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VIERNES DE LOS DOLORES. 2014 Hay una mujer, cuya presencia hace todavía más bello el cuadro del sacrificio de la Cruz por la salvación del mundo. Al dolor de Jesús se junta el duelo de María; y la Iglesia ha escogido este otro viernes, el viernes de Dolores, para considerar la aflicción de la Madre. Ella misma nos invita con palabras desgarradoras: «¡Oh vosotros, los que pasáis por el camino!, mirad y ved si hay un dolor semejante a mi dolor». Su dolor le viene de Dios, artista soberano, que trabaja con el buril de la prueba. Cuando Dios quiere fortalecer un alma, la despoja; cuando quiere engrandecerla, la muele; cuando quiere perfeccionarla, la tritura. El Cenáculo, Gethsemaní, el Vía Crucis… son golpes que desgarraron su alma ¡pero iban configurando su corazón!. También las horas interminables del Calvario. Allí realizaba María una función verdaderamente sacerdotal. Estaba en pie, dice el Evangelista, con el corazón firme, con la voluntad intacta. Ella ofrece a Jesús, que es su bien propio. Es suyo casi tanto como de Dios. Ella cede todos sus derechos maternales, renuncia a la vida del hijo, que es vida de su vida, hace aquella ofrenda que le traspasa el corazón, y la hace generosamente, sin medida, sin reserva, sin restricción. Dios pidió a María mucho más que al viejo Abraham. Y María respondió amorosamente. La gracia es más fuerte que la voluntad. La fe ve, la esperanza persigue y la caridad alcanza aquello que la sensibilidad no acierta a concebir. Ciertamente, Jesús pudo estar solo en el Calvario. Pero como no lo había estado en Belén, tampoco quiso estarlo en el Calvario. Mucho había amado María a Jesús, al Jesús que llevó en sus entrañas, al niño que escondió en su regazo, al joven en quien cada mañana veía un nuevo brillo de virtud, al predicador que arrastraba a las multitudes, que curaba a los enfermos, que rezaba entre las sombras de los valles. Nunca, sin embargo, le amó tanto como en aquella hora suprema: la hora de las últimas recomendaciones, de la Eucaristía, de la Pasión, del Calvario.