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GASTRONOMÍA IMPERIAL DE ROMA
En este campo, al igual que en todos los aspectos sociales y/o vitales, debe
tenerse en cuenta el cambio de hábitos. En el periodo previo a la consolidación
imperial, sólo se conocieron los alimentos básicos: cereales (fitilla y polenta),
las legumbres, hortalizas, los huevos y la leche (de oveja y cabra) con la que
elaboraban los yogures adicionándoles tomillo, orégano y menta.
Con el paso del tiempo, y paralelamente a la magnificencia y poder que logró
Roma durante su Imperio, floreció una gastronomía profusa, espectacular en su
presentación -con una puesta en escena casi ilusoriay en sus productos,
algunos tan exóticos como gallinas de Guinea (faisanes), gallos de Persia,
pavos de la India o, también, conejos de Hispania, corzos de Ambracia, atunes
de Calcedonia (no confundir con la cadena de tiendas de lencería fina
femenina…), ostras y almejas de Tarento, mejillones de Atica y tordos de
Dafne, así como exquisitos mariscos, olorosas frutas y deliciosos dulces,
regado todo con buenos vinos, entre ellos los “catalanes” del Penedès.
Merced a los textos de filósofos, poetas, y con la ayuda de los restos
arqueológicos de la época, se dispone de abundante información sobre la
cocina romana: prácticas, ingredientes y presentación de los platos que
preparaba la clase alta, que fue la precursora de lo que se podría denominar
como la primera nouvelle cuisine en Europa (La segunda se producirá 20 siglos
después de la mano de chefs franceses) y, la tercera se está produciendo de
merced al maestro del “aire” Ferrán Adrià…
Uno de sus promotores fue el cocinero y gastrónomo Caius Apicius, que
desarrolló su actividad en el primer cuarto del siglo l a.C. Fue un gourmet
ensalzado por unos y denostado por otros debido a sus extravagancias
culinarias. Al final de su vida se arruinó y no pudiendo aguantar las carencias
de las buenas comidas y bebidas de antaño, se suicidó: “un acto de amor para
con sus debilidades gastronómicas”, en palabras del gran poeta “aragonés”, de
Augusta Bilbilis (Calatayud), Marcial.
Apicio, dejó escrito un libro de salsas y recetas sueltas de otras materias.
Posteriormente, en los siglos III-IV d. C., alguien se dedicó a recopilar no sólo
lo escrito por él, sino distintas recetas de autores ignorados que al final firmó
con el nombre del gastrónomo imperial. En cualquier caso, ese recetario es un
documento único con el que hay que contar si se pretende conocer algo de la
gastronomía romana, en definitiva, para saber lo que “se guisaba...”.
INGREDIENTES Y CONDIMENTOS:
El pan:
El pan constituía un importante elemento de la dieta: existía el panis plebeius,
el panis secundaris, el panis cándidus (destinado a las mesas de los ricos) e
incluso, pan para perros (el panis furfureus)
Las verduras y hortalizas:
En un primer momento, la estrella fue el nabo, después las lechugas,
cebollas...), cardos, etc., que las preparaban cocidas, aderezadas con garum,
aceite, o confitadas. Las manzanas y las peras las degustaban cocidas -no
concebían consumir alimentos crudos pasándose, incluso, en la cocción
provocando que las vitaminas y nutrientes se volatilizaban (aunque la verdad,
el tema de la correcta nutrición y de la dietética no les preocupaba en
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demasía)- con vino, agua y varios aliños como pimienta, garum y un añadido
de huevos batidos. Los higos los consumían, a modo de pan, preferentemente
los pobres, pero tampoco faltaba en las mesas de los ricos como guarnición
para pescados y carnes.
Para las elites, los garbanzos eran “comida para pobres”, no así las lentejas –
que importaban de Egipto- que consumían con un sofrito muy parecido al
actual, a base de aceite y especias.
El pan, la leche y los huevos:
El pan, hasta el siglo II a. C., se elaboraba en los hogares, pero a partir de este
momento se crean las agrupaciones de panaderos, pasando la fabricación y
venta a locales especializados, es decir, a lo que hoy conoceríamos como
hornos o panaderías. Utilizando diferentes variedades de harina, producían
panes fermentados que sé adornaban con hinojo, perejil y adormidera.
En el recetario de Apicio suele encontrarse el pan como ingrediente
preferente. No debemos sorprendernos, pues, al hallar en él la receta de las
torrijas, que preparaban empapando en leche tostadas de pan, fritas y
bañándolas con miel.
La repostería tenía como base principal una masa, con o sin miel, y era en
muchos casos de una cierta sofisticación.
El alimento básico lo constituía la leche, utilizándose en muchas recetas y el
queso era primordial en su dieta como ingrediente de muchos platos, tanto
dulces como salados.
El “Garum” y otros condimentos:
El garum se consideraba el summun de la cocina romana era, y el de
Hispania, elaborado en factorías de las costas andaluzas, era el más
prestigioso. Para obtener este delicatessen se procedía de la siguiente forma:
se preparaba el liquamen, la mezcla de las entrañas y carne de caballa
preferentemente, con sal. Se dejaba fermentar al sol y cuando la porción
líquida se había reducido se prensaba la masa con unos canastillos y el jugo
resultante era el preciado garum. Los restos se denominaban allec, condimento
que también se empleaba en la cocina, aunque era de menor calidad. La
comercialización de este producto originó una gran actividad y, paralelamente,
la industria cerámica obtuvo una gran vitalidad al producir las tinajas,
necesarias para su transporte. Las factorías se ubicaban en Adra, Almuñécar,
Cádiz y Cartagena en donde, precisamente, se preparaba el garum sociorum,
considerado el superior de todos.
En la confección de los platos utilizaban una media de ocho condimentos,
aunque algunas recetas podían llegar a tener hasta 20, pero los que nunca
faltaban era el aceite, la pimienta y el ya citado garum (también usado, a
menudo, como sustitutivo de la sal). La mayoría de las especias se importaban
de Oriente.
Sibaritismo y excentricidad:
El anhelo por añadir novedades a los recetarios y epatar a los comensales
derivó en la deglución de platos tan inauditos como las lenguas de los pelícanos, o la pechuga y el cuello de los patos, desechando todo lo demás de la
zancuda. Pero, también, propició la elaboración de delicatessen como el foie de
oca y el de cerdo cebando a los animales con vino, higos y miel, se conseguía
que el hígado se hipertrofiara y, una vez sacrificado el animal, se extraía el
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mismo y se maceraba con leche y miel. Se servía de varios modos: cortado en
lonchas y acompañado de higos; en cortes braseados en una cazuela con
crestas de gallo; en rodajas sazonadas con garum, pimienta y laurel
desmenuzado, liados en hojuelas de masa y gratinadas.
Las carnes, convenientemente aderezadas, eran transformadas en gran
variedad de embutidos que, incluso, se ofrecían en puestos de venta callejeros
y que las clases populares, cuando podían permitírselo, consumían con
verdadera fruición y deleite. Las consumían de todas clases, pero la de cerdo
era la más apreciada. De la casquería, condimentada de forma intensa, las
piernas
-saladas y ahumadas- eran las piezas más preciadas. Los pollos
los estofaban con frutas, y también los rellenaban de manera muy elaborada.
La caza les entusiasmaba (no faltan demostraciones de ello en recipientes y
mosaicos), siendo el faisán una de las piezas más cotizadas, pero no
menospreciaban otros tipo de especies que, incluso, criaban en granjas.
Conocían y consumían ostras, vieiras, pulpos, rodaballo, lubina, etc.,. También
disponían de criaderos de mariscos y pescados, establecidos en los bordes
costeros. Además, ya se valían de métodos de cocción como el papillote, y de
conservación como el escabeche.
Los pescados que se degustaban cocidos se acompañaban de diferentes
salsas que, con ligeras variaciones, se preparaban con garum, menta, vinagre,
aceite, miel y pimienta.
En el recetario de Apicio se halla una receta de sardinas en papillote,
sazonadas con menta, comino, pimienta y miel, envueltas en papel y hechas al
calor de la estufa. Antes de servirlas se regaban con aceite y allec. También se
facilita la receta, harto simple, de un pescado en escabeche, frito y regado con
vinagre caliente.
Vino y aceite:
Dos alimentos básicos. Entre los siglos I y II d. C. el aceite originario de la Bética llegaba a la Galia, Britannia, Germania y, por descontado, a Roma. A título
anecdótico, el Monte Testaccio de la Ciudad Eterna está constituido por
fragmentos de las vasijas del aceite español.
El otro caldo ensalzado y anhelado era el vino. Además de los de elaboración
propia, los romanos importaban los que procedían de Sicilia, Egipto, Dalmacia,
Marsella, Bética y los de Tarragona. Los procedentes de Grecia, empero, eran
los preferidos de los catadores y la clase alta saboreaba reservas y grandes
reservas que habían envejecido -entre 15 y 25 años- en ánforas, pero no en
bodegas sino en la parte alta de las casas, donde se impregnaban de aromas
ahumados, provenientes de las chimeneas. La clase baja los ingería de peor
calidad, vamos, un peleón.
En los aperitivos, consumían vinos cocidos y aromatizados. Los elaborados a
base de frutas, es decir, los chupitos, también los conocían, pero los tomaban
en menor cantidad.
La costumbre de tomar hidromiel, una bebida a base de agua de lluvia y miel,
de gran reputación entre los griegos, fue cayendo en desuso en la Roma
imperial pero, con todo, se seguía consumiendo. A este brebaje, se le atribuían
efectos afrodisiacos, y persistió durante siglos entre los usos culinarios (y
culonarios...) de muchos pueblos europeos, inclusives los nórdicos.
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El ritual del banquete
Los romanos comían tres o cuatro veces al día: ienticalum (desayuno);
prandium (almuerzo); merenda (merienda) -habitualmente, sólo en verano- y
la cenae (cena). Alrededor de las siete u las ocho de la mañana, se ingería un
sencillo tentempié consistente en pan con aceite y/o vino, miel, queso y fruta
(todo fresco) y también frutos secos. El almuerzo solía consistir en legumbres
(verdes y/o secas), pescado y/o huevos, hongos y frutas del tiempo. La comida
principal era la cena, que solía efectuarse en familia, y que también era el
momento cuando se invitaba a los amigos a las grandes celebraciones.
Los ágapes romanos, con una importante función social y familiar, están
marcados por el dispendio, la suntuosidad, la exuberancia y el desenfreno en
todos los sentidos. Los convidados llegaban a la casa con suficiente
anticipación para que los esclavos los recibieran, recogieran sus zapatos y la
toga. Después, les era ofrecido un baño caliente y perfumado, o bien podían
optar por un lavado de pies con sus correspondientes ungüentos olorosos. Acto
seguido, pasaban a una estancia llamada triclinium, en la que solía haber tres
sofás de tres plazas cada uno, comiendo los comensales reclinados sobre el
brazo derecho. Este sofá se fue convirtiendo poco a poco en un gran asiento
largo llamado sigma, stibarium o sccubitum, en el que cabían hasta ocho
personas. También eran los esclavos los que servían la mesa, que tenían que
ser los más bellos y de mejores modales. Iban vestidos con ropajes de vivos
colores y portaban unas largas y ensortijadas guedejas que, a menudo, hacían
las veces de servilletas.
La mesa se disponía con gran esmero y refinamiento, enfundándose con ricos
manteles -que los ponía el dueño del convite- con vajillas y cristalerías de
auténtico lujo: las primeras eran de plata, siendo las segundas verdaderas
filigranas de cristal con piedras preciosas encastadas. Utilizaban, de diferentes
formas, solamente la cuchara. El tenedor y el cuchillo únicamente lo
manejaban los sirvientes para trinchar y servir los alimentos. Existía la práctica,
admitida socialmente, de que cada convidado podía llevar su servilleta que
servía para limpiarse las manos, sonarse la nariz, limpiarse el sudor y la boca y
para llevarse a casa los restos de comida al acabar el festín. El no va más de la
“funcionalidad” y la “polivalencia” (o de la “utilidad...”)
El banquete se dividía en tres partes: en la primera, gustus o gustado, se
servían huevos y entremeses; la segunda, cenae, que a su vez se subdividía
en otras tres partes; prima, secunda y tercia cena, en la que ofrecían carnes,
pescados, legumbres y verduras y la tercera parte, secunda mensae, en la
que desfilaban los postres. La comissatio era el broche final, consistía en
platos picantes y ligeros, y ofrendaban ungüentos y flores a los invitados.
Entre la segunda y tercera parte del banquete se hacía un descanso para decir
frases de buen augurio, delante de una estatuilla de los dioses lares (dioses
del hogar). En algunas ocasiones se celebraban recitales de poesía, de
música, concursos de modelado, danzas, bufones y actuaciones que se
pueden calificar de licenciosas.
Con la caída del Imperio Romano declinó también el esplendor culinario que,
no obstante, había dejado su huella en Europa, sobre todo en el Mediterráneo,
y más concretamente en Hispania.
© Jose Luis Burón Alegre. Historiador del arte y antropólogo
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