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SALVEMOS LA COMUNICACIÓN DOMINIQUE WOLTON ¿Por qué salvar la comunicación? Parece tan trivial, tan cotidiana, que creemos que no hay nada que decir al respecto. La comunicación es como la vida. Es levantarse, mirar, hablar, encender la radio, el televisor, el ordenador, leer, hablar por teléfono. ¿Cuál es el problema? Ése, justamente. La idea de que no hay problema. La comunicación parece tan natural que, a priori, no hay nada que decir sobre ella. Y sin embargo, no es fácil lograrla ni reiniciarla. La comunicación es siempre un intento de relacionarse, de compartir con los demás. Atraviesa todas las actividades (ocio, trabajo, educación, política) y concierne a todos los medios y clases sociales, a todas las edades, a todos los continentes, a ricos y a pobres. Es, a la vez, símbolo de libertad, democracia, apertura, emancipación y consumo, en resumen, de modernidad. Hoy todo mundo quiere comunicarse y acceder a las herramientas más eficaces; todo el mundo quiere experimentar esa búsqueda del otro que es, ante todo, la comunicación. Más que el ordenador o que Internet, el teléfono móvil es el que mejor simboliza esa revolución de la comunicación en que el otro siempre está presente. Ese éxito inaudito, imprevisible en 1990, y hoy mundial, con más de 1,700 millones de teléfonos móviles, nos recuerda que el centro de la comunicación humana es el intercambio individual, que en este caso pasa por la voz. La primera pregunta que uno hace al recibir una llamada es “¿dónde estás?”. Pregunta privada, en cierto sentido afectiva: como si la inmediatez del mensaje despistara, como si necesitáramos reincorporar las dimensiones de tiempo y espacio. Uno quiere saber dónde están los que uno quiere, y luego saber qué están haciendo. En esa facilidad de la comunicación se manifiesta también cierta capacidad de inteligencia y acción. Saber utilizar las técnicas es, para millones de individuos, el signo de una emancipación y de una mayor igualdad social: puedo, sé hacer, manejo (en parte) mis relaciones y mi conexión con el mundo. Esa habilidad y ese uso son reconfortantes, sobre todo porque a menudo conciernen a quienes sienten que han sido abandonados por la sociedad. 1 La comunicación es, pues, un derecho de todos, una suerte de servicio púbico de la vida, con dos dimensiones complementarias. Comunicarse es, ante todo, expresarse: “tengo algo que decirte”, “tengo derecho a decir…”. Todo mundo tiene algo para decir y el derecho a expresarse. Pero expresarse no alcanza para garantizar la comunicación, pues se deja por completo de lado la segunda condición de la comunicación: saber si el otro escucha y si está interesado por lo que digo… Y luego, si responde, es decir, si también se expresa, saber si estamos preparados para escucharlo. En resumen, aunque sea percibida como una reivindicación, una libertad, y un derecho legítimo, la expresión no es sino el primer momento de la comunicación. El segundo momento, la construcción de la relación, es, evidentemente, más complicado, tanto en el plano personal como en los planos familiar, profesional, político y cultural. Sin embargo, lo que habrá que profundizar es esa segunda etapa. A medida que se perfeccionan las técnicas, la cuestión del feedback, de la retroalimentación, se vuelve más importante. La revolución de la comunicación, y ésta es toda la diferencia respecto de la información, es la consideración del receptor. Los otros, los receptores del mensaje, hoy están más presentes, pero también son más diferentes y exigentes, con sus múltiples identidades, estilos y vocabularios. Por ello, la comunicación conlleva un doble desafío: aceptar al otro y defender la propia identidad. En el fondo, la comunicación plantea la cuestión de la relación entre uno y el otro, entre uno y el mundo, lo que la vuelve indisociable de la sociedad abierta, de la modernidad y de la democracia. Aunque en la actualidad prevalecen la economía y las técnicas, nunca se debe perder de vista la perspectiva antropológica y ontológica de la comunicación. Comunicar es ser, es decir, buscar la propia identidad y la autonomía. También es hacer, es decir, reconocer la importancia del otro, ir hacia él. Comunicar es, asimismo, actuar. Pero también es admitir la importancia del otro, por ende, reconocer nuestra dependencia de él y la incertidumbre de ser comprendidos por él. Por lo tanto, no sorprende que se mantenga bajo sospecha la comunicación a distancia, que se la suponga poca auténtica, manipuladora. En efecto, se teme su falta de autenticidad, sobre todo porque se desearía poder ser oído por el otro y, si es posible, influir en él. Así, todos vacilamos permanentemente entre la búsqueda de la libertad y las mentiras a medias. Y ese juego oscilatorio no se detiene jamás; privilegia, según los momentos, la voluntad de ser escuchado y la de querer influir en el otro, así como la aceptación de lo que este otro tiene que decir. 2 Comunicar no es un juego de niños Esto explica la complejidad real de toda situación de comunicación. Ésta resulta, como he dicho en varias ocasiones, de la mezcla inextricable de dos dimensiones: una normativa y otra funcional. La dimensión normativa remite al ideal de la comunicación: informar, dialogar, compartir, comprenderse. La dimensión funcional, como indica su nombre, ilustra el hecho de que, en las sociedades modernas, muchas informaciones son, simplemente, necesarias para el funcionamiento de las relaciones humanas y sociales. Para vivir, trabajar o desplazarnos, todos necesitamos un buen número de informaciones prácticas, y esas informaciones, útiles para la vida cotidiana y para la sociedad, son muy distintas del ideal de la comprensión mutua. Esas dos dimensiones de la comunicación funcionan a la manera de un modelo de doble hélice, como el de los genes en un proceso dinámico y continuo. Esas dos dimensiones, normativas y funcionales, remiten, por otra parte, a los dos sentidos del término “comunicación”. El primero, el más antiguo (siglo XIV), vinculado a la dimensión normativa, significa “compartir”, “comulgar”, en la tradición judeocristiana. El segundo, a partir del siglo XVI, vinculado al progreso técnico, remite a la idea de transmisión y difusión. Todas las situaciones de comunicación entremezclan estas dos dimensiones. No existe, por un lado, la comunicación humana, que sería “normativa” y, por otro lado, la de la técnica, que sería “funcional”. Muchas relaciones humanas y sociales pueden ser estrictamente funcionales, mientras que la técnica de la comunicación, del teléfono a la radio, de la televisión a Internet, permiten, por supuesto, intercambios más auténticos. Esa doble hélice remite también a la diferencia entre información y comunicación. Durante mucho tiempo ambos términos han sido sinónimos. Ya no lo son. Independientemente del soporte, la información sigue estando vinculada al mensaje. Informar es producir y distribuir mensajes lo más libremente posible. La comunicación, en cambio, supone un proceso de apropiación. Es una relación entre el emisor, el mensaje y el receptor. De modo que comunicar no es tan sólo producir información y distribuirla; también es estar atentos a las condiciones en que el receptor la recibe, la acepta, la rechaza o la remodela en función de su horizonte cultural, político y filosófico, así como su respuesta a ella. La comunicación es siempre un proceso más complejo que la información, pues se trata de un encuentro con una “devolución”, por 3 ende, con un riesgo. Transmitir no es sinónimo de comunicar. Entre ambos términos siempre se interpone el receptor, cuyo papel naturalmente se vuelve cada vez más decisivo con la mundialización y el número creciente de mensajes producidos y distribuidos. Hoy en día, dos fenómenos importantes complican esa relación. Se intercambian cada vez más mensajes y, con la mundialización, hay cada vez más receptores. Los riesgos de incomunicación son, pues, cada vez más elevados. Ya no hay un vínculo directo, como hubo durante mucho tiempo, entre aumento del volumen de la información y aumento de la comunicación. Asistimos, en cambio, a una suerte de disyunción entre información y comunicación. Para comunicar, ya no basta con informar. El receptor es cada vez más autónomo y crítico, aunque ello no se perciba inmediatamente. E incluso ese aumento del volumen de la información da lugar, a su vez, a una comunicación más difícil. Es por tanto necesario revisar todo el esquema de información/comunicación que rigió desde el siglo XVI hasta el XX. Además, para hablar de comunicación, también se debe tener en cuenta los tres ámbitos donde se despliega. El más visible, el que ha conocido los cambios más espectaculares, es el ámbito técnico. El segundo, en plena expansión, se relaciona con la economía. El tercero, el menos visible pero el más importante para su duración, se relaciona con la dimensión social y cultural de la comunicación. No se comunica de la misma manera en el norte y en el sur, en el este y en el oeste. Si bien las herramientas son idénticas, los modelos culturales y sociales son diferentes. Cuantos más mensajes circulan, mayor es el imaginario que se moviliza. La información no reduce la parte de la imaginación, sino que la aumenta en función de los contextos de recepción. De modo que lo que se necesita revisar es toda una concepción racional de la información. Se plantea, sin duda, una paradoja: la cantidad creciente de mensajes intercambiados pone de manifiesto más nítidamente la heterogeneidad social y cultural de los procesos de comunicación. Cuanto más se mundializan los mensajes, más se afirman las diferencias culturales. El riesgo es, evidentemente, el desfase creciente entre la dimensión técnica y económica de la comunicación, por un lado, y la dimensión social y cultural, por otro. Seis mil millones y medio de ordenadores no alcanzarían en absoluto para permitir una mayor comunicación entre las personas. Cuanto más fáciles son los 4 intercambios desde el punto de vista técnico, más esenciales y difíciles de reunir son las condiciones culturales y sociales necesarias para que la comunicación sea algo más que una mera transmisión de información. Es lo que he llamado, para Internet, el riesgo de las “soledades interactivas”. En otras palabras, cuantos más mensajes hay en circulación, más problemas surgen. Entre ellos el de las condiciones que deben reunirse para un mínimo de comunicación técnica o el del respeto, más allá de la técnica y la economía, de la diversidad cultural. Es por ello que, aparte de la cuestión de la inequidad en el acceso a los servicios, la comunicación es una cuestión política y, por lo tanto, potencialmente conflictiva. Para “agravar” las cosas, el vocabulario nos confunde: el término “comunicación” remite a la vez a las técnicas y al contenido. La radio, el ordenador y la televisión son, a la vez, técnicas de comunicación y además un contenido específico. Mientras había pocos mensajes y técnicas rudimentarias, o había problemas: el mensaje, las técnicas y el proceso de comunicación estaban más o menos “en línea”. Hoy en día, con los adelantos técnicos, hay una separación. Los hombres se “comunican” más fácilmente, pero la comunicación, es decir, la comprensión mutua, no es proporcional a la eficacia de las técnicas. Cuantos más códigos culturales comunes existen entre los interlocutores, más posible es la comprensión entre ellos. Por ejemplo, la televisión, en el plano nacional, es, a la vez, un factor de modernidad, de cohesión social y cultural, de identidad nacional, justamente porque existe una cultura común. En el plano mundial, en cambio, la televisión no tiene el mismo papel, pues no existe un código cultural común; tiene, en cambio, una función de información y de entretenimiento, y contribuye también a preservar las identidades nacionales. De modo que el término “comunicación” remite, en realidad, a tres aspectos diferentes: la distinción entre las dimensiones normativa y funcional de la comunicación; los tres ámbitos donde se despliega: técnico, económico sociocultural; y, por último, la diferencia entre el uso de las técnicas y la comunicación misma. Referencia bibliográfica Wolton, D. (2005) Salvemos la comunicación. Aldea global y cultura. Una defensa de los ideales democráticos y la cohabitación mundial. Barcelona: Gedisa. (pp. 13-­‐‑18). 5