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DE CÓMO LA SOCIOLOGIA CONSTRUYE
SUS OBJETOS: EL CARÁCTER PROBLEMÁTICO
DE LOS “DETERMINANTES” SOCIALES
DE LA SALUD-ENFERMEDAD
Roberto Castro*
Introducción
Una de las preocupaciones centrales de la sociología médica
es la cuestión de los determinantes sociales de la salud y la
enfermedad. Contra el modelo naturalista, que tiende a restringir
al ámbito biológico el origen de las diversas enfermedades, desde
disciplinas como la sociología, las ciencias políticas y la
antropología se postula un modelo social que sostiene que los
factores culturales y socioeconómicos juegan un papel más
importante que los biológicos en la producción de las variaciones
en los niveles de salud que se advierten en las diversas sociedades.
El modelo social, sin embargo, dista mucho de ser una
teoría unificada. En su interior es posible reconocer por lo menos
tres niveles de problematización del objeto (i.e., los determinantes),
en función del aspecto que se enfatiza, en detrimento de otros.
El primer nivel se centra en la identificación y jerarquización
* Doctor en Sociología Médica por la “University of Toronto”, titular de
Maestría en Población (“University of Exeter ”) y de Licenciatura en
Sociología (Facultad de Ciencias Políticas y Sociales UNAM). Investigador
del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM) de la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Correo electrónico:
[email protected].
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de los determinantes sociales (esto es, no biomédicos) de la salud
y la enfermedad, aceptando como no-problemática la definición
de estos últimos conceptos que se ofrece desde la biomedicina.
El segundo nivel, en cambio, centra la mirada en problematizar
el concepto mismo de salud-enfermedad y mostrar así su carácter
socialmente construido. En consecuencia, desde este nivel la
búsqueda de los determinantes es la búsqueda de los factores políticos
y culturales que dan lugar a tales construcciones sociales. Y el tercer
nivel, por su parte, busca problematizar al sujeto que problematiza
(u objetivar al sujeto objetivante), y considera a la perspectiva
sociológica como sujeta también a determinantes sociales. Desde
esta perspectiva se busca identificar el papel que juegan las ciencias
sociales, desde su posición subordinada dentro del campo médico,
en la construcción de ese objeto de estudio que aquí llamamos
los “determinantes” de la salud y la enfermedad.
En este trabajo haremos una revisión del problema de los
determinantes de la salud y la enfermedad a partir de los tres
niveles – o aproximaciones al objeto— arriba mencionados.
A. Primera aproximación: el enfoque clásico de jerarquización
de los determinantes
Al proponer que los determinantes de la salud y la
enfermedad se encuentran más en el plano social que en
el biológico, una primera contribución de las ciencias sociales ha
sido la problematización y crítica que hacen de las condiciones
materiales de vida y de los arreglos sociales que los hacen posibles.
Un buen ejemplo lo constituye el informe de la Comisión sobre
Determinantes de la Salud de la OMS (2009), que atribuye a
las diversas formas de inequidad (de clase, de género, de acceso
a los recursos, de conocimiento, y otras) el origen fundamental
de las desigualdades en salud. Se trata de un informe con un
lenguaje relativamente crítico (impensable hace algunas décadas)
y anclado en conceptos de las ciencias sociales, como los
mencionados arriba. Sin embargo, la Medicina Social de América
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Latina ha objetado dicho informe porque la crítica de la realidad
que hace no es suficientemente radical como para señalar
claramente que sólo una transformación del sistema capitalista
permitirá cambios de fondo en las inequidades en salud (González
Guzmán, 2009).
Para revisar brevemente los determinantes sociales que se
identifican desde este enfoque (por la OMS y por otros autores)
podemos partir del nivel más “macro”, y descender desde ahí
sistemáticamente hasta niveles que han sido conceptualizados
como de orden psicosocial. Difícilmente podemos pensar en dos
determinantes de mayor alcance que la globalización y el
calentamiento global. Este último se define como el incremento
de la temperatura promedio del globo terráqueo debido al efecto
del aumento de gases como el dióxido de carbono y otros en
la atmósfera del planeta. Este incremento de los gases, que a su
vez potencia el efecto invernadero que regularmente cumplen,
es el resultado de fenómenos sociales (la industrialización y la
sociedad de consumo, así como el crecimiento poblacional).
La globalización, por su parte, se refiere al creciente proceso
de integración de las economías nacionales a un mercado
mundial, fenómeno que es posible, a su vez, por el creciente
desarrollo de las comunicaciones (ante todo internet), y por el
impulso al capitalismo a escala planetaria, sobre todo a partir de
la caída del bloque socialista (Globalization Knowledge Network,
2007). La globalización implica tres tipos de flujos en un volumen
sin precedentes: de capitales y mercancías, de información, y de
seres humanos. Se trata de un poderoso determinante de la salud
y la enfermedad por cuanto ha repercutido directamente en un
incremento de las desigualdades sociales: aquellos países,
y aquellas clases sociales que ya gozaban de una clara ventaja
socioeconómica, han recibido los principales beneficios y
ganancias de este proceso, y viceversa. La globalización se asocia
también con un cambio de hábitos alimenticios de grandes
sectores, que tienen ahora más fácil acceso a la llamada “comida
chatarra”, con el consecuente incremento de problemas como
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obesidad, sedentarismo, diabetes, y otras enfermedades crónicas,
y con la rápida expansión de epidemias1.
En un segundo nivel, en el de los agregados sociales más
amplios, se encuentran los determinantes ya clásicos por su
sobradamente demostrada influencia en la producción de la salud
y la enfermedad. Nos referimos, desde luego, al modo de producción
y a la clase social. Desde hace varias décadas Laurell (1982) y otros
mostraron con contundencia que los patrones de morbimortalidad varían entre una sociedad y otra, y que dicha variación
puede atribuirse al modo general en que organiza la producción
y se distribuye la riqueza en cada una de ellas. La comparación
entre USA, Cuba y México resultó una lección que pervive hasta
la fecha.
Por otra parte, el Black Report (DHSS 1980) mostró el papel
que juega la pobreza en la producción de la enfermedad, e identificó
la importancia de las clases sociales en este rubro; al mismo
tiempo, demostró el error de las teorías que de la selección social, que
proponían que no es la clase social baja la que produce más
enfermedades, sino que al enfermarse muchos individuos tienden
a descender de clase social. El Black Report y los subsecuentes
análisis de Blane (1985) y Wilkinson (1986) demostraron que este
tipo de explicaciones alternativas carecían de fundamento. En
México, un estudio pionero en esta materia, con impacto en toda
la región Latinoamericana, fue el de Bronfman, Tuirán y López
(1983), que, con datos de la Encuesta Nacional Demográfica,
mostró con contundencia la realidad de la desigualdad social frente
a la muerte infantil.
Junto con clase social, la condición de género ha sido
identificada como una variable determinante en la producción
social de la enfermedad. Recordemos que género hace referencia
a las desigualdades socialmente construidas entre los sexos, a los
significados culturalmente asignados a lo femenino y a lo
masculino y que, justamente por ser de origen cultural, muy
1
Ver, por ejemplo: http://www.who.int/trade/en/index.html.
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poco o nada tienen que ver con las diferencias biológicas entre
los sexos. La Organización Mundial de la Salud2 identifica varios
hechos concretos en relación a esta materia: por ejemplo, que si
bien el tabaquismo es mayor entre los hombres, la velocidad a la
que va creciendo entre las mujeres es mucho mayor que entre
aquellos; o bien, que más del 60% de las personas con VIH
en África son mujeres, y que las proporciones en otras regiones
del mundo donde aún son minoría, como América Latina, están
creciendo rápidamente (Sen and Östlin, 2007). Desde luego los
riesgos de sufrir violencia física y sexual por parte de la pareja
son mucho mayores entre las mujeres que entre los hombres, así
como los riesgos relacionados a la salud reproductiva, como
el embarazo adolescente, las muertes maternas y las ITS’s. Por
otra parte, las creencias y los prejuicios de género suelen asociarse
a un tratamiento diferencial entre niños y niñas, en detrimento
de estas últimas.
En un tercer nivel, encontramos el plano de las variables
intermedias, básicamente proceso de trabajo y apoyo social. Tal como
lo mostró Laurell (1983) en la década de los 80’s, no es posible
comprender cómo se relaciona la categoría de trabajo con la salud
a menos que construyamos categorías que nos permitan captar
la naturaleza históricamente específica del proceso de trabajo en
cada época y en cada sociedad. En la sociedad capitalista, el trabajo
es la forma fundamental de inserción social de los individuos.
Tener un empleo en este contexto significa contar con recursos,
redes sociales, apoyo social, y también destinar 8 horas diarias
dentro de un ambiente laboral específico realizando tareas
determinadas, todo lo cual está relacionado con la salud y
la enfermedad. Laurell propuso la categoría de proceso de trabajo
para dar cuenta de la manera históricamente específica en que los
individuos se relacionan con su objeto de trabajo, y la manera
en que esta relación afecta su salud. La misma autora identificó
2
Ver, por ejemplo: http://www.who.int/features/factfiles/women_health/
en/index9.html.
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patrones específicos de desgaste en el trabajo. Por su parte, Coburn
(1978 y 1979) estudió la relación entre alienación en el trabajo,
estrés y bienestar. Y desde una perspectiva diferente (no marxista),
Karasek y coautores propusieron las categorías de latitud laboral
y exigencia laboral para dar cuenta del grado de poder de decisión
de los trabajadores y empleados en relación al estrés y las demandas
bajo las cuales operan (Karasek et. al., 1981). Aunque no lo
mencionan directamente, es evidente que estos autores también
están lidiando con la alienación.3 Se ha documentado que a mayores
grados de alienación corresponden mayores enfermedades
ocupacionales (Benach, Muntaner y Santana, 2007).
Muy vinculado a este nivel de análisis se encuentra el tema
del apoyo social. Si bien ya Durkheim había mostrado la existencia
de una estrecha relación entre integración social y suicidio, fue
hasta la década de los setentas del siglo pasado cuando Cassel
(1976) y Cobb (1976) volvieron a colocar el tema en el centro de la
agenda de investigación. Cobb propuso la hipótesis del modelo
del efecto amortiguador del apoyo social, que complementó
la hipótesis del modelo del efecto directo. El modelo del efecto directo
postula que el apoyo social favorece los niveles de salud,
independientemente de los niveles de estrés del individuo; el modelo
del efecto amortiguador, en cambio, sostiene que el apoyo social
protege a los individuos de los efectos patogénicos de los factores
estresantes. La evidencia presentada por Kaplan (1974), dos años
antes, en su estudio sobre el Alameda County, mostraba que
aquellos individuos que disponen de redes sociales de familiares
o de amigos cercanos enferman menos que aquellos individuos
que disponen sólo de redes sociales más débiles; y que estos dos
grupos, a su vez, presentan menos enfermedades que aquellos
individuos que carecen de redes sociales y que viven más bien
aisladamente (Castro, Campero y Hernández, 1997).
3
Categoría de origen marxista que hace referencia al proceso de
enajenación que experimentan los trabajadores, por medio del cual tanto
los productos de su trabajo como las relaciones sociales que desarrollan
se vuelven ajenas a ellos y los dominan.
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Por otra parte, en un estudio que se volvió también un
clásico, Sennet y Cobb (1973) mostraron que hay elementos
intrínsecos a la clase social –que ellos denominaron las heridas
ocultas—, más allá de los recursos materiales a los que se tiene
acceso, que tienen que ver con un conjunto de recursos cognitivos
y orientativos que determinan la manera como se anda por el
mundo, y se hace frente a la adversidad. Pearlin (1985) señaló
que “así como los bienes, el poder y el estatus están distribuidos
desigualmente en la sociedad, la extensión y los recursos con que
cuentan las redes están también desigualmente distribuidas. Esto
es, el alcance de las redes y lo que pueden ofrecer a sus miembros
varía de un estrato social a otro”. El mismo autor, sin embargo,
advirtió sobre la necesidad de nutrir con teoría sociológica los
estudios sobre apoyo social, de tal manera que sea posible estudiar
la estructura de las estrategias de manejo de la adversidad (structure
of coping) dado el enfoque eminentemente positivista que adquirió
en la década de los noventas en los países anglosajones, donde
se llegó a pensar que la parte científicamente relevante del apoyo
social es aquella que se puede medir y cuantificar. Al estudiar
el apoyo social es necesario considerar no sólo a la parte que
recibe ese apoyo (que puede beneficiarse o no con él), sino también
a la parte que lo provee, que en casos extremos puede enfrentar
un desgaste como lo documenta ampliamente la literatura sobre
las víctimas ocultas de la enfermedad.
Finalmente, en el plano de los individuos, es posible recurrir
a la categoría de estilos de vida como un determinante más de la
salud y la enfermedad, éste de nivel micro. El mismo Alameda
County Study citado más arriba había demostrado que los hábitos
personales, tales como consumir bebidas alcohólicas, fumar, falta
de ejercicio físico, etc., se relacionan directamente con las tasas
de morbilidad. Un hallazgo central de ese estudio es que los
hábitos personales se relacionan con las enfermedades crónicas;
si los hábitos personales son, a su vez, consecuencia del contexto
social en que se vive, entonces la influencia del medio social queda
demostrada no sólo en relación a las enfermedades infecciosas
sino también respecto a las enfermedades crónicas. Como bien se
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ha señalado, los “estilos de vida” difícilmente pueden explicarse
si no es como productos de la sociedad históricamente específica
dentro de la que existen. ¿Cómo, por ejemplo, explicar el
alcoholismo en términos social-psicológicos, sin mirar
simultáneamente hacia las fuerzas y los intereses económicos que
lo hacen posible? (Menéndez, 1990).
En realidad, los diversos niveles de esta jerarquización de
determinantes no son excluyentes entre sí, y de hecho sólo son
comprensibles si se les articula adecuadamente. Pues si bien es
indiscutible que factores macro-sociales como el modo de
producción o la clase social (por mencionar sólo un ejemplo)
juegan un papel central en la producción social de la enfermedad,
es claro que sus mecanismos de acción no son discernibles con
claridad salvo que integremos en el análisis las diversas mediaciones
que intervienen entre el nivel de realidad en que operan esas
variables y los individuos de carne y hueso sobre los que se
manifiestan las enfermedades concretas. De tal manera que un
permanente análisis multinivel está sobreentendido desde esta
primera aproximación.
B. Segunda aproximación: cuando el concepto de enfermedad
es problemático
La clasificación anterior, al tiempo que es la convencional
cuando se aborda el tema de los determinantes, supone que la
salud y la enfermedad son conceptos relativamente no-problemáticos
para la medicina ni para las ciencias sociales. Es decir, supone
que la enfermedad se define básicamente por los criterios objetivos
y eficaces de la ciencia biomédica, y asume que ésta última es,
efectivamente, la perspectiva más autorizada para delimitar las
fronteras entre lo normal y lo patológico. Supone además que
la enfermedad es un objeto natural con existencia propia,
independientemente de que la nombremos o la detectemos.
Y asume, por último, que las fuerzas sociales que en el apartado
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anterior fueron identificadas como las principales determinantes
sociales de la salud son independientes del conocimiento y de la
práctica médica (Wright y Treacher, 1982). Estos supuestos han
sido cuestionados desde las ciencias sociales, dando lugar a formas
enteramente diferentes de pensar el problema de los determinantes
sociales de la salud y la enfermedad. Pues también es un objeto
de estudio de central interés para las ciencias sociales la manera
en que las ciencias biomédicas y la práctica médica occidental
construyen sus propios objetos de estudio.
La teoría de la etiquetación (labelling theory) hizo aportes
fundamentales en este sentido. Lemert, en su obra Social Pathology
(1951) propuso que no es la desviación primaria (la enfermedad en
sí) sino la desviación secundaria (la reacción social a la enfermedad)
la que da cuenta de los principales diferenciales respecto a esa
forma de desviación que llamamos enfermedad. Por ello, insistía
el autor, el análisis debe comenzar por la reacción social,
específicamente por el control social, más que con la etiología del
padecimiento en cuestión (Lemert, 1974).
El enfoque de Lemert dio lugar a diversos estudios de central
importancia en este terreno. Becker (1963), por ejemplo, sostuvo
que la desviación, en cualquiera de sus formas, es construida por
los propios grupos sociales al crear éstos las reglas cuya infracción
constituye la desviación. La definición de Becker sobre quién es
un desviado (y por lo tanto, quién es un enfermo, o un criminal,
o un loco) se volvió paradigmática: “el desviado es aquel sobre
quién tal etiqueta ha sido aplicada exitosamente; la conducta
desviada es la conducta así etiquetada por los individuos” (Becker,
1963:9).
En el mismo sentido, Scheff (1973), buscando desarrollar
una teoría social sistémica que diera cuenta de la enfermedad
mental, propuso que es la ruptura residual de reglas lo que genera
una reacción social que, a su vez, constituye el reconocimiento
oficial de la enfermedad mental. Sostenía que la mayor parte de
las enfermedades mentales constituyen, al menos en parte, un
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rol social4; y que es la reacción social (de etiquetación) el determinante
más importante de entrada al rol de enfermo mental. La premisa
central de su teoría es que los síntomas de la mayoría de las
enfermedades mentales son, ante todo, violaciones a reglas
residuales. Esto es, la sociedad cuenta con un conjunto de reglas
que se aplican a los individuos que las violan: “la mayor parte de
esas violaciones no implican que el transgresor reciba el rótulo de
enfermo mental, sino el de maleducado, ignorante, pecador, criminal
o, simplemente atormentado, según el tipo de norma de que se trate”
(Scheff, 1973: 54). Sin embargo, “una vez agotadas estas categorías
queda siempre…un residuo de los más diversos tipos de violaciones
(i.e., hablar sólo, ser incapaz de seguir una conversación
coherentemente, sentir miedo “injustificadamente”, etc.), para el cual
la cultura no suministra ningún rótulo explícito” (idem, pp. 37;
paréntesis mío). Y es justamente para poder “nombrar ”
convenientemente esos casos de transgresión de las reglas residuales
que la sociedad crea la categoría de “enfermedad mental”. Desde
esta perspectiva, entonces, habría que buscar los principales
determinantes de algunas de las enfermedades mentales en el tipo de
reglas sociales que las conductas bizarras infringen, y en el tipo de
respuestas de etiquetación que los grupos desarrollan frente a tales
conductas.
4
Parsons tomó de Henderson la noción de que la relación médico-paciente
es un sistema social, entendido éste último no como un complejo conjunto de
estructuras o instituciones sino como un conjunto de roles sociales (del
médico, del enfermo, y otros). Un rol se define como un conjunto de conductas
esperadas. En el capítulo 10 de El Sistema Social (1951), Parsons propuso una
caracterización de los atributos centrales del rol del enfermo así como los
del rol del médico. La noción del rol del enfermo dio lugar a un amplio
cuerpo de investigación y a muchas críticas (Honig-Parnass, 1981). Una de
las más devastadores provino de un discípulo del propio Parsons, Gallagher
(1976), que mostró que el rol del enfermo así conceptualizado no dejaba
cabida para los enfermos crónicos. Independientemente de que el concepto
parsoniano haya sido ampliamente superado, la contribución vigente de
Parsons en esta materia consiste en haber consolidado la noción sociológica
de que la condición de enfermo es un rol social.
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Goffman (1961), a su vez, argumentó en Internados que son
las instituciones psiquiátricas las que hacen la diferencia respecto
a lo que llamamos enfermedad mental pues, decía, no es tanto
que esas instituciones traten a enfermos mentales cuanto que, a
la inversa, llamamos enfermos mentales a las personas que esas
instituciones atrapan. La hipótesis general de la teoría de la
etiquetación es que la enfermedad constituye un conjunto de roles
desviados dentro de los cuales ciertos individuos son socializados
y estabilizados. ¿Y qué explica que algunos individuos y no otros
sean etiquetados de esa manera? “Contingencias” de diverso tipo,
tales como vivir cerca del área de influencia de un hospital
psiquiátrico, la pertenencia a una clase social baja, o el despliegue
personal de ciertos síntomas para lo que existe intolerancia social
(por ejemplo, “hablar sólo” en unas sociedades es un acto trivial,
mientras que en otras mueve a escándalo).
Por su parte, en uno de los pocos trabajos con esta
perspectiva que se intentaron para padecimientos no mentales,
Scott (1969) mostró el papel que juegan las instituciones en la
construcción de las personas ciegas. Contra lo que el sentido
común indicaría –en el sentido de que un ciego es simplemente
alguien que no ve— el autor mostró que a las instituciones
destinadas a la atención de personas ciegas llegan muchos
pacientes con ceguera sólo parcial o con miopías muy severas.
Sin embargo, el staff de esas instituciones tiene como primer
cometido lograr que tales pacientes se asuman y se reconozcan a
sí mismos como “ciegos”, para entonces poder ayudarlos. Esta
conducta del personal, a su vez, resulta de la necesidad de contar
con definiciones oficiales de la población objetivo, pues el
presupuesto de tales instituciones suele estar atado al tamaño de
la población que deben atender.
Una buena sistematización de esta perspectiva es la que
ofrece Waxler (1980), quien sostuvo que, una vez etiquetada como
“enferma mental”, una persona puede encontrarse
irremediablemente en medio de una profecía autocumplida,
precisamente porque es confinada dentro de un rol específico.
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Citando a Mercer (1973), la autora mostró el papel de ciertas
contingencias en tanto principales determinantes del retardo mental
en las escuelas públicas norteamericanas. Tales contingencias
podían ser cuestiones como el hecho de disponer de un psicólogo
o psiquiatra en la escuela (las escuelas sin psicólogo tienen muchas
menos probabilidades de detectar a niños con retraso), el tamaño
de la escuela (mientras más grande la escuela, menos
probabilidades de que un niño determinado sea etiquetado como
retrasado), la manera en que el profesor etiqueta de inicio a un
alumno cuando lo envía al área de psicología (aquellos
inicialmente etiquetados por su profesor como “probablemente
con retraso” tienen muchas más probabilidades de ser etiquetados
así por el psiquiatra), e incluso el idioma de los tests psicométricos
(el inglés), que pone en serias desventajas a los estudiantes de
origen anglo-mexicano. Waxler señaló que, en relación a los
determinantes de la enfermedad, la teoría de la etiquetación
parte de dos supuestos: primero, que no existen definiciones
universales de enfermedad. Y segundo, que aquello que llamamos
“enfermedad” es más el resultado de intensas luchas y
negociaciones entre diversos grupos sociales, que el corolario de
un objetivo y aséptico proceso de investigación biomédica. En
consecuencia, esta teoría centra mucha de su atención en el poder
de los grupos e individuos con capacidad de etiquetación, así
como en aquellos sobre quienes esas etiquetas son exitosamente
impuestas.
Los alcances de la teoría de la etiquetación, en tanto
determinante de la enfermedad, fueron explorados básicamente
en relación a la enfermedad mental (con la excepción ya señalada),
si bien otras áreas de la sociología médica también se vieron
enriquecidas con estos aportes. Pero la teoría de la etiquetación
contribuyó a desarrollar un enfoque mucho más radical respecto
al carácter socialmente construido de la salud y la enfermedad.
Nos referimos precisamente al construccionismo social aplicado en
este campo (Conrad y Barker, 2010). Este último enfoque derivó
del clásico estudio de Berger y Luckmann (1966), que propuso
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una teoría acerca de los procesos sociales que hacen posible
el desarrollo y aceptación de ciertas nociones y conceptos y, en
consecuencia, el surgimiento, en el plano cognitivo, de cierta
realidad. Dicho muy esquemáticamente, los autores postulaban
que las sociedades siguen tres etapas en el proceso de construcción
de su conocimiento acerca de la realidad: la objetivación
o externalización (o el desarrollo de conceptos y categorías
específicas para designar un aspecto de la realidad); la
institucionalización u oficialización (o el surgimiento de
instituciones y prácticas que legitiman aquellas categorías);
y la internalización (o el proceso de adopción colectiva de aquellas
categorías, que se traduce en la habituación de los individuos
para con la realidad que esas categorías comunican). No escapó
a Berger y Luckmann la implicación fundamental de esta teoría,
a saber: que los grupos con más poder en la sociedad están
en mejores condiciones de imponer su definición de la realidad.
Este enfoque resultó crucial dentro del campo de los
determinantes de la enfermedad. Apoyándose en Berger
y Luckmann, además de en autores ya citados como Lemert,
Becker, Scheff y otros, Freidson (1970) mostró por primera vez lo
que implicaba explorar científicamente “la construcción
profesional de los conceptos de enfermedad”, palabras con las
que tituló uno de los capítulos más emblemáticos de su obra La
profesión médica. Freidson mostró que el avance de la medicina es
más un producto de arreglos específicos de poder de la profesión
médica con el Estado (que, entre otras cosas, le garantizó a aquella
la jurisdicción exclusiva en el derecho a curar), que el resultado
de progresos objetivos en el conocimiento médico, como postula
la ideología de la profesión médica. Mostró también que
la desviación social es un objeto de lucha que se disputan
la medicina, el derecho y la religión, con resultados crecientemente
favorables para la primera. Por ejemplo, la conducta de un asesino
serial pudo, bajo el paradigma religioso, ser considerada
fundamentalmente como un pecado. En la sociedad secular actual,
sin embargo, el paradigma religioso ha cedido su lugar a la
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medicina y al derecho. Por ello, los abogados defensores de un
caso así centran su estrategia en lograr que el asesino sea tenido
ante todo como un enfermo, mientras que la parte acusadora
trata de mantener la definición del caso ante todo como un crimen,
dando preeminencia al paradigma legal. La profesión médica,
señaló Freidson, se encuentra activamente comprometida en la
medicalización de la realidad, lo que se traduce en una constante
expansión del horizonte médico: cada vez son más las conductas,
los signos y los síntomas que la medicina reclama como objetos
de su competencia (ver también Conrad, 1992). De la lectura de
Freidson se desprende una consecuencia devastadora para
el paradigma biomédico clásico: los determinantes de la enfermedad
son ante todo de orden político, pues hay que buscarlos
básicamente en la actividad clasificatoria de los profesionales de
la medicina, particularmente de los que tienen más poder5. En
síntesis, Freidson postuló que los determinantes “objetivos” de
la enfermedad, y los procedimientos sociales a través de los cuáles
los nombramos, no son tan fácilmente distinguibles.
El enfoque del construccionismo social en medicina se
nutrió, desde luego, del aporte fundamental de Foucault (1966)
que demostró el lugar central que ha jugado el discurso médico
en la constitución de las sociedades modernas. Foucault mostró
que la medicina es una forma de discurso, es decir, de ideas,
relaciones sociales e instituciones, que crea sus propios objetos y
que cumple una función disciplinaria para con los cuerpos y los
individuos.
Después del impulso inicial que Foucault y Freidson dieron
a la agenda del construccionismo social en el campo de los
determinantes de la enfermedad, siguió un importante número
de trabajos que investigaron los procesos mediante los cuáles
determinados padecimientos han sido “construidos”, más que
“descubiertos”(Wright y Treacher, 1982). Un caso paradigmático
5
Para un ejemplo desde esta perspectiva en México ver Erviti, Castro
y Sosa, 2006.
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se refiere al estudio de Conrad (1975), que mostró cómo la
hiperkinesis fue construida socialmente como resultado de varios
factores, entre los que destaca la invención de una droga para
tratarla6. Junto con Schneider, el autor sugirió una teoría de cinco
pasos para describir el proceso de construcción social de diversas
enfermedades: 1.- identificación de una conducta como desviada,
2.- propuesta de un diagnóstico para la misma, 3.- actividad de
grupos en la cual padres, maestros, y agencias de gobierno se
convencen de la necesidad de medicalizar un problema
determinado, 4.- aprobación de leyes que autorizan el derecho a
medicalizar el problema, 5.- institucionalización, o creación de
instituciones para enfrentar el problema y mediante la inscripción
del nombre de la nueva enfermedad en los manuales
correspondientes7.
Esta estrategia analítica ha sido aplicada extensamente al
estudio de los determinantes de la enfermedad. Armstrong (1986)
estudió la “invención” de la mortalidad infantil, y demostró que
esta categoría fue creada a comienzos del siglo XX con el auge de
los estudios epidemiológicos. “La realidad, dice el autor, no existe
en la imagen borrosa de una fotografía o imagen, sino en el ojo
entrenado del que mira”. Por su parte, Pollock (1988) mostró
cómo surgió y se hizo popular la noción de “estrés” en nuestra
sociedad, al grado de volverse un hecho social y una categoría
6
Desde luego no puede obviarse el papel que juegan las grandes
compañías farmacéuticas en la invención (disease mongering) de nuevas
enfermedades, impulsadas por el ánimo de incrementar sus mercados
y sus ganancias. A este respecto vale la pena revisar el trabajo de
Moynihan, Heath y Henry (2000). Pero sería poco sofisticado
sociológicamente pretender que todo se reduce a una cuestión de
mercados y ganancias, e ignorar así todos los otros procesos sociales
que se asocian al fenómeno de la construcción social de la enfermedad.
7
En ese sentido resulta en extremo interesante revisar los cambios de las
sucesivas versiones de la Clasificación Internacional de las Enfermedades
y advertir cómo se anotan nuevas enfermedades y se eliminan otras
( Janssen y Kunst, 2004). Apenas en 1990 la OMS desclasificó
a homosexualidad como enfermedad.
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adoptada por el discurso médico: al tiempo que elude cualquier
intento de conceptualización precisa, el término refleja una teoría
específica de la sociedad8. Así también se ha estudiado lo mismo
la construcción social de enfermedades genéticas (Yoxen, 1982),
que de enfermedades infecciosas como la enfermedad de Lyme
(Aronowitz, 1991) o la lepra (Waxler, 1981); la de enfermedades
crónicas como el asma (Gabby, 1982), la de las adicciones (Harding,
1986); la de aspectos de la salud reproductiva (Bransen, 1992)
o de la salud en general (Glassner, 1989) que no estaban
medicalizados anteriormente, o, por el contrario, la de problemas
sociales que se resistían a ser medicalizados como la violencia
contra las mujeres (Stark, Flitcraft y Frazier, 1983). En este mismo
sentido el pensamiento feminista ha denunciado la existencia
de un sesgo masculino en las definiciones de la enfermedad, que
ha resultado en la creación artificial de la enfermedad donde “en
realidad” ésta no existe. Un área particularmente sensible se refiere
a la enfermedad mental (en donde las prevalencias más altas se
atribuyen a las mujeres, y donde el determinante “natural”
de acuerdo a ciertos enfoques biomédicos sería el simple hecho
de ser mujer). En realidad, argumentan, las mayores tasas
de enfermedad mental se deben a la opresión de género a la que
las mujeres están sometidas, así como a la propensión de los
especialistas a diagnosticar más fácilmente este tipo de enfermedades
entre las mujeres, propensión que se debe a sesgos y prejuicios
de género (Smith, 1990).
8
En otro trabajo hemos sugerido el paralelismo (no confundir con
equivalencia) del estrés en las sociedades urbanas de México, y el susto en
algunas sociedades rurales: los individuos no suelen tener una idea clara
de dichas nociones, y sin embargo ambas hacen una clara asociación
entre el concepto, el corazón y la mente. Ambos conceptos son
construcciones utilizadas colectivamente para dar cuenta de algunas de
las características principales de la vida social. Ambos carecen de una
definición precisa, y ambos, sin embargo, connotan una teoría de la
sociedad a la que pertenecen (Castro, 2000, p. 322-323).
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Habría que advertir contra el relativismo que podría
suponer una lectura ingenua del enfoque constructivista9. No es
que desde esta perspectiva se argumente que las enfermedades
son meras invenciones, o que las categorías de conocimiento
médico carecen de un correlato material. Lo que se cuestiona más
bien es la aparente estabilidad de las categorías médicas, y la noción
de que el conocimiento médico avanza incesantemente, sólo como
resultado de la investigación científica más desinteresada y neutral,
que entra en contacto directo con la realidad objetiva. Lo que el
enfoque del construccionismo social muestra en relación a los
determinantes de la enfermedad es que el conocimiento y la práctica
médica son objetos de un campo en disputa, y que esta última no
puede ser soslayada en aras de una fementida objetividad. Cuando
se trata de estudiar qué determina la salud-enfermedad, no cabe
ignorar que las propias categorías de conocimiento mediante
las cuales se identifica a la enfermedad son objetos de lucha, y
que esta lucha sólo es discernible mediante las herramientas de
las ciencias sociales.
Lo que interesa a los enfoques construccionistas
(incluyendo al modelo de la etiquetación) es el aspecto político de
los procesos de salud/enfermedad. No es que las alteraciones
biológicas conlleven por sí solas, en forma intrínseca, significados
específicos ante los cuales reaccionan los seres humanos. Tales
significados emergen sólo mediante patrones específicos de
interacción social.
Desde la perspectiva de la teoría de la etiquetación,
las preguntas obvias son: i) ¿qué determina que surjan reacciones
sociales sólo en torno a ciertos tipos de enfermedad?, ii) ¿qué
determina que sólo algunos individuos de entre aquellos
que desarrollan los mismos síntomas sean atrapados por esta
reacción social?, y iii) ¿cuál es la dinámica interna de esta reacción,
9
Para una revisión de las controversias epistemológicas que suscita
el enfoque del constructivismo social vale la pena revisar el debate que al
respecto sostuvieron Bury (1986 y 1987) y Nicolson y McLaughlin (1987).
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esto es, cómo se crea esta reacción intersubjetiva? En otras
palabras, ¿qué causa esta reacción social para que los otros
reaccionen etiquetando y clasificando a un individuo dado?
La teoría de la etiquetación propone que la exposición al
poder médico es lo que genera la reacción social, que por su parte
termina por atribuir una etiqueta a ciertos individuos. Éstos
pueden ser expuestos a un diagnóstico y una categorización
ofrecidas por un médico (Scheff, 1966), o por una institución como
un hospital (Goffman, 1961). La centralidad que posee
la arbitrariedad para explicar la selectividad del proceso de
etiquetación es ilustrada por el propio autor cuando afirma que
“si se considera que el número de ‘enfermos mentales’
no internados iguala, y hasta excede al de los internados, podría
decirse que éstos son víctimas de las contingencias, más que de
una enfermedad mental” (Goffman, 1984, p. 140).
C. Tercera aproximación y conclusión: hacia un estudio
sociológico-reflexivo de los determinantes de la enfermedad
El enfoque del construccionismo social nos pone a las
puertas de una perspectiva potencialmente más radical en relación
al estudio de los determinantes de la enfermedad: un punto de
vista que no sólo asuma que las categorías y las prácticas médicas
que nos permiten identificar e intervenir sobre los determinantes
son objetos de lucha, sino que además nos brinde las herramientas
para identificar a los principales actores de esas luchas, sus
agendas implícitas y sus cometidos manifiestos. Es decir, un
enfoque que nos permita localizarnos a nosotros mismos, en tanto
estudiosos de la materia, dentro del campo que está siendo
estudiado. Pues sería ingenuo suponer que los instrumentos de
las ciencias sociales les garantizan, a quienes los usan, un punto
de vista externo, neutral y objetivo. Si el objeto de estudio son
los determinantes de la enfermedad, y si las categorías que dan
cuenta de esos determinantes están a su vez determinadas por la
dinámica de las luchas de poder relativas al campo médico,
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Roberto Castro
no habría razón para suponer que el desarrollo de los marcos
teóricos que nos permiten distinguir la primera y la segunda
aproximación al objeto que hemos ensayado hasta aquí, no está
también sujeto a determinaciones específicas.
Se trata de un enfoque reflexivo (Bourdieu, 2003) cuyo
desarrollo no ha sido explorado a profundidad en nuestro
contexto; es decir, un método de trabajo que aplique sobre sí
mismo las propias herramientas y las mismas hipótesis que nos
han permitido diferenciar las dos aproximaciones reseñadas
anteriormente. Un enfoque para el que no tenemos un modelo
acabado que podamos presentar aquí, pero para el que contamos
con indicios de una dirección analítica promisoria. En efecto,
habría que explorar qué papel han jugado las ciencias sociales en
los procesos de clasificación y desclasificación de los diversos
determinantes de la enfermedad. Ello implicaría pensar los
determinantes sociales de la enfermedad en el marco de la relación
de subordinación que las ciencias sociales ha mantenido con las
ciencias biomédicas, sobre todo en el espacio (de acción política)
de la salud pública y, en buena medida, en el espacio (académico)
de la sociología y la antropología médicas 10 . Habría que
comprender que, dentro del campo médico, los científicos sociales
gozan de poca autonomía, mientras que dentro del campo académico
los antropólogos médicos y los sociólogos de la salud tienen poca
importancia. Que, por lo mismo, los más heterónomos –es decir,
aquellos que cumplen básicamente la función de ejecutar la agenda
de investigación del establishment biomédico— son los más
aceptados dentro de ese campo, contribuyendo así a perpetuar
una visión convencional de los problemas de salud, y ayudando
a relegar al ámbito de lo “excéntrico” o de lo “ingenioso pero
inutilizable” el conocimiento sobre la construcción social de los
determinantes de la enfermedad.
10
Relación de dominación-subordinación que, desde luego, debe
entenderse en el marco de las implicaciones políticas que conllevan los
hallazgos de las ciencias sociales.
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La tercera aproximación al estudio de los determinantes de
la enfermedad tendría que mostrarnos que, mientras no se la
considere, lo que escribimos del objeto (i.e., los determinantes)
dice más de nuestra relación con el objeto (dictada por la estructura
de poder vigente dentro del campo médico) que del objeto mismo,
relación que, a su vez, es explicable por la posición que ocupan
los diferentes actores dentro del campo. Nos permitiría
preguntarnos por el progreso real del conocimiento sobre los
determinantes sociales de la enfermedad en la última década, y
explorar en qué medida el relativo estancamiento que se observa
en esta materia no es sino el reflejo de la subordinación y la
marginación de los científicos sociales a las que hacíamos
referencia. Nos permitiría, en fin, identificar con mayor rigor en
qué nivel de profundización se queda el especialista que recurre a
las ciencias sociales para hablar de determinantes de la enfermedad.
Y, aunque ese especialista no lo supiera, nos sería posible advertir
con mayor claridad que existe una relación entre su nivel de
profundización y su posición en el campo, desde la que se puede
reproducir una visión acrítica de las cosas, funcional para cierta
estructura biomédica de poder, pero que una verdadera sociología
médica no debería ignorar.
El estudio de los determinantes de la salud y la enfermedad
interesa a las ciencias sociales porque a través del análisis detallado
en todos los niveles de realidad que tocan (desde las
determinaciones macrosociales hasta las construcciones simbólicas
microsociales) es posible, como postulaba Herzlich (1973),
reconstruir el mapa general de las relaciones sociales. Su estudio
se justifica no sólo por el esclarecimiento que se logra sobre los
procesos de morbi-mortalidad en sí mismos, sino también porque
a través de ellos se accede a un mejor entendimiento del
funcionamiento de los grupos sociales, su articulación en torno
a la estructura de poder, y su papel en la construcción de
representaciones ideológicas que tensionan, en diferentes
direcciones, al orden social mismo.
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