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Dr. Alberto Chertok
Pasiones y Pecados
del diario vivir
Una mirada penetrante a los celos, la envidia,
la infidelidad, la seducción y otros pecados cotidianos
- 3ª Edición ampliada -
Centro de Terapia Conductual
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3
COMO UTILIZAR LA VERSION DIGITAL
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modificada de este libro por cualquier medio. Sólo se permite la
reproducción completa y sin quitas ni modificaciones, en forma
gratuita y manteniendo el formato original, el nombre del autor y la
dirección original de descarga: www.psicologiatotal.com
1ª Edición: Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2002
2ª Edición: Centro de Terapia Conductual, Montevideo, 2009
3ª Edición digital (ampliada): Centro de Terapia Conductual, Montevideo, Diciembre de 2012
(c) Dr. Alberto Chertok
4
CONTENIDO
COMO UTILIZAR LA VERSION DIGITAL ____________________________ 4
CONTENIDO _________________________________________________ 5
NOTA A LA TERCERA EDICIÓN ___________________________________ 8
PREFACIO ___________________________________________________ 9
LA VIDA EN PAREJA __________________________________________ 12
EL AMOR Y LOS CELOS _____________________________________ 13
LAS ATRACCIONES FATALES _________________________________ 17
LA CONVIVENCIA SIN MATRIMONIO __________________________ 21
LA PAREJA EN COMBATE ___________________________________ 25
LOS CICLOS DEL AMOR _____________________________________ 29
COMO DECIR ADIOS _______________________________________ 33
EL SEGUNDO MATRIMONIO _________________________________ 36
TERAPIA DE PAREJA ________________________________________ 40
TERAPIA DE PAREJAS EN EL CTC ______________________________ 44
ANTES Y DESPUÉS DE VIVIR EN PAREJA __________________________ 45
LOS SOLOS Y LAS SOLAS _____________________________________ 46
¿ES POSIBLE LA AMISTAD ENTRE EL HOMBRE Y LA MUJER? _________ 50
LA SEDUCCIÓN ____________________________________________ 53
LA ELECCIÓN DE PAREJA ____________________________________ 57
EL NOVIAZGO FACTORES DE RIESGO Y DE BUEN PRONÓSTICO ______ 61
LA VIUDEZ _______________________________________________ 64
LA VIDA SEXUAL EN EL MATRIMONIO ___________________________ 69
SUGERENCIAS PARA UN BUEN AJUSTE SEXUAL___________________ 70
5
LOS TRASTORNOS DEL FUNCIONAMIENTO SEXUAL _______________ 74
EL «POR QUÉ» DE LAS DISFUNCIONES SEXUALES _________________ 77
CUANDO SE ENFRÍAN LAS PASIONES ___________________________ 82
TERAPIA SEXUAL EN EL CTC _________________________________ 85
LOS MALOS SON LOS OTROS ___________________________________ 86
AGRESIVIDAD Y TOLERANCIA ________________________________ 87
LOS PREJUICIOS ___________________________________________ 91
GANADORES Y PERDEDORES _________________________________ 95
LA ENVIDIA_______________________________________________ 98
QUEJAS Y RECLAMOS ______________________________________ 102
EL COMPORTAMIENTO DE LOS URUGUAYOS EN EL TRÁFICO _______ 106
COMO RESPONDER A LAS CRÍTICAS___________________________ 110
CUANDO LOS NERVIOS NOS DEVORAN _________________________ 113
QUÉ OCURRE CUANDO PERDEMOS LA CALMA __________________ 114
CUANDO UNA IDEA NOS PERSIGUE ___________________________ 117
NO LO PIENSE: HÁGALO ____________________________________ 120
LA CAUSA DE NUESTROS MALES _____________________________ 124
LAS FIESTAS TRADICIONALES ________________________________ 127
LAS VENTAJAS DEL PENSAMIENTO NEGATIVO _________________ 131
RELAJACIÓN MUSCULAR UN CAMINO HACIA LA PAZ INTERIOR _____ 136
TRATAMIENTO DE LA ANSIEDAD EN EL CTC ___________________ 139
MÁS ALLÁ DE LA REALIDAD ___________________________________ 140
SUEÑOS Y FANTASÍAS _____________________________________ 141
¿SE SIENTE USTED PERSEGUIDO? ____________________________ 145
LA MENTIRA _____________________________________________ 149
CUANDO LA ENFERMEDAD ES SENTIRSE ENFERMO ______________ 152
6
PSICOLOGÍA DE LAS ADICCIONES _____________________________ 157
TRATAMIENTO DE LAS ADICCIONES __________________________ 161
¿CUÁN NORMALES SOMOS LOS NORMALES? ____________________ 165
FORMULARIO DE AUTODESCRIPCIÓN ________________________ 173
TEST PSI PARA PSICÓLOGOS Y CONSULTORAS ___________________ 178
¿QUÉ ES LA TERAPIA CONDUCTUAL - COGNITIVA?__________________ 179
CENTRO DE TERAPIA CONDUCTUAL ____________________________ 180
DEL MISMO AUTOR _________________________________________ 181
EL NEURÓTICO QUE LLEVAMOS DENTRO _____________________ 181
60 MENTIRAS QUE NOS COMPLICAN LA VIDA__________________ 182
CUENTOS QUE ILUMINAN EL CAMINO________________________ 183
LA ESTRATEGIA DEL AMOR _________________________________ 184
LAS CAUSAS DE NUESTRA CONDUCTA ________________________ 185
SOBRE EL AUTOR ___________________________________________ 186
7
NOTA A LA TERCERA EDICIÓN
La presente edición de «Pasiones y Pecados del diario vivir» ha sido
corregida y ampliada con nuevos capítulos, que mantienen la línea y el
estilo de la obra original. En el Apéndice «¿Cuán normales somos los
normales?» hemos incluido un «formulario de autodescripción» para
aquellos lectores que deseen efectuar una autoevaluación. Esperamos
que estos aportes enriquezcan la obra y resulten de interés para
nuestros lectores.
La 3ª edición digital se distribuye en forma totalmente gratuita para
pacientes, familiares y consultantes del Centro de Terapia Conductual y
para los suscriptores de su sitio web: www.psicologiatotal.com.
8
PREFACIO
La mayoría de los pacientes que buscan ayuda psicológica se
encuentran angustiados por problemas cotidianos. No se trata de
«enfermos mentales» ni presentan serias perturbaciones en su
comportamiento. Son personas comunes, preocupadas por su
desempeño laboral, social o sexual. Se enojan, se deprimen o se
disgustan por los contratiempos y dificultades que enfrentan durante
el día, y buscan respuestas para comprender sus propias reacciones y
la conducta de sus seres queridos. Claro que en el curso de la terapia
es necesario examinar en detalle sus frustraciones personales, sus
proyectos y expectativas y los conflictos que mantienen con otras
personas. Sus problemas particulares son únicos e intransferibles, y
deben analizarse en el curso de entrevistas individuales. Pero muchas
de sus preocupaciones cotidianas son compartidas con el común de la
gente, y es posible brindar algunas respuestas generales a tales
inquietudes.
Entre marzo y diciembre de 1995, tuvimos oportunidad de encarar
algunos de estos temas en nuestro espacio radial de «NUEVOTIEMPO», 1010 AM. El objetivo fue, precisamente, proponer a los
oyentes un diálogo en torno a situaciones cotidianas que despiertan
interés y preocupación en la mayoría de nosotros, recoger sus
opiniones y aportar, en la medida en que lo permite un espacio
interactivo, algunas respuestas y orientaciones generales.
En esta obra hemos recopilado los temas que tratamos en «Nuevotiempo» durante 1995. Fue necesario, naturalmente, redactar los
artículos de forma compatible con su publicación, la cual difiere del
diálogo espontáneo que tiene lugar durante un espacio radial. Hemos
procurado mantener, sin embargo, las preguntas formuladas por los
oyentes así como nuestros propios comentarios, para conservar en
9
alguna medida el clima de comunicación. El libro recoge también la
orientación que le imprimió a la audición el periodista Jorge Traverso,
quien propuso la mayoría de los temas, planteó las preguntas apropiadas y coordinó el diálogo con los oyentes. Su aporte, por tanto,
resultó invalorable para la publicación de esta obra. Hemos incluido
además algunas columnas publicadas originalmente en el semanario
«BUSQUEDA» de Montevideo, las cuales también han sido modificadas para su inclusión en este libro.
Las lecturas reunidas en esta publicación son unitarias y pueden
consultarse en forma independiente. A efectos de dotar a la obra de
cierta estructura, las hemos agrupado en seis secciones de acuerdo a
su contenido. En la primera parte se abordan problemas típicos de «La
vida en pareja», en particular los conflictos que surgen durante la
convivencia. Un segundo grupo de lecturas: «Antes y después de vivir
en pareja» se refiere a algunos aspectos de la relación hombre/mujer
que se dan fuera de la convivencia. «La vida sexual en el matrimonio»
se examina en la tercera sección. Bajo el título «Los malos son los
otros» describimos ciertas actitudes que tienen en común el disgusto
o la desaprobación de la conducta ajena, desde la ira frontal hasta la
envidia más o menos disimulada. Las obsesiones, la postergación, las
fiestas tradicionales y otras situaciones que nos generan ansiedad se
encaran en el apartado «Cuando los nervios nos devoran», donde se
proponen además algunas estrategias para controlar el estrés como la
relajación muscular y una dosis de sano pesimismo («las ventajas del
pensamiento negativo») Por último, hemos destinado una sección a
los hábitos que nos llevan «Más allá de la realidad» como las fantasías,
las mentiras, la hipocondría y las adicciones.
Esperamos que los lectores encuentren en estos artículos un motivo
de análisis y reflexión. Aquellos que nos acompañaron durante las
audiciones radiales podrán recrear los diálogos que mantuvimos en
ocasión de las mismas, y disponer de un desarrollo ampliado y
ordenado de cada tema. Quienes tomen contacto por primera vez con
10
estos «pecados cotidianos», podrán sumarse al análisis de los mismos
y formarse luego su propia opinión.
11
La vida en pareja
12
EL AMOR Y LOS CELOS
Uno de los mitos más difundidos acerca de los celos es que constituyen una prueba de amor. La mayoría de nosotros nos sentimos
halagados cuando nuestra pareja se disgusta por la mirada sugestiva
que nos dirige un miembro del sexo opuesto, o cuando nos reta por la
sonrisa cómplice que le devolvemos al apuesto vendedor o a la
atractiva cajera de la tienda. Y la airada defensa que esgrimimos
esconde con frecuencia la íntima satisfacción de sabernos queridos,
como si nos dijéramos: «ella me quiere», o bien: «soy importante para
él».
A tal punto llega esta convicción, que muchas personas provocan sutilmente los celos de sus compañeros con el único propósito de
confirmar lo mucho que son amadas, en un juego perverso que se
repite una y otra vez. Y sin embargo, todos conocemos hombres y
mujeres que distan mucho de estar enamorados, que desvalorizan
incluso a sus parejas pero que montan en cólera cuando él o ella
muestran un sospechoso interés por otra persona. Y es que los celos,
más que expresión de cariño o prueba de amor, revelan la profunda
inseguridad del celoso, sus propios temores o la actitud posesiva con
que encara la relación.
Cierto es que el amor entre un hombre y una mujer siempre implica,
en alguna medida, la mutua posesión. El amante ideal, aquel que sólo
piensa en la felicidad de su amada, es una ficción en nuestra cultura.
La mayoría de las personas pretende que su pareja le pertenezca en
exclusiva, y por eso los celos, en cierto grado, constituyen un
ingrediente normal de los vínculos amorosos. Pero cuando un
miembro de la pareja ejerce un control excesivo sobre el otro y le
recrimina repetidamente su conducta «provocativa», padece
13
seguramente de celos enfermizos que terminan desgastando la relación.
La personalidad del celoso le otorga siempre un carácter particular a
sus temores. El hombre o la mujer con rasgos paranoicos constituyen
una de las variantes más comunes. Desconfiado por naturaleza, el
paranoico siempre sospecha intenciones malignas en otras personas, a
quienes supone falsas, egoístas o traicioneras. Para este individuo no
existe nada casual. Todo esconde un significado oculto y perverso: una
llamada telefónica que se corta, una mirada que se cruza o un gesto
aparentemente inocente de su pareja le sugieren la posibilidad de un
engaño. Los hombres y mujeres con esta personalidad tienden a creer
que los demás experimentan las mismas tentaciones que ellos, y sus
sospechas reflejan en realidad sus propios deseos o fantasías eróticas.
El celoso obsesivo, por su parte, exhibe una típica intolerancia a la
incertidumbre. Aborrece la duda, y pretende tener siempre la certeza
absoluta de que no ha ocurrido aquello que teme. Por eso procura reconstruir en detalle el itinerario de su esposa, a veces con preguntas
casuales, con el propósito de confirmar que realmente estuvo donde
ella dice. O llama con cualquier pretexto al trabajo de su marido para
asegurarse de que está allí y no en otra parte. Claro que el obsesivo es
un prisionero de su propia necesidad de certeza, ya que ninguna
prueba le resulta suficiente. Por eso se ve impelido a indagar una y
otra vez con objeto de alcanzar una tranquilidad que sólo dura hasta
que le asalta nuevamente la duda.
El celoso inseguro está convencido de que es menos atractivo que el
promedio de los mortales. Desvaloriza su aspecto físico, su habilidad
social, su inteligencia, sus recursos económicos o cualquier otro
aspecto de su persona que a su juicio le hace poco interesante. Las
dudas que alberga acerca de su propio desempeño sexual, en
particular, explican gran parte de su desconfianza. Como no se
considera digno de ser amado, supone que su relación se mantiene en
un equilibrio inestable, y cree muy probable que su compañero -o
14
compañera- se sienta atraído por otra persona. Sus temores revelan
claramente su escasa autoestima y la poca confianza que tiene en sus
posibilidades. Muchas de sus características son compartidas por el
sujeto competitivo, para quien todo es cuestión de ganar o perder. El
hombre o la mujer con esta personalidad se comparan permanentemente con sus semejantes. Detesta sentirse superado, y sus celos
reflejan la envidia que le despiertan los méritos ajenos, porque supone
que su pareja también lo está comparando.
La persona muy egocéntrica, por su parte, pretende que los demás
siempre estén pendientes de ella. Su frágil autoestima depende de
estar en el centro de la atención ajena, y le molesta bastante pasar
desapercibida. En una relación sentimental se torna muy absorbente,
porque exige de su compañero permanentes pruebas de amor e
interés. Sus celos van más allá de las clásicas sospechas de infidelidad;
los amigos del ser amado, su trabajo, sus hobbies o cualquier otra
tarea que le robe su atención le provocan disgusto y contrariedad.
Claro que estas variantes no resultan necesariamente patológicas. En
alguna medida, los rasgos descritos pueden estar presentes en sujetos
normales, y es sólo su exageración lo que les otorga un carácter
enfermizo. Hemos visto, por ejemplo, que la tendencia a atribuir a los
demás los propios impulsos explica muchos celos incomprensibles. Sin
embargo, este fenómeno es bastante común. Cuando observamos
que alguien llora, por ejemplo, solemos pensar que se encuentra
angustiado porque eso es lo que sentimos nosotros cuando lloramos.
Si nos enteramos de que ha recibido una buena noticia y de que normalmente reacciona con llanto ante los sucesos felices, podremos
corregir nuestra primera impresión. Pero a falta de una información
más precisa, interpretamos la conducta ajena como impulsada por
móviles similares a los nuestros. Otro tanto ocurre con el celoso que
atribuye a su pareja tentaciones similares a las que él mismo
experimenta.
15
Claro que en ciertos casos los celos revelan un trastorno más serio de
la personalidad, que requiere incluso un tratamiento especializado.
Pero aun sin llegar a tales extremos, los celos excesivos expresan más
las carencias psicológicas del celoso que el amor que profesa hacia su
pareja. Y paradójicamente, con frecuencia generan fricciones,
provocan resentimientos y deterioran el vínculo que pretenden
proteger.
16
LAS ATRACCIONES FATALES
Nos referimos a aquellas que hacen tambalear un matrimonio o un
noviazgo estable, que siembran dudas en un miembro de la pareja y lo
llevan a cuestionarse el mantenimiento de su relación formal. Como
ocurre siempre con los problemas humanos, en particular cuando se
trata de situaciones tan complejas, no es posible generalizar ni
describir casos «típicos» sin correr el riesgo de simplificar demasiado
aquello que pretendemos describir. Con todo, algunos hechos se
repiten con la frecuencia suficiente como para mencionarlos aquí, sin
perder de vista que cada historia es única e irrepetible.
Erich Fromm distingue claramente el acto de enamorarse, que describe como el «súbito derrumbe de las barreras que existían hasta ese
momento entre dos desconocidos»1, del vínculo maduro y estable que
se desarrolla después. Y es que la experiencia inicial de enamorarse es
efímera por naturaleza. Lo fascinante en ella es el descubrimiento del
otro, el surgimiento de un vínculo nuevo, el despertar de un
sentimiento que antes no existía. Pero el enamoramiento es un estado
transitorio que no puede mantenerse en forma indefinida. Una vez
que las barreras se derrumbaron y que el desconocido se transformó
en un personaje familiar, ya no hay mucho para descubrir y la
fascinación inicial disminuye. Por eso no es extraño que un hombre o
una mujer felizmente casados puedan ser víctimas de una nueva
atracción, más o menos fatal. Una vez que han cedido las pasiones
iniciales del noviazgo, él o ella pueden pasar otra vez por la
experiencia de enamorarse y vivir la emoción de un nuevo romance.
Claro que la armonía conyugal también influye. Si nuestro matrimonio
atraviesa un momento difícil es más probable que nos embarquemos
1
«El Arte de Amar», Ed. Paidós, 1966.
17
en una relación extramatrimonial. Cuando tenemos necesidades que
no están cubiertas -de afecto, sexo o compañía- estamos
especialmente predispuestos a caer en tentaciones y a alimentar
fantasías que en otro momento dejaríamos pasar. Pero la dinámica del
enamoramiento que acabamos de explicar permite desvirtuar la
creencia popular de que la infidelidad siempre refleja carencias del
matrimonio o insatisfacciones con la pareja oficial. Como vimos, el
amor maduro que caracteriza a los vínculos estables no nos pone a
cubierto de la fascinación que sobre nosotros ejerce la novedad. Sólo
nos queda el pobre consuelo de pensar que el príncipe o la princesa
que hoy nos cautiva también perderán su embrujo con el paso del
tiempo.
Otro mito común en torno a las atracciones inesperadas consiste en
explicarlas sólo por la aparición de la persona indicada. «Todo estaba
bien hasta que apareció esa mujer», se afirma a veces de manera
bastante ingenua. Sin embargo, el nuevo enamoramiento no depende
sólo del encuentro con una persona especial. Hay que considerar
también la mayor o menor vulnerabilidad del marido o la esposa
seducida que puede atravesar una crisis personal y estar, por eso
mismo, particularmente afín a iniciar una aventura. En algunos casos,
un amante permite al sujeto infiel demostrarse a sí mismo que aún es
capaz de seducir a otra persona. Sobre la mitad de la vida, estas
conquistas pueden alejar momentáneamente el fantasma de la vejez
que acecha a la vuelta de la esquina.
En otros casos, el cambio de pareja se inscribe dentro de un proyecto
de renovación total: cambio de trabajo, de vivienda y hasta de valores.
El hombre o la mujer hacen un balance de sus logros, revisa lo que ha
dado y lo que ha recibido y modifica radicalmente sus esquemas de
vida. En ese panorama teñido por el cambio y la renovación, es posible
que la vieja estructura familiar también sucumba ante la necesidad de
nuevas experiencias. Sin llegar tan lejos, a veces el crecimiento de uno
de los cónyuges le lleva a desarrollar nuevas inquietudes que no
encuentran respuesta en un marido o una esposa que se ha estancado
18
en sus intereses habituales. Podríamos continuar describiendo
situaciones personales que predisponen a la infidelidad, pero las
anteriores son suficientes para demostrar que este fenómeno no se
explica sólo porque entre en escena el hombre o la mujer adecuada: la
persona que sucumbe al amorío debe atravesar además un momento
receptivo.
La vulnerabilidad a las atracciones fatales pasa también por la
personalidad básica del miembro «infiel». Los sujetos extrovertidos,
impulsivos e inconstantes que se aburren con facilidad y buscan
siempre nuevas experiencias, son más proclives a dejarse impresionar
por las personas interesantes que acaban de conocer. Como
contrapartida, también se aburren fácilmente de sus ocasionales
amantes. Los típicos introvertidos, en cambio, son más reflexivos y
menos espontáneos. Se entusiasman con menos frecuencia y en
general piensan bastante antes de encarar una relación comprometida. Sin embargo, sus sentimientos tienden a perdurar en el
tiempo y las relaciones que establecen pueden ser difíciles de
interrumpir.
La figura del amante que completa el triángulo también debe ser
desmistificada. No se trata siempre de la «femme fatale» o del
caballero de la reluciente armadura. Como ocurre con todos los
enamoramientos, legítimos o no, la persona amada puede ser idealizada durante las primeras fases de la relación. Los vínculos más
sólidos, aquellos que van más allá de una aventura ocasional, se
establecen por lo general entre personas que comparten actividades o
intereses comunes como colegas o compañeros de trabajo, y no
necesariamente con mujeres fatales o irresistibles donjuanes. De paso,
también es útil desvirtuar la idea de que la atracción sexual es la única
o la principal motivación para enredarse en relaciones prohibidas. El
encuentro sexual casi siempre forma parte de estos amoríos, pero en
muchos casos no es el motivo principal del «enganche» ni el más difícil
de superar. Existen casos en que la relación es totalmente platónica y
se prolonga en el tiempo, con la consiguiente carga de culpa y
19
perturbación. Tradicionalmente se afirma que las mujeres infieles se
involucran por razones afectivas, mientras que los hombres son más
sensibles a una atracción puramente sexual. Al igual que otras reglas,
esta resulta bastante esquemática y admite más de una excepción, si
bien puede considerarse acertada en la mayoría de los casos.
En síntesis, la infidelidad es un fenómeno complejo que reconoce
múltiples causas. La fascinación por la novedad hace posible un nuevo
enamoramiento, aun cuando la relación estable resulte satisfactoria.
Las carencias y conflictos del matrimonio, aunque no resultan
imprescindibles, pueden llevar al miembro frustrado a buscar fuera de
su casa lo que no encuentra en ella. Lo que busca no siempre es sexo
apasionado: en ocasiones la afinidad intelectual con otra persona o el
sentirse valorizado y necesitado constituyen la motivación principal.
Las crisis de la mediana edad, el temor a envejecer y dejar de ser
atractivo y hasta el deseo de superar la rutina pueden aliviarse con la
excitación y el peligro que se viven durante una relación prohibida. Los
seres humanos somos sensibles a todas estas influencias, de modo
que la posibilidad de una relación extraconyugal siempre existe. Como
ocurre con otras transgresiones, la oportunidad hace al ladrón, de
modo que en este campo cierta dosis de precaución puede ser mejor
que una confianza ciega. Aquellos que deseen evitar tentaciones
harán bien en no exponerse a ellas. Y si bien perseguir al marido o a la
esposa puede ser la expresión de celos enfermizos, vale la pena
mantenerse alerta cuando él habla con devoción de su nueva
secretaria o cuando ella pasa mucho tiempo estudiando a solas con un
compañero a quien admira.
20
LA CONVIVENCIA SIN MATRIMONIO
¿Es conveniente casarse? Muchas parejas estables y bien avenidas se
formulan actualmente esta pregunta, y en muchos casos la respuesta
parece ser negativa, si consideramos el creciente número de hombres
y mujeres que conviven sin casarse. Nos referimos, claro está, a
quienes tienen la posibilidad de formalizar el matrimonio pero optan
por compartir sus vidas sin la tradicional consagración civil y religiosa.
La convivencia puede ser total -uno de los miembros de la pareja se
muda a la casa del otro-, o parcial, una forma de semiconvivencia en
que los involucrados pasan juntos varios días o los fines de semana
pero cada uno conserva su propia vivienda a la cual considera «su»
casa. A su vez, puede tratarse simplemente de una convivencia previa
al matrimonio, en el curso de la cual los novios ponen a prueba su
relación durante cierto tiempo, o de una convivencia definitiva que en
principio no se encara como la antesala de la boda sino como una
opción en sí misma. Estos modelos de relación, si bien no resultan
novedosos, constituyen hoy en día una alternativa bastante frecuente
después de los treinta años y sobre todo entre personas divorciadas.
Es obvio que esta forma de convivencia encierra una visión crítica del
matrimonio tradicional, ya que los integrantes de la cupla deciden unir
sus vidas pero rechazan la idea del casamiento, al menos por un tiempo. Pero, ¿por qué cuestionan estas personas la institución
matrimonial, tan arraigada en nuestra sociedad y tan enraizada en los
fundamentos judeocristianos de nuestra cultura? En concreto, ¿qué le
ven de «malo» al matrimonio convencional? Los partidarios de la
unión no legalizada suelen aludir casi siempre a las dificultades que
existen para disolver un matrimonio legal. Estas dificultades van más
allá de los engorrosos trámites judiciales, que implican la realización
de un juicio civil, la citación de testigos y otras instancias desagradables. Existen también obstáculos financieros, ya que normalmente
21
la economía de la pareja está unificada en torno a los ingresos del
núcleo familiar y no siempre es posible asegurar la subsistencia de los
cónyuges por separado. El tema de la vivienda, en particular, suele ser
muy difícil de resolver, o las soluciones resultan tan poco satisfactorias
como el mismo matrimonio en vías de disolución.
Los problemas derivados de los hijos en común resultan tan graves
que muchas parejas renuncian a divorciarse sólo por ese motivo.
Desde el mantenimiento de los hijos hasta las clásicas «visitas» de los
padres divorciados, todo ello constituye un trauma importante, tanto
para los cónyuges como para los propios chicos. Por todos estos
motivos, a los cuales debiéramos agregar las presiones familiares y la
censura social que a veces supone el divorcio, puesto que se lo percibe
como un fracaso, muchas personas se resignan a mantener un
matrimonio infeliz antes que separarse. La mayoría de estos
obstáculos no existen en la convivencia simple, lo cual estaría
indicando -al menos en teoría- que las uniones de este tipo se
mantienen porque existe un interés real en que ello ocurra, y no
porque resulte difícil disolverlas.
Junto a estos motivos lógicos y racionales para oponerse al
matrimonio, los concubinos pueden albergar temores o resistencias
psicológicas a legalizar su relación. El temor al compromiso, una forma
de claustrofobia emocional que aqueja a muchas personas, las obliga a
mantener siempre abierta una vía de escape. Cuando este es el caso,
sus temores no se limitan al casamiento sino que se extienden también a otras situaciones. A estos sujetos les resulta difícil hacer planes
que les comprometan ante sus semejantes, ya que sólo se sienten
cómodos cuando tienen la posibilidad de cambiar de parecer a último
momento. Por eso viven cualquier compromiso como una limitación
de su libertad.
La simple rebeldía -contra la sociedad, los padres o las estructuras
comúnmente aceptadas- es otro factor que lleva a algunos sujetos,
muchas veces jóvenes, a oponerse a la institución matrimonial.
22
Tampoco aquí la rebeldía y el oposicionismo se limitan al matrimonio,
sino que se manifiestan en otros planos. Las personas muy indecisas
que necesitan estar completamente seguras antes de tomar cualquier
decisión, también pueden encontrar riesgoso pasar por el registro
civil. Muchos temores y resistencias se relacionan con experiencias
previas del sujeto, por ejemplo un matrimonio anterior muy
complicado y desgastante que ha dejado sus huellas. El modelo de
pareja que conoció en su casa natal -padres separados, discusiones
violentas- puede tornar al individuo particularmente cauto al
enfrentarse a su propio matrimonio.
Cualesquiera sean las causas que motiven la decisión, la convivencia
sin matrimonio asume siempre características particulares. En general
se trata de una relación menos estable, donde la facilidad para separarse es mayor y de hecho la desvinculación es más frecuente que
entre las parejas casadas. Factores que normalmente interfieren con
la relación, por ejemplo las peleas y conflictos, la atracción de otras
personas, el simple hastío y el aburrimiento o el enfriamiento de los
sentimientos, que no suelen llevar a la disolución de un matrimonio,
pueden determinar la ruptura de estos vínculos. Aunque tal inestabilidad le ha valido críticas al modelo de convivencia que estamos analizando, sus defensores señalan que esto mismo hace más auténticas
las uniones no legalizadas, ya que con frecuencia el matrimonio formal
es sólo una fachada vacía de contenido.
Más que una moda pasajera, la convivencia sin matrimonio puede verse como la expresión del mayor individualismo que caracteriza a esta
época y del aflojamiento de los rígidos códigos morales del pasado. Las
personas se han tornado menos solidarias y más libres, es decir más
orientadas a hacer lo que les sirve o les conviene que lo que se debe o
se estila. Los valores ético-morales, las reglas tradicionales y los
preceptos religiosos tienen ahora menos fuerza, o se los relativiza con
mayor facilidad. Por eso la convivencia sin matrimonio no es un hecho
aislado; también se han incrementado otros fenómenos que reflejan
los mismos cambios de actitud: los «solos por elección» o la opción
23
por una pareja estable con la cual ni siquiera se desea convivir. La
mayor frecuencia de divorcios e incluso la tendencia a tomar
precauciones antes de casarse, realizando separación de bienes o
«capitulaciones matrimoniales», todo ello apunta a un mayor cuestionamiento del matrimonio tradicional y una disposición a encararlo en
forma más realista, menos sagrada y por ende más frágil que en el
pasado.
24
LA PAREJA EN COMBATE
Los conflictos y discusiones son un ingrediente habitual de la vida en
pareja. Ni la pasión del noviazgo, ni la madurez de un matrimonio
estable impiden los ocasionales enfrentamientos, aunque la mayoría
de las veces la sangre no llega al río y al poco tiempo todo vuelve a la
calma. Es inevitable que dos personas diferentes, con criterios y valores propios, tengan desavenencias al convivir y enfrentar juntas los
más variados problemas, desde cómo administrar los gastos de la casa
hasta dónde colgar las toallas húmedas después de tomar un baño. Sin
embargo, cuando las discusiones se tornan muy frecuentes o culminan
en mutuas agresiones, el nido de amor corre el riesgo de
transformarse en un campo de batalla. Cabe preguntarnos entonces
qué lleva a dos personas que supuestamente se quieren y que han
decidido compartir el resto de sus vidas, a enfrentarse por asuntos
triviales o de relativa importancia. Para empezar, ¿cómo se desarrolla
una discusión hasta culminar en una pelea?
Típicamente, el marido o la esposa formula un reproche o un reclamo
del tipo: «siempre el mismo desconsiderado; ¿por qué no me avisaste
que llegabas tarde? No te importa dejarnos esperando con la cena
pronta». En ocasiones es el tono acusador, más que el mensaje en sí,
lo que irrita a la otra persona: «los niños ya tendrían que estar en la
cama...». Acto seguido, el aludido suele defenderse justificando su
conducta: «te dije que tal vez se prolongara la reunión...», o contraataca trayendo a colación un incidente del pasado: «la semana pasada
fuiste a lo de tu madre y cuando llegué todavía no habías regresado».
La velada acusación de no haber acostado a los chicos, por su parte,
puede responderse eficazmente devolviendo el golpe: «¿por qué no
los acostás vos?», o apuntando directamente a la incoherencia del
acusador con un sarcástico: «ayer tenías ganas de jugar con ellos y no
me dejaste acostarlos; hoy estás cansado y te quejás porque están
25
levantados». En cualquier caso, la réplica no se hace esperar; al poco
rato, ambos contendientes han olvidado el motivo original de su
disputa y están intercambiando acusaciones sobre temas que nada
tienen que ver con el asunto inicial.
Un examen detenido de este proceso revela importantes errores en la
comunicación. Plantear las discrepancias en forma de crítica o
reproche suele inducir al otro a defenderse y contraatacar. Los
pedidos directos del tipo: «cuando llegás tarde y no me avisás, no sé si
darle la cena a los chicos o esperarte. Yo sentiría que te preocupás por
mí si me avisaras de alguna manera. Podrías pedirle a tu secretaria
que me llamara antes de irse, por ejemplo, o llamarme vos mismo
antes de empezar la reunión. ¿Qué te parece? ¿Podrías hacer eso?» La
idea es formular pedidos concretos en lugar de retar o rezongar al
cónyuge. Mientras que los pedidos se formulan en un tono neutral,
del tipo «resolvamos un problema», los reproches se plantean con un
tono de acusación y censura que suele provocar más irritación que
deseos de cambiar. Los pedidos se formulan de aquí para adelante,
mientras que el intercambio de acusaciones se centra en los errores u
omisiones que ambos han cometido en el pasado.
El modo como se plantean las discrepancias refleja el objetivo con que
se encara la discusión. Los pedidos concretos se proponen conseguir
un cambio en la conducta de la otra persona, mientras que las
censuras y reproches procuran demostrarle que está equivocada y
hacerle reconocer sus culpas. Como ambos objetivos suelen ser
incompatibles, los cónyuges que aspiren a modificar la conducta de su
pareja deberán limitarse a solicitar los cambios que desean y dejar de
apabullar al otro con argumentos destinados a probar quién tiene
razón.
Aunque las discusiones surgen a partir de problemas cotidianos,
siempre es útil descubrir cuál es el verdadero motivo del malestar. En
efecto, las peleas por temas triviales reflejan con frecuencia
preocupaciones o temores más amplios. La pregunta central es: ¿qué
26
significado le atribuye cada uno al suceso por el que discuten? Si ella
está molesta porque él volvió tarde del trabajo cuando se había
comprometido a llevarla al supermercado, sus quejas podrían reflejar
un temor a que él ponga su profesión por encima del hogar y la
familia. Tal vez ella se casó con la expectativa de que para su esposo la
casa iba a ser lo primero. El supuso, en cambio, que ella iba a ocuparse
de las tareas domésticas para que él pudiera cumplir con sus obligaciones. Para este hombre, la manera «correcta» de demostrar amor
consiste en dedicarse largas horas al trabajo, porque ese es el modelo
que tuvo en su propia familia. Lo que para él es un comportamiento
responsable, es interpretado por su esposa como una señal de que
ubica a la familia en un lugar secundario. Ella se queja por el retraso,
pero detrás de sus quejas existe un temor no expresado a que su
marido la relegue a un segundo plano. A esta altura es fácil ver que
detrás de una discusión aparentemente trivial se está jugando otro
partido.
Este choque de expectativas tiene lugar cuando la pareja convive
durante algún tiempo. Una vez superada la idealización y la fascinación iniciales que ocurren durante el noviazgo, cada uno comienza a
descubrir que su pareja no se ajusta exactamente a la imagen que
inicialmente se había formado de él o de ella. Cada cual tiene su
propia idea del rol que debe desempeñar su cónyuge, y cuando
percibe que el otro no comparte sus criterios de convivencia
comienzan a aflorar sus temores e inseguridades básicas. A los
hombres, por ejemplo, les preocupa no sentirse necesitados, apoyados, respetados o dignos de confianza. Muchas mujeres temen dejar
de ser especiales para sus maridos, o ser desvalorizadas. En este
punto, la persona se torna hipersensible a cualquier acción u omisión
de su compañero que confirme sus temores esenciales. Como hemos
visto, un simple retraso puede ser tomado como una señal de que «a
él no le importa mucho la familia, y cada vez podré contar menos con
él»; él, por su parte, puede ver en los reproches de su esposa un
intento de controlarlo o dominarlo, si esos son sus propios temores.
Aunque la discusión se desarrolle en torno al retraso, el problema real
27
no es sólo que se enfría la cena o que quedaron sin hacer las compras
en el supermercado. Y cuando este tipo de desencuentros se repiten,
es necesario hacer una lectura adecuada de los verdaderos motivos de
la pelea si se pretende avanzar en la resolución de los conflictos.
28
LOS CICLOS DEL AMOR
Resulta doloroso admitirlo, pero parece que hombres y mujeres no
podemos llevarnos siempre bien. La simple observación de los
matrimonios que conocemos -incluyendo el propio, si ése es el casonos permite apreciar un fenómeno típico de la convivencia: las parejas
atraviesan períodos en que la relación parece marchar sobre ruedas,
alternados con otros en que los miembros de la cupla están dispuestos
a pelear por cualquier motivo. De hecho, la probabilidad de que una
desavenencia se olvide rápidamente o que dé lugar a una escalada de
agresiones, depende más del momento en que se produce que del
motivo de la discusión. En otras palabras, cuando la pareja pasa por un
período de distensión es más probable que el inconveniente se
minimice o se deje pasar. En un clima hostil y de enfrentamiento, en
cambio, cualquier desencuentro -por intrascendente que sea- puede
encender la mecha de una pelea dolorosa.
¿Por qué las relaciones hombre/mujer atraviesan estos ciclos? O más
exactamente, ¿cómo se entra y se sale de ellos? En toda pareja, la
conducta de cada miembro está determinada en buena medida por el
comportamiento del otro. Las demostraciones de afecto y cariño, la
disposición a complacer al compañero y a tener pequeñas atenciones
con él o con ella, suscitan en la otra parte una disposición similar. Por
ese motivo, el ciclo favorable tiende a mantenerse hasta que algún
incidente genera un malestar bastante importante como para alterar
la paz. A partir de allí, se invierte el proceso y se instala la fase
negativa: las críticas y reproches cosechan agresiones similares; el
silencio de una parte genera frialdad y alejamiento en la otra y el clima
se mantiene tirante sin demasiado esfuerzo. Con el tiempo, disminuye
la hostilidad que cada uno exhibe y la distensión gana terreno una vez
más.
29
En otros casos, la irritabilidad y el mal carácter de uno de los cónyuges
se originan en problemas ajenos a la relación en sí. El marido que llega
a su casa frustrado y contrariado por sus dificultades laborales, puede
descargar su agresividad atacando a su esposa. Cualquier
contratiempo hogareño o el más mínimo entredicho constituyen un
pretexto para desahogar su irritación. Otro tanto puede ocurrir con la
esposa agobiada por las tareas domésticas o disgustada por incidentes
en su propio trabajo. En cualquiera de estos casos, la defensa airada
del miembro atacado alimenta el intercambio de agresiones y marca
el comienzo de las hostilidades.
De modo que los períodos de «amor y desamor» tienden a mantenerse a sí mismos y hasta cierto punto resultan inevitables. Pueden ser
más o menos frecuentes, variar en duración e intensidad pero siempre
ocurren. Aquí, como en otras situaciones humanas, lo único
permanente es el cambio. Sin embargo, no estamos totalmente a
merced de los vaivenes de la vida: siempre es posible ejercer algún
control sobre las fluctuaciones de la convivencia. El mismo hecho de
percibir a la relación como un fenómeno cambiante ayuda a
desarrollar expectativas realistas sobre el matrimonio, y a tomar los
períodos negativos como parte de una dinámica normal. Permite
relativizar en parte los desencuentros y tolerar mejor las frustraciones
del diario vivir.
Como ya hemos señalado, el ambiente que se vive en un momento
dado es crucial para determinar el resultado de una discusión. La
conclusión práctica es que conviene efectuar los planteos difíciles en
los momentos propicios, en lugar de presentar nuestras quejas en un
clima caldeado y hostil. Aunque este principio parece obvio y
elemental, la mayoría de las personas hacen precisamente lo
contrario: expresan su desacuerdo y exigen cambios en el
comportamiento del otro cuando se encuentran disgustadas o cuando
acaban de discutir. De ese modo, planteos o pedidos que en otro
momento podrían haber sido complacidos recogen una oposición
cerrada, fruto de la tensión y el resentimiento que se respira en esa
30
ocasión. Se instala entonces la típica secuencia de agresión - defensa contraataque que prolonga la fase negativa de la convivencia. En los
días críticos, entonces, conviene abstenerse de discutir o de negociar
sobre temas polémicos. Esto no implica renunciar a nuestros deseos y
pretensiones; significa sólo diferir la conversación para una
oportunidad más propicia.
La mayoría de las parejas que buscan asesoramiento -y probablemente muchas de las que no piden ayuda- se preguntan qué están
haciendo mal. Quieren saber por qué se embarcan en conflictos
dolorosos que desgastan su relación y cómo evitar los desagradables
períodos de malestar y tensión. Sin embargo, cuando los miembros de
la pareja atraviesan una etapa romántica o al menos un tiempo de paz
y tranquilidad, no suelen preguntarse «qué están haciendo bien». De
hecho, se sorprenden cuando el terapeuta les formula esta pregunta,
porque suponen que deberían llevarse bien «naturalmente», sin hacer
nada especial. Lo cierto es que la armonía no se consigue por
casualidad. Aunque los cónyuges no sean conscientes de lo que hacen
para vivir una fase positiva, la misma se mantiene porque cada uno de
ellos satisface, de alguna manera, las expectativas del otro. El tomar
conciencia de las pequeñas cosas mediante las cuales se complacen
mutuamente, les permite adquirir mayor control sobre la relación y
prolongar los períodos de bienestar.
Los factores que alteran la paz y marcan el comienzo de las
hostilidades son propios de cada pareja. Como ya hemos señalado2, es
necesario examinar en detalle los incidentes que generan irritación o
disgusto, porque muchas veces no es «lo que el otro hace o deja de
hacer» lo que molesta, sino el significado que le atribuye el miembro
ofendido. Una esposa, por ejemplo, puede molestarse porque su
marido no le comenta sus problemas financieros o las dificultades que
enfrenta en el trabajo. Su disgusto, en realidad, obedece al modo
como interpreta el silencio o las evasivas de su esposo: «no le interesa
2
«La pareja en combate», pág. 25.
31
compartir sus problemas conmigo; no me tiene en cuenta para nada».
Sin embargo, es posible que él prefiera evitar el tema simplemente
porque le angustia, o que no quiera preocuparla, o incluso que tema
las críticas de ella. A su vez, las interpretaciones equivocadas de la
esposa se apoyan en incidentes anteriores -«tampoco me contaba sus
problemas familiares»- y constituyen la verdadera causa de su
malestar.
Detrás de estos malentendidos es común encontrar temores y
ansiedades básicas, como el miedo a ser desvalorizado o abandonado.
La persona que alberga tales temores se torna muy susceptible al
supuesto desinterés de su pareja, o al hecho de no ser tomada en
cuenta. Su propia inseguridad la lleva a ver descalificaciones donde no
las hay, y a formular reproches y acusaciones inoportunas. El acusado,
por su parte, no tiene conciencia de que su propio comportamiento
afecta la autoestima de su pareja, y atina más bien a defenderse que a
investigar la verdadera causa de la crítica. A partir de allí se instala la
espiral agresiva.
El análisis de estos y otros bloqueos en la comunicación se lleva a cabo
durante el asesoramiento matrimonial. Sin embargo, todas las parejas
pueden encontrar útil conocer la evolución cíclica de su relación e
identificar los incidentes críticos que determinan el comienzo de una
etapa negativa. Y como hemos dicho, resulta muy conveniente
identificar también los factores que mantienen y prolongan los
períodos favorables, porque no hay nada tan bueno que no pueda ser
mejor.
32
COMO DECIR ADIOS
Hay quien afirma que el amor nunca muere del todo, y que donde
fuego hubo cenizas quedan. En la práctica, sin embargo, los vínculos
de pareja no siempre responden a esa expectativa romántica, y
aquellos que han sido amantes ardientes enfrentan a veces la
desagradable perspectiva de una separación.
Tal vez lo primero que deba preguntarse quien tenga dificultades para
concluir una relación, es si en realidad está dispuesto a terminarla.
Algunas personas amenazan con la ruptura como forma de manipular
o de castigar a su pareja, o para tomar represalias por incidentes
anteriores. En esos casos el adiós es una expresión de la ira o el
resentimiento, más que una decisión meditada. Quien así procede,
puede quedar prisionero de sus propias amenazas y encontrarse ante
la necesidad de poner en práctica una decisión que no pretendía
tomar. Por tal motivo, el planteo de una separación debe ser el fruto
de una reflexión seria, y no un recurso para ajustar cuentas
pendientes o para demostrarle a él o a ella nuestro disgusto. Aun así,
decir adiós siempre es un trance difícil y con frecuencia surgen
dificultades a la hora de hacer las valijas.
Digamos primero que el tipo de despedida depende de hasta qué
punto se deterioró la relación. Si la pareja ha llegado a un estado de
enfrentamiento, con mutuas agresiones durante un lapso prolongado,
el adiós suele ser tan violento como la misma convivencia. En estos
casos, el consejo más sano es aceptar lo irreversible y terminar el
vínculo cuando todavía es posible hacerlo en forma civilizada. La
mayoría de las parejas, sin embargo, se separan después de lo que
debieran. A veces continúan viviendo durante años la tortura de una
relación plagada de agresiones o sumida en la fría indiferencia, antes
de asumir la realidad de que su matrimonio no existe.
33
Claro que el adiós más difícil es aquél que debe decirse cuando la otra
persona no desea separarse. La parte que se resiste presiona, insiste,
amenaza con tomar medidas drásticas o se niega de plano a aceptar
que todo ha terminado. En estos casos no hay técnicas ni recetas
capaces de evitar el mal momento de la separación, si bien es posible
corregir algunos errores que hacen aún más traumática la despedida.
Algunos de ellos, con sus respectivas sugerencias se resumen a continuación.
No conviene discutir en este momento si está bien o no separarse.
Antes de tomar la decisión es útil cambiar ideas y evaluar las distintas
alternativas; pero si usted ha resuelto ya poner fin a la relación, no
tiene por qué seguir fundamentando su decisión. No necesita convencer a la otra parte de que está haciendo lo correcto. Tal vez él o ella
nunca esté de acuerdo con su elección, y no por eso debe seguir
posponiéndola.
Tampoco es útil discutir acerca de quién fue el culpable del lamentable
desenlace. Muchas personas se embarcan en dolorosas peleas a la
hora de separarse, porque desean dejar en claro que «hicieron todo lo
posible» o que su decisión es el resultado de lo que el otro hizo o dejó
de hacer. Sin embargo, no es este el momento de buscar culpas. El
único objetivo, en esta etapa, es comunicar la decisión y ponerla en
práctica, no dejar bien parada la propia imagen ni evadir la
responsabilidad por el fracaso.
Uno puede comprender el dolor de quien hasta ese momento fue su
pareja, e incluso ayudarle a enfrentar el momento difícil, pero en
última instancia eso es algo que deberá encarar y resolver la persona
abandonada. Es su problema, no nuestro. No debemos renunciar a
nuestro derecho a terminar un vínculo para evitar el sufrimiento del
otro. Además, una relación se edifica sobre el amor y el deseo de estar
juntos, no sobre la lástima.
34
Otro punto difícil es cuándo irse. Siempre es mejor enfrentar la
situación, por más dolorosa que sea, que alejarse en forma brusca o
inesperada, dejando una carta sobre la mesa. Por otro lado, tampoco
es bueno posponer la partida indefinidamente, con lo cual sólo se
consigue enviar mensajes contradictorios y prolongar la agonía. Lo
adecuado es hacer el planteo, darle tiempo a la otra parte para
asimilar la decisión -reiterándola varias veces, si es necesario-, arreglar
posteriormente los detalles y finalmente irse. Cuando la decisión es
imprevisible para la persona abandonada, puede resistirse a aceptarla
en una primera etapa, por lo cual es necesario insistir poco después
con el planteo, con consideración pero con firmeza.
Hay que asumir que el adiós siempre es traumático, aun cuando uno
tenga muy clara su decisión. La ruptura se vive siempre como una
pérdida y el dolor es inevitable. La pena y la desazón que embargan
casi siempre a quien termina un vínculo afectivo, no indican
necesariamente que esté a punto de cometer un error. Es el duelo por
lo que ha sido, mal o bien, una etapa de la vida compartida, y es
normal experimentar una desagradable sensación de pérdida. La
evaluación de hasta que punto fue conveniente la decisión sólo puede
hacerse con tiempo y nunca en el momento de la partida.
Claro que no todas las personas viven la separación con la misma
angustia. A los sujetos dependientes, en particular, les resulta difícil la
ruptura de cualquier vínculo, aun cuando lo vivan como una tortura.
Los depresivos crónicos, pesimistas por naturaleza, suelen magnificar
las consecuencias de la separación y suponen que sufrirán
eternamente. Los individuos obsesivos, que suelen bloquearse a la
hora de tomar decisiones, pueden darle vueltas y más vueltas al tema
en su afán de elegir el camino correcto o el momento oportuno. Y
aunque el sujeto no exhiba regularmente estos rasgos de
personalidad, puede encontrar igualmente difícil encarar la despedida
si no está preparado para enfrentarse a sus propias dudas y a la sensación de vacío que casi siempre nos deja el adiós.
35
EL SEGUNDO MATRIMONIO
Cuando el divorcio ha sido el epílogo de la primera unión, ¿se encara
en forma diferente un segundo matrimonio? Los hombres y mujeres
que inician una nueva experiencia conyugal, ¿consiguen mantener un
vínculo más duradero, o suelen repetir los errores que cometieron en
la primera ocasión? Los factores que influyen en la evolución de un
matrimonio son tan variados, que es muy difícil hacer un pronóstico
general para las segundas uniones. Debemos reconocer, sin embargo,
que un nuevo matrimonio cuenta con algunas ventajas que lo tornan
más resistente a los embates de la convivencia. Las diferencias no
dependen sólo de poseer una experiencia anterior; el segundo
matrimonio ocurre por lo general a una edad más avanzada, por
ejemplo en la tercera o cuarta década, y en ese momento se abordan
de otro modo las decisiones importantes, tanto en el plano afectivo
como en otros campos.
En primer lugar, las motivaciones para contraer matrimonio difieren
en las distintas etapas de la vida. Los jóvenes y las chicas veinteañeras
no se cuestionan en general la idea de casarse. Los mensajes que han
recibido de sus padres, comenzando por el hecho de que se han
educado en el seno de una familia, así como la influencia de una
sociedad donde lo normal es precisamente contraer matrimonio, les
llevan a concebir el casamiento como una parte natural de su proyecto de vida. Para ellos, el problema no es si deben casarse o no sino
con quién hacerlo. Pero en el entorno de los cuarenta, luego de haber
cumplido con el precepto de formar una familia, las presiones sociales
para contraer nupcias no son tan acuciantes. Para el propio sujeto
tampoco resulta urgente encarar un nuevo matrimonio, en particular
si ya tiene hijos. En esta etapa, la decisión de volver a casarse no está
tomada de antemano; surge como resultado de haber constituido un
nuevo vínculo afectivo. Así, mientras que la motivación para el primer
matrimonio precede al encuentro de la pareja -es decir: el joven quiere
casarse y busca la persona adecuada-, en el caso de la segunda unión
36
el interés por formalizarla surge después de haber encontrado una
pareja satisfactoria.
Por regla general, la elección de pareja también se basa en valores
diferentes. En el adulto joven, el enamoramiento y la fascinación inicial
suelen ser los factores determinantes. La decisión de casarse se apoya
más en aspectos sentimentales y afectivos y menos en una evaluación
racional del futuro cónyuge. Son los padres, con frecuencia, quienes
piensan si ese matrimonio resultará conveniente para su hijo o para su
hija. Los novios están más interesados en lo que sienten por su pareja,
a quien a menudo idealizan y por lo tanto juzgan con poca objetividad,
en particular cuando se trata de noviazgos cortos.
El hombre y la mujer maduros también son sensibles a la química del
amor, pero antes de formalizar una relación se preguntan hasta qué
punto esa persona resultará una compañía apropiada para el resto de
sus vidas. La posición social del futuro cónyuge, sus hábitos de trabajo,
su afinidad por la vida hogareña, su condición de buen padre y valores
tales como la honestidad, responsabilidad y solidaridad, se toman en
cuenta con más frecuencia a los cuarenta o cuarenta y cinco años que
a los veinte o veintidós. A esa edad también es más común la convivencia previa o algún modelo intermedio en que los miembros de la
pareja pasan juntos algunos días o los fines de semana. El resultado es
un conocimiento más realista del compañero, que permite tomar la
decisión de casarse sobre bases más sólidas. Típicamente, el sujeto
que se divorcia se vincula afectivamente con varias personas antes de
que una de ellas le resulte lo bastante apropiada, y recién entonces se
propone encarar una relación definitiva. Sin que suponga ninguna
garantía, es fácil ver que este proceso tiene mayores probabilidades
de culminar con éxito que la elección inexperiente de un joven
enamorado.
Por supuesto que hay factores individuales capaces de empañar o
confirmar este pronóstico alentador. Los individuos con buena
autocrítica, capaces de reconocer sus errores y asumir la respon-
37
sabilidad que les corresponde por el deterioro de su primer matrimonio, están mejor preparados para afrontar una segunda experiencia sin repetir equivocaciones. Por el contrario, aquellos que insisten
en atribuir todas las culpas a su ex marido o a su ex esposa corren el
riesgo de cometer nuevamente los mismos errores. Como ocurre con
otros proyectos, la vida nos enseña a ser más flexibles y tolerantes al
comprobar que no siempre conseguimos aquello que buscamos. El
hecho de haber vivido un matrimonio y otros vínculos antes del actual,
va moderando nuestras expectativas y nos predispone a aceptar
situaciones que años atrás hubiéramos rechazado. Sin caer en un
conformismo excesivo y poco digno, este proceso nos permite
adaptarnos con mayor facilidad a la persona con quien nos
proponemos convivir.
Claro que para evolucionar en este sentido es necesario poseer la
suficiente capacidad de aprendizaje como para modificar nuestros
hábitos de convivencia. Quienes aprovechan sus experiencias
anteriores, suelen abandonar por ejemplo las luchas por el poder que
emprendieron con otras parejas, o renuncian sabiamente a los
intentos de controlar y dirigir la vida del otro. Aprenden también a
esperar menos de la relación, sabiendo que el matrimonio no va a
realizar todas sus ilusiones ni a cubrir todas sus necesidades.
Comprenden que las discrepancias y desencuentros resultan
inevitables en cualquier relación estable, y saben que en muchos casos
no podrán llegar a un acuerdo. Los juicios radicales del tipo «mi
matrimonio es pésimo o excelente», «él o ella es fantástica o
despreciable» y otras conclusiones absolutas, son más comunes en la
juventud que en la edad madura, cuando comienzan a predominar las
posturas intermedias ante los acontecimientos de la vida -incluido el
matrimonio. Y es obvio que tal actitud favorece el mantenimiento de
las relaciones estables.
Cuando la personalidad es demasiado rígida, por ejemplo en el caso de
sujetos muy inflexibles y autoritarios, el paso del tiempo agrava con
frecuencia estos rasgos y el pronóstico de los futuros vínculos
38
amorosos es reservado. Otro tanto ocurre cuando la mujer o el
hombre sumiso e inseguro se va tornando cada vez más complaciente,
ya que también la segunda vez puede tener dificultades para afirmar
su individualidad en la relación. Los individuos muy dependientes que
no toleran la soledad pueden llegar a casarse sólo para obtener
compañía, o mantener vínculos que les resultan claramente
destructivos por temor al desamparo que les evoca la separación.
Algunas personas muy perturbadas por los conflictos de su primer
matrimonio, pueden tomar precauciones innecesarias la segunda vez
por creer que corren idénticos riesgos. Este es el origen de
comportamientos agresivos: «conviene dejar claro quién manda» o
demasiado rebeldes: «no hay que dejarse dominar».
La relación con los hijos del matrimonio anterior es un problema que
no existe cuando se trata para ambos de la primera unión. Este es un
factor capaz de distorsionar un vínculo por lo demás satisfactorio, y
que requiere una elevada dosis de madurez y considerable capacidad
de adaptación. Una correcta y sostenida comunicación resulta aquí
indispensable para dar y recibir las aclaraciones necesarias que
permitan descomprimir un área potencial de tensión. Tal
comunicación debe incluir los celos y temores a sentirse desplazado
por los hijos del cónyuge, y debe apuntar a definir con claridad el rol a
desempeñar por cada uno en la nueva familia, preferentemente antes
de constituirla.
En conclusión, existen buenos motivos para ser optimistas en relación
a un segundo matrimonio, debido a los cambios psicológicos de la
madurez y al aprendizaje realizado a partir de anteriores relaciones.
Esto es así sobre todo para los sujetos razonablemente adaptados y
estables, quienes pueden esperar que un segundo matrimonio los
encuentre mejor preparados. Aquellos cuya personalidad neurótica les
impide evolucionar y crecer internamente, se ven impulsados a
mantener sus hábitos inconvenientes y a encarar del mismo modo sus
futuras relaciones, a menos que cuenten con un apoyo psicológico
apropiado.
39
TERAPIA DE PAREJA
¿Qué se puede esperar de una terapia de pareja? ¿Cómo consigue un
tratamiento de este tipo que los cónyuges resuelvan sus conflictos y
recuperen el afecto perdido? ¿Qué ocurre exactamente en el
consultorio del psicólogo?
Muchas de las parejas que me consultan no tienen una respuesta clara
a estas preguntas. Peor aún, suelen albergar expectativas equivocadas
acerca del objetivo de la terapia y del desarrollo de las sesiones. Por
tal motivo, he encontrado útil proporcionar a los consultantes un
resumen escrito de las características del tratamiento. En general, esto
nos ahorra tiempo y nos permite centrarnos en los problemas
específicos del matrimonio, compartiendo el mismo criterio de
trabajo. La siguiente es una adaptación de esas «instrucciones» que
permitirá al lector formarse una idea de cómo se conduce una terapia
conjunta, desvirtuando al mismo tiempo algunas nociones equivocadas.
Qué no es la terapia de pareja
Debido precisamente a esas nociones equivocadas, es útil comenzar
descartando los conceptos erróneos más comunes. La terapia
conductista de pareja no es una charla interesante sobre los conflictos
del matrimonio, ni un espacio para desahogarse de las frustraciones
sentimentales. Tampoco es una investigación de la infancia de los
cónyuges, ni de la relación que sostuvieron con sus respectivos padres,
para encontrar posibles traumas que expliquen las actuales dificultades de convivencia. Y por último, no es una especie de tribunal
donde cada cual expone sus razones y el terapeuta, a manera de juez,
dictamina quién tiene razón.
Qué es la terapia conductual de pareja
Es una oportunidad para aprender habilidades de comunicación,
negociación y motivación, con objeto de manejar mejor las desave-
40
nencias que han surgido o que puedan surgir en el futuro. Es un
espacio para identificar los mitos y fantasías con que cada uno ha
llegado al matrimonio, y sustituirlos eventualmente por expectativas
más realistas respecto a la otra persona y a la relación. Y también es
una ocasión para examinar la imagen negativa que cada uno se ha
formado del otro, y que sin darse cuenta procura confirmar a cada
momento. El propósito es desarrollar una visión más objetiva de
nuestro compañero o compañera.
De modo que la terapia no se dirige sólo a resolver los problemas
actuales, sino a capacitar a los consultantes para enfrentar las
dificultades que puedan surgir en el futuro. Se espera que cada
miembro de la pareja esté dispuesto a examinar su propia conducta y
el modo como encara las desavenencias conyugales, y a cultivar
estrategias más eficaces. En todos estos objetivos se destaca el
desarrollo de nuevas habilidades y la disposición a cambiar uno mismo
como requisito básico para la terapia. La pregunta que cada cual debe
formularse no es: «¿por qué él -o ella- actúa de ese modo?» sino:
«¿qué puedo hacer yo para ayudarle a cambiar su comportamiento?»
Cómo se desarrolla la terapia
Es ideal que concurran los dos a la primera entrevista. Sin embargo,
algunos terapeutas mantienen entrevistas por separado con ambos
cónyuges al comienzo de la terapia, con objeto de conocer la
motivación y las expectativas de cada uno. A veces se practica también
un estudio de personalidad a cada miembro de la pareja para
identificar sus modos habituales de relacionarse. Luego comienzan las
entrevistas conjuntas, en que pacientes y terapeuta conforman un
equipo de trabajo empeñado en resolver los problemas actuales y en
capacitar a los consultantes para abordar por sí mismos futuros
conflictos. En este proceso es que los miembros de la pareja examinan
las imágenes cerradas que cada cual se ha formado del otro, revisan
las expectativas que albergan respecto a la relación y aprenden
estrategias de motivación y negociación.
41
Se trata entonces de una terapia activa, donde el psicólogo o el
psiquiatra participan orientando a la pareja y asesorándola respecto a
la manera más apropiada de enfrentar sus dificultades. Por lo general
se asigna a los consultantes alguna tarea domiciliaria, tal como llevar
un registro de los cambios que se vienen operando -para que la
terapia no quede sólo en una declaración de buenas intenciones-, leer
algún material especialmente seleccionado y comentarlo, mantener
sesiones de diálogo programadas, etc. La frecuencia de las sesiones es
normalmente de una vez por semana, espaciándose las consultas
sobre el final del tratamiento. La duración es variable, pero
generalmente se extiende durante varios meses.
Respondiendo algunas preguntas
¿Siempre es posible resolver los conflictos de una pareja a través de la
terapia? No. En primer lugar, es necesario que ambos estén
interesados en mantener la relación. Si uno de los cónyuges ha
decidido separarse y concurre a la terapia sólo para hacerle el gusto al
otro, o para demostrarle que la relación no es viable, las
probabilidades de un resultado exitoso son muy escasas o nulas.
Además, ambos deben estar dispuestos a recibir asesoramiento y a
poner en práctica en su casa las sugerencias que se les brinda durante
las sesiones.
Por último, las diferencias no deben ser tan marcadas como para que
la armonía se consiga al precio de un gran renunciamiento de cada
uno a sus propias aspiraciones, en cuyo caso tal vez se eliminen los
conflictos pero a un costo muy elevado en términos de felicidad
personal.
¿Qué hacer cuando él o ella no quieren ir al terapeuta? En tal caso no
es posible una terapia conjunta. Tampoco es útil llevar engañado al
compañero, diciéndole que va para colaborar en el tratamiento del
otro cuando el propósito es «engancharlo» para sesiones conjuntas. Sí
puede concurrir el miembro dispuesto, y recibir asesoramiento
personal orientado a mejorar su relación de pareja, como de hecho
42
ocurre en muchos casos. Más tarde, el miembro reacio podrá asistir si
así lo desea.
Respondiendo algunas objeciones
«Yo no necesito terapia; la que tiene que ir al psiquiatra es ella -o
él». En la terapia de pareja lo que se examina es cómo interactúan los
cónyuges, no los problemas personales de cada uno. El objetivo no es
establecer quién está perturbado o equivocado, sino cultivar un estilo
de comunicación más eficaz. Se trabaja sobre la relación, no sobre las
personas, y cuando se sugiere a los consultantes que cambien su
manera de actuar no es porque se los considere equivocados, sino
porque las conductas alternativas que se proponen resultan más eficaces.
«Aprender a discrepar o a expresar sentimientos es artificial. Es más
natural actuar espontáneamente». La manera «natural» o
«espontánea» de reaccionar también fue aprendida en algún
momento, a partir de modelos familiares o de experiencias anteriores;
no nacemos con el hábito de retar al compañero, rezongarlo, insultarlo o lanzarle indirectas. Hemos aprendido esas estrategias a lo largo de
la vida, como también hemos aprendido a tomar revanchas y represalias. La terapia consiste en sustituir dichos hábitos por otros más
eficaces y convenientes. Es normal tener que practicar al ensayar una
nueva habilidad, tal como conducir un auto o teclear una máquina de
escribir, y las habilidades de comunicación no son excepciones. Pero
una vez que el hábito se ha consolidado, también se transforma en
algo espontáneo y «natural».
43
TERAPIA DE PAREJAS EN EL CTC
Terapia de Parejas en el
Centro de Terapia Conductual
Sesiones conjuntas dirigidas a mejorar la comunicación,
manejar desavenencias y desarrollar habilidades de negociación para alcanzar acuerdos y cultivar una convivencia armónica.
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44
Antes y después
de vivir en pareja
45
LOS SOLOS Y LAS SOLAS
En esta sección nos ocuparemos de los motivos por los cuales muchos
hombres y mujeres carecen de una pareja estable. En algunos casos se
trata simplemente de una elección personal: el sujeto prefiere
mantener vínculos ocasionales y evita las oportunidades de encarar
una relación formal. Un buen número de «solos y solas», en cambio,
sostiene que le gustaría dejar de serlo. Estos hombres y mujeres se
angustian por su situación y buscan a la persona con quien compartir
sus vidas, con el claro propósito de formar una familia. Con frecuencia
esta búsqueda se prolonga durante años, y los «solos» cosechan
frustraciones que los llevan a la depresión y el desánimo. Curiosamente, algunos de estos sujetos desarrollan hábitos que interfieren con su
propósito de formar pareja, o mantienen expectativas irracionales que
tornan aún más difícil su búsqueda. A continuación mencionamos
algunos de dichos hábitos, sin dejar de lado los factores sociales que
resultan a veces poco propicios.
En conjunto, quienes viven solos se quejan normalmente de la falta de
oportunidades para conocer personas del sexo opuesto, con quienes
formalizar una relación lo bastante sólida como para llegar a la
convivencia. Los adolescentes y los adultos jóvenes -hasta los
«veintipico»-, tienen una vida social mucho más activa que les permite
relacionarse entre sí con relativa facilidad. Pero una vez que terminan
sus estudios, en el caso de aquellos que lo hacen o cuando se acercan
a los treinta, las oportunidades se limitan a los sujetos disponibles con
quienes se cruzan accidentalmente en el curso de su trabajo, lo cual
disminuye bastante las probabilidades de encontrar una pareja
adecuada.
A esto se suman las mayores exigencias que los hombres y mujeres
desarrollan con el paso de los años, que los tornan más cautelosos y
46
selectivos a la hora de formalizar una unión. Atracciones que a los 18 o
20 años se viven como «fulminantes» y son capaces de llevar al matrimonio, a los 35 o 40 pueden disfrutarse pero se encaran con mayor
cautela. Por otra parte, en esta etapa de la vida los hombres y mujeres
se permiten vivir con mayor libertad los vínculos amorosos,
compartiendo por ejemplo algunas noches e incluso las vacaciones sin
plantearse la convivencia total como una necesidad imperiosa o
inmediata.
Junto a la falta de marcos sociales adecuados y al cambio de
mentalidad que se da normalmente con el paso de los años, existen,
como hemos dicho, aspectos individuales capaces de conspirar contra
el deseo de vivir en pareja. De modo que sin negar las dificultades que
les plantea el medio en que viven, los solos y las solas también pueden
dirigir una mirada crítica hacia sus propias expectativas y hacia el
modo como encaran sus relaciones con el sexo opuesto.
Una típica conducta inconveniente es aquella que exhiben los consumidores de parejas. Se trata de personas tan necesitadas de afecto,
compañía, apoyo, sexo o prestigio -entre otras cosas-, que están
siempre pendientes de lo que sus eventuales compañeros puedan
brindarles. Su principal preocupación es qué pueden recibir de los
demás, mientras que se interesan menos en lo que ellos mismos son
capaces de dar en una relación. Paradójicamente, los individuos muy
carenciados o con excesivas necesidades son los menos capacitados
para encarar un vínculo maduro y estable. Se comportan en forma
muy absorbente, o bien demandan mucho de sus compañeros en una
actitud de permanente insatisfacción. «Cosifican» a sus eventuales
parejas, viéndolas como potenciales proveedoras de cariño o de
protección en lugar de percibirlas como personas con sus propias
necesidades. Esperan demasiado del vínculo, por ejemplo que
satisfaga todas sus expectativas o que les dé un sentido a sus vidas, y
difícilmente se sienten conformes con aquello que obtienen. Por ese
motivo suelen cambiar de pareja con frecuencia, en una búsqueda
reiterada tan frustrante como incesante.
47
Otros sujetos con dificultades para formalizar una relación son los
enamorados del amor, aquellos que no han superado la etapa
romántica de la adolescencia o al menos no han sabido actualizarla y
dotarla de cierta dosis de realismo. Estos se pasan la vida esperando el
amor ideal, aquel que los transporte a otra dimensión y naturalmente,
ninguna de las relaciones que inician les resulta tan completa o fascinante. Algunas de estas personas no esperan sólo el amor ideal;
también suponen que debe ocurrir espontáneamente, sin buscarlo. Se
niegan entonces a frecuentar grupos o a desarrollar una vida social
activa, porque para ellas el único amor «natural» es aquel que aparece
sin buscarlo. Claro que esta conducta pasiva reduce las probabilidades
de encontrar el amor que tanto esperan, o cualquier otro.
Quienes temen correr riesgos y no se entregan ni se brindan en las
relaciones de pareja, también encuentran dificultades a la hora de
formalizar un vínculo. Su excesiva cautela y la desconfianza con que
encaran las nuevas oportunidades, producto a veces de viejas
decepciones, son capaces de desalentar al más persistente de sus
galanes. En ocasiones se trata del temor a ser engañado o utilizado.
Otras veces es el miedo a comprometerse lo que determina que él o
ella tome con pinzas una nueva propuesta, cerrándose así puertas que
podrían conducirlo a caminos más promisorios. Tal vez este recelo
constituya un reflejo del individualismo que impera en este fin de
siglo, en que los intereses personales adquieren preponderancia
frente a los valores grupales. La desaparición de las grandes familias, el
culto a la independencia y a la autosuficiencia induce actualmente a
muchos sujetos a encarar su vida como un proyecto personal, y a
percibir cualquier intromisión en su rutina como un ataque a su propia
seguridad. El precio que pagan es la soledad y el aislamiento, que a
veces los sume en una disconformidad básica con su propia vida, en lo
que podríamos considerar una suerte de patología social.
Por último, existen períodos de la vida en que la necesidad de independencia es muy fuerte, por ejemplo al terminar una relación poco grata
48
o al liberarse de un vínculo agobiante y opresivo. En esta fase, el deseo
de autonomía es muy marcado, y el sujeto tiende a evadir todo tipo de
compromisos. Otro tanto ocurre cuando un joven que ha vivido con
sus padres consigue finalmente su independencia económica. Aquí la
necesidad de vivir solo puede experimentarse con cierta intensidad.
Normalmente, estas fases son transitorias y con el tiempo surge
nuevamente la necesidad de convivir. Sin embargo, es conveniente
respetar y respetarse estas etapas, en lugar de forzar situaciones que
en otro momento podrían resultar placenteras pero que en este
período de retracción se viven como una carga.
En síntesis, la soledad no deseada depende a veces de una falta real
de oportunidades, pero con frecuencia revela expectativas poco
realistas e incluso bloqueos de la personalidad. En ese sentido, los
individuos con mayor capacidad para mantener vínculos estables son
aquellos menos desesperados por fusionarse con otras personas,
quienes están dispuestos a respetar la individualidad y el crecimiento
del otro, los que no esperan tanto de sus compañeros ni depositan en
él o en ella todas sus esperanzas. Aquellos que se preocupan por lo
que pueden dar en una relación, y no sólo por lo que pueden recibir.
Los que están dispuestos a correr el riesgo de comprometerse y
compartir sus vidas con otra persona, en lugar de permanecer en el
seguro aunque deprimente refugio de su soledad.
49
¿ES POSIBLE LA AMISTAD ENTRE EL HOMBRE Y
LA MUJER?
Desde tiempos inmemoriales se ha discutido si es posible una
auténtica amistad entre hombres y mujeres, o si la relación está
siempre teñida de un componente erótico, más o menos disimulado.
Quienes afirman que es posible, suelen citar ejemplos personales de
vínculos duraderos más o menos íntimos con personas del sexo
opuesto, sin que al parecer la relación haya estado contaminada por
una mutua atracción. Los defensores más radicales de esta tesis,
sostienen incluso que la amistad se da de igual modo entre personas
del mismo sexo que entre hombres y mujeres, y que es posible
alcanzar un grado similar de confianza y comodidad en ambos casos.
En la otra tribuna se ubican quienes desconfían de las amistades
mixtas. Según esta opinión, un hombre y una mujer no pueden mantener un vínculo fraterno o una simple amistad sin que ello oculte un
enamoramiento incipiente o al menos cierta atracción. El deseo o el
amor pueden ser reprimidos, contenidos o incluso disimulados, pero
siempre existen. Si no hay un interés erótico en juego, la amistad
simplemente no florece. Los involucrados podrán ser conocidos,
compañeros de trabajo o relacionarse profesionalmente, pero nunca
serán verdaderos amigos.
Hemos expuesto ambas teorías en su forma extrema con la intención
de mostrar sus posibles exageraciones. Con un criterio más amplio, sin
embargo, podríamos preguntarnos qué hay de cierto en ambos
puntos de vista. Vayamos por partes: es verdad que el interés
amoroso o la atracción física, cuando existen, hacen muy difícil
encarar la relación como una amistad desinteresada. Los intentos de
seducción y la observación ansiosa de las reacciones del otro para
detectar si uno es correspondido, interfieren con el comportamiento
50
franco y exento de interés afectivo que caracteriza a la verdadera
amistad. Los amigos suelen centrar sus mutuos intereses en sucesos o
personas externas y no en lo que cada uno representa para el otro o
en la relación en sí; los enamorados, en cambio, centran su interés
principal en el otro, sobre todo al comienzo de la relación.
Incluso aquello que nos atrae de la otra persona es diferente en
ambos casos. La afinidad típica de los amigos se basa generalmente en
semejanzas o en intereses similares. Esto no significa, claro está, que
los amigos deban ser idénticos para ser tales. Significa que la relación
se apoya normalmente en temas o intereses comunes, cuando no
directamente en actividades compartidas. El enamoramiento consiste
más en una idealización de la persona amada, a quien se considera
«maravillosa», y a veces en una fascinación por sus cualidades que
pueden ser bien distintas de las nuestras. De hecho, es común que
personas diferentes se atraigan mutuamente, si bien es cierto que
tales diferencias pueden complicar más adelante la convivencia. La
atracción física desempeña también un papel central, a diferencia de
lo que ocurre en el caso de la amistad.
De modo que la relación planteada cuando un hombre y una mujer se
atraen mutuamente -incluso cuando la atracción es unilateral- es
diferente del vínculo que existe entre dos amigos. Pero no sólo la
atracción hace difícil la amistad entre hombres y mujeres. Dijimos
antes que la comunidad de intereses es importante a la hora de
establecer vínculos amistosos. Y es obvio que los intereses, las
actividades, los temas e incluso la forma de pensar de ambos sexos es
diferente. Por eso la tendencia natural de hombres y mujeres es a
relacionarse entre sí y a compartir actividades propias de cada sexo.
Otro requisito para la amistad es la relativa igualdad con que los
sujetos se tratan. En nuestra cultura, sin embargo, los hombres no
tienen el hábito de tratar a las mujeres como iguales, y son comunes
normas de cortesía que las mujeres califican a veces de «machismo»,
por ejemplo cuando él pretende pagar el café o le abre la puerta del
auto.
51
Esto no descarta, sin embargo, la posibilidad de amistades sinceras
entre representantes de los dos sexos. Cuando no media un interés
afectivo o sexual por la otra persona, la amistad es posible y de hecho
ocurre en muchas ocasiones, si bien puede asumir características
diferentes de aquella que tiene lugar entre personas del mismo sexo.
La relación no suele tener la intimidad y la confianza que a veces
alcanzan los hombres y las mujeres entre sí. La interacción, por ejemplo, es menos frecuente o más ocasional. Sin embargo, no todas son
desventajas. El diálogo, aunque menos frecuente, puede ser muy enriquecedor, en particular cuando gira en torno a temas que se encaran
con ópticas distintas según el sexo. Muchas mujeres afirman también
que su relación con los hombres es menos competitiva. Los amigos de
distinto sexo no se comparan entre sí ni se ven como rivales, precisamente porque son diferentes. Por eso es menos común la envidia o
el resentimiento por los logros y cualidades del otro.
La aparente amistad entre hombres y mujeres se presta a veces para
satisfacer mutuas necesidades neuróticas. Algunas mujeres muy
maternales «adoptan» a hombres necesitados de apoyo y protección.
El caso inverso también ocurre: el hombre protector se encarga de
cuidar a la niña indefensa. Y aunque estos vínculos se apoyan en
necesidades infantiles, con frecuencia son estables porque resultan
complementarios, y pueden confundirse con el interés erótico o con la
auténtica amistad.
52
LA SEDUCCIÓN
Lejos de ser un fenómeno exclusivo de las telenovelas, la seducción es
un «riesgo» al cual todos estamos expuestos en la vida cotidiana. Cada
vez que alguien nos fascina o nos deslumbra con su presencia, siempre
que experimentamos una atracción misteriosa a la cual no podemos
sustraernos estamos siendo seducidos, muchas veces a pesar de
nuestros deseos. Y es que la seducción no constituye, precisamente,
un acto reflexivo ni el fruto de una decisión; no procuramos
acercarnos a la otra persona ni nos esforzamos por descubrir sus
encantos ocultos. Simplemente, nos sentimos cautivados por su
presencia, nos atrapa su figura, su sonrisa misteriosa o su manera de
mirar. A veces es un gesto aparentemente casual, tal vez la forma de
arreglarse el cabello, de sentarse o de responder a los demás. Sea lo
que fuere, caemos en las redes invisibles de la seducción aunque no
nos resulte conveniente. Más aún: generalmente no nos conviene,
porque con frecuencia nos atrae lo prohibido, la excitación del peligro,
«el sabor de la aventura».
El fenómeno tampoco está relacionado con el juicio o la opinión que él
o ella nos merece. Puede tratarse de alguien cuyas ideas reprobamos
o cuya conducta nos resulta inaceptable. De hecho, con frecuencia nos
sentimos seducidos por hombres y mujeres diferentes a nosotros. Y es
que la seducción se alimenta precisamente del misterio, y por eso es
más probable que nos atraiga alguien a quien no comprendemos del
todo, alguien cuyas reacciones resulten sorpresivas o inesperadas.
Esto explica también el «flechazo» que tiene lugar cuando acabamos
de conocer a la persona, cuando él o ella aún nos sorprende y nos
resulta novedoso. Más adelante el otro se vuelve familiar, conocido y
predecible. Deja de ser un misterio o una novedad, y aunque puede
seguir resultando atractivo, la magia de la seducción se desvanece.
53
Esto es así porque la seducción tiene mucho de fantasía. Esa persona
diferente y desconocida con quien nos cruzamos nos despierta un
sinfín de conjeturas y expectativas, la mayoría de las cuales no se
cumplen. Alimentamos sueños idealizados y quedamos hipnotizados
por nuestra propia imaginación, más que por la persona real.
Intuitivamente, el seductor lo sabe y por eso no se revela del todo.
Mantiene ese halo de misterio y por momentos se vuelve
impenetrable, desconcertando a la víctima de sus encantos. De ahí
que difícilmente nos veamos seducidos por alguien a quien
conocemos bien, alguien que nos ha confiado sus temores y esperanzas y a quien vemos como un ser humano, con debilidades similares a las nuestras, más que como un dios o una diosa en su pedestal.
Puede despertarnos afecto y hasta podemos identificarnos con él o
con ella, pero en general no nos suscita esa fascinante mezcla de
admiración y curiosidad porque ya no podemos fantasear sobre su
persona.
Nos seduce también lo inaccesible, la posibilidad de la conquista, y por
eso la típica seductora se muestra «difícil» o al menos contradictoria.
De repente nos mira sugestivamente y un momento después nos ignora. Puede mostrarse distraída o desinteresada, pero en realidad está
pendiente de nuestras reacciones y del efecto que produce sobre
nosotros. El juego puede prolongarse indefinidamente, dependiendo
de las motivaciones de los jugadores para participar en él.
Esto nos lleva, claro está, a las razones por las cuales él y ella se
entregan a este intercambio de poses, miradas e indirectas. Porque a
veces la seducción es lo que parece ser: un medio para conquistar y
ser conquistado, un ritual socialmente aceptado para llegar a una
relación íntima con otra persona. Pero otras veces la seducción es un
fin en sí mismo: su propósito es el juego en sí, y no un acercamiento
real. En estos casos la seducción sirve a otros fines: el galán o la mujer
fatal pretenden demostrarse a sí mismos y a los demás que son
capaces seducir, como forma de mantener su autoestima o su
prestigio social. Cuando tal es el caso, al seductor no le importa
54
demasiado quién cae en sus redes: lo importante es tenerlo a sus pies.
Después, por supuesto, ya ha cumplido su función y se torna poco
interesante.
En este flirteo neurótico influyen a veces otras motivaciones. La mujer
atractiva y seductora puede estar interesada en probar nuevamente
su premisa favorita: que los hombres son unos lobos hambrientos de
sexo, y que interpretan equivocadamente un acercamiento inocente.
Este es el clásico «juego de la violación» descrito por Eric Berne, quien
puso al descubierto sus típicos movimientos: primero, ella se muestra
sugestiva y disponible; luego, él detecta a la «víctima» y se lanza al
ataque. Entonces, ella se muestra sorprendida e indignada por sus
propuestas y lo deja desairado, mientras él queda confuso y contrariado lamentando su fracaso. En el fondo, ambos se han reconocido
desde el principio y saben por experiencia cómo va a terminar el
juego. La secuencia de interacciones está programada para satisfacer
sus mutuas necesidades: ella puede probar lo atrevidos que son los
hombres y él confirmar su mala suerte con las mujeres, al tiempo que
ambos evitan la intimidad y el sexo que les despierta temor e inseguridad.
Al margen de la típica seducción entre hombre y mujer, con un claro
contenido sexual, en la vida cotidiana se dan fenómenos de influencia
que tienen algunas diferencias con este que acabamos de analizar.
Cuando decimos que alguien tiene carisma o que trasmite seguridad
estamos aludiendo a cierto ascendiente de esa persona sobre otras.
Esto lo saben bien los vendedores, quienes procuran vender primero
su persona para inspirar confianza y ofrecer luego sus productos o
servicios desde una posición ventajosa. También los políticos se
preocupan mucho por su imagen, porque ésta ha demostrado ser tan
importante como el contenido de sus ideas, si no más. Y los grandes
predicadores, que mueven a las masas con su elocuencia independientemente de las ideas que defiendan.
55
Estos fenómenos, sin embargo, difieren de la clásica seducción. La
imagen y el carisma de un líder operan como una forma de hipnosis,
que anula en parte el espíritu crítico y predispone a los seguidores a
aceptar sus ideas y a seguir sus propuestas. La seducción funciona más
como una adicción, en la cual el seducido siente el deseo de
conquistar a la otra persona y unirse a ella, por el placer que obtiene al
poseerla. La persona seductora inspira deseo, pero no necesariamente
confianza o credibilidad. El líder carismático puede no ser seductor,
pero influye en el comportamiento de sus adeptos, del mismo modo
que el vendedor confiable puede ser decisivo para cerrar una venta.
También son distintos los factores que generan seducción de aquellos
que determinan sumisión o confianza. En el primer caso hemos
destacado las diferencias, el misterio y la fascinación del riesgo; en
este debemos señalar la semejanza percibida con el sujeto influyente «es como yo: por eso le creo»-, su coherencia, el hecho de ser predecible y la seguridad que trasmite.
56
LA ELECCIÓN DE PAREJA
¿Por qué nos casamos precisamente con ese hombre o con esa mujer?
¿Qué nos motiva para escoger pareja, en particular para elegir a la
persona con la cual compartiremos, presuntamente, el resto de
nuestras vidas? Se han propuesto hipótesis bastante dudosas para
explicar la elección de pareja, y en las líneas siguientes comentaremos
algunos de los mitos más difundidos al respecto. Aunque en todos
ellos existe una parte de verdad, tomados al pie de la letra constituyen
exageraciones o fantasías que no es posible sostener.
«El amor es la causa de una unión definitiva». Para la sabiduría
popular, la elección de pareja no constituye en realidad una decisión
voluntaria: es un asunto de sentimientos. Cuando cupido nos alcanza
con sus flechas caemos bajo el embrujo del amor, y a partir de allí nos
dejamos llevar por el corazón que nos impulsa a la unión con el
destinatario de nuestros afectos. Y la mayoría de las personas, de
hecho, vive de ese modo la elección de pareja: como un fenómeno
natural que las arrastra y por el cual gustosamente se dejan llevar.
El planteo centrado en el amor se adapta mejor a la elección de pareja
en la adolescencia y la juventud. Como ya hemos señalado3, en la edad
madura la decisión suele ser más meditada y si se quiere más racional:
«¿me conviene unir mi vida a ese hombre?» «¿Haré bien en casarme
con esa mujer?» En el entorno de los cuarenta, estas preguntas
cobran fuerza y la respuesta a ellas guía, en buena medida, la decisión
de formalizar una relación.
Pero aun sin tomar en cuenta las diferencias de criterio propias de la
edad, y admitiendo que la elección de pareja es el resultado del
enamoramiento, debemos reconocer que la palabra «amor» sólo des3
«El segundo matrimonio», pág. 36.
57
cribe un sentimiento; está lejos de resolver el problema. Aún habría
que aclarar por qué nos enamoramos precisamente de esa persona,
de modo que la explicación basada en el amor no brinda una
respuesta satisfactoria. Más aún, la visión romántica cierra las puertas
a cualquier análisis posterior al sostener que no es posible explicar el
amor. Esa vivencia maravillosa e indescriptible, se dice, no es susceptible de un análisis racional.
«La atracción física no es importante». Algunos entendidos afirman
que la atracción es un factor secundario o totalmente irrelevante. Sin
embargo, la mayoría de las personas que inician una relación no lo
hacen con la certeza de que ese vínculo habrá de consolidarse. A veces
ni siquiera se proponen encarar un noviazgo serio o formal. En ese
acercamiento inicial, la atracción física juega un papel importante y a
veces determinante, porque permite que se desarrollen los sentimientos capaces de conducir a un vínculo duradero. Se dirá que encontrar a
una persona atractiva no es suficiente para que prenda la química del
amor. Pero es más fácil involucrarse afectivamente con alguien
cuando nos atrae su figura que cuando lo encontramos francamente
desagradable.
La atracción que nos despierta una persona, por otra parte, suele ser
bastante subjetiva, y con frecuencia va más allá de lo físico. Es común,
por ejemplo, encontrar al hombre o a la mujer elegida distinto,
diferente de otras personas. Casi invariablemente, el enamorado
considera que su pareja es especial. No necesariamente mejor, ni más
virtuoso, sino especial, particular, fuera de lo común. Diferente en su
aspecto, en su manera de mirar, de sonreír o de hablar.
El proceso inicial de descubrimiento de ese ser distinto y especial,
permite al sujeto irse formando una imagen particular del hombre o la
mujer que le atrae. Tal imagen, formada a partir de primeras
impresiones, suele construirse más sobre fantasías y expectativas
propias del sujeto que se enamora que sobre datos reales y objetivos.
Por eso consiste en una visión idealizada del otro y con frecuencia
58
poco realista, en particular cuando se trata de sujetos muy
imaginativos. Estos últimos suelen ser muy enamoradizos, porque
tienden a sacar conclusiones precoces sobre los demás y a ver a los
otros como desean verlos. De ahí que experimenten mayores decepciones cuando finalmente la realidad se impone a sus sueños. Pero
aun cuando se trate de individuos poco dados al fantaseo, el
enamoramiento supone siempre cierta percepción subjetiva del otro.
Nos enamoramos de la imagen que nos formamos de la otra persona,
la cual puede estar más o menos alejada de la realidad.
«La unión depende de encontrar la persona apropiada». Se supone
que la decisión de casarse se toma cuando se encuentra a la persona
adecuada. Con la misma lógica, muchos hombres y mujeres que no
han formado pareja sostienen que no han encontrado la persona
ideal, o al menos aquella que reúna un mínimo de condiciones. Esta
idea, sin embargo, deja de lado el papel que juega la disposición
personal a formar una unión definitiva. Cuando por diferentes motivos
él o ella están deseando conformar una relación estable muchas
personas pueden resultar apropiadas, incluso aquellas que fueron descartadas en otro momento. La motivación para formar una familia
cobra intensidad, por ejemplo, cuando el individuo toma conciencia de
su edad, cuando se casan sus amigos o cuando experimenta un fuerte
deseo de vivir su paternidad. Por eso no se trata sólo de encontrar «la
persona adecuada», sino también de encontrarse en la etapa de la
vida en que el matrimonio se vive como una necesidad más o menos
imperiosa.
«El deseo de vivir juntos es la causa de que la relación perdure».
Cuando una pareja se mantiene unida y se encamina hacia el matrimonio, se supone que existen sentimientos firmes y claros en ambas
partes. En muchos casos, sin embargo, los futuros cónyuges albergan
dudas y reservas acerca del paso que están a punto de dar, pero
siguen adelante a pesar de todo. Y es que el factor costumbre, pocas
veces valorado, también juega su partido. La trama de relaciones
familiares, la vida social en común, la suposición más o menos tácita
de que los novios se van a casar, la intimidad que se gesta al compartir
59
problemas y proyectos, todo ello va perpetuando la relación y
conduce casi inexorablemente a una unión formal. La disolución del
vínculo se torna difícil, a menos que surjan serios conflictos o
desavenencias insalvables. Romper un noviazgo más o menos prolongado obliga a replantearse la vida y a dejar de lado el proyecto de
familia que se había construido. Por eso muchas relaciones tienden a
seguir casi por inercia, sin que medie una decisión seria o un
verdadero cuestionamiento de su viabilidad.
«La elección de pareja refleja las necesidades emocionales del
sujeto». Los psicólogos han insistido en que la persona elegida, por
sus características, cubre necesidades emocionales del sujeto. Permite
al individuo recrear vínculos infantiles -por ejemplo la relación con su
madre- o satisfacer otro tipo de necesidades. En algunos casos este
enfoque puede ser adecuado. Es posible que una mujer dependiente,
por ejemplo, tenga afinidad por un compañero seguro y autosuficiente
que satisfaga sus requerimientos de apoyo y protección. Pero la explicación psicológica se ha llevado demasiado lejos. Se ha dicho, por
ejemplo, que las personas eligen sistemáticamente parejas parecidas a
sus padres, o escogen compañeros que las hagan sufrir como
expresión de su masoquismo inconsciente.
Estas hipótesis son difíciles de probar, porque casi cualquier elección
puede interpretarse de ese modo. El problema con dichas
explicaciones es que desconocen el factor oportunidad. Los hombres y
mujeres comunes no disponen de un menú tan amplio como para
seleccionar la pareja adecuada a sus necesidades emocionales. Las
personas suelen elegir pareja entre los individuos de su entorno, por
ejemplo en el vecindario o en el trabajo, y que además les
corresponden. Esto limita bastante las posibilidades de selección, por
lo cual explicar la elección sólo en términos de necesidades internas es
simplificar el problema. De modo que las explicaciones psicológicas
que apuntan a la motivación, al igual que la visión romántica centrada
en el amor, deberán reconocer el papel de factores tales como la
atracción física, la rutina, la necesidad de formar pareja y las
oportunidades reales de concretar una unión.
60
EL NOVIAZGO
Factores de riesgo y de buen pronóstico
¿Es posible sembrar durante el noviazgo la semilla de un buen
matrimonio? Inversamente, ¿qué aspectos de la relación pueden ser
considerados como un signo de alerta para los futuros cónyuges?
Aunque no es posible predecir con certeza el futuro de un vínculo
afectivo, algunos aspectos de la relación permiten ser más o menos
optimistas a la hora de aventurar una opinión.
Los noviazgos más o menos prolongados, que duran lo suficiente para
que cada uno conozca las virtudes y los defectos del otro, tienen
mejor pronóstico que las relaciones breves. En el período de
fascinación inicial, cada miembro de la pareja tiene una visión
idealizada de su enamorado, la cual irá modificando con el tiempo
hasta construir una imagen objetiva y realista del otro. Cuando el
matrimonio se concreta durante esta fase de encanto mutuo, la
decepción suele ocurrir en plena vida conyugal. Este fenómeno es más
frecuente entre las parejas jóvenes, y esta es una de las razones por
las cuales el índice de divorcios es mayor entre personas que contraen
enlace antes de los veinte años.
El hecho de que los novios compartan afinidades, gustos y preferencias es también un elemento de buen pronóstico. Esto contradice la
creencia popular de que «los opuestos se complementan». Los
opuestos pueden atraerse y fascinarse mutuamente, como ocurre con
el hombre callado e introvertido que se enamora de una chica sociable
y conversadora; pero cuando los hábitos y costumbres son muy
distintos, las diferencias cobran importancia a la hora de convivir. Si él
prefiere quedarse en casa leyendo el diario y ella aspira a salir dos o
tres veces por semana, o si ella considera que el dinero existe para ser
gastado y él es feliz ahorrando, lo más probable es que encuentren
dificultades para encaminar la vida en común.
61
Aunque en nuestra cultura se valora mucho la capacidad de
adaptación, ésta también tiene un límite. Es cierto que uno debe
amoldarse en parte a los deseos del otro, renunciando a veces a sus
propias expectativas. Sin embargo, tampoco es deseable pasar al otro
extremo. Si cada integrante de la pareja debe realizar grandes
esfuerzos para adaptarse a los deseos y preferencias de su
compañero, es probable que ambos se sientan frustrados y resentidos
al poco tiempo de convivir. La verdad es que las parejas tienen
mayores chances de ser felices cuando pueden llevarse bien sin
grandes sacrificios. Para esto se requiere, además de cierta comunidad
de ideas e intereses, la disposición a aceptar al compañero tal como
es, con sus virtudes y sus defectos, sin apostar a transformarlo
después del casamiento.
Las expectativas realistas sobre la vida en pareja ayudan a construir
una relación duradera. Las personas conscientes de que la convivencia
traerá dificultades, están mejor preparadas para llegar al matrimonio
que aquéllas que esperan una «luna de miel eterna». Los novios que
se casan sabiendo que deberán manejar conflictos y desavenencias,
tienen mejores recursos para enfrentar los desafíos que plantea la
vida cotidiana.
Las parejas que planifican su futura vida conyugal y hablan sobre los
aspectos prácticos de la convivencia, por ejemplo cómo organizarán el
presupuesto familiar, cómo se repartirán las tareas domésticas y con
qué frecuencia visitarán a sus respectivas familias, tienen la
oportunidad de comparar sus expectativas, evitar sorpresas y alcanzar
acuerdos antes de casarse. Puede parecer que estos temas son
superficiales, pero es allí precisamente donde comienzan a gestarse
los resentimientos que van minando la relación. Es frecuente que los
novios lleguen al matrimonio con ideas diferentes acerca de cómo
organizar la vida en común, y que cada uno dé por sentado que el otro
compartirá sus ideas.
62
Contrariamente a lo que comúnmente se cree, los novios que siempre
están de acuerdo y nunca discuten no tienen asegurado un buen
matrimonio. En una relación madura, es normal que surjan conflictos y
diferencias. El hábito de plantear las discrepancias durante el noviazgo
es un buen entrenamiento para los conflictos que inevitablemente
surgirán durante la convivencia. Una pareja que aprende a negociar
sus diferencias llega mejor preparada al matrimonio que otra que
evita cualquier expresión de malestar para mantener la ilusión de una
relación idílica.
No sólo es importante poner las diferencias sobre la mesa; también es
necesario discutir de manera constructiva. Las parejas más sanas
toman las discrepancias como algo natural y buscan opciones que
dejen conformes a ambos. Para ellas no es un drama tener
desacuerdos. Tratan de acercar posiciones y de llegar a un entendimiento, aceptando que muchas veces tendrán que complacer al otro y
renunciar a sus propias expectativas. Las parejas conflictivas, en
cambio, creen que siempre deben estar de acuerdo. Suponen que no
deberían tener diferencias, y cuando las tienen consideran que algo
anda mal. Se enojan y procuran establecer quién tiene la culpa o quién
tiene razón, en lugar buscar soluciones para resolver el problema.
En general, una adecuada preparación para el matrimonio es
importante. Esto puede conseguirse a través de programas de
asesoramiento prematrimonial, que lamentablemente son escasos,
precisamente por la creencia difundida de que el amor es suficiente
para asegurar una relación satisfactoria. Pero la realidad es menos
romántica: la mayoría de las personas se casan enamoradas, y sin
embargo el índice de divorcios es elevado. Si a ello le sumamos los
matrimonios que llevan una vida desgraciada pero que por diversos
motivos no se separan, concluiremos que el amor no asegura una
relación estable y gratificante. Tan importante como el amor -y a
veces más- es aprender a discutir en forma constructiva, a alcanzar
acuerdos y a comunicarse de manera eficaz.
63
LA VIUDEZ
La muerte del marido o de la esposa es más difícil de superar que otras
pérdidas, en particular cuando el fallecimiento disuelve un matrimonio
de edad media o avanzada. Ello es así, no porque el dolor que provoca
esta pérdida sea mayor que el producido por la muerte de un padre o
un hermano, por ejemplo, sino porque la viudez impone cambios muy
profundos y radicales en la vida del sujeto. Además de la pérdida de
quien ha sido el compañero o la compañera durante tantos años, el
viudo debe enfrentar la desaparición de todo su estilo de vida, de la
rutina cotidiana, de las actividades compartidas que llenaban su
tiempo. La muerte del cónyuge, sobre todo en el caso de los ancianos,
deja un vacío que se siente a cada momento, desde que el sujeto se
levanta hasta vuelve a la cama. Los intentos de los hijos y allegados de
ayudar al viudo brindándole compañía y llevándole incluso a vivir con
ellos, si bien constituyen un apoyo necesario también agregan
cambios y presiones al entorno del doliente.
La viudez impone entonces un importante esfuerzo de adaptación, y
por eso el duelo se prolonga considerablemente. La depresión puede
persistir durante muchos meses, con frecuentes accesos de llanto y
angustia cuando algún incidente o comentario les recuerda al cónyuge
fallecido. Es muy común el insomnio, la pérdida del apetito, el adelgazamiento y sobre todo una indiferencia generalizada y una falta de
interés por las tareas cotidianas. Según algunos estudios, al año del
fallecimiento dos tercios de los viudos experimentan aún cierto grado
de apatía y tienen escaso interés por el futuro. Esta persistencia de los
síntomas depresivos, si bien con menor intensidad que al comienzo
del duelo, es más prolongada que aquella que sigue a otras pérdidas
igualmente dolorosas.
Aunque no siempre aparece en primer plano, el temor a la propia
muerte está latente en la mayoría de los casos. Más que ninguna otra,
64
la desaparición del ser con quien se ha construido un proyecto de vida
suscita el temor a la propia muerte. Es como si el destino nos
recordara algo que ya sabemos pero que preferimos olvidar: lo
inevitable de nuestro final. Hemos vivido juntos gran parte de nuestra
vida, y ahora que él o ella se ha ido nos parece escuchar la sentencia:
«ahora te toca a ti». Por eso no es raro que en los viudos sean frecuentes las quejas somáticas, el temor a las enfermedades o una mayor
preocupación por su propia salud.
Claro que la facilidad con que se supera la pérdida es distinta para
cada persona. Algunas recuperan rápidamente el interés por seguir
viviendo, mientras que otras permanecen indefinidamente en un
estado semidepresivo, realizando las tareas cotidianas «por inercia» y
sin demasiado entusiasmo. Estas diferencias dependen de varios
factores, en particular del tipo de vínculo que mantenía el viudo con
su pareja. Los cónyuges que dependen mucho uno del otro, que
comparten casi todas las actividades y que pierden su identidad
individual para conformar una unidad, son quienes tienen mayores
dificultades para superar la separación. Como han dejado de ser dos
personas para fusionarse en una, la muerte de uno de ellos es casi la
muerte de los dos. Se vive como la pérdida de una parte esencial de
uno mismo, y esto tiene un impacto psicológico muy grande. La vida
deja de tener sentido y sólo resta aguardar que la muerte termine con
lo que queda del matrimonio.
Esta reacción es común entre las personas que sólo pueden verse a sí
mismas como «maridos o esposas de», no como sujetos independientes que comparten gran parte de sus vidas con otra persona
pero que siguen siendo entidades separadas. A su vez, la tendencia a
fusionarse con otra persona es un modo de superar el aislamiento
inherente a la condición humana. Como todas las soluciones neuróticas, aquí se alivia la inseguridad y se elimina el aislamiento al precio de
una mayor vulnerabilidad a la ruptura del vínculo. Por eso la viudez
genera en estos casos una perturbación mayor que en los matrimonios que conservan la identidad de sus miembros. En estas parejas, las
65
actividades separadas y las amistades independientes no son vistas
como una amenaza y por el contrario son alentadas por el otro
cónyuge. Aquí el matrimonio no es una fusión de identidades sino la
conjunción de dos personas que comparten sus vidas sin perder su
individualidad. Por esa razón están mejor preparadas para hacer
frente a la inevitable separación.
En el mismo sentido, es común observar que las personas activas y
con variados intereses, quienes disfrutan de hobbies y cultivan una
vida social independiente, tienen mejores armas para superar la dura
prueba de la viudez que aquellas encerradas en su vida matrimonial,
más o menos aisladas del mundo y dependiendo exclusivamente del
estímulo que les proporciona su pareja. Los sujetos creativos y con
inquietudes intelectuales, en particular aquellos que desarrollan
alguna actividad comunitaria poseen mayores recursos para recuperarse y hacer frente a la soledad. Diríamos que no están tan solos en
su soledad.
Sin embargo, aun para las personas mejor preparadas la viudez constituye una prueba difícil de superar. Cuando el cónyuge atraviesa una
enfermedad prolongada y terminal, el sujeto puede ir realizando el
duelo «por anticipado» y experimentar un dolor atenuado al
concretarse la muerte. Incluso puede sentir cierto alivio por el hecho
de que su esposa o su marido dejan de sufrir. En el caso de
fallecimientos bruscos, en cambio, esta preparación no se produce y el
impacto es aún mayor. Como ya hemos dicho, la depresión suele ser
más prolongada que cuando se sufre otras pérdidas. Son comunes las
ideas de culpa por «no haber hecho todo lo posible» o las acusaciones
contra los médicos u otros familiares por supuestas omisiones.
Tampoco es rara la culpa por seguir vivo cuando él o ella murió, y
hasta el remordimiento por disfrutar o por superar el duelo cuando
«debería estar sufriendo». De hecho, con frecuencia es necesario
explicar al viudo que la evolución normal del duelo es hacia su
resolución, y que nadie puede sufrir eternamente aun cuando se lo
proponga. La superación del duelo es un fenómeno inevitable, y no
66
constituye una medida del cariño que sentía el doliente por el ser
perdido.
La idealización del esposo o de la esposa que se ha ido, a quien se recuerda con más virtudes y menos defectos de los que tenía es un
fenómeno casi universal. Y en los duelos mal resueltos, la evocación
permanente del cónyuge desaparecido, incluso años después del
suceso, demuestra que para ese hombre o esa mujer la vida se ha
detenido con la muerte de su pareja. Sólo vive de recuerdos nostálgicos, y el presente está de más. Otra reacción anómala viene dada por
la conducta aparentemente indiferente del viudo, que toma el hecho
con demasiada naturalidad y sin mucho sufrimiento. Esto puede
esconder una gran dificultad para reconocer la magnitud de la
pérdida, adoptando una postura de «aquí no pasa nada», que en
general es transitoria y desemboca más tarde en un duelo normal.
Con frecuencia los viudos requieren algún tipo de apoyo psicológico
para ayudarles a superar el trance. En otros casos son sus hijos,
preocupados, quienes consultan para averiguar cómo tratarlos.
Naturalmente, cada caso es único y no es posible brindar directivas
universales. No hay duda de que la reinserción del sujeto a sus
actividades normales es recomendable, pero es necesario realizar un
buen manejo de los tiempos. Un primer período de congoja y pesar es
normal, y durante esta fase la pasividad es casi inevitable y hay que
respetarla. Sin embargo, tampoco es bueno que la inactividad se
prolongue demasiado. El exhortar al viudo para que realice alguna
tarea puede ser útil cuando tal exhorto se realiza en el momento
adecuado y no demasiado precozmente. En particular, el asignarles
tareas de responsabilidad -que sean realmente necesarias- como
cuidar a los nietos o preparar la comida puede ayudar en esta etapa
de readaptación, que siempre será paulatina y con altibajos.
En cuanto a la medicación, se pueden utilizar ansiolíticos tranquilizantes- en los casos en que la angustia es muy intensa o
hipnóticos para facilitar el sueño. Sin embargo, no suele emplearse
67
antidepresivos, por lo menos en los primeros meses, debido a que la
tristeza se considera normal en la etapa inicial. Si la depresión es muy
profunda, sobre todo si se acompaña de ideas de autoeliminación o de
«dejarse morir» es imperioso buscar ayuda profesional. Otro tanto
ocurre cuando la apatía y la indiferencia persisten demasiado, o
cuando las ideas de culpa se tornan muy insidiosas. En esos casos es
imprescindible brindar al doliente un tratamiento psiquiátrico que le
permita superar sus ideas de muerte y lograr una paulatina reinserción
social.
68
La vida sexual en
el matrimonio
69
SUGERENCIAS PARA UN BUEN AJUSTE SEXUAL
La dificultad en conseguir un buen ajuste sexual es un tema que
preocupa a muchas parejas, y que surge con frecuencia durante el
asesoramiento matrimonial. Las causas del desajuste son tan variadas
que es difícil resumir en algunas líneas los factores que llevan al
deterioro de la vida sexual. Además, problemas similares pueden
responder a causas diferentes, de modo que es necesario examinar
cada situación en profundidad. Sin embargo, antes de proceder al
análisis exhaustivo del caso, conviene recordar a los cónyuges algunas
premisas sobre el sexo que no siempre tienen en cuenta. A veces,
aclarar estos conceptos alivia la presión que sienten los miembros de
la pareja y les permite encarar sus dificultades con una buena dosis de
realismo. Permítasenos entonces desarrollar algunas de estas ideas.
El sexo y el amor no siempre van juntos. Muchas mujeres se
asombran cuando experimentan dificultades para alcanzar orgasmos u
otras inhibiciones sexuales, a pesar de sentirse enamoradas y
conformes con sus parejas. Están convencidas de que si tienen una
buena relación conyugal el sexo debería resultar placentero. La
realidad, sin embargo, suele ser menos romántica: es cierto que el
afecto mutuo favorece y estimula el encuentro sexual, pero el hecho
de que dos personas se quieran no asegura una vida erótica plena y
satisfactoria. Por otro lado, dos personas pueden tener una
convivencia difícil y disfrutar sin embargo de sus relaciones sexuales.
Un buen ajuste sexual no es algo que tenga que darse «espontáneamente». Muchos sujetos suponen que un hombre y una mujer
«normales» deberían funcionar a la perfección desde el primer
encuentro. Sin embargo, la respuesta sexual humana admite muchas
variaciones. Por ese motivo, los amantes pueden requerir un período
de adaptación que les permita soltarse y vencer sus inhibiciones, así
70
como conocer las preferencias y necesidades del compañero. Puede
ser necesaria incluso algún tipo de educación sexual mediante libros o
material didáctico, y eventualmente la consulta con un especialista
capaz de asesorar a los cónyuges. Este proceso de ajuste y adaptación
es normal y no significa que exista un problema ni que los miembros
de la pareja sean incompatibles.
Una buena comunicación es fundamental para el entendimiento
sexual de los amantes. Muchas de las parejas que vemos en el consultorio confiesan que es la primera vez que tratan el tema en profundidad y sin inhibiciones. Es sorprendente lo poco que hablan los
matrimonios acerca de sus preferencias, sus necesidades y sus
preocupaciones en materia sexual. Las siguientes son algunas de las
carencias que exhiben los cónyuges al tratar este tema:
*
Dan a entender lo que desean, mediante indirectas o tímidas
sugerencias en lugar de pedirlo directamente.
*
Hablan en términos vagos y generales, en lugar de entrar en
detalle. Por ejemplo: «quiero que ella sea más activa» no
significa nada. Es necesario aclarar qué entiende el marido por
«más activa». ¿Quiere que ella tome la iniciativa para
mantener relaciones, o se refiere a su desempeño durante la
relación en sí? Y en este último caso, ¿qué desea que haga,
exactamente? A muchos hombres y mujeres les cuesta plantear sus necesidades sexuales con precisión, describiendo lo
que pretenden que el otro haga o deje de hacer. El resultado
suele ser años de frustración e insatisfacción. Leer juntos
algún buen libro sobre educación sexual puede ayudar a
vencer las inhibiciones y a hablar con mayor libertad sobre
estos temas.
*
Se comunican verbalmente, pero no le muestran físicamente
al compañero qué es lo que desean. Para lograr una comunicación eficaz los amantes deberían señalar sus preferencias
71
durante las relaciones, e incluso estimularse ellos mismos con
objeto de ilustrar a su compañero sobre sus gustos
personales.
No es necesario tener un día perfecto y sin discusiones para disfrutar
del sexo. Es cierto que el encuentro íntimo requiere un mínimo de
armonía durante las horas previas, pero tampoco es necesario vivir un
idilio permanente para dar y recibir placer. Si los miembros de la
pareja están atravesando un serio conflicto o se han embarcado en
una violenta discusión, pueden estar poco dispuestos a compartir un
momento de intimidad -con la excepción de aquellos que encaran el
sexo en forma agresiva y se sienten excitados por las peleas. Pero los
desencuentros menores y los entredichos cotidianos no impiden tener
un buen sexo, y los matrimonios que se permiten practicarlo en esas
circunstancias descubren que pueden disfrutarlo. De hecho, el
acercamiento sexual es capaz de distender alguna situación tirante. En
realidad, no son las discusiones ocasionales sino los resentimientos
largamente acumulados los que alejan a los amantes y enfrían la
relación.
Lamentablemente, existe todavía una concepción machista del
encuentro sexual, no sólo entre los hombres sino también en muchas
mujeres, que ven al sexo como algo que le dan a su compañero y no
como algo para disfrutar ellas mismas. El resultado es que cuando han
tenido algún conflicto con su marido pueden negarse al sexo como
represalia, como si dijeran: «si tu no me valorás en otros aspectos, o
no cumplís con tus obligaciones como padre y esposo, me niego a
mantener relaciones contigo». Las mujeres que proceden de ese
modo deberían recordar que además de castigar a sus compañeros, se
están negando ellas mismas el derecho a vivir un momento de placer.
Además, cuando se usa el sexo para ajustar cuentas pendientes, no se
resuelven las diferencias sino que se agrega un nuevo problema al ya
existente.
72
Conviene aceptar que las relaciones sexuales no siempre van a ser
perfectas. Las películas y las revistas nos han vendido una imagen
idealizada de la relación sexual. Los amantes del cine son infatigables,
y las jóvenes protagonistas alcanzan orgasmos reiterados con un par
de caricias. En la vida real, sin embargo, los hombres pueden tener
episodios aislados de impotencia, y en ocasiones pueden eyacular
precozmente sin que ello suponga un drama o una tragedia. Las
mujeres normales, por su parte, no alcanzan orgasmos en el 100% de
las relaciones, y los orgasmos no siempre son simultáneos. La
frecuencia de los contactos sexuales es variable para las distintas
parejas e incluso para una misma pareja, porque también es variable
la disposición de los cónyuges para el sexo. El exigir y exigirse un
desempeño sexual impecable y parejo sólo consigue aumentar la
presión sobre uno mismo y sobre el compañero, al punto de que la
relación puede comenzar a verse como un trabajo y no como una
ocasión para disfrutar. Cuando se siente la obligación de alcanzar
orgasmos múltiples o de contener indefinidamente la eyaculación, los
integrantes de la pareja piensan en el sexo como una tarea ardua y
pesada -«¡Ufaah! ¡Otra vez...!»- y comienzan a evitarlo.
A veces es necesario ser audaz. Muchos hombres y mujeres practican
un sexo rutinario, sin novedad y sin variaciones porque temen hacer el
ridículo ante sus compañeros. Paradójicamente, suelen actuar en
forma desinhibida cuando mantienen un vínculo extramatrimonial,
pero se conducen de forma convencional frente a sus maridos y
esposas. De esta manera, el matrimonio se va «deserotizando» y
pierde atractivo para los cónyuges. Por eso es necesario alimentar la
fantasía y animarse a proponer prácticas diferentes de las habituales aunque la variación consista sólo en sorprender a la pareja en un
momento inesperado. En el 90% de los casos el compañero encontrará excitante la propuesta, y tal vez descubra que no necesita buscar
variaciones fuera de la pareja oficial.
73
LOS TRASTORNOS DEL FUNCIONAMIENTO
SEXUAL
Los trastornos más comunes del funcionamiento sexual masculino son
la impotencia y la eyaculación precoz, mientras que las mujeres
pueden experimentar dificultades para excitarse -frigidez-, para ser
penetradas -vaginismo- o para alcanzar orgasmos. Todas estas
alteraciones se conocen habitualmente como disfunciones sexuales, y
el propósito de este capítulo es clasificar y describir brevemente cada
uno de estos cuadros4.
La respuesta sexual se divide habitualmente en cuatro fases, y las
disfunciones se clasifican de acuerdo a la etapa afectada. La primera
de ellas se conoce como fase del deseo, y consiste en pensamientos y
fantasías eróticas asociadas al deseo de iniciar un contacto sexual. Los
hombres y mujeres que tienen afectada esta fase muestran escaso
interés por el sexo de acuerdo a lo esperado para su edad, y pocos o
ningún pensamiento relacionado con temas eróticos. No suelen tomar
la iniciativa para mantener relaciones, y las aceptan pasivamente
cuando su pareja insiste o los presiona demasiado. En algunos casos,
la falta de interés llega hasta un auténtico rechazo o repulsión hacia la
actividad sexual.
La siguiente fase es la de excitación, y se caracteriza por la respuesta
genital ante los estímulos sexuales. Los cambios más notorios son la
erección del pene en el hombre y la lubricación vaginal en la mujer,
producidas en ambos casos por un aumento del flujo sanguíneo en la
4
La clasificación de las disfunciones sexuales que presentamos en este
capítulo es la adoptada por el Manual Diagnóstico y Estadístico de los
Trastornos Mentales (DSM IV), una de las clasificaciones más aceptada y
manejada por la comunidad psiquiátrica mundial.
74
pelvis. Las disfunciones que afectan esta fase son la impotencia o
disfunción eréctil en el varón y la frigidez en la mujer. En el caso de la
impotencia, el trastorno consiste en la incapacidad para alcanzar la
erección o para mantenerla el tiempo necesario para consumar el
coito. Algunos hombres consiguen una buena erección durante el
juego previo, pero la pierden al intentar la penetración o en el
momento de ponerse un preservativo. El problema puede existir
desde el comienzo de la vida sexual o desarrollarse luego de años de
funcionamiento adecuado. Con frecuencia se presenta sólo con ciertas
parejas y no con otras, por ejemplo cuando el sujeto se propone
mantener relaciones por primera vez con una mujer muy deseada,
cuando desea hacer muy buen papel o cuando supone que su
compañera está evaluando su desempeño en forma muy exigente. La
mujer frígida, por su parte, no experimenta prácticamente placer
sexual y no presenta los cambios propios de esta fase: lubricación,
dilatación vaginal y congestión de los genitales externos.
En la tercera fase del ciclo, el orgasmo, el hombre y la mujer alcanzan
el clímax de su excitación sexual. En el hombre tiene lugar la
eyaculación, y aunque la mujer no presenta un fenómeno similar
experimenta igualmente contracciones rítmicas de los músculos que
rodean la vagina. Estas contracciones se experimentan con intenso
placer, y suponen un desahogo de la tensión sexual anterior. La
disfunción masculina propia de esta etapa es la eyaculación precoz.
Anteriormente, se diagnosticaba este trastorno cuando el hombre no
conseguía retardar la eyaculación el tiempo suficiente para que su
compañera alcanzara orgasmos en la mayoría de las relaciones. Este
criterio, sin embargo, tenía la desventaja de que la compañera podía
tener a su vez una dificultad para alcanzar orgasmos. Por eso actualmente se considera que un hombre eyacula en forma precoz cuando
lo hace antes, durante o inmediatamente después de la penetración, o
cuando tiene la sensación de no poder controlar o retardar su propia
eyaculación.
75
La eyaculación retardada, en cambio, es un trastorno mucho menos
frecuente y muchas veces está ocasionado por medicamentos que
bloquean esta fase de la respuesta sexual. En las mujeres, en cambio,
la dificultad para alcanzar orgasmos es relativamente frecuente. En el
pasado, esta disfunción se clasificaba también como frigidez; como
hemos visto, actualmente se reserva el término frigidez para la
dificultad en excitarse, mientras que se habla de trastorno orgásmico
cuando la mujer se excita durante el acto sexual pero no consigue
llegar al clímax. Muchas mujeres alcanzan orgasmos a partir de la
estimulación del clítoris y no mediante la penetración; hoy en día, esta
variante se considera normal.
No se han descrito trastornos que afecten la fase de resolución,
durante la cual el sujeto experimenta una sensación de distensión y
relajación muscular, mientras los cambios fisiológicos propios de las
fases anteriores retornan a la normalidad. El otro capítulo es el de los
trastornos sexuales por dolor, que incluye la dispareunia o dolor
durante el coito, y el vaginismo, una contracción involuntaria de la
vagina que impide o dificulta la penetración. Todos estos trastornos
pueden presentarse en forma ocasional, y en tal caso no debería
efectuarse el diagnóstico de disfunción. Para hablar de una alteración
del funcionamiento sexual es necesario que la dificultad se presente
en forma reiterada y que interfiera notoriamente con la vida sexual
del sujeto. En el próximo capítulo examinaremos algunas nociones
difundidas acerca de los factores que causan y mantienen las
disfunciones sexuales.
76
EL «POR QUÉ» DE LAS
DISFUNCIONES SEXUALES
Mitos y Realidades
En esta sección revisamos algunas creencias populares acerca de los
trastornos sexuales, en particular ciertas nociones equivocadas sobre
su origen y su significado psicológico. Uno de los mitos más difundidos, por ejemplo, sostiene que las dificultades sexuales reflejan un
grave trastorno de la personalidad, o revelan profundos conflictos de
la infancia que sólo pueden resolverse mediante un tratamiento prolongado.
Que las disfunciones no reflejan necesariamente un trastorno
importante de la personalidad, lo avala en primer lugar la elevada frecuencia de estos problemas. Si consideramos el número de hombres y
mujeres que experimentan dificultades sexuales en alguna etapa de
sus vidas, es difícil admitir que todos ellos padezcan serias alteraciones
psicológicas. Por otra parte, la mayoría de los sujetos que consultan no
presentan una patología psiquiátrica importante, y la impotencia o la
eyaculación precoz aparecen como el único problema relevante. Y lo
innecesario de un tratamiento prolongado orientado a la resolución
de supuestos conflictos, se deriva de la buena respuesta de estos
trastornos a la moderna terapia sexual, un programa de tratamiento
conductual centrado en la propia disfunción. Más aún, las dificultades
sexuales suelen ser transitorias y en muchos casos remiten espontáneamente.
Lo anterior no excluye, claro está, la necesidad de practicar una
adecuada evaluación psiquiátrica de cada caso. Las alteraciones del
funcionamiento sexual pueden ser la expresión de un cuadro
77
depresivo, de un trastorno obsesivo-compulsivo y aun de cuadros más
serios. Problemas médicos tales como obstrucciones vasculares,
alteraciones neurológicas o trastornos hormonales también pueden
explicar un problema sexual, y ello obliga hoy en día a practicar
exámenes especializados como la «Tumescencia Peneana Nocturna»,
que evalúa el número y la magnitud de las erecciones que tienen lugar
durante el sueño. Cuando el sujeto presenta adecuadas erecciones
nocturnas, se supone que su respuesta fisiológica es normal y la
indagación se orienta a las causas psicológicas del problema. Otros
estudios examinan el flujo sanguíneo a través del pene -puesto que la
erección depende de la retención de sangre en cavidades especiales
del miembro viril- y la dosificación de ciertas hormonas necesarias
para una respuesta sexual eficaz.
En la mayoría de los casos, sin embargo, el sujeto que padece una
disfunción ha desarrollado el problema a partir de su educación y de
las experiencias que ha vivido. Aunque todos nacemos con la
capacidad de responder sexualmente en situaciones eróticas,
podemos aprender a reaccionar con culpa, miedo o ansiedad ante los
estímulos sexuales. Estas emociones negativas son incompatibles con
la erección o anulan el placer sexual. El control sobre el orgasmo es
otra habilidad que puede aprenderse. Algunos hombres no adquieren
un control adecuado sobre su eyaculación, y ciertas mujeres ejercen
un control excesivo que les impide «soltarse» en el momento del
clímax y alcanzar el orgasmo.
En otras palabras, las disfunciones son el resultado de hábitos
inconvenientes adquiridos a lo largo de la vida. Tales hábitos consisten
en pensamientos, emociones y reflejos que bloquean la respuesta
sexual, como ocurre en el caso de la impotencia y la frigidez, o la
aceleran como ocurre en la eyaculación precoz. El concebir a las
disfunciones como resultado de un proceso de aprendizaje y no como
la expresión de supuestos conflictos, tiene importantes consecuencias
prácticas. En primer lugar, el tratamiento consiste en promover un reaprendizaje, es decir en ayudar al sujeto a responder en forma
78
adecuada ante los estímulos o situaciones sexuales. No parece
necesario, en cambio, reflotar el proceso de aprendizaje original para
tratar el problema. Tal ejercicio de investigación histórica o biográfica
no hace que el sujeto desarrolle automáticamente nuevas formas de
respuesta sexual. El mismo principio opera con otras conductas o
respuestas. Si hemos aprendido a hablar mal un idioma extranjero,
debemos entrenarnos para corregir la pronunciación o la ortografía. A
nadie se le ocurriría investigar cómo aprendimos originalmente a
escribir mal una palabra en inglés como forma de corregirla. Con las
respuestas sexuales ocurre otro tanto. Y así como el reaprendizaje de
una correcta ortografía no genera «errores ortográficos sustitutos», el
aprendizaje de mejores y más gratificantes respuestas sexuales no
genera «síntomas sustitutos» ni nada que se les parezca.
El tratamiento conductual de las disfunciones se encara entonces
como un proceso de aprendizaje activo. La terapia comienza siempre
con un exhaustivo análisis del caso, a efectos de establecer cuáles son
los factores que mantienen el problema en la actualidad. Debemos
saber exactamente qué piensa y siente el sujeto antes, durante y
después de mantener relaciones sexuales y cuál es su actitud hacia el
problema. Por los motivos que hemos visto, el estudio del paciente se
centra más en el presente que en el pasado; sin embargo, es necesario
conocer la historia sexual del sujeto para establecer cómo comenzaron sus dificultades y cómo evolucionaron a través del tiempo. El
análisis del caso debe ser individual, ya que problemas similares
suelen responder a causas diferentes.
Una dificultad adicional radica en que los factores que dieron origen al
problema no son necesariamente los que mantienen la disfunción en
la actualidad. Un ejemplo permitirá aclarar este punto. Si un individuo
pretende mantener relaciones sexuales en circunstancias particularmente exigentes, por ejemplo en un lugar donde corre el riesgo de ser
descubierto o con una compañera a la que percibe como muy
experiente y crítica, puede tener dificultades para alcanzar y mantener
una erección. Si a partir de esa experiencia comienza a preguntarse si
79
volverá a fracasar, es probable que en el próximo intento esté más
pendiente de su propio desempeño que de su compañera. Esto,
naturalmente, altera su respuesta sexual y se establece el círculo
vicioso que mantiene el problema. Meses o años después, su
disfunción puede mantenerse por su propia preocupación acerca de
su funcionamiento sexual, lo que Masters y Johnson llamaron el «rol
de espectador». La ansiedad o el miedo responden ahora a la autoobservación del sujeto, aunque su actual compañera diste mucho de ser
exigente. La fuente original de ansiedad ha desaparecido, y el
tratamiento debe centrarse en cortar el círculo «impotencia-preocupación-impotencia» que mantiene la disfunción en la actualidad.
El tratamiento, sin embargo, no se agota allí. Con frecuencia es
necesario abordar también los factores predisponentes, tales como el
elevado nivel de autoexigencia o la creencia de que «un hombre debe
funcionar siempre en forma impecable», sea cual sea la situación.
Estas ideas, también aprendidas, favorecen la autoobservación ansiosa que compromete el desempeño sexual. De modo que la
modificación del comportamiento sexual es mucho más compleja que
la corrección de un error ortográfico, pero es también un aprendizaje
desde el momento que supone un cambio en las creencias del sujeto y
una reducción de su ansiedad en situaciones eróticas.
La necesidad de un examen completo del caso individual, el desarrollo
de estrategias adecuadas a ese caso en particular -de acuerdo a los
factores que mantienen el problema- y el abordaje de aspectos de la
personalidad del sujeto que favorecen el desarrollo de la disfunción
son pilares del tratamiento conductual. La necesidad de un
reaprendizaje activo, mediante ejercicios de imaginación o tareas a
realizar en pareja son otras características de este enfoque. La
dinámica de la relación matrimonial, que a veces juega un rol central
en el mantenimiento del problema, amerita en ocasiones una consideración especial, que puede llegar a una terapia conjunta centrada
en el vínculo cuando la disfunción no puede analizarse fuera de ese
contexto. El caso de Mabel y Sergio que resumimos en el próximo
80
capítulo, muestra cómo las dificultades sexuales pueden responder a
conflictos de pareja.
En síntesis, las disfunciones sexuales no se consideran actualmente
«síntomas» de traumas subyacentes sino el resultado de hábitos y
actitudes que se han incorporado a lo largo de la vida. Estos hábitos
afectan la respuesta sexual en forma refleja o automática, y no porque
el sujeto se proponga -consciente o inconscientemente- funcionar
mal. El inducir al paciente a pensar que no quiere tener erecciones, así
como el sostener que padece un grave trastorno de su personalidad,
constituye a nuestro juicio una práctica equivocada: ahora el sujeto no
se preocupa sólo por su disfunción; también se angustia por el conflicto que cree tener y se sume a veces en un pesimismo innecesario.
81
CUANDO SE ENFRÍAN LAS PASIONES
Historia Sexual de un Matrimonio
Mabel y Sergio5, de 30 y 33 años respectivamente, llevaban cuatro
años de casados cuando consultaron por dificultades en su vida
sexual. Sergio se quejaba de la baja frecuencia de sus relaciones
íntimas, debido a que Mabel no respondía a sus intentos o se negaba
abiertamente señalando que «no se sentía motivada». Cuando
finalmente accedía a mantener relaciones no alcanzaba orgasmos, los
cuales solía experimentar con regularidad durante el noviazgo y los
primeros años de su matrimonio. Ella, por su parte, sostenía que se
encontraba abrumada por las tareas domésticas y por sus estudios, ya
que estaba cursando el último año de una carrera universitaria.
Aunque el disgusto de él y el agotamiento e indiferencia de ella aparecían en primer plano, un examen más detenido reveló que Mabel
experimentaba cierto disgusto y hasta rechazo ante las exigencias
sexuales de su esposo, mientras que éste sentía temor y preocupación
por la falta de respuesta sexual de ella, sospechando que la misma se
debía a su falta de habilidad para complacerla y provocarle orgasmos.
Al examinar en detalle su relación de pareja, surgieron otros datos
significativos. Sergio siempre asumió un rol dominante y protector en
la relación, mientras que Mabel mantuvo un comportamiento sumiso,
delegando en su compañero las decisiones más importantes. Esto
coincidía con el modelo tradicional de matrimonio que ella había
conocido en su propia familia, por lo cual no supuso un problema
durante el noviazgo y los primeros años de matrimonio. Sin embargo,
5
Los nombres «Mabel y Sergio», así como otros datos personales que
se incluyen en el presente artículo, son ficticios. El caso se presenta en forma
resumida y omitiendo muchos detalles, ya que ha sido redactado exclusivamente con fines de difusión.
82
Mabel fue modificando sus puntos de vista con el paso del tiempo,
sobre todo por la influencia de sus compañeras más modernas y
liberales de la facultad. Comenzó a sentirse desvalorizada por el lugar
que ocupaba en el matrimonio y a percibir a Sergio como «un machista» que pretendía que ella le obedeciera y estuviera a su servicio. Se
tornó muy sensible a la conducta de su esposo, llegando a molestarle
incluso su tono de voz imperativo o las ocasiones en que él tomaba
resoluciones unilaterales, aunque se tratara de temas menores tales
como elegir una película en el video-club. De ese modo fue
«confirmando» la imagen de hombre autoritario e insensible que se
había formado de él.
Sin embargo, sus propias inhibiciones le impidieron plantear
claramente su malestar. En lugar de encarar frontalmente el
problema, se limitó a expresar en forma indirecta su disgusto poniendo mala cara, demorando cuando él le pedía algo- o actuando
en contra de sus expectativas -por ejemplo: yéndose a dormir en lugar
de mirar el video con él. Su resistencia a mantener relaciones sexuales
y su escasa entrega durante las mismas formaban parte de esa actitud
de rebeldía pasiva: el negarse a complacerlo y oponerse sistemáticamente a sus demandas era una forma de tomar represalia y
equilibrar el balance de poder en la relación.
Sergio, por su parte, desconocía el resentimiento de su esposa o no
creía que fuera tan importante como para condicionar el
comportamiento sexual de ella. Por eso atribuía su escaso interés en el
sexo al aburrimiento y tal vez a su propia falta de capacidad para
estimularla. La pobre respuesta sexual de Mabel despertó las dudas
que albergaba respecto a su habilidad como amante, y de allí su temor
a «no poder complacerla».
A diferencia de otros casos más simples, en que el tratamiento
consiste en proponer a los consultantes tareas sexuales y ejercicios
destinados a incrementar el placer o a reducir la ansiedad, aquí la
estrategia fue diferente. La terapia debió encarar los factores causales
83
que estaban manteniendo el problema, tales como el estilo inhibido
de comunicación que exhibía Mabel, su dificultad para expresar desacuerdos en forma clara y directa y su tendencia a tomar represalias.
También fue necesario revisar su «visión de túnel», mediante la cual
percibía sólo las conductas autoritarias de Sergio ignorando en cambio
los gestos de consideración que él había comenzado a exhibir. La
terapia debió proveer a Mabel de las estrategias adecuadas de
comunicación y motivación para conseguir una mayor satisfacción en
su relación conyugal.
Sergio, por su parte, debió comprender que su esposa no era un
objeto que respondía cuando él «hacía lo correcto», sino una persona
con su propia dinámica emocional que podía encontrarse más o
menos dispuesta para la actividad sexual. También debió comprender
los cambios que se habían operado en ella durante los últimos años, y
resolver en qué medida él quería o podía acompañar dicha evolución.
Las técnicas y procedimientos empleados para alcanzar dichos
objetivos están fuera del alcance de este artículo. Sin embargo, el
ejemplo permite apreciar que el tratamiento conductual no toma
siempre el motivo de consulta tal como es presentado por los
pacientes, ni se limita a aplicar técnicas para modificar el
comportamiento sexual cuando la disfunción está mantenida por
factores vinculados a la relación de convivencia.
84
TERAPIA SEXUAL EN EL CTC
Centro de Terapia Conductual
Lorenzo J. Pérez 3172/004 - Montevideo
Tel.: (598) 2709 1830
www.psicologiatotal.com - [email protected]
En el Centro de Terapia Conductual se abordan las dificultades en el funcionamiento sexual mediante distintos formatos
de tratamiento, según las necesidades del consultante:




Sesiones individuales de consejo y orientación: un
asesoramiento de breve duración (3 a 6 sesiones)
centrado en el análisis y manejo de las inhibiciones y
otras dificultades de la vida sexual.
Sesiones de orientación sexual a la pareja: un asesoramiento conjunto de breve duración (3 a 6 sesiones)
que apunta a mejorar y enriquecer la sexualidad de la
pareja.
En el marco de una terapia individual cognitivo –
conductual, a partir de objetivos de cambio y superación personal, incluyendo cambios en la vida sexual.
Como parte de una terapia de pareja, en sesiones
conjuntas que apuntan a mejorar la comunicación y a
recuperar la armonía de la pareja en diferentes planos incluyendo su vida sexual.
85
Los malos son los
otros
86
AGRESIVIDAD Y TOLERANCIA
Sobre este tema no parece haber dos opiniones, al menos «de la boca
para afuera»: casi todos coincidimos en que el respeto y la tolerancia
constituyen la base de una sociedad civilizada. La paciencia, la
consideración y la cortesía son valores universales, y casi nadie discute
las ventajas de una convivencia pacífica. En los hechos, sin embargo, la
mayoría de nosotros exhibimos reacciones agresivas al atravesar la
puerta de calle, en cualquiera de los dos sentidos. La familia, el trabajo
y sobre todo el tráfico parecen ser campos de batalla que despiertan
nuestros instintos agresivos. No se trata de que nos tomemos a golpes
o a puntapiés con nuestros ocasionales enemigos. Cuando hablamos
de agresividad lo hacemos en un sentido amplio, que va más allá de la
violencia física y que incluye la agresión verbal, la respuesta airada, la
crítica dura, la amenaza, la prepotencia y hasta la mirada o el gesto
hostil que transmiten enojo sin verbalizarlo.
Tal como ocurre con otras emociones -por ejemplo el miedo o la
tristeza-, la cólera configura un problema sólo cuando es desmedida,
desproporcionada a la situación que la ha generado, o bien cuando
constituye una reacción habitual del sujeto porque se dispara ante
mínimas frustraciones. En tales casos, la respuesta agresiva suele comprometer las relaciones interpersonales del individuo, inspirando
temor y resentimiento en sus seres queridos, cuando no francos
contraataques y duras represalias. Todo ello conduce a un distanciamiento de familiares, amigos y compañeros, mientras que el sujeto se
considera incomprendido o marginado sin razón, lo cual aumenta su
enojo y deteriora aún más sus vínculos sociales.
Se ha dicho con frecuencia que la agresividad es una respuesta natural
ante los obstáculos y contratiempos. Entonces, ¿por qué algunas
personas toleran bastante bien las frustraciones, mientras que otras
87
reaccionan en forma airada e iracunda en circunstancias similares?
¿Qué actitudes predisponen a montar en cólera y cuál es el enfoque,
en cambio, que permite desarrollar una mayor tolerancia ante las
dificultades? La clave no está en los problemas que cada uno enfrenta
sino en el modo como los encara. Como veremos a continuación,
algunos pensamientos favorecen las respuestas agresivas mientras
que otros promueven una mayor comprensión y tolerancia en quien
los evoca.
Las personas que viven enojadas se forman juicios de valor globales,
radicales o categóricos sobre los otros. A sus ojos, los demás son
justos o injustos, agradecidos o ingratos, sinceros o fallutos, solidarios
o egoístas, etc. Quienes demuestran mayor tolerancia, en cambio,
pueden juzgar comportamientos aislados de otras personas, por
ejemplo: «en esta ocasión no me dijo toda la verdad» en lugar de
concluir: «es un mentiroso».
Los sujetos iracundos necesitan saber siempre quién tiene la culpa de
los sucesos adversos. Suelen atribuir toda la responsabilidad a una
sola persona o a un grupo social, y luego descargan su ira sobre el o los
presuntos culpables. Los individuos menos agresivos, en cambio,
toleran mejor la incertidumbre y reconocen muchas veces que no
saben quiénes son los responsables de un hecho desgraciado.
Además, suelen repartir más las culpas. En un accidente de tránsito,
por ejemplo, toman en cuenta el estado del pavimento, la mala
visibilidad, los errores de ambos conductores, las posibles fallas
mecánicas y la mala señalización de la ruta, en lugar de cargar toda la
culpa a la imprudencia de uno de los actores.
Quienes exhiben un malhumor crónico, atribuyen sus propios fracasos
y desventuras a factores externos como la suerte, el azar o la intervención de otras personas, mientras que los sujetos más moderados
asumen la responsabilidad por los resultados que obtienen. Estos
últimos se preguntan «qué hice mal o cómo puedo mejorar la situa-
88
ción», mientras que los primeros se quejan del destino o de la mala
voluntad de los demás.
La tendencia a considerar las actitudes ajenas como dirigidas
intencionalmente hacia ellos es otra característica de los individuos
agresivos. Cuando alguien los mira directamente a la cara pueden
tomarlo como una provocación, en lugar de pensar que el sujeto los
confunde con otra persona. Si se cruzan con un conocido que no los
saluda, piensan: «no me quiso saludar» en lugar de suponer: «no me
reconoció» o «estaba distraído». En otras palabras, lo toman como
algo personal y se enojan en consecuencia. La actitud opuesta, es
decir, el buscar explicaciones alternativas para la conducta ajena, en
particular motivos distintos de la mala intención, favorece respuestas
menos apasionadas y más tolerantes.
Los sujetos agresivos suponen que quienes piensan o actúan en forma
diferente a como lo hacen ellos son malos o están equivocados.
Consideran que hay una manera correcta de hacer las cosas, y que
siempre es necesario establecer quién está en lo cierto. Las personas
tolerantes, en cambio, suelen ver a los otros como individuos
diferentes, no malos o errados sino distintos. Consideran que los
demás tienen sus propias costumbres, prioridades y valores, que no
son mejores ni peores que los propios sino diferentes. Por eso no
creen necesario juzgarlos, al menos mientras no afecten sus derechos.
Este fenómeno explica muchas discusiones violentas que surgen a
partir de simples diferencias de opinión. La persona intolerante no se
contenta con exponer su punto de vista: pretende convencer a su
interlocutor de que está en lo cierto. Su objetivo no es sólo comunicar
una opinión sino demostrar que tiene razón. Aquellos que se limitan a
hacer conocer sus ideas sin el propósito de que los demás las
compartan a cualquier precio, pueden intercambiar opiniones sin
llegar a una confrontación.
89
A muchas personas agresivas les cuesta reconocer que los demás
tienen sus propias necesidades, y se conducen como si los otros
estuvieran en este mundo para servirlas. Por eso se enojan mucho
cuando no son complacidas, y les cuesta aceptar un «no» como
respuesta. Los sujetos más tolerantes, en cambio, aceptan tácitamente que los otros van a satisfacer primero sus propios deseos. No
ven esto como una forma de egoísmo o insensibilidad, sino como un
fenómeno normal y esperable, que por otra parte no es incompatible
con una actitud solidaria en otras circunstancias. De hecho, todas las
personas tienen sus propias necesidades y es normal que los objetivos
individuales entren en conflicto. La dificultad en tomar esto como un
fenómeno natural y humano lleva a frecuentes enojos y recriminaciones.
90
LOS PREJUICIOS
Generalmente asociamos los prejuicios con la discriminación racial, la
persecución o la marginación de quienes son diferentes. Además, la
mayoría de nosotros nos consideramos objetivos al juzgar a otras
personas, y vemos a los prejuicios como un mal ajeno. Sin embargo, el
prejuicio como fenómeno psicológico va más allá del comportamiento
fanático de los sujetos racistas, que sin duda prejuzgan a quienes
odian por su origen o por el color de su piel. El prejuicio cotidiano es
mucho más frecuente, y la mayoría de nosotros utilizamos
preconceptos a la hora de relacionarnos con nuestros semejantes.
Veamos primero cuáles son las características de esta forma errónea
de sacar conclusiones, para luego examinar los juicios que a menudo
efectuamos en forma apresurada.
¿Qué es exactamente un prejuicio?
Es un juicio adverso o negativo hacia un grupo social, asumido sin
datos o pruebas suficientes. Allport dijo que tener prejuicios es
«pensar mal de otros sin base». Los grupos prejuzgados pueden ser
congregaciones religiosas, grupos raciales, miembros de una clase
social, habitantes de cierta zona, pertenecientes a un sexo -hombres,
mujeres, homosexuales- o con determinado estado civil -por ejemplo:
solteros o divorciados. Quien alberga prejuicios supone que los sujetos
pertenecientes a esos grupos actuarán o pensarán de cierto modo
antes de conocerlos.
También es común desarrollar preconceptos sobre determinados
objetos o actividades: las sociedades, el matrimonio, las películas de
cierta procedencia, etc. El sujeto convencido de que todas las películas
francesas son aburridas puede negarse a mirar cualquier proyección
de ese origen, y el individuo persuadido de que ninguna sociedad es
buena puede rechazar una oferta conveniente por su resistencia a
91
asociarse con otra persona. En su forma extrema, los prejuicios
constituyen una forma de pensamiento inamovible o dogmático que
quita libertad de opinión a quien adhiere a ellos.
A veces se confunde al prejuicio con la simple percepción de las
diferencias. Percibir las características de cierto grupo en forma
neutra, sin juzgarlas, viéndolas sólo como rasgos distintivos de ese
grupo e incluso respetar dichas diferencias no es prejuzgar. De hecho,
aceptar con naturalidad las diferencias entre las personas está en la
base de la tolerancia y la armonía social. Además, esta opinión no
evaluativa de los rasgos ajenos es más flexible que los clásicos
prejuicios, y quien la sostiene está dispuesto normalmente a modificar
su impresión original.
Cómo adquirimos y mantenemos nuestros prejuicios
El primer paso consiste en crearnos un estereotipo, es decir una
imagen única de los sujetos pertenecientes a determinado grupo -por
ejemplo de los divorciados- a partir de información parcial y limitada:
los divorciados que conocemos o lo que nos han dicho sobre ellos.
Luego generalizamos, es decir aplicamos el estereotipo a todos los
sujetos pertenecientes a ese grupo. Asumimos, hasta prueba de lo
contrario, que los divorciados tienen ciertas características o se
comportan de tal o cual manera. A veces mantenemos el estereotipo a
pesar de las pruebas en contrario, por un mecanismo psicológico que
se conoce como visión de túnel: confirmamos la imagen de los sujetos
prejuzgados atendiendo sólo a aquellos que se comportan de acuerdo
a nuestras expectativas, mientras ignoramos o tomamos como
excepciones a quienes se conducen de un modo diferente y contrario
a nuestra imagen preconcebida. Paradójicamente, consideramos
excepciones a los pocos individuos con quienes tenemos contacto
real, y mantenemos un estereotipo alimentado por fantasías sobre
gente que no conocemos o con la cual tenemos escaso contacto.
92
Qué necesidades psicológicas satisfacen los prejuicios
Un temor muy común entre los seres humanos es el miedo a lo
desconocido. Baste recordar el viejo dicho de que «más vale malo
conocido que bueno por conocer». Para muchas personas, los sujetos
distintos resultan misteriosos, desconocidos y por ende imprevisibles.
Por tal motivo, el formarse una idea «a priori» sobre ellos evita
enfrentar el temor que supone lo extraño y brinda cierta seguridad,
claro que al precio de falsear o simplificar la realidad. Por otro lado, el
juzgar a todo un grupo por anticipado nos evita el penoso trabajo de
examinar a cada persona por separado.
Con frecuencia los prejuicios afirman la propia superioridad, ya que al
atribuir a otras personas rasgos o cualidades negativas las
consideramos inferiores a nosotros en algún sentido. Por eso el
prejuicio se acompaña siempre de una desvalorización del otro, y
quien lo mantiene afirma con orgullo no pertenecer al sector
cuestionado. En otros casos el sujeto forma parte del pueblo o del
grupo social al que desprecia, y su odio es una forma de alinearse con
los críticos y detractores para mostrarse como una excepción,
evitando así la hostilidad que sufre su propia comunidad.
Otra función de los prejuicios es consolidar la pertenencia a un grupo.
Es sabido que el odio y el desprecio a un enemigo común unen a las
personas y concitan aceptación social. A su vez, pertenecer a un grupo
y ser aceptado por los otros miembros permite al sujeto sentirse «alguien», le da un estatus especial y le permite considerarse valioso
independientemente de sus méritos o condiciones personales. Por ese
mecanismo, los prejuicios fortalecen la autoestima y alimentan la
sensación de la propia importancia, como ocurre al pertenecer a un
club muy exclusivo. Claro que la sola pertenencia a un grupo no es
suficiente para cultivar una actitud soberbia; son aquellos sujetos que
intuyen su propia mediocridad quienes encuentran en la adhesión a
ciertos prejuicios una fácil manera de sentirse superiores a otros.
93
Estilos de pensamiento que favorecen los prejuicios
Si observamos nuestra forma habitual de pensar podremos descubrir
ciertos hábitos mentales que favorecen el desarrollo de ideas
preconcebidas. La tendencia a sacar conclusiones rápidas sobre otras
personas, a veces luego de cambiar algunas palabras con ellas o sólo
con verlas, revela una tendencia a desarrollar preconceptos, sobre
todo cuando tales impresiones se asumen con gran certeza. Las
personas de juicio inflexible, a quienes les cuesta normalmente cambiar de idea; personas de mentalidad cerrada, que se resisten a
aceptar toda información que contradiga sus opiniones, tienden a
mantener también los estereotipos que manejan sobre los demás.
El pensamiento categorizador, es decir la tendencia a ubicar a los
demás en categorías bien definidas también lleva a perder objetividad.
Los sujetos que piensan en estos términos siempre saben quiénes son
sus amigos y quiénes sus enemigos, dónde están los buenos y dónde
los malos, etc. Las personas autoritarias y mandonas que propenden a
imponer sus puntos de vista en forma agresiva, también desarrollan
prejuicios con mayor facilidad que los sujetos tolerantes.
Aquellos que desconfían de quienes son distintos, se predisponen
negativamente hacia los miembros de ciertos grupos políticos,
religiosos o raciales. Y los sujetos que tienen las ideas muy claras, que
suelen emitir juicios muy contundentes sobre las cosas y la gente sin
dudar ni relativizar, también son propensos a prejuzgar. Estas
personas suelen inspirar confianza, son convincentes y trasmiten
seguridad aunque sus ideas no tengan demasiado fundamento. Por
eso conviene desconfiar de quienes tienen todas las respuestas,
aunque naturalmente, este también puede ser un prejuicio.
94
GANADORES Y PERDEDORES
¿Qué emociones nos despiertan?
¿Qué siente usted hacia las personas que tienen éxito? ¿Qué suele
pensar de los «ricos y famosos», de aquellos que son noticia, de los
que acaparan las tapas de las revistas? A muchos de nosotros, los
sujetos que «han llegado» nos despiertan una mezcla de envidia y
admiración. Nos fascina el éxito y estamos bien predispuestos hacia
los ganadores, los «número 1», los hombres y mujeres que han
triunfado. Otros, en cambio, acostumbramos a mirar con cierto
desdén a los triunfadores: «algo turbio habrá hecho para tener tanto
dinero...», comentamos con suspicacia. O directamente le quitamos
mérito a sus supuestos valores: «para mí no juega tan bien, qué
querés que te diga...». O: «sí, le fue bien, pero se quedó con la
empresa de su familia». Hay mil maneras de restarle valor a los logros
ajenos, y el ingenio popular ha demostrado ser muy creativo a la hora
de desmerecer los éxitos de otras personas.
También los perdedores suelen despertar sentimientos encontrados: a
veces es compasión y apoyo, pero en otros casos es rechazo y hasta
desprecio. Sin llegar a tales extremos, es común culpar a los demás
por sus fracasos o, por el contrario, justificarlos sistemáticamente. Si
tuviéramos que resumir estas reacciones, diríamos que tanto los ganadores como los perdedores son capaces de despertar en nosotros
fuertes sentimientos de aceptación o rechazo.
¿Cuál es el significado de estas actitudes acaloradas o emotivas?
Desde el punto de vista psicológico, cuanto más apasionada es nuestra
reacción hacia otra persona menos objetiva se torna. Una fuerte
tendencia a idolatrar o a denostar a los ganadores revela más una
necesidad personal de hacerlo que una visión realista de aquéllos.
Otro tanto ocurre con las emociones que nos despiertan los
95
perdedores: si experimentamos regularmente rechazo hacia ellos, o si
por el contrario nos sentimos inclinados a defenderlos, seguramente
están en juego nuestros temores y necesidades internas. De hecho,
nuestra disposición positiva o negativa hacia los logros ajenos depende de qué sentimos hacia nuestros propios fracasos y de qué representa el éxito para nosotros. De alguna manera, los ganadores y
perdedores que conocemos nos recuerdan nuestras propias
frustraciones.
Las reacciones más negativas hacia los ganadores se encuentran entre
los individuos que tienen una necesidad neurótica de triunfar. Como
su autoestima depende de ser admirados o reconocidos, más allá de
las ventajas prácticas o materiales de alcanzar logros, entran
fácilmente en competencia con los ganadores. Para ellos los triunfadores representan una amenaza, y su envidia les induce a restarles
méritos para no sentirse disminuidos. Otro grupo que suele cuestionar
a los exitosos es el de aquellos que hacen un culto a la mediocridad.
Estos censuran o critican a quienes se salen de la norma y defienden al
«hombre promedio», que no alcanza notoriedad por sus logros ni por
sus fracasos. Al burlarse de los exitosos o al desvalorizarlos, el sujeto
se siente cómodo con su propia mediocridad y consigue de paso la
aceptación y simpatía de sus pares. Este es un fenómeno bastante
común en nuestro medio, donde ya desde el aula el chico que destaca
es calificado en forma peyorativa como el «traga» de la clase.
Los sujetos disconformes con sus propios logros se identifican a veces
con los perdedores y los defienden, para justificar así sus propios
fracasos. En otros casos es la vocación de «salvador» la que lleva a
muchas personas a buscar víctimas para poder brindarles su
protección, como forma de reforzar el sentido de su propia
importancia. Suelen atribuir el fracaso de sus protegidos a la mala
suerte o a la falta de oportunidades, y a veces «adoptan» al desvalido
para rescatarlo de su injusta situación. Se trata, claro está, de un
seudoapoyo, ya que el salvador se siente secretamente complacido
por haber encontrado una víctima a quien poder ayudar.
96
En el polo opuesto están las personas que no creen en la suerte o en el
azar. Para ellas, cada cual es responsable de todo lo que le ocurre, y
aquellos que fracasan se lo han buscado y se lo merecen. A partir de
esta premisa, experimentan cierto desprecio por los perdedores, a
quienes califican de tontos, holgazanes o poco ambiciosos. Tampoco
ellos mismos se permiten flaquezas o debilidades.
Un grupo particular es el de los «contras», cuya tendencia a la
contradicción sistemática les lleva a poner en tela de juicio tanto los
méritos de los ganadores como las culpas de los perdedores. Están
programados para buscar la excepción, el «sí, pero...», y por eso
buscan en los demás el detalle que no cierra con su imagen pública de
fracasado o exitoso.
De modo que nuestra reacción ante los méritos o las fallas ajenas está
bastante influida por nuestras íntimas decepciones y nuestros hábitos
de pensamiento, en particular si los juicios que formulamos son muy
apasionados y más aún si se reiteran con frecuencia. De ese modo, la
opinión que nos merecen los logros del prójimo puede ser un espejo
en que, sin advertirlo, reflejamos a veces nuestra propia personalidad.
97
LA ENVIDIA
La envidia es un pecado mal visto en nuestra cultura. Porque la gula,
por ejemplo, despierta risa y hasta simpatía, y la lujuria suscita alguna
sonrisa cómplice. Pero la envidia siempre genera rechazo y
desaprobación. Muchas personas aceptan que son iracundas, o
reconocen que a veces las domina la pereza, pero pocas admiten que
las consume la envidia y el rencor por los éxitos ajenos. Además, la
envidia despierta temor en nuestra sociedad: las cintas rojas que
colgamos en los autos y la tendencia a ocultar nuestras ganancias así
parecen demostrarlo.
Debido precisamente a su mala fama, conviene delimitar el término
con precisión. ¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos de
envidia? ¿Cómo podemos definir este sentimiento hostil y negativo
hacia otras personas? Digamos primero que el simple deseo de tener
lo que el otro tiene -sus cualidades, sus posesiones, su suerte- no es
envidia, o en todo caso es «sana envidia».
La auténtica envidia va más allá de anhelar la suerte o los bienes de
otra persona. Supone además un rencor o rabia porque el otro
disfrute de tales posesiones. Para decirlo claramente, al envidioso le
molesta que al otro le vaya bien, y vive «envenenado» o resentido por
los éxitos de conocidos o allegados.
Puede desmerecer incluso los éxitos ajenos atribuyéndolos a la suerte,
a maniobras poco éticas, a la ayuda de terceros, al engaño o al fraude.
Al envidioso le cuesta aceptar que el otro ha alcanzado lo que tiene
por méritos tales como su inteligencia, su esfuerzo o su dedicación. En
muchos casos intenta perjudicar al afortunado hablando mal de él,
saboteando sus proyectos o negándole ayuda si se da la ocasión.
98
Claro que la envidia no es un sentimiento que «está o no está», como
si fuera un rasgo permanente de algunas personas. Todos podemos
experimentar ocasionalmente cierto grado de rencor o disgusto ante
la fortuna de algún conocido, en particular si se trata de alguien a
quien aborrecemos. Pero cuando el sentimiento hostil se presenta con
frecuencia y en distintas situaciones, puede transformarse en una
característica del sujeto o de su personalidad. En estos casos, la
envidia raramente se presenta como un fenómeno aislado. Suele
acompañarse de otros rasgos o actitudes cuya descripción nos permite
pintar un retrato del envidioso, que aun cuando no se presente completo en todos los casos refleja de todos modos la personalidad básica
de este personaje.
En pocas palabras, el envidioso típico es muy competitivo y se
compara secretamente con los demás. No puede pensar en los otros
sin compararse con ellos. Con frecuencia experimenta una
disconformidad básica con su propia vida, se siente frustrado en sus
aspiraciones y descontento con su suerte. Y en cuanto a su principal
área de interés, está orientado hacia sí mismo: cuando piensa en otra
persona, incluso cuando experimenta sentimientos positivos hacia
ella, lo hace en términos utilitarios: «me sirve, me agrada su
compañía, me divierte, me fascina, me seduce, me entretiene», etc.
No experimenta un auténtico interés por la otra persona, un interés
«desinteresado» y solidario.
Los rasgos anteriores nos permiten comprender la dinámica psicológica que está en juego: a este individuo íntimamente frustrado y
orientado hacia sí mismo, los éxitos ajenos le recuerdan sus propios
fracasos. De allí la rabia y el disgusto que experimenta ante las
personas que alcanzan metas que él no puede obtener. Pero como le
resulta inaceptable admitir su propia mediocridad, prefiere
desmerecer los éxitos de otros. En efecto, reconocer la capacidad
ajena lo llevaría a admitir su propia incapacidad. Por eso dirige su
enojo hacia el otro, para justificar de alguna manera sus propias
carencias.
99
Como la envidia es la expresión de sus propias necesidades
psicológicas, el envidioso suele ser poco objetivo al juzgar a sus
semejantes. Con frecuencia está pendiente de las ventajas y beneficios
de que disfrutan los demás. Percibe selectivamente tales beneficios por ejemplo: las ganancias que obtiene un comerciante o las
facilidades que se otorga a quien ejerce un cargo jerárquico- sin tomar
en cuenta las obligaciones y el sacrificio que imponen dichas tareas. A
veces invoca razones de justicia o equidad para quejarse de los
beneficios que se otorga por ejemplo a los dirigentes de una
institución, cuando el verdadero motivo de su protesta es el malestar
que sufre por no detentar él mismo tales prerrogativas.
La envidia se comprende mejor cuando repasamos las diferentes
respuestas ante la suerte de los demás. Los éxitos ajenos pueden
suscitar, básicamente, tres tipos de reacción: auténtica alegría o
verdadera satisfacción; indiferencia, cuando el sujeto no se alegra
pero tampoco se disgusta por los triunfos ajenos; y rabia o disgusto
por lo bien que le va al otro. Esta es la clásica envidia que hemos
descrito al comienzo, como un sentimiento negativo u hostil.
A su vez, estas tres reacciones reflejan una actitud general del sujeto
ante los demás: «ir hacia», «alejarse de» o «ir contra» las otras
personas. Algunos individuos tienden a acercarse a los otros, a ir hacia
ellos. Sienten un natural interés por sus semejantes: son buenos oyentes, les preocupa las necesidades y los problemas ajenos, se
entristecen por los fracasos de otras personas y se alegran por sus éxitos.
Los del segundo grupo tienden a alejarse de los otros y a centrarse
más en las cosas que en las personas. Les interesa más los problemas
en sí que el impacto que los problemas tienen sobre la gente. Son
objetivos, prácticos y neutrales. Como hemos dicho, los éxitos ajenos
no les alegran mucho ni les despiertan rencor. Los envidiosos, por
último, forman parte del tercer grupo: no se caracterizan por «ir
100
hacia» ni por «alejarse de» sus semejantes, como los anteriores, sino
por ir contra ellos. Viven en una permanente puja o confrontación con
sus pares, más o menos evidente. Como dijimos antes, se sienten
disminuidos por los logros de otras personas, en particular cuando
pertenecen a su mismo grupo social o cuando comparten con ellas
algunas características: hijos de la misma edad, vivienda en el mismo
vecindario, similar profesión, etc. También se alegran secretamente
por los fracasos de sus «oponentes», porque dichos fracasos elevan su
castigada autoestima y constituyen un pobre consuelo para su íntima
desazón.
101
QUEJAS Y RECLAMOS
¿Cómo nos quejamos los uruguayos?
¿Qué hace usted cuando ha pedido una porción de pulpa jugosa y el
mozo le trae el asado bien cocido? ¿O cuando la recepcionista de una
oficina se muestra poco dispuesta a resolver sus problemas? La mala
atención en las dependencias públicas es casi una tradición nacional.
La descripción más típica es la de un sufrido ciudadano esperando una
eternidad, mientras los funcionarios se encuentran enfrascados en
una acalorada discusión sobre temas deportivos o las empleadas
comparten una amena conversación en torno a una taza de té. Tal vez
por aquello de evitar problemas, a la mayoría de nosotros nos gusta
creer que los trabajadores están realmente ocupados, y muchas veces
lo están. Suponemos que la conversación que mantienen es sólo un
breve intercambio de opiniones sobre el partido del domingo, o que la
humeante y aromática infusión es una corta pausa en el diario trajín
de las funcionarias. A medida que transcurren los minutos, sin
embargo, comenzamos a elaborar otras teorías. Tal vez no se han
percatado de nuestra presencia y convenga llamarles la atención. Pero
no. Si se molestan por nuestra insistencia pueden condenarnos a una
espera aún mayor. La cautela nos dice que conviene seguir
aguardando. Sin embargo, hasta la paciencia tiene un límite, de modo
que finalmente vencemos nuestras inhibiciones y haciendo acopio de
valor ensayamos un tímido: «este..., señorita, ¿usted atiende aquí...?».
A veces la suerte nos acompaña y recibimos una respuesta alentadora.
Hasta es posible que nos atiendan.
Como todas las caricaturas, la descripción anterior resulta
probablemente exagerada, y no hace justicia con los trabajadores que
cumplen sus tareas con interés y dedicación. Sin embargo, permite
ilustrar nuestra típica reacción cuando efectivamente sufrimos una
atención deficiente. En tales casos, los uruguayos no nos quejamos
102
directamente. Nos callamos y decidimos no volver a ese comercio -si
tenemos la posibilidad de hacerlo-, o le contamos a nuestros amigos lo
mal que fuimos atendidos pero no hacemos saber nuestro malestar a
la persona responsable. El hábito de contener nuestro disgusto
conduce a otra reacción inadecuada: toleramos la situación hasta que
finalmente explotamos, levantando la voz y acusando al empleado de
«no querer trabajar» o de tener mala disposición. La tercera opción,
que consiste en llamar la atención del funcionario y solicitar un mejor
servicio en forma firme pero respetuosa, es la menos común en
nuestro medio. En una oficina -pública o privada-, la mayoría de
nosotros preferimos esperar antes que pedir directamente que nos
atiendan. Si el incidente ocurre en un comercio, es posible que nos
vayamos de allí con la íntima convicción de no volver, sin que nadie se
entere jamás de nuestro malestar.
Cuando se trata de devolver un artículo que hemos adquirido,
exhibimos la misma falta de firmeza. El comprador suele aceptar la
negativa del comerciante sin discutirla demasiado, aun cuando la
considere injusta. Frases como: «son las normas de la casa...»
desalientan a la mayoría de los reclamantes, como si la casa tuviera
derecho a establecer cualquier norma y hubiera que obedecerla. A la
hora de devolver o cambiar un artículo, los uruguayos creemos que
necesitamos esgrimir un motivo válido para el comerciante. A la
pregunta: «¿por qué desea devolverlo?», buscamos algún pretexto no me quedó bien, el color no me combina, etc.- en lugar de asumir
directamente que nos hemos arrepentido. Esto, claro está, da pie para
que el vendedor discuta nuestros argumentos -«por favor, pruébelo
para ver cómo le queda»- o nos ofrezca otra cosa: «si el problema es
el color, tengo todos estos tonos».
¿Por qué nos cuesta tanto presentar quejas, devolver artículos y hasta
rechazar una prenda que nos hemos probado? Muchas veces, como
en el ejemplo anterior, nos sentimos obligados porque asumimos
erróneamente que debemos convencer al vendedor de que no nos
sirve lo que nos está ofreciendo, y cuando nos quedamos sin
103
argumentos claudicamos y llevamos lo que no queremos. Así terminan
muchos reclamos por artículos fallados o que no han sido entregados
como los pedimos. En realidad es suficiente con que nosotros estemos
convencidos de que no nos sirve: no necesitamos convencer al
comerciante, ni tenemos por qué entrar en un debate con él. En lugar
de embarcarnos en una discusión innecesaria, es mejor limitarnos a
decir que no nos gusta el producto o que no nos satisface, e insistir en
que nos den otro. No es la confrontación de argumentos sino la
insistencia en el reclamo la que brinda mejores resultados: «puede ser
que no esté de moda, pero prefiero un saco cruzado».
Cuando asumimos que tenemos derechos como consumidores, podemos exigir un buen servicio con naturalidad y no como un favor especial. En lugar de preguntar tímidamente: «mozo, ¿se puede cambiar
este plato...?» es mejor plantear el pedido directamente, dando por
sentado que será complacido: «mozo, esta carne está muy cocida, Por
favor, tráigame una porción más jugosa».
Muchos de nosotros nos resistimos a presentar quejas porque creemos erróneamente que reclamar equivale a pelearse. Como hemos
dicho, la idea no es discutir ni mucho menos pelear, sino simplemente
formular un pedido concreto. Cuando sea necesario hablar con el
gerente o con el encargado de un local, el objetivo no debe ser
recriminarle la pésima atención o el destrato de que hemos sido
objeto, sino señalarle el hecho en sí y pedirle un trato distinto para la
siguiente ocasión -o para otros clientes. Es bueno tener claro que el
propósito no es criticar el servicio sólo por el afán de demostrar los
errores que se cometen en el lugar, sino brindar una información útil
para mejorar la atención del comercio o de la oficina. Por ese motivo,
no conviene personalizar. Las quejas deben estar dirigidas al procedimiento en sí -«la gente saca número pero luego se atiende en
cualquier orden»- en lugar de empeñarse en señalar a los culpables y
exigir sanciones. Se trata más de una sugerencia de cambio que de un
ataque.
104
No existe en nuestro medio el hábito de presentar quejas con
naturalidad, y tampoco se aprecia un auténtico interés de los
comerciantes en atenderlas. Sin embargo, las quejas debieran ser bien
recibidas, puesto que siempre encierran una información valiosa para
mejorar el servicio. Tampoco existe la costumbre de felicitar a quien
nos ha proporcionado una buena atención, o de expresarle al menos
nuestro reconocimiento. Y este es otro hábito que conviene cultivar,
porque el elogio sincero es el mejor atajo para conseguir cambios
duraderos en el comportamiento del prójimo.
105
EL COMPORTAMIENTO DE LOS URUGUAYOS
EN EL TRÁFICO
¿Por qué nuestro tráfico es tan desordenado? ¿A qué se debe que los
uruguayos no respetemos las ordenanzas municipales y nos
comportemos en forma agresiva o poco solidaria? El problema,
naturalmente, es complejo y reconoce múltiples causas. Sin pretender
efectuar un análisis completo del tema, que debe incluir especialistas
en diferentes disciplinas, aportamos a continuación algunos conceptos
de la psicología conductual que ayudan a comprender el
comportamiento de quienes conducen un vehículo.
Hábitos sociales
La conducta de un sujeto siempre refleja, en alguna medida, los
valores de la sociedad en que vive. La nuestra es una cultura
transgresora, donde no se condena al infractor y a veces hasta se le
aplaude. El que elude al inspector, como el que evade impuestos y
hasta el estudiante que copia en una prueba es un «vivo», no un infractor. No tenemos el hábito de respetar las normas de convivencia, y
cumplimos con las ordenanzas sólo bajo la presión de multas y
sanciones. Como veremos más adelante, esto plantea una dificultad
práctica, porque las sanciones sólo son eficaces para controlar el
comportamiento cuando su aplicación es muy probable -por ejemplo
cuando el inspector está a la vista-. La autocensura, en cambio,
funciona siempre. Por eso es imprescindible una educación que
resalte, desde temprana edad, las ventajas de cumplir con las normas
de una sociedad civilizada. La educación debe fomentar a un tiempo el
espíritu crítico y el respeto a las reglas que protegen el bienestar
colectivo. La «viveza criolla» ya fue.
106
Factores individuales
Entre los factores propios de cada individuo hay algunos circunstanciales, relacionados con las preocupaciones y dificultades que
afligen al sujeto en ese momento y que no tienen que ver
necesariamente con el tráfico en sí. Cuando una persona está
deprimida o angustiada disminuye notoriamente su tolerancia a las
frustraciones, y el tráfico es por naturaleza una situación frustrante:
debemos esperar ante un semáforo, nuestras maniobras son
obstaculizadas por el desplazamiento de otros vehículos, nos vemos
obligados a dar vueltas hasta encontrar un espacio para estacionar,
etc. De modo que las preocupaciones personales de toda índole, al
disminuir la tolerancia del sujeto y tornarlo más impaciente conspiran
contra su desempeño eficaz en el tráfico.
Otros factores individuales tienen que ver con la personalidad de cada
conductor, es decir con su comportamiento habitual más que con su
ocasional estado de ánimo. Algunos estilos de conducta predisponen a
las reacciones violentas o airadas, como vimos en el capítulo sobre
«Agresividad y Tolerancia». Un caso típico es el de las personas muy
competitivas, para quienes todo es cuestión de ganar o perder. A
estos sujetos les molesta ser «superados» en cualquier plano, y se
embarcan en pequeñas batallas con otros conductores que pueden
culminar en un accidente. Para ellos, ceder el paso equivale a una
derrota. Los individuos susceptibles, por su parte, creen ver provocaciones donde no las hay, y casi siempre interpretan la conducta de
los demás como dirigida hacia ellos. Si un vehículo que viaja en sentido
contrario mantiene las luces altas piensan: «me quiere encandilar», o
«no le importa molestar a los otros conductores», sin considerar otras
posibilidades, por ejemplo: «tiene los faros mal alineados», o «se
olvidó de hacer el cambio de luces». Si el automóvil que circula
delante de ellos gira sin hacer señales, tampoco es casualidad: piensan
que el conductor lo hace intencionalmente o que no tiene la consideración debida, y se sienten agredidos o destratados. Como es natural,
tales presunciones son capaces de generar reacciones violentas.
107
Los sujetos muy distraídos, en particular aquellos que no pueden
atender dos asuntos al mismo tiempo, encuentran dificultades para
concentrarse en el tráfico si conversan o discuten con su acompañante; aun viajando solos pueden embarcarse en un tren de
pensamientos que los aleja momentáneamente de la realidad, mientras conducen en forma automática. Por último -por citar sólo algunos
ejemplos-, los sujetos muy individualistas, centrados sólo en sus
propias necesidades y con la exigencia de ser complacidos en todas
sus pretensiones, suelen conducir en forma poco solidaria. Como no
toman en cuenta las necesidades ajenas, se manejan como si la calle
fuera un espacio de su propiedad y los demás estuvieran a su servicio.
No les interesa perjudicar a los demás: simplemente, no los tienen en
cuenta. Estos rasgos de personalidad, que en alguna medida están
presentes en la mayoría de nosotros, suelen agravarse en una
situación como el tráfico, en que el contacto con los demás es tan
estrecho, y donde la conducta de cada uno suele interferir con los
objetivos del otro. Se trata de una actividad que pone al desnudo los
rasgos antisociales de nuestro carácter, el «animal» que llevamos
dentro. Por eso algunas personas se transforman, literalmente, al
subir a un automóvil.
Las medidas de control, como apuntamos más arriba, deberían
encaminarse principalmente a la prevención de las infracciones
mediante programas educativos. Tales programas deben contemplar
la educación continua de los conductores, empleando medios masivos
de difusión. Es necesario, por ejemplo, modificar las expectativas del
público en cuanto a la demora en trasladarse de un punto a otro de la
ciudad. El individuo debe subir a su vehículo con una idea realista del
tiempo que le insumirá el viaje, tiempo que será superior al que le
demandaba el mismo trayecto años atrás. Debe estar dispuesto, por
ejemplo, a esperar dos cambios de luces del mismo semáforo, porque
el número de vehículos no permite muchas veces atravesar un cruce
cuando la luz verde autoriza el paso. Es importante promover
actitudes solidarias, ilustrando con ejemplos el comportamiento
108
adecuado. Todo esto complementado, naturalmente, con la difusión
directa de las normas vigentes, las cuales no siempre se conocen bien.
Al mismo tiempo, no es posible prescindir de la aplicación de multas o
del retiro de la licencia de conductor. Sin embargo, las medidas
represivas deben estar basadas en un adecuado conocimiento de la
psicología del comportamiento. Baste para ello un ejemplo: como
señalamos al comienzo, no es la magnitud de la multa lo que
desalienta al infractor, sino la probabilidad de ser multado. Incluso una
multa pequeña resulta eficaz si el sujeto está seguro de que le será
aplicada. El conductor que cede el paso en una cebra cuando ve a un
inspector, lo hace con independencia del monto de la sanción -dentro
de ciertos límites-. Inversamente, las mayores sanciones son poco
eficaces si el conductor sabe que la probabilidad de sufrirlas es muy
baja o nula -por no existir inspectores a la vista.
Los estudios sobre el comportamiento humano demuestran, además,
que las sanciones son más eficaces cuando se aplican inmediatamente
después de la infracción. Los procedimientos usuales, sin embargo,
suponen un castigo tardío, que tiene un efecto reducido sobre la
conducta que pretenden controlar. Un ejemplo de sanción inmediata
sería una disposición que obligara al conductor a detener su marcha
por algunos minutos al constatarse la infracción. Por otra parte, no
todas las medidas deben ser represivas. El premio a los conductores
que no hayan sido sancionados -por ejemplo en forma de descuento
en la patente del vehículo- también puede resultar útil, siempre que el
sujeto tenga la certeza de que será premiado. Los mecanismos
concretos, naturalmente, deben elegirse en función de su viabilidad y
de los medios disponibles para aplicarlos. Las medidas siempre deben
adecuarse a las posibilidades reales; pero las disposiciones orientadas
a ordenar el desplazamiento de vehículos, desde el momento en que
apuntan a regular y modificar el comportamiento, deben tomar en
cuenta los aportes de la psicología experimental.
109
«Ladran, Sancho...»
COMO RESPONDER A LAS CRÍTICAS
Esta ha sido, tal vez, la sentencia invocada con mayor frecuencia para
restar importancia a las críticas y reproches, sobre todo cuando se
consideran injustos o malintencionados. En tales casos quisiéramos
que las críticas nos resbalaran sin alterarnos demasiado. Sin embargo,
la fría indiferencia no es la reacción más común ante las muestras de
desaprobación. Cuando alguien cuestiona nuestra conducta o pone
en tela de juicio nuestras ideas, se enciende una alarma en nuestro
interior. Casi sin pensarlo, adoptamos una postura defensiva y
negamos la crítica -«no es verdad...»-, justificamos nuestra conducta «no tuve más remedio...»- o pasamos directamente al ataque: «¿y vos
qué hablás...?»
Esta reacción, sin embargo, no suele conseguir su propósito: por
mejores que sean nuestros argumentos es obvio que nos estamos
defendiendo, y muchas veces el crítico toma esto como la confirmación de que su afirmación dio en el blanco, sobre todo si nuestra
respuesta es vehemente y apasionada. Por otra parte, la defensa no
consigue poner fin a las acusaciones: por el contrario, quien ha
formulado la crítica suele insistir en su planteo, reforzándolo a veces
con nuevos reproches. Al iniciar una discusión para demostrarle que
está equivocado, le obligamos a respaldar su opinión con nuevos
argumentos y prolongamos de ese modo una conversación sobre
nuestros errores o defectos, tema poco atractivo si los hay.
Por ese motivo, los expertos en comunicación han insistido en que no
es conveniente negar de plano las críticas ni justificar de inmediato la
propia conducta. El lector puede preguntarse, entonces, qué camino le
queda. Si no puede defenderse, ¿debe acaso aceptar reproches y
acusaciones que no comparte? Tampoco parece ser esta una
110
alternativa decorosa. Lo ideal sería responder de forma neutra, sin
defenderse inmediatamente, pero sin aceptar una crítica que no
comparte. Las respuestas siguientes contemplan dichos requisitos y
brindan algunas ventajas adicionales.
Cuando el reproche ha sido formulado en términos vagos o generales,
es útil pedir detalles o ejemplos concretos antes de responder: «¿en
qué situaciones te parece que me comporto en forma egoísta?»
«¿Qué hago exactamente para que sientas que no te respeto?» Al
pedir más datos estamos demostrando que nos interesa la opinión de
la otra persona y que podemos escuchar sus objeciones sin alterarnos
demasiado. Este enfoque neutral -no estamos negando ni admitiendo
la crítica- tiende a diluir el clima de beligerancia y propicia un diálogo
objetivo orientado a examinar los hechos.
Los ejemplos concretos tienen otras ventajas: transforman las
etiquetas globales del tipo «sos un mal padre» en señalamientos específicos tales como «los fines de semana te quedás durmiendo en
lugar de llevar a los chicos al parque». Esto último, naturalmente, es
más fácil de aceptar y puede llevarnos incluso a modificar nuestros
hábitos. De hecho, pedir detalles nos permite a veces recoger una
valiosa información sobre nuestra conducta, la cual nunca habríamos
obtenido si nos hubiéramos empeñado en defender nuestro ego y en
demostrar lo injusto del reproche.
Por último, al solicitar ejemplos concretos obligamos a quien nos
critica a ser más preciso. Si el reproche fue desmedido o exagerado, y
sobre todo si carece de fundamento, el crítico tendrá dificultades para
presentar hechos concretos. En ese caso, lo inapropiado de su planteo
quedará en evidencia. En todo caso, al solicitar ejemplos estamos
obligando al otro a dar explicaciones en lugar de tener que brindarlas
nosotros. Pero más allá de esta utilidad, la técnica debe emplearse con
un auténtico interés por recoger información y no en un tono de
desafío, como si dijéramos: «¿a qué no encontrás un ejemplo válido?»
111
Una vez que tenemos claro de qué se nos acusa, estamos en condiciones de dar una respuesta. Sin embargo, un viejo principio establece
que el mejor modo de manejar las discrepancias consiste en comenzar
señalando las áreas de coincidencia en lugar de poner énfasis en los
puntos de fricción. Según Alan Garner, Manuel J. Smith y otros
especialistas en relaciones humanas, es conveniente aceptar primero
la parte del planteo que resulta compartible. Si el cuestionamiento
que nos han formulado es válido en su totalidad, podemos reconocer
con naturalidad nuestro error sin poner pretextos que den lugar a una
discusión. Una vez que hemos aceptado la equivocación, es difícil que
el crítico continúe insistiendo en su acusación: ya le hemos dicho que
tiene razón, de modo que podemos pasar a otro tema.
En otros casos tendremos que limitarnos a coincidir con parte de lo
que sostiene nuestro interlocutor, expresando luego nuestra opinión
sobre el problema. Casi siempre es posible aceptar algo de lo que ha
dicho la otra persona, al menos la posibilidad de que tenga razón: «es
cierto que estoy corriendo un riesgo y que tal vez me equivoque al
cambiar de empleo, pero creo que vale la pena hacer el intento».
Incluso cuando el reproche es muy agresivo y se transforma en un
insulto, es posible reconocer sencillamente que el otro piensa de ese
modo cuando no deseamos entrar en polémicas con él: «si, ya veo
que para vos soy falso y deshonesto», versión moderna y exasperante
de la quijotesca indiferencia.
Finalmente, podemos brindar nuestra propia opinión sobre aquellos
puntos que no compartimos, o -como en el ejemplo anteriorcomunicar sencillamente nuestra decisión: «... de todas maneras
prefiero cambiar de empleo». En esta etapa nos limitamos a trasmitir
nuestra forma de pensar sin discutir los argumentos del crítico, sino
como una preferencia o una opinión personal. En muchos casos es útil
encarar a partir de aquí un intercambio de ideas con nuestro interlocutor, si nos interesa dialogar con él sobre el tema. Pero siempre es
conveniente evitar un debate innecesario acerca de quién se equivoca
y quién tiene razón.
112
Cuando los nervios
nos devoran
113
QUÉ OCURRE CUANDO PERDEMOS LA CALMA
Cada vez que usted se altera o se pone nervioso, se desata en su
organismo una tormenta biológica. Su corazón comienza a latir
rápidamente, se le humedecen las manos y su respiración se vuelve
agitada o irregular. Su presión arterial puede subir o bajar, y en este
último caso se sentirá mareado o inestable. Tal vez sufra cólicos
digestivos, acidez estomacal o sequedad de boca. Al mismo tiempo,
usted se siente inquieto, preocupado y en un estado general de alerta
y tensión emocional.
Estas reacciones pueden variar en intensidad, desde un discreto
nerviosismo hasta una fuerte crisis de angustia. Además, los síntomas
varían de un sujeto a otro: en algunas personas predominan los
ajustes cardiovasculares y en otras las alteraciones digestivas o
respiratorias. Sin embargo, en cada sujeto la ansiedad se manifiesta de
un modo característico, y la respuesta fisiológica es más o menos la
misma independientemente de la situación que la haya
desencadenado. Da lo mismo que un auto frene a pocos centímetros
de usted o que su hija adolescente se retrase en volver a casa. Su
organismo está programado genéticamente para reaccionar ante
cualquier situación que percibe como peligrosa o amenazante, con
una serie de cambios que lo preparan para la lucha o la huida. Estos
cambios están a cargo de los sectores del sistema nervioso
responsables del funcionamiento visceral y glandular: el simpático y el
parasimpático, cuya actividad depende a su vez de un centro cerebral
ubicado en el hipotálamo. La reacción de alarma incluye también
alteraciones hormonales, tales como la liberación de adrenalina en el
torrente circulatorio.
En ocasiones se alude a estas respuestas fisiológicas diciendo que el
sujeto «somatiza» o que «pone en el cuerpo» su preocupación. Se
114
trata de una expresión poco feliz. Como hemos visto, el organismo
responde a las situaciones de estrés en forma automática e involuntaria, y tanto la vivencia psicológica de estar ansioso como los cambios
corporales que la acompañan forman parte de una reacción integrada
y heredada por nuestro sistema nervioso. La sensación subjetiva de
miedo no se transforma en trastornos somáticos como transpiración y
temblor. Ambas, la respuesta emocional y las alteraciones orgánicas,
constituyen la reacción global del individuo a los peligros reales o
imaginados. Por tal motivo, no es cierto que los síntomas físicos
sustituyan o reemplacen a las sensaciones psíquicas. Por el contrario,
percibir palpitaciones o sentir cólicos suele aumentar la preocupación
en lugar de disminuirla, como saben bien los estudiantes que están a
punto de rendir una prueba importante.
Normalmente, los cambios fisiológicos que tienen lugar cuando
estamos nerviosos son transitorios y reversibles. Lo que se altera es la
función de ciertos órganos, no su estructura. Nuestra digestión, por
ejemplo, se vuelve más lenta, sentimos acidez o sufrimos diarrea, pero
una vez que recuperamos la calma todo vuelve a la normalidad. Las
consecuencias pueden ser distintas cuando la tensión se mantiene
durante meses o años. Los individuos afectados por preocupaciones
crónicas pueden desarrollar auténticas enfermedades psicosomáticas,
como gastritis o úlcera duodenal. En estos casos existe una lesión
anatómica de los órganos, no sólo una alteración de su funcionamiento. Claro que para llegar a esta etapa es necesaria cierta predisposición del sujeto. La tensión emocional sostenida actúa sobre esta
vulnerabilidad y termina por lesionar los órganos afectados.
La úlcera duodenal, el asma bronquial, la hipertensión arterial y otras
enfermedades psicosomáticas están relacionadas sólo en parte con los
trastornos emocionales. Factores hereditarios, alérgicos, infecciosos y
de otro tipo también contribuyen a su desarrollo. Además, estas
enfermedades son psicosomáticas en el sentido de que la tensión
nerviosa sostenida es capaz de lesionar los tejidos; no expresan el deseo del paciente de sufrir la enfermedad. Como hemos visto, los
115
cambios fisiológicos que tienen lugar durante el estrés son automáticos. El sujeto no puede actuar directamente sobre su presión arterial
para castigarse, ni alterar a voluntad sus secreciones digestivas con
objeto de conseguir apoyo y protección.
Un tipo especial de ansiedad que aparece en forma de accesos súbitos
e imprevistos, se conoce como ataque de pánico. Los trastornos
físicos tales como taquicardia, sensación de ahogo, mareo e inestabilidad son aquí muy intensos. El sujeto se encuentra aterrado y cree
que sufrirá un ataque cardíaco, que perderá el control o que se
volverá loco. Por este motivo procura escaparse rápidamente del
lugar. Sin embargo, la crisis cede al cabo de algunos minutos y el
organismo retorna lentamente a la normalidad.
Como los ataques ocurren sin motivo aparente y en forma inesperada, los individuos que los padecen desarrollan con frecuencia una
ansiedad anticipatoria: se angustian antes de salir, pensando en lo que
podría ocurrirles. Comienzan a evitar aquellos lugares en que suponen
que sobrevendrá el acceso, restringiendo cada vez más sus desplazamientos o buscando compañía para alejarse de su casa. Evitan sobre
todo las aglomeraciones y otras situaciones de las cuales no es fácil
escaparse en caso de que sobrevenga un ataque, por ejemplo: viajes
en ómnibus, espectáculos deportivos o compromisos sociales. Algunos se vuelven dependientes de los tranquilizantes o del alcohol y no
van a ninguna parte sin sus medicamentos. Curiosamente, no son los
sedantes sino antidepresivos como la sertralina, paroxetina y similares
los fármacos que han demostrado ser más eficaces para controlar los
ataques de pánico, y actualmente constituyen el tratamiento de
elección para este problema. La ansiedad anticipatoria y la limitación
de los desplazamientos, en cambio, requieren generalmente un
tratamiento psicológico orientado a modificar las expectativas del
sujeto respecto a los «peligros» que encierra la crisis de ansiedad.
116
Obsesiones:
CUANDO UNA IDEA NOS PERSIGUE
Imagine el lector un enorme elefante, con su trompa en alto y sus
orejas desplegadas. Retenga un momento esa imagen. Ahora cierre
los ojos y procure no pensar en el elefante durante los próximos diez
segundos. ¿Qué ocurrió? Probablemente la figura del paquidermo
acudió repetidamente a su mente sin que haya podido evitarlo, o tal
vez la palabra «elefante» dominó su pensamiento durante ese breve
lapso. Si así fue, usted tuvo oportunidad de comprobar un principio
elemental -y obvio- del funcionamiento psicológico: cuando nos
proponemos alejar un pensamiento de la cabeza no hacemos otra
cosa que retenerlo, y cuanto mayor es el esfuerzo que realizamos por
olvidar dicho evento más probable es que lo tengamos presente. Este
principio nos permite comprender cómo se mantienen las ideas
obsesivas, uno de los trastornos psicológicos más molestos y desgastantes para quien lo padece.
Claro que nadie lucha para erradicar de su conciencia representaciones neutrales como la que sugerimos en el ejemplo anterior: la
imagen del elefante, en sí misma, no resulta angustiante. Algo similar
ocurre cuando se nos «pega» una melodía o una palabra que hemos
escuchado reiteradamente, pero como no nos preocupa ni le damos
importancia se desvanece rápidamente. Sin embargo, muchas personas se proponen suprimir por completo ciertos pensamientos,
particularmente aquellos que les resultan desagradables, dolorosos o
contrarios a sus principios éticos. Así, una madre puede angustiarse
ante la idea de lastimar a su hijo pequeño y embarcarse en una lucha
interior para alejar dicho pensamiento de su cabeza. Muchos hombres
y mujeres se sienten culpables por evocar fantasías homosexuales
aunque no las encuentren placenteras, y procuran desesperadamente
eliminar dichas imágenes. La posibilidad de que mueran seres queri-
117
dos, la evocación de sucesos humillantes del pasado y el recuerdo de
personas que queremos olvidar, también suelen mantenerse por
querer evitarlos a toda costa. Cuando tales pensamientos se tornan
muy persistentes y generan un intenso malestar, interfieren con la
actividad normal del sujeto y reciben el nombre de obsesiones.
¿Por qué se embarca el obsesivo en esa lucha interior? Los sujetos
perseguidos por ideas fijas tienen gran facilidad para las asociaciones
mentales, es decir para conectar una imagen o un concepto con otro.
Son seres «pensantes» por naturaleza, y esta tendencia tiene
probablemente un origen genético. Sin embargo, esto no explica aún
su pretensión de controlar los recuerdos y pensamientos que tan fácilmente acuden a su conciencia. Muchos sujetos temen que las
obsesiones reflejen sus auténticos deseos o sus ocultas intenciones,
aunque no compartan en absoluto el contenido de las mismas: «si
pienso en saltar por la ventana, tal vez me odie a mí mismo y pretenda
suicidarme», afirmaba un obsesivo que amaba a la vida por sobre
todas las cosas. Sin embargo, es arbitrario suponer que las ideas que
evocamos reflejan siempre nuestros deseos. En realidad, todo suceso
fuertemente emotivo tiende a ocupar el campo de la conciencia,
tanto si es muy deseado como muy odiado. De hecho, fantaseamos
con probables tragedias o anticipamos contratiempos -padecer SIDA,
ser víctima de un robo- precisamente porque tememos que ocurran,
no porque nos atraigan.
Algunos obsesivos creen que es posible ejercer un control total sobre
su actividad mental, y se sienten libres sólo si pueden evocar o
suprimir sus pensamientos cada vez que se lo proponen. Lo cierto es
que gran parte de las imágenes y recuerdos que evocamos no
dependen de nuestra voluntad sino de la simple asociación de ideas,
como ocurre cuando dejamos vagar libremente la imaginación y los
pensamientos se encadenan entre sí. Otro tanto sucede cuando una
persona que vemos casualmente nos recuerda a otra parecida. En
estos casos no nos proponemos evocar la imagen o el recuerdo. La
suposición de que siempre es posible dirigir el flujo de sus pensamien-
118
tos, y la creencia de que todo aquello que imagina revela sus reales
propósitos, constituyen nociones equivocadas que inducen al obsesivo
a controlar -sin conseguirlo- las ideas que rechaza. El sujeto se
angustia o se siente culpable por pensar de ese modo, y se agota en
una lucha interna que aumenta su ansiedad y le «da vida» a sus
propias obsesiones.
Los tratamientos modernos procuran invertir el círculo vicioso en que
se encuentra atrapado el paciente. Algunos obsesivos consultan al
psiquiatra para que éste les ayude a comprender el significado de sus
pensamientos. Sin embargo, el paciente debe comprender que las
ideas obsesivas se mantienen precisamente porque lucha contra ellas,
o porque se embarca en interminables análisis sobre su significado.
Encuentra alivio, en cambio, cuando deja de reaccionar ante las ideas
intrusas y aprende a adoptar una actitud pasiva e indiferente ante las
mismas. El comprender que los pensamientos no reflejan deseos o
intenciones ocultas les ayuda a tomar distancia de sus obsesiones,
pero con frecuencia es necesario emplear otras técnicas para dejar de
responder a ellas. Y en muchos casos es necesario complementar el
tratamiento con la administración de medicamentos que alivian la
ansiedad y disminuyen la excesiva producción de ideas.
119
NO LO PIENSE: HÁGALO
Usted sabe que debe ordenar el placar del dormitorio. Cada vez que
busca una prenda entre esa maraña de buzos, camisetas y viejos
pijamas, se dice a sí misma que un día de estos va a vaciar todos los
estantes, tirar lo que ya no se usa y distribuir el resto de manera que
pueda encontrarlo con facilidad. Hasta ahora pudo evitarlo,
convenciéndose de que el armario podía esperar porque siempre
había cosas más urgentes que demandaban su atención. Pero hoy,
sábado de tarde, no encuentra algún pretexto elegante y está
reuniendo fuerzas para emprender la penosa tarea. Sentada en el
sillón de la sala, se imagina la montaña de ropa desparramada sobre la
cama y anticipa la dificultad de tomar cada decisión: «¿qué hago con
el vestido viejo de la nena? ¿Lo tiro, lo regalo o lo arreglo para que lo
use unos meses más?» Finalmente, suena el teléfono y usted se
apresura a atender la llamada salvadora, olvidándose del tema una
vez más.
La descripción anterior, claro está, no se aplica sólo al ama de casa y a
los armarios desordenados; el profesional o el empresario que
posponen reiteradamente un trabajo engorroso, el estudiante que no
consigue sentarse frente a un libro y el profesor que no se decide a
corregir los exámenes de sus alumnos, todos ellos sufren la presión de
tener cosas pendientes, cuando no las complicaciones propias de los
atrasos y postergaciones. Y cuando llega la fecha en que deben
cumplir con sus compromisos, trabajan veinticuatro horas al día para
completar la tarea.
El problema, por supuesto, no es nuevo. Muchas personas aseguran
que les falta voluntad, motivación o energía, como si el impulso para
iniciar las tareas fuera algo que «se tiene o no se tiene». Algunas se
quejan incluso de cierta pasividad o apatía crónica, como si fueran
120
víctimas de una enfermedad y se encontraran desamparadas ante un
virus misterioso.
Es cierto que algunos cuadros depresivos se manifiestan precisamente
de ese modo: la persona deprimida se siente indiferente y con poca
disposición a encarar sus actividades; le falta iniciativa y entusiasmo
para cumplir con sus obligaciones, y funciona «a media máquina».
Estos pacientes, naturalmente, deben recibir el tratamiento adecuado
para su depresión, incluyendo medicación cuando es necesaria. Sin
embargo, en la mayoría de los casos la postergación no refleja una
enfermedad depresiva ni se explica por la ausencia de algo así como
«la voluntad». Consiste más bien en un hábito adquirido a lo largo de
la vida, un estilo de pensar que bloquea el paso a la acción. Como
todos los hábitos, puede ser modificado si se invierte en ello el esfuerzo suficiente. Repasemos entonces algunas formas improductivas
de enfrentarse a las tareas desagradables, con objeto de cultivar
actitudes más eficaces y convenientes.
Pensar en el proceso y no en el resultado
Imaginar la montaña de ropa desparramada sobre la cama y la
engorrosa tarea de clasificarla, desmotiva a la más sufrida de nuestras
lectoras. Visualizar el placar prolijo y ordenado, en cambio, estimula a
poner manos a la obra. Algunas personas se han acostumbrado a
evocar paso a paso la actividad que están a punto de iniciar. Al encarar
un trabajo pesado -hacer ejercicio, lavar los platos, reparar un
artefacto- dedican siempre unos minutos a sufrir por anticipado el esfuerzo que les demandará la tarea. Otras, en cambio, han cultivado el
hábito opuesto: se imaginan automáticamente el trabajo terminado y
las ventajas de haberlo completado, incluyendo su propia satisfacción
por haberlo hecho: al iniciar la tarea ya saborean el placer de
«quitársela de encima».
Evocar resultados «a largo plazo»
El anticipar los beneficios de hacer gimnasia o de aprender inglés no
siempre motiva al sujeto para emprender dichas tareas. Esto ocurre
121
cuando los resultados anticipados son acumulativos y a largo plazo: se
alcanzan sólo con el ejercicio físico regular o con el estudio diario del
idioma. Los beneficios que se obtienen de una sesión individual de
gimnasia -en términos de mejoría del estado físico- son pequeños, y
no pueden compensar el esfuerzo que demanda la actividad en sí. Por
eso motiva más el anticipar resultados inmediatos, como el bienestar
que se experimenta después del ejercicio, el placer de practicar un
deporte e incluso el estímulo social que supone encontrarse con
amigos. El fijarse metas intermedias y accesibles también ayuda a
iniciar la tarea: es más fácil empezar a estudiar una materia si nos
proponemos leer un solo capítulo, que si pensamos en el esfuerzo de
memorizar el libro entero.
Pensar si es o no el momento oportuno
Las personas menos activas acostumbran a encarar cada posible tarea
como si se tratara de una decisión trascendente: se entregan a una
deliberación interna para resolver si es conveniente hacerlo ahora o si
es preferible diferirlo para otra ocasión. Evalúan el tiempo de que
disponen, el esfuerzo que deberían invertir, la urgencia del problema,
las actividades que podrían realizar si pospusieran la tarea, etc. Al
entregarse a este análisis, están asumiendo tácitamente que para
iniciar el trabajo deben darse las condiciones ideales de tiempo y
oportunidad. Pero las condiciones ideales casi nunca se dan, y por eso
el sujeto no encuentra el momento oportuno para hacer su caminata
diaria o para el chequeo médico que viene posponiendo hace varios
meses. Los segundos que se emplean en examinar «si vale la pena
hacerlo ahora» resultan fatales. En lugar de ello, conviene aprender a
pasar al acto sin pensarlo mucho. El hábito de hacer las cosas en el
preciso momento en que surge la idea rinde excelentes resultados.
Creer que se debe tener ganas
Muchas personas preocupadas por su inconstancia y su falta de
disciplina solicitan ayuda psicológica. Afirman que conocen bien sus
obligaciones, pero que, sencillamente, no tienen ganas de hacer las
cosas. Vienen a la terapia a buscar una «inyección de entusiasmo», o a
122
descubrir algo que las motive y despierte su iniciativa. Se sorprenden
cuando las miro asombrado y les respondo: «¿y quién le dijo que tiene
que tener ganas?»
La gente que se levanta por la mañana y cumple con sus obligaciones,
no lo hace porque disfrute con su trabajo sino porque ha desarrollado
el hábito de atender sus deberes, de fijarse una rutina y cumplir con
ella. Y aunque muchos trabajos resultan luego entretenidos e
interesantes, el entusiasmo surge después de encarar la tarea y no
antes. La persona que permanece inactiva esperando «tener ganas»
para poner manos a la obra dilata innecesariamente el momento de
empezar, y a veces descubre tardíamente que el trabajo no era tan
aburrido como suponía. Además, la creencia de que se debe estar
motivado genera una suerte de rebeldía interna, un rechazo infantil a
imponerse obligaciones: «¿Por qué debo hacerlo si no me gusta?» El
sujeto experimenta sus deberes y compromisos como una limitación
de su libertad, y por eso se resiste a ellos. Sin embargo, la verdadera
libertad consiste en dirigir nuestra conducta para alcanzar las metas
que nos hemos fijado. La rebeldía ciega contra las obligaciones cotidianas no nos ayuda a conseguir nuestros objetivos.
123
LA CAUSA DE NUESTROS MALES
Los psicólogos siempre han insistido en que debemos asumir la
responsabilidad de nuestras desdichas. La fórmula es simple: si
nuestros hijos son rebeldes e indisciplinados, es que no hemos sabido
educarlos; cuando sufrimos un contraste en el plano sentimental,
estamos pagando las consecuencias de una mala elección o no hemos
sabido manejar la relación de pareja; y las dificultades que enfrentamos en el trabajo, son el resultado de nuestras propias decisiones
equivocadas.
Nuestra sociedad también acompaña la teoría de que cada cual construye su destino. «La suerte no existe» -se afirma con frecuencia, para
explicar el éxito o el fracaso de alguna persona. «Lo que uno recoge en
la vida es el resultado de sus esfuerzos».
Desde el punto de vista psicológico, el énfasis en la responsabilidad
personal no es un capricho ni una expresión de sadismo de los
terapeutas. Los individuos que atribuyen sistemáticamente sus
fracasos a la suerte, al destino o a la acción de otras personas son
menos eficaces para enfrentar sus dificultades, porque se sienten
desarmados e impotentes ante las circunstancias. Tienden a esperar
pasivamente que las cosas cambien, en lugar de luchar activamente
para alcanzar sus objetivos. Aquellos que se sienten capaces de
controlar sus vidas, en cambio, se preguntan qué errores han
cometido y qué pueden hacer para mejorar la situación. Están en
mejores condiciones para detectar sus comportamientos ineficaces y
desarrollar un nuevo estilo de pensamiento y acción.
Sin embargo, la doctrina de la responsabilidad personal se ha llevado
demasiado lejos. Suponer que todos los problemas son el resultado de
nuestros errores u omisiones, es tan poco realista como sostener que
124
somos víctimas indefensas del destino. Gran parte de las cosas que
nos pasan son imprevisibles o difíciles de imaginar, y las vueltas de la
vida están muy influidas por golpes de suerte, situaciones afortunadas
y contratiempos inesperados. Es cierto que podemos aprovechar las
oportunidades o dejarlas pasar, pero el hecho de que se presenten
depende a veces de sucesos fortuitos. El esfuerzo y la inteligencia que
volcamos en nuestros proyectos son fundamentales, pero no tenemos
un control absoluto sobre la conducta de otras personas ni sobre las
circunstancias que pueden afectarnos.
Las personas que asumen toda la responsabilidad por sus fracasos se
culpan a sí mismas cuando sufren un rechazo afectivo, una pérdida
económica o un problema de salud. Creen que si hacen las cosas bien,
los resultados deben ser satisfactorios. Si no lo son, es que no han
hecho lo correcto. En la mayoría de los problemas, sin embargo, no
hay un «camino correcto»; muchas veces debemos elegir entre
diversas alternativas, y sólo el tiempo dirá cuál de ellas es la más
conveniente. En el momento de tomar la decisión suele ser imposible
adivinar cuál de las opciones resultará más ventajosa, de modo que
siempre se corre algún riesgo. Los modernos estudios en el campo de
la depresión confirman estas observaciones. A partir de investigaciones realizadas en la Universidad de Pensilvania, los psicólogos
Abramson, Seligman y Teasdale sostienen que el modo como un
individuo se explica a sí mismo sus fracasos determina el tipo y la
magnitud de su depresión.
De acuerdo a este modelo, los sujetos pueden atribuir sus tropiezos a
causas internas o externas. Un estudiante que acaba de perder un
examen de inglés puede considerar que la prueba fue muy difícil para
cualquiera -atribución externa- o que él tiene poca capacidad intelectual -atribución personal o interna. Aunque en ambos casos puede
sentirse molesto y contrariado, la atribución personal compromete
más su autoestima y su estado de ánimo. Además de asumir toda la
responsabilidad, el sujeto puede creer que su problema es
permanente -«no tengo capacidad para el estudio»- o transitorio: «ese
125
día estuve poco lúcido», o bien: «la noche anterior dormí poco.» En
este último caso es probable que recupere más rápidamente su
motivación para preparar exámenes.
La escasa inteligencia constituye además una explicación global, a
diferencia de las causas específicas o puntuales: «tengo dificultad para
los idiomas». Cuando atribuimos nuestros fracasos a causas globales
suponemos que nuestro rendimiento será pobre en muchas áreas -por
ejemplo en todas las que requieren inteligencia- y nos sentimos
inseguros en una amplia variedad de situaciones. Las explicaciones
específicas, en cambio, nos quitan confianza en un terreno concreto en este caso en el aprendizaje de los idiomas- y nos permiten mantener la expectativa de funcionar bien en otros planos. Los sujetos
predispuestos a la depresión tienden a hacerse demasiado
responsables de sus derrotas: creen que las mismas se deben a causas
internas, globales y permanentes -«no sirvo para nada»- mientras que
ven a sus éxitos como el resultado de factores externos, específicos y
transitorios: «esta vez tuve suerte». Los sujetos positivos y optimistas,
en cambio, no son tan implacables con ellos mismos. Asumen la parte
de culpa que les corresponde por sus fracasos, pero también
consideran los factores externos, imprevisibles o incontrolables que
contribuyen a un mal resultado.
126
LAS FIESTAS TRADICIONALES
Tiempo de Lágrimas y Sonrisas
¿Qué siente usted cuando el almanaque, un tanto deteriorado y con
algunas manchas, le muestra desafiante su última hoja? No me diga
que le resulta indiferente -«un año más, ¿qué importa?»-, ni que se
mantiene ajeno al clima especial que se vive en estas fechas. Porque
en rigor, claro está, del 31 de diciembre al 1º de enero sólo transcurre
un día, y nada trascendente puede ocurrir en tan poco tiempo. Sin
embargo, el significado simbólico de esas 24 horas va más allá de su
valor en tiempo real. Tal como ocurre con el aniversario de
casamiento o con la fecha de cumpleaños, supone el fin de un ciclo de
vida, la culminación de una etapa y el comienzo de otra. Por eso la
última semana de diciembre evoca en nosotros un estado de ánimo
particular, una mezcla de sentimientos contradictorios que resulta
difícil ignorar.
Tiempo de lágrimas...
Para muchos de nosotros estas son fechas depresivas. A veces el
recuerdo de quienes ya no están tiñe las fiestas de cierta melancolía,
sobre todo para quienes han sufrido pérdidas recientes. En otros casos
el balance de lo acontecido durante el año arroja un saldo negativo, y
el sujeto vuelve a experimentar el sabor amargo de los fracasos que
sufrió durante los últimos meses: objetivos que no se han alcanzado,
esperanzas que se han frustrado, proyectos que quedaron sólo en eso.
Las angustias que se han experimentado durante el año vuelven a
vivirse cuando son evocadas sobre el final del período, con su carga de
rabia y decepción.
...y de sonrisas
Claro que no todas son penas y amarguras, porque la vida siempre da
revancha. Este es el momento de elaborar nuevos proyectos, de
127
alimentar esperanzas y de inyectarse el entusiasmo necesario para
enfrentar con optimismo el nuevo año. También es la ocasión para
encontrarse con familiares y amigos que no vemos durante el año, y
mantener así un vínculo que de otro modo se perdería. Es la época del
saludo afectuoso, de la llamada que nos sorprende gratamente o con
la cual sorprendemos a viejos camaradas, del regalo que testimonia
afecto y gratitud. Y es la época del festejo alegre, de la risa fácil, de la
reunión divertida que nos alegra el espíritu. Es difícil permanecer
ajeno al clima festivo que nos envuelve, nos contagia y nos invita a
celebrar.
Tiempo de permisos
Es también una época permisiva, ya que nos entregamos a excesos
que en otro momento nos harían sentir culpables: desde las clásicas
«comilonas» y las copas con los amigos, hasta las compras y gastos
extras que nos arruinan el presupuesto. Las inevitables reuniones de
fin de año nos brindan pretextos ideales para salidas entre semana,
escasas horas de sueño y hasta pausas excepcionales en el trabajo. La
disposición a tener un comportamiento más liberal es similar a la que
tenemos durante los viajes de placer, en que también abandonamos
los límites que nos impone la rutina y el diario trajinar. Es así que en
Navidad y fin de año podemos salirnos de la dieta, beber esa copa
demás y salir de noche con las «chicas» o los «muchachos» del
trabajo. Todo vale.
Tiempo de «stress»
Son fechas, además, en que la mayor parte de la gente sufre presiones
adicionales. Hay que organizar reuniones familiares, resolver con
quién pasar las fiestas, qué hacer con los «viejos» y otros problemas
similares. Muchas parejas se complican con estas decisiones, y no
siempre funciona la solución salomónica de «el 24 con tus padres y el
31 con los míos». En otros casos son las presiones del trabajo las que
alteran al sujeto, que debe cumplir horarios más extensos y hacer
frente, al mismo tiempo, a mayores exigencias económicas. El tráfico
se suma a esta locura colectiva y agrega un factor adicional de estrés a
128
estas fechas, que para muchos son momentos de nerviosismo y
tensión.
En síntesis, las fiestas de fin de año ponen a prueba nuestro equilibrio
emocional. Las presiones y exigencias que debemos soportar hacen
impacto sobre los aspectos frágiles de nuestra personalidad, y
corremos el riesgo de sufrir alteraciones en nuestra conducta. Los
sujetos susceptibles, por ejemplo, pueden sentirse destratados u
olvidados y mostrarse ofendidos. Las personas normalmente
depresivas pueden tornarse más melancólicas que de costumbre, y sufrir accesos de llanto o crisis de angustia. En general, aquellos que
tienen mayor dificultad para adaptarse a los cambios son quienes se
alteran más. Las fiestas tradicionales, como otros momentos de
cambio -el nacimiento de un hijo, una mudanza, un viaje- ponen al
descubierto nuestra resistencia psicológica. Problemas existenciales
como la soledad, la vejez o los duelos recientes, más o menos disimulados por la rutina diaria, salen a luz en estos momentos con su carga
de angustia y preocupación. Los trastornos psicológicos suelen ser
transitorios y se resuelven de manera espontánea, si bien en casos
graves pueden desembocar en crisis más serias e incluso en intentos
de autoeliminación.
Por estos motivos, las personas sensibles o depresivas harían bien en
quitarle trascendencia a estas fechas, pensando que en los hechos no
ocurre nada especial, más allá de lo que diga el calendario y los fuegos
artificiales. Si usted se angustia con facilidad, deje los
cuestionamientos existenciales para un momento en que pueda
pensar con mayor objetividad, y evite tomar decisiones trascendentes
en esta época. Algunas personas se sienten culpables por disfrutar de
las fiestas, por considerar que no tienen motivos suficientes. «¿Y yo
qué voy a festejar...?», se preguntan con pesar. Sin embargo, no es
necesario hacer un balance global del año que pasó; en lugar de
definirlo como positivo o negativo, conviene pensar que tuvo cosas
buenas y malas, sin «sumar y pasar raya». Cuando levantamos la copa
no estamos expresando nuestra conformidad con el año que pasó,
129
sino acompañando el ciclo de vida que continúa y apostando al futuro.
Vivir es también aceptar las contradicciones internas, como la posibilidad de experimentar a un tiempo tristeza y alegría, sin pretender
imponerse un estado de ánimo único o invariable.
130
LAS VENTAJAS DEL PENSAMIENTO NEGATIVO
Mucho se ha escrito sobre las bondades del «pensamiento positivo». Los terapeutas, sin embargo, procuramos que nuestros pacientes cultiven un «pensamiento realista», es decir objetivo y ajustado
a los hechos. La idea «soy brillante y todo mes sale bien» es un
ejemplo de pensamiento positivo; la creencia «soy eficiente y en
general realizo bien mis tareas» en cambio, es una convicción realista y adecuada para muchas personas. «Siempre tengo razón» y
«Muchas veces acierto pero en ocasiones me equivoco» son otros
ejemplos que ilustran la diferencia entre ambos estilos de pensamiento.
De acuerdo -puede pensar usted-, ¿pero acaso no es preferible
asumir que uno es maravilloso y que nunca se equivoca? ¿No resulta más grato y saludable para la autoestima? Tal vez. Si usted consigue convencerse de que es perfecto -lo cual no es fácil- es posible
que reconforte su ego y tenga plena confianza en sus capacidades.
Pero también se volverá más vulnerable a los errores y fracasos que
coseche, y hasta los pequeños contrastes pueden comprometer su
autoestima. Como todas las mentiras -incluso las que nos contamos
a nosotros mismos- las ideas que promueve el pensamiento positivo
tienen patas cortas. La visión idealizada de nuestros proyectos, de
nuestra pareja o de cualquier otra condición personal termina por
defraudar nuestras desmedidas expectativas.
El pensamiento positivo, sin embargo, tiene muy buen marketing:
asesores y guías espirituales, libros de autoayuda e instructores de
meditación han impuesto los supuestos valores de un optimismo a
toda prueba y las ventajas de cultivar afirmaciones de confianza y
felicidad que anticipan un futuro venturoso. Ya a principios de siglo
el psicólogo francés Emile Coué proponía repetir diariamente la
frase «día tras día, en todos los aspectos, me siento mejor y mejor».
131
Por eso le propongo detenerse un momento y examinar las ventajas del pensamiento negativo, no como una opción preferible a la
anterior sino como forma de contrapesar la cultura del pensamiento
cien por cien positivo que ha sido llevado a un extremo. A continuación le presento algunas ideas excesivamente optimistas que puede
ser útil compensar con una dosis de sano pesimismo.
La expectativa de que nuestras pequeñas rutinas cotidianas se desarrollarán sin obstáculos. Muchas personas salen de su casa suponiendo que todo marchará sobre ruedas y que no surgirán obstáculos ni impedimentos en sus actividades. Claro que cuando cruzan la
puerta de su casa -a veces incluso antes- descubren que el escenario
no resulta tan propicio ni amigable como imaginaban. El resultado
es que se sienten sorprendidas y reaccionan con irritación y fastidio
cuando las cosas se les complican o no salen como esperaban. Si
este es su caso, puede montar en cólera y estresarse por no haber
tomado las medidas necesarias, por ejemplo: salir de su casa más
temprano, tener un plan alternativo, etc. ¿El antídoto? Un poco de
pensamiento negativo: pensar qué puede salir mal, contar con los
imprevistos, anticiparse a ellos y tomar precauciones para evitarlos
o minimizarlos si efectivamente ocurren. Puede ser algo tan sencillo
como salir con tiempo por si el ómnibus pasa antes de lo habitual o
si queda atrapado en un embotellamiento, aprontar cambio por si el
taximetrista no tiene o llevar un libro o el notebook por si el médico
o el dentista se retrasan. En síntesis: en lugar de suponer que todo
saldrá como está previsto usted puede mentalizarse para esperar
los obstáculos y evitar el estrés que experimenta cuando las cosas
no salen como espera.
La expectativa de que la gente hará lo correcto. Sin decirlo en forma
explícita, muchas personas suponen que los demás serán eficientes
y cumplirán con sus obligaciones, o que sus decisiones serán siempre justas, racionales y lógicas. Quienes mantienen tal expectativa,
naturalmente, se alteran cuando la gente no actúa como esperan y
se embarcan en peleas, discusiones, críticas y otros enfrentamien-
132
tos. Las personas que han incorporado un sano negativismo, en
cambio, asumen que la gente es gente y que los demás actúan con
frecuencia en forma emocional y poco impulsiva. Por eso esperan
que sus allegados se equivoquen, lo cual les permite aceptar los
inevitables errores ajenos, repetir instrucciones en forma paciente,
aclarar malentendidos y hasta plantear reclamos con mayor serenidad.
La creencia de que podremos controlar los acontecimientos. Esta es
otra noción defendida con entusiasmo por muchos psicólogos y
terapeutas. La idea es que todo depende de nosotros: si hacemos
las cosas bien, saldrán bien. Dentro de ciertos límites, la expectativa
de controlar los acontecimientos es útil, porque nos motiva para
tomar iniciativas y manejar nuestras dificultades en lugar de entregarnos a la pasividad o sentirnos derrotados. Pero llevada a un extremo resulta contraproducente. Creer excesivamente en el «control interno» nos conduce al desánimo y la frustración cuando no
podemos manejar las cosas como queremos. Y como las situaciones
humanas son complejas y no dependen sólo de nuestro accionar, la
pretensión de controlarlo todo nos lleva a experimentar culpa y
enojo con nosotros mismos y finalmente deteriora nuestra autoestima. ¿Cuál es el antídoto? Aceptar que sólo tenemos un control
parcial de los acontecimientos y tomar en cuenta también la participación de otros factores, como la suerte y el papel que juegan
otras personas. Eso nos proporcionará una mayor resistencia al
fracaso. Aceptar que tenemos un control parcial nos permite acompañar los acontecimientos y adaptarnos a los vaivenes de la vida,
esperando el momento oportuno en lugar de forzar las cosas y «nadar contra la corriente».
La creencia de que el amor, los negocios y cualquier proyecto que
funcione bien, seguirá funcionando bien. Como otras ideas, esta no
es percibida en forma explícita por quien la asume como cierta; se
deduce del efecto que tiene sobre su comportamiento. Si usted
descuida sus negocios cuando funcionan bien sin elaborar un pro-
133
yecto alternativo, puede ser tomado por sorpresa cuando dejen de
soplar vientos favorables. Si desatiende su matrimonio o su salud
porque no le dan problemas, está perdiendo la oportunidad de prevenir desajustes. En las buenas rachas, un poco de sano pesimismo
nos permite recordar que todo cambia, que lo que hoy está bien
mañana se desacomodará. Prepararse para la nueva situación, estar
dispuesto a adaptarse a una relación menos fascinante, a un trabajo
no tan rentable o tomar medidas «anticíclicas» como ahorrar y reducir gastos puede ser inteligente. Pensar cómo se puede deteriorar
una relación y anticiparse a ello, también.
Creencias demasiado optimistas sobre la pareja. Es muy común la
creencia romántica de que el amor asegura una convivencia armónica. Se supone que si dos personas están enamoradas, la fidelidad
está asegurada y no habrá conflictos, al menos mientras dure el
amor. Depositar tantas expectativas en el amor nos impide reconocer que aunque dos personas estén enamoradas pueden igualmente
tener diferencias. Estar atentos a los puntos de desencuentro,
aprender técnicas de comunicación y negociación no desmerece al
maravilloso sentimiento que une a la pareja; incluso puede evitar
que se disipe.
Subestimar los problemas. En verdad, es más común el error opuesto: la tendencia a preocuparse excesivamente y a imaginarse el peor
escenario. Pero muchas personas pecan de optimistas: miran al
futuro con la seguridad de que no surgirán dificultades y suponen
que sus decisiones serán siempre acertadas. Si aparecen complicaciones, las ignoran. Piensan que si hacen de cuenta que no existen,
se disiparán solas. O creen que pueden encontrar una solución perfecta para cualquier eventualidad, una que no implique sacrificios,
que los deje totalmente conformes y elimine por completo los riesgos.
Creencias idealizadas sobre el sexo: «Mi vida sexual será perfecta,
siempre tendré erecciones y podré controlar la eyaculación el
134
tiempo que desee, alcanzaré orgasmos y estos serán maravillosos».
Las películas alientan a veces estas expectativas poco realistas, que
llevan a considerar un «fracaso» a cualquier resultado que se aparte
de ellas. Una pérdida ocasional de la erección, la falta circunstancial
de deseo o relaciones que no llegan al orgasmo generan entonces
mucha frustración. La persona dramatiza la situación y comienza a
observar obsesivamente su propio desempeño (con lo cual
interfiere con él). Expectativas menos positivas y más realistas, por
ejemplo: que el desempeño sexual, como toda respuesta humana
es variable y depende de muchos factores, que incluso la
satisfacción que genera es mayor o menor según el momento,
preparan al sujeto para afrontar las variaciones normales de su
respuesta sexual.
135
RELAJACIÓN MUSCULAR
Un camino hacia la paz interior
«A partir de ahora, dispóngase a descansar tranquilamente; permita
que sus ojos se cierren, y respire profundamente. Sienta como su
cuerpo se vuelve más pesado cada vez que suelta el aire, como si
quisiera hundirse dentro del sillón».
Así comienza una típica secuencia de instrucciones para inducir un
estado de relajación física y mental. El instructor continúa indicando
cómo distender y aflojar cada sector del cuerpo, hasta que el sujeto
consigue eliminar completamente las tensiones y disfrutar de un
placentero y reparador descanso. Pero el objetivo de la relajación
muscular va más allá de un simple reposo. Desde principios de siglo,
este procedimiento ha sido empleado como un sedante natural para
combatir el estrés y la tensión nerviosa, permitiendo a quienes
dominan la técnica obtener un estado de calma y serenidad
emocional. Hoy en día, muchos psicólogos enseñan a sus pacientes a
relajarse profundamente para disminuir el consumo de tranquilizantes, aliviar la ansiedad y conciliar el sueño. Los médicos recomiendan
este método para complementar el tratamiento de afecciones
psicosomáticas tales como úlcera duodenal, hipertensión arterial,
asma bronquial y cefaleas tensionales.
En 1929, el Dr. Edmund Jacobson, de la Universidad de Chicago,
publicó su libro Relajación Progresiva, tal vez el primer trabajo
científico sobre el tema que recibió la comunidad médica. El método
de Jacobson, uno de los más utilizados aún hoy, consiste en contraer
intencionalmente varias partes del cuerpo y soltar luego la tensión,
como forma de apreciar la diferencia entre un músculo endurecido y
uno relajado. Luego de flexionar un brazo o apretar las mandíbulas, el
136
sujeto deja de hacer fuerza y permite que sus músculos se distiendan
tanto como sea posible.
Algunos años después, fue un neurólogo alemán, J. H. Schultz, quien
dio a conocer un procedimiento que alcanzaría gran difusión en el
mundo entero: el Entrenamiento Autógeno, inspirado en las sugestiones que se utilizan habitualmente para inducir la hipnosis. El
practicante debe repetirse interiormente frases tales como las
siguientes: «mi brazo está pesado y caliente; la pesadez se apodera
también de mis piernas. Mi corazón late tranquilo y fuerte». Luego de
algunas semanas de práctica, el sujeto domina el ejercicio y consigue
un grado considerable de serenidad y distensión emocional,
manteniéndose despierto y totalmente consciente. Los modernos
procedimientos de relajación combinan elementos de las técnicas
clásicas, como la sensación de cuerpo pesado y el énfasis en la respiración abdominal. En particular, se aprovecha la distensión natural
que tiene lugar durante la exhalación para sugerir al sujeto que
«sienta su cuerpo más pesado cada vez que suelta el aire». En otros
casos, se pide a quien practica la técnica que se imagine a sí mismo en
lugares serenos y pacíficos, como una playa o una pradera solitaria.
Con frecuencia se graban las instrucciones y se proporciona al sujeto
una casete para que practique diariamente.
¿Cómo es posible que las técnicas de relajación tengan notables
efectos psicológicos? ¿Qué relación existe entre la contracción de los
músculos y la tensión emocional? La preocupación y la angustia se
acompañan siempre de cierto grado de tensión muscular,
normalmente imperceptible. A su vez, la contracción sostenida de los
músculos mantiene y agrava el nerviosismo, cerrándose así un circuito
que tiende a perpetuar el malestar. Por otra parte, la tranquilidad y la
relajación corporal también se presentan juntas, de modo que es posible serenarse aprendiendo a aflojar las tensiones del cuerpo. Se trata
de una reacción automática: el individuo no procura serenarse
intencionalmente. Se limita a relajar sus músculos y eso le procura un
agradable estado de distensión emocional. La evocación de escenas
137
que normalmente se asocian a momentos de paz, como hemos visto,
contribuye a conseguir un descanso mental.
En 1958, el Dr. Joseph Wolpe utilizó este principio para ayudar a sus
pacientes a superar fobias y otros temores irracionales. Manteniendo
al sujeto en un estado de relajación profunda, le pedía que imaginara
los objetos o situaciones temidas hasta que desaparecía la ansiedad.
Wolpe sostenía que no es posible estar relajado y nervioso al mismo
tiempo, ya que ambos estados resultan fisiológicamente incompatibles. Este procedimiento se utiliza aún hoy para «desensibilizar» a
muchos pacientes que padecen temores injustificados. La capacidad
para relajarse en forma instantánea, que se adquiere también con un
poco de práctica, permite enfrentar con éxito muchos de estos
temores. Claro que no es necesario padecer de miedo a las alturas, a
las multitudes o a los animales domésticos para beneficiarse de las
técnicas de relajación; en esta época, es suficiente conducir un auto
por el centro de Montevideo para apreciar las ventajas de relajarse y
mantener la calma, o de recuperarla si ya la hemos perdido.
138
TRATAMIENTO DE LA ANSIEDAD EN EL CTC
Centro de Terapia Conductual
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Director: Dr. Alberto Chertok
Los temas desarrollados en la sección «Qué ocurre cuando
perdemos la calma»: ansiedad, fobias, ataques de pánico,
depresión, postergación y obsesiones, son motivos de consulta
frecuentes en el Centro de Terapia Conductual.
Para estos desórdenes se ofrece:
○
Terapia Individual de orientación cognitivo - conductual.
○
Asesoramiento y Orientación Psicológica: asesoramiento de
breve duración centrado en el análisis y manejo de situaciones
puntuales.
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complementando el tratamiento psicológico.
Visite el sitio del CTC en internet
www.psicologiatotal.com
139
Más allá de la
realidad
140
SUEÑOS Y FANTASÍAS
Los sueños y fantasías no gozan de mucho prestigio en nuestra cultura
orientada a lo práctico y a los resultados materiales. La palabra
fantasía evoca la imagen de una quinceañera perdida en ilusiones
románticas, y la idea de una persona soñadora coincide en general con
la de alguien poco realista y hasta inmaduro. Sin embargo, los sueños
y fantasías resultan inevitables para los seres humanos, y aunque
algunos de nosotros dejamos vagar la imaginación con mayor facilidad
que otros, todos nos descubrimos algunas veces sumidos en privadas
ensoñaciones. Además, los sueños e ilusiones desempeñan, dentro de
ciertos límites, un papel importante en nuestras vidas. Pero definamos
primero los términos.
Los sueños son aspiraciones a largo plazo, metas u objetivos personales muy añorados tales como adquirir una casa propia, o para el que la
tiene vivir en una mejor; tener un auto 0 Km o tener determinado
auto; recibirse, escribir una novela exitosa, tener hijos, hacer un
crucero, viajar a un lugar especial, etc. Estos anhelos generan
motivación e impulso para alcanzar metas, y con frecuencia permiten
conseguir logros, aunque no sean los buscados originalmente.
Mantienen viva la esperanza, lo cual no es poco decir. Sin embargo, los
sueños demasiado ambiciosos producen desánimo, porque el sujeto
los ve como muy lejanos o inalcanzables. De modo que es bueno volar,
pero cerca de la tierra. También ayuda fijarse metas intermedias y
disfrutarlas, en lugar de esperar sólo el resultado final.
Cuando un sueño ha sido muy idealizado, por ejemplo un viaje o una
relación en la cual se depositaron muchas expectativas, el individuo
puede sufrir una decepción si finalmente concreta sus anhelos.
Algunas personas suponen que sus vidas se arreglarán cuando
obtengan aquello que tanto desean, por ejemplo cuando se casen,
141
cuando se reciban o cuando tengan hijos. Estos sujetos viven esperando concretar su sueño como si fuera la solución definitiva para sus
problemas. Aquello es permanente, y todo lo demás es transitorio.
«Cuando me case y tenga hijos -piensa una mujer- encontraré la felicidad». Pero una vez que lo consigue descubre que no se siente
completamente satisfecha, que han surgido nuevos problemas o que
ahora la vida ha perdido sentido, porque se ha quedado sin metas.
En ese proceso muchas personas se olvidan de disfrutar el presente
por estar pendientes de aquello que tanto esperan. Lo real, lo actual,
se desmerece a veces bajo la ilusión de un sueño que quizás nunca se
materialice, o que tal vez no resulte tan maravilloso como suponen.
Los soñadores pueden mantener viva su ilusión, pero deben aprender
a disfrutar de otros logros, en lugar de quedar atrapados por una
obsesión. Les conviene fijarse varias metas -no sólo una-, y desarrollar
la flexibilidad necesaria para cambiar sus objetivos sobre la marcha,
como forma de adaptar sus sueños a la realidad.
Evocamos fantasías cuando imaginamos situaciones irreales sabiendo
que son producto de nuestra imaginación, es decir con plena
conciencia de que estamos fantaseando. Las más típicas consisten en
la evocación de sucesos deseados, como forma de vivir cosas que la
realidad nos niega, de darnos gustos que en los hechos no podemos
concretar. Son comunes, por ejemplo, las fantasías románticas y
eróticas, de fama y riqueza, de poder o venganza, etc.
Muchas personas se preguntan si este tipo de fantaseo es normal o
revela algún desajuste psicológico. No faltan los que se sienten
culpables por evocar escenas eróticas o agresivas. Sin embargo, las
fantasías resultan normales dentro de ciertos límites, sobre todo en la
adolescencia y en el adulto joven; más adelante, la tendencia a fantasear va disminuyendo, si bien nunca desaparece del todo. Dejan de ser
normales cuando interfieren con la actividad práctica, es decir cuando
concitan demasiado interés y ocupan mucho tiempo del sujeto que
desatiende así sus obligaciones. Algunas personas se refugian en la
142
fantasía como forma de evadir la realidad, en lugar de encarar los
problemas y acontecimientos de sus vidas. Otras albergan necesidades
tan intensas que difícilmente puedan ser satisfechas en su vida real por ejemplo: necesidades neuróticas de afecto o de reconocimiento,
de fama o de poder, etc.
En otros casos la fantasía deja de ser tal, y el sujeto cree ingenuamente que va a ocurrir aquello que necesita, o que se van a
arreglar sus problemas de forma milagrosa. Aquí, más que de fantasía
o de sano optimismo se trata de autoengaño. Quienes desarrollan
estas expectativas se ilusionan con facilidad, se tornan poco realistas y
sólo ven aquello que quieren ver. El énfasis que se ha puesto
últimamente en el «pensamiento positivo», ha alentado en algunas
personas un desmedido optimismo que les impide apreciar los
obstáculos e impedimentos que deberán enfrentar.
En cambio resultan útiles las fantasías creativas, sobre todo cuando el
sujeto tiene la capacidad de complementar su fantaseo con la
elaboración práctica de sus ideas, cosa que no siempre ocurre. La
creación artística, literaria, e incluso descubrimientos científicos se
deben a esa aptitud de ir más allá del conocimiento inmediato y
concebir una idea nueva u original. Einstein, por ejemplo, desarrolló su
teoría de la relatividad imaginando cómo vería el mundo si viajara en
el extremo de un rayo de luz; claro que tuvo el genio para elaborar a
partir de allí una teoría que revolucionó la física del momento.
El imaginar sucesos trágicos o desagradables es más común de lo que
se cree. Muchas madres, por ejemplo, imaginan que sus hijos
pequeños se están asfixiando. Otras personas se angustian pensando
que ha muerto un ser querido, o imaginan que su casa se está incendiando al ausentarse de ella. Sin llegar tan lejos, muchos sujetos
acostumbran a anticipar todo tipo de contratiempos antes de encarar
cualquier tarea, y se sienten desmotivados antes de empezar. Contrariamente a lo que a veces se afirma, estos pensamientos no
revelan deseos ocultos ni perversas intenciones. Los seres humanos
143
tendemos a imaginar las situaciones muy cargadas emocionalmente, y
por eso evocamos tanto aquello que deseamos como aquello que
tememos. Los sucesos que aborrecemos se presentan con tanta
facilidad en nuestra conciencia como los eventos que añoramos, y el
miedo es la causa de muchas «premoniciones» trágicas que nunca se
cumplen.
144
¿SE SIENTE USTED PERSEGUIDO?
Si alguna vez, al pasar frente a un grupo risueño, usted pensó: «se
están riendo de mí», o si tomó una mirada casual como un gesto
provocador, sabe lo que significa sentirse perseguido. Dentro de
ciertos límites, todos estamos expuestos a ese tipo de ilusiones. Claro
que la tendencia a sentirse hostigado o perjudicado por otras
personas tiene sus grados. Puede tratarse de un fenómeno ocasional,
y en tal caso no reviste mayor importancia. Simplemente, usted se
siente un poco avergonzado al comprobar su error y el hecho no tiene
otras consecuencias.
En otros casos, sin embargo, la lectura errónea de las intenciones
ajenas se reitera con frecuencia. El sujeto interpreta sistemáticamente
las actitudes de los demás como dirigidas a su persona. Si se vuelve
muy susceptible, puede molestarse ante un trato frío o poco cortés por ejemplo en un comercio o en una oficina- por considerarlo una
desvalorización personal, en lugar de pensar que allí tratan de ese
modo a todos los clientes o que el funcionario tiene sus propios
problemas. Si al sentarse junto a un desconocido en un cine o un
teatro este cambia de lugar, puede suponer que está huyendo de él o
que lo encontró repulsivo en lugar de pensar que se levantó por otro
motivo. También es posible que se ofenda si un amigo se olvida de
invitarlo a una reunión por creer que lo hace a propósito, para librarse
de él. Los ejemplos, claro está, podrían multiplicarse, pero su común
denominador es la tendencia de un sujeto a considerar que el comportamiento ajeno está dirigido invariablemente hacia su persona, lo
que en psiquiatría se conoce como «autorreferencia».
En algunas personas, la susceptibilidad puede acompañarse de cierto
grado de desconfianza y suspicacia, que las lleva a ser muy cautelosas
y a tomar precauciones excesivas en el trato con sus semejantes. Estos
145
sujetos no suelen revelar muchos detalles de su vida personal o de su
trabajo, por temor a que la información sea utilizada en su contra.
Temen que los demás se aprovechen de ellos, que los utilicen en su
propio beneficio, que les mientan o les jueguen una mala pasada.
Cuando van a comprar un artículo o a contratar un servicio se cuidan
mucho para no ser engañados, y si alguien los aborda en la calle para
preguntarles la hora o cómo encontrar una dirección se ponen
automáticamente tensos y a la defensiva.
Detrás de esa desconfianza más o menos generalizada, albergan la
convicción de que la gente es mala o tiene segundas intenciones.
«Todo hombre es culpable hasta prueba de lo contrario», parecen
pensar, aunque no lo expresen con esa claridad. Por algún motivo han
llegado a la conclusión de que el mundo es hostil y la gente peligrosa,
y se comportan de acuerdo a dicha convicción. En el caso de los
sujetos susceptibles que describimos más arriba, la duda subyacente
se relaciona con su propio valor. Estas personas, cuya autoestima es
particularmente frágil, se sienten inferiores o se comparan en
desventaja con los demás. De allí su permanente necesidad de
demostrar su importancia y su valor, y sus reacciones desmedidas
ante cualquier descalificación real o imaginada.
Los rasgos de personalidad que estamos describiendo pueden
acompañarse de una actitud hipercrítica y exigente hacia los demás, a
quienes se censura por su deshonestidad, incompetencia, poca
disposición al trabajo, falta de disciplina o cualquier otro pecado. Se
trata de una postura agresiva y autoritaria, que junto con la desconfianza y la actitud susceptible configuran lo que en psiquiatría se
conoce como rasgos de carácter paranoides. Como señalamos al
comienzo, todos nosotros podemos tener y tenemos algunos rasgos
paranoides, lo cual no constituye necesariamente un trastorno
psicológico. El trastorno está dado por la recurrencia y la intensidad de
estos rasgos, que pueden alejar al sujeto del comportamiento normal
o promedio.
146
En un nivel de alteración más serio, podemos ubicar a quienes
presentan un delirio paranoico. Aquí ya no existe una relación de
continuidad entre la personalidad normal y la alterada, como ocurre
con los rasgos de carácter. Los individuos que exhiben un franco
delirio están convencidos de que existe una verdadera conspiración en
torno a ellos. Los demás se han confabulado para despojarlos de sus
posesiones, para empañar su imagen pública, para llevarlos a la ruina,
para alejarlos del vecindario, para echarlos del trabajo, etc. Existen,
claro está, una gran variedad de temas persecutorios, si bien todos
giran en torno al daño o perjuicio de que es objeto el delirante. La
trama del delirio suele volverse compleja con el paso del tiempo, ya
que para estas personas no hay nada casual y paulatinamente van
incorporando personajes al relato, del cual no quedan excluidos los
médicos que intervienen en tales casos. Así, familiares, compañeros y
conocidos forman parte de la conspiración y están al servicio de
oscuros intereses. En ocasiones estos sujetos resultan muy convincentes, y captan para su causa a otras personas que los apoyan en su
lucha contra la injusta «persecución» de que son objeto. No es raro
que esta lucha llegue a los tribunales, como resultado de un litigio
iniciado por el mismo sujeto o por denuncias de sus presuntos
agresores, quienes se sienten a su vez agredidos por las acusaciones o
represalias de los delirantes.
El trastorno paranoico toma a veces la forma de un delirio de celos,
donde la convicción delirante consiste en ser engañado, es decir en la
infidelidad de la pareja. Con frecuencia estos delirios resultan
absurdos para el oyente, porque se apoyan en detalles insignificantes
como un perfume, una mirada casual o una llamada telefónica a partir
de la cual el hombre o la mujer «engañada» identifican al amante de
turno con una certeza mayor de lo que cabría esperar. En otros casos,
el absurdo salta a la vista cuando el acusado es un señor de avanzada
edad que difícilmente pueda salir con varias jovencitas al mismo
tiempo, como pretende su esposa, o una venerable anciana a quien se
acusa de una vida promiscua y libertina. En el delirio de celos es
común el control estricto de la pareja, a la cual se rastrea
147
telefónicamente para ver si está donde debería, o sometiéndola a
detallados interrogatorios que buscan atraparla en alguna
contradicción. A veces se contratan detectives para seguir al marido o
a la esposa y descubrirlo «in fraganti». Esta variedad de delirio es
común en los alcohólicos crónicos, quienes desarrollan con cierta
frecuencia la sospecha de ser engañados por sus cónyuges.
En otros pacientes, la idea delirante consiste en tener un defecto físico
que llama la atención y que desean ocultar. Como ocurre siempre con
las convicciones patológicas, la idea del defecto es inamovible y nadie
puede convencer al sujeto de su error. Junto a estos cuadros clásicos
debemos mencionar otros bastante comunes como el delirio de
grandeza, en el cual la persona está convencida de tener un papel
especial en la sociedad, de mantenerse en contacto con políticos y
jerarcas a quienes orienta y asesora, o de cumplir una misión divina en
la tierra. Y el delirio erotomaníaco, en el cual el sujeto, frecuentemente una mujer, está convencido de que un personaje de
notoriedad, por ejemplo un actor de cine o un cantante famoso le
profesa su amor y le envía sutiles mensajes.
A veces se asocian las distintas temáticas delirantes en cuadros
bastantes complejos. En todos ellos, sin embargo, el delirante no es
consciente de su perturbación y con frecuencia se resiste a recibir
atención psiquiátrica. Este constituye un serio obstáculo para el
tratamiento, ya que la medicación psiquiátrica es una de las
principales ayudas que se puede ofrecer a estos individuos.
Lamentablemente, una de las paradojas de la psiquiatría -a diferencia
de otras especialidades de la medicina-, es que aquellos que necesitan
tratarse con mayor urgencia son quienes más se resisten a hacerlo. De
modo que si usted piensa que la gente se ríe al verlo pasar, busque
ayuda. Y tranquilícese: aquellos que realmente se ríen de usted lo
hacen sólo a sus espaldas, y probablemente usted nunca se entere.
148
LA MENTIRA
Como acto ocasional y aislado, la mentira es un fenómeno del cual
ninguno de nosotros puede escapar. Desde la simple exageración de
las virtudes de nuestros hijos hasta la clásica mentira piadosa, con la
cual nos proponemos proteger a un ser querido, ninguno de nosotros
puede reivindicar la condición de ser totalmente sincero. El bajo
consumo de nafta de nuestro automóvil, la hora a la que llegamos al
trabajo y los relatos sobre proezas sexuales también deben ser
tomados con pinzas. «No sé por qué no adelgazo si sólo como
lechuguita» y «no dejo el cigarrillo porque no quiero», son otras
afirmaciones sospechosas con las cuales nos engañamos a nosotros
mismos y a aquellos ingenuos que nos escuchan. Desde el punto de
vista psicológico, sin embargo, interesa más el hábito de falsear la
realidad, es decir el engaño reiterado que la mentira ocasional en la
cual todos caemos con cierta frecuencia.
Quien emplea la mentira como recurso habitual puede responder a
distintas motivaciones. El caso más común es el del individuo que
miente deliberadamente con objeto de obtener algún provecho. Este
fenómeno reconoce, claro está, distintos grados. En la mayoría de los
casos se trata de un sujeto normal y adaptado a la sociedad que puede
ser calificado simplemente de hábil, astuto o «ventajero». En casos
extremos se acompaña de una notoria insensibilidad al sufrimiento
ajeno, pudiendo atentar contra la vida o la integridad de otras
personas con una total ausencia de culpa y remordimientos, lo cual
determina conductas francamente delictivas. Es lo que se conoce en
psiquiatría como «personalidad antisocial». Se trata de personas que
actúan más en función de sus deseos y necesidades que de acuerdo a
normas éticas, morales y de convivencia. Suelen ser impulsivas y
pueden cometer agresiones violentas, o bien ser seductoras y cautivar
a los demás con objeto de obtener algún beneficio. Aquí la mentira
149
forma parte de un cuadro más grave, y con frecuencia es un recurso
adicional que emplean estos sujetos como forma de alcanzar sus
objetivos.
En otros casos, el individuo oculta sistemáticamente la verdad o
acomoda los hechos a su conveniencia por temor a la desaprobación
ajena. Aquí lo central es la propia inseguridad y la convicción de que se
debe presentar ante los demás una imagen impecable para ser
aceptado. Ocultan, por tanto, sus errores y fracasos, sus fallas y
debilidades y difícilmente hablan con naturalidad de sus defectos. A
veces esconden lo que han hecho por temor a la reacción de otras
personas, como el caso de la esposa que oculta los gastos domésticos
para evitar la ira de su marido, o el hombre que afirma haber pedido
un aumento para evitar las críticas de su esposa. En estos casos, la
falta de sinceridad está mantenida a su vez por otras mentiras: aquellas que nos contamos a nosotros mismos, como la suposición de que
necesitamos contar con la aprobación de todo el mundo para ser
felices, o la creencia de que los demás están permanentemente
juzgándonos y nos abandonarán si no los complacemos.
La mentira, en tanto falta de objetividad para percibir el mundo,
incluye aquellos hábitos mentales que nos impiden juzgar en forma
realista a los demás y a nosotros mismos. Ya hemos hablado de la
visión de túnel, mediante la cual prestamos atención sólo a aquellos
hechos que confirman nuestras creencias, mientras que ignoramos los
acontecimientos que contradicen las ideas que hemos llegado a
aceptar como verdaderas. Es así que los adeptos a la astrología dan
mucho más crédito a los ocasionales aciertos del horóscopo que a sus
frecuentes errores o contradicciones, y que los partidarios de un grupo
político o de una teoría económica encuentran más fácil confirmar sus
ideas que cuestionarlas.
Otro hábito de pensamiento que se emplea con el mismo fin es la
generalización excesiva, es decir la tendencia a sacar conclusiones
amplias o globales a partir de hechos aislados. Frases como «todas las
150
mujeres son iguales» o «no se puede confiar en los hombres» ilustran
este mecanismo común de autoengaño. La magnificación de los
problemas o su minimización, son errores que llevan a dramatizar las
dificultades o a subestimarlas, incurriendo en ambos casos en una
mala apreciación de la situación. Algunas personas son muy proclives
a exagerar los riesgos de cualquier proyecto, lo cual las frena a la hora
de tomar decisiones, mientras que otras no perciben las posibles
complicaciones y se embarcan fácilmente en iniciativas propias o
ajenas que les despiertan entusiasmo.
Algunos sujetos mienten casi por deporte, sin obtener de ello ningún
beneficio más allá del placer de relatar proezas o concitar la
admiración de otras personas. En ocasiones asumen su papel con
tanto realismo que se convencen a sí mismos de las historias que
supuestamente protagonizaron, al menos mientras dura la farsa. En
otros casos se limitan a exagerar su participación en algún hecho real,
o refieren cumplidos y elogios de que han sido objeto por parte de
personas importantes, como forma de dar lustre a su personalidad.
Este comportamiento histriónico, similar a una actuación más o
menos realista, debe distinguirse de la convicción delirante de ser
amado, de estar en contacto con personalidades importantes o de
cumplir una misión divina en la tierra. Aquí, al igual que en el típico
delirio de persecución, no se trata de simples mentiras sino de un
grave trastorno mental que requiere tratamiento psiquiátrico. Por
supuesto que la mentira teatral también requiere tratamiento, en
particular cuando el sujeto elabora complicadas historias sin motivo
aparente.
151
CUANDO LA ENFERMEDAD ES SENTIRSE
ENFERMO
Nos referimos, claro está, a la clásica figura del hipocondríaco, con sus
quejas permanentes y su mesa de luz repleta de medicinas. Lejos de
fingir un malestar que no siente, el «enfermo imaginario» está
convencido de padecer un serio trastorno que nunca se descubre,
mientras deambula por clínicas y consultorios recitando
incansablemente sus dolencias. Su relato, completo y detallado como
pocos, se acompaña de términos médicos, fruto de consultas
anteriores, y sólo se detiene para mostrar al abrumado doctor el
grueso legajo de sus análisis clínicos. Al hipocondríaco no le gusta ser
interrumpido cuando refiere sus achaques. Exige la máxima atención
del profesional, por temor a que pase desapercibido algún dato relevante. Por eso no es raro que concurra a la consulta provisto de notas
o apuntes que, a manera de recordatorios, eviten la remota
posibilidad de omitir un malestar, por ínfimo que este resulte.
Los síntomas que preocupan al paciente afectan normalmente varios
sectores de su cuerpo, por ejemplo el abdomen, el pecho y la cabeza.
Además, suelen ser vagos o poco específicos: fatiga, debilidad, dolores
difusos, calor en el cuerpo, molestias indefinidas, sensación de «estar
en el aire», etc. La lista, claro está, podría ser interminable. A veces se
trata de funciones normales, como la taquicardia que experimenta el
paciente en un momento de tensión o los espasmos intestinales propios de una digestión lenta. En otros casos, sus temores se nutren de
síntomas reales aunque poco importantes -por ejemplo una tos ocasional o una congestión nasal. Lo cierto es que ni los exámenes que se
le practican ni las palabras tranquilizadoras del médico resultan
suficientes. El hipocondríaco sigue reclamando una explicación para
sus síntomas, y no se conforma con la palmada en el hombro ni con el
enfático «diagnóstico de salud» que recibe del profesional.
152
No todos los hipocondríacos, sin embargo, se ajustan a la descripción
anterior. La preocupación desmedida por el funcionamiento del
cuerpo es una cuestión de grado, y cualquiera de nosotros, en alguna
ocasión, puede albergar temores infundados o exagerar los riesgos de
sufrir una enfermedad. Hemos resaltado los rasgos de nuestro
personaje, a la manera de una caricatura, con objeto de señalar la
verdadera naturaleza del problema: la preocupación del paciente no
depende de los síntomas en sí, sino de su actitud alerta y temerosa
que lo predispone a «detectar» cualquier cambio en su organismo y a
interpretarlo como una señal de peligro. Las causas del trastorno
deben buscarse en el carácter del paciente y en el modo como encara
el tema de su salud, no en supuestas alteraciones de su funcionamiento corporal.
La personalidad del hipocondríaco
Meticuloso y detallista por naturaleza -al menos en lo referido a su
salud-, el típico hipocondríaco no se conforma con una probabilidad
razonable de encontrarse sano. Pretende tener la certeza absoluta de
no padecer una enfermedad, y la total seguridad de que su médico le
ha practicado todos los estudios. Tal pretensión lo condena,
naturalmente, a la duda eterna: ningún examen médico es capaz de
brindarle la certeza que busca, y se ve obligado a recabar nuevas
opiniones o a repetir sus análisis en una historia que no tiene fin. Su
propia desconfianza lo lleva sospechar que le han «dorado la píldora»,
brindándole una información parcial para no preocuparlo.
Se trata con frecuencia de sujetos egocéntricos, demasiado centrados
en sí mismos y pendientes de sus propias dificultades. Su discurso, que
gira en torno a sus síntomas y a los tratamientos que siguen,
difícilmente se abre a las preocupaciones ajenas, en particular a las
dolencias que sufren otras personas. Es clásica la conversación que
mantienen en la sala de espera del médico, donde su objetivo es
relatar los propios achaques más que conocer los ajenos. Suelen
relacionar los padecimientos de otros pacientes con sus propios
153
síntomas, y se muestran ávidos de cualquier información que puedan
emplear en su propio beneficio. También la relación con sus seres
queridos puede verse afectada, porque sus permanentes demandas
de atención suelen agotar la paciencia de su familia.
El típico hipocondríaco supone -erróneamente- que su cuerpo no debe
sufrir ningún malestar. Interpreta cualquier sensación como la señal
de que algo funciona mal, y considera que si estuviera sano no debería
experimentar dolor o molestia alguna. Sin embargo, el organismo se
adapta permanentemente a los cambios internos y externos, y es
normal que dé señales de tal adaptación. Una taquicardia ocasional,
por ejemplo, puede indicar precisamente que el corazón responde a
una mayor necesidad de flujo sanguíneo motivada por el ejercicio o
por un estado de ansiedad. Para el hipocondríaco, sin embargo, puede
ser la antesala de un ataque cardíaco. El miedo a la muerte y la
creencia de que la misma es siempre inminente contribuyen a
interpretar cualquier síntoma en forma dramática o catastrófica.
Aunque este temor es universal, el común de las personas no supone
que la muerte sea tan probable y por tanto no magnifica los riesgos de
un síntoma o un malestar ocasional.
Esta noción equivocada sobre la salud y sus riesgos, lleva al sujeto a
vivir pendiente del funcionamiento de su cuerpo, en un permanente
estado de alerta que le permite detectar hasta el síntoma más
insignificante. Al centrar su atención sobre molestias que para otros
pasarían desapercibidas, el hipocondríaco sólo consigue aumentar su
preocupación y «confirmar» sus temores. De hecho, muchos de los
síntomas que afligen al sujeto -tales como la taquicardia, la transpiración o el temblor- no son otra cosa que el resultado de su propia
ansiedad. La actitud expectante y temerosa del paciente constituye
además un terreno propicio para la autosugestión: la lectura de artículos médicos, las conversaciones casuales y las noticias de
enfermedades que padecen conocidos y extraños se convierten en
fuentes de preocupación porque el sujeto comienza a buscar en sí
mismo los síntomas ajenos.
154
En otros casos, la convicción de estar enfermo forma parte de un
trastorno psiquiátrico más serio. La depresión, en particular, se
acompaña con frecuencia de ideas hipocondríacas, que en casos
graves pueden configurar verdaderos delirios, como la creencia de
encontrarse vacío o podrido por dentro. Sin llegar a tales extremos por cierto bastante raros-, es común que los pacientes deprimidos
tengan una visión pesimista de su propia salud. Las quejas
hipocondríacas, incluso, pueden ser la única expresión de un cuadro
depresivo, que es necesario diagnosticar para implementar el
tratamiento correspondiente.
La preocupación generalizada por el funcionamiento del cuerpo
tampoco debe ser confundida con el temor específico de sufrir una
enfermedad. Se trata, en este último caso, de una verdadera fobia a
padecer SIDA, cáncer o un «ataque cardíaco», por citar las más
frecuentes. Aunque no siempre es fácil distinguir ambos trastornos, en
la fobia existe el temor de contraer determinada enfermedad,
mientras que en la hipocondría predomina la convicción de tenerla sin
que haya sido descubierta. La preocupación del fóbico se centra sólo
sobre esa enfermedad en particular; el hipocondríaco, en cambio, no
es tan selectivo. Mientras que el paciente atormentado por el pánico
de contraer un mal -por ejemplo el SIDA- se orienta a evitar el
contagio o a asegurarse de que no lo ha contraído, el hipocondríaco
supone que tiene «algo» y procura descubrir una explicación para sus
síntomas.
La hipocondría es una condición crónica y rebelde al tratamiento,
sobre todo cuando la creencia de estar enfermo ocupa un lugar
central en la vida del sujeto. Cuando forma parte de un cuadro
depresivo, su pronóstico depende de la respuesta del sujeto al
tratamiento de la depresión: al recuperar su estado de ánimo normal,
desaparecen también las preocupaciones desmedidas sobre su propia
salud. En los casos en que constituye un trastorno aislado, puede ser
necesario complementar el tratamiento psicológico con la
155
administración de medicamentos que permiten al paciente tomar
distancia de sus ideas pesimistas. En todo caso, es útil recordar que el
sujeto se angustia realmente por sus síntomas -imaginarios o no-, y
buscar tratamiento para su depresión y su angustia. Esta medida es
preferible a los duros reproches que a veces recibe el paciente, o a una
actitud solícita y protectora que puede alentar sus quejas y demandas
de atención.
156
PSICOLOGÍA DE LAS ADICCIONES
Cuando hablamos de «adicciones» pensamos generalmente en la
dependencia de drogas como el alcohol o la cocaína, que tanto daño
causan a los adictos, a su familia y a la sociedad toda. Desde el punto
de vista psicológico, sin embargo, el término tiene un significado más
amplio: podemos considerar adicciones al consumo habitual de café o
de cigarrillos, al uso regular de tranquilizantes e incluso a hábitos tales
como comer en exceso, morderse las uñas, arrancarse el cabello y
hasta trabajar demasiado. Con un criterio amplio -aunque para nada
forzado- podemos hablar también de la adicción a otras personas que
exhiben algunos sujetos muy dependientes e inseguros.
A esta altura de la descripción, el lector puede preguntarse cuándo
una conducta deja de ser un simple hábito y se transforma en un
comportamiento adictivo. El joven que se aísla del mundo atrapado
por la pantalla del televisor, por ejemplo, o que desatiende sus tareas
por pasar largas horas frente a la computadora, ¿puede considerarse
un adicto? ¿Qué tiene en común con el ama de casa que recurre
desde hace años a una píldora para conciliar el sueño, o con el
fumador empedernido que no puede abandonar el cigarrillo a pesar
de saber que «es perjudicial para la salud»? El análisis del problema
nos obliga a considerar dos aspectos íntimamente ligados: la
personalidad del adicto y las actividades que generan dependencia.
Las actividades que generan adicción poseen, en general, dos efectos:
por un lado resultan agradables -el placer de beber, comer o fumar- y
por otro reducen el malestar -el alivio de la angustia que depara el
cigarrillo, la bebida o el alimento ingerido con ansiedad. Este doble
efecto permite distinguir las adicciones de las compulsiones, puesto
que estas últimas nunca resultan placenteras y sólo se dirigen a calmar
la ansiedad. El sujeto que se siente obligado a lavarse diez veces las
157
manos para asegurarse de que ha eliminado hasta el último germen, o
el que debe volver sobre sus pasos cada vez que piensa en una posible
desgracia, no disfruta de dichos rituales. Se entrega a ellos para evitar
la tensión que experimentaría en caso de resistirse. Es clara la diferencia entre estos actos compulsivos y las clásicas adicciones, que
como hemos dicho deparan siempre algún placer, al menos inmediato.
Otro aspecto que define a las conductas adictivas es que siempre
entrañan una pérdida de libertad para el individuo que se entrega a
ellas. El sujeto quisiera dejar de fumar o trabajar menos horas, pero no
lo consigue. En general, se propone abandonar el hábito cuando
piensa en sus consecuencias a largo plazo, pero en el momento experimenta el deseo de comer o de beber y no se resiste demasiado. Es un
conflicto entre sus deseos actuales y la conveniencia futura del acto.
Este conflicto nos obliga a definir con precisión qué entendemos por
«ser libre», porque muchos adictos se resisten a controlar sus
impulsos debido a que mantienen una noción equivocada de la
libertad. Creen que ser libres equivale a hacer lo que desean en cada
momento. Sin embargo, el sujeto que se propone dejar de fumar y enciende un cigarrillo está cediendo a sus deseos, pero no se siente libre.
Otro tanto ocurre con el obeso que toma un buen trozo de torta a
pesar de su dieta. Quienes ceden a tales tentaciones no son libres sino
esclavos de sus impulsos y deseos inmediatos. La verdadera libertad
consiste en hacer lo que a uno le conviene o lo que uno se propone,
no lo que desea en cada instante.
Con relación a la personalidad de los adictos, es común encontrar
rasgos de carácter que los predisponen establecer vínculos de
dependencia. Con frecuencia tienen una baja tolerancia a la
incomodidad y a las frustraciones: no se «bancan» la angustia, la
tristeza, la falta de voluntad y energía, o las toleran menos que otras
personas. Muestran gran dificultad para aceptar que las cosas son
como son y no como ellos desean. Exhiben, además, una tendencia a
buscar apoyo fuera de sí, por ejemplo en un terapeuta, en un médico,
158
en un familiar protector, en medicamentos o en cualquier agente
externo que alivie su ansiedad o su depresión. Por último, algunos
adictos tienen dificultad para ajustar su conducta a normas éticas,
morales y de convivencia. En estos casos el sujeto tiende a hacer más
«lo que le gusta que lo que debe», y el consumo de drogas constituye
una de las tantas transgresiones que comete: fugas, promiscuidad
sexual, mentiras, robos, inestabilidad laboral, etc.
De esta manera queda preparado el terreno para que se instale un
comportamiento adictivo: el candidato a desarrollar la adicción encuentra fortuitamente algo o alguien que le resulta placentero y al
mismo tiempo alivia su malestar. Puede ser el cigarrillo, la cocaína,
determinado tranquilizante o como vimos la compañía de cierta
persona significativa. Se adhiere entonces a dicho objeto como a un
salvavidas y se resiste a abandonarlo. Desde este punto de vista, la
adicción resulta del encuentro entre un sujeto predispuesto y un
objeto determinado -droga, persona o actividad- capaz de brindarle
alivio y placer.
El fenómeno se complica porque además de la dependencia psicológica, algunas sustancias generan dependencia física: si el sujeto
suspende repentinamente la droga experimenta una serie de síntomas
-por ejemplo: convulsiones, insomnio, inquietud- conocidos como
síndrome de abstinencia. En estos casos es necesario discontinuar
paulatinamente la droga o sustituirla por otra menos nociva. El
tratamiento del síndrome de abstinencia debe ser conducido por un
médico y requiere a veces la internación del adicto.
Un concepto erróneo muy común sostiene que el adicto se odia a sí
mismo y desea, en el fondo, destruirse. Es cierto que la conducta
adictiva puede tener consecuencias lesivas para el individuo. Pero de
allí a afirmar que el sujeto consume la droga precisamente con esa
finalidad, hay una gran diferencia. La psicología del comportamiento
ha demostrado que las consecuencias inmediatas de una conducta,
por ejemplo el placer que se siente en el momento de fumar o el alivio
159
inmediato de la ansiedad que procura el cigarrillo, suelen ser más
potentes para controlar el comportamiento que las consecuencias
alejadas, tales como el deterioro de la salud que produce el tabaco.
Esto es aún más marcado cuando las consecuencias alejadas son
acumulativas, es decir dependen de la acumulación del tabaco y no
necesariamente de ese cigarrillo que el fumador está encendiendo. En
esas circunstancias, las consecuencias alejadas que tenderían a reducir
la conducta adictiva son aún menos eficaces para competir con el
placer inmediato e intenso del cigarrillo actual.
160
TRATAMIENTO DE LAS ADICCIONES
En el origen y mantenimiento de las adicciones intervienen factores
médicos, sociales y psicológicos. Por ese motivo, el tratamiento no es
simple y requiere la intervención de un equipo multidisciplinario,
donde la participación del psiquiatra es una importante herramienta
terapéutica. El tratamiento psicológico se propone ayudar al adicto a
modificar su comportamiento, y con esa finalidad se han desarrollado
diferentes procedimientos, algunos de los cuales resumimos a
continuación.
En el alcoholismo crónico y en la adicción a ciertas drogas, el
tratamiento tradicional consistía en desarrollar una aversión del sujeto
a la droga o a la bebida. En el caso de los alcohólicos, por ejemplo, era
común administrar al paciente una sustancia conocida como apomorfina, la cual combinada con su bebida favorita producía vómitos y
otras molestias. Luego de varias combinaciones de alcoholapomorfina, el paciente comenzaba a experimentar desagrado o
aversión hacia la bebida y en el mejor de los casos suspendía su
consumo. Este tipo de procedimientos reportaba ciertos beneficios,
pero en general conseguía mejorías transitorias y se producían
recaídas con relativa frecuencia.
Con el desarrollo de la moderna terapia conductista, el viejo método
aversivo dio lugar a procedimientos que se llevan a cabo en la imaginación del sujeto. Ahora las consecuencias nocivas no se presentan
realmente, sino que son imaginadas por el adicto. El obeso, por
ejemplo, recuerda su desagradable figura cuando está a punto de
transgredir su dieta, o el fumador se imagina sufriendo una grave
enfermedad cuando se propone encender un cigarrillo. A veces el
sujeto aprende también a evocar las ventajas de controlar el hábito,
sintiendo por ejemplo que respira con facilidad una vez que ha tirado
161
el cigarrillo. El paciente recibe instrucciones precisas sobre cómo
imaginar la escena -por ejemplo: evocar el aroma y el sabor del
vómito, la sensación de náusea, etc.-, con objeto de vivir con realismo
la situación aversiva. Estos procedimientos se conocen como técnicas
de autocontrol, y su propósito es brindar al sujeto estrategias para
evitar y suprimir los hábitos perjudiciales. Las técnicas de autocontrol
reportan considerables beneficios cuando se aplican con regularidad.
De hecho, la mayoría de nosotros las empleamos intuitivamente
cuando pretendemos resistir la tentación de comer o beber en exceso,
si bien no solemos utilizarlas en forma sistemática. Sin embargo, por sí
solas no suelen ser suficientes para evitar las recaídas, por lo cual los
tratamientos modernos complementan estas técnicas con otros
enfoques del problema.
Actualmente se hace hincapié, no sólo en el control directo del hábito
que se pretende eliminar, sino en el desarrollo de conductas alternativas. El propósito es que el individuo aprenda a manejar de un modo
más conveniente las situaciones que hasta el momento disparan su
consumo de drogas, alcohol, alimentos o cualquier otra cosa. Si el
joven ingiere alcohol para vencer sus inhibiciones sociales, el
tratamiento deberá encararse como un entrenamiento en habilidades
de comunicación y de relacionamiento social. Si un paciente consume
tranquilizantes para enfrentar situaciones que le despiertan temor o
inseguridad, tales como lidiar con los contratiempos del trabajo, el
propósito será capacitarlo para manejar dichos contratiempos y las
situaciones temidas sin el uso de tranquilizantes. Este era el caso de
una maestra muy estresada por no poder controlar la disciplina en sus
clases, quien abandonó los sedantes una vez que aprendió a manejar
la situación de manera más eficaz. El desarrollo de conductas alternativas incluye procedimientos como el entrenamiento en resolución de
problemas, el manejo de los conflictos de pareja, el manejo de la
rutina y el aburrimiento -que con frecuencia disparan conductas adictivas- entre otras herramientas. El propósito entonces es «qué hacer en
lugar de».
162
El otro foco del tratamiento apunta a corregir algunos aspectos de la
personalidad o de la manera de pensar del adicto que lo predisponen
a caer nuevamente en sus hábitos nocivos. En el capítulo anterior
mencionamos algunos rasgos de carácter que suelen requerir
tratamiento, tales como la dependencia, la baja tolerancia a las
frustraciones y la tendencia a buscar fuera de sí la ayuda o el respaldo
para encarar cualquier dificultad. En consecuencia, la terapia se
propone cultivar los hábitos opuestos, es decir: la independencia o
autosuficiencia del sujeto, su convicción de que es capaz de enfrentar
y manejar los obstáculos y conflictos sin recurrir a la ayuda externa y la
noción de que cierto grado de frustración es inevitable. El abordaje de
estos aspectos es complejo y requiere un análisis particular de cada
situación. Sin embargo, constituye una fase importante de la terapia,
en particular para prevenir las recaídas.
Otro aspecto central en el tratamiento de las adicciones consiste en
modificar la influencia del medio familiar y social, que con frecuencia
estimula el abuso de drogas. Esto puede significar, por ejemplo,
apartar al joven de un ambiente en que el consumo de drogas es visto
como algo normal y hasta necesario para su integración social.
Idealmente, el sujeto debería relacionarse e interactuar con personas
que cultivan hábitos más sanos y convenientes. Sin embargo, no
siempre es fácil implementar este cambio de entorno social.
En otros casos, es conveniente revisar los vínculos familiares del adicto
e instruir a las personas que conviven con él para responder a su conducta de modo de desalentar el consumo de drogas y estimular al
mismo tiempo las conductas alternativas. Con frecuencia los padres
dedican mucha atención al joven adicto -o la esposa hace lo propio
con su marido alcohólico- mientras que demuestran poco interés por
las actividades deportivas o sociales del adolescente. En ciertos casos
es necesario examinar en detalle la dinámica familiar, por ejemplo
cuando el abuso de drogas expresa los roles que desempeña cada
miembro -salvador, perseguidor y víctima-, los cuales deben ser abandonados para evitar que se mantenga la adicción. Eric Berne ha
163
ilustrado este proceso en el caso del alcoholismo: la esposa primero es
víctima de los excesos de su marido y más tarde lo protege y procura
«salvarlo» de su adicción. El alcohólico transita los roles complementarios, primero como perseguidor que maltrata a su esposa y
luego como víctima arrepentida que busca ayuda y protección. Como
esta comedia tiende a representarse una y otra vez, es importante
examinar y modificar los roles complementarios que exhiben los
cónyuges y que contribuyen a mantener la conducta del alcohólico6.
La dinámica familiar puede estar involucrada de muchas maneras, y
casi siempre debe ser tomada en cuenta. A veces el joven adicto es
presentado por sus padres como «el enfermo» para tapar otros problemas del núcleo familiar. Pero también el paciente puede refugiarse
en la sugerencia de que se trata de un problema de todo el grupo para
evitar la responsabilidad de modificar su propia conducta, de modo
que las entrevistas conjuntas deben encararse siempre con mucha
cautela.
6
«Juegos en que participamos». Eric Berne, Editorial Diana, México,
1981.
164
Conclusión
¿CUÁN NORMALES SOMOS LOS NORMALES?
A lo largo del libro hemos examinado numerosos «pecados»
cotidianos, señalando las motivaciones y la dinámica psicológica que
se encuentra en la base de tales comportamientos. Si el lector se ha
visto reflejado en algunas de las descripciones, puede albergar dudas
acerca de su propia estabilidad emocional o la de sus seres queridos.
De hecho, es esta una interrogante bastante común. Con cierta
frecuencia nos preguntamos si determinada persona, generalmente
un conocido o un familiar, es normal o «está mal de la cabeza». Sin
embargo, afirmar que alguien es un enfermo mental o que padece un
trastorno psíquico resulta apropiado sólo cuando nos referimos a un
sujeto seriamente perturbado, tal como un delirante convencido de
que existe una conspiración mundial en su contra y de que sus
enemigos le roban sus pensamientos por medios misteriosos. Pero si
nos proponemos analizar la conducta agresiva de un conductor
durante un embotellamiento de tráfico, o si consideramos la tristeza
que aflige a un estudiante luego de perder un examen, no parece
apropiado preguntarnos si dichos sujetos son normales o no. La
mayoría de las personas que tratamos diariamente -incluyendo a
aquel que nos mira desde el espejo- presentan alteraciones ocasionales en su comportamiento. Por ese motivo, antes de catalogar a un
sujeto como sano o enfermo, conviene recordar algunos conceptos
importantes sobre los trastornos emocionales.
En primer término, es más realista hablar de conductas alteradas que
de personas alteradas. Las personas solemos actuar en forma
diferente en nuestros distintos roles, por ejemplo en el trabajo o en
casa. El conductor que reacciona en forma airada en medio del tráfico
congestionado, puede responder con tolerancia y comprensión a las
travesuras de sus hijos. Tal vez actúe en forma rígida y autoritaria en
165
su trabajo, mientras se muestra flexible y amable con sus vecinos y
amigos. No podemos considerarlo definitivamente agresivo, y mucho
menos etiquetarlo como «enfermo» o «anormal».
Incluso en un mismo ámbito -por ejemplo en el trabajo- la conducta
de una persona suele ser bastante cambiante o fluctuante, a veces de
un momento a otro. Hasta el jefe más crítico y exigente puede
mostrarse tolerante con un subordinado. Por eso es mejor hablar de
sus reacciones agresivas o de sus comportamientos autoritarios, que
identificarlo globalmente como autoritario o agresivo. Del mismo
modo, el estudiante que se deprime ante un fracaso escolar puede enfrentar otros aplazamientos sin angustiarse demasiado. En general, es
más apropiado hablar de lo que hace el sujeto en ciertas situaciones,
es decir de su conducta, que establecer lo que supuestamente es.
Además, este enfoque resulta más optimista porque supone la posibilidad de sustituir los hábitos inconvenientes por estilos de
pensamiento y acción más eficaces. Tampoco parece acertado
sostener que el individuo «tiene» un comportamiento agresivo, como
si tuviera un tumor o un coágulo que es necesario remover. Lo tendrá
en ciertas circunstancias, pero no en otras.
Aun limitándonos a describir la conducta, suele ser difícil establecer si
determinado hábito es normal o no, salvo en casos extremos. La
normalidad es casi siempre una cuestión de grado. Un individuo puede
ser más o menos agresivo, más o menos tímido y más o menos
depresivo; no siempre es fácil trazar una línea divisoria y decir: hasta
aquí se trata de un grado normal de timidez -o de agresividad- y de
aquí para allá constituye una conducta neurótica. En lugar de embarcarse en una discusión estéril acerca de lo sano o enfermo de un comportamiento, es conveniente analizar en qué medida interfiere dicha
conducta con los objetivos del sujeto y con su propia felicidad. Si su
timidez le impide llevar una vida social activa y es fuente de angustia y
de frustraciones para él, es posible ayudarlo a mejorar su desempeño
social. De hecho, las corrientes actuales en psicología apuntan más al
166
crecimiento personal, en el sentido de desarrollar nuevas habilidades
que a corregir lo «enfermo».
No se trata entonces de ser o no ser normales, ni siquiera de tener o
no un problema, sino de comportarnos en forma más o menos
conveniente. En ese sentido, es posible describir algunos hábitos que
resultan útiles y ventajosos para la mayoría de nosotros. En los
capítulos anteriores hemos mencionado varios de dichos hábitos, y en
las líneas siguientes nos proponemos resumir algunos de ellos,
poniendo énfasis en las formas de pensar y de actuar que contribuyen
a mantener nuestro equilibrio psicológico. Son estilos de pensamiento
y de acción que favorecen nuestro desempeño laboral, familiar y social
y permiten la plena expresión de nuestras potencialidades. Estos
patrones de conducta promueven nuestro bienestar emocional,
facilitan la convivencia y hacen más grata la vida de aquellos que nos
rodean.
Tolerancia
Los sujetos equilibrados aceptan en general que la gente actúe en
forma diferente de como ellos lo harían. Tal vez no compartan las
actitudes de otras personas, pero tienden a verlas como diferentes, en
lugar de considerarlas equivocadas. Por supuesto que perciben los
errores ajenos, pero los toman como algo normal e inevitable. Cuando
esto ocurre, se ocupan de corregir los problemas ocasionados por
tales errores y de evitar que los mismos se repitan, en lugar de
preguntarse con desesperación cómo es posible que alguien sea tan
torpe o desconsiderado. Cuando algo sale mal se centran más en los
problemas que en las personas, y tienden a buscar soluciones en lugar
de buscar culpas y acusar a los responsables.
Resistencia a las frustraciones
Del mismo modo, los individuos equilibrados consideran inevitables
las dificultades y contratiempos. Cuando enfrentan obstáculos o
imprevistos los encaran con naturalidad y estudian las alternativas de
que disponen, en lugar de quejarse de su mala suerte o de pensar: «no
167
puede ser que me pasen estas cosas». Por el contrario, estos sujetos
saben que es inevitable enfrentar contratiempos -«puede ser que me
pasen estas cosas»-, y que llevar adelante un proyecto consiste
precisamente en ir resolviendo las dificultades que surgen. Por
supuesto que les disgusta tener problemas, pero su filosofía realista
les permite ocuparse del asunto con relativa serenidad, en lugar de
dilapidar energía en arrebatos de ira y desesperación.
Realismo y flexibilidad
Las personas que encuentran mayor felicidad en la vida no son
aquellas que obtienen logros excepcionales, sino quienes se fijan
metas y objetivos accesibles. Saben -por ejemplo- que no pueden
aspirar a una pareja ideal y que no siempre estarán a gusto con su
trabajo. Esto no implica que se conformen con cualquier relación
afectiva ni que se mantengan indefinidamente en un empleo que les
disgusta. Renunciar a los proyectos ideales no significa caer en el
conformismo ni en la indiferencia de aquel a quien todo le da lo
mismo. Es posible seguir luchando para mejorar las propias condiciones de vida, siempre que se manejen opciones reales y alternativas
viables.
La flexibilidad, es decir la capacidad de adaptarnos a circunstancias
que difieren de nuestras expectativas, constituye uno de los
principales indicadores de «salud mental». Los sujetos que actúan de
este modo son capaces de cambiar sus planes sobre la marcha, para
adaptarse a las nuevas circunstancias o a los deseos de otras personas.
La flexibilidad -o su opuesto, la rigidez- se pone de manifiesto en
asuntos tan triviales como elegir una película o un restaurante al salir
con un grupo de amigos. En otros casos se trata de cuestiones más
trascendentes, como la profesión que debe elegir un hijo o los requisitos que debe reunir su novia. En todos estos casos es bueno
mantener expectativas abiertas, en lugar de formarse una idea rígida
de cómo deberían ser las cosas y resistirse luego a modificarla.
168
Autoaceptación
Los psicólogos coinciden en que una autoestima elevada es esencial
para mantener el equilibrio emocional. El sentido común también nos
sugiere que debemos estar conformes con nosotros mismos para
conservar el buen humor y sentirnos a gusto con otras personas. De
hecho, la baja autoestima está en la base de problemas tan variados
como la depresión, la timidez, los celos enfermizos y las disfunciones
sexuales. Los hombres y mujeres atormentados por sentimientos de
inferioridad y desvalorización personal suponen, equivocadamente,
que los demás se sienten bien porque son superiores a ellos en algún
aspecto: más inteligentes, más competentes o mejor dotados
físicamente.
Sin embargo, los sujetos que están a gusto con ellos mismos no tienen
atributos excepcionales; no son más brillantes ni más atractivos que
aquellos con una baja autoestima. La diferencia radica en el modo
como se ven a sí mismos, no en sus cualidades ni en su capacidad. Los
individuos estables y equilibrados no se juzgan globalmente como
valiosos o incapaces; en lugar de ello, juzgan sus atributos o sus
cualidades por separado, valorando sus propios méritos y
reconociendo sus defectos sin llegar a una conclusión definitiva sobre
su propio valor. Una mujer con dificultades sexuales, por ejemplo, prefiere pensar: «esta vez no respondí sexualmente», antes que asumir:
«soy frígida». Al evaluar su desempeño y no su persona, puede admitir
incluso carencias repetidas -«la mayoría de las veces me cuesta excitarme»- sin extraer conclusiones radicales sobre su propio valor: «no
sirvo como mujer». Quienes piensan de este modo también pueden
sentirse orgullosos de sus logros, sin creer que son maravillosos o
infalibles.
En síntesis, las personas son más resistentes a los fracasos cuando
examinan su desempeño en diferentes roles, sus cualidades y
atributos por separado en lugar de juzgar su persona o su ego como
una totalidad. Albert Ellis llama a esta postura «autoaceptación» más
que autoestima, porque en lugar de estimar o valorar su persona el
169
individuo se limita a evaluar su comportamiento, lo cual le permite
aceptarse a sí mismo aunque juzgue en forma negativa su desempeño.
Sensación de control sobre la propia vida
Como ya hemos visto7, las personas que creen tener control sobre los
acontecimientos de su vida se sienten motivadas para emprender
proyectos y enfrentar eventuales dificultades. Se dice que estas
personas tienen una expectativa de control interno: «los resultados
que obtengo dependen de mí». Quienes suponen que su vida
depende de circunstancias externas como la suerte, el azar o la ayuda
de otras personas -control externo-, se ven indefensas ante al destino
y no se sienten motivadas para modificar sus condiciones actuales.
Esta actitud conduce a la pasividad, la resignación o la dependencia.
Aceptación de la incertidumbre
Los individuos más capacitados para tomar decisiones son aquellos
que aceptan el margen de riesgo que existe en todas las alternativas.
Saben que no es posible estar completamente seguros de que van a
tomar el mejor camino, y al estudiar las opciones manejan probabilidades en lugar de buscar certezas. Han aprendido que no pueden
prever con exactitud los resultados de sus actos, y no pretenden tener
todas las respuestas antes de actuar. Curiosamente, quienes procuran
estar completamente seguros de lo que van a hacer se sienten
atormentados por la duda, la indecisión y la culpa. La seguridad
personal no proviene de tener todo previsto y bajo control, sino de
aceptar que tal pretensión es imposible y calcular los riesgos sólo
hasta cierto punto.
El «control interno», que acabamos de mencionar como un rasgo
deseable, resulta contraproducente si se lo lleva al extremo de
pretender un «control total» sobre los acontecimientos. Quienes
asumen dicha postura se sienten demasiado responsables por sus
fracasos y se deprimen con relativa facilidad. Piensan que la suerte no
7
«La causa de nuestros males», pág. 124.
170
existe, y que podrían obtener todo lo que desean si hicieran las cosas
bien. Cuando no consiguen sus propósitos, asumen que se equivocaron y se sienten culpables. Les cuesta aceptar que no siempre van
a conseguir lo que se propongan, aun cuando hagan las cosas bien.
Aceptación de las contradicciones
Los sujetos flexibles y realistas suelen tolerar bastante bien las
contradicciones, en sí mismos y en sus semejantes. Saben que es
normal experimentar sentimientos contradictorios, por ejemplo
admirar ciertas cualidades en una persona y al mismo tiempo detestar
otras, o sentir afecto por sus padres y estar molesto y resentido con
ellos. Reconocen que su conducta no siempre refleja los valores que
defienden, y aunque procuran guardar la mayor coherencia posible
entre lo que dicen y lo que hacen admiten que en ocasiones se
conducen en contra de sus propios principios. Tampoco esperan que
los demás actúen siempre de manera congruente, y si bien no aplauden tales desviaciones las toman con naturalidad.
Los sujetos con criterio amplio suelen adoptar posiciones intermedias
ante los temas que dividen a la sociedad. En ocasiones admiten con
franqueza que no tienen una opinión formada, y en otros casos
definen claramente una postura, pero sin asumir una actitud
dogmática o pasional. Por el contrario, están abiertos a considerar los
hechos que contradicen sus propias creencias e incluso a revisar las
ideas que consideran verdaderas. Quienes adhieren fanáticamente a
posturas radicales, en cambio, se resisten a tomar en cuenta los datos
que no cierran con sus convicciones -por ejemplo con sus ideas políticas, religiosas o sociales-, o los consideran erróneos antes de
examinarlos. Creen que deben estar totalmente a favor o en contra de
una causa, y por eso les cuesta reconocer excepciones o debilidades
en las teorías que defienden.
171
Equilibrio entre sus intereses
Los seres humanos centramos nuestro interés en tres grandes áreas:
nosotros mismos, los demás y las cosas. El mayor equilibrio emocional
se consigue al ocuparnos de las tres áreas, sin excluir alguna de ellas.
Los sujetos orientados exclusivamente hacia sí mismos son quienes
experimentan mayores dificultades. Están siempre pendientes de sus
propias necesidades, de sus angustias y frustraciones, y no perciben
los intereses o inquietudes de los demás. Para ellos, las otras personas
revisten interés en la medida en que puedan brindarles algún tipo de
gratificación material o afectiva. En una conversación les interesa más
hablar que escuchar, hacerse entender que comprender al otro, y
cuando se encuentran deprimidos suelen agotar a familiares y amigos
con el relato de sus penas y amarguras. Buscan apoyo y comprensión,
pero difícilmente la brindan.
El orientarse permanentemente hacia los problemas y dificultades
ajenas conlleva el riesgo de postergar las propias necesidades. Con el
tiempo, estas personas se sienten resentidas porque no reciben a
cambio una dedicación similar. Sin embargo, son ellas mismas quienes
encaran las relaciones en forma unilateral, sin pedir nada para sí
mismas y dando más de lo que les piden. En otros casos, fantasean
con recibir el reconocimiento o la gratitud de aquellos a quienes han
ayudado, y se sienten frustradas cuando ello no ocurre. Quienes se
ocupan sólo de las «cosas» -trabajo, actividades, asuntos materiales-,
suelen ser muy eficientes en las tareas que emprenden, y encaran los
problemas con seriedad y objetividad. Sin embargo, encuentran
dificultades a la hora de dar y recibir afecto, y pueden ser vistos como
fríos, indiferentes y hasta egoístas por sus seres queridos. De modo
que, tal como señalamos al comienzo, el funcionamiento armónico del
individuo pasa por repartir su atención e interés entre las diferentes
áreas de su vida, sin excluir ni postergar indefinidamente alguna de
ellas.
172
FORMULARIO DE AUTODESCRIPCIÓN
El siguiente cuestionario le permite describir su forma de ser habitual.
Cada renglón horizontal corresponde a un rasgo de personalidad, es
decir una forma de actuar o de reaccionar en las situaciones
cotidianas. Cada rasgo tiene dos polos. El primer rasgo, por ejemplo,
está redactado como sigue:
1
2
3
paciente, no me
irrito cuando las
cosas me salen
mal
4
5
impaciente, me
irrito cuando las
cosas me salen
mal
A
El polo de la izquierda dice «paciente, no me irrito cuando las cosas
me salen mal», y el de la derecha dice «impaciente, me irrito cuando
las cosas me salen mal». Decida si su comportamiento habitual se
acerca más a uno u otro polo, y haga una «X» en el casillero
correspondiente8. Evite marcar «3» en todas las preguntas. Elija la
opción que mejor lo describa de acuerdo al siguiente criterio:
1. Mi conducta se acerca mucho al polo izquierdo
2. Mi conducta se acerca más al polo izquierdo que al derecho
3. Mi conducta está en el medio, no se acerca a ninguno de los
dos polos
4. Mi conducta se acerca más al polo derecho que al izquierdo
5. Mi conducta se acerca mucho al polo derecho
Luego, continúe con los demás rasgos. Al marcar, no piense en cómo
le gustaría ser sino en cómo actúa realmente. Una vez que termine
puede unir todas las «X» con una línea quebrada para trazar su perfil,
y ver en cuáles rasgos su conducta se acerca más a uno de los polos.
Responda el cuestionario antes de seguir leyendo.
8
Para rellenar el formulario deberá imprimir las páginas 174 y 175.
173
1
2
3
paciente, no me
irrito cuando las
cosas me salen
mal
tolerante, no me
molestan mucho
los errores ajenos
pienso que las
cosas van a salir
bien, que no va a
pasar nada grave
4
5
impaciente, me
irrito cuando las
cosas me salen
mal
exigente, me
molestan mucho
los errores ajenos
pienso que las
cosas pueden
complicarse, que
pueden ser peligrosas
me molesta hacer las cosas solo,
necesito la compañía de otros
no me molesta
hacer las cosas
solo, no necesito
demasiado la
compañía de
otros
no me ofendo
fácilmente, no
estoy pendiente
de cómo me
tratan
tengo opiniones
y posiciones
intermedias, no
muy apasionadas
A
B
C
D
me ofendo fácilmente (aunque
no lo diga), estoy E
atento a cómo
me tratan
tengo opiniones
y posiciones
categóricas, me F
apasiono al defenderlas
soy desconfiado,
pienso que me
G
ocultan cosas
soy muy confiado, no suelo
pensar que me
ocultan cosas
no me cuesta
discrepar, decir
que no o expresar mi malestar
evito discrepar o
decir que no,
trato de que los H
demás no se
enojen
174
1
2
3
no pienso si voy a
hacer el ridículo
o si van a pensar
que soy distinto o
raro
tomo las decisiones cotidianas
con facilidad, no
le doy muchas
vueltas a las
cosas
soy más bien
práctico, no soy
fanático del orden ni de la prolijidad
soy más bien
serio, no soy muy
expresivo ni
demostrativo
pocas cosas (por
ej.: animales,
lugares altos,
exámenes médicos, etc.) me dan
miedo o me impresionan
4
5
me preocupa
hacer el ridículo,
ser distinto o
que se rían de mí
I
me cuesta tomar
las decisiones
cotidianas, dudo,
J
pienso mucho
qué será lo mejor
soy perfeccionista, muy ordenado, detallista o K
meticuloso
soy muy demostrativo y efusivo,
L
se notan mis
sentimientos
varias cosas (por
ej.: animales,
lugares altos,
exámenes médi- M
cos, etc.) me dan
miedo o me impresionan
Una vez que haya completado el cuestionario, respóndalo nuevamente pensando esta vez cómo lo ven los demás. Para elegir un
casillero, piense: ¿qué marcaría la gente que me conoce si tuviera
que describirme a mí? Marque con otro color cómo lo evaluaría una
persona que lo conoce aunque usted no esté de acuerdo. Si lo prefiere, puede pedirle a alguien que marque realmente el formulario
en blanco para saber cómo lo ve.
175
Interpretación de los resultados
Los comportamientos que se describen en este cuestionario están
designados con las letras «A» a la «M». Se trata de conductas y hábitos comunes, presentes, en mayor o menor grado, en todos nosotros. En cada rasgo, el polo bajo describe un estilo de conducta más
conveniente y apropiado, mientras que el polo alto indica comportamientos y actitudes inconvenientes que pueden ser fuentes de
conflictos y dificultades. Los polos altos corresponden a las siguientes características o estilos de conducta inconvenientes:
A.
B.
C.
D.
E.
F.
G.
H.
I.
J.
K.
L.
M.
baja tolerancia a las frustraciones
exigencia, actitud hipercrítica
tendencia a la preocupación, pensamiento catastrófico
dependencia, necesidad de compañía
susceptibilidad
radicalismo, tendencia a ver las cosas «blancas o negras»
desconfianza
complacencia excesiva
necesidad de aprobación, vergüenza
indecisión
perfeccionismo, detallismo excesivo
hiperemotividad, elevada expresividad emocional
tendencia fóbica
Los perfiles globalmente inclinados a la derecha indican puntajes
altos en la mayoría de los rasgos (4 o 5), mientras que aquellos centrales o inclinados a la izquierda muestran puntuaciones medias o
bajas y coinciden en general con comportamientos adaptativos o
convenientes. La mayoría de los perfiles, sin embargo, muestran
puntajes altos en algunos rasgos, y son estos precisamente los que
deben atenderse con fines de crecimiento personal.
La obtención de dos perfiles permite además comparar su autoimagen (cómo se ve a usted mismo) con la impresión que otras personas tienen de usted. Si existen diferencias muy marcadas, deberá
176
examinar si la percepción que tiene de usted mismo es realista o si
los mensajes que envía a su entorno trasmiten una visión diferente
de la que usted desea.
El formulario de autodescripción que ofrecemos en este capítulo
brinda sólo una estimación aproximada de su personalidad, basada
en su propia impresión. Si desea comparar el perfil obtenido de este
modo con una evaluación profesional, puede responder el «Test
PSI» que brinda un informe completo de varias páginas, incluyendo
gráficas y una explicación personalizada de cada uno de sus rasgos.
Para responder el Test PSI comuníquese con el Centro de Terapia
Conductual o haga clic en los vínculos que se ofrecen en el siguiente
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Usted puede responder el Test PSI y obtener un reporte completo de su personalidad, que incluye puntajes en 14 rasgos y 4
dimensiones o actitudes globales. El informe le brindará una
descripción precisa de su conducta habitual y si lo desea podrá
incluir el link en su curriculum para que los empleadores accedan al informe original sin cambios. Adquiera una aplicación
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Ver más detalles sobre el Test PSI
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177
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El perfil gráfico y la descripción de cada puntaje permiten una adecuada
devolución al paciente, lo cual consolida el vínculo y facilita la definición de
objetivos terapéuticos. El PSI entrega además un reporte personalizado, de
gran valor para el clínico que debe realizar pericias o evaluaciones
Con importantes ventajas en psicología laboral
 las preguntas ofrecen opciones igualmente preferibles, a efectos de
evitar la tendencia a dar una buena imagen
 admite aplicación individual o grupal, en pantalla o sobre hoja impresa
 no es necesario instalar programas en las computadoras de la empresa, es posible corregir el test desde cualquier PC conectado a internet
 el acceso a los resultados es inmediato: el sistema entrega el informe
en segundos
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interpretar: el sistema devuelve un reporte personalizado de aproximadamente 18 páginas pronto para imprimir y encarpetar o analizar
en pantalla
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178
¿QUÉ ES LA TERAPIA CONDUCTUAL COGNITIVA?
La Terapia Conductual o Cognitiva es uno los tratamientos psicológicos
más empleados en todo el mundo en los últimos 35 años. En Uruguay
se dictan cursos de terapia cognitiva para psicólogos y psiquiatras a
nivel universitario y se forman terapeutas con esta orientación. De
acuerdo a esta corriente, las personas adquieren a lo largo de sus
vidas ciertas ideas acerca de sí mismas, de los demás y del mundo.
Desarrollan expectativas sobre el resultado de sus actos, estrategias
para enfrentar problemas, formas de relacionarse con los demás y de
reaccionar ante las pérdidas o el peligro.
Algunos de estos hábitos resultan limitantes o interfieren seriamente
con la vida del sujeto, por ejemplo: fobias, obsesiones, inseguridades,
actitudes depresivas y conductas sumisas o agresivas, entre otras. El
propósito de la Terapia Conductual - Cognitiva es ayudar al paciente a
cultivar nuevos hábitos de pensamiento y de acción que le permitan
relacionarse mejor con sus semejantes, enfrentar sus problemas con
mayor eficacia y aumentar su resistencia a las frustraciones. Sus principales características son las siguientes:
 Tratamiento centrado en los problemas actuales del paciente.
Aunque se analiza la historia del sujeto, así como el origen y
evolución de sus problemas, la terapia se orienta principalmente a
desarrollar estrategias para enfrentar sus dificultades actuales y
desafíos futuros.
 Terapia activa. El sujeto aprende y ensaya nuevos esquemas de
pensamiento y estilos de conducta más eficaces.
 Diálogo abierto y natural: paciente y terapeuta discuten
libremente los distintos temas.
179
Centro de Terapia Conductual
En el Centro de Terapia Conductual se emplea esta modalidad de
tratamiento a través de los siguientes servicios:
 Consejo y Orientación Psicológica. Asesoramiento de breve
duración centrado en el análisis y manejo de situaciones
puntuales.
 Terapia Individual. Tratamiento personalizado en sesiones
regulares.
 Terapia de Parejas. Sesiones conjuntas dirigidas a mejorar la
comunicación, manejar desavenencias y desarrollar habilidades
de negociación para alcanzar acuerdos y cultivar una convivencia armónica.
 Tratamiento Psiquiátrico, como única opción o complementando
el tratamiento psicológico.
 Estudio de Personalidad, mediante test y entrevistas personales.
 Asesoramiento Laboral. Estudios psicológicos para selección de
personal, apoyo psicológico para funcionarios que atraviesan
momentos de crisis, seminarios sobre comunicación y motivación
y análisis de las relaciones personales en la empresa.
Centro de Terapia Conductual
Lorenzo J. Pérez 3172/004- Montevideo
Tel/Fax: (598) 2709 1830
[email protected] - www.psicologiatotal.com
180
Del mismo autor
El neurótico que llevamos
dentro
Empleando un lenguaje claro
y comprensible, el Dr. Chertok nos muestra cómo reconocer al personaje neurótico
que habita en nuestro interior y tomar distancia de su
discurso destructivo, reemplazándolo por un enfoque
racional y sensato de los problemas cotidianos. El autor
nos brinda herramientas novedosas para controlar emociones y conductas inadecuadas como las obsesiones y
rituales, el resentimiento prolongado, la tendencia a discutir y la
dificultad para formar pareja, ofreciendo una descripción detallada
de las técnicas que propone para hacer frente a tales perturbaciones. Una obra original y reveladora, dirigida tanto al público en general como a pacientes en terapia, quienes encontrarán sugerencias
concretas para cultivar un pensamiento realista y tomar el control
de su propia conducta. «El neurótico que llevamos dentro» es también de gran valor para terapeutas interesados en conocer técnicas
originales de modificación conductual y ofrecerlas como lectura
complementaria a sus pacientes.
Ver contenido del libro
181
60 mentiras que nos complican la
vida
¿Por qué algunas personas enfrentan
positivamente sus problemas y otras
se angustian o se deprimen ante el
menor
contratiempo?
¿Cómo
piensan y actúan los hombres y
mujeres seguros de sí mismos?
¿Cuál es la causa del resentimiento,
la impaciencia o la irritación crónica?
Con un lenguaje claro y directo, el Dr.
Chertok nos explica "el A-B-C de la
perturbación emocional": cómo
generamos nuestro propio malestar
al asumir inadvertidamente distintas creencias irracionales. El
Cuestionario A-B-C y el Inventario de Ideas Equivocadas desarrollados por el autor permiten descubrir las ideas preconcebidas que nos
complican la vida. El texto nos conduce paso a paso, primero a identificar las creencias erróneas y luego a reconocer cómo nos engañamos
a nosotros mismos. También nos brinda los instrumentos para
cambiar nuestros diálogos internos y modificar hábitos perjudiciales
como la indecisión, la tendencia a discutir y la preocupación obsesiva.
Como valioso complemento de estas técnicas, se incluye una
selección de lecturas didácticas publicadas por el autor en el
semanario "BUSQUEDA" de Montevideo. Este excelente manual de
autoconocimiento y autoayuda reúne las ventajas de un texto
práctico, de inmediata aplicación por parte del lector con la solidez
propia de un enfoque comprobado: la terapia cognitiva, una
modalidad de tratamiento conductual en la cual el autor posee casi
veinte años de experiencia clínica y docente.
Ver contenido del libro
182
Cuentos que iluminan el camino
¿A quién no le gusta que le
cuenten
una
fábula?
Las
metáforas resultan atractivas para
el oyente, despiertan su interés y
le
permiten
examinar
sus
actitudes en forma amena y
distendida. Los relatos que se
ofrece en este libro atrapan al
lector y le permiten desarrollar
nuevas estrategias para alcanzar
sus metas y hacer frente a sus
dificultades. El genio de la radio, la
fantasía del bolillero, el grupo de
quejosos, la sociedad de los justos
y la metáfora del hipnotizador son
algunos de los cuentos que le ayudarán a descubrir con humor sus
propios errores y a cultivar expectativas más realistas.
Esta selección de relatos constituye también una valiosa
herramienta para los terapeutas, psicólogos y psiquiatras, quienes
podrán compartir y analizar estas metáforas con sus pacientes.
Ver contenido del libro
Escuchar uno de los cuentos
183
La estrategia del amor
Cada vez son más numerosas
las parejas que buscan en una
terapia la solución para sus
conflictos. Pero, ¿qué ocurre
exactamente en el consultorio del terapeuta? ¿Cómo
consigue el profesional –
psicólogo o psiquiatra- que la
pareja aprenda a encarar sus
problemas en forma constructiva? En esta obra, didáctica y reveladora, el autor nos
invita a seguir paso a paso el
tratamiento de un matrimonio, como observadores privilegiados de lo que ocurre
dentro del consultorio. A través del diálogo entre el terapeuta y sus
pacientes, el lector aprende las claves de la motivación humana y
las reglas de una buena comunicación. A lo largo de las sesiones se
abordan problemas de convivencia, incidentes cotidianos y dificultades sexuales, y se describen técnicas apropiadas para formular
pedidos, responder a las críticas, alcanzar acuerdos y apoyar el
cambio en la otra persona.
Ver contenido del libro
184
Las causas de nuestra conducta
PRIMER LIBRO URUGUAYO SOBRE PSICOLOGÍA CONDUCTISTA
Prólogo del Prof. Emérito Dr. Daniel Murguía
Este clásico manual, permanentemente actualizado, presenta en forma didáctica los
principios básicos del comportamiento, incluyendo preguntas, ejemplos y ejercicios para
guiar al lector. Utilizando un
lenguaje claro y comprensible,
el autor explica cómo se desarrollan nuestros hábitos de
conducta, estilos de pensamiento y respuestas emocionales, y cómo se aplican los mismos principios para modificar el
comportamiento. Aunque se
dirige principalmente a psicólogos, psiquiatras, educadores y
estudiantes de esas disciplinas, resulta muy apropiado para el público
en general interesado en obtener una información actualizada y de
«primera mano» sobre la psicología conductual.
Ver contenido del libro
Solicite estas obras en librerías o en el
Centro de Terapia Conductual
Lorenzo J. Pérez 3172/004 - Montevideo
Tel.: (598) 2709 1830
[email protected]
www.psicologiatotal.com
185
Sobre el autor
El Dr. Alberto Chertok desarrolla su actividad
como psiquiatra y psicoterapeuta en la ciudad de
Montevideo, donde dirige el Centro de Terapia
Conductual. Es miembro fundador y Presidente
Honorífico de la Sociedad Uruguaya de Análisis y
Modificación de la Conducta (SUAMOC), entidad
que agrupa a psicólogos y psiquiatras de orientación conductual. Recientemente fue designado
Miembro del Comité de Honor del 7º Congreso Mundial de Terapias
Cognitivas y Comportamentales a realizarse en Lima - 2013, en razón de ser una figura representativas del movimiento cognitivo
comportamental en su país. Fue Asistente titular de Clínica Psiquiátrica de la Facultad de Medicina y se desempeñó durante más de
veinte años como docente en la Facultad de Psicología de la UDELAR. Es autor de «Las causas de nuestra conducta» (1988), primer
libro uruguayo sobre psicología conductista y de «60 mentiras que
nos complican la vida» (1992), un manual de autoayuda que alcanzó
gran difusión. Publicó además «La estrategia del amor» (1995), novela didáctica que ilustra el desarrollo de una terapia de pareja, «El
neurótico que llevamos dentro» (2011), donde ofrece nuevas técnicas para el manejo de los problemas emocionales, «Cuentos que
iluminan el camino» (2012), una selección de fábulas y relatos que
dejan enseñanzas para vivir con sabiduría y la presente obra «Pasiones y Pecados del diario vivir». Es autor del «Test PSI», un moderno
inventario de personalidad utilizado en psicología clínica y laboral y
ha publicado numerosos trabajos científicos sobre su especialidad.
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PASIONES y PECADOS
del diario vivir
¿Constituyen los celos una prueba de amor?
¿Cuál es la causa de la infidelidad?
¿Cómo se explica la seducción?
¿Son normales los sueños y fantasías?
¿Cómo responder a las críticas y reproches?
¿Por qué postergamos indefinidamente nuestras tareas?
Estos son algunos de los temas que el Dr. Alberto Chertok encara en
forma incisiva a lo largo de esta obra. Inspirado en entrevistas radiales,
el autor reproduce las preguntas de los oyentes y sus propias
respuestas sobre una variedad de "pecados" de la vida cotidiana. La
mentira, la envidia, la falta de motivación y las disfunciones sexuales,
entre otras, son puestas al descubierto y analizadas con precisión.
Una lectura amena, instructiva y reveladora, que brinda al lector una
explicación psicológica de sus propias debilidades y valiosas
sugerencias para su crecimiento personal.
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