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TOTO, EL CIRUJANO PITECÁNTROPO FELIPE ANGEL Si se considera el estado general del tratamiento de las fracturas en todo el mundo civilizado hasta que se aprendieron las lecciones de la Gran Guerra, es un resultado, 53.8% de éxitos, del que nuestros remotos antepasados (Pitecántropos) no tienen por qué avergonzarse. Harvey Graham Historia De La Cirugía Vestido con piel oso entra a su recinto, en la parte más recóndita de la cueva de Arcy. A la entrada vive con Agustine y sus hijos. A pesar de que, como miles de años más tarde lo describirá uno de sus más sinceros amigos, ella descuida el aseo él, Toto, es supremamente cauteloso con la higiene de su recinto, destinado sólo para prácticas quirúrgicas. Observa a su hijo; una lanza a la vez penetra la cabeza del paciente y el empeño del padre. El herido va calmándose, poco a poco, debido a la pócima para adormecerlo. Permanece agarrado por dos aprendices, igualmente vestidos con piel de oso. Toto, al igual que por turnos los ayudantes, aprovechan la espera y una y otra vez lavan sus manos con una mezcla de insectos, semillas secas y vegetales. Los ayudantes rosean con el mismo brebaje al herido, mientras Toto lo tranquiliza y le da ánimo. Se da cuenta que la semana pasada regañó a un ayudante porque impedía que el paciente conciliara lo que la pócima y la conveniencia señalaban, lo que su propio maestro le recalcó tanta veces: hay que dejar que el paciente se duerma rápido para rápido comenzar la cirugía. Me estoy dando ánimo a mí mismo. Se aleja. Trata de concentrarse. No lo logra. Preferiría postergar un poco la cirugía. Pero ya está todo listo. Toto lo sabe, ah, lo sabe, sabe que debe actuar como cirujano porque, de lo contrario, su hijo puede morir. Decide empezar pero quieto permanece. Su hijo encontró todo el sílex en los últimos años; sabe muy bien que se quedará pronto sin instrumentos quirúrgicos sin él. ¿Cómo hallar sílex? Uno de los aprendices, el más pequeño, lo palmea en un hombro, Toto voltea y en ese momento aprende; aprende como siempre hemos aprendido los humanos; en el duelo con los hechos aprende que en adelante no debe practicar su cirugía en seres queridos. Promete no olvidar este asunto para enseñarlo a sus ayudantes. Yo soy bien bobo; ¿cómo se me va a olvidar? Debo estar atento y tranquilo. La angustia de perderlo me paraliza. Los ayudantes me notan nervioso, menos decidido que en otras ocasiones similares. No me importa, voy a cerrar los ojos. Tras un lapso se posesionó de las tantas cosas que aprendieron los maestros que le enseñaron al maestro del cirujano a quien él, Toto, le aprendió. La especialización del saber también deviene una especialización de los sentimientos, en aras de lo impecable del ejercicio técnico o musical o futbolístico o lo que sea. Abre los ojos; su hijo no está por parte alguna; un paciente es lo que hay mientras a él un cirujano se acerca, extiende una mano y otro, atento ayudante, en ella pone un específico instrumento de una manera específica, así y no asá, éste y no aquel. Puedo hacerlo; lo he visto hacer durante más de veinte años, desde adolescente, desde cuando era ayudante. Lo hago desde hace casi diez años. Mis maestros ya están muertos. Estos ayudantes, cuando se vuelvan adultos, van a ser los cirujanos porque estaré demasiado débil. Ya sabrán las dificultades de realizar una cirugía en un ser querido y preferirán no hacerla, a no ser indispensable. A mí nadie me lo enseñó. ¿Nadie? La vida, mijo, la vida, las cosas tal como son, tal como son porque eso es lo que más enseña; tal como son porque de eso depende mi Totico. Aplica su cuchillo, el más filudo, que filudo es en extremo. Corta rápido, de un tajo. Se detiene. La punta de la lanza se rompió dentro del cráneo. Tiene experiencia. Sacarla por partes, desenredarla aquí y allá desatarla, está vedado por los maestros desde las épocas en que no usaban sílex: el instrumento se rompe. El primer sílex, el más filudo, se fracciona al usarlo lateralmente en las duras fibras de piel y tejido del cuero cabelludo. La voz de su maestro de vez en cuando acompañaba la inicial complacencia de su destreza: “La incisión primera hacia abajo, hacia los lados nunca”. Sabe muy bien evitar dañar su mejor sílex, el más filudo, que le sirve para tantas cirugías menos complicadas. La displicente cantidad de sangre no lo asusta; los ayudantes se impresionan pero ya saben dominar sus gestos exteriores. Toto se reafirma en su capacidad para repetir lo que durante una década ha repetido. Riega el brebaje anticoagulante encima de la incisión. Riega después el menjurje desinfectante. Alarga de nuevo la mano. Entrega un utensilio y otro recibe. Lo observa. No le gusta. Él mismo va y escoge uno distinto. De antemano sabe que sus ayudantes bromearán con esta inhóspita y súbita ruptura de un rito conservado igual desde quién sabe cuándo. Siempre quiso, siempre le pareció evidente, incluso le comentó a su maestro que con eso ahorraban un paso. Recordaba las palabras exactas: “Debe ser más fuerte para de una vez terminar de cortar el cuero cabelludo”. Tres nieves permaneció el maestro sin sentirse cómodo cuando Toto, joven aún, rondaba las cercanías del entonces recinto del maestro y del ahora suyo, porque, como lo atormentaba el decir de Agustine, su esposa: “Eso sí, una de las mejores cosas de ser la esposa del cirujano es vivir en la cueva”. Toma su escogido sílex. Nada duda dentro de él mientras raja. Apareció el hueso blanco. Es suficiente. Hasta aquí con este sílex. Perfecto, carajo, perfecto. Yo sabía, yo sabía. Alarga la mano, recibe el utensilio, lo supone errado. Ese es lento para aprender. ¿Cómo habrá hecho para acertar? No fue él, fue el más pequeño, el más pequeño captó mi nueva lógica. Donde incrusta la lanza la perfidia, ahí raspa. Pronto una incisión honda despierta al paciente, que se agita. La operación se detiene. Los ayudantes ya saben sujetar a los pacientes pero el mayor, el de casi veinte años, es un experto, mientras que el menor, de apenas doce, no podría solo. Cuando desaparece la dura cáscara del hueso, remueve con rapidez la médula. Sabe que le queda otra capa de hueso más delgada. Una lejana intuición alega que el paciente es su hijo. El eje del silencio se oye incendio y precaución. Debajo de esta capa delgada de hueso, aquí es, aquí está esa membrana gris que solamente vemos los cirujanos de verdad. Que esta sabia medicina no acabe tras unas cuantas generaciones. Esta es la emoción de mi vida, para esto vivo. Ni la caza del pausado mamut ni la del ágil reno son más emocionantes. Que esta gran emoción no acabe tras unas cuantas generaciones. Acude el veinteañero; Toto, con la mano, llama al pequeño. Grita o susurra, no sabemos cuál: “No puede tocarse”. Desde el primer momento descifró que la lanza no llegó a la membrana gris; el paciente vive. Con repetida habilidad deja al descubierto la parte gris surcada por hilillos rojos y, sin rozarlos ni mancharlos, saca la rota lanza. Ha concluido otra trepanación de cráneo, una más. Esta fue hace cientos de miles de años; para la tarde aquella en que fue un hecho, este repetido hecho llevaba, a su vez, cientos de miles de años como legado trasmitido de generación en generación; legado sin el cual las dolencias y los achaques hervían crueldad y miedo. Permanece igual. Será igual siempre porque así es el cráneo y al así proceder vencemos el ingenio con el cual los hechos nos retan. De que tuvo éxito y de que se realizó, no caben dudas. Hay cráneos de esa época que así lo demuestran. Un hueso nuevo cubre la incisión hecha por Toto, el Cirujano Pitecántropos. Si los pacientes no hubieran sobrevivido a la trepanación, los cráneos estarían simplemente con el hueco, no con el hueso nuevo. Queda la plena prueba. Plena prueba del éxito de la trepanación de cráneo hecha por Toto, el Cirujano Pitecántropos, hay en numerosos países de Europa, como Suiza, Alemania, Polonia, Dinamarca, Suecia e Inglaterra. Muchísimo después la practicaron los Mayas, los Incas y los Aztecas. Una medicina que practica con éxito la trepanación de cráneo, ya pasó por procedimientos médicos menos complicados, necesarios para curar lanzas incrustadas en otras partes del cuerpo, como los brazos o las piernas; fracturas de tibia, de fémur, dislocación del codo, del hombro, extracción de muelas, etc., que no quedan consignadas con pruebas tan claras como la trepanación de cráneo porque se practican sobre tejidos blandos, que no se conservan. Aseverar, como Graham, que el Pitecántropos “no tiene por qué avergonzarse” del porcentaje de fracturas sanadas proviene de la manera de ser que le concede tributo al engreimiento de la Modernidad. Tributo que no cabe. Para alguien absuelto de las anteojeras del ridículo engreimiento de la Modernidad, del “delirio de la infatuación” según Hegel, ese señor que el Sapiens que esto escribe llama Toto, pitecántropo él, ese señor tiene mucho de qué estar orgulloso. Trazó una técnica no superada durante poco menos de 500.000 años. Hace poco menos de cien años, en 1915, se mejoró esa técnica del Pitecántropo, con la aplicación del yeso. La cura de las fracturas de los huesos es una práctica médica indispensable para lograr que el enfermo recupere su capacidad de movilidad, con todo lo que esto implica. De la movilidad dependía el nómada para sobrevivir. Hoy ya no es así. Toto, el Cirujano Pitecántropo, concibió y perfeccionó una técnica para tratar fracturas que duró hasta hace menos de cien años. El yeso nació en 1915, a raíz de la Primera Guerra Mundial. Antes del yeso, las fracturas sanadas comparten un mismo porcentaje desde el Pitecántropos hasta 1914. Karl Jaeger examinó huesos fracturados hace 500.000 años. El porcentaje de recuperación, entre el 53% y el 54%, es el mismo hasta 1915. Quien excluya de la medicina aquella etapa que, además del tratamiento de las fracturas con una vigencia de cientos de miles de años, construyó y practicó una de las operaciones más complicadas, la trepanación de cráneo, pasa por alto algo fundamental.