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Rubén Bonifaz Nuño:
maestro de generaciones
(Texto leído con motivo del 85 aniversario de Rubén Bonifaz Nuño, Museo Nacional de Arte, miércoles 5 de
noviembre d 2008)
Sandro Cohen
Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, Departamento de Humanidades
Todavía en los años 70 en México, América Latina y el mundo en general, gran cantidad de
jóvenes creían que para escribir poesía nueva o renovadora había que desechar las buenas
costumbres, acribillar las reglas, desafiar las convenciones, llevar la contra a todo lo que
oliera a complacencia, imitación o conservadurismo. Y desde luego tenían mucha razón al
señalar, con desdén, cierta poesía anquilosada, alambicada, carente de emoción y fuerza
expresiva, que no dejaba de llenar las páginas de libros, revistas y suplementos literarios.
Pero muchos de estos críticos —y a veces francotiradores— nunca se dieron cuenta de que
seguían peleando en un frente aislado de una guerra que en realidad había sido ganada
desde principios de siglo. Creer que el enemigo era el oficio, la capacidad no sólo de
manejar sino de dominar el verso, los llevó a un callejón sin salida donde muchos se
estancaron, y del cual no han podido salir.
Si bien los ismos tuvieron el buen tino de agitar las aguas poéticas durante la
primera mitad del siglo XX, sólo aquellos poetas que supieron comprender y aprovechar
sus hallazgos pudieron mantenerse a flote y no ahogarse en el sonido y la furia de la
innovación meramente superficial. Puede argumentarse, incluso, que —en México, por lo
menos— la mejor poesía que empezó a publicarse alrededor del medio siglo no parecía
vanguardista mientras asimilaba las mejores enseñanzas de las sucesivas rupturas que se
habían dado hacía 30, 40 y 50 años.
Si entre éstos se cuentan Jaime Sabines, Rosario Castellanos y Eduardo Lizalde,
entre otros —con sus precursores inmediatos como Efraín Huerta, Octavio Paz y Alí
Chumacero—, es Rubén Bonifaz Nuño quien más ha hecho por explorar, explotar y
renovar la poesía moderna en lengua española desde la raíz y no sólo a partir del
aprendizaje vanguardista reciente. Su pesquisa empieza por horizontes mucho más lejanos:
la poesía en lengua griega y latina, a la cual ha dedicado décadas de estudio incansable, y la
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de los Siglos de Oro, las cuales ha pasado por un tamiz de innegable sensibilidad mexicana,
o tal vez debiera escribir mexica, pues tanto en sus imágenes como en sus conceptos se
refleja un sentir y una cosmovisión que son legado de los poetas, escultores, pintores y
pensadores que pertenecieron a la civilización que los españoles del siglo XVI hubieran
querido suprimir para siempre pero, por fortuna, no pudieron.
A primera vista, la poesía de Rubén Bonifaz Nuño parece clásica, pues en ella
brillan por su ausencia los juegos tipográficos y lingüísticos tan caros a los vanguardistas
que sí son visibles en parte importante de la poesía de Octavio Paz, por ejemplo, y aún más
en algunos que lo precedieron. Pero si uno empieza a analizar la poesía de Bonifaz Nuño,
verso por verso y estrofa por estrofa, se da cuenta de que muy pronto en su carrera
abandonó la versificación clásica y empezó a profundizarse en los misterios de los vasos
comunicantes que existen entre fondo y forma, lo que puede hacer una sílaba de más o
menos, un acento movido, casi o no tan inocentemente. En otras palabras, la búsqueda y la
innovación que encontramos en la poesía de Rubén Bonifaz Nuño no brinca de la página de
manera fácil u obvia sino que se capta auditiva y sensiblemente sobre un fondo conceptual
y sensorio que nunca se repite de manera literal sino que va transformando y desarrollando
paulatinamente las mismas ideas fundamentales, sólo que de otro modo. De ahí el título de
la primera recopilación de sus libros de poesía y que, en sí, es una declaración de arte
poética: De otro modo lo mismo.
A fines de los años 70, cuando compré este libro y fui completamente deslumbrado
por su fuerza, solidez y belleza estructural, Rubén Bonifaz Nuño era visto como una
curiosidad: un estudioso y traductor de la poesía clásica, importante funcionario de la
Universidad Nacional Autónoma de México y un poeta algo indigesto —se decía— por
culpa de tanta erudición. Cuando empecé a escuchar y leer comentarios como éste, me
quedaba perplejo, pues yo no veía nada de eso. Al contrario: yo leía y escuchaba una poesía
de gran potencia y rigor, tal vez como no había visto desde César Vallejo y algunos libros
de Pablo Neruda, y que podía hacer gala de una engañosa sencillez como la de William
Carlos Williams, o de cierto capricho, filigrana, arrojo, pesimismo o incluso ternura como
en Charles Olson o Allen Ginsberg o Denise Levertov…
Para decirlo pronto, yo llegué a la poesía de Rubén Bonifaz Nuño —como lo
hicieron muchos otros de mi generación y posteriores— sin saber casi nada de él, de su
vida, su carrera universitaria, su ausencia de los grupos literarios que, fuera de la
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Universidad, se disputaban las páginas de las revistas y los suplementos literarias de
prestigio nacional e internacional. Los de mi generación lo leíamos sin prejuicios, sin la
condescendencia de quienes simplemente no comprendían lo que Bonifaz Nuño hacía,
silenciosamente y a solas, con paciencia y convicción absoluta.
Sin jamás habérselo propuesto conscientemente, desde fines de los años 70 Rubén
Bonifaz Nuño empezó a formar a nuevas generaciones de poetas mexicanos, pero no
mediante una revista o una editorial o grupos de presión cultural o política sino con el
ejemplo de su obra y de las enseñanzas que ofrecía, libre y generosamente, a quienes
quisieran acercarse a escucharlo. Carlos Montemayor, René Avilés Fabila, Marco Antonio
Campos, Bernardo Ruiz y Vicente Quirarte se encuentran dentro de lo que tal vez pudiera
llamarse la primera camada de poetas, narradores y pensadores que se formaron a la luz de
la vasta obra de Rubén Bonifaz Nuño. Éstos, a su vez, la han dado a conocer —mediante
artículos, entrevistas y ensayos— a las generaciones posteriores que ahora leen, estudian y
ven con naturalidad la poesía y los ensayos de Rubén; además, aprecian en su justa
dimensión la sutileza y profundidad de las transformaciones métricas realizadas por el
poeta, al lado de la valentía que hizo falta para llevar a cabo construcciones formales a la
altura de una cosmovisión compleja donde el ser humano es depositario de una tradición
milenaria que, si no se cuida y alimenta, corre el peligro de ser especie en extinción.
No puede hablarse de una escuela bonifacina porque él nunca se la propuso, pero
nadie ha hecho más por inspirar y al mismo tiempo centrar a las nuevas generaciones que
Rubén Bonifaz Nuño. A todos nos ha enseñado que el oficio es sagrado, que no se puede
innovar lo que no se ha dominado ni mucho menos comprendido, que en la poesía el oído
es todo, que fondo es forma, que repetirse es inútil —amén de vano— y que siempre
debemos encontrar otros modos de decir lo que siempre nos ha movido desde los tiempos
de David, Salomón y Homero hasta los de Vallejo, García Lorca y López Velarde: el
heroísmo de aquellos que, sin ser más que simples seres humanos, trascienden por la
belleza que ofrecen a aquellos que no siempre saben reconocerla, pero que día a día crece y
produce las semillas de un mundo donde la poesía vuelva a ser piedra fundacional de la
civilización, el canto en que armonicemos todos por medio del trabajo paciente y humilde
en que toda grandeza descansa.
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