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Ruda y cruel soledad radical MARÍA ROSA ALONSO * V ivo en Tenerife, donde nací, y soy una propina del siglo XX, porque tengo noventa y seis años; cuatro y medio más que Julián Marías (1914–2005). Me he negado a escribir sobre él hasta ahora (quebrado mi silencio por un sí obligado), porque, al apagarse la vida de Julián, se va con él todo el recuerdo de nuestra ilusionada juventud, la de los que sufrimos la guerra civil y de la que muy pocos ya quedamos. Fuimos una generación de vencedores y vencidos y los vencidos no pudimos respirar hasta 1975. Ahora me pide Leticia Escardó, informada por mi muy querido Álvaro Marías, para su revista, fundada por Julián, que responda a su pregunta: “¿Cómo y cuándo fue mi primer encuentro con la filosofía y la persona de Marías?”. Pero hija mía, es decir, nieta mía, hay que invertir sus términos: conocí primero la persona de Julián, antes de que él publicara obra alguna, cuando él y yo fuimos estudiantes, jóvenes alumnos de aquella maravillosa Facultad de Filosofía y Letras, de 1933 a 1936, plantada en el inolvidable campus universitario, con el telón de fondo, ocupado por los velazqueños perfiles del Guadarrama. Julián y Lolita, la que sería su gran compañera desde 1941, iban a estudiar Filosofía, pero mi vocación me llevó, sin dudas, a Filología Románica. Estábamos aún cursando los dos primeros años comunes (para todos); los dos finales de la especialidad vendrían después, tras el llamado Examen intermedio. Aquel torrente impresionante de pensamiento y luz, de una atrayente personalidad única, que fue para muchos de nosotros Ortega (D. José Ortega y Gasset (1883–1955)), determinó que quien primero unió a un grupo de compañeros fue nuestra común devoción por el gran maestro y en ese grupo bien pronto quedó patente la amistad nacida por la natural atracción que nos hace elegir entre varios a nuestro alter, al otro con quien más se dialoga y simpatiza. Lolita y yo simpatizamos pronto, al conocernos en clases comunes, * Compañera de facultad de Julián Marías. y extendimos nuestro trato a un pequeño grupo de ellas y ellos gratos e inolvidables; casi todos ya muertos. El entonces muy joven Marías era una criatura seria, de un pronto de fachada hostil; ya destacaba en las clases de Ortega, entre la “minoría selecta” o élite; estaba con sus amigos... ¿Cómo sospechar que fue tal vez el más cercano y casi inseparable quien lo denunció al poder militar triunfante y lo tuvieron preso unos cuantos meses por “rojo”, cuando ganaron los “azules”? Un grupo cercano estaba organizando una revista que fuese expresión estudiantil, Cuadernos de la Facultad de Filosofía y Letras, de la que sería secretario Antonio Tovar, muy buen amigo mío siempre, a pesar de sus ideas políticas opuestas a las mías, pero Tovar tenía una beca del Ministerio republicano de entonces y, enterado de mi afición a las revistas, me pidió que lo sustituyera, lo que hice encantada. Publicamos cuatro números entre 1935 y 1936. Colaboramos varios compañeros y también la propia María Zambrano (1904-1991), ya licenciada en Filosofía y ayudante de Ortega, colaboró con nosotros. La colaboración del joven Marías fue un trabajo que mostraba lo que podría llegar a ser tan valiosa promesa. Es la amistad un noble sentimiento que, en muchos momentos duros de nuestra vida, nos ayuda a olvidar la afirmación orteguiana de que la criatura humana es radical soledad. Ya la definió Juan Ramón Jiménez (1875-1939): “¡Amistad verdadera, claro espejo / en donde la ilusión se mira!”, pero lograrla es tarea difícil. Hay tantos Julián Marías, según el humano ángulo de visión desde el que se le mire quien lo mira: el Marías que ven sus hijos es uno; el que ven sus alumnos, otro; el de sus lectores, otro; el de los admiradores de nuestro gran pensador, otro Marías; otro, el que Marías no les gusta; otro el que el propio Marías creía ser. El Marías de sus amigos de verdad teníamos una buena prueba: lo queríamos. Conservé su amistad (a veces de cerca, otras, de lejos) hasta el final de su vida. Sabía, por su hijo Álvaro, pues vive en el piso de al lado del suyo, que íbamos a quedarnos sin Julián, de un momento a otro y le telefoneaba a menudo; me parecía una injusticia que tan valiosa persona, con menos años que los míos, se fuera antes que yo, mayor en edad y menor en valía, con mi simple medianía cultural. Cuando Julián publicó su Unamuno, apareció en Madrid, en el nº 11 de la revista Arte y Letras, 1943, una extensa nota mía sobre tan excelente obra. En la amplia cuenta que doy en mi trabajo, De una generación (la nuestra), Marías, como gran figura central de la misma, tiene un capítulo referido a lo que él era por 1953, en mi sencillo libro Pulso del Tiempo, de ese mismo año, en el que me fui a Venezuela, donde estuve catorce. Noble amistad permanente me unió siempre al matrimonio Lolita y Julián. A Lolita la perdimos en 1977, ya de vuelta yo a mi añorado Madrid, desde finales de 1967, donde he vivido hasta 1999, en que mi averiada salud y vejez no me permitían vivir sola. Claro está que Julián y yo teníamos un ser y un estar bien diferentes y cada uno siguió su propia vida; la mía siempre limitada por la geografía: la tierra isleña. En estos peñascos la tierra es muy escasa y el mar se siente dogal o gargantilla al producir dos tipos esenciales de isleño: el que se va o exógeno y el que se queda o endógeno, con variantes diversas, desde luego. Julián y Lolita estuvieron en Estados Unidos cuando yo estuve en Venezuela; regresaron ellos y tuvieron cuatro criaturas, hoy personas valiosas y estupendas: Miguel, Fernando, Javier (el gran novelista) y Álvaro. Quise con ternura inmensa al primogénito, un rubio Julianín, cuya inteligencia pasmaba y murió sin cumplir sus cuatro añitos; jugaba con él, harto de tantos juguetes, y pendiente de mi media voz que le cantaba una cancioncilla cargante sobre un “pasan en fila / formados los soldados”..., que le ayudaba a quedarse dormidito y le entusiasmaban las historias simples que le contaba en los atardeceres madrileños, donde a nosotros, los ya maduros, nadie nos podía arrebatar el “dolorido sentir” garcilasiano. Pero en las alturas prestigiosas de Julián y en las meras llanuras yo, fuimos siempre amigos. Nunca aparezco donde no me llaman, pero si me llaman, acudo y Julián lo supo varias veces. Marías fue siempre un hombre digno, fiel a sus amigos maestros, como Julián Besteiro (1870-1940) y a Ortega. Marías era creyente practicante y yo no; él lo fue sin fanatismos; diferíamos en muchas cosas, pero nos respetábamos y queríamos bastante. ¿Su filosofía? Sé muy poco de esta dama... lo preciso para una persona de medianísima cultura como yo. Creo que la filosofía de Marías era la de Ortega, a la que hizo precisiones, pero eso es tema para los entendidos, no para mí. El pensamiento del hombre occidental, como todos sabemos, surgió en Grecia con el aristotelismo, cristianizado en el tomismo medieval, para el cual la objetiva “realidad radical” eran las cosas. En torno a la llamada Edad Moderna postrenacentista vendrá la “realidad radical” del pensamiento, del sujeto, en tanto que pensante, primero en Descartes (1596-1650) y luego en el extraordinario Manuel Kant (1724-1804). Seguirá nueva “realidad radical”, ni objetiva ni sujetiva, sino que será la vida misma y su existencia, el existencialismo, en Martín Heidegger (1889-1976) y en Sartre (1905-1980). Ortega se referirá al “yo soy yo y mi circunstancia”, entendida ésta en singular, como sustantivo, no en plural, como adverbio. Circunstancia es para Ortega el mundo que nos rodea, con su espacio para pisarlo en el que vivimos y un finito tiempo en el que vamos viviendo muriéndonos. Para los amigos que lo queríamos, al quedarnos sin Julián Marías, la vida se nos ofrece ser un cruel fenómeno que nos ahonda lo que ella es en sí misma: ruda y cruel soledad radical.