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AL LECTOR PRESENTACIÓN PRÓLOGO INTRODUCCIÓN Capítulo 1. LA SANACIÓN COMO UN CONCEPTO EXTRASENSORIAL Capítulo 2. LA SANACIÓN EN EL MUNDO DE LA MEDICINA EL MUNDO DE LA MEDICINA ALTERNATIVA Capítulo 3. MÉTODO, PACIENTES, SU TRABAJO COMPROBACIÓN CIENTÍFICA LO QUE ESPERO DEL PACIENTE FRECUENCIAS VIBRACIONALES EN BUSCA DE MÁS PRUEBAS Capítulo 4. MI MÉTODO FRENTE A LAS DIFERENTES ENFERMEDADES INFECCIONES E INFLAMACIONES Capítulo 5. LA SANACION: ALGUNAS IDEAS FILOSOFICAS SOBRE LA MUERTE Y EL MORIR DIGNA Y CONCIENTEMENTE ¿QUÉ SE ESCONDE TRAS LA DEFINICIÓN DE DIOS? ALGUNAS HOMBRE, UNIVERSO Y DIOS: ALGUNAS PERSPECTIVAS MI PRIMER ENCUENTRO CON ESTAS ENERGÍAS ÍNDICE CONCLUSIONES AL LECTOR Este libro es el fruto de un compromiso ético que asumí hace algunos años como terapeuta y el cual consiste en compartir con cada uno de ustedes mi experiencia y mi conocimiento sobre el mundo de la sanación, especialmente en todo aquello que concierne a sus inmensas posibilidades al servicio de la ciencia médica. Mi invitación a compartir la lectura de este libro busca, precisamente, ampliar nuestra conciencia respecto de este fenómeno. Esta obra, en consecuencia, no obedece a ningún propósito comercial sino a mi interés de coadyuvarle al lector a entender de la manera más completa posible todas las posibilidades que nos ofrecen las terapias de sanación, frente a las cuales existen en el mundo muchos y muy respetados profesionales con extraordinario talento para asumir con sus propios métodos la lucha perenne del hombre contra la enfermedad. Wilhelm Johannes Frinta PRESENTACIÓN Este libro del Dr. Frinta, Sanación Energética, una Medicina sorprendente, nos coloca frente al horizonte de una nueva medicina para este milenio, ya que lo que en él plantea, traspasa los límites de la anatomía y fisiología convencional, para entrar en el campo de la fisiología y fisiopatología transdimensional, porque al hablar de “frecuencias vibracionales terapéuticas que interactúan con campos vibracionales (cerebrales o tisulares) de los pacientes”, estamos frente a aspectos supradimensionales en relación con el campo orgánico ya conocido. Los planteamientos terapéuticos esbozados por el Dr. Frinta en este libro, nos invitan a considerar la interface materia-energía como una dimensionalidad activa, dinámica e interactuante a todos los niveles fisiológicos del cuerpo humano donde se manejan informaciones vibracionales y donde se manifiestan los procesos de salud y enfermedad. Es además un libro que nace de la praxis, porque no constituye un compendio teórico, sino que sale a la luz como producto de la experiencia terapéutica de muchos años de trabajo y experimentación con el manejo de los campos de energía sutil, todavía no muy bien comprendidos por la ciencia actual, ni evaluados acertadamente por falta de la tecnología que permita cuantificarlos. Por ello, lo más importante aquí son los resultados evidentes de la interacción de dichos campos de esta energía con los pacientes que reciben sus beneficios. En la obra queda planteado que “la sanación no solo es corporal sino multidimensional”, en una comprensión más profunda de lo que significa sanar, aspecto primordial en el que todo paciente, médico, personal de salud y la sociedad, en general, deben llegar algún día a entender plenamente “que la verdadera sanación proviene de adentro hacia afuera del ser mediante procesos que involucran la dinámica profunda del psiquismo, en el esfuerzo continuo de perfeccionarse y lograr la plena armonía del alma”. Por ello, según nuestro nivel evolutivo y comprensión de las leyes que rigen el universo, durante mucho tiempo seguiremos buscando la sanación mediante procesos externos a nosotros mismos, o iniciaremos el camino de la búsqueda de la paz interior, tan necesaria para el equilibrio fisiológico y, por tanto, para nuestra verdadera salud integral. En esta obra, filosóficamente hablando, queda apenas esbozado el papel que juegan la reencarnación, la ley de causa y efecto, y la ley de merecimientos, en cuanto a la génesis y desarrollo de las múltiples enfermedades que aquejan a la humanidad, pero también en cuanto al grado de mejoría o recuperación que pueden tener los pacientes frente a las sanaciones vibracionales. Estos conceptos han enriquecido el acerbo cultural del Dr. Frinta para enfrentar los desafíos que le ha presentado el ejercicio de su terapia en nuestro medio social, desafíos que han sido afrontados con las virtudes que se traducen y expresan en su personalidad, como el espíritu de servicio, la voluntad de trabajo desinteresado por el bien de sus pacientes, la disciplina y dedicación plena a su terapia, como se pudo constatar en el trabajo pionero que realizó hace aproximadamente una década en el Hospital San Rafael de Facatativá, Colombia, en el cual durante varios años atendió de manera gratuita a varios miles de pacientes. El Dr. Frinta nos narra también que “la pérdida de la noción del tiempo y del espacio” es el mayor indicio que ha notado en los pacientes como algo extraño que ellos viven durante las terapias; un hecho altamente significativo si tenemos en cuenta los parámetros que menciona el Dr. Larry Dossey en su libro Reinventando la Medicina, en el cual plantea las Eras de la Medicina. La Era I es la medicina mecanicista, la Era II es la medicina de la sinergia mentecuerpo y en la Era III coloca la Medicina de la no localización de la mente, pues no tiene ubicación espacio temporal, y sitúa en esta última toda terapia en la cual los efectos producidos por la conciencia puedan abarcar dos o más personas. Nos dice que las implicaciones de este hecho para la medicina son profundas y que la facultad de la no localización de la mente nos ofrece un medio de ayudar a curar unos a otros, lo que hace de la salud y la enfermedad un problema colectivo. Creemos que aquellos pacientes que tienen pérdida de la noción del tiempo y del espacio son los que tienen la potencialidad de mejorarse más o de curarse, ya que al ubicarse en el estado de la no localización de la conciencia, pueden tener los efectos terapéuticos más significativos. De esta forma, podríamos afirmar que el Dr. Frinta indudablemente se encuentra en la Era III de la Medicina, la Medicina sorprendente del futuro que ya está en el presente mediante su valioso trabajo, que aporta para la ciencia actual innumerables evidencias de la efectividad de su sanación vibracional. Fabio Villarraga B Médico, Universidad Nacional de Colombia PRÓLOGO Mi decisión de escribir este libro no es sólo el resultado inevitable de querer compartir con ustedes lo que han sido mis experiencias en el tratamiento de miles de pacientes que han creído en las bondades de mi terapia y en las asombrosas posibilidades que al mundo de la medicina le ofrece la sanación, basada en el uso de frecuencias vibracionales. Esta obra que llega a sus manos es ante todo, el fruto de una larga y profunda reflexión en la que he priorizado mi entusiasmo y mi interés en que el lector conozca, en todas sus dimensiones, lo que significa la sanación, tanto como terapia exitosa en la lucha contra la enfermedad como en la opción de vida que ella supone para el logro de nuestro bienestar físico, mental y espiritual. Por supuesto, también es una contribución más a mis esfuerzos por cerrar ese abismo del conocimiento que equivocadamente sitúa la sanación en un mundo intangible y misterioso y, por lo mismo, ajeno al entendimiento de las personas comunes y corrientes. Tal abismo en nada contribuye a materializar el derecho que tenemos todos de conocer las ventajas de la sanación como un área de la medicina que, pese a los recelos y suspicacias con que injustamente se sigue considerando, está en capacidad de suplir a veces costosos tratamientos invasivos que incluyen la formulación indiscriminada de fármacos, con sus nocivos efectos colaterales y toda suerte de intervenciones quirúrgicas. Conciente del desafío que significa llevar al lector un conocimiento que, sin duda, tiene un alto componente científico, esta obra ha sido escrita en un lenguaje claro y sencillo, que le permite al lector ampliar su conciencia respecto del potencial que el organismo humano tiene por sí mismo de enfrentarse a la enfermedad, si dejamos que las energías cósmicas estén de nuestro lado. Las páginas que los lectores se aprestan a leer son, además, un medio para acercarse sin fanatismos de ninguna índole al mundo de la sanación en un todo, con sus posibilidades y limitaciones. Mi intención es la de darle al lector toda la información a mi alcance para la comprensión integral de esta terapia, basada en frecuencias cuyo origen, si bien aún son un misterio para la ciencia, no dejan de ser parte de una realidad de la que pronto seguramente tendremos noticias. De igual manera, estas páginas no pretenden alimentar falsas expectativas acerca de los poderes curativos de la sanación, una terapia que suele ser identificada erróneamente incluso con milagros y toda suerte de experiencias sobrenaturales, un ámbito que escapa a nuestra comprensión y que, como veremos a lo largo del libro, en nada se asemeja a la sanación vibracional a partir de frecuencias no magnéticas y cuyo origen debo definir como de tipo cósmico. Por último, aspiro a que esta obra contribuya en algo a aclarar ese panorama confuso que ha surgido por cuenta de las crecientes y legítimas críticas a la rigidez y ortodoxia de la medicina convencional administrada por los sistemas de salud –igualmente rígidos y ortodoxos– que parecen responder más a los intereses económicos de las grandes multinacionales de la industria farmacéutica. La aclaración resulta pertinente en el contexto de las suspicacias que tales críticas producen y que en los últimos años ha dado lugar a un boom editorial de la mal llamada “medicina alternativa”, varias de cuyas obras ciertamente parecen empeñadas en defender su eficacia y validez sobre la base de la descalificación prejuiciosa de todas las demás terapias. Más que pacientes, necesitamos lectores capaces de dotarse de una mentalidad más abierta que nos permita enfrentar los desafíos del futuro que nos obligan a dejar de lado ese juego de palabras mediante el cual se sigue viendo al paciente como un actor pasivo y no como un sujeto que debe participar activamente en el diseño de sus sistemas de salud. INTRODUCCIÓN Con 105.000 habitantes a ambas orillas del río Salzach, al oeste de Austria, Salzburgo era en 1950, el año en que nací, una ciudad obsesionada con la reconstrucción de su antiquísima catedral, cuyo presbiterio y una de sus torres habían sido destruidas durante los bombardeos que sacudieron la ciudad en los últimos días de la II Guerra Mundial. La silueta pétrea de sus castillos, de sus decenas de iglesias góticas y barrocas, de sus fortalezas medievales y de sus palacios imperiales y arzobispales, unida a su famoso festival veraniego de música, poco permitía calcular que mi razón de ser, mi ejercicio profesional y mi amor por el conocimiento de las energías como fuente segura para el tratamiento de diversas enfermedades quedarían ancladas, pese a la placidez de aquella ciudad alpina muy lejos de allí, concretamente en ese convulsionado país latinoamericano que era Colombia a comienzos de los años 80. La mía fue hasta entonces, la típica vida de un adolescente europeo. Como bachiller recién graduado no tenía ni la menor idea a lo que me iba a enfrentar. No tenía claro qué y dónde estudiar, y resultaba entonces correcto inferir que tampoco tenía la seguridad de estudiar o no al terminar mi educación secundaria. Por supuesto, todo ello también era motivo de cierta angustia, sentimiento al que hice frente de manera casi que inconciente cuando decidí matricularme en la Facultad de Medicina de la Universidad de Innsbruck después de intentar estudiar sociología, sicología e incluso derecho. Para finales de 1972 y a punto de cumplir 22 años, me sentía con suficiente edad para iniciar una nueva carrera, razón por la cual antes de dar un paso del que pudiera arrepentirme, y sintiendo que probablemente no tenía más alternativa que estudiar una carrera prestigiosa que me garantizara, precisamente, una vida convencional para un joven austriaco educado en el catolicismo, encontré en Innsbruck, al oeste de Austria, el ambiente preciso para iniciar una nueva vida. Pero en medio de todo, estaba dispuesto a ser un médico convencional en mi país, en cuya sociedad podía tener la certeza de que un consultorio, un tensiómetro y un estetoscopio serían el símbolo de una vida cómoda y convencional en cualquier ciudad a orillas de los Alpes. La Universidad de Innsbruck, rodeada de montañas que parecían resguardarnos siempre de cualquier infortunio, sin duda fue determinante para llenarme del ímpetu y de la seguridad necesarias para convencerme de que esta vez alcanzaría mi objetivo. Al cabo de mis primeros dos semestres, me sentía realmente muy bien: aparte de tener que trabajar los fines de semana para costearme los estudios, nada me resultaba difícil en aquella ciudad, llegando con el paso del tiempo a reforzar mi propósito de ser un médico tradicional. Estaba muy seguro de la misión ortodoxa que me esperaba al terminar los estudios y lo que me llegaría una vez tuviese en mis manos mi diploma de doctor en medicina, un título prestigioso que me permitiera hacer realidad ese sueño de desenvolverme en un gremio respetable. Pero fue justamente ese entusiasmo por el prestigio lo que me llevó a interesarme en la posibilidad de convertirme, ya no en un profesional destacado de la medicina, sino en alguien más presa de la arrogancia frente a los demás, especialmente frente a los pacientes a quienes con frecuencia el médico tradicional mira por encima del hombro, persuadido de que sólo él entiende la enfermedad. Desafortunadamente, dicha arrogancia, lejos de verse reducida, hoy en día es una característica común en muchos médicos de todo el mundo. Pero además de mi temor a convertirme en ese profesional petulante de la medicina, mi interés en la antropología, la historia y la filosofía coadyuvó a convencerme más acerca de mi misión y de que ese destino posiblemente estaba en otras latitudes. Fue entonces cuando mi mirada se posó en América Latina, primero en México y luego en Colombia, país al que llegué en marzo de 1983, encontrándome de repente con una vida muy distinta de la que llevaba hasta entonces. Por supuesto, posarme en un ambiente provisto de tanta pobreza, exclusión, desigualdad social y toda clase de problemas que convivían con unas élites poco dispuestas a cambiar ese orden social, fue algo tremendamente impactante para mí, pero a la vez motivo de sobra para tratar de ayudar en lo que me fuera posible a hacer de éste un país mejor. Mis primeros años en Colombia fueron de inmensa felicidad. Me sentía muy tranquilo ejerciendo de manera ortodoxa mi medicina con pacientes de un mundo latino sin el cual mi visión del mundo no hubiera sido completa. La calidez, amabilidad y hospitalidad de los colombianos es algo que siempre impacta a cualquier extranjero. Muy pronto me sentí familiarizado con la dulzura, gentileza y sencillez de los habitantes de este país, especialmente los más humildes y necesitados, a quienes me entregué de lleno durante varios años de una manera igualmente satisfactoria. Sin embargo, fue necesario que una serie de acontecimientos acaecidos a finales de los años 80 moldeara en mí un nuevo modo de pensar. Ciertamente no fue algo casual ni mucho menos súbito. Se trató de un contacto gradual con personas que de acuerdo con la tradición latina tenían una visión del mundo menos material que la prevaleciente en Europa, tan reacia a aceptar la existencia de aquellas cosas que no son tangibles a nuestros sentidos. Fue así como poco a poco me fui involucrando con gente que expresaba nociones diferentes de la mía para hacer frente a la vida, y dentro de ella a nuevos conceptos médicos que desafiaban mi rígida confianza en lo aprendido hasta entonces. ¿Qué razones sólidas podía defender entonces el carácter inflexible de nuestros enfoques médicos convencionales? ¿No son estos enfoques, precisamente los que de manera correcta podríamos llamar tradicionales? Y si de alguna manera, lo tradicional es aquello que se opone a lo nuevo, la pregunta salta a la vista: ¿No es acaso la tradición lo opuesto a la innovación como fuente natural de la evolución del conocimiento humano, desde esa mirada excluyente? Con más preguntas que respuestas, seguí acercándome sin histerias ni fanatismos a esos nuevos enfoques que desafiaban, como dije antes, mi apego –ese sí irracional– a una medicina facultativa que despreciaba –y desprecia en la actualidad– toda contribución que no proviniera del mundo material tangible, en el sentido literal que cabe darle a estas palabras. Por otra parte, me preguntaba también, ¿qué argumentos teníamos y tenemos para descalificar de manera a priori la eficacia que puede ofrecernos otro tipo de medicinas y terapias diferentes de las que de manera inflexible valoramos como producto de un conocimiento absoluto? Por supuesto, mis inquietudes giraban también en torno a una cuestión aún mayor: ¿Por qué concebir la enfermedad y la sanidad como parte consustancial de un mundo material y tangible que “niega toda participación en dicha relación a otras dimensiones”, en las cuales lo mental y lo espiritual, al igual que lo físico, pueden responder a energías no conocidas hasta entonces? Acercarme a esa cuestión fue una experiencia que no olvidaré, en tanto fui descubriendo las enormes posibilidades que podían extraerse de conocimientos nuevos para mí, muchos de ellos ancestrales y otros provenientes de culturas que en Colombia han tenido una posibilidad de arraigo. Mis reflexiones en torno al ejercicio que significaba responder tantos interrogantes me llevaron a comprender que posiblemente lo irracional no consistía en abrir mi mente a esos enfoques sino en la rigidez de ese pensamiento occidental facultativo en el cual me había formado como médico. Mi inmersión en ese desconocido ambiente de la medicina alternativa dio paso a una serie de eventos inexplicables que muy pronto me causaron una gran impresión. Me preguntaba no sólo el porqué de muchas de estas situaciones sino que en mis análisis sobre todas aquellas cosas encontré que muchas veces la relación causa-efecto es más profunda de lo que nos imaginamos y que su explicación no se agota en lo que es estrictamente tangible. A partir de allí me sentí incluso muy confundido, pues no en vano mi propia educación humanista y las bases católicas de mi formación religiosa conspiraban contra una apertura mental que me permitiera acercarme a un conocimiento diferente del que los dogmas y la tradición me dictaban interiormente como único para tener en cuenta. Y ello ocurrió, por ejemplo, con el tema de la reencarnación. Aceptar sin más ni menos una idea diferente a la resurrección proclamada como dogma en el Concilio de Nicea, me ubicaba en un terreno francamente difícil de asimilar, en tanto ello significaba admitir de un lado, la posibilidad de que “cuerpo y alma no existan simultáneamente sino que roten su existencia en una escala de perfeccionamiento perenne”; o que ambas nociones se conjuguen de tal suerte que lo físico –o sensorial–, forme parte de una especie de periodo de prueba para lo espiritual, ámbito capaz de regir todas las restantes dimensiones de la existencia humana. Entonces tuvieron que trascurrir no meses sino años para empezar a moldear en mi mente la posibilidad de aceptar ese principio de la reencarnación como eje rector de la vida, lo cual ciertamente significaba abrirme a más preguntas, muchas de ellas todavía sin respuesta. La forma en que se produce la reencarnación, cuándo y por qué es algo que si bien no tenemos claro, nos permite reinterpretar la vida en beneficio de nuestra existencia física, mental y espiritual. En efecto, materia, razón y espíritu, las manifestaciones probablemente más aceptadas de la existencia humana en el curso de la historia, constituyen una tríada que puede –¿por qué no?– actuar en beneficio de cada uno de nosotros durante el transcurrir de nuestra propia vida material, o celular, todo lo cual podría colisionar equivocada e innecesariamente a mi juicio, con la idea de dimensiones más complejas en las que jerárquicamente la materia, por su carácter transitorio –o mortal– es inferior al espíritu como la parte inmortal del ser que es. Podemos no dudar de ello, como es mi caso. No obstante, sería ir muy lejos pretender que aceptando esa superioridad, el ámbito espiritual del ser humano no juegue un papel, cualquiera que él sea, en esa lucha perenne del hombre por sobreponerse a la enfermedad como otra fuente de felicidad. No siendo éste un tratado filosófico, ni mucho menos, reflexiones sobre estos temas cualesquiera que sean deberían hacer parte de la formación de los médicos en cualquier parte del mundo y en cualquier contexto cultural, en tanto su trabajo, como sabemos, se orienta a prevenir y a combatir la enfermedad, además de prohijar ahora por un mejoramiento en la calidad de vida del ser humano. Nuestro contacto con estas otras formas de pensar seguramente permitirán ampliar nuestra conciencia lógica frente a la vida y la muerte, en el sentido de que a partir de esta percepción podríamos dejar de verlas como algo absoluto e inclinarnos por considerarlas con un enfoque relativo. Es decir, solo dejando de ver la vida como una dimensión absoluta –para lo cual podemos apoyarnos en la existencia irrefutable de la muerte– y, de la misma manera, despojando a la muerte de esa misma condición absoluta, podemos alcanzar un equilibrio en el cual las dimensiones materiales y espirituales del ser interactúen en beneficio de nuestra existencia. Por supuesto, dado que desde una perspectiva razonable primero es la vida y después la muerte, la angustia frente a esta última puede y debería manejarse cambiando la concepción de este orden aparentemente inmutable, dando pie a un ciclo en el que el espíritu anteceda a la vida y ella, de paso, luego al espíritu. Este equilibrio por el que me inclino entre vida y muerte tiene un sentido en la existencia práctica y material de los seres humanos. Sin embargo, los propios límites que me traza mi propia existencia me impiden tener la certeza de todo esto sobre lo cual he reflexionado humildemente desde mi perspectiva médica, física y humanística del mundo en el que me muevo. Con base en lo anterior, el lector debe tener claro que lo consignado acá es el resultado de reflexiones personales fruto de mi conocimiento y de mi experiencia, a partir de los cuales he sacado mis propias conclusiones, las que por cierto pueden ser diferentes de las que libremente él llegue a tener al término de estas líneas. Al margen de estas íntimas conclusiones, no puedo menos que confiar en el triunfo de estos nuevos enfoques de la medicina, holísticos e integrales o supradimensionales, según tomemos prestadas las precisas palabras que utiliza el Dr. Fabio Villarraga. El caso de la acupuntura es un elocuente ejemplo acerca de la forma en que nuevas nociones lograron ser aceptadas en la medicina occidental para configurar a partir de allí, no sin dificultades, un camino de sana coexistencia con la medicina alopática, es decir, aquella que concibe el tratamiento de la enfermedad a partir de la prescripción de fármacos de síntesis que atacan los síntomas, y la medicina erróneamente denominada “alternativa”, dentro de la cual la acupuntura es hoy por hoy una de las técnicas más aceptadas para combatir la enfermedad. En efecto, la acupuntura como aquella legendaria terapia de la medicina china, ha comenzado a ser financiada también por los sistemas públicos de salud. Se trata de una incorporación de tipo legal que hace de ella ya no un modelo alternativo –si se quiere residual– de la práctica médica convencional, sino una técnica plenamente reconocida en la cual el organismo humano hace parte consustancial de un equilibrio entre el microcosmos y el macrocosmos. La búsqueda de este objetivo supone su acople con otro equilibrio: el que surge de la relación entre lo mental y lo orgánico, por lo cual el paciente avanza hacia su sanidad mediante la práctica habitual de ejercicio físico, combinada con una dieta sana y una actitud mental positiva. Dicho equilibrio psico-físico comporta un núcleo en la prevención y superación de la enfermedad, que por siglos fue ignorado en Occidente en beneficio de las visiones alopáticas –del griego allo, u otro; y pathos, o enfermedad–, explicación etimológica que resume la filosofía de una medicina clásica según la cual son los fármacos de síntesis los únicos que pueden combatir los síntomas y las manifestaciones de las enfermedades, lo que en términos coloquiales equivale a concluir que “muerto el perro, muerta la rabia”. La alopatía aplica así el principio del “contrario”, por lo cual las manifestaciones visibles de la enfermedad se tratan mediante sustancias químicas que se oponen a ese síntoma, lo que da origen a los antis: antiespasmódicos, antiinflamatorios, antidepresivos, etc. En contraposición a esta medicina, que llamaremos también “hegemónica, cosmopolita o industrial”, otras medicinas han ganado espacio a partir de su aceptación en los planes oficiales de salud, como es el caso de la homeopatía, palabra derivada del griego homo, que quiere decir igual a, y pathos, o enfermedad, con lo que entendemos que se trata de un tipo de medicina que se inclina por combatir la enfermedad mediante medicamentos que son capaces de producir en el hombre sano los mismos síntomas que presenta un hombre enfermo. Este principio de “similitud” es el que explica el que una manifestación de la enfermedad se vea vencida por la presencia de un igual, no de un contrario, con lo que la superación de la patología resulta evidente sin que cause los efectos secundarios derivados del uso de los medicamentos alopáticos. En cuanto a su forma de concebir la enfermedad, las diferencias son aún más claras: para la homeopatía, la enfermedad es el resultado de un desequilibrio bio-energético que afecta a todo el organismo. Para los homeópatas, la enfermedad no es externa al paciente sino una característica interna de ese desorden, que se localiza en aquellos puntos que dominan la predisposición del individuo. Los defensores de esta medicina suelen usar una frase que nos ayuda a entender esta definición: “No se está enfermo porque se tenga una enfermedad sino que se tiene una enfermedad porque se está enfermo”. En otras palabras, prima la visión integral y holística del ser humano, lo que quiere decir que la enfermedad es sólo el detonante visible de una condición asintomática previa, un mal o desorden que subyace en el individuo pero que sólo se manifiesta con la enfermedad. En síntesis, se trata de una visión según la cual la enfermedad es endógena al ser humano. En cambio, para la alopatía la enfermedad es el resultado de factores externos de diversa índole que nos invaden, por tanto, la enfermedad y no otra cosa es la que hace al enfermo. Se trata de un principio que sirve a sus defensores para insistirnos en que “los síntomas definen a las enfermedades”. Esa visión, según la cual la enfermedad tiene un origen exógeno al ser humano, supone renunciar anticipadamente a combatir la enfermedad en estados más tempranos. Estos enfoques alopáticos que, por ejemplo, atribuyen la enfermedad a factores medio-ambientales, son claramente contrarios a la posibilidad homeopática que define la enfermedad desde una perspectiva menos invasiva, o como podríamos resumirlo coloquialmente: “atar el perro para controlar la rabia”. De cualquier manera, la aceptación progresiva de otros tipos de medicina alternativa como la radiestesia, la acupuntura y la cámara Kirlian, por parte de la medicina facultativa occidental, nos ofrece la posibilidad de que la sanación con base en el uso de frecuencias de origen desconocido también pueda ser aceptada algún día. El ejemplo que nos da la acupuntura es diciente respecto de lo mucho que aún hay que transitar para obtener ese reconocimiento. En efecto, fue necesario que científicos rusos con la ayuda de radio-isótopos detectaran hace algunas décadas la existencia de canales o conductos energéticos en el organismo humano que al ser interferidos por las agujas de los acupunturistas desataron reducciones en cadena capaces de curar una amplia gama de dolencias y curar una que otra enfermedad. Se necesitaron, entonces, más de 2.000 años para que se diera este tipo de aceptación de una medicina alternativa que hoy en día está siendo incorporada en los planes estatales de salud de varios países del mundo. Otras medicinas alternativas de creciente aceptación científica tienen que ver con la radiestesia, técnica especialmente útil en el diagnóstico de enfermedades que usan péndulos u otros dispositivos similares para la detección de energías o incluso información extransensorial, del mismo modo en que estos artefactos son capaces de arrojar indicios fehacientes de la existencia de agua o vetas minerales en el interior de la tierra. Proveniente del latín radium o radiación y del griego aesthesia, que significa “percepción de los sentidos”, la palabra radiestesia alude a la capacidad que tiene el organismo humano de responder a las radiaciones provenientes del interior de la Tierra, una técnica ciertamente controvertida pero asombrosamente eficaz en la detección de ciertas enfermedades. Una aceptación semejante se ha dado en el manejo terapéutico de las flores de Bach, técnica que apela al uso de 38 esencias florales como base en el tratamiento de enfermedades que para sus partidarios son producto de profundos desajustes en el equilibrio emocional y mental de los seres humanos, por lo que esas esencias tienen la capacidad de producir estados anímicos inductores de curaciones y mejorías en ciertos tipos de enfermedades, especialmente aquellas cuya evolución hacia estados más avanzados puedan estar asociados a trastornos de estrés, ansiedad o a cuadros depresivos que faciliten somatizar la aparición de determinadas patologías. Vivimos un momento único y crítico en la medida en que la crisis generalizada de los sistemas de salud, las reservas con relación a los fármacos de síntesis y la automatización de los procesos de diagnóstico médico, han dado origen a un ambiente propicio para que las medicinas alternativas dejen de ser consideradas como una herejía científica. Los datos arrojados por la cámara de Kirlian, que permiten ver el aura de un dedo pero no el de una moneda, son evidencias serias acerca de la presencia de frecuencias y energías de origen, probablemente desconocido, pero no por ello inexistentes. En síntesis, de lo que se trata es justamente de acercarnos sin prevenciones, pero también sin falsas expectativas, a un área de la medicina que como la sanación vibracional puede arrojarnos pistas sobre la existencia de partículas, posiblemente cósmicas, capaces de ayudar a sobreponernos a la enfermedad. Capítulo 1 LA SANACIÓN COMO CONCEPTO EXTRASENSORIAL: HACIA UNA MEDICINA SUPRADIMENSIONAL ¿Dónde ubicar las sanaciones? ¿Son ellas fenómenos más propios del mundo de lo místico, de lo sobrenatural y, por tanto, de lo inexplicable? ¿O son manifestaciones que, siendo extrasensoriales pueden ser objeto de explicaciones y comprobaciones científicas que nos permiten asomarnos a un mundo por descubrir en el que las energías, a modo de vibraciones presentes en el universo, son comunes a células y átomos? Ubicar la sanación en cualquiera de las anteriores posibilidades plantea un serio problema, en cuanto está claro que para la gran mayoría de personas, se trata de una palabra asociada de alguna manera a un amplio ámbito de fenómenos sociales que incluyen religiosidades, creencias, supersticiones y toda clase de experiencias sobrenaturales que, por su carácter inexplicable, suelen confundirse con lo extrasensorial, un mundo que, sin embargo, no escapa a la posibilidad de tener una explicación científica. Ahora bien, no es fácil tratar de responder a las preguntas con las que iniciamos estas reflexiones sobre la sanación, especialmente cuando se intenta hablar de ella como un área de la práctica médica con inmensas posibilidades terapéuticas que, a pesar de todo, siguen siendo observadas con cierto desdén por la medicina facultativa occidental. Las razones de ello son varias y tienen que ver principalmente con el problema semántico que plantea en la civilización cristiana asociar de manera deliberada “sanación” con “milagro”, una comparación nada útil a la hora de profundizar científicamente sobre la potencialidad de las frecuencias vibracionales de tipo cósmico, a mi juicio, capaces de inducir mejorías en el organismo humano. Así las cosas, la difusa frontera conceptual que separa hoy las experiencias extrasensoriales de aquellas manifestaciones místicas y religiosas, da escaso margen para la cabal comprensión de una terapia que como la sanación suele incorporarse marginalmente –y también con cierto desprecio–, por algunos tratadistas que insisten en ubicarla en el último lugar de ese ámbito residual en que los teóricos de la medicina suelen catalogar las llamadas medicinas alternativas. Queda claro que la sanación de la que hablaremos en este libro nada tiene que ver con las experiencias sobrenaturales de típico místico y mítico ni con el ámbito de los poderes curativos de la fe, ciertamente existentes, sino con el inexplorado mundo de todo aquello que escapa al mundo tangible derivado de nuestros cinco sentidos, dentro de lo cual podemos considerar la sanación, una práctica médica no ignorada por algunos respetables representantes de la medicina convencional, esto es, la llamada “medicina científica occidental facultativa”. Para tranquilidad del lector, el concepto sanación del que hablaremos en esta obra nos remite a una terapia de incalculables beneficios en la salud que, siendo aún desconocida por muchos médicos y pacientes, tiene inmensas probabilidades de someterse a exitosas comprobaciones científicas, que por ahora sólo nos permiten vislumbrar que tales potenciales terapéuticos derivan de energías de tipo cósmico de cuya existencia se sospecha, por lo menos, desde hace 500 años. 1.1. ¿QUÉ ES LA SANACIÓN? Para todos los efectos, conviene entonces aclarar el alcance y la dimensión que daremos en este libro al término “sanación”. La definición por la que me inclino se circunscribe a que “la sanación debe ser entendida como la superación casi que absoluta, súbita y completa de un daño orgánico en forma de una reparación y/o restauración del tejido afectado que se sucede en un término inferior a 24 horas”. En síntesis, se trata de una curación que en la mayoría de los casos resulta imprevista y que permite hacer frente con éxito a una enfermedad severa. Junto a la característica absoluta de la sanación afirmamos también de que ésta debe ser rápida y completa, lo que equivale a que nos encontramos ante una reparación integral de los tejidos. No obstante, hay un requisito de parte del paciente sin el cual es imposible obtener resultados. Se trata de la voluntad propia que se deriva de una conciencia nítida y genuina del paciente por superar la enfermedad, es decir, aquí se combina el querer y la acción del sujeto. 1.2 CURACIONES ASOMBROSAS La “curación asombrosa” abarca los resultados favorables y sobresalientes que en el tratamiento de ciertas enfermedades surgen de la aplicación de un conjunto de terapias curativas energéticas que actúan exitosamente en menos de tres días, en comparación con lo que ofrecen otros tipos de medicina. Se trata pues, de terapias y procedimientos que producen beneficios superiores, en tanto estas técnicas otorgan mayores ventajas, entre las cuales vale citar la curación de enfermedades asociadas con insuficiencias arteriovenosas de las extremidades inferiores, haciendo evitables en la mayoría de los casos, amputaciones de piernas por la presencia invasiva de gangrenas y necrosis. 1.3 ¿QUÉ NO ES SANACIÓN? Ya hemos visto de qué modo la sanación, para que sea considerada como tal, debe ser primordialmente absoluta, súbita y completa. En consecuencia, la inexistencia de cualquiera de las condiciones anteriores nos arroja pistas sobre muchos tratamientos y procedimientos, en su mayoría ofrecidos por otros tipos de medicinas que no podemos, ni mucho menos, catalogar como sanaciones. 1.4 La creación de un ambiente favorable a una integración de tratamientos terapéuticos importantes de diferentes medicinas, capaces de evitar las amputaciones en la batalla contra el cáncer y otras enfermedades, demanda abrir un debate profundo sobre la orientación y calidad de las facultades de medicina en todo el mundo, sobre la base de que su misión es formar un nuevo profesional, perfectamente familiarizado con los pros y los contras de los procedimientos terapéuticos derivados de las diferentes medicinas, de tal suerte que el galeno desarrolle el suficiente criterio para ejercer su profesión de la manera más justa y objetiva dando al enfermo las mejores opciones para su curación. La estimulación del cerebro pretende producir una auto-regulación a nivel energético, de tal suerte que las frecuencias son capaces de poner en funcionamiento las células en forma de “auto-generador y auto-abastecimiento” sin que se presenten pérdidas o distorsiones a nivel energético, daños que pueden repercutir a nivel metabólico e inmunológico, como sucede en el caso de los operarios de plantas eléctricas, quienes están más expuestos que otras personas a sufrir este tipo de trastornos. El impacto de la energía en el ser humano es uno de los aspectos científicos menos estudiados. Por fortuna, en telecomunicaciones ya se ha comenzado a hablar de la contaminación electro-magnética. De cualquier manera, los seres humanos estamos hoy sobre-energizados, lo cual sin duda causa deterioros de diversa índole en la salud humana. 1.5 La sanación, si bien puede explicarse científicamente de manera parcial, no es un atributo del que pueda gozar cualquier persona, en tanto la aplicación de mis terapias exige por parte del profesional que la aplica la concepción más integral posible de la existencia humana, lo que abarca, sin embargo, que a la hora de enfrentarse a la enfermedad, dicho profesional tenga en cuenta todas las dimensiones del ser humano: materia, razón y espíritu o, en otras palabras, sus aspectos físicos, mentales y espirituales. Los sanadores hoy en día y en el curso de la historia encuentran su reputación por si mismos sin necesidad de acudir a estrategias mediáticas. Así como emperadores y reyes en la antigüedad apelaron a la sanación y a la curación asombrosa, la búsqueda y hallazgo de sanadores no es extraño al mundo de hoy. Son conocidos, por ejemplo, los programas realizados por la BBC de Londres en los años 90 con decenas de sanadores. 1.6 Su caso no es el único en una iglesia que como la Católica defiende la idea de que ciertas personas por obra de Dios pueden disponer de poderes sobrenaturales o, lo que es lo mismo, de dones divinos como ocurriócon diversos santos, por ejemplo. Uno de los más conocidos fue Charbel Makhlouf, un asceta y religioso maronita libanés nacido en 1828 y muerto en 1898 a los 70 años; tras una vida dedicada a la oración y al ayuno, además de la predicación y la sanación espontánea, fue canonizado en 1977 por el Papa Pablo VI. Su don de taumaturgia, o don de sanar enfermos, se mantuvo tras su muerte, después de la cual no hizo más que acrecentar sus poderes de sanación. Su cuerpo se mantiene incorrupto y de su tumba, iluminada por una luz extraña, se dice que sale regularmente un líquido semejante a la sangre, por lo que podría tratarse de un caso de licuefacción como el San Genaro, en Nápoles (Italia). La incorruptibilidad de los cuerpos de algunos santos católicos, algunos probablemente manipulados químicamente, no es obstáculo para negar la existencia de este fenómeno después de la muerte. La incorruptibilidad del cadáver del citado padre Charbel, en el Líbano, durante algo más de 60 años es un hecho, lo mismo que el de Santa Bernadette, la niña que avistó a la Virgen María en Lourdes, Francia, a mediados del siglo XIX, cuyo cuerpo sigue incorrupto hoy. La mascarilla de cera que se le aplicó años después sobre su rostro no explica por sí misma la incorruptibilidad de su cuerpo, lo que confirma sin duda la existencia de fuerzas innegables que hacen esto posible. Uno de los casos de sanación más extraordinarios, sin duda es el de la estadounidense Olga Worrall, sanadora innata nacida en 1906 que se propuso hacer crecer unos gérmenes plantados en Pittsburgh, Pensilvania, a 1.500 kilómetros de su casa de Nueva York, para lo cual entraba en oración en dirección hacia el cultivo de los gérmenes. Se supone que esta sanadora Olga Worrall usaba el poder de su mente, trasladándolo a sus manos y a través de ellas a las personas enfermas. Capítulo 2 LA SANACIÓN EN EL MUNDO DE LA MEDICINA 2.1. CONTROVERSIAS ENTRE LAS MEDICINAS, SUS APLICACIONES Y SU COMERCIALIZACIÓN Cuando ha concluido la primera década del siglo XXI, el futuro de la medicina científica occidental como fuente segura y confiable en el tratamiento y prevención de las enfermedades se enfrenta a enormes cuestionamientos asociados en su mayoría a los riesgos colaterales que conlleva la mayoría de las terapias tradicionales. De la mano de estas críticas en los últimos años ha surgido toda suerte de controversias, aparentemente irreconciliables, entre la medicina convencional – llamada así en función de ser probablemente la de mayor aceptación en el ámbito político y legal– y la mal llamada medicina alternativa, entendida ésta como “el conjunto de prácticas y procedimientos terapéuticos usados de manera sucedánea o complementaria a los métodos autorizados por el sistema de salud”. No obstante, El debate se plantea en términos tan absolutos que no contribuyen en nada a cristalizar ese escenario vislumbrado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), según el cual el siglo XXI será aquel en el que “se integrarán y coexistirán las diversas medicinas”, máxima que concede al conocimiento humano la función primordial, entre otras, no sólo de sanar al enfermo y prevenir las enfermedades sino la de elevar la calidad de vida de los seres humanos. Esta discusión por desgracia produce un enorme margen de confusión entre el público a la hora de ubicar en una u otra esfera de la medicina, ese sinnúmero de terapias y técnicas médicas que dan lugar a un problema conceptual irresuelto que incluye definiciones a menudo dominadas por la descalificación prejuiciosa que un tipo de medicina ejerce sobre otra. El problema se complica además por el desconocimiento que en el ámbito de las llamadas medicinas alternativas subsiste alrededor de las diferencias existentes entre lo que puramente son “técnicas de diagnóstico” frente a aquellas terapias definidas como curativas o incluso preventivas, todo lo cual da lugar a una peligrosa confusión que afecta la credibilidad de la sociedad en los procedimientos médicos no financiados por los sistemas nacionales de salud. Peor aún, la distancia que separa a unos de otros profesionales –simplemente reducida a una pugna en la cual la medicina científica occidental considera de manera despectiva a la medicina alternativa– hace prácticamente inviable un diálogo político, social, académico, cultural y económico capaz de trascender la visión excluyente que cada tipo de medicina tiene sobre las demás. En ese orden de ideas, ubicar la sanación resulta más que problemático, en parte también porque ésta es una terapia que no se construye a partir de conceptos absolutos, sino que se reconoce como una práctica que está en capacidad, según la enfermedad a la que se enfrenta, de ser alternativa, complementaria y por supuesto, sucedánea de ambas medicinas: la ortodoxa científica y la mal llamada medicina alternativa. Esta reflexión es importante por dos razones: por una parte, porque nos permite entender que la sanación no rechaza de manera a priori ninguna de estas medicinas ni las concibe como prácticas siempre incompatibles y, por otra parte, porque nos abre el camino a múltiples dimensiones en la superación de la enfermedad, que ya no son sólo materiales sino que responden también por el bienestar mental y espiritual del ser humano. Por supuesto, esta apertura de la sanación al entendimiento con las restantes clases de medicina aún no ha sido correspondida como debiera por la gran mayoría de los profesionales de estas escuelas médicas, empeñados en descalificar cualquier avance médico que no esté construido sobre la aplicación de terapias invasivas. Por desgracia, la historia también está llena de casos en los que la medicina convencional refutó y condenó al ostracismo una serie de técnicas, teorías y manejos que no se correspondían con lo estrictamente aceptado hasta entonces. El caso del médico húngaro Ignacio Felipe Semmelweiss, quien a mediados del siglo XIX fue pionero en la lucha contra la fiebre puerperal, es sintomático de lo mucho que aún tenemos por aprender si los médicos prescindiéramos de la arrogancia científica. Semmelweiss, como se sabe, descubrió en 1845 que este tipo de fiebre responsable entonces por la muerte de miles de madres parturientas, era producida en el mismo momento del parto por los propios médicos portadores de los gérmenes causantes de la mortal fiebre. Su trabajo como obstetra –quien escribió importantes artículos–, le llevó a defender la tesis de que la enfermedad era producida concretamente por la falta de un mayor rigor higiénico por parte de los médicos en la atención del parto, práctica por la que abogó durante su vida para que estos profesionales se lavaran muy bien las manos antes de atender los nacimientos. Sin embargo, el descubrimiento de Semmelweiss fue objeto de duros cuestionamientos por parte de los gineco-obstetras de la época, la mayoría de los cuales puso en duda sus recomendaciones para que los estudiantes de medicina que atendían necropsias en las clases de anatomía se lavaran las manos antes de entrar al pabellón de las gestantes. Semmelweiss había observado que la tasa de mortalidad entre las madres parturientas atendidas por comadronas en un pabellón contiguo era ostensiblemente más bajo en comparación con el de los pasantes de la Escuela de Medicina, lo que le llevó a pensar que la fiebre puerperal era producto de bacterias procedentes de los cadáveres que los estudiantes utilizaban en sus prácticas anatómicas. El caso de este científico húngaro, fallecido en 1863 tras cortarse con un bisturí infectado para exponer su tesis, demuestra el grado de reticencia que la medicina convencional ha mantenido a lo largo de la historia para aceptar siquiera otras posibilidades curativas o preventivas en la lucha contra la enfermedad. De cualquier manera, toda pretensión de ubicar la sanación en la categoría de las medicinas alternativas como genérica y superficial, conlleva el peligro de someternos a las corrientes teóricas que catalogan dichas terapias y técnicas como expresión de áreas residuales de la ciencia poco serias y confiables y, en definitiva, nada comprobables. Mi intención al escribir este libro es justamente tratar de sustraer a la sanación de este interminable debate, para lo cual he sometido mis terapias a pruebas clínicas que han permitido comprobar la eficacia de la sanación en el tratamiento de un sinnúmero de enfermedades –corroborando también la ausencia de efectos colaterales negativos– y al mismo tiempo demostrar en laboratorio la capacidad que tienen estas frecuencias vibracionales de inhibir, por ejemplo, el crecimiento de gérmenes y bacterias. La atención exitosa de miles de pacientes que en los últimos 15 años se han sometido a mis procesos de sanación me permite enfrentar la genérica crítica que la medicina ortodoxa lanza sobre las terapias no convencionales, en el sentido que los responsables de estos tratamientos eluden deliberadamente someter sus técnicas y manejos a pruebas de laboratorio. Mi satisfacción al respecto también me posibilita hacer frente a las críticas de inocuidad, algunas seguramente válidas, que recaen sobre la medicina alternativa cuando ésta fundamente su confianza curativa de manera exclusiva en la aplicación de una variada gama de técnicas y procedimientos que no son excluyentes frente a todas las demás, autoproclamándose sucedánea y en ningún caso alternativa o complementaria. Pero definitivamente este no es mi caso. Desde que a mediados de los años noventa concentré mis capacidades en el aprendizaje y canalización de estas frecuencias como instrumentos terapéuticos, he valorado con determinación la necesidad de una cooperación con las restantes medicinas, siempre y cuando todas ellas asuman que el concepto de sanación no puede reducirse a la curación aislada de un órgano o de una enfermedad, sino a la búsqueda y consecución del mayor bienestar posible del ser humano en sus dimensiones física, mental y espiritual. Y es aquí donde caben, por cierto, algunas reflexiones sobre la extendida ausencia de esa concepción integral del ser humano entre muchos profesionales de la medicina, todo lo cual se refleja en unos sistemas de salud, públicos y privados, en nada comprometidos con esa visión holística de la existencia humana. ¿Cómo y dónde categorizar la sanación en esos extremos en que a modo de trincheras de guerra se ubican la medicina convencional y la medicina alternativa? Responder a esta pregunta supone desmenuzar los conceptos sobre lo que es “convencional” y lo que es “alternativo”, además de inmiscuirnos en tratar de descifrar las diferencias más protuberantes entre la medicina alternativa y la medicina complementaria, así como entre ésta y los métodos terapéuticos que pueden suplir –o relevar– a la medicina convencional. Semánticamente hablando, lo “convencional” hace referencia a aquel conjunto de acciones que se ajustan a los cánones fijados por la tradición o costumbre. En un sentido más amplio, la palabra convencional hace alusión a las prácticas que por comodidad o conveniencia social se consideran normas, razón por la cual a partir de estas definiciones es fácil entender por qué el término convencional es el que más se presta cuando nos referimos a la medicina ortodoxa o científica occidental, según algunos autores, y facultativa para otros si nos ceñimos a que éste es el tipo de medicina que se enseña en mayoría de las universidades del mundo. Ahora bien, lo alternativo hace referencia a la posibilidad que tenemos de elegir entre dos o más opciones, definición que supone que la medicina llamada así es un camino válido que tiene ante sí el paciente para hacer frente a su enfermedad, lo cual no significa, ni mucho menos, que los procedimientos de la medicina convencional sean ineficaces. Por otra parte, la medicina convencional puede ser la alternativa para alguien que usa preferentemente terapias ortodoxas pero, claro, no podemos negar el hecho de que en la actualidad se acepta que la medicina alternativa es aquella que prescinde de los fármacos de síntesis y otros procedimientos invasivos, lo cual no puede darnos pie para afirmar que lo alternativo alude entonces a una categoría dotada de inferioridad científica. Por su parte, lo sucedáneo nos coloca ante un problema similar, si nos ceñimos a su significado más extendido. Dicha definición nos habla de todo aquello que puede reemplazar o sustituir algo, pero que generalmente es de menor calidad. No es el caso que nos ocupa, pero lo sucedáneo ha adquirido en los últimos años cierto prestigio en la medida en que se refiere a todo aquello que remplazando algo aporta ventajas nuevas de cualquier naturaleza, especialmente en el ámbito medioambiental. De ser así, lo sucedáneo nos serviría para identificar ciertos tipos de terapias, que como la sanación están en capacidad de ofrecer ventajas adicionales a los tratamientos médicos convencionales, como lo veremos más adelante, pero que remiten a la posibilidad cierta de producir mejorías rápidas y estables en los pacientes sin el uso, por ejemplo, de antibióticos, analgésicos o antiinflamatorios propios de la medicina ortodoxa. Por último, lo complementario atañe a todo aquello que se hace necesario para hacer más completo algo, definición que en el caso que nos ocupa puede llevarnos a pensar que alguna de las dos medicinas de las que nos hemos venido ocupando –convencional y alternativa– no tiene la misma categoría que la otra o, expresado de otra manera, cumple un papel que si bien no es secundario ejerce sólo una función complementaria, paliativa en el caso de enfermedades crónicas o degenerativas, o a lo sumo, limitada al manejo del estrés en procesos de convalecencia. De cualquier manera, los ciudadanos de hoy están más que dispuestos a aceptar y apoyar una combinación de medicinas, no siempre amparadas legalmente, pero que pueden convertir lo alternativo en complementario o en sucedáneo, así como lo facultativo en complementario, y toda suerte de conjugaciones que nos permitan como médicos y terapeutas gozar de un marco de cooperación que redunde siempre en beneficio del paciente. Y si bien los ciudadanos han dado ese paso en la dirección correcta, es decir, en defender su derecho a la salud sobre la base de una más libre y madurada elección del tipo de medicina, somos los médicos los llamados a dar también ese paso necesario. El balón está en nuestro campo. ¿Pero finalmente cuál es el modelo de salud por el cual debemos inclinarlos médicos y pacientes? ¿Es posible redefinir la prestación de los servicios de salud en el mundo de tal suerte que privilegiemos los intereses de los ciudadanos por encima de los intereses económicos que persiguen las grandes empresas multinacionales de la industria farmacéutica? Mi opinión es que tal escenario puede ser realidad a partir de dos requisitos: por una parte, la construcción de una apertura mental de todos los ciudadanos respecto de que nosotros somos el único objetivo de una política pública que considere la salud como un hecho prioritario y clave para la sostenibilidad del desarrollo y, por otra parte, que la prestación de los servicios médicos supone una nueva relación entre el profesional de la salud y el paciente. La cristalización de ese sueño supone además que los ciudadanos ejerzamos suficiente presión social para la creación de instituciones intergubernamentales encargadas de la vigilancia de los medicamentos, una tarea que por ahora sólo parece estar “confiada” a las autoridades médicas de los países desarrollados. Lo importante de subrayar es el poder de que gozan las compañías multinacionales de la industria farmacéutica en su relación con los gobiernos, lo que supone que esta situación es aún más grave cuando hablamos de la relación que estas empresa tienen con países en vía de desarrollo. En su gran mayoría, las corporaciones farmacéuticas ejercen una especie de monopolio, en tanto disponen de derechos casi absolutos en la producción y distribución de medicamentos. La pregunta que me hago no apunta a saber si dicho poder del sector farmacéutico es omnímodo, que lo abarca y comprende todo –como lo creo a veces–, sino a buscar la razón por la cual en el mundo los gobiernos aún carecen de instrumentos de control multilateral sobre esta industria lo que equivale a sostener que los ciudadanos tenemos cada día una mayor inquietud frente a la ausencia de un organismo intergubernamental que regule las producción de fármacos, su calidad, precio y efectos secundarios. Sin duda estamos en un mundo globalizado, pero si bien el intercambio de bienes y servicios es una realidad, igualmente existen múltiples instancias que bien o mal regulan las relaciones económicas entre los estados, como es el caso de la Organización Mundial del Comercio (OMC), todo lo cual me lleva a reflexionar sobre lo paradójico que resulta en el sector de la salud la falta de instancias internacionales que ejerzan una regulación eficaz, permanente y objetiva sobre la producción y exportación de medicamentos, aún más cuando estamos hablando de que tales empresas producen, ni más ni menos, toda suerte de sustancias que de una u otra manera afectan a todos los seres humanos. Si la expresión lo permite, se trata de una especie de “colonialismo farmacéutico”, como yo lo llamaría, el que las grandes empresas de esta industria producen no solamente fármacos sino toda una literatura científica en apariencia incuestionable, que sirve de soporte a cientos de miles de médicos en el mundo para soportar la medicación a través de alianzas estratégicas con compañías subsidiarias o filiales dotadas de una poderosa capacidad de “lobby” con los gobiernos. Esta relación de dependencia entre los gobiernos y las empresas multinacionales farmacéuticas también se hace más fuerte precisamente por la ausencia de organismos multilaterales capaces de verificar la eficacia de las medicinas en los propios laboratorios de la industria. La situación se complica aún más por el creciente margen de confusión que se presenta hoy en día entre fármacos “paliativos” y “curativos”, una ambigüedad que surge también por la sobre-especialización de la medicina, situación que estimula la idea entre muchos profesionales de la salud, en el sentido que cuando tratan una enfermedad su misión comienza y termina “en controlar un punto focal”, sin tener en cuenta los efectos colaterales, es decir, negando un tratamiento integral del paciente. En otras palabras, dicha sobreespecialización que bien puede ser legítima en el conocimiento de la fisiología y la patología humana, hace que la preocupación del médico se concentre exclusivamente en un órgano del cuerpo o en un área, prescindiendo de los daños que un fármaco determinado pueda producir en otros órganos o sistemas del mismo paciente. Todo lo anterior conlleva además a que en su gran mayoría las medicinas sean finalmente paliativas y no curativas, fenómeno que se debe a la persistencia de comportamientos culturales, muy acentuados en los últimos años, según los cuales los pacientes y médicos enfocan sus esfuerzos en la superación medicada del dolor cuando este es un síntoma y no enfermedad, lo que supone que el fármaco tenga dicho efecto paliativo y no curativo. Por supuesto, no estoy sugiriendo que la lucha contra el dolor pase a ser un aspecto secundario dentro de la vieja concepción hipocrática que nos obliga éticamente a luchar contra la enfermedad y sus manifestaciones, tanto sintomáticas como asintomáticas. De hecho, combatir el dolor o la molestia propia de cualquier patología es y seguirá siendo un objetivo de todo profesional de la medicina, independientemente del tipo de terapia por la que se incline, sea convencional o alternativa. De lo que se trata entonces es que la batalla contra el dolor sólo forme parte de una guerra contra la enfermedad y no al contrario, un escenario que sitúa los síntomas como objetivos de una guerra farmacológica indiscriminada que a la larga conlleva a que en la lucha contra la enfermedad ganemos una que otra batalla pero no la guerra. Todo lo anterior supone en la práctica que la medicina debe abrirse en el siglo XXI a otras posibilidades que contemplen un uso racional y moderado de los medicamentos, so pena de crear, como en el caso de los antibióticos y otra gama de fármacos, crecientes resistencias a sus efectos curativos, incluso paliativos, cuando no adicciones y dependencias que minan la calidad de vida de las personas. Claro, este llamado a la moderación no estaría completo si no profundizamos acerca de la importancia de aceptar los aportes que en estos esfuerzos de sanidad cabe a casi todos los procedimientos médicos, lo que nos permite situarnos ante una ciencia médica auténticamente integral. Este escenario es el que nos ofrece mejores perspectivas a la hora de enfrentar la enfermedad, desde su origen más remoto –algo que sería más propio de una fortalecida medicina preventiva– hasta sus consecuencias más extremas, es decir, si nos colocamos ante la presencia de enfermedades crónicas o degenerativas. Y es en la lucha contra estas patologías para cuyo tratamiento los gobiernos deberían brindar apoyo a otras posibilidades terapéuticas, probablemente menos invasivas, capaces de atacar por igual tanto los síntomas –sin afectar otros órganos o causar daños sistémicos– como la enfermedad misma y su recurrencia. Esta cooperación entre las distintas medicinas puede darnos pie para crear algún día una auténtica farmacología curativa y no paliativa, como seguramente no ocurre hoy en día cuando fármacos aparentemente curativos dejan de serlo en el momento en que sus efectos colaterales rompen el equilibrio coste-beneficio que debe guiar en el mundo la prescripción de medicamentos. Por desgracia, estamos llenos de ejemplos acerca de cómo los intereses de las grandes empresas multinacionales del sector orientan sus esfuerzos en vender como curativos fármacos que en realidad son paliativos. Esta frontera se hace más difusa también por la simple razón de que muchos pacientes y médicos suelen confundir la desaparición del síntoma con la desaparición de una enfermedad sobreviniente. En otras palabras, diría que menosprecian la posibilidad de que una determinada enfermedad, incluso si ésta es superada en un primer momento mediante manejos farmacológicos convencionales, puede dar pie a enfermedades aún mayores, incluso catastróficas. Lo anterior nos conduce al mismo resultado: una alta probabilidad de que muchos síntomas se consideren entonces como enfermedad, lo que explica a todas luces la posibilidad, también muy elevada, de que se formule al paciente una medicina que sólo en apariencia es curativa cuando en realidad es de de tipo paliativo. 2.2. EL PROBLEMA DEL ABUSO DE LOS MEDICAMENTOS Ahora bien, abierto este debate sobre el margen de confusión que sigue presentándose entre lo paliativo y lo curativo, preferiría inclinarme por pensar que los fármacos y las terapias paliativas sólo se reserven para el caso de enfermedades definitivamente incurables, sean crónicas y/o degenerativas, siempre y cuando estos manejos invasivos permitan aliviar el dolor, eliminar el estrés del paciente, mejorar su movilidad y en fin, optimizar su calidad de vida. Por supuesto, no se trata de condenar el manejo paliativo del dolor en casos distintos a los anteriores, ya que como dijimos antes, la superación del dolor es una máxima de la ética médica. Lo que quiero enfatizar es que dicho manejo puede y debe hacerse bajo parámetros que no pongan en riesgo otros órganos del paciente ni ninguna función sistémica del organismo humano, objetivo que puede cumplirse si damos pie a esa conjunción de medicinas en la que diferentes terapias, entre ellas la aplicación de frecuencias no magnéticas, posibiliten reducir dolores y molestias de una enfermedad y al mismo tiempo combatir dicha enfermedad, bajo el entendido de reducir al máximo su posible recurrencia y las consecuencias que la misma produce. La terapia de sanación puede acá jugar un papel fundamental a la hora de conseguir ese propósito de poner término a la creciente confusión que los sistemas de salud y la propia enseñanza de la medicina han alimentado entre lo paliativo y lo curativo, una confusión que en el ámbito farmacológico suscita naturales sospechas acerca de que los excesos del capitalismo mundial, en el que las grandes compañías multinacionales se han convertido en actores beligerantes del orden global, ha inducido a que las corporaciones farmacéuticas ejerzan todo tipo de presiones con el fin de posicionar sus medicamentos en el mundo. Sin embargo, las críticas a la voracidad de la industria farmacéutica no son nuevas, como no lo son nuestros cuestionamientos a la formulación farmacológica indiscriminada. Ya en tiempos de la Ilustración Francesa, por ejemplo, Voltaire dejó sentir su preocupación ante el temprano auge de la medicación en un siglo que como el XVIII fue testigo del florecimiento de la química en el concierto de las ciencias naturales. Su escepticismo sobre ese excesivo uso de drogas de síntesis producidas a partir del mayor conocimiento herbario que caracterizó a esta época, le hizo exteriorizar sus sospechas de que los médicos estaban administrando “medicamentos de los que saben poco, en cuerpos humanos de los que saben aún menos y para el tratamiento de enfermedades sobre las que nada saben”. Por supuesto, desde los tiempos de Voltaire la medicina ha hecho progresos enormes, permitiéndonos descubrir que algunos efectos secundarios pueden prevenirse y aún evitarse, pero nunca en la medida en que quisiéramos. 2.3. EL PROBLEMA DE LA SOBREMEDICACIÓN A LA LUZ DE LAS ESTADÍSTICAS Actualmente, los datos estadísticos sobre el abuso de la prescripción farmacológica por parte de los médicos sólo pueden configurarse a partir de las cifras que se extraen de aquellos casos en los que medicaciones erróneas o excesivas han requerido atención hospitalaria. Para instituciones prestigiosas como Archives of International Medicine, la tasa de complicaciones asociada a los efectos colaterales de la formulación de fármacos ha aumentado considerablemente, un incremento que entre 1998 y 2008 ha hecho que el número de incidentes graves por este concepto se haya más que duplicado, mientras que las muertes por este mismo problema se han triplicado casi desde entonces. Thomas Moore, del Instituto de Prácticas Seguras de la Medicina, una entidad con sede en Pensilvania, Estados Unidos, ha advertido recientemente sobre la necesidad que tenemos todos de aprender de estas experiencias para enfrentar mejor los riesgos que supone el abuso en la prescripción de medicamentos por parte del personal sanitario. Por desgracia, la protección de los usuarios de los sistemas de salud es insuficiente frente a esta creciente problemática a nivel mundial. Ciertamente, otros datos nos ayudan a entender la dimensión de este problema. El equipo de Moore ha analizado con profundidad otros informes sobre el daño supuestamente “colateral” que la sobre-medicación de fármacos ha causado a la salud y a la vida. Tan sólo en los Estados Unidos, el número de muertes registradas por la Food U.S. Drug of Administration (Departamento de Drogas y Alimentos de los Estados Unidos) pasó de 5.519 en 1998 a 15.107 en 2005; en tanto, las hospitalizaciones pasaron de 34.966 en 1998 a 89.842 en 2005, lo que muestra crecimientos cercanos al 270% y al 120%, respectivamente, cifras realmente alarmantes. Varios factores contribuyen a este incremento, entre ellos el propio aumento que se ha venido observando en el número de fármacos patentados a nivel mundial, una cifra que desde 1998 creció en un 50%, de lo que se deduce que la cantidad de complicaciones y muertes por abusos en la prescripción médica supera al registro de nuevos fármacos. Aproximadamente el 15% del incremento que se observa en el número de complicaciones y muertes debido a este problema se relaciona con sustancias nuevas, incluyendo analgésicos, cuyos efectos secundarios lesionan principalmente el sistema inmunológico. El panorama aún puede ser peor, si se tienen en cuenta los casos que no se reportan, con lo cual la cifra real de fallecimientos y hospitalizaciones es mucho mayor. La inexistencia de estudios más profundos sobre esta situación no nos permite visualizar la gravedad del fenómeno en muchas partes del mundo. Daniel Grant, del Consejo de la Comisión de Drogas de la Profesión Médica Alemana, se ha referido recientemente a la escasa atención que el problema ha recibido en comparación con las estadísticas que ofrecen otros fenómenos, como es el caso de las muertes por accidentes de carreteras, un problema que en algunos países puede causar unas 5.000 muertes al año. El Consejo Consultivo Alemán de Salud en su informe de 2007 ha estimado que para ese año, unos 80.000 pacientes en Alemania experimentaron complicaciones por causa de los efectos secundarios de medicinas que les fueron prescritas, 40% de cuyos casos perfectamente podría haberse evitado. Por desgracia, para el Instituto Federal de Medicamentos y Productos Sanitarios de la Medicación, se trata de una tendencia creciente si se tiene en cuenta que entre 1.200 y 1.400 desenlaces fatales fueron el resultado directo de abusos en la medicación farmacológica. A juicio de Ulrich Hagemann, quien dirige el departamento de fármacovigilancia del Bundesamt Fur Arzneimittel und Medizinprodukte (BaRF, por su sigla en alemán), “estos no son todos los efectos secundarios ni las muertes. Desafortunadamente, hay que suponer que la mayoría de los médicos no informan los casos adversos que manejan. Pese a lo anterior, mis observaciones y críticas a la formulación farmacológica indiscriminada nada tienen que ver con descalificaciones a priori de lo mucho que la química farmacéutica en todo el mundo ha logrado en beneficio de la humanidad, especialmente durante los últimos 100 años, pero bien es cierto que el momento actual está lleno de ejemplos sobre la agresividad con que muchas empresas multinacionales persiguen sus objetivos comerciales. Sus estrategias lo abarcan todo: desde una amplia difusión de su literatura médica, que circula con efectividad entre los profesionales de la salud en todo el mundo, hasta complejas tareas de “lobby” con gobiernos y gremios científicos, pasando por campañas publicitarias, algunas francamente inmorales, en las que abiertamente las empresas del sector ofertan vacunas y medicinas no contempladas en los planes públicos de salud con el mensaje de que su no consumo “hace la diferencia entre la vida y la muerte”. A lo anterior se suma la escasa y siempre matizada información con la que los laboratorios se refieren en los empaques a los efectos colaterales nocivos de sus medicamentos. Se trata de instructivos cuya letra menuda, cada vez más pequeña, nada dice sobre el camino seguido por el laboratorio en la elaboración de sus fármacos, los efectos secundarios de los mismos, el seguimiento hecho por los sistemas de salud a la eficacia de tales medicinas, si los hay, las estadísticas de recuperación imputables al fármaco y la secuencia de los controles internos que realizó una empresa determinada hasta obtener la patente y/o registro sanitario respectivo. Ni qué decir de la nula información que existe sobre el origen de las sustancias de tipo vegetal o animal utilizadas en la síntesis química que da nombre a los fármacos, muchas de las cuales provienen de regiones ricas en diversidad, localizadas en países en vía de desarrollo y a cuyos gobiernos niegan toda la información sobre el uso comercial de su biodiversidad. Estas reflexiones remiten obligatoriamente al grado de indefensión en que se encuentran los gobiernos, especialmente los de los países en vía de desarrollo, para hacer viable un control más eficaz sobre la efectividad de los fármacos importados, sus efectos colaterales en la salud humana, el manejo de sus precios y toda clase de supervisiones que debe rodear el comercio mundial de la industria farmacéutica. Nos encontramos además ante una realidad de la que pocos usuarios de los sistemas de salud en el mundo son concientes y que tiene que ver con el hecho innegable de que los millones de dólares que las compañías multinacionales de la industria farmacéutica ganan cada año, finalmente son aportados por los propios usuarios, tanto sin son actuales o potenciales, a través de las deducciones o contribuciones salariales impuestas por ley y que mensualmente son transferidas a los sistemas estatales de seguridad social obligatorios. El enriquecimiento de tales empresas, dominadas en su mayoría por consorcios europeos, deriva en un posicionamiento de la industria farmacéutica para consolidar hegemonías en los países tercermundistas, lo que repercute a su vez en la reafirmación del poder omnímodo de esta pujante industria, una de las más poderosas a nivel mundial. En efecto, los contribuyentes están obligados a aportar al sistema de salud un porcentaje variable y alto, por supuesto, de sus ingresos mensuales para la sostenibilidad del sector de la salud, recursos que teóricamente deben cubrir el tratamiento de sus enfermedades durante el transcurso de su vida. Este esquema de financiación se ve interferido negativamente por la triangulación de tales recursos que hacen las empresas multinacionales, los gobiernos y las instituciones sanitarias privadas que facturan sus servicios al sistema estatal de seguridad social. La manifestación más errática de esta triangulación se presenta justamente en el “circuito comercial” de medicamentos. Nótese que uso la palabra “comercial” para referirnos al proceso de aprovisionamiento, distribución, demanda y venta de fármacos, proceso que responde a la lógica económica capitalista en la que sin duda el afán de lucro permea y domina la producción de sustancias que ni más ni menos están asociadas al bienestar físico y mental de los seres humanos. Así las cosas, pese a los cuestionamientos que sobre su eficacia –tanto paliativa como curativa– tienen muchos medicamentos en el mundo, a lo que se agregan los altos costos de una gran mayoría de ellos, los usuarios de los sistemas de salud son sujetos pasivos de una medicación convencional dominada por una tradición facultativa casi que inmutable, en la que los médicos, víctimas a su vez de este imperialismo farmacológico, prescriben toda suerte de medicamentos cuya inclusión en los planes oficiales de salud son el resultado de multimillonarios contratos casi vitalicios, que los estados han suscrito con los grandes laboratorios de la química farmacéutica. Dicha automatización en la prescripción actual de medicamentos es el resultado inevitable de unas relaciones asimétricas entre los estados y las corporaciones farmacéuticas, en las que los laboratorios de estas compañías proveen a elevados costos los fármacos que ellas mismas, mediante un poderoso “lobby”, han ofertado a las instituciones públicas de seguridad social como las únicas medicinas que pueden hacer frente a las enfermedades incluidas en los planes obligatorios de salud. Enormes inventarios de medicamentos en bodegas y contenedores son la expresión final de un negocio que, como el del sector farmacéutico, es una de las cinco grandes industrias que más millones de dólares mueven cada año en el mundo. ¿Cómo puede entonces un médico, en cualquier parte del planeta “desafiar”, si la palabra lo permite, un modelo sanitario en que los estados establecen la lista de medicamentos que debe prescribir a sus pacientes? ¿Cómo puede ese mismo profesional de la salud establecer la eficacia de un fármaco o la gravedad de sus efectos secundarios, si ese estado al que sirve en el sistema de salud no ha podido verificar los procesos de producción de los medicamentos, la efectividad de los mismos, las estadísticas de que disponen sobre dicha eficacia y el mapa general de los efectos colaterales? Por el momento no hay como lo expresé anteriormente, la más mínima posibilidad de que los estados dispongan de un organismo intergubernamental que avale la efectividad de los medicamentos que hacen parte de las listas oficiales de fármacos que un paciente puede esperar de su sistema de salud, por lo cual la indefensión del médico es total. Mi respetuosa invitación, por tanto, es que pacientes y médicos profundicemos acerca del poder del cual disponemos los ciudadanos como aportantes de los cuantiosos recursos mediante los cuales los gobiernos pagan a estas empresas multinacionales toda suerte de fármacos sin que medien estrategias que, por ejemplo, permitan soslayar los efectos secundarios cuando estos son perjudiciales, reducir los precios de los tratamientos apelando a terapias no invasivas y profundizar las políticas de la medicina preventiva. Como contribuyentes y aportantes de la riqueza de los laboratorios, médicos y pacientes debemos propugnar por una alianza estratégica que obligue a los estados a privilegiar la salud y no a favorecer las utilidades de las compañías multinacionales farmacéuticas que son las que finalmente parece que imponen sus reglas de juego en el trazado de políticas públicas sanitarias. De persistir la actual automatización de los tratamientos médicos, que como una especie de software establece mecánicamente para cada síntoma una enfermedad y un fármaco, procesos que inducen a los médicos a recetar siempre los mismos medicamentos, la esencia de la medicina, esto es, la finalidad de ver la enfermedad y la sanidad de un modo más integral, holístico en términos filosóficos, se perderá justamente cuando los avances científicos apuntan a que en la concepción del mundo los planos químico y físico no son absolutos, sino que otras dimensiones pueden jugar un papel clave en la superación de las enfermedades, como las opciones que nos brinda las medicinas alternativas. Dicho coloquialmente, el hecho de que “los contribuyentes de alguna manera tengan la sartén por el mango” es una realidad de la cual no somos concientes, por lo que urge que los usuarios de la salud reflexionemos con mucho cuidado sobre un ámbito como el de las terapias farmacológicas que impactan nuestro organismo, a veces definitiva e irreversiblemente, con nefastas consecuencias de toda naturaleza. De otra parte, no hay una proporción entre el costo final de los medicamentos y la autoproclamada eficacia que contienen los empaques de estos fármacos, lo que da lugar a un desequilibrio insólito, que además de comprometer fiscalmente el estado de bienestar, como ya lo estamos viendo en Europa a causa del envejecimiento de la población asociado al declive demográfico, mina la confianza de los ciudadanos en un sistema de salud que debería ser menos ortodoxo y, por lo mismo, más abierto a las posibilidades de sanación que ofrecen otros tipos de terapias. 2.4. EL PAPEL DE LOS USUARIOS FRENTE A LA CRISIS DE LA SALUD Ahora bien, la participación activa de los usuarios de los sistemas de salud se hace indispensable para efectos de despertar en la ciudadanía una clara conciencia sobre los nocivos efectos colaterales de muchos medicamentos de síntesis, lo que contribuiría a sacar del ámbito de lo exótico la demanda de medicinas alternativas, la mayoría de ellas circunscritas peyorativamente al comercio naturista y herbario que, pese a ser objeto de controles por los ministerios de salud, no ocupan, ni mucho menos, el espacio que estos productos merecen. No es por casualidad tampoco que la gran mayoría de estas medicinas carecen de restricciones para su venta mediante fórmula médica, por lo que suelen ser ubicadas en los supermercados al lado de jabones y perfumes, como si se tratara de un consumo voluntario por parte de los usuarios. Por supuesto, la ausencia de efectos colaterales en la mayoría de estas medicinas alternativas – o naturales–, permite no sólo que su venta sea libre, sino que paradójicamente muchos las consideren como medicinas de ensayo, nada serias y, por lo demás, dotadas de un exotismo que no contribuye al posicionamiento de estas otras medicinas en el esfuerzo por abaratar el costo de la salud, aminorar los efectos secundarios de los tratamientos convencionales y optimizar su calidad, de tal suerte que la sociedad civil la asuma como un instrumento científico totalmente válido en la batalla perenne contra la enfermedad. Los ejemplos de cómo un mal manejo en la prescripción de fármacos no contribuye muchas veces al mejoramiento de los pacientes abundan. El caso de la psiquiatría es muy ilustrativo de esta problemática, en especial por el abuso que muchos profesionales de esta área de la medicina hacen de la prescripción de antidepresivos, quienes privilegian esta opción por encima de lo mucho que complementaria, alternativa y/o sucedáneamente podría lograrse con la psicoterapia, una posibilidad que los psiquiatras cada vez más parecen desestimar en beneficio de lo que consideran como un exclusivo déficit de serotonina en el cerebro de su paciente. A propósito, las críticas a este abuso de fármacos en el tratamiento de las enfermedades mentales provienen de meta-estudios hechos por varios centros de investigación estadounidenses a mediados de la década que termina. Al respecto, no creo exagerar al afirmar que la indiscriminada prescripción de fármacos en el tratamiento de este tipo de enfermedades es casi una versión moderna de los electrochoques aplicados a los enfermos mentales desde finales del siglo XIX. También en el campo de la medicina preventiva, reducida en los últimos años a masivas campañas de vacunación, es decir, asumida nada más como sinónimo de inmunización química, observamos con elocuencia la capacidad de “lobby” que tienen los laboratorios en el mundo para proveer de miles de dosis a los sistemas estatales de salud. No obstante, cuando fracasan los esfuerzos comerciales de la industria farmacéutica por vender a los estados sus existencias de vacunas, presionando su incorporación en los planes de salud, la estrategia consiste entonces en promocionarlas mediante eficaces y astutas campañas publicitarias, en las que los laboratorios, más que buscando la prevención de enfermedades, venden infundadas necesidades a la población, que en el caso de los sectores más vulnerables se traduce en angustia por la falta de recursos que le permitan adquirir tales vacunas.