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Exclusión y revancha:
Lógicas autoritarias versus cultura democrática en el Perú
Karina Pacheco Medrano*
El autoritarismo y la cultura democrática son dos tendencias que cohabitan en la vida
cotidiana nacional. Desde la organización doméstica familiar, pasando por los valores
estimulados en la enseñanza escolar y las organizaciones populares,1 hasta llegar a las
fórmulas predominantes de diseño y ejecución de políticas y programas gubernamentales e
incluso no gubernamentales, estas dos disposiciones se ven confrontadas y muchas veces
conjugadas en una dinámica en la que hasta el momento la primera parece imponerse a la
segunda. No obstante, es importante destacar que en los últimos tiempos la adscripción a la
democracia, la participación y el diálogo como bases para el desarrollo humano han logrado
avances significativos al adentrarse cada vez más tanto en el discurso político como en el de
muchas organizaciones sociales y educativas.
Tradicionalmente, el autoritarismo en América Latina se puso en práctica en las
dictaduras y sistemas de gobierno oligárquico-castrenses, caracterizados por el expolio de las
grandes mayorías, así como por la violación de los derechos humanos de opositores y sectores
de población más vulnerables. Ahora bien, desde los años ochenta, y con sistemas
democráticos establecidos en prácticamente todo el continente, el autoritarismo, que implica la
violación de derechos fundamentales y sistemas de exclusión de honda raigambre, no ha
desaparecido, si bien ha ido tomando otras formas. Linchamientos, inseguridad ciudadana,
violencia callejera, abuso de autoridad, maltrato infantil, discriminación racial y exclusión
social son moneda corriente en la vida cotidiana de la gente y no sólo no han reducido sus
2
tasas, sino que se han incrementado en muchos países de la región.
Asimismo, y con particular énfasis en el Perú, crece la frustración ante clases políticas
que no han gobernado representando los intereses de la población y que, por el contrario, una
vez elegidas, sin mediar consultas ciudadanas, imponen leyes y tratados que sólo las
benefician a ellas o a minoritarios grupos privilegiados. Así, el informe del Latinobarómetro
*
1
2
Profesora de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco.
Al respecto, ver Montoya 1998.
El caso más dramático es El Salvador, donde el índice de muertes violentas actual es incluso superior al del
periodo de la guerra civil (1979-1991), particularmente entre jóvenes de 10 a 29 años. Así, si la media mundial es
de 9,2 homicidios juveniles por cada 100.000 habitantes, El Salvador registra una tasa de 50,2. Por su parte,
Colombia, con graves conflictos internos donde intervienen delincuencia común, narcotráfico, guerrillas, militares
y paramilitares, dentro de un sistema democrático, registra el índice más alto del mundo: 84,4. Ver OPS 2003.
del año 2004 indicaba que el 85% de los peruanos considera que «el país está gobernado por
unos cuantos intereses poderosos en su propio beneficio».3 Esta percepción no sólo implica un
preocupante descrédito de las clases gobernantes y políticas en general, sino que alimenta
deseos de castigo, de revancha, de apoyar un antisistema, alimentando nostalgias y
preferencias por dictaduras en la idea de que éstas, mediante el uso de la fuerza, generarían
orden y bienestar o revertirían radicalmente el estado de cosas. En esta línea, no es extraño que
este mismo informe reportara que en el Perú, el 70% de la población cree que un poco de
«mano dura» no le vendría mal a su gobierno, mientras un 64% aprobaría una dictadura con
tal de que resolviera sus problemas económicos.4
Esta situación pone contra la pared el discurso que planteaba que el combate contra la
pobreza y la exclusión, así como el fortalecimiento de la democracia serían consecuencias casi
naturales de las elecciones mediante sufragio universal y políticas neoliberales de crecimiento
5
económico. En los últimos años, el abrumador fracaso de estas políticas ha llevado incluso a
algunos organismos financieros internacionales a destacar otros factores como la desigualdad
y la exclusión para bosquejar análisis y soluciones más consistentes frente a la pobreza.6 Pero
si bien va resultando claro que para el fortalecimiento de la democracia también es
fundamental la implementación de profundas reformas en el sistema económico, así como de
sólidas políticas sociales de combate a la pobreza, quedan aún otros resortes profundos y poco
visibles que desempeñan un papel trascendental en el mantenimiento de una lógica que en la
práctica e incluso en el discurso público sigue apelando y justificando el uso del autoritarismo
y de la misma violencia no sólo como generadores de orden y bienestar sino de justicia.
Este artículo aborda la persistencia de una cultura autoritaria frente a otra democrática
en el Perú, en la hipótesis de que la fortaleza de la primera está bastante relacionada con un
sistema socioeconómico profundamente desigual, discriminatorio y excluyente que afecta, si
bien con características particulares, tanto a los de arriba como a los de abajo, a los que
excluyen y a los que son excluidos. Así, mientras la cultura de la exclusión es la cara del
autoritarismo en los primeros, el deseo de revancha, incluso sangrienta, frente a ésta, así como
el de soluciones radicales a los problemas económicos y sociales es el principal alimento del
3
Es el índice más alto de toda América Latina.
Es también uno de los porcentajes más elevados entre los países del ámbito latinoamericano. Ver Corporación
Latinobarómetro 2004.
5
Sintetizadas en el denominado “Consenso de Washington”, son un conjunto de políticas neoliberales de ajuste
estructural diseñadas por organismos financieros internacionales como el FMI, el BID y el Banco Mundial. Se
implantaron en prácticamente todos los países en desarrollo en la década del 90 y se podrían resumir en una
fórmula de desarrollo basada en menos Estado y más mercado; menos gasto social y más privatizaciones; menos
subvenciones y más competencia.
6
Recién en 2003, un estudio del Banco Mundial (De Ferranti et al) empezó a destacar la desigualdad y la
exclusión históricas como causas de graves problemas para el desarrollo social y económico en América Latina.
4
1
autoritarismo entre los segundos. Este análisis se complementa con algunas reflexiones sobre
una cultura que, tanto a través de la educación formal e informal, sigue enalteciendo valores
autoritarios y limitando el pensamiento crítico, el reconocimiento de la diversidad y las
prácticas participativas, actitudes esenciales para el desarrollo de una sociedad democrática.
Autoritarismo como signo de la exclusión
En el Perú, las inclinaciones a favor de la aplicación de la «mano dura» presentan una
paradoja, muestran tendencias mayores en los sectores socioeconómicos más altos (A) y en los
más bajos (D y E). Así, el respaldo al prófugo Alberto Fujimori alcanzó sus tasas más altas en
estos dos sectores extremos de la población, si bien los afectos de unos y otros hacia el ex
dictador estuvieron motivados por razones distintas y distantes. No es muy difícil explicar el
apego de los primeros. La eliminación compulsiva de derechos laborales aplicada durante la
dictadura fuji-montesinista benefició enormemente a los grandes grupos empresariales del
país. Si a ello añadimos la privatización compulsiva y a precio de ganga de innumerables
empresas, la reducción de impuestos para las macro-empresas así como la estabilización
económica conseguida tras un quinquenio de disparatada inflación (y cuyos costos sociales los
pagaron fundamentalmente las clases medias y pobres), podemos entender que su respaldo a la
dictadura fuera enorme, aún más cuando ésta no se detuvo para aplicar severas acciones
disuasorias y represivas a cualquier grupo que saliera a protestar a las calles por las medidas
económicas aplicadas, situación que dejaba la sensación de que había estabilidad también
social y que la gente, si no estaba contenta, al menos estaba controlada y se podía gozar de los
grandes beneficios obtenidos en paz.
Gran parte de las élites económicas en el Perú es heredera de una cultura en la que,
históricamente, el mantenimiento del poder se ha servido tanto de la represión física, como de
la dominación política, económica y también ideológica. Como indica José Carlos Ballón, en
estos sectores «la imagen del “cholo barato” es considerada incluso como una “ventaja
comparativa” de nuestra competitividad internacional en nuestra paradójica retórica
7
“liberal”». Esta lógica excluyente y autoritaria se ha visto acentuada por un carácter racista en
la distribución de poder, donde la vertiente occidental de la cultura y la sociedad peruana es
enaltecida como paradigma del desarrollo, de la riqueza, de la civilización y de la misma
belleza, mientras lo indígena y lo mestizo es observado como una suerte de lastre, válido como
7
En Flores Galindo (1999:12).
2
mano de obra barata, cuya cultura, a lo sumo, es apreciada como folklore y artesanía para el
consumo de la industria turística.
Amparadas por esta lógica, las élites han justificado su apropiación del poder político y
de los bienes económicos en la idea de que son las portadoras de la civilización, la modernidad
y el bien hacer las cosas, mientras las mayorías (sobre todo las mayorías pobres e indígenas)
no sabrían gobernar ni decidir. No es extraño, pues, que recién en 1980 los analfabetos
accedieran al derecho al voto, y analfabeto en el Perú de entonces, como en el de hoy, es
predominantemente el poblador indígena de la sierra y la selva. Tampoco es extraño que ante
los pavorosos resultados del informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2003),
una importante proporción de la clase política y la sociedad urbana (incluidas clases medias)
haya mirado al costado, si es que no han señalado explícitamente que es necesario voltear la
página. Esta apuesta por el olvido y la impunidad sólo es posible cuando se trata de una
sociedad dominante absolutamente excluyente, que es la misma que justificaba la violación
masiva de los derechos humanos durante los años de la guerra sucia, confiada en que los
«daños colaterales» de tales políticas jamás la tocarían, como ha sido tradición en la historia
peruana. Y este ha sido el caso de los 69.000 muertos y desaparecidos, así como de los
centenares de miles de huérfanos, torturados y desplazados que aquella época sangrienta
produjo: la gran mayoría indígenas quechuahablantes de comunidades campesinas de la sierra,
así como nativos de la selva y gente pobre de las barriadas urbanas.
Desde esta perspectiva, en el Perú la exclusión de los pobres no se explica solamente
por cuestiones económicas sino por una suerte de ideología racista que, históricamente, se ha
negado a reconocer los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales de los
pobres, mayoritariamente indígenas y cholos, cuya situación de sometimiento material pero
también ideológico ha sentado las bases de sistemas de producción y desarrollo excluyentes.
Con estas bases, son calificados como irremediablemente necesitados de asistencialismo,
ineptos, ingenuos o, en términos más modernos, poco innovadores y nada competitivos.
Motivos estos que no los harían aptos para incidir en la toma de decisiones, sino más bien para
obedecer. Dichos como «más me pegas, más te quiero», comúnmente atribuidos al sentir de
cholos e indios en chistes urbanos, son ejemplos ilustrativos de este pensamiento. En este
contexto, cuando tales cholos e indios se rebelan ante situaciones de explotación, la lectura es
que están subvirtiendo el orden –orden que si bien excluyente está asumido como normal–,
por tanto recaen en la categoría de bárbaros, salvajes, enemigos del desarrollo, ante quienes es
justificado aplicar la violencia para recuperar la «normalidad» y la «paz».
Este discurso, presentado sin ambages hasta hace medio siglo, hoy sería políticamente
incorrecto, dado que, en esta época, el racismo manifiesto es menos tolerado que antes y dada
3
la existencia de numerosas organizaciones de la sociedad civil que lo denuncian. Sin embargo,
sigue expresándose en la vida cotidiana, a veces enmascarado y a veces con soltura, incluso en
muchos debates políticos y en algunos manifiestos públicos. Casos recientes y paradigmáticos
surgen a raíz de los conflictos entre poblaciones campesinas y empresas mineras que se
extendieron por el país en el último año. En todos ellos, los principales medios de
comunicación nacional (cuya propiedad recae en grandes grupos de poder) contribuyeron a
expandir la opinión de las empresas mineras en la dirección de señalar que la gente había sido
manipulada por elementos terroristas y, para afirmar su posición, se acusó de asociación con la
subversión a muchos líderes campesinos, así como a las ONG y a algunos sacerdotes que
respaldaron los movimientos de protesta. Este ejemplo ilustra no sólo la escasa sensibilidad
que hay en las élites frente a los problemas sociales y ambientales que las empresas han
generado en las poblaciones donde recayó su acción, sino también la idea de que éstas ni
siquiera son capaces de formular sus demandas por sí solas y que, necesariamente, han tenido
que ser manipuladas por una mano externa, la única capaz de poseer ideas (aunque fueran de
revuelta). Así, en el caso de las protestas contra la minera de Yanacocha, en Cajamarca, los
pasquines anónimos que impugnaban los reclamos de los campesinos indicaban: «son unos
borrachos alentados por un cura rojo que les entrega aguardiente».8
Otro ejemplo más cercano y sumamente ilustrativo se dio ante los conflictos sociales y
las demandas contra la empresa BHP Billiton, que adquirió la mina Tintaya, en Espinar,
Cusco. La imagen que las principales cadenas nacionales de televisión difundieron fue la de
los locales destrozados por la ira de la protesta, actos que ciertamente pueden definirse como
vandálicos. No obstante, ninguno de esos programas mostró imágenes de cómo las aguas
comunales habían sido contaminadas ni de la situación de miseria en la que gran parte de la
población supuestamente beneficiaria se mantiene, ni mucho menos se denunció el
incumplimiento de los compromisos económicos adquiridos por la empresa minera con la
población local. Tras presentar las imágenes de las instalaciones destrozadas y de unos
panfletos atribuidos a Sendero Luminoso (que semanas después la misma policía desmintió),
se apelaba al gobierno a usar mano dura contra tanto salvajismo que no asimila lo que
significa desarrollo (es decir, que no asimila su visión de desarrollo). Así, el domingo 12 de
junio de 2005, en relación con los sucesos de Tintaya, los principales diarios de circulación
nacional publicaron un anuncio pagado cuyo mensaje indicaba que «El Perú crece y no lo
dejan», cuyo texto es un paradigma de una idea del Perú absolutamente excluyente, donde un
grupo de personas se apoderan de la nacionalidad peruana, de los valores democráticos y de la
8
Al respecto, ver Ardito (2004).
4
idea de civilización, base desde la cual acusan las acciones irracionales de los «otros», que
parecen detestar el desarrollo y frente a los cuales cabe incitar a las autoridades no
precisamente a acciones democráticas, sino al uso de la fuerza.
EL PERÚ CRECE
Y NO LO DEJAN
Defendamos Nuestro Derecho al Desarrollo
Lo ocurrido en Tintaya es mucho más serio de lo que pensamos. Refleja el grave
deterioro social e institucional que afecta no sólo a la productividad sino a la viabilidad
del país.
Los peruanos apostamos por un sistema democrático donde podamos procesar nuestras
discrepancias. Reglas de juego que nos permitan constituir una estabilidad a favor del
desarrollo de las personas y sus comunidades.
Todos los peruanos que nos esforzamos como trabajadores, empresarios, profesionales,
intelectuales, productores, líderes comunales, promotores de desarrollo, autoridades
regionales y ediles que impulsamos diversas experiencias de desarrollo vemos seriamente
amenazado nuestro futuro con los sucesos de Tintaya, los permanentes bloqueos y los
actos de violencia.
En este sentido, quienes creen que pueden ganar ventajas políticas azuzando a la
población están atentando contra la gobernabilidad y el derecho al desarrollo. Ponen en
riesgo nuestros retos. Provocan el caos. Boicotean el futuro. No dejan que el Perú crezca.
Tintaya no debe ser una invitación al descontrol
Señor Presidente, autoridades del gobierno y líderes de los Partidos Políticos,
Tienen ustedes la palabra
[firmas]
Este anuncio estaba signado por más de un centenar de personalidades, entre
empresarios, banqueros y no pocos intelectuales, sobre todo de Lima, que se adherían a esta
proclama y, por tanto, al clamor por una solución autoritaria y violenta. Cabe preguntarse qué
hubiera ocurrido si el gobierno hubiese accedido a esta demanda de mano dura.
Probablemente, algunos hubiesen lamentado un importante número de muertos y heridos
mientras otros podrían haber celebrado la llegada del control, la paz y el orden, si es que el uso
de la violencia a la que apelaron no hubiese multiplicado respuestas también violentas.
Otra manifestación de esta cultura excluyente que fortalece el autoritarismo frente a las
prácticas democráticas se viene expresando en los últimos meses. Ante la masiva recogida de
firmas que numerosas organizaciones de la sociedad civil vienen desarrollando para exigir al
5
gobierno que la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos sea sometida
a referéndum, dados los perjuicios que puede ocasionar a grandes sectores de la población (por
la asimetría de costes-beneficios y fuerzas desplegadas en dicha negociación), organizaciones
como la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas (CONFIEP), que
aglutina a grupos económicos que serán los principales beneficiarios del TLC, están
desplegando una gran campaña de presión para que el gobierno nacional desestime la
aplicación de este referéndum, aún cuando diversas encuestas de opinión indican que entre un
65% y un 70% de los peruanos está en contra de la firma de este tratado. Luchar por impedir la
aplicación de una herramienta tan nítidamente democrática como un referéndum frente a un
asunto que puede tener tremendas repercusiones para el conjunto del país a corto y largo
plazo, nos da una idea de que el compromiso con la democracia no está precisamente
arraigado en gran parte de las élites socioeconómicas nacionales. Y este es un aspecto que
perjudica severamente el fortalecimiento de una cultura participativa en la población general,
así como el de las instituciones democráticas que, con gran facilidad, suelen ser cooptadas o
desplazadas por el poder de tales élites, todo lo cual obstaculiza el surgimiento de un sistema y
una cultura efectivamente democráticos. Esta es una de las conclusiones del Informe sobre la
Democracia en América Latina del PNUD, cuando señala que:
«Un Estado para la democracia busca igualar la aplicación de derechos y deberes, lo
cual –inexorablemente– modifica las relaciones de poder, en particular en regiones
como América Latina, donde la fuerte concentración de ingresos lleva a la
concentración de poder (…). En muchos casos, los Estados latinoamericanos han
perdido capacidad como centros de toma de decisiones legítimas, eficaces y eficientes,
orientadas a resolver los problemas que las sociedades reconocen como relevantes. Es
imperioso recuperar esta capacidad para promover las democracias. No existe
democracia sin Estado, no existe desarrollo de una democracia sin un Estado para
todos capaz de garantizar y promover universalmente la ciudadanía. Si esta condición
no se cumple, la democracia deja de ser una forma de organización del poder, capaz de
resolver las relaciones de poder y conflicto. El poder escapa a la democracia y ella se
queda sin sustancia» (PNUD 2004:182).
Dar la vuelta a la tortilla: el autoritarismo como revancha entre los pobres
Como ya se ha mencionado, en los sectores populares también está extendida una
idealización de la mano dura como motor de orden, justicia y progreso. Más allá de la
6
existencia de una cultura que resalta valores como la disciplina9 y el rigor en el conjunto de la
población peruana, en los sectores más pobres, los apegos al autoritarismo y al mismo uso de
la violencia tendrían varios motivos más. El deseo de revertir por completo la exclusión de la
que son víctimas parece ser uno de ellos. Dada la magnitud del poder de los grandes grupos
macroeconómicos y la debilidad del Estado, entre los excluidos la vía democrática puede ser
percibida como insuficiente e incluso inútil para producir cambios y reformas que conduzcan a
una situación más justa. Por tanto, las soluciones drásticas, aquellas que proclaman una nueva
era en la que la tortilla del poder se volteará por completo, generan grandes adhesiones y
simpatías, aunque las estrategias que para tal fin se enuncien estén cargadas de violencia e
incluso de racismo y exclusión inversa.
Varios especialistas que han trabajado sobre las causas y características de la irrupción
de Sendero Luminoso en la vida nacional (Manrique, Portocarrero, Montoya, Degregori o
Flores Galindo), indican que el deseo de muchos excluidos, conscientes de su exclusión, por
dar una vuelta radical a la pobreza, el racismo y la discriminación de los que se sentían
víctimas, alimentó buena parte de los fervores que respaldaron a aquel grupo terrorista como
vía para canalizar ese deseo. Es el caso de «Carmen», una joven simpatizante de Sendero
Luminoso, limeña hija de migrantes pobres de la sierra y habitante de una barriada. Sobre los
padres de los “pitucos”, decía: «son abogados, ingenieros… y Sendero les va a bajar el sueldo
¿no es cierto? Porque están cobrando bastante… no les va a alcanzar, no van a tener tanto
10
dinero como para gozar… se van a ver ellos mismos en un caos… ».
Asimismo, cabría preguntarse hasta qué punto esas ansias de revancha, de «dar una
vuelta completa a la tortilla», son las que están propulsando, fundamentalmente en los sectores
socioeconómicos D y E, el vertiginoso crecimiento del apoyo a la candidatura de Ollanta
Humala a la Presidencia de la República. Cabe recordar que, aunque este candidato marca
distancias con el discurso visceral de su hermano cuando habla ante los medios de
comunicación, se beneficia de la asociación natural que sus seguidores hacen entre ambos. El
ataque de los etnocaceristas dirigidos por Antauro Humala a un puesto policial en
Andahuaylas en enero de 2005 no sólo obtuvo gran respaldo en la sierra sur, aunque se llevase
por delante la vida de cuatro soldados, sino que su discurso de quiebra de la democracia o el
recurso al fusilamiento de todos los corruptos, al linchamiento de políticos (incluido el
presidente Toledo, ministros y congresistas) y de los dueños de los principales grupos de
9
Disciplina entendida como «obediencia habitual por parte de las masas sin resistencia ni crítica», concepto
desarrollado por Max Weber.
10
Testimonio tomado por Portocarrero (1998:205).
7
prensa,11 a la expulsión de los capitales extranjeros, o a una peruanidad privilegiada para la
gente «cobriza», se ha ganado adhesiones masivas, precisamente en los sectores más
excluidos.12 Desde otro ángulo, el discurso de Ollanta Humala, pese a ser más sosegado,
formula una apuesta clara por la inclusión en gobiernos locales y regionales de jefaturas
militares en la idea de que éstas garantizarían el orden. La cultura democrática no aparece por
ninguna parte en estas propuestas, más bien éstas parecen nutrirse en abundancia de ese
profundo deseo de revancha, revancha que necesariamente tendría que respaldarse en el
autoritarismo y la violencia.
Por otro lado, es bastante evidente que el apego a la mano dura en los sectores más
pobres también surge como respuesta a la ausencia de las instituciones del Estado para frenar
la creciente ola delincuencial que afecta con mayor inclemencia a estos sectores. Sin dinero
para protegerse mediante servicios de seguridad privados, en barrios marginales y
comunidades campesinas se viene registrando un creciente número de casos de aplicación de
la «justicia por la propia mano» en la forma de linchamientos, apedreamientos y
desapariciones de ladrones, violadores y otro tipo de maleantes que asolan estas zonas. Por
tanto, no es de extrañar que en muchos barrios pobres las entradas estén ocupadas por carteles
que anuncian que se linchará a quien ose delinquir en sus calles. La sensación de indefensión
ante el delito y la impunidad del delincuente si es llevado a la cárcel, empujan a mucha gente a
tomar la justicia por su cuenta y a aplicar el recurso de la violencia, teóricamente exclusividad
del Estado, para buscar la revancha. Los numerosos casos de victimarios que han sido
liberados sin mediar prisión ni juicios, ciertamente, llevan a pensar que el sistema judicial no
funciona, salvo para las víctimas que cuentan con dinero. Por tanto, la liquidación o el castigo
inmediato de los agresores se visualiza como la única manera de obtener algún tipo de justicia
o al menos venganza.
En este contexto, y dado que el problema de la inseguridad ciudadana es el que hoy
marca una de las mayores preocupaciones sociales, en las clases altas, medias y bajas, se
extiende la idea de que la democracia es demasiado blanda, que no tiene agallas para sancionar
a los delincuentes o que los favorece con penas reducidas. En esta línea, el desdén por la
democracia y sus instituciones se extiende, mientras cobra fuerza la atracción por las políticas
y los políticos que proponen la fórmula autoritaria/violenta de la mano dura. Y no son pocos
los candidatos electorales, tanto de partidos nuevos como tradicionales, que están empezando
a incluir entre sus propuestas sanciones como la pena de muerte para corruptos, violadores,
11
En portada y editorial del diario Ollanta Nº 39 del 11 al 25 de junio de 2004. Ver Humala 2004.
12
Los editoriales y artículos del diario oficial del etnocacerismo, Ollanta, abundan en estas proposiciones (ver:
http://www.prensaollanta.com).
8
secuestradores y asesinos, propuestas que, en efecto, les pueden redituar gran cantidad de
votos. Este es el caso de Sitza Romero, hermana del alcalde de Arequipa y pre-candidata a las
elecciones parlamentarias de 2006, quien entre sus propuestas ha señalado: « voy hacer que se
dé la pena de muerte contra los corruptos porque no puede ser que al Perú le estén robando y
se sigan burlando en nuestras caras».13
Más allá de la revancha, tras 25 años de democracia y puesto que la pobreza, la
exclusión y la desigualdad se han mantenido e incluso incrementado, va creciendo la
idealización de pasados dictatoriales, en el Perú o en los países vecinos, que habrían generado
mayores beneficios para los pobres. En nuestro país, Fujimori jugó bastante bien esta carta,
con una política de aproximación festiva a los sectores marginales, se vanagloriaba de su
autoritarismo y lo acompañaba de medidas asistencialistas para la población. Así, ofrecía la
imagen de un presidente cercano que «tocaba» a los pobres, que los «ayudaba» en el corto
plazo, que «ponía en orden» las cosas (sobre todo en la lucha contra el terrorismo), sin que
importara que el dinero de tal ayuda fuera producto del latrocinio o de la privatización de
centenares de empresas, que la sanidad y la educación pública hubieran sido desmanteladas, o
que tal orden generado incluyera la violación flagrante de los derechos humanos.
¿Cultura autoritaria o cultura democrática?
Es importante enfatizar que, además de la exclusión que practican los de arriba y el
ansia de revancha en los de abajo como elementos que fomentan la persistencia de actitudes y
políticas antidemocráticas, hay en el Perú numerosas prácticas y valores que siguen
alimentando la fortaleza de una cultura autoritaria. Unas y otros dificultan, y de modo muy
significativo, que la democratización política alcanzada vaya bien acompañada por una cultura
de la participación, el pensamiento crítico y el derecho y el respeto por el ejercicio de las
libertades individuales. Así, la idea de amor a la patria y civismo como sinónimos de
educación castrense y respeto de símbolos más que de los ciudadanos sigue estando
sumamente arraigada en la población nacional (tanto en las clases altas y medias, como entre
los pobres). Esta cultura castrense en la que prima la jerarquía, la obediencia, la disciplina e
incluso el castigo ejemplarizante frente al rebelde y el desobediente, permanece no sólo en las
instituciones educativas y en la misma estructura familiar, sino también en las relaciones
interpersonales en centros laborales y en las mismas vías públicas.
13
Entrevista publicada en El Búho. Semanario del Sur. Edición Nº 206 del 15 al 21 de noviembre de 2005.
9
Un ejemplo ilustrativo surge del intento de la Asociación Civil Transparencia por
introducir un cambio en la celebración escolar de Fiestas Patrias. Transparencia propuso a
gobiernos municipales de Lima, así como a los directivos de numerosos colegios públicos y
privados, reemplazar el desfile escolar del 28 de julio por una celebración festiva que
incluyera danzas, pasacalles y expresiones artísticas de diverso tipo. La paradoja es que
obtuvo el respaldo de autoridades públicas y educativas, pero se encontró con el rechazo de
gran parte de los padres de familia que demandaban la permanencia del desfile cívicomilitar.14 ¿Hasta qué punto está instituida en la sociedad la idea de que una buena educación y
la misma expresión del civismo surge sobre todo de la disciplina, que empieza por la
disciplina del cuerpo? Es algo que cabría profundizar a través del análisis de casos como
éste.15
Aunque en las últimas décadas se ha expandido el discurso que enaltece la democracia,
la participación y el diálogo entre los actores sociales, muchas instituciones, incluyendo la
familia y la escuela, siguen ejerciendo y fomentando prácticas verticales y autoritarias. Los
altos y crecientes índices de violencia doméstica nos dan idea de lo poco que una cultura
democrática y de respeto a los derechos humanos ha calado en la familia, el núcleo básico e
inicial de la formación de los ciudadanos y aquel que puede reproducir a futuro las actitudes
democráticas o las actitudes violentas y autoritarias.
Paralelamente, esta situación convive con la persistencia del elogio del sufrimiento y la
resignación como virtudes,16 así como el asumir la mansedumbre como estrategia eficaz para
la supervivencia o para obtener beneficios de quien ostente el poder. Que adjetivos como
«sufrido» y «humildito» sigan entendiéndose como inocente, bondadoso y con derecho a
retribuciones del Estado o del poderoso, son indicativos de esa lógica, una lógica que inhibe el
desarrollo del pensamiento y de actitudes críticas frente al poder y que, además, fomenta el
temor a la participación.
Un sondeo que apliqué en octubre de 2005 entre estudiantes de la carrera profesional
17
de Educación de la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco,
revela que en
estos sectores, potenciales formadores de opinión, los índices de apoyo a la democracia no
14
Ver: http://www.foroeducativo.org.pe/comunicaciones/alerta/194/destacado.htm
15
Al respecto, ver Foucault (1997).
Al respecto, un texto muy sugerente sobre esta cuestión se encuentra en Portocarrero (1990: 233) quien
recoge que: “Cuando escuchamos decir de una persona que es “muy sufrida”, se suele movilizar en quien habla
y en quien oye sentimientos de compasión y lástima pero también sentimientos de admiración, pues se presume
de ella una cierta superioridad moral. Se le suele reconocer méritos y no es raro concederle privilegios”.
17
A partir de una encuesta cerrada, aplicada a cuarenta estudiantes de Educación de segundo a octavo ciclo.
16
10
están decaídos (el 82,5% la prefería, frente al 15% que optaba por la dictadura y el 2,5% que
señalaba que le daba igual). No obstante, un 45% de los encuestados consideraba que la
«mano dura» debía ser una de las características principales que debía tener un buen gobierno.
Asimismo, respecto a las cualidades que un buen maestro debía tener, la disciplina obtenía
incluso más puntos (40%) que la honestidad (30%) o el carácter dialogante (37.5%). Sin
embargo, en el ámbito familiar, tanto comprensión como carácter dialogante eran
características que obtenían un respaldo mucho mayor (65%) que el carácter disciplinado
(30%) en un buen padre o madre de familia. Asimismo, el anhelo por una escuela y una
política que fomenten ética y valores así como una educación de calidad (87.5%), resaltaba
como un ansia clamorosa en la mayoría de encuestados.
Reflexiones finales
En el Perú no es posible abordar el problema del autoritarismo, la violencia y la
exclusión ni tampoco abonar los cimientos de la cultura democrática si no se ahonda en las
estructuras no solo políticas sino también socioculturales, económicas y emocionales que
sostienen estas tendencias. En este sentido, un primer asunto sería bosquejar e implementar
políticas integrales que desmantelen la hoy normalizada cultura excluyente que solventa, sobre
todo en clases medias y altas, el mantenimiento de prácticas autoritarias y de mano dura frente
a las demandas de justicia económica y social de los pobres, que son mayoría en nuestro país.
La lucha contra el racismo, la discriminación y la lacerante desigualdad económica
propiciaría un estado de cosas más justo que a su vez puede reducir significativamente los
históricos odios y resentimientos soterrados que llevan a muchos oprimidos a apostar por
estrategias autoritarias y caudillos dictatoriales que ofrezcan una revancha radical. Más allá,
para avanzar en la cimentación de una cultura democrática, es importante rescatar y destacar
las prácticas democraticas-participativas que también se encuentran filtradas en los diversos
sectores sociales y en muchos valores comunitarios y analizar las maneras en que estas
prácticas y valores logren promover las vías para que este «gen» democrático logre desplazar
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