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Traducción: Carlos Lamas.
Ayudas a la mecanografía: Gerard Gavaldá Tomás, Nuria Manzanares Tesón y
Patricia Servera Caro.
CARTAS A UN JOVEN TERAPEUTA.
REFLEXIONES PARA PSICOTERAPEUTAS,
ASPIRANTES Y CURIOSOS
Contardo Calligaris
ELSEVIER editores, 2008. Río de Janeiro.
Dedicatoria:
Este libro, escrito en San Paolo y Nueva York, entre junio y julio 2004, está
dedicado a todas y todos que, en los últimos 30 años, depositaron su confianza (y
alguna esperanza) en mí como terapeuta.
Más específicamente, está dedicado a los que al pasar por la experiencia,
ganaron unas ciertas ganas de saborear la vida con mayor placer y, como sucede en los
mejores casos, olvidaron que la experiencia sucedió, olvidaron mi nombre y mi cara.
Calligaris. Primera carta a un joven terapeuta
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CARTA PRIMERA: Vocación Profesional
Mi joven amigo,
Imagino que usted* no habrá decidido todavía cuál será su profesión. Usted
estará buscando en este libro alguna indicación para descubrir si desea convertirse en
terapeuta. Y se estará preguntando: antes de comenzar una formación que va a durar
como mínimo una década y costarle un ojo de la cara, ¿tendré las capacidades que se
necesitan?
Es una excelente pregunta. Para ser un buen psicoterapeuta, es útil que el
individuo tenga ciertos rasgos de carácter o de personalidad, que dicho entre nosotros,
difícilmente se adquirirán en el transcurso de la formación; mejor que los posea antes
del inicio.
Un ejemplo para empezar: mi padre era médico, internista y cardiólogo, pero
ejercía, para muchos de sus pacientes, como médico de familia. Cada año en Navidad,
en Pascua y en el día de San José (él se llamaba José), nuestra casa se llenaba de regalos.
Se desbordaba, incluso. El salón estaba abarrotado de cajas de vinos y licores, tartas,
dulces, cestas de frutas exóticas, además de objetos de plata y decoración, de plumas,
de agendas y de utensilios para el escritorio. En los días antes de fiestas, el timbre no
dejaba de sonar. Nosotros, los niños, teníamos la función y el privilegio de abrir los
paquetes, retirando cuidadosamente las tarjetas que les acompañaban, para que mi
padre pudiera enviarles su agradecimiento.
Si yo hubiese escogido la profesión de psicoanalista y psicoterapeuta para
recibir la misma cantidad y variedad de regalos, mi vida sería un fracaso.
Usted puede querer ser médico para conseguir ser mirado con gratitud y
respeto por sus pacientes y por la gente en general. A todo el mundo le gusta, ¿no es
cierto? Pero hay personas para las que es crucial ser constantemente el objeto de una
veneración amorosa.
¿Quieres saber por qué? Piense, por ejemplo, en la mirada de una madre hacia
su benjamín, nacido después de la muerte de su padre. Desde su primer llanto, ese hijo
será, para su madre, una compensación y un recuerdo del marido que perdió; será,
simultáneamente, objeto de veneración y de eterna gratitud a Dios.
* En Brasil, los verbos tienen cuatro sujetos yo, Ud., nosotros, ustedes. No existe el tú ni el
vosotros. Igual que los argentinos con el castellano, los brasileños hablan en portugués con un
maravilloso acento y con bellos localismos.
Calligaris. Primera carta a un joven terapeuta
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Escojo este ejemplo porque fue el caso precisamente de mi padre: él nació
cuatro meses después de la muerte de su padre (mi abuelo). Obviamente, no es eso lo
que le hizo un gran médico. Pero, en la elección de su profesión, debe haber influido la
necesidad de repetir la experiencia inicial de la mirada adoradora de su madre. Esa
necesidad también debió influir en querer conseguir una gratitud que no se colmaba
con el pago de los honorarios y, por tanto, daba sentido a las orgías gozosas de regalos.
Pues bien, si, por alguna razón (que no debe ser la misma que la de mi padre),
es importante para usted nutrirse de gratitud y reconocimiento infinitos de los otros,
entonces no escoja la profesión de psicoterapeuta. Por dos razones:
La primera razón es que en la vida social, el psicoterapeuta no encuentra nada
parecido a la gratitud que, en general, se dedica al médico (como agradecimiento
preventivo por si necesitamos sus servicios). El psicoterapeuta encuentra una actitud
(no siempre disimulada por la urbanidad) que es una mezcla de temor y desprecio. Se
expresa, compartiendo una comida, de esta forma: “Miren, el que se sienta a mi lado es
psicólogo, seguro que él sabe sobre mí y mis motivaciones más de lo que yo mismo sé
y, seguramente, más de lo que a mí me gustaría que los otros supieran”. La estrategia
protectora más banal es el ataque: “ah, ¿usted es psicoanalista? Precisamente acabo de
leer un artículo, no recuerdo dónde…, unas americanos que demuestran que el
psicoanálisis es una bobada, ¿usted lo leyó?”
La segunda razón es que el psicoterapeuta no debe esperar gratitud de sus
pacientes. No hay regalos ni en Navidad, ni en Semana Santa, ni en otras fiestas. El
tratamiento que el psicoterapeuta ofrece es él mismo como si fuera un fármaco. Y, en el
mejor de los casos, cuando todo va bien, él acaba como un fármaco que la persona lo
usó y que hizo su efecto: una cajita abierta, con unas pocas pastillas que sobraron, en el
fondo del armario del lavabo. La cajita se guarda un tiempo, porque nunca se sabe; un
día la persona al encontrarla, no se acuerda de cuál era su utilidad, pero de todas
formas tampoco eso importa ya que el fármaco caducó y acaba en la basura. Y está
muy bien que así sea.
Intento explicar el porqué. En general, idealizamos a los profesionales de la
salud: médicos, enfermeros, fisioterapeutas, acupuntores, dentistas, psicoterapeutas; la
lista es larga. Cuando los consultamos, llevándoles nuestros dolores, les entregamos
toda nuestra confianza porque imaginamos que ellos saben exactamente lo que se debe
hacer para curarnos. Es muy posible que esa confianza sea excesiva, pero, precisamente
por ser excesiva, es útil para que el tratamiento funcione.
Confiar en el médico que prescribe un medicamento no es todo, claro, también
es necesario que él prescriba el fármaco correcto. Pero es muy probable que quien
confía en su médico aumente sus probabilidades de que el fármaco prescrito sea eficaz,
de que el paciente no engrose el porcentaje estadístico de los que (siempre existen) no
obtienen ningún efecto con el medicamento.
La importancia de la confianza del paciente en el tratamiento es generalizable a
todas las profesiones de la salud. Y todavía más en el caso de la psicoterapia.
Calligaris. Primera carta a un joven terapeuta
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Y, entonces, ¿Cuál es la razón por la que el terapeuta no debe esperar una
relación perdurable y afectuosa que se acompañe de tartas, vinos y otros regalos en las
festividades?
Volveré sobre este tema en otras cartas, pero para empezar: ninguna
psicoterapia, sea del tipo que sea, debería significar la dependencia del paciente. Como
dije antes, en psicoterapia el terapeuta funciona como remedio. Transformar la
confianza inicial en una eterna admiración y gratitud sería como substituir una
enfermedad por una adicción: usted se curó de la neumonía pero adquirió la necesidad
virulenta de tomar y venerar los antibióticos. Sería como curar a un alcohólico
convirtiéndolo en un heroinómano. En realidad, si la psicoterapia es efectiva, el
paciente deja de idealizar a su terapeuta.
Todo lo anterior sirve para llegar a la conclusión de que si usted desea ser una
persona respetada en la ciudad donde vive y desea sentirse reconocido, la psicoterapia
no es la mejor elección profesional para usted.
Solo un añadido para ser honesto. Existen terapeutas que, aparentemente,
promueven como principal objetivo el amor, la admiración y la gratitud de sus
pacientes. Les parece más importante lo anterior que la eficacia de sus tratamientos.
Existen terapeutas que escogieron su profesión porque deseaban ser amados y
admirados y, como acabo de señalarle, tal vez sea una contradicción para el ejercicio de
la profesión.
Debo confesarle que algunos de esos terapeutas pueden tener un gran éxito,
incluso llegan a ser líderes de escuelas y (tal vez empujados por su necesidad de ser
admirados) pueden llegar a ser teóricos brillantes y originales. Sus consultas pueden
llegar a estar abarrotadas, pero deben sus éxitos profesionales al amor y admiración
que nunca se olvidan de alimentar en sus pacientes. En la práctica, por su experiencia,
por su talento y por su capacidad para conseguir confianza, son, en general, exitosos
terapeutas en los inicios de los tratamientos. Pero los tratamientos que propone duran
para siempre, transformándose en dependencias químicas. Es habitual que este tipo de
terapeuta valore la interrupción del tratamiento como una traición amorosa de su
paciente.
La eternización del tratamiento no es el único problema. Es fácil darse cuenta
que entre todas las orientaciones de la psicoterapia, la historia no nos remite a una
discusión sobre ideas y resultados, interrogantes e investigaciones, sino que se
presenta como un vaudeville –no siempre atractivo- en los que se alternan fieles e
infieles, lugartenientes y traidores. Una historia de amores, desamores y odios
personales. Y en este aspecto, el psicoanálisis gana el gran premio. A fin de cuentas,
tiene un origen compartido: los líderes de las escuelas vivieron la psicoterapia como si
fueran niños decididos a vivir para siempre con la agradable sensación de ser objetos
insustituibles de amores y gratitudes maternales, delegando el coste de mantener esta
ilusión a alumnos y pacientes.
Calligaris. Primera carta a un joven terapeuta
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Por todo lo anterior, insisto, las psicoterapias se beneficiarían con algunas
décadas de menos notoriedad, menos neurosis de sus cabecillas y más atención a sus
pacientes.
Por lo tanto, por favor, si su personalidad reclama amor y admiración, invente
una religión, fórmese como médico pero, por el bien de la psicoterapia, no la elija. O si
insiste, antes de autorizarse a ser psicoterapeuta, haga lo necesario para cambiarse a sí
mismo (es un camino largo, hay tiempo)
Dejamos atrás las razones para renunciar y vayamos a lo importante. Esta carta
debería tratar de los rasgos de carácter que yo recomendaría que tuviera la persona
que quisiera convertirse en psicoterapeuta. No sé decidirme por un orden, pero me
gustaría encontrar.
1.- Un gusto especial por la palabra y un cariño espontáneo por las personas,
por muy diferentes que sean de usted. Le propongo una prueba ciertamente difícil,
pero merece hacerse, ya que usted debe tomar una decisión importante: charle con dos
o tres personas sintecho, aproxímese, deje hablar a quién, en general, nadie escucha
(salvo los psicoterapeutas de los centros de atención psicosocial). Si usted consigue
escuchar una hora sin que el discurso (casi siempre inconexo) haga caer su atención y
si no reculó instintivamente cuando le pasaron la mano por su camisa o, directamente,
por su brazo, pasó el test. Repita, si es posible, con otras muestras: pacientes
psiquiátricos en una enfermería o en un hospital, pacientes terminales en un hospital
general y personas desoladas por un duelo. Claro que sé que estas pruebas pueden
parecer exasperantes y extrañas, sugeridas por alguien (yo, en este caso) que tiene,
desde siempre, una simpatía (si no es una atracción) por los marginados. Mi intención
es prevenir. Me explico; yo me formé en la escuela de encorbatados o, como mínimo
que fardaban de sus camisas de seda modelo Revolución Cultural China. Algunos años
después de mi comienzo como psicoanalista, decidí trabajar durante un tiempo (fueron
dos años) en el IME (instituto médico educativo) del norte de Francia, en Le Havre. Yo
ejercería de terapeuta de niños que sólo tenían en común esta característica: todos –los
padres, la asistencia social, la escuela- habían dimitido. Durante la visita preliminar
para obtener empleo, me senté en el patio de la institución, contemplando la extraña
agitación a mi alrededor. De repente, un niño, guapo e inquietante por su mirada fija e
intensa, vino hacia mí, se subió encima mío (yo pensé, qué bien, me encuentra
simpático) y comenzó a comerme la cara. No eran mordiscos, eran chupetones largos,
con la boca abierta, en los ojos, en la nariz, en las mejillas; en un instante mi cara estaba
recubierta de una saliva espesa que tenía el olor y el sabor inconfundible del café con
leche, malo como sólo una institución psiquiátrica consigue hacer. Duró una eternidad,
yo le dejaba hacer, hasta que él mismo, tal vez extrañado de que no me apartara
asqueado, paró y me miró. Pasé la mano por su cabeza, lentamente, para no asustarlo,
en un gesto que quería decirle; está bien, entendí que es su forma de hablar, que ésta es
(literalmente) su “lengua”, puede hablar conmigo. El director de la institución que
estaba sentado a mi lado, comentó: bien, creo que usted fue aprobado. Y pensé lo
siguiente: esto debería haberme sucedido tiempo atrás, cuando todavía podía haber
renunciado a mi profesión. Por suerte, pasé este test tardío.
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2.- Una extrema curiosidad por la variedad de la experiencia humana con el
mínimo posible de preconcepto. Usted puede tener creencias y convicciones. Incluso,
es bueno que las tenga, pero si esas convicciones conllevan aprobación o
desaprobación moral preconcebida de las conductas humanas, sus posibilidades de ser
un buen psicoterapeuta son muy reducidas, por no decir nulas.
Lo explicaré mejor. Usted puede ser religioso, creer en Dios, en una revelación e
incluso en un orden mundial. Si esa fe comporta una noción del bien y del mal que le
permite saber de antemano cuales conductas humanas son loables y cuales
condenables, por favor, absténgase: su labor como psicoterapeuta será desastrosa.
La preocupación moral no es ajena al trabajo psicoterapéutico, pero, para un
terapeuta, el bien y el mal de una vida no se deciden a partir de principios
preestablecidos; (ellos) se deciden en la propia vida de cada cual. Un mismo síntoma
puede ser la razón de un éxito o de un fracaso existencial. Si usted sufre insomnio,
porque, por ejemplo, su historia lo condena a ser para siempre el centinela de su casa,
puede suceder que usted se convierta en el responsable nocturno más fiable de una
central nuclear, o, al contrario, puede pasarse la vida de café en café, en una lucha
extenuante contra el sueño, que obviamente se presenta durante el día. Concluyendo:
el insomnio ni es bueno ni es malo. Ahora, aplique la misma idea al caso de una
preferencia o de una fantasía sexual y entenderá que un terapeuta que tuviera un juicio
moral preconcebido sobre su fantasía o preferencia no podría respetar la singularidad
de su paciente.
Usted podría preguntarse: ¿es posible que haya conductas que yo pueda juzgar
como despreciables, sea cual sea su origen y función en la vida de mi paciente? ¿Qué
hago, si mi bisabuelo se llamaba Zombi del Palmeral y alguien se presenta contándome
que odia a negros y orientales, sosteniendo que la raza blanca es superior y solicita
ayuda porque (el ejemplo es real) sólo consigue desear cuerpos de esas otras razas?
Puede hacer dos cosas: puede escuchar a ese paciente sin prejuicio moral (pero
sin, de verdad que sin) o, se encuentra usted en un límite, un caso que usted no puede
atender. Derívelo hacia otro terapeuta que tenga límites diferentes. Es fácil entender,
que si usted tiene opiniones morales sobre la mitad de los actos posibles, es mejor dejar
la profesión de terapeuta para quien tenga más indulgencia por la variedad de la
experiencia humana.
Calligaris. Primera carta a un joven terapeuta
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3.- El punto siguiente que desarrollo es controvertido: además de una gran e
indulgente curiosidad por la variedad de la experiencia humana, me gustaría que el
futuro terapeuta tuviese de esa variedad un cierto rodaje. Claro que sé que Freud, que
parece que era bastante conservador, fue capaz de posicionarse como terapeuta (y no
como moralista) con síntomas y fantasías sexuales que su época condenaba
radicalmente. Tampoco sus creencias, le impidieron el “descubrimiento” de la
existencia de la sexualidad infantil, de la que nadie habría oído hablar. ¿Cómo lo
consiguió? A través de su propio análisis (o autoanálisis, mejor dicho) supo encontrar
fantasías y deseos que no eran tan diferentes de los que bullían en personas extrañas y
rechazadas socialmente. Él aprendió que es difícil, sino imposible, encontrar
“desviaciones” que nuestra mente, al menos en parte, no haya conocido en algún
momento.
¿Por qué no lo puede hacer cualquier terapeuta? Dudo que el coraje analítico de
Freud esté al alcance de cualquiera. Por eso, prefiero la experiencia real. O sea, me
gustaría que la capacidad de evaluar las vidas y las conductas con cariño e indulgencia
proviniera de la variedad “animada” de la propia vida del terapeuta. En el caso de
Freud, esta exigencia hubiera sido inútil y engañosa. Pero, como considero a Freud una
excepción, a la hora de escoger un terapeuta, mi preferencia iría para alguien que no
fuera una foto del conformismo.
Por tanto, si usted está dudando en elegir la profesión de psicoterapeuta sólo
porque, por la razón que sea, no es un modelo de normalidad, olvide esa
preocupación. Aunque es posible que en su camino, encuentre instituciones de
formación muy preocupadas en no comprometer su aureola de responsabilidad social.
Por ejemplo, hasta hace poco tiempo, había instituciones de formación en psicoanálisis
que consideraban que un o una psicoanalista no podía ser homosexual. La justificación
era que estos sujetos no habían llegado a la “madurez genital”, o sea, aquel estadio
(mejor sería decir aquel estado) de sexualidad en que las personas copulan sólo para
hacer hijos. Probablemente, se trataba sobre todo de quedar bien a los ojos de la
sociedad bienpensante, cuyos miembros son los “mejores” pacientes (dicho en otras
palabras, los que pueden pagar más). La prueba de lo que digo es que son los mismos
institutos que, durante años, rechazaron formar a candidatos que tenían deformidades
físicas. Argumentaban que los defectos visibles impedirían que los pacientes
idealizaran a su terapeuta, como es necesario que suceda, inicialmente, para que la
cura funcione.
Los psicoanalistas eran, al comienzo de la historia del psicoanálisis, una tropa
de tipos excéntricos, marginales en la medicina y en las ciencias sociales. Se puede
entender que algunos de ellos estuvieran ansiosos por conseguir alguna carta de
recomendación, que abriera las puertas de los clubs de notables, normales y de buen
ver. Pero no se puede entender que esa fachada de normalidad pueda ser hoy, un
criterio para seleccionar candidatos a la formación.
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Concluyendo, si su vida sexual es un poco coloreada y tropieza con una
institución que condena su deseo, no lo dude, pase de largo, siga caminando y busque
otra institución. Acuérdese de dos cosas. Primero, un psicoterapeuta (y más todavía un
psicoanalista) que define una conducta como “desviada” no habla en nombre de la
psicoterapia y, todavía menos del psicoanálisis. Él habla en nombre de su deseo de
normalidad social, o en nombre de su esfuerzo para reprimir en él mismo el deseo que
condena. Segundo, y más amplio, quién usa y estigmatiza categorías universales, como
“los homosexuales”, “los sadomasoquistas”, “los exhibicionistas”, etc., piensa en
términos generales y el psicoanálisis trabaja con cada caso en particular: la fantasía y el
deseo sólo encuentran su sentido en vidas particulares.
4.- El cuarto y último ingrediente que me gustaría encontrar en el futuro
psicoterapeuta es una buena dosis de sufrimiento psíquico. Desaconsejo esta
profesión a quien está: “muy bien, gracias” por dos razones:
Primero una parte esencial de la formación de un terapeuta que trabajará con
las motivaciones conscientes e inconscientes de sus pacientes consiste en lo siguiente: el
futuro terapeuta, debe él mismo, ser paciente un largo tiempo. Cierto que es posible,
aparentemente, someterse a una terapia o a un psicoanálisis por razones didácticas,
para aprender el método o, como dicen algunos, para conocerse mejor. Pero insisto en
lo de “aparentemente” pues, de hecho, es improbable que un psicoanálisis se produzca
sin que un sufrimiento reconocido motive al paciente. El proceso no es necesariamente
desagradable, pero exige una determinación y un coraje que pueden fallar si uno no
necesita tratamiento. ¿Por qué diablos me aventuraría a explorar los vericuetos de mi
cabeza, lugares malolientes y peligrosos, si no fuera empujado por resolver un
conflicto, calmar un síntoma y conseguir vivir mejor? Una terapia puramente didáctica
es generalmente una simulación de terapia.
Y tengo una segunda razón para preferir que el futuro psicoterapeuta traiga
consigo una buena dosis de sufrimiento psíquico y quiera curarse. Durante los años de
una práctica clínica, en el futuro, muchas veces usted dudará de la eficacia de su
trabajo. Encontrará pacientes que no mejorarán, aferrados a sus síntomas más
dolorosos como un náufrago a un salvavidas; vivirá momentos de abatimiento en los
que las palabras que se le ocurrirán parecerán barcos de juguete que se enfrentan a
fuerzas inmensamente superiores. En esos momentos (que, créame, serán frecuentes)
será oportuno recordar que usted sabe en su propia piel, y no sólo por los libros, que
su práctica es útil. Sabe que la práctica que propone a sus pacientes ya curó al menos a
uno: usted.
Resumiendo, mi joven amigo que piensa en ser terapeuta, si usted sufre, si sus
deseos son un poco (o quizás muy) extraños, si (gracias a eso) usted contempla con
cariño y sin juzgar (o casi) la variedad de las conductas humanas, si disfruta con la
palabra y si no está animado por el proyecto de convertirse en un notable de su
comunidad, amado y respetado por su vida profesional, entonces bienvenido al club:
tal vez la psicoterapia sea una profesión para usted.
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