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LA COMUNICACIÓN: BASE DE
LAS RELACIONES GRUPALES
PROFUNDAS
Maite MELENDO
INTRODUCCIÓN
La comunicación, verbal o no verbal, es un medio de establecer relaciones personales.
Cuanto más profundo sea el nivel de nuestra comunicación, más profundas serán nuestras
relaciones interpersonales.
El ser humano no es un ser solitario: es un ser social que se realiza viviendo en relación con
otros. La mayoría vivimos en el seno de una familia, de un grupo humano de amigos, de un
grupo cristiano, de una comunidad religiosa…
Si la comunicación es el medio de establecer, mantener y profundizar nuestras relaciones
interpersonales, es obvio que nos interesa trabajarla; tanto más cuanto más nos interesen
las personas con quienes vivimos en relación.
Entre estas personas ocupan un lugar fundamental y prioritario los más cercanos, aquellos
con los que compartimos y vivencia, con los que convivimos frecuentemente para una tarea
apostólica, etc. Este es el caso de los grupos de vida cristiana, de preparación y tarea
catequética generosa…, en los que compartimos también vida.
Me parece de vital importancia luchar por mejorar la comunicación en el seno de estos
grupos. No sólo por lo que ello conlleva de felicidad para los miembros, sino por el
testimonio que estamos llamados a ser, intentando actualizar aquel “un solo corazón y una
sola alma” (Hch 4,32) o “en esto sabrán que sois mis discípulos: en que os amáis los unos
a los otros” (Jn 13,35).
Vamos a ver y trabajar en las siguientes páginas el binomio comunicación-amor. Éste, el
amor, no es posible sin la comunicación. Mejorar la calidad de nuestra comunicación es
mejorar la calidad y cualidad de nuestro amor o caridad evangélica.
I. UN ESBOZO DE DEFINICIÓN
1. Inmersos en la comunicación
Vivimos en constante comunicación. Nos comunicamos con nosotros mismos, con los
demás, con nuestro entorno. Estamos constantemente comunicándonos con nuestras
palabras, nuestras acciones y nuestros gestos; con nuestras posturas, nuestros modales
nuestro modo de andar…
Todo es comunicación, y todos nos comunicamos o deseamos hacerlo.
1
Todos deseamos hacernos comprender y comprender a los demás. Pero no siempre
sabemos hacerlo, porque no nacemos sabiendo comunicarnos.
Tenemos que aprender y, como en todo lo demás, aprendemos a base de intentos, errores,
nuevos intentos.
Normalmente entendemos por comunicación:
a)
b)
c)
d)
Establecer contacto con alguien;
Dar o recibir una información;
Expresar nuestros pensamientos y sentimientos;
Compartir algo con alguien.
En toda comunicación se dan cuatro elementos básicos: las personas que se comunican
entre sí, lo comunicado o compartido entre esas personas y el medio por el que esas
personas se comunican.
La persona que inicia la comunicación es el emisor. Esta persona emite o intenta transmitir
algo: sus pensamientos, opiniones, sentimientos, etc. La persona que escucha, acoge y
recibe lo emitido por el emisor es el receptor. El contenido comunicado entre emisor y
receptor lo denominamos mensaje. Y el cuarto elemento, fundamental a toda comunicación,
es el medio que utilizan el emisor y el receptor para comunicarse. Se comunican por
palabras, cara a cara; por los gestos y el movimiento; por escrito; por teléfono… Según la
facilidad para expresarse y para comprender los diferentes medios que se utilicen en la
comunicación, así será ésta.
Estos cuatro elementos se dan en toda comunicación. Funcionan en conjunto, no
independientemente; de tal manera que un cambio en cualquiera de ellos afecta a los
demás y a la comunicación en sí. Es claro que los cuatro elementos no son separables, sino
que forman un todo complejo y dinámico.
La comunicación o diálogo entre el yo (emisor) y el tú (receptor) es un proceso recíproco,
en el que el yo y el tú, sucesiva y alternativamente, son emisor y receptor de la
comunicación entre ambos.
Este proceso entre emisor y receptor lo estamos haciendo constantemente en nuestro vivir
diario, y es lo que constituye la comunicación interpersonal.
2. La comunicación, elemento clave en nuestro desarrollo personal
La comunicación es una de las necesidades emocionales más esenciales al ser humano. Es
una necesidad y un deseo innato en nosotros. Todos sentimos la necesidad de
autoexpresión. Todos necesitamos relacionarnos, expresarnos y darnos a conocer:
necesitamos, a la vez, conocer a otros y a ser conocidos por ellos.
Existe una conexión estrecha entre la comunicación y las relaciones interpersonales.
Cuanto más profundo sea el nivel de nuestra comunicación, más profundas serán nuestras
relaciones interpersonales.
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La comunicación y las relaciones interpersonales son elemento clave en nuestro desarrollo
personal, en la constatación de quiénes somos (en potencia) y de quiénes estamos llamados
a ser. De hecho, la existencia o la ausencia de comunicación, así como nuestro estilo de
comunicación, afecta y repercute enormemente en nuestro modo de ser.
Recordad vuestra propia experiencia. Experiencias negativas de comunicación nos cierran a
la comunicación, nos hacen replegarnos sobre nosotros mismos. Surgen actividades
negativas o agresivas: “No hay que fiarse de nadie”, “te la juegan enseguida”.
Cuando, por el contrario, hemos tenido una experiencia positiva de comunicación; cuando
nos hemos sentido plenamente comprendidos y aceptados por otra persona, nos hemos
sentidos más dignos de amor y aprecio, más libres, más capaces. Surgen espontáneamente
actitudes positivas ante la vida: actitudes optimistas, abiertas, confiadas, que llevan a una
mayor plenitud de vida.
Cuando no nos hemos sentidos aceptados ni comprendidos; cuando no nos hemos
comunicado, nos sentimos deprimidos, agresivos, tal vez culpables, e incluso incapaces.
Nuestra calidad de vida se empobrece y, como consecuencia, también nosotros mismos
nos empobrecemos.
Todo esto se debe a que la comunicación influye en nuestro bienestar general. La
comunicación es para las relaciones interpersonales como la respiración para la vida.
La vida es comunicación; por tanto, comunicarnos bien es tan necesario para nuestro
desarrollo integral como respirar aire puro, a pleno pulmón, es necesario para nuestro buen
desarrollo físico. La comunicación es una de las experiencias emocionales más esenciales al
ser humano.
3. Comunicación y relaciones interpersonales
Hay muchas formas y modos de comunicación: la comunicación artística, la expresión
corporal, el lenguaje no verbal, los medios de comunicación.
El tema de la comunicación puede tener enfoques diversos. El enfoque que aquí tratamos
es desde las relaciones interpersonales: la comunicación que se da entre dos o más
personas, es decir, el diálogo.
El diálogo puede ser de varias formas:
a) Comunicación verbal o diálogo propiamente dicho
Nos comunicamos a través del lenguaje hablado: preguntamos, respondemos, contamos,
explicamos… Con frecuencia se considera que el lenguaje constituye la única forma de
comunicación interpersonal. No es así, aunque, sin duda, el lenguaje es el medio de
comunicación propio y exclusivo del ser humano.
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La dificultad específica de la comunicación verbal es que puede llevarnos a muchos
equívocos, ya que las palabras o vocablos pueden significar cosas muy distintas para cada
interlocutor. Las palabras expresan conceptos e ideas; con frecuencia el lenguaje hablado va
acompañado de una gran carga afectiva que corresponde al pasado y a la historia de cada
interlocutor, de tal manera que una misma palabra puede evocar sentimientos, recuerdos y
hasta contenidos conceptuales muy distintos para cada dialogante.
Para evitar los posibles equívocos del lenguaje o comunicación verbal, es conveniente
definir términos, expresar el contenido o el significado que tienen las palabras que
utilizamos. Esta definición de términos, que es un elemento favorecedor del diálogo entre
dos, se hace elemento imprescindible para una buena comunicación de grupo. Es fácil caer
en la cuenta del porqué. Al ser mayor el número de participantes en el diálogo o discusión
de un tema, aumenta el número de probabilidades de atribuir distintos significados a las
palabras utilizadas.
b) Comunicación no verbal
Nos comunicamos a través de los gestos, de la expresión fácil, de la actitud corporal. Por
ejemplo: si vemos a alguien sentado aparte, con la cabeza y los hombros inclinados, las
cejas caídas y un rictus de tristeza, sabemos que algo anda mal, que esa persona
seguramente está triste o preocupada por algo. Cuando alguien querido nos mira con
ternura, tampoco necesitamos palabras para saber que somos queridos y que queremos. La
comunicación no verbal es muy amplia y puede tener muchas formas.
Una de estas formas está en relación con la utilización que hacemos del espacio donde se
va a dar el diálogo: la distancia que ponemos entre nosotros y nuestro interlocutor, el
hablar desde detrás de una mesa de despacho, el reunirnos en el lugar de trabajo, en casa o
en una cafetería…
También puede ser otra forma de comunicación no verbal la elección del medio a través
del cual nos vamos a comunicar.
La persona que va a romper una comunicación y, para hacerlo saber, escribe una carta, en
lugar de hablar cara a cara con el otro, puede ser un ejemplo de ellos. Al elegir este medio
de comunicación puede estar expresando su deseo definitivo de irreversible ruptura.
Los dos tipos de comunicación, la verbal y la no verbal, no se excluyen, sino que se
complementan, y muchas veces se dan simultáneamente; por ejemplo, cuando al
explicarnos hacemos gestos. Con nuestro cuerpo siempre estamos comunicándonos,
aunque estemos callados. Con nuestros ojos siempre estamos recibiendo información de
los demás: su expresión, sus gestos… Sin embargo, podemos hablar o callar; muchas veces
al callar también estamos comunicándonos.
Estos dos tipos de comunicación, verbal y no verbal, no siempre coinciden con el
contenido. Por ejemplo, una señora congestionada, con el ceño fruncido y que, con
lágrimas en los ojos, dice “Pero, si yo no estoy enfadada…” Con las palabras podemos
mentir, pero no con nuestro lenguaje no verbal. De aquí la importancia de saber “escuchar”
el lenguaje no verbal de nuestro interlocutor, ya que a través de sus expresiones no verbales
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puede emitir mensajes que no está expresando verbalmente y que complementan su
comunicación verbal.
4. Aprender a comunicarnos: la escucha
La comunicación auténtica no es fácil. Con frecuencia hacemos uso de formas viciadas de
comunicación.
La comunicación exige un aprendizaje. Si queremos comunicarnos, lo primero que tenemos
que hacer es saber escuchar. Escuchar puede parecer algo sencillo, que ya todos sabemos
hacer, pero no es así; de hecho, pocos saben escuchar, ya que confunden “escuchar” con
“oír”. Escuchar es distinto de oír. Oímos sonidos, ruidos o palabras. Lo oímos, aun sin
querer, cuando alguien o algo los emite.
Escuchar es un acto propio y exclusivo del ser humano. Es decir, que escuchar es un acto
consciente, voluntario y libre. Supone una volición: hay que querer escuchar. Nadie nos
puede forzar a que le escuchemos; sin embargo, una persona, sí puede forzarnos a que la
oigamos.
Oímos sin querer; pero para escuchar hay que querer. Hay que querer escuchar. Hay que
querer acoger y captar el mensaje emitido por alguien. Escuchar no quiere decir “no
hablar”. No tenemos que confundir escuchar con estar callado. Hay personas muy calladas
que no por ello escuchan a los demás. Para escuchar hay que querer escuchar. Hay que
querer acoger y captar el mensaje emitido por aquel a quien escuchamos.
5. El buen dialogador
Saber escuchar es, sin duda, la primera característica de todo buen dialogador. De hecho,
quien no sabe escuchar, no puede dialogar.
Otra actitud básica e imprescindible para la buena comunicación es el respeto y valoración
debidos a nuestro interlocutor. El respeto auténtico conlleva la aceptación y acogida del
otro.
Acogida, se entiende, de la persona, no necesariamente de su mensaje. De hecho podemos
estar en total desacuerdo con el mensaje, pero no por ello hemos de rechazar a la persona
emisora.
Es necesario ofrecer una aceptación incondicional de la persona para facilitar así la emisión
de su comunicación. Hay personas (emisoras) que se sienten rechazadas cuando no se
acepta su idea, aun cuando el receptor esté en verdadera actitud de acogida de su persona.
Este sentimiento de rechazo puede tener por causa su propia inseguridad, suponiendo que
el receptor le haya ofrecido acogida y aceptación.
El respeto y la acogida suponen que expresamos nuestro desacuerdo sin crítica del otro, sin
querer condicionar ni quitar libertad de expresión a nuestro interlocutor. El respeto excluye
frases que fácilmente se nos escapan: “qué aburrido eres”, “menuda tontería acabas de
decir”; frases de este tipo y otras semejantes se refieren al emisor, a su propias persona, y
no al contenido de su mensaje. Hay frases, sin embargo, que expresan nuestro desacuerdo
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con lo emitido y no hacen referencia alguna de rechazo o crítica hacia la persona del
emisor. Por ejemplo: “no estoy de acuerdo con tu opinión”, “no comulgo con tu idea”;
“tengo una visión del asunto distinta de la tuya”.
La acogida y aceptación de la persona no implica la aceptación de su idea; lo mismo que el
desacuerdo con su idea no debería implicar rechazo alguno de la persona.
Otra actitud que necesita un buen dialogador es un cierto olvido y vacío de sí mismo. La
postura de apertura hacia el otro supone un vacío, un hacer espacio en nuestro interior para
recibir y acoger la comunicación del otro. En vez de estar ocupados en nosotros mismos,
pensando en nuestra respuesta, tendríamos que vaciarnos y abrirnos a acoger lo que el otro
nos está diciendo.
Esta apertura lleva también consigo el no juzgar ni condenar; y algo que es bastante
frecuente: el no contradecir porque sí o porque nos gusta discutir. Todo eso es contrario a
la verdadera comunicación.
6. ¿Cómo hablamos y escuchamos a los demás?
De hecho, la existencia o la ausencia de comunicación, así como nuestro estado de
comunicación, afectan y repercute enormemente en nuestro modo de ser.
Cuando dialogamos, solemos tener una actitud determinada hacia la otra persona y hacia lo
que esa persona nos está diciendo. Tal actitud nuestra al escuchar va a determinar la
respuesta que demos a quien está hablando con nosotros.
Por ejemplo, cuando alguien del grupo cristiano o apostólico nos dice: “Las cosas en
nuestro grupo no van bien; hay personas con las que me es imposible convivir, creo que lo
mejor será dejar de pertenecer al grupo”, podemos escuchar y responder de seis manera
diferentes.
a) Respuesta valorativa
“Me parece que esa medida es muy drástica. Pienso que llevamos muchos años en nuestro
grupo cristiano para abandonarlo por una crisis, y por un momento difícil que estás
atravesando. Creo que deberías esperar y meditar tu decisión”.
La actitud valorativa suele aportar respuestas como ésta, en la que se hace referencia a los
valores y al deber: lo que es más importante en la vida, lo que se debe hacer, etc.
Generalmente, cuando uno tiene una actitud valorativa suele aconsejar e incluso dar
órdenes al otro.
El inconveniente es que los valores y la idea del deber pueden ser diferentes en la otra
persona. Los valores de los demás no siempre nos sirven. Los consejos, muchas veces,
traen más confusión. Las órdenes pueden acabar complicándolo todo. Sin embargo, a
veces, en situaciones extremas de estancamiento, esta actitud puede ser útil al otro, aunque
le quite libertad e independencia.
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b) Respuesta interpretativa
“Por lo que dices, veo que las tensiones que te plantea nuestro grupo apostólico te
angustian tanto que prefieres huir, cortar, antes que afrentarte a ellas”.
La actitud interpretativa es aquella que trata de desvelar al otro los “verdaderos” motivos
de su conducta, que generalmente aparecen como inconscientes o semiinconscientes. La
interpretación, a veces, puede aclararnos sobre lo que nos pasa, pero es una aclaración
teórica: no sentida, sino pensada. Además, la interpretación puede ser muy discutible y
situar a la persona sobre un punto de partida falso y que ella misma “no pueda” someter a
crítica, pues se está moviendo en el terreno de lo inconsciente, lo desconocido.
c) Respuesta exploratoria o investigadora
“¿Cuáles son, generalmente, los motivos de choque entre los miembros de tu grupo
cristiano y tú?”
La actitud exploratoria la adoptamos cuando necesitamos más datos para “hacernos una
idea” de lo que le pasa al otro. Es una actitud neutra mientras no forcemos al otro con
nuestras preguntas.
d) Respuesta consoladora
“Bueno, no te lo tomes así. En todas las pequeñas comunidades cristianas o grupos
apostólicos suceden cosas semejantes a lo que tú estás pasando. Luego se superan. Así que
no te preocupes y anímate. Yo pediré por ti, y ya verás cómo todo se soluciona”.
La actitud consoladora produce respuestas tranquilizadoras que tratan de reducir la angustia
o el sufrimiento de la otra persona, generalmente quitando importancia al problema.
El inconveniente es que oculta el problema momentáneamente, sin enfrentarse realmente a
él.
e) Respuesta del que se identifica con el otro: identificación.
“¿Sí? ¡No me digas! ¡Qué mal se pasa! ¡Si lo sabré yo! Sé cómo te tienes que sentir. A mí,
hace unos años me pasó lo mismo, por fin me quitaron la responsabilidad del grupo (o
comunidad cristiana) y me quedé tranquilo. Comprendo lo que sufres. Yo he pasado algo
de lo que tú estás pasando”.
El que se identifica con el otro no le ofrece soluciones; tampoco le ayuda a buscarlas. Pero
es una presencia cálida y “le acompaña” en el sentimiento.
f) Respuesta comprensiva o empática.
“Por lo que me cuentas, las dificultades de comunicación en tu grupo comunitario te
preocupan. Te angustian bastante al no entender la actitud de algunos de sus miembros, y
parece que la única solución que ves es dejar tu grupo cristiano”.
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La actitud comprensiva trata de ponerse en el lugar del otro, pero sin identificarse con él.
No interpreta, aunque sí intenta captar los sentimientos que hay detrás de las palabras del
que nos habla. No valora ni juzga, respetando la libertad del otro.
Como no se aconseja ni tampoco consuela, no produce de momento una disminución de la
angustia del otro.
7. ¿Qué significa ser “comprensivos o “empáticos”?
Ser comprensivos significa entender los problemas del otros, captar sus sentimientos,
ponerse en su lugar, confiar en su capacidad para salir adelante, respetar su libertad,
respetar su intimidad, no juzgarle, aceptarle tal y como quiere llegar a ser, ver al otro y no
nuestros problemas.
Todo esto significa ser comprensivo, y se da cuando somos capaces de comprender a los
demás o cuando alguien nos ha comprendido a nosotros.
En psicología hay otra palabra para decir comprensivo: “empático”. Un ingrediente
imprescindible en toda comunicación es la “empatía”. La empatía es algo connatural al
dialogador nato. Es también una característica que puede adquirirse: de hecho, todo el que
aspire a ser un buen dialogador debe cultivar su capacidad de empatía.
Un proverbio indio escrito en un póster que decoraba la secretaría del centro escolar donde
trabajé hace unos años decía: “Oh, gran espíritu, no permitas que opine del caminar ajeno
hasta que haya caminado muchas leguas con sus mocasines”.
La petición de este sencillo piel roja expresa gráficamente lo que es la empatía. Consiste en
ver la realidad como si yo fuera la otra persona. Como si yo estuviera en su pellejo viviendo
la misma situación que está intentando comunicarme. La empatía es la capacidad de
ponerse en el lugar del otro.
Hay tres condiciones para que este “ponerse en el lugar del otro” pueda darse:
-
La congruencia: consiste en estar en contacto con nosotros mismos, con lo que
sentimos y pensamos.
Es muy importante que yo sepa lo que realmente pienso y siento, y que sea
capaz de actuar y hablar en consecuencia, con toda honradez.
La congruencia me sitúa en un plano de libertad y de individualidad frente al
otro: al ser yo consciente de mí mismo, no seré arrastrado por la situación o por
el otro a hacer o decir cosas que realmente no siento o pienso.
La congruencia quiere decir ser sincero conmigo mismo, ser coherente, ser
genuino, ser auténtico. No significa tener que decir todo lo que se me pasa por
la cabeza, sino ser sensible a mí mismo y a la situación tal y como la estoy
viviendo.
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-
La aceptación incondicional del otro: esto quiere decir que le acepto como es, trato de
aceptarte como es aquí y ahora; no más adelante, cuando sea mayor o cuando
cambie, o cuando tenga más prestigio. Y trato de aceptar todos los aspectos de
su persona: sus gestos, su forma de hablar, su manera de enfocar la vida, su
inteligencia, su cuerpo, sus actos… Esto hace que yo no trate de manipularlo,
de cambiarlo. Favorece que el otro pueda expresarse libremente y con
confianza.
-
El esfuerzo para captar el mundo interior del otro: sus sentimientos, sus posibilidades y
sus limitaciones. Ponernos en el lugar del otro, pero sin dejar de ser nosotros
mismos.
Si se cumplen estas tres condiciones, yo podré comunicarme con el otro,
compartiendo algo con él y entendiéndole sin dejar de ser yo mismo; y sin
manipularlo puedo ofrecerle mi punto de vista.
Puedo ayudarle si lo necesita, ofreciéndole soluciones posibles para él y que no
le alejen de sí mismo, porque le acepto y soy capaz de ponerme en su lugar; por
esto mismo respeto su libertad y no creo dependencias que hagan disminuir su
autonomía.
II. CERRARSE A LA COMUNICACIÓN ES ELEGIR EL NO SER
Cerrarnos a la comunicación equivaldría, respecto a nosotros mismos, a negarnos a ser
quienes realmente somos; preferir llevar una careta puesta; es ser el personaje y no la
persona que somos. Sería negarnos a crecer, preferir quedarnos raquíticos y canijos.
Cerrarnos a la comunicación con los demás supondría elegir el aislamiento, el quedarnos
solos.
1. Opción por la comunicación
Somos libres para elegir abrirnos a la comunicación o cerrarnos a ella y para decidir el nivel
de profundidad al que queremos llegar en nuestra comunicación.
Optar por la comunicación es elegir vivir en la verdad y en la libertad, elegir la paz y la
alegría del ser y de la vida.
Por el contario, optar por la no comunicación, cerrarnos a ella, es elegir el no ser, la muerte
en vida, ya que se puede llamar muerte a la incomunicación y a la falta de libertad, fruto del
vivir en la oscuridad de la mentira.
¡Claro que nadie opta por la no comunicación así tan obviamente, sobre todo cuando se
ven así de claras las consecuencias! Lo que sucede es que las cosas no resultan siempre tan
sencillas en la vida como sobre el papel. ¿Cómo sabemos en un caso específico y en
momentos concretos si estamos optando por la comunicación abierta y sincera o si nos
estamos cerrando y negando a la comunicación?
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Nuestros sentimientos enseguida “acusan recibo” de nuestra conducta. Son como esa
lucecita que se enciende cuando nuestra radio sintoniza con la estación que buscábamos.
2. ¿Por qué el riesgo?
Es más cómodo no comunicarse, porque siempre que nos comunicamos, en el nivel que
sea, corremos un riesgo. Cuanto más profunda es la comunicación que hacemos de
nosotros mismos, mayor es el riesgo.
El riesgo tiene que ver con el temor a que nos rechacen, o a que no encajemos con la
imagen que tenemos de nosotros mismos, o a que esta imagen se rompa. Miedo también a
que no encajemos con la imagen que queremos dar al otro. Miedo a que mis ideas, mis
sentimientos o mi conducta se pongan en cuestión. Miedo a perder el prestigio ante
nosotros mismos y ante los demás –que se den cuenta de que no soy como ellos creían– y,
por último, miedo al cambio.
La lista de temores podría continuar. Resumiendo: tenemos miedo a todo lo mencionado,
por la inseguridad que produce en nosotros correr el riesgo.
El riesgo a que nos exponemos en la comunicación no siempre es el mismo. Depende en
gran parte del contenido y profundidad de nuestra comunicación. Es menos arriesgado
hablar del tiempo que expresar a alguien los sentimientos que anidan en nosotros.
El riesgo depende también de la importancia de esa persona en mi vida. No es lo mismo
discutir con un miembro de mi grupo cristiano o apostólico que con un desconocido en el
autobús.
También depende el riesgo de si hemos acertado o no con el momento oportuno para
comunicación. Si la persona tiene prisa, está agobiada o cansada, corremos el riesgo de que
no nos escuche. No es el momento oportuno.
Por último, el riesgo depende de la probabilidad que tengo de que el otro me comprenda y
me acepte. Con alguien que me conoce bien y me quiere, tengo en un principio, más
probabilidad de que me comprenda y me acepte; por tanto, el riesgo es menor. Sin
embargo, con una persona con la que no me llevo muy bien o estoy teniendo dificultades
de trato tengo menos probabilidades de que acepte mi comunicación; el riesgo que corro al
intentar comunicarme con esta persona es mayor.
Estos cuatro factores que influyen en el mayor o menor riesgo que corremos al
comunicarnos son subjetivos; varían según las personas.
3. Defensas contra el riesgo
Como a todos nos impone el riesgo, aunque a unos más que a otros, es natural que lo
intentemos disminuir o atenuar. Nos protegemos del riesgo levantando barreras que
pueden afectar negativamente a la comunicación. Estas barreras son mecanismos que se
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ponen en marcha en nosotros –ante el riesgo– de forma automática; son mecanismos
bastante complejos y pueden ser más o menos inconscientes.
a) El emisor
Primero vamos a ver las defensas que levanta el que habla (el emisor):
-
Formación reactiva: Al hablar de sus ideas, el emisor puede aparecer como una
persona rígida y dogmática, excesivamente segura de sus juicios: en el fondo
está tratando de ocultar su gran inseguridad.
La formación reactiva incluye muchas conductas que se exageran para tratar de
compensar inclinaciones no reconocidas o mal reprimidas hacia el extremo
opuesto. Es el caso, por ejemplo, de personas extremadamente tímidas y que,
en ocasiones, se comportan como excesivamente comunicativas y expresivas.
-
El desplazamiento: Sucede con bastante frecuencia. Consiste en descargar en
casa, en la comunidad, un problema que he tenido fuera en el trabajo. Aquí me
he controlado y dominado la manifestación de mi enfado. Al llegar a la
comunidad, el más mínimo fallo o desorden me da pie para descargar mi
enfado “desplazado”, ya que lo que ha desencadenado mi enfado no es el
pequeño estímulo, sino el enfado que tenía antes de llegar a mi casa.
-
La racionalización: Alguien puede comentar: “¿No crees que has exagerado un
poco con tu reacción?” Seguramente que con este comentario no caería en la
cuenta. He racionalizado mi conducta anterior. He tratado de buscar razones
diferentes de la auténtica que disculpen y justifiquen mi comportamiento
posterior. Esto es proporcionado al estímulo y sólo “justificado” cuando pienso
en la verdadera causa de mi reacción desproporcionada al aparente estímulo.
-
La proyección: Consiste en achacar a otro (proyectar sobre otro) sentimientos que
descubro en mí. Al achacárselo al otro, se supone que yo estoy libre de culpa.
Por ejemplo, tratando de ayudar a otro, le decimos: “Creo que te preocupa
demasiado lo que los demás puedan pensar de ti”. En realidad, esto es lo que
me sucede a mí, y estoy tratando, de una manera inconsciente, de ocultarme a
mí misma este mismo fallo y de disimularlo ante los demás.
Otras barreras que puede adoptar el emisor es pensar que el otro no es tan importante para
él como en realidad lo es; está “trivializando la relación”.
También es frecuente emitir la comunicación de forma que le quitemos la intensidad o
profundidad que en realidad tiene para nosotros. Un ejemplo es la broma y el chiste. A
veces, medio en broma, medio en serio, comunicamos cosas muy serias de nosotros
mismos, pero la broma dificulta la comunicación, pues logra lo que el emisor pretende:
disimular y despistar la atención lejos de lo que realmente quiere decir.
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b) El receptor.
El que escucha (el receptor) también levanta barreras a la comunicación. Las levanta
cuando encasilla al otro y sólo percibe aquello que reafirma el encasillamiento del emisor. Esta
barrera se llama escucha selectiva; como su nombre indica, el receptor no acoge la totalidad del
mensaje, sino que va seleccionando lo que a él le conviene, que suele ser lo que confirma
sus teorías u opiniones o aquello que reafirma su encasillamiento del emisor. Es decir,
escucha sólo aquellos datos que a él le interesan.
Cuando el receptor escucha selectivamente, no tiene esa actitud de desprendimiento de la
que hablábamos como una de las cualidades del que sabe escuchar. El que escucha
selectivamente no hace ese vacío de sí para acoger en su totalidad la comunicación del
emisor, ya que acoge sólo aquello que a él le interesa.
Dicho así, nos resulta muy duro, y tal vez nos parece que nosotros (receptores) seríamos
incapaces de cometer semejante injusticia con el emisor. De nuevo os invito a examinaros,
ya que esta barrera es mucho más corriente de lo que parece a primera vista. Tal vez sea la
barrera más frecuentemente utilizada y la que lleva a más malentendidos en la
comunicación.
Cuando tenemos formada una opinión de una persona, solemos escuchar selectivamente
todo lo que dice, para confirmarnos en la opinión que tenemos de ella. Al encasillar al
emisor estamos obstaculizando enormemente la comunicación, ya que, de nuevo, no
estamos acogiendo el mensaje limpiamente, como el emisor lo está emitiendo, sino como a
nosotros nos apetece o interesa acogerlo. Además de obstaculizar la comunicación, estamos
impidiendo conocer al emisor como realmente es. Cuando tenemos una opinión tan hecha
de los demás, existe un riesgo: si no nos abrimos totalmente a su comunicación, seguiremos
toda la vida con la misma opinión que una ocasión nos formamos de aquella persona. Nos
estamos cerrando a la posibilidad de crecimiento y de cambio de nuestro interlocutor. Éste,
independientemente de que su receptor lo capte o no, ha cambiado y, lógicamente, nota
que el receptor sigue catalogándole en las mismas categorías de antes. Después de varios
intentos de darse a conocer, si ve que el receptor está cerrado al nuevo intercambio de
comunicación, el emisor terminará por cansarse y dejará de emitir. Como emisor se ha visto
forzado, por la actitud tan poco receptiva del receptor, a cortar la emisión; la comunicación
se ha roto.
Otra barrera por parte del receptor se da cuando éste no acoge limpiamente, es decir, cuando
en vez de acoger y comprender, juzga y evalúa al emisor. Como veis, las barreras por parte del
receptor tienen lógicamente mucho que ver con la calidad de su acogida. La función de
receptor en la comunicación es, obviamente, la recepción o acogida del mensaje. Por ello,
todo tamiz personal por parte del receptor está obstaculizando la comunicación. Una vez
que el receptor ha acogido la comunicación tal y como ha sido emitida, es claro que puede
y debe evaluar el mensaje: entonces, sólo entonces, puede emitir su respuesta.
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¡Cuántas veces en vez de recibir el mensaje limpiamente, estamos obstaculizando la acogida
porque ya, en nuestro interior, mientras el emisor se comunica, nosotros estamos pensando
y formulando nuestra respuesta! ¿Creéis que ésta es forma de escuchar? ¡Sin duda que no!
Otra forma de escucha selectiva acontece cuando el receptor sólo presta atención al
lenguaje verbal sin tener en cuenta el lenguaje no verbal del emisor. Gran parte de nuestra
comunicación la hacemos no verbalmente. El buen receptor “escucha” el lenguaje corporal
del emisor. Sin duda alguna, las expresiones de su rostro, el movimiento de sus manos, toda
la postura en general del emisor, están emitiendo. Si el receptor sólo escucha palabras, su
captación del mensaje habrá sido, casi seguro, muy pobre y limitada.
El receptor también levanta barreras cuando cree que sólo él tiene razón y que las cosas son sólo
de la manera como él las ve. Con esta actitud es indudable que va a escuchar
selectivamente todo lo que el emisor le está diciendo; escuchará sólo aquello que confirme
su opinión. Al estar tan aferrado a su propio juicio, tiene ya sus respuestas hechas,
prefabricadas. Esto le incapacita totalmente para escuchar de verdad al emisor. Cuando
alguien piensa que las cosas son sólo de la manera como él las ve, es muy difícil que por sí
solo, se abra a la posibilidad que le ofrecen los demás con su comunicación de ver que esas
cosas pueden ser de otra forma distinta. Sólo tendremos una actitud abierta, capaz de ver
las cosas desde distintos enfoques, cuando estemos abiertos a la comunicación
interpersonal, abiertos a nosotros mismos y a nuestro entorno.
Otra forma de levantar barreras –semejante al encasillar al emisor– es el no admitir lo original y
único del emisor. Lo interesante de la comunicación interpersonal es escuchar lo que tienen
que aportar de nuevo y original nuestros interlocutores. El que sabe escuchar aprende
siempre algo nuevo de los demás. Sin duda que no aprende nada de lo demás el receptor
que se empeña en que todos piensen y sientan como él; en este esfuerzo inútil malgasta
toda la energía que debía emplear en escuchar y acoger. Escuchar de verdad es todo lo
contrario a querer manipular a lavar el cerebro a los demás.
Hay otros emisores que se empeñan en que a todos les interesen los mismos temas que a ellos les
interesan; invariablemente consiguen llevar toda la conversación al tema de interés suyo.
Siempre se termina hablando de lo que a ellos les interesa; seguramente porque es de lo
único que saben y, por lo tanto, es una única conversación donde ellos se sienten capaces
de participar. No se dan cuenta de que hay dos manera de participar en una conversación:
hablando (emitiendo) y también escuchando. Con frecuencia, estas personas se niegan
rotundamente a ser receptores y sólo les gusta el papel de emisores.
Para que exista comunicación es imprescindible que haya emisores y receptores. Si todos
queremos emitir y nadie está dispuesto a recibir, estamos dando ocasión a que surja el
monólogo. Al no haber diálogo, no hay comunicación. ¿Cabe mayor barrera a la
comunicación que hacer que ésta desaparezca? Así lo hacemos cuando nos resistimos a ser
receptores, forzamos a los demás a callarse y nos constituimos en monologantes.
El receptor tiene un gran poder en su mano respecto al emisor, ya que con su actitud,
puede aumentar o disminuir la sensación de riesgo que siente el emisor. Si el receptor
ofrece respeto, acogida y apertura, puede hacer que desaparezca toda la sensación de riesgo
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y temor que el emisor pueda sentir, hasta tal punto que éste pierda completamente todo el
temor de abrirse ante el receptor. Así, el receptor favorece y facilita la comunicación.
Si, por el contrario, como hemos visto, el receptor se muestra rígido, autoritario y distante,
puede aumentar los temores del emisor y su sensación de riesgo de tal forma que inhiba
totalmente su comunicación.
Lo cierto es que sin comunicación no hay corriente afectiva, amor, y sin éste –en uno u
otro grado– no hay grupo humano y, menos, cristiano.
III. EMISOR Y RECEPTOR
Se dan defensas comunes al emisor y al receptor. Ambos pueden simultáneamente levantar el
mismo tipo de barreras.
Así lo hacen cuando los dos des comunican desde su rol. El rol es el papel social de cada uno en
diferentes circunstancias. La comunicación de rol a rol se da cuando se comunican no
desde quienes son, sino desde el papel o función social que cada uno desempeña.
Todos desempeñamos distintos roles y todos nos comunicamos desde nuestro rol cuando
no comunicamos nuestros verdaderos problemas y dificultades personales, ni nuestros
sentimientos reales, sino los que se derivan del rol.
Este es el caso, por ejemplo, de un profesor antes sus alumnos o de un médico ante sus
pacientes. Hay circunstancias que exigen la comunicación desde el rol y no permiten la
comunicación de sentimientos demasiado personales.
Un obstáculo a la comunicación se da cuando en la vida personal seguimos
comunicándonos desde el rol. Por ejemplo, el profesor que, fuera de la situación escolar, se
mantuviera en actitud de enseñar. Su comunicación y relaciones interpersonales no serían
de igual a igual, ya que, desde su rol de profesor, asume una posición en cierta manera
superior.
O el caso del padre incapaz de dialogar con sus hijos poniéndose a su misma altura. Habla
desde su rol si intenta mantener siempre su postura autoritaria y si nunca adopta una
actitud cercana y comprensiva. Es difícil que logre una comunicación auténtica con sus
hijos si se mantiene rígidamente en su rol y si sus hijos no pueden ver, más allá de su rol, el
corazón cercano y acogedor del padre.
Todos estos obstáculos, sean parte del emisor o del receptor, tienen otras consecuencias,
además de la obvia de dificultar la comunicación. Al dificultarme la comunicación con mi
yo, me alejan de mí mismo, y así resulto un desconocido para mi propio yo al no poder ser
quien realmente soy en paz y armonía. Respecto a los demás, me dan una visión deformada
de ellos y de la realidad. En todo caso, siempre obstaculizan la buena marcha de la
comunicación. Tenemos que ser conscientes de las barreras que utilizamos cada uno, para
bajar las defensas y acometer el reto fascinante de la comunicación.
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IV. ACEPTAR EL RETO DE LA COMUNICACIÓN: ELEGIR EL SER
No quisiera que, a la vista de estos obstáculos o barreras, pensáramos que es imposible la
comunicación. Sí es verdad, y lo hemos dicho con frecuencia, que la comunicación es
difícil; sobre todo, es verdad que en la comunicación estamos ante un reto: abrazar o
rechazar el riesgo y sus consecuencias; detrás de toda barrera levantada a la comunicación
se esconde el miedo al riesgo: es el reto de la comunicación.
Nos necesitamos unos a otros; a través de la comunicación con los demás nos
encontramos con nosotros mismos; en la comunicación auténtica con nosotros mismos
nos encontramos con los demás.
En todo esto de la comunicación nos va nuestra propia realización. La calidad de nuestra
comunicación condiciona la calidad de nuestro ser y nuestra vida. Hay quien describe la vida como un
caminar hacia la muerte. Yo prefiero enfocarla como un camino de la muerte a la vida, del no ser
al ser. Yo veo la vida hecha de muertes progresivas que nos llevan hacia una mejor y mayor
plenitud de vida, a una mayor humanización. La vida es así un constante renacer.
Vale la pena vivir, elegir el ser, vencer el temor, arriesgarse y salir al encuentro del reto que
supone ser artistas que dominen el arte difícil de una buena comunicación.
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