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La formación discursiva del campo filosófico argentino durante la primera
mitad del siglo XX (1910-1960)
Mauro A. Donnantuoni Moratto (UBA - CONICET)
Desde un punto de vista sociológico, la formación de un campo disciplinar filosófico
en la Argentina durante las primeras décadas del siglo XX puede ser vista como un momento
especial en el proceso general de diferenciación de la esfera intelectual, inscripto dentro de la
dinámica de modernización y complejización sociales generadas a partir de 1880 por impulso
del proyecto de la élite dirigente para incluir al país en el concierto del mercado internacional.
Sin embargo, puede postularse que la posibilidad de una determinada práctica colectiva (en
nuestro caso, la filosofía) de poder ser identificada como esfera social diferenciada a partir de
un determinado reconocimiento público supone la capacidad de los propios agentes para
articular un tipo de discurso en que esa misma práctica quede definida como diferente, por un
lado, pero también como pertinente en relación a la totalidad social en la que se inscribe y
dentro de la cual pretende detentar una entidad diferencial. Sin la instancia de la diferencia,
dichas prácticas serían absorbidas y asimiladas por la percepción social al interior de las
representaciones asociadas a otros campos sociales previamente constituidos. 1 Sin la instancia
de la pertinencia, en cambio -que implica el uso compartido de algunos elementos de
significación con el resto de las prácticas que integran la misma sociedad y, por tanto, cierta
indefinición de sus propios límites discursivos- dicha actividad no podría ser percibida en
absoluto, ya que sería radicalmente exterior a la totalidad social y, por tanto, no se dispondrían
de categorías suficientes para representarla y visualizarla.2 De modo tal, todo campo social
requiere para su definición de un discurso que logre suturar -por supuesto, parcial e
inestablemente- su propia identidad, de modo que pueda ingresar en el juego de las
diferencias y equivalencias constitutivas de lo social. Para ello, el momento de la diferencia
no debe ser tan radical que suprima el momento de la pertinencia ni tampoco a la inversa.
1 Puede sostenerse, por ejemplo, que eso fue lo que ocurrió con la propia filosofía antes de su consolidación
académica durante el siglo XX. En efecto, dentro de las categorías disponibles durante el siglo XIX en nuestro
país, ninguno de los autores que fueron posteriormente tomados como “antecedentes” de la filosofía en
Argentina (Lafinur, Agüero, Alberdi, Alcorta) podían considerarse ellos mismos miembros de un campo
filosófico que no había alcanzado aun entidad social. Así, buena parte de sus prácticas, que hoy llamaríamos
filosóficas, eran vinculadas entonces con el “publicismo” o la “docencia”.
2 Puede ser el caso, por ejemplo, del “pensamiento” de las distintas cosmovisiones aborígenes o exóticas
(orientales, africanas, etc.), que no puede ser integrado -a pesar de los eventuales reclamos reivindicatorios- a las
prácticas teóricas de un determinado campo disciplinar, sino al precio de desvirtuarlo o someterlo a traducciones
teóricas que ejercerían violencia sobre su presunto “sentido original”, ya que esos pensamientos o filosofías
“extranjeras” no logran (y muchas veces no lo pretenden sus propios agentes) conformar un tipo de discurso que
pueda articular esa práctica intelectual en el concierto de los juegos de diferenciación y significación propios de
la sociedad receptora.
Partiendo de este marco problemático, el propósito de mi tesis consiste en indagar los
mecanismos discursivos mediante los cuales los intelectuales argentinos comprometidos con
la consolidación de un campo filosófico han intentado armonizar aquella doble dimensión de
la diferencia y la pertinencia. Para ello nos parece especialmente útil atender dos momentos
fundamentales en la construcción de ese discurso. En primer lugar, es necesario examinar la
formación de las representaciones explícitas que el propio campo genera de sí mismo y a
partir de las cuales se piensa en su relación con la totalidad social en que se circunscribe. Esas
representaciones acaban designando una función específica que las prácticas legitimadas
vendrían a cumplir al interior de la sociedad, logrando articular los momentos de la diferencia
y la pertinencia en el plano explícito del lenguaje. Por regla general, podemos suponer que la
elaboración de estas representaciones intenta ofrecer una imagen armónica y homogénea del
campo, tal que éste pueda ser reconocido como una unidad funcional sin fisuras.3
Como segundo punto, intentamos reconocer los procesos de articulación de un tipo de
retórica específica relacionada con la definición del propio objeto o contenido del discurso
filosófico y que se orienta a satisfacer la posición social del campo delineada en aquellas
representaciones. De este modo, la dialéctica entre diferenciación y pertinencia se dirime en la
paulatina cristalización de un lenguaje propio del campo que no sólo incluye un vocabulario y
una sintaxis típicos, sino toda la serie de temáticas, interrogantes, prejuicios, categorías,
lugares comunes, formas estandarizadas de argumentación, estilos literarios, consagración de
géneros textuales y recursos tropológicos que definen los criterios de selección y exclusión de
los discursos al interior de ese mismo campo. En efecto, este uso de un lenguaje típico que va
construyéndose paulatinamente a partir del propio ejercicio filosófico4 es un pilar fundamental
en la definición de una entidad diferencial que, no obstante, no puede ser radical sino al precio
3 Ejemplos paradigmáticos son los de la “tercera dimensión” que según la expresión de C. Alberini alcanzaría la
cultura nacional con el desarrollo de la filosofía, o el modelo de la “normalidad” propuesto por F. Romero.
Asimismo, también son importantes los “relatos” sobre la historia de la filosofía que construyen los propios
filósofos para dar cuenta de un sentido ascendente y armónico en la marcha evolutiva de la actividad filosófica.
4 Debemos aclarar brevemente que, si bien la construcción de este “contenido” no puede resultar independiente
de los procesos de recepción del pensamiento europeo consagrado, tampoco sería apropiado reducirlo a dicho
proceso, como podría pensarse en una primera lectura. En efecto, estudiando con atención el lenguaje de los
textos filosóficos producidos en nuestro país (y sospechamos que lo mismo vale para cualquier otro lugar), puede
comprobarse que más allá de las deudas teóricas que tengan con las fuentes europeas, generan un exceso de
sentido difícilmente asimilable al original y que tiene que ver con una serie interminable de ingredientes, el
primero y quizá más importante de los cuales es el esfuerzo de utilizar el idioma español para articular
argumentativamente categorías que eran construidas primitivamente en lenguas extranjeras; sin contar los
desplazamientos semánticos que resultan de la circulación de una misma terminología en contextos de
comprensión totalmente disímiles. No se trata aquí de evaluar la “originalidad” de nuestros filósofos o la
adecuación de doctrinas importadas al medio local, sino de reconocer una dimensión de la producción intelectual
que está asociada a la función pragmática del lenguaje y cuyo sentido sólo puede ser comprendido en relación a
la instancia de la enunciación; esto es, de la utilización práctica, concreta y particular del discurso, la que se
apropia de sentidos circulantes y disponibles en un contexto determinado, y que son elaborados, transformados y
librados para nuevos usos y apropiaciones.
de desaparecer del espacio social común del que pretende formar parte. Sin embargo, nuestras
hipótesis de trabajo tienden a sostener que esa misma retórica queda siempre prisionera de
aquellas representaciones por las que el campo se legitima socialmente, ya que las mismas
demandan, en el gesto mismo de su diferenciación, que el campo se defina a partir de la
simbolización de su exterior (o de “el exterior”) mediante matrices categoriales consideradas
exógenas, con las que sin embargo debe tener puntos de contacto, si no quiere establecer una
escisión radical con la totalidad en que se inscribe. Esa tensión acaba subvirtiendo el
pretendido significado original (muchas veces considerado esencial o racional) de las propias
categorías internas, generando un exceso de sentido en un nivel implícito (por oposición al
nivel explícito de las representaciones) que fractura la inestable sutura del campo.
De manera provisional, partimos del hecho de que el horizonte social a partir del cual
se establece la dialéctica de la diferencia y la pertinencia se define en verdad desde el interior
del discurso particular de cada campo. Esa definición consiste en la consagración de
determinadas matrices categoriales o semánticas -consideradas externas a la filosofía- como
hegemónicas o dominantes en la totalidad social, en tanto articulaciones más o menos
homogéneas y estables de los significados circulantes en la totalidad social y en relación a las
cuales se establece el nivel de la pertinencia de la entidad diferencial del campo. En realidad,
sería necesario postular el hecho de que en ningún caso puede constatarse la presencia de
matrices hegemónicas absolutas que servirían de parámetro de pertinencia para todas las
esferas sociales. Más bien, el carácter de hegemónica de una determinada matriz categorial
está dado por la relevancia que tales matrices adquieren al interior del discurso particular de
un determinado campo, el que la determina como “exterior” o como “el exterior” a partir del
cual se define negativa o positivamente.
Si atendemos al caso particular del campo filosófico argentino durante la primera
mitad del siglo XX, podemos suponer que tal función ha sido cumplida, por ejemplo, por el
positivismo; en relación al cual (más concretamente, en oposición al cual...) se han producido
los primeros intentos de constituir un discurso filosófico. De acuerdo a las representaciones
explícitas de los considerados “fundadores” de la filosofía en Argentina (especialmente, Korn
y Alberini; pero también el grupo de jóvenes que los seguirían), la ideología positivista era la
responsable de la decadencia espiritual del país; y la renovación de los estudios filosóficos su
remedio. A partir de tales premisas, el campo iniciaría un proceso de construcción categorial
que tendría por centro la noción de “persona” o “personalidad humana”, la que cumpliría la
función de aglutinar equivalencialmente una serie de significantes diseñados en oposición a la
imagen que el antipositivismo construía del positivismo. Así, persona, significaría “libertad”
por contraposición al determinismo mecanicista; “ética” por contraposición al utilitarismo;
“conciencia autónoma” por contraposición al empirismo ingenuo; “espíritu” por
contraposición al materialismo; entre otros sentidos que le eran atribuidos. Sin embargo, esa
construcción espejada de la categoría con que el campo intentaba clausurar sus propia
identidad discursiva producía una dependencia “negativa” de su significado respecto del
enemigo positivista, tal que acabaría produciendo una contaminación de la posición
personalista por parte de las matrices “externas” del positivismo, y su consecuente
descentramiento; de modo que la “personalidad humana” acabaría siendo el signo de una
paradoja.5
Estos son algunos lineamientos (en proceso de prueba) de que nos servimos para
pensar el problema de cómo fue conformándose un discurso filosófico en la Argentina durante
la primera mitad del siglo XX. A partir del reconocimiento de una necesaria instancia de
indefinición en la articulación de una determinada identidad social, aparece como un resultado
esperable los fenómenos de desplazamiento y subversión de los significados que la misma
práctica de articulación de una actividad específica al interior de un horizonte social genera
tanto en el nivel de las representaciones explícitas como en el de los sentidos implícitos, y que
resultan precisamente de la imposibilidad última de una clausura total del discurso. Es decir
que la necesidad de mantener siempre abierta la brecha entre diferencia y pertinencia,
sostenida a partir de una definición parcial de la filosofía en relación a su “exterior”,
promueve una inestabilidad semántica que acaba dislocando la articulación del propio
discurso en el que se asienta.
Tomando como marco de análisis esta perspectiva teórica preliminar, nuestro trabajo
de tesis pretende abordar la problemática de la constitución del campo filosófico argentino,
tomado como una tradición discursiva en permanente proceso de dislocación y rearticulación
de las dimensiones de la diferencia y la pertinencia. La idea de “tradición discursiva” daría
cuenta del hecho de que tales procesos deben ser abordados desde una perspectiva diacrónica,
ya que no pueden más que concebirse como resultados de una serie de intervenciones
concretas de determinados agentes históricos a lo largo de un determinado tiempo. Es decir
que nuestro análisis pretende mantenerse en una visión propiamente histórica (en relación a la
idea de una historia concreta de la filosofía), en el sentido de que la contingencia aparece
como la estructura temporal primaria del análisis. Ello significa que el enfoque de nuestra
investigación no puede partir de la asunción de un objeto definido a priori por una concepción
5 Por supuesto, estas conclusiones suponen desarrollos mucho más amplios, realizados también en el contexto de
nuestro trabajo de doctorado, pero que no pueden ser repuestos aquí.
esencialista y normativa de la filosofía, a partir de la cual se evaluaría la consecución más o
menos dichosa de una evolución “natural” de su madurez especulativa, sino del modo como
concretamente los agentes sociales fueron describiendo y articulando sus propias prácticas,
tanto en lo relativo a las representaciones explícitas referidas a su propia imagen, como a la
retórica implícita referida al proceso de construcción de su propio contenido disciplinar. Sin
embargo, la idea de tradición también indica que tales movimientos no resultan de la mera
injerencia consciente, racional y voluntaria de dichos agentes, sino que la misma está en
buena medida sobredeterminada por herencias “internas” del campo, y también por sentidos
circulantes en un contexto más amplio. Finalmente, es necesario advertir que aquellas dos
dimensiones brevemente descriptas (representaciones y lenguajes) sólo pueden ser, para la
mayoría de los casos, distinguidas analíticamente, ya que en las enunciaciones concretas a
partir de las cuales trabaja el investigador (libros, conferencias, artículos, epístolas,
declaraciones, documentos) ellas aparecen entrelazadas solidariamente entre sí. De modo que
el análisis debe procurar a cada momento tener en cuenta este carácter para poder poner en
relación las representaciones con la retórica que les subyace, y a ésta con los efectos
representacionales que dispara.