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EL RECONOCIMIENTO DE LOS DERECHOS HUMANOS
DE LAS PERSONAS MAYORES EN LA SOCIEDAD EDADISTA
Jorge Gracia Ibáñez
Laboratorio de Sociología Jurídica
Universidad de Zaragoza
Sociedad anciana y sociedad edadista
Cuenta Simone de Beauvoir, en el hermoso y desolador ensayo que dedicó a La vejez (1983), una
anécdota muy significativa en relación con el nacimiento de la geriatría como disciplina médica. El médico
norteamericano, aunque nacido en Viena, Ignastz. L. Nascher, que es tradicionalmente considerado el
padre la geriatría y el primero que utilizó dicha denominación, al visitar un asilo con un grupo de
estudiantes en su periodo de formación en Nueva York, a finales del S.XIX, oyó como una anciana se
quejaba al profesor de muchos y diversos dolores. Ante la queja de la anciana, el profesor simplemente
hizo notar, no muy amablemente, que la única enfermedad diagnosticable en aquel caso era su avanzada
edad. Al preguntarle Nascher por lo que se podía hacer por ella, éste le respondió sorprendido y tajante:
“Nada”. El joven Nascher se mostró tan impresionado por esa desesperanzadora y algo despreciativa
respuesta que a partir de entonces decidió dedicar su vida al estudio de la senescencia humana.
Me parece que esta historia dice mucho de la posición y la consideración social que,
tradicionalmente, se ha tenido hacia las personas mayores. Porque si bien es cierto que no todas las
sociedades han sido gerontofóbicas – o al menos no lo han sido en la misma medida – , no es menos cierto
que la vejez se ha contemplado siempre con temor y angustia. La posición social de las personas mayores,
a pesar de los más bien acríticos discursos que insisten en una más alta estima y consideración en épocas
pasadas más ancladas en la tradición, no ha cambiado demasiado a lo largo de los tiempos y las viene
colocando en situación de ser discriminadas. La vejez en buena medida es, por lo tanto, contemplada como
una situación indeseable y no como una fase vital más. La obsesión por no envejecer, por no parecer nunca
viejos, tiene en parte que ver con la propia glorificación de la juventud casi como un valor moral y, desde
luego, como un valor comercial. Ser viejo (o vieja) parece implicar una serie de renuncias concatenadas e
irremediables que empiezan con la vida laboral y continúan por todos los demás aspectos hasta,
prácticamente, dejar de ser, dejar de existir, dejar de contar, volverse invisible.
No parece posible obviar la evidencia estadística de que las sociedades contemporáneas, entre ellas
la española, envejecen. Y, desde luego, ese proceso demográfico genera cambios sociales con múltiples
implicaciones. Aunque no todas sean negativas. Pero superando una visión catastrofista del envejecimiento
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poblacional, conviene que dejemos de hablar tanto en términos de problemas, para pasar a hablar más
bien de los desafíos que ese fenómeno va a suponer desde ahora en adelante. El pasado 1 de octubre se
celebraba el día mundial de las personas mayores lo que ha sugerido que, en esa línea apuntada, nos
ocupemos en estas páginas de las personas mayores y, especialmente, del reconocimiento específico como
sujetos de derechos humanos en una sociedad que los discrimina de muy diversas maneras.
Algunos autores han denominado esa discriminación hacia las personas mayores como edadismo o
también ageismo. La terminología fue utilizada, por primera vez, a finales de los sesenta por Butler, que
definió el edadismo como “un proceso por medio del cual se estereotipa de forma sistemática a, y
en contra de, las personas mayores por el hecho de ser viejas, de la misma forma que actúan el racismo y
el sexismo, en cuyos casos es debido al color de la piel o al género” (Butler y Lewis, 1973: 141). Mientras
que Hughes y Mtzezuka (1992: 220) describen el concepto como “un proceso mediante el cual, a través de
imágenes y actitudes negativas hacia las personas mayores, basadas únicamente en las características de la
vejez, se discrimina a los mayores”. Dentro de esa actitud se incluiría desde la difusión de estereotipos
negativos en los medios de comunicación y en la vida cotidiana que lleva hacia la estigmatización del
colectivo, hasta actitudes paternalistas y condescendientes con respecto a los ancianos. Para Palmore
(2001: 572) se trata de una de las formas más importantes de discriminación en nuestra sociedad junto con
el racismo y el sexismo. En definitiva, como sugiere Herring (2009: 13), el edadismo impregnaría toda
nuestra sociedad. Pero presentaría también algunas diferencias respecto a otras formas de discriminación
como el sexismo, el racismo o la homofobia: ya que, por un lado, todas las personas pueden llegar a ser
objeto del mismo si viven lo suficiente; y, por otro lado, en líneas generales, no existe una conciencia clara y
generalizada sobre el tema porque se trata de un concepto relativamente nuevo y con manifestaciones en
ocasiones muy sutiles.
Ante esta situación, como indica Schirrmacher (2005: 49), parece necesaria una revuelta (pacífica y
democrática) contra esta forma singular de odio del ser humano contra sí mismo, que se esconde en la
difamación de la vejez que constituye el edadismo. Y así nuestras sociedades no pueden sobrevivir si la
mayor parte de su población futura – dado el envejecimiento demográfico creciente – es denunciada como
incómoda, olvidada y mensajera de la muerte.
Paradójicamente, esa visión predominantemente negativa y edadista que de la vejez tiene la
sociedad, contrasta con la creciente preocupación – científica e institucional – en relación con estas
cuestiones y con la sustancial mejora de la situación de los ancianos que se ha producido, sobre todo, a
partir de la extensión de los sistemas de protección social y de las pensiones. Por un lado, es innegable
que, en comparación con otras épocas, como detecta Minois (1989: 14-15), existe en este momento, a
pesar de todo, una recuperación del interés por los ancianos. Hasta ahora nunca se habría considerado a
la vejez como un problema importante, ni se había dedicado tanto tiempo a los mayores. Ciertamente,
todas las disciplinas estudian este fenómeno y parece haber una preocupación generalizada por la
realidad de los mayores y el envejecimiento. Preocupación que el propio Minois (1989: 15) relaciona tanto
con el desarrollo de la investigación en las ciencias modernas, como con la presión de las condiciones
demográficas. Por otro lado, también se le dedica al colectivo de ancianos importantes recursos públicos
que han mejorado sustancialmente sus condiciones de vida. No obstante, autores como Gil Calvo (2003:
69-70) desenmascaran la ambigüedad cultural existente en el seno de nuestras sociedades poniendo de
manifiesto cómo la vejez resulta, por un lado, encarecida y, por otro lado, escarnecida. Se la protege
materialmente – a través del gasto público en salud, pensiones y servicios sociales – y, por otra parte, se la
humilla moralmente, descalificándola al identificarla con el estigma que la reconoce como una carga
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familiar y social. Y así, a pesar del innegable aumento de estudios y atenciones y de recursos hacia la
población anciana, “es la gerontología lo que es popular, pero no los viejos” (De la Serna, 2003: 70).
En definitiva, como acertadamente concluye Bazo (1990: 201), el principal problema de la vejez es
que resulta mal vista: supone objeto de aversión por parte de las personas en general e, incluso, por parte
de las propias personas ancianas en particular. A las personas mayores se les arrincona al convertirlas en
jubiladas y se les estigmatiza al considerarlas viejas. A causa de los estereotipos negativos que configuran la
percepción de la vejez, las personas ancianas sufren discriminación por parte de la sociedad por razón de su
avanzada edad. De esta forma, en las sociedades occidentales contemporáneas cada vez más envejecidas,
las personas mayores no han adquirido poder paralelamente a ese aumento demográfico. Aunque tal vez
las nuevas generaciones que accedan a la vejez modifiquen esa situación, lo cierto es que la sociedad
anciana es también, hoy por hoy, una sociedad edadista.
Hacia una Convención Internacional de los
Derechos Humanos de las Personas de Edad
En el seno de la sociedad edadista, los derechos humanos de las personas mayores quedan
constantemente expuestos a ser violados, ya sea por prejuicios, mitos, estereotipos o simple
desconocimiento de los rasgos que caracterizan a esta etapa de la vida (Sánchez Salgado, 2000: 30). No
obstante, a diferencia de lo que ocurre con otros grupos de población que podríamos considerar como
especialmente vulnerables como las mujeres y los niños, no existe todavía una Convención Internacional en
relación con los derechos de las personas mayores.
La comunidad internacional se ha reunido dos veces en veinte años para estudiar a escala mundial
la cuestión del envejecimiento: en la Primera Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, celebrada en
Viena en 1982, y en la Segunda Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, celebrada en Madrid en 2002.
De esta forma, en el Plan de Acción Internacional de Madrid sobre Envejecimiento, que fue uno de los
principales frutos de esa Segunda Asamblea Mundial sobre Envejecimiento, se señala como objetivo
primordial el garantizar que en cualquier país o lugar la población pueda envejecer con seguridad y
dignidad y que las personas de edad puedan continuar participando en sus respectivas sociedades como
ciudadanos con plenos derechos (Leturia y Etxaniz, 2009:17). En el mencionado documento se explicitan y
desarrollan una serie de temas centrales que están vinculados a esas metas, objetivos y compromisos
fijados. Pero a pesar de ello, y del impulso evidente que supusieron estas dos importantes citas, así como la
celebración en 1999 del Año Internacional del Mayor, del análisis del conjunto de los instrumentos jurídicos
internacionales de derechos humanos se desprende la existencia de una laguna normativa en los derechos
de las personas mayores, ya que en casi todos los instrumentos jurídicos fundamentales se omite la edad
como posible causa de discriminación (ONU, Asamblea General, 2009: 7).
Por eso mismo tiene pleno sentido que nos planteemos si los rasgos detectados en la situación
actual del reconocimiento de los derechos humanos de las personas de edad en los instrumentos
internacionales tal y como los hemos descrito – dispersión en varios textos y existencia únicamente de
algunos instrumentos específicos ya mencionados que podríamos denominar de soft law – deben dar paso,
como ha ocurrido respecto de las personas con discapacidad, a un tratado internacional obligatorio para las
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naciones que lo ratifiquen y con mecanismos igualmente obligatorios de supervisión. En definitiva, se
trataría de alcanzar una hipotética Convención sobre los Derechos Humanos de las Personas Mayores, que
implique la culminación de ese proceso de especificación respecto de los mayores, de algún modo ya
iniciado con las dos Asambleas Mundiales sobre Envejecimiento o el Plan de Acción Internacional de
Madrid. Una Convención específica que suponga el paso hacia el derecho internacional vinculante sobre el
tema. Una convención internacional sobre los derechos humanos de las personas mayores podría afrontar
el edadismo arraigado en casi todas las sociedades y que dificulta a esas personas de edad desplegar todo
su potencial y participar en la comunidad en pie de igualdad con las demás. Entre las ventajas de esta
posible convención estarían, desde luego, la definición con claridad de las obligaciones de los Estados
miembros en relación con los derechos de las personas de edad, sirviendo para reforzar y complementar
los documentos internacionales de política vigentes en materia de envejecimiento, ofreciendo reparación a
las personas mayores contra cuyos derechos se hubiera atentado (ONU, Asamblea General, 2009:18).
La adopción de una Convención Internacional clarificaría y sistematizaría en un solo documento,
jurídicamente vinculante, los contenidos del consenso internacional en torno a los derechos de las
personas de edad (Rodríguez-Piñero, 2010: 30). La convención podría implicar un cambio en las actitudes
respecto a las personas mayores incrementando la visibilidad de los problemas que les afectan y de sus
necesidades. A la vez que mejoraría la responsabilidad de los estados respecto de sus acciones hacia los
mayores, al proveer adecuados mecanismos de información y control, y proporcionaría un marco útil de
ayuda para la elaboración de políticas que respondan a los retos del envejecimiento mundial (HelpAge,
2009:6). Es decir, favoreciendo el diseño e implementación de políticas internacionales sobre
envejecimiento basadas en un enfoque de derechos humanos (Rodríguez-Piñero, 2010:31). Además,
tampoco hay que perder de vista la cualidad transformadora de la vida de las personas que poseen los
derechos humanos. Por ello el reconocimiento específico de los derechos de las personas mayores a través
de una convención, supondría una mayor capacitación de las mismas para alcanzar una vida segura y digna,
libre de miedo y discriminación (HelpAge, 2009:4). Finalmente, como sugiere Rodríguez-Piñero (2010:30), el
alto estatuto jurídico, político y normativo de una convención de Naciones Unidas constituiría un gesto de
gran calado simbólico para avanzar en el logro de los objetivos expresamente asumidos por los planes de
acción internacional sobre el envejecimiento y por diversas políticas en el ámbito regional o internacional.
En conclusión, colocaría la cuestión, también desde un punto de vista simbólico, en un nivel superior.
En sentido contrario, también se podría argumentar la falta de efecto real de este tipo de
convenciones sobre la vida diaria de las personas, que, además, ya tendrían reconocidos estos derechos a
través de los instrumentos generales. A ello habría que añadir el coste económico de la implementación de
una nueva convención referida a las personas mayores (HelpAge, 2009: 6). En cualquier caso, una
argumentación similar podría haberse utilizado para no recoger específicamente en instrumentos propios
los derechos de determinados grupos como mujeres, discapacitados o niños. Sin embargo, en estos casos,
es obvio el papel relevante que en la mejora de la vida de las personas pertenecientes a esos grupos ha
supuesto el reconocimiento específico de derechos y los esfuerzos para su implementación, con lo cual, lo
mismo puede (y debe) ocurrir con las personas mayores. A ello habría que sumar la laguna normativa
existente que la propia ONU reconoce, como hemos visto, en relación con los derechos humanos de las
personas mayores, que una convención ayudaría a cubrir de la mejor manera posible. Y en este sentido,
como concluye García Cantero (1997: 29), no existiría riesgo alguno de inflación de declaraciones, sino más
bien, “una suma conveniencia de concreción y profundización de aspectos precisados de debate ante la
opinión pública”.
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Conclusión:
por una sociedad para todas las edades
Quizás lo más fácil, pero también lo menos constructivo, sea mantener una actitud cínica ante la
celebración de los días o incluso de los años internacionales dedicados a los más diversos y variopintos
colectivos. Con todo, el mayor sentido que se le puede encontrar a esa especie de santoral laico y
cómodamente solidario, es el de que reflexionemos o se nos haga caer en la cuenta de la situación real de
algunas personas. En el caso de la discriminación hacia las personas mayores, el edadismo, hay que decir
que éste se encuentra tan internalizado que muchas veces nos pasa desapercibido. Pero las personas
mayores son discriminadas por una sociedad que es, a la vez, una sociedad envejecida, una sociedad
anciana, en un ejercicio de autonegación. No hay peor odio, o, al menos, odio más absurdo, que el odio a lo
que uno mismo es o puede llegar a ser con el tiempo.
Que contemplemos el envejecimiento como una especie de enfermedad social y no como un triunfo
generado por el hecho de que vivamos cada vez más años y en mejores condiciones, determina, en buena
medida, esa ceguera colectiva en relación con las personas mayores y realidad. Realidad que incluye
importantes problemas necesitados de intervención desde las políticas públicas que van, por ejemplo,
desde la atención adecuada a las situaciones de dependencia, hasta la precarización económica, pasando
por otras circunstancias como la soledad e incluso los malos tratos.
La clave es contemplar a las personas mayores como sujetos de derecho, de derechos humanos. De
ahí que sea importante reflexionar sobre la oportunidad de una Convención Internacional de los Derechos
Humanos de las Personas Mayores que constituya un instrumento útil para mejorar la situación social de
las personas de edad avanzada en el mundo y para luchar contra el edadismo. Un instrumento que permita
intentar hacer realidad el hermoso lema que la ONU eligió para el Año Internacional de las Personas
Mayores en 1999, por una sociedad para todas las edades.
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