5
Cit. en ALBERDI, Ricardo, Hacia un cristianismo adulto, Estela, Barcelona, 2ª ed., 1966, p.
9.
6
Cfr. URBINA, Fernando, La expulsión de la Iglesia de la vida pública por el laicismo
moderno: Iglesia Viva 94 (1981) 295-316.
3
Sin duda, la experiencia del pasado reciente dio pie a ese juicio. Para
muestra basta un botón: André Frossard, que fue hijo del primer Secretario
General del Partido Comunista Francés, después de explicar en su
autobiografía que a los 20 años era «un escéptico y ateo de extrema
izquierda», comenta con la mayor naturalidad del mundo que su padre
descubrió su conversión al catolicismo porque le vio leyendo un periódico
de extrema derecha7.
Ciertamente, el catolicismo actual no suele identificarse ya con
posturas tan radicalizadas, y cualquier observador imparcial reconocerá
que la religión es en muchas ocasiones un fermento de liberación. Sin
embargo, quedan todavía representantes de aquel laicismo intolerante
decimonónico que querría recluir la fe en la vida privada. Fernando
Savater, por ejemplo, declara: «la teología de la liberación liberará a sus
usuarios de todo menos de la teología, que es lo primero de lo que hay que
liberarse»8. En otro lugar, refiriéndose a Ellacuría y los compañeros
jesuitas asesinados en El Salvador, escribe: «Ninguna suma de mártires me
hará aceptar como indiscutible una liberación política que conserva
demasiado evidente el lastre teológico de su motivación original»9.
Por otra parte, en muchos pesa todavía el recuerdo de las trágicas
divisiones religiosas que ha conocido nuestra historia reciente10, así como
el miedo a un intrusismo ilegítimo; el temor a que la Iglesia pretenda
controlar la vida pública11.
Ese laicismo intolerante que todavía perdura en algunos sectores
puede tener graves consecuencias a la larga. Como advierte Adela Cortina,
«hágale usted el vacío en la vida social, discriminándole como a un
7
FROSSARD, André, Dios existe. Yo me lo encontré, Rialp, Madrid, 10ª ed., 1985, p. 135.
8
SAVATER, Fernando, El cantar de los cantares: El País, 12 de mayo de 1987.
9
SAVATER, Fernando, La venganza de la momia: El País, 11 de diciembre de 1990.
10
Cfr. ÁLVAREZ BOLADO, Alfonso, Para ganar la guerra, para ganar la paz. Iglesia y
guerra civil (1936-1939), Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 1996.
11
Cfr. ÁLVAREZ BOLADO, Alfonso, El experimento del nacional-catolicismo (19391975), Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1976.
4
leproso en el sentido bíblico del término por ser creyente, y desarrollará
idéntico integrismo»12.
Pero más frecuentemente los cristianos no fueron expulsados, sino
que se ausentaron de la vida pública por propia iniciativa; por considerar
que la misión de la Iglesia es exclusivamente «espiritual» o «religiosa».
Todavía hoy el compromiso de los cristianos se viene orientando
predominantemente hacia las tareas intraeclesiales en detrimento de una
mayor presencia en la vida pública. Como afirmó la tercera ponencia del
Congreso de Evangelización, el hecho de que el mayor movimiento seglar
en España sea el de los catequistas (200.000), y no el de los
comprometidos en la transformación de la sociedad, «es síntoma de una
desproporción en nuestra Iglesia»13. El mismo Juan Pablo II se vio
obligado a llamar la atención sobre ese peligro14.
Estoy seguro de que el católico español medio se quedaría
sorprendido ante la siguiente afirmación de los obispos vascos:
Compromiso cristiano «no equivale a compromiso intraeclesial. El
creyente se compromete con su Iglesia tanto cuando asume el ministerio
de la catequesis como cuando, movido por su fe, participa en una
asociación sindical»15.
Naturalmente, no defiendo la presencia pública de los creyentes en la
sociedad para conquistar cotas de poder, sino por razones de coherencia.
Como escribió Bruno Forte, «si el Dios de la Iglesia se ha metido
completamente dentro de la aventura humana, la Iglesia de Dios no podrá
quedar como espectadora de la historia»16.
12
CORTINA, Adela, Ética civil y religión, PPC, Madrid, 1995, p. 12.
13
BLÁZQUEZ, Ricardo, y otros, La Iglesia que evangeliza y que a su vez debe ser
evangelizada, aquí y ahora (VARIOS AUTORES, Evangelización y hombre de hoy. Congreso,
EDICE, Madrid, 1986, p. 184). El texto que nos habían repartido a los restantes equipos de ponencia
hablaba de «síntoma enfermizo»; después fue suavizada la expresión.
14
Cfr. JUAN PABLO II, Christifideles laici, 2 i (Paulinas, Madrid, 1989, p. 10).
15
OBISPOS VASCOS, Seguir a Jesucristo en esta Iglesia. Carta pastoral de 1989 (Al
servicio de la Palabra. Cartas pastorales y otros documentos conjuntos de los Obispos de Pamplona
y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria. 1975-1993, EGA, Bilbao, 1993, p. 779).
16
FORTE, Bruno, Laicado y laicidad, Sígueme, Salamanca, 1987, p. 18.
5
LA PRESENCIA PÚBLICA DE LOS CATÓLICOS ESPAÑOLES
Hoy por hoy, la presencia pública de los creyentes en la sociedad se
ha concentrado mayoritariamente en el ámbito del voluntariado social.
La acción de los cristianos en el campo de la asistencia y de la
promoción ha sido ingente desde los tiempos más remotos; se ha ido
adaptando incesantemente a las nuevas situaciones y, como observa José
Sols, un hombre con gran experiencia de trabajo en el cuarto mundo,
todavía hoy los numerosos voluntarios que se han lanzado a las calles en
socorro de esa masa humana desatendida son «mayoritariamente
cristianos»17.
Algo parecido podríamos decir de la cooperación con el Tercer
Mundo. A principios de los años 80 no había en España más de una
docena de organizaciones dedicadas a esa tarea (hoy quizás ronden las
250) y la mayoría eran de inspiración cristiana o habían sido directamente
creadas por la Iglesia. Cristianas eran también la mayoría de las que en
1986 promovieron la Coordinadora Española de Organizaciones No
Gubernamentales para el Desarrollo (ONGD). Más de la tercera parte de
las organizaciones que integran hoy la Coordinadora tienen origen,
vinculación o inspiración cristiana (Manos Unidas, Intermón, Medicus
Mundi, SETEM, Solidarios para el Desarrollo, etc.). Otras muchas ONGD
están agrupadas en coordinadoras autonómicas o locales, donde
igualmente son muy numerosas las de inspiración cristiana. De hecho,
muchas congregaciones religiosas, movimientos católicos e incluso grupos
parroquiales han creado sus propias ONGD.
Bastante menor es, en cambio, la presencia de cristianos
comprometidos en el mundo de la política. Mardones observó, además,
que «los militantes creyentes se suelen situar en los partidos en aquellas
áreas, como los servicios sociales, donde pueden ejercitar con facilidad su
natural inclinación a paliar el dolor y el sufrimiento. (...) Pero la reclusión
en esos ámbitos se suele pagar con la irrelevancia. Es necesario estar allí
17
SOLS LUCIA, José, Teología de la marginación, Cristianisme i Justícia, Barcelona, 1992,
p. 5.
6
donde se toman las decisiones que conciernen a la política económica,
industrial, de infraestructuras, etc. Sabemos de la influencia y
repercusiones de estas denominadas “políticas” para miles y millones de
ciudadanos. (...) Urge, por lo tanto, cambiar de posición en los partidos:
sin abandonar los márgenes, situarse más en el “centro”»18.
Igualmente escaso es el compromiso de los creyentes en el mundo de
la cultura. En su estudio de los «intelectuales bonitos» y de la «genealogía
de los católicos», Amando de Miguel citaba —sólo— 23 nombres de
intelectuales católicos19. Debemos reconocer que, hoy por hoy, los
intelectuales más influyentes en España no son creyentes. Y tampoco lo es
nuestro principal «intelectual colectivo» (el periódico «El País»).
Eloy Bueno ha estudiado más de un centenar de novelas españolas
publicadas en las últimas décadas, privilegiando las más influyentes, tanto
por su éxito de ventas como por su calidad literaria. Exceptuando las
publicadas por José Jiménez Lozano y Miguel Delibes, no ha sido capaz
de encontrar en dicha muestra ninguna novela cuyos protagonistas reciban
del cristianismo el aliento de su vida o la dignidad de su existencia. «La
religiosidad queda reducida de modo exclusivo al período infantil o a la
angustia de esposas reprimidas. La experiencia religiosa es un fenómeno
infantilizador y culpabilizador, presentado siempre con tonos ridículos y
peyorativos, propio de ese “rebaño de criaturas dulces y bovinas que aún
iba a misa los domingos” (Lucía Etxebarria, en Beatriz y los cuerpos
celestes, 1998)». Los sacerdotes «empujan a la locura “con tanto pecado,
con tanto demonio y tanta mierda” (Ray Loryga, en Lo peor de todo,
1992)»20. La Iglesia aparece como una institución nefasta en la historia y
en el presente de España: buscando únicamente el poder, no ha tenido
reparos en recurrir a la violencia para reprimir a los disidentes y bloquear
el ejercicio de la libertad. Es verdad que las novelas describen casi siempre
un escenario de ficción, pero elaborado con elementos que sus lectores
consideran reales, plausibles, modélicos.
18
MARDONES, José María, Fe y política, Sal Terrae, Santander, 1993, p. 160.
19
MIGUEL, Amando de, Los intelectuales bonitos, Planeta, Barcelona, 1980.
20
BUENO DE LA FUENTE, Eloy, Dios en la actual novela española [CABRIA, José Luis, y
SÁNCHEZ-GEY, Juana, (eds.), Dios en el pensamiento hispano del siglo XX, Sígueme, Salamanca,
2002, p. 496].
7
Es significativo que, proclamándose no creyentes sólo el 15 % de los
españoles —punto más, punto menos, según el estudio sociológico que
manejemos—, se venga hablando desde hace ya bastantes años de una
«cultura de la increencia».
Hubo un tiempo —la influencia del marxismo ortodoxo, sin duda,
tuvo mucha importancia en ello— en que se negó a la cultura cualquier
protagonismo a la hora de transformar la sociedad, porque lo único
decisivo parecía ser la estructura económica. Hoy vamos descubriendo
lentamente la importancia que tiene la cultura para construir una sociedad
más justa. Un profesor emérito de la Universidad Complutense, situándose
en las antípodas de aquel marxismo ortodoxo, ha escrito que «la variación
de la cultura es, sin duda, el factor más importante de cambio social»21.
Quizás nosotros no nos atreveríamos a ser tan rotundos, pero nadie podrá
discutir que frecuentemente la cultura dominante en una sociedad incluye
esquemas mentales que legitiman la insolidaridad, el egoísmo, la búsqueda
en exclusiva de los propios intereses. Y esas ideas circulan sin que nadie
les dé el alto ni ofrezca alternativas culturales. Por eso cuando Juan Pablo
II creó el Pontificio Consejo para la Cultura, le asignó dos fines: uno, el
diálogo entre la fe y la cultura, que nada tiene de extraño; y un segundo
fin, que sorprendió bastante porque parecía más propio de «Justicia y Paz»
u otros organismos similares, que era defender al hombre22. Pero la
presencia de los creyentes en este ámbito resulta, como decíamos, muy
poco significativa.
Algo mejor ha sido la presencia de cristianos comprometidos en el
mundo sindical; que en el pasado conoció incluso cierto esplendor. A
finales del siglo pasado los Círculos Obreros Católicos, tenían una
implantación mucho mayor que la UGT, el único sindicato de clase que
entonces existía en España. Mientras ésta contaba en 1900 con 26.000
afiliados, los miembros de los Círculos eran, cuando menos, 50.000 y muy
probablemente superaban los 100.000. Es verdad que al principio no eran
propiamente sindicatos, puesto que tenían carácter interclasista, pero, en
parte por desinterés de los patronos y en parte por propia evolución
21
SIERRA BRAVO, Restituto, Ciencias sociales y Doctrina Social de la Iglesia, CCS,
Madrid, 1996, p. 317.
22
JUAN PABLO II, Erección del Consejo Pontificio para la Cultura: Ecclesia 2082 (19 de
junio de 1982) 781-783.
8
ideológica, los Círculos acabaron transformándose en asociaciones de
obreros, es decir, en sindicatos. A finales de los años cincuenta fue
también muy significativa la aportación de antiguos militantes de la JOC y
de la HOAC en el nacimiento de las Comisiones Obreras (CC.OO.) y,
sobre todo, de la Unión Sindical Obrera (USO), donde todavía es
importante la militancia cristiana.
Si continuáramos pasando revista a los restantes ámbitos donde
puede ejercitarse la preocupación de los cristianos por los asuntos
colectivos, encontraríamos siempre la misma alternancia de luces y
sombras que hemos visto hasta aquí. Hablar del «fracaso social del
catolicismo español»23, puede ser un balance excesivamente autopunitivo,
pero no totalmente exento de razón.
APORTACIÓN DE LA FE AL COMPROMISO SOCIOPOLÍTICO
La fe ofrece, ante todo, fundamentación, motivación y sentido para el
compromiso sociopolítico. Con esto no quiero decir, en absoluto, que sea
indispensable tener fe para motivar y conferir sentido al compromiso.
Nadie duda que existen motivaciones profanas muy valiosas para
comprometerse. Pero a esas motivaciones la fe añade como un plus; una
especie de «plusvalía» de sentido. No se trata —como dice Julio Lois— de
que, junto a motivaciones como el altruismo, la aspiración a un mundo
igualitario, etc., que pueden proceder de cualquier humanismo, la fe añada
otras motivaciones del mismo orden que se sumarían a las anteriores como
si de sumandos homogéneos se tratara. Más bien las motivaciones
cristianas se meten dentro de las motivaciones profanas fecundándolas
interiormente y dándoles mayor profundidad y fuerza24.
Por ejemplo, un militante puede comprometerse en la lucha como
consecuencia de una apuesta por la justicia —ese «optimismo militante»
23
Recordarán quizás los lectores que así se titulaba un famoso estudio sobre la figura de
Arboleya (cfr. BENAVIDES, Domingo, El fracaso social del catolicismo español, Nova Terra,
Barcelona, 1973).
24
LOIS, Julio, Identidad cristiana y compromiso socio-político, HOAC, Madrid, 1989, p. 81.
9
del que hablaba Bloch25—; pero habrá ocasiones en que el optimismo
militante se venga abajo y en esos momentos quizás la fe le permita seguir
adelante porque le aporta una «esperanza contra toda esperanza» (Rom 4,
18), le descubre el sentido profundo que puede tener incluso la vida
entregada cuando no parece haber futuro para otra cosa.
También aporta la fe una relativización de las propias concepciones
y logros. Es la famosa «reserva escatológica» (Eschatologischer
Vorbehalt) de la que hablaba Metz26. El creyente sabe que ninguno de los
logros que aquí en la tierra podamos alcanzar, por importantes que sean, se
identifican con la plenitud del Reino de Dios. Por eso nunca se sentirá
satisfecho. Es necesario, sí, cambiar el mundo; pero después será necesario
cambiar de nuevo el mundo cambiado; y así infinitas veces: Cualquier
descanso anterior al eterno será siempre prematuro. La reserva
escatológica evita cualquier idolatría frente a la propia ideología y a las
propias realizaciones. Esto es muy importante, porque la gran tentación de
los revolucionarios es convertirse en conservadores cuando triunfan. Les
ocurrió a los burgueses que hicieron la Revolución Francesa, les ocurrió a
los proletarios que hicieron la Revolución de Octubre y... resisto la
tentación de añadir algún ejemplo de nuestra historia recientísima.
Conviene aclarar, sin embargo, que la reserva escatológica no
equivale a una especie de «noche en la que todos los gatos son pardos».
Algunos creyentes sacan esa conclusión incorrecta al concluir: «puesto que
ningún proyecto social se identifica con el Reino de Dios, ninguno merece
nuestro apoyo». Determinadas mediaciones hacen presente el Reino de
Dios mejor que otras y, por lo tanto, debemos apostar por ellas.
La fe aporta también ciertos contenidos éticos al compromiso
sociopolítico. Hay como una sabiduría acumulada por la Iglesia a lo largo
de su historia ya dos veces milenaria, y durante el último siglo
sistematizada en la llamada Doctrina Social de la Iglesia, que nos lleva a
acentuar determinadas cosas a las que otras cosmovisiones dan quizás
menos importancia; por ejemplo la relación inseparable que existe entre el
cambio de las estructuras y el cambio del corazón, el destino universal de
25
BLOCH, Ernst, El principio esperanza, t. 1, Aguilar, Madrid, 1977, p. 191.
26
METZ, Johann Baptist, Teología política (Sacramentum Mundi, t. 5, Herder, Barcelona,
1974, col. 505) y otros muchos lugares.
10
los bienes, la opción preferencial por los pobres, la defensa de los débiles,
la protección de los extranjeros, la oposición al dominio ejercido por el
dinero, la destrucción de los poderes totalitarios, el protagonismo de la
sociedad civil (principio de subsidiariedad), la preferencia por las reformas
paulatinas frente a la revolución, la preferencia por los medios de lucha no
violentos, etc.
PLURALISMO Y DISPERSIÓN
Pero es evidente que nadie puede elaborar un programa sindical o
político para presentarse a unas elecciones únicamente a partir de los
principios anteriores. El error de los integristas es precisamente creer que
la fe cristiana aporta todo lo que necesitamos: un método de análisis de la
realidad, un sistema económico, un programa político, etc.
Conocer toda la teología del mundo no es suficiente para hacer
sindicalismo o para hacer política. Como decía Erich Fromm, «ni se
pueden construir submarinos leyendo las obras de Julio Verne, ni puede
crearse una sociedad humanista leyendo a los profetas»27. En efecto, la fe y
el evangelio nos llenan de suaños, de anhelos, de esperanzas. Son los
sueños que anidaban en los corazones de los profetas cuando anunciaban
un mundo donde el león y el cordero vivirían juntos y las lanzas se
convertirían en podaderas. Pero la teología se detiene ahí. Cuando se trata
de realizar esos sueños y traducirlos en la vida cotidiana, la teología nos
abandona. Necesitamos echar mano, como cualquier otro militante, de los
instrumentos de análisis social y de los conocimientos técnicos que la
humanidad ha ido desarrollando y perfeccionando a través de la historia.
(Para luchar contra el paro, por ejemplo, ¿es conveniente controlar el
déficit público con el fin de contener la inflación o será preferible
aumentar el gasto público, aunque crezca algo la inflación, para que actúe
como locomotora de la iniciativa privada?).
Por suerte o por desgracia, esos conocimientos no gozan de la
precisión de las matemáticas. En el estado actual de las ciencias sociales
nadie puede pretender que su acción política sea rigurosamente científica.
27
FROMM, Erich, Tener o ser, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1979, p. 165.
11
Y esta es la razón por la que, aun inspirándose todos los creyentes en esa
sabiduría acumulada a lo largo de los siglos, «una misma fe cristiana
puede conducir a compromisos diferentes»28. Como dijo el Concilio
Vaticano II:
«Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de
la vida inclinará (a algunos creyentes) en ciertos casos a elegir una
determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede
frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una
no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera.
En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la
intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su
solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales
casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su
parecer la autoridad de la Iglesia»29.
De hecho, hoy por hoy el pluralismo sociopolítico de los cristianos
es prácticamente ilimitado. He aquí, por ejemplo, unos datos relativos a las
elecciones generales del 3 de marzo de 1996:
DISTRIBUCIÓN DEL ELECTORADO DE DIVERSOS PARTIDOS SEGÚN CREENCIAS RELIGIOSAS:
(Fuente: DATA, 1996)
CiU
ERC
HB
IU
PNV
PP
PSOE
18
11
0
7
37
41
19
Cat. no muy practicante 22
9
9
14
17
25
26
Católico no practicante
38
11
31
33
36
25
34
No creyente
21
65
60
46
9
9
21
Otra religión
0
4
0
0
0
1
0
Católico practicante
Conviene aclarar que el cuadro anterior ha despreciado los
decimales. No quiere decir, por lo tanto, que ningún católico practicante
votó a Herri Batasuna, sino que su porcentaje en el conjunto del Estado
español no alcanzó el 1 %. Podemos asegurar que incluso los partidos
28
PABLO VI, Octogesima adveniens, 50 a (Once grandes mensajes, BAC, Madrid, 14ª ed.,
1992, p. 525).
29
CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 43 c (Once grandes mensajes, pp. 430-431).
12
situados en la extrema derecha y en la extrema izquierda —que, por su
carácter sumamente minoritario, no son detectados en las muestras
sociológicas que suelen diseñarse— recibieron también votos católicos.
Esta diversificación tiene la ventaja de permitir que se perciba mejor
cuál es la verdadera competencia de la Iglesia en materia política. Pero
cuando el pluralismo es tan amplio como en la actualidad es imposible
alejar la sospecha de que la religión es la salsa que va bien con cualquier
menú. Por lo que se ve, las opciones políticas, sindicales, etc. de los
cristianos comprometidos nacen y se desarrollan como consecuencia de
consideraciones que nada tienen que ver con la fe y después —como decía
Manaranche— buscan un «bautismo de adulto»30.
Por eso el texto que acabamos de citar del Vaticano II continuaba
así: «Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero,
guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común».
Sería necesario, en mi opinión, institucionalizar espacios de diálogo donde
los creyentes comprometidos en la transformación de la sociedad puedan
discutir entre sí, con el eventual asesoramiento de expertos en ciencias
sociales y doctrina social de la Iglesia, la pertinencia de las diversas
opciones. Quizás si el Foro de Laicos promoviera uno de esos espacios de
diálogo, haciendo públicas después sus conclusiones, prestaría un servicio
muy útil a la comunidad eclesial.
CRISIS DE FE DE LOS CRISTIANOS COMPROMETIDOS
Un dato de experiencia es que el compromiso socio-político de los
cristianos, aun en aquellos casos en que fue impulsado inicialmente por la
fe, puede acabar poniéndola a prueba31. Tres suelen ser las causas más
frecuentes:
30
HECKEL, Roger, y MANARANCHE, André, Política y fe, Sígueme, Salamanca, 1973, p.
53.
31
Cfr. ÁLVAREZ BOLADO, Alfonso, Compromiso terrestre y crisis de fe (V SEMANA DE
TEOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD DE DEUSTO, Vida cristiana y compromiso terrestre,
Mensajero, Bilbao, 1970, pp. 151-218). Publicado después en Iglesia Viva 37 (1972) 13-38 y El
experimento del nacional-catolicismo (1939-1975), Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1976, pp. 21106.
13
1. Las complicidades de la Iglesia con la injusticia.
El creyente comprometido se siente decepcionado al comprobar que,
en su conjunto, las comunidades cristianas están identificadas con esos
planteamientos socio-políticos conservadores contra los que él está
luchando; otras veces tiene la sensación de que las autoridades de la
Iglesia juegan todas las cartas para no perder nunca; o bien observa con
dolor que a la hora de la verdad sólo se emplean a fondo cuando están
amenazados los intereses de la Iglesia misma. En tales casos, la
comparación —inevitable— entre la comunidad eclesial y los compañeros
no creyentes que comparten sus ideales puede resultar traumatizante y
provocar una crisis profunda de confianza en la Iglesia.
Recordemos el caso de Simone Weil —persona cuya autenticidad y
radicalidad de vida está fuera de toda duda—, que en carta al dominico J.
M. Perrin, escribió: «Amo a Dios, a Cristo y a la fe católica tanto como a
un ser tan miserablemente insuficiente le sea dado amarles. Amo a los
santos (...). Amo a los seis o siete católicos de espiritualidad auténtica que
el azar me ha llevado a encontrar en el curso de mi vida. Amo la liturgia,
los cánticos, la arquitectura, los ritos y las ceremonias católicas. Pero no
siento en modo alguno amor por la Iglesia propiamente dicha, al margen
de su relación con todas esas cosas a las que amo»32. Ella, que siempre
había vivido un amor comprometido por los desheredados, se negó a
bautizarse porque temía aburguesarse dentro de la Iglesia: «Incluso si
tuviese la certeza de que el bautismo es condición absoluta de salvación,
no querría, pensando en mi salvación, correr tal peligro»33. «Lo que me da
miedo —explica— es la Iglesia como realidad social», porque «hay en mí
una fuerte tendencia gregaria» y «sé que si en este momento tuviera ante
mí una veintena de jóvenes alemanes cantando himnos nazis a coro, una
parte de mi alma se haría inmediatamente nazi»34. «Hubo santos que
aprobaron las Cruzadas o la Inquisición. (...) Debo pensar que tuvieron que
32
WEIL, Simone, A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 2ª ed., 1996, pp. 28-29.
33
WEIL, Simone, o. c., p.33.
34
WEIL, Simone, o. c., p. 31.
14
estar cegados por algo muy poderoso. Ese algo es la Iglesia en tanto que
realidad social»35.
2. La sacralización del compromiso.
A veces los ideales socio-políticos provocan un fervor de neófito,
dan origen a una experiencia de lo «sagrado» e «incondicional», de
«nuevo nacimiento», «nueva existencia», desplazando insensiblemente a la
fe. Recuerdo el comentario que hizo André Malraux de un chino que había
sido un protestante piadoso antes de perder la fe por influencia de un
profesor marxista: «En cuanto al cristianismo, su nuevo maestro no había
opuesto argumentos, sino otras formas de grandeza; la fe se le había
desvanecido entre los dedos a Chen, poco a poco, sin crisis, como si fuese
arena»36.
Por eso, después de descubrir la autonomía de las realidades sociopolíticas respecto de la fe, es necesario redescubrir la autonomía de la fe
respecto de las realidades socio-políticas.
3. Las dificultades para lograr una síntesis vital de fe y compromiso.
Debido a que la formación religiosa que recibieron la mayoría de los
cristianos no explicitó en absoluto la dimensión social de los enunciados
de la fe, suele ser muy difícil experimentar la menor relación entre el
compromiso socio-político y los sacramentos, la oración, etc., con lo cual
será inevitable que las prácticas religiosas aparezcan como una huida de
las urgencias sociales para refugiarse en la piedad. Otras veces, la clave en
que se han interpretado muchos temas tradicionales, como el sufrimiento,
la muerte o la cruz, parece más bien una invitación a la resignación que a
la transformación social.
Aciertan, sin duda, la teología política y la teología de la liberación
cuando proclaman que su objetivo no es añadir algunos temas específicos
a la teología de siempre, sino reelaborar toda la teología explicitando la
dimensión socio-política de la fe cristiana. Pero, sin entrar a discutir aquí
hasta qué punto lo han conseguido, es indudable que esa nueva
35
WEIL, Simone, o. c., p.32.
36
MALRAUX, André, La condición humana, EDHASA, Barcelona, 6ª ed., 1982, p. 59.
15
sensibilidad todavía no ha impregnado la catequesis ni la enseñanza
religiosa escolar.
EL PRESBÍTERO Y LA POLÍTICA
Hasta aquí hemos hablado de la presencia pública en la sociedad de
los cristianos en general. Todo lo dicho se aplica sin más a los laicos. El
caso de los presbíteros es algo distinto y, aunque estemos en el Foro de
Laicos, conviene explicarlo.
En la historia encontramos abundantes ejemplos de obispos y
sacerdotes que desempeñaron tareas políticas de suma importancia. Basta
recordar a aquellos grandes cardenales que rigieron los destinos de España
y Francia. Hoy, en cambio, tanto la opinión pública como el magisterio de
la Iglesia37 ven con muchas reservas esa posibilidad. Digamos algo sobre el
particular.
Tomaremos el vocablo «política» en su acepción estricta. No
hablamos de esos políticos «ocasionales» que, como dice Max Weber,
«somos todos nosotros cuando depositamos nuestro voto, aplaudimos o
protestamos en una reunión “política”, hacemos un discurso “político” o
realizamos cualquiera otra manifestación de voluntad de género
análogo»38, sino de la política «profesional». En cuanto al presbítero,
pensamos en lo que el mismo Weber llamaba «tipo puro» o «tipo ideal»39;
es decir, el sacerdote dedicado exclusivamente a su ministerio.
Pues bien, vistas las cosas desde la sociedad, el presbítero es un
ciudadano más, miembro activo de la comunidad política, con todos los
37
Cfr. SÍNODO DE LOS OBISPOS 1971, El sacerdocio ministerial, II, I, 2 (Documentos,
Sígueme, 1972, pp. 35-36); Código de derecho canónico, can. 287, § 2 (BAC, Madrid, 1983, pp. 120121); III CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, Puebla. La
evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, núm. 526 (BAC, Madrid, 1979, p.
209); CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los
presbíteros, núm. 33 (Libreria Editrice Vaticana, Vaticano, 1994, p. 33).
38
WEBER, Max, El político y el científico, Alianza, Madrid, 5ª ed., 1979, p. 93.
39
Cfr. WEBER, Max, Ensayos sobre metodología sociológica, Amorrortu, Buenos Aires,
1982, pp. 79-101.
16
derechos de cualquier otro ciudadano, entre los que se encuentra el de
«participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de
representantes libremente escogidos»40.
En realidad, el compromiso político no sólo es un derecho. Puede
convertirse en un deber. Como dijo León XIII en 1885, «no querer tomar
parte alguna en la vida pública sería tan reprensible como no querer prestar
ayuda alguna al bien común»41. Pero, como es lógico, la obligación que
tiene todo ciudadano de colaborar en el bien común no siempre se
traducirá en la militancia activa en un partido político y, menos todavía, en
el desempeño de una responsabilidad de gobierno. El concepto de
«presencia pública», como vimos en el tercer apartado de este artículo, es
más amplio.
Vistas las cosas ahora no desde la sociedad civil, sino desde la
Iglesia, puede haber, en cambio, contraindicaciones. Desde luego, no hay
una incompatibilidad radical y de principio entre el sacerdocio y el
ejercicio directo de la política, puesto que los documentos del magisterio
citados en la nota n. 29 lo admiten en casos excepcionales. La objeción es
más bien de tipo pastoral. El presbítero que preside una comunidad
cristiana debe ser un ministro de la unidad. Si milita en un partido político,
y más todavía si ejerce una función de liderazgo en él, es muy probable
que sea rechazado por aquellos que no comparten sus mismas opciones.
Lo vio con mucha claridad Tocqueville hace ya más de 150 años: «Al
aliarse a un poder político, la religión aumenta su poder sobre algunos y
pierde la esperanza de reinar sobre todos. (...) La religión no podría
compartir la fuerza material de los gobernantes, sin cargar con una parte de
los odios que provocan»42.
En otra clave más pastoral escribía Congar hace ya bastantes años,
aunque no tantos como Tocqueville: «El sacerdote tiene que ser el padre
40
Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 21 § 1 (OBIETA CHALBAUD, José A.
de, Documentos internacionales del siglo XX, Universidad de Deusto - Mensajero, Bilbao, 1972, p.
94).
41
LEÓN XIII, Immortale Dei (1 de noviembre de 1885), núm. 22 (Doctrina Pontificia, t. 2,
BAC, Madrid, 1958, p. 216).
42
TOCQUEVILLE, Alexis de, La democracia en América, Fondo de Cultura Económica,
México, 3ª ed., 1978, p. 295.
17
de todos. Y tiene que procurar comportarse de tal modo que nadie tenga un
motivo objetivamente auténtico para no poder pedirle que le oiga en
confesión»43.
Naturalmente, este peligro es tanto más grande cuanto mayor sea la
responsabilidad del presbítero dentro de un partido político. Es probable
que la simple afiliación pueda ser soportada sin grandes tensiones por los
miembros de la comunidad, aunque será obligación suya evaluar el
impacto que pueda tener su decisión y ser respetuoso con la sensibilidad
de los cristianos a quienes sirve. La militancia activa hará, sin duda, que
crezca peligrosamente el rechazo. Y, desde luego, saltarán todas las
alarmas en caso de desempeñar funciones directivas en el partido e incluso
acceder a un cargo institucional después de una victoria electoral.
También es evidente que crecen los inconvenientes cuanto mayor
sea la representación institucional de ese presbítero en la Iglesia: peor en el
caso de un cura párroco que en el de un coadjutor, peor todavía si se trata
de un obispo, etc.
Desde luego, no tendría sentido objetar que los pastores de la Iglesia
no deben ser signo de unidad, sino, como Cristo, signo de contradicción.
Eso «es un sofisma. Es cierto que nadie se puede amparar en la paz y
unidad del Evangelio para encubrir la injusticia. (...) Pero eso no engendra
ninguna división entre los verdaderos seguidores del Evangelio, sino entre
éstos y aquéllos que lo rechazan o lo siguen sólo de palabra»44.
Otra razón importante contra la participación directa del presbítero
en cargos públicos o en política partidista es la necesidad de mantenerse
libre a la hora de enjuiciar desde el Evangelio la realidad social, lo cual es
una dimensión esencial de la función profética. Basta escuchar las
declaraciones de los políticos en el poder —para los cuales todo marcha
bien— y de los políticos en la oposición —para los cuales todo marcha
mal— para comprender hasta qué punto la militancia política provoca una
seria pérdida de libertad.
43
CONGAR, Yves M., Entre borrascas, Verbo Divino, Estella, 1972, p. 48.
44
EGUÍLUZ, Justo, El sacerdote y la política: Surge 55 (1997) 447.
18
Por las dos razones citadas, parece acertada la postura del
magisterio, según la cual el compromiso político de los presbíteros debe
tener un carácter verdaderamente excepcional y transitorio, y no asumirse
sin un diálogo sereno con la propia comunidad y las autoridades de la
Iglesia.
Nunca deberíamos olvidar, sin embargo, la advertencia de un viejo
libro de José María González Ruiz que alcanzó gran popularidad en su
momento: «El hombre que, por ser de Acción Católica o por ser sacerdote,
no se compromete en un movimiento de promoción humana, no toma parte
en una cosa en la que otro cristiano normal puede hacerlo, significa esto
ante la gente: Efectivamente, la religión frena los movimientos progresivos
de la historia, puesto que cuanto mayor representatividad tiene un
cristiano, menos participa en la historia»45.
Nunca debemos producir esa sensación. El presbítero debe
comprometerse políticamente, pero de una forma distinta a la de los laicos:
enjuiciando con libertad evangélica los problemas sociales concretos —
recordemos aquello de Rahner: «Dios y el diablo parecen andar en el
detalle, pero la predicación eclesiástica se mueve en lo inconcreto»46— y
acompañando a los militantes laicos para ayudarles a conseguir esa síntesis
vital entre el compromiso socio-político y la fe que tan difícil resulta a la
mayoría de ellos.
Compartimos plenamente el punto de vista de Roger Vekemans: «La
manera más corriente de plantear el problema de la relación entre el
sacerdote y la política es hacerlo en términos de incompatibilidad. Este
planteamiento, sin ser erróneo, tampoco es feliz, porque aborda el tema
con un enfoque negativo. (...) El sacerdote no es sino ese hombre raro, que
no está casado, que no practica ninguna profesión y —ahora, en el caso
que aquí interesa— que no se mete en política. (...) No se trata de elegir
entre comprometerse y no comprometerse en política, sino entre dos
maneras de compromiso»47.
45
GONZÁLEZ RUIZ, José María, Creer es comprometerse, Fontanella, Barcelona, 5ª ed.,
1970, p. 41.
46
RAHNER, Karl, Cambio estructural de la Iglesia, Cristiandad, Madrid, 1974, p. 95.
47
VEKEMANS, Roger, Iglesia y mundo político, Herder, Barcelona, 1971, p. 88.
19
PLATAFORMAS PARA EL COMPROMISO
Vamos a abordar, por último, un problema de gran actualidad. Para
comprometernos —en el trabajo social, en el campo político, etc.—
¿debemos hacerlo en las agrupaciones abiertas a todo el mundo o es
preferible crear espacios propios desde los cuales hacernos presentes los
creyentes en la sociedad?48.
Primero hago una aclaración. Lo único que está en discusión es si
conviene que los creyentes promuevan espacios propios con fines
profanos. Es evidente que siempre deberemos tener espacios propios con
fines religiosos (comunidades cristianas, movimientos apostólicos, etc.).
Una Iglesia que careciera de comunidades cristianas sería pura
abstracción. Así, pues, lo que se discute (lo digo con ejemplos prácticos)
es la conveniencia de crear escuelas católicas, periódicos de inspiración
cristiana, sindicatos de inspiración cristiana, etc; espacios todos ellos que
buscan fines profanos (educar, informar, etc.) y, por lo tanto, pueden ser
promovidos tanto por los creyentes como por los no creyentes, aunque
naturalmente unos y otros lo harán desde su propia idiosincrasia. Estos
espacios son los únicos que están en discusión.
Dentro de estos espacios propios debemos distinguir entre obras de
inspiración cristiana y obras confesionales. Las obras de inspiración
cristiana son aquellas que, aunque están promovidas por creyentes e
inspiradas por la fe, la Iglesia jerárquica no las asume como propias. Son
iniciativa absolutamente libre de los creyentes que las promueven y sólo
les implican a ellos. Dado que la Iglesia no se siente implicada, no les
autoriza a bautizar esas obras con el apellido de «cristianas» o «católicas».
Las obras confesionales, por el contrario, van más lejos. Son obras de
inspiración cristiana reconocidas por la Jerarquía y que, por tanto,
implican a la Iglesia. Si lo hacen bien, la implicarán para bien; y si lo
hacen mal, para mal. Por eso la Iglesia les permite utilizar el apellido de
«cristiana» o «católica». La instrucción pastoral «Los católicos en la vida
48
Esto lo he tratado con mucho más detenimiento en GONZÁLEZ-CARVAJAL, Luis,
Cristianos de presencia y cristianos de mediación, Sal Terrae, Santander, 1989.
20
pública» expresamente afirmaba que sólo hay tres obras a las que la Iglesia
permite utilizar ese apellido y son, por lo tanto, confesionales: la escuela
católica, el hospital católico y las obras sociales promovidas por las
congregaciones religiosas, diócesis o asociaciones de laicos
canónicamente constituidas. Solamente esas tres. De manera expresa
decían que partidos políticos, sindicatos, asociaciones culturales, etc. son
sólo de inspiración cristiana; no confesionales49.
Pues bien, para facilitar la reflexión intentaré señalar las ventajas y
los inconvenientes que pueden tener los espacios propios. Lógicamente
será cada grupo de creyentes quien tenga que discernir aquí y ahora la
conveniencia de una u otra opción.
Razón de ser de los espacios propios
Un primer motivo para promover obras propias es la necesidad de
suplir deficiencias de la sociedad. Todos sabemos que en siglos pasados la
Iglesia tuvo que asumir muchas tareas profanas y todavía hoy tiene que
hacerlo en países del Tercer Mundo. Y no sólo en el Tercer Mundo.
Continuamente surgen nuevas pobrezas que la sociedad tarda mucho en
abordar.
Un segundo motivo para promover obras propias sería disponer de
mayor libertad de acción. Hay ambientes tan beligerantes frente a los
valores religiosos que en ellos los creyentes son sistemáticamente
marginados. En tales casos, si no se ve posible que cambie la situación a
corto o medio plazo, puede ser inevitable la creación de plataformas
propias para el compromiso.
El tercer motivo sería proteger la fe de los débiles. Quienes tengan
una buena formación no sólo no corren peligro dentro de los espacios
comunes —por muy laicista que sea el ambiente—, sino que acrisolarán su
fe al contrastarla con las razones de los demás; pero la gran masa carece de
esa capacidad crítica y probablemente se dejaría arrastrar por un ambiente
49
Cfr. COMISIÓN PERMANENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA,
Los católicos en la vida pública, nº 138-146 (Documentos de la Conferencia Episcopal Española.
1983-2000, t. 1, BAC, Madrid, 2003, pp. 423-425).
21
hostil al hecho cristiano. Por decirlo con un ejemplo muy simple, si un
soldado va desfilando con su batallón y ve que lleva el paso cambiado,
necesita mucha confianza en sí mismo para pensar: «¡Vaya, se han
equivocado todos!». Es bastante más probable que diga: «¿No me habré
equivocado yo, que llevo el paso cambiado?». Pues bien, en una sociedad
arreligiosa el creyente es precisamente el que lleva el paso cambiado.
Como decía Daniélou, en esas sociedades el cristianismo sólo sería posible
para las grandes personalidades; no para los «pobres» (él entiende por
«pobre» el poco cultivado intelectualmente). Pero, dado que los pobres
deben ser precisamente los preferidos por la Iglesia, habrá que hacer
posible la fe para ellos. El ideal —seguía diciendo Daniélou— es
evangelizar la cultura de manera que sirva de apoyo a la fe, pero esa meta
sólo puede plantearse a largo plazo. Mientras llegue ese momento no
quedará más remedio que crear una especie de «mundo católico» dentro
del mundo profano; es decir, partidos políticos de inspiración cristiana,
centrales sindicales de inspiración cristiana, etc., donde los creyentes
puedan vivir en un ambiente menos inclemente para la fe50.
Por fin, la cuarta razón para promover espacios propios sería ofrecer
un testimonio colectivo. Es evidente que la presencia capilar de los
creyentes mezclados con los demás en los espacios comunes a todos pasa
mucho más desapercibida; serán quizás personas ejemplares que llaman la
atención como tales personas, pero no siempre se identificará esa presencia
como testimonio cristiano. En cambio el compromiso corporativo de los
creyentes en espacios propios aumenta la visibilidad de la fe. Naturalmente
es un arma de doble filo: puede resultar un buen testimonio o bien un
escándalo público. Es muy fácil proclamar a priori la inspiración cristiana
de un periódico, por ejemplo, pero eso no le vacuna automáticamente
contra la tendenciosidad. Se puede proclamar a priori la confesionalidad
católica de una escuela, pero eso no evita que pueda ofrecer una enseñanza
de mala calidad o haya profesores que cometan irregularidades. Se puede
proclamar a priori la inspiración cristiana de un partido político pero,
como el poder corrompe, eso no garantiza que los partidos demócratacristianos se corrompan menos que los socialistas. Así, pues, lo de ofrecer
50
Cfr. DANIÉLOU, Jean, Oración y política, Pomaire, Barcelona, 1966. Las tesis de
Daniélou fueron contestadas por el dominico Jean-Pierre Jossua, y los principales documentos del
debate posterior entre ambos aparecen recogidos en el libro DANIÉLOU, Jean, y JOSSUA, JeanPierre, Cristianismo de masas o de minorías, Sígueme, Salamanca, 1968.
22
un testimonio colectivo será siempre un arma de doble filo, pero es una
razón a tener en cuenta.
A continuación vamos a repasar los peligros de los espacios propios.
Peligros de los espacios propios
En primer lugar habría que mencionar la pérdida de espíritu
misionero. El acuartelamiento de los creyentes en espacios propios, en
principio, es más expresión de una Iglesia a la defensiva, preocupada antes
que nada por proteger la fe de los que ya creen, que una Iglesia misionera
preocupada sobre todo por llevar la fe a los que están fuera. Evely lo decía
de una manera muy gráfica: «Confiaremos el hijo a una guardería católica,
a un buen colegio católico y a una universidad católica. Luego
procuraremos integrarlo cuanto antes en un sindicato católico, en una
mutua católica, en un círculo católico, en un club deportivo católico. Y
cuando haya muerto en una clínica católica, entre las manos de un médico
católico, aquella sal de la tierra no habrá salado nunca nada y aquella
levadura siempre habrá estado cuidadosamente preservada de la masa»51.
Yo creo que esto es algo muy serio que hay que tener en cuenta. Cristo
quiso que sus seguidores fuéramos la sal de la tierra. El destino natural de
la sal es mezclarse con los alimentos para darles sabor, y no quedar toda
junta en el salero. De modo que, en principio, una Iglesia que se empeñara
en crear un «mundo católico» dentro del mundo profano sería una Iglesia
poco misionera. Es verdad que luego podría intentar que esos espacios
propios estuvieran también abiertos a los de fuera, que no fueran un
ghetto, pero nunca sería lo mismo. Jesús de Nazaret recorría las ciudades y
aldeas de Israel, iba de un lado para otro, en lugar de esperar a la gente en
el templo.
Otro peligro de los espacios propios sería fomentar el aislamiento
cultural. La justificación que dio Daniélou para los espacios propios
(proteger la fe de los débiles) lleva aparejado un efecto negativo no
buscado: Precisamente porque la fe en esos espacios propios no está ya
amenazada por una cultura increyente no se sentirá la necesidad de
51
EVELY, Louis, Credo. El símbolo de los apóstoles, Ariel, Barcelona, 5ª ed., 1968, p. 299.
23
dialogar con la cultura «del exterior» y quizás se mantenga la síntesis de fe
y cultura propia de épocas pasadas.
Pienso que si hay un espacio propio donde la necesidad de proteger
la fe de los débiles se manifiesta más evidente es en la escuela católica,
porque si hay alguien débil son los niños. Si un niño pequeño, carente
todavía de capacidad crítica, se ve sometido a un bombardeo ideológico
porque ahora entra un profesor y le dice que las cosas son blancas, detrás
otro profesor le dice que son negras, etc., es probable que —lejos de poder
contrastar los argumentos de unos y otros para formarse su propia
opinión— acabe cayendo en el relativismo más absoluto. De hecho, el
relativismo está muy generalizado entre los jóvenes. ¡Cuántos hay que,
antes de haber estudiado ninguna religión, ni siquiera la suya, saben ya que
«son todas iguales»!
Naturalmente, la escuela católica debe tener mucho cuidado de no
convertirse en un ghetto cultural. La escuela católica debería ser un
laboratorio donde se ensaye el diálogo de la fe con la cultura actual, y no
un invernadero donde se mantiene la síntesis de fe y cultura propia del
pasado. Si fuera un ghetto cultural la escuela católica necesitaría
prolongarse ad infinitum en otras instituciones de inspiración cristiana,
puesto que los creyentes que salieran de ella no serían capaces de leer «El
País» sin que se les viniera abajo la fe. La escuela católica, por lo tanto, si
debe ser ese laboratorio donde se ensaye el diálogo entre la fe y la cultura
actual, debe presentar las ideologías que existen en nuestra sociedad con
honestidad intelectual, pero también críticamente. Debe, en definitiva
formar hombres y mujeres creyentes que, al salir de la escuela, puedan ser
fermento en medio de la masa.
El tercer peligro de los espacios propios sería convertir
innecesariamente los conflictos civiles en conflictos religiosos. Esto ha
ocurrido en España durante casi doscientos años. Recordemos la trágica
división en las «dos Españas»: media España se consideraba a sí misma la
España auténtica y tachaba de anti-España a la otra media, que a su vez se
consideraba la verdadera España y anatematizaba como anti-España a la
primera. Y ha ensangrentado la convivencia nacional. La guerra civil del
36 al 39 es un trágico testimonio de ello. No podemos olvidar que una de
las dos Españas era la España católica, monárquica y capitalista, porque
daba la impresión de que las tres cosas necesariamente tenían que ir juntas
24
en el mismo paquete, y la otra era la España republicana, socialista y
agnóstica, porque también daba la impresión de que las tres cosas tenían
que ir empaquetadas juntas.
En mi opinión sería peligroso que la Iglesia multiplicara hasta tal
extremo sus espacios propios que los creyentes parecieran estar
acuartelados en ellos. Se produciría entonces una identificación más o
menos inconsciente del catolicismo con determinadas posturas sociales,
políticas, culturales, etc. y los conflictos que se generaran serían leídos en
clave de conflictos religiosos («han sido los católicos...»). De esta forma se
estarían convirtiendo innecesariamente los conflictos civiles en conflictos
religiosos y se podría volver a una situación felizmente superada.
Repito que con todo esto no he pretendido otra cosa que dar
argumentos a tener en cuenta cuando se haga el discernimiento. Pero
siempre tendrá que ser cada comunidad cristiana quien se plantee si «aquí
y ahora» es conveniente promover espacios propios o bien animar a los
creyentes para que se incorporen, como el fermento en medio de la masa, a
los espacios que están abiertos a todos.
25