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El Búho
Revista Electrónica de la Asociación Andaluza de Filosofía.
D. L: CA-834/97. - ISSN 1138-3569.
Publicado en www.elbuho.aafi.es
DESGARRAR
LA
UNAMUNIANA)
HUMAREDA
(UN
ESTUDIO
SOBRE
LA
NIEBLA
José Manuel Camacho Vázquez
No sé si leo o vivo
ÁLVARO DE CAMPOS
Yo siempre miento. Así reza la tantas veces mentada paradoja del mentiroso, cuyo
efecto supone el desencadenamiento de un absurdo bucle en el cual no podemos
discernir el valor de verdad de la propia proposición. ¿A qué se debe la irrupción de
este contrasentido? Sencillamente, a un salto de nivel, en un camino de ida y
vuelta desde el ámbito de lo propiamente formal hasta la esfera de los predicados
sobre el mundo y viceversa. Entonces se aplica, a modo de axioma, el predicado
que virtualmente contiene la proposición a ella misma: he aquí el mecanismo que
pone en movimiento la espiral de sinsentido.
Pocas, sin embargo, son las esperanzas que podíamos albergar de que tan
alucinatoria jugada pasase inadvertida antes los ojos de ese implacable Tribunal de
La Inquisición que constituye la lógica formal. Ese bidireccional salto de nivel que
hemos descrito, será sentenciado como ilícito y anómalo por quebrantar de manera
flagrante el correcto discurrir de la razón.
Todo lo dicho no es óbice, ni mucho menos, para la incursión en la historia de
anomalías hechas carne y hueso, individualidades compuestas de contradicción
entretejida: personas cuya voluntad inflamada no tuvo cabida en el estrecho y
esquemático recinto de la pura ratio. Un ejemplo paradigmático de este tipo de
naturaleza lo representa el hombre Miguel de Unamuno. Precisamente por su
especial constitución interna -que no toleraba freno alguno para su ardor, para su
hambre-, Unamuno no titubeaba en chocar frontalmente con todo obstáculo que se
interpusiera en el camino del crecimiento ad infinitum, espacial y temporal, de su
alma.
Como ya habrá presagiado el avispado lector, el hecho de haber abierto el presente
ensayo exponiendo los entresijos de esa célebre paradoja no responde a un simple
capricho de quien escribe: se impone por sí sola la comparación del funcionamiento
interno de la paradoja del mentiroso con el modus operandi unamuniano en la
confección de Niebla, la más leída de sus nivolas. En ella, el filósofo vasco transita
constantemente -y con total naturalidad- desde el interior del texto hacia la
realidad exterior y viceversa. Al igual que el yo siempre miento infringía, en su
desarrollo, las leyes más elementales de la lógica, Unamuno rompe con los
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esquemas tradicionales de la novela (con el autor, lector y personaje canónicos), y
ello sin temor alguno a arder en la hoguera de ninguna Santísima Inquisición,
puesto que ya arde en el fuego agónico de la existencia.
La novela Niebla no es una obra común, al modo de todas aquellas que habían sido
elaboradas anteriormente. Su “texto” no es otra cosa que un lugar para existir.
¿Qué queremos decir con esto? La estrategia unamuniana consistía en tratar de
convertir al lector en un verdadero existente, en un individuo de vivir auténtico (lo
que, en el pensamiento heideggeriano, es sinónimo de un vivir que se proyecta
anticipando la posibilidad de la muerte); valiéndose para ello de la práctica de
insuflar en su corazón toda la congoja proveniente de la confrontación entre
voluntad (de inmortalidad) y conocimiento (del límite). Y quiere Unamuno despertar
al lector de su sueño inercial para así aspirar a aquello de que en el universo haya
el máximo de conciencia con el mínimo de materia.
El camino que se plantea nuestro autor para tratar de conseguir el efecto del que
hablamos, le llevará a concebir una obra que bien puede ubicarse en las antípodas
de la novela realista (en la cual encontramos minuciosas descripciones de todo lo
que atañe al personaje, al paisaje, etc.). En Niebla, nos encontramos con un
protagonista (que más que hombre es homúnculo) del que nada sabemos (sólo que
sale a la calle y extiende su brazo con la mano palma arriba para ver si llueve o
para apropiarse del mundo) y que sólo irá haciéndose en el transcurso de la novela,
con sus acciones y diálogos. Asistimos a la paulatina creación del propio personaje
a lo largo del texto (la nivola es un constante process made visible; una pornografía
metaliteraria que nos ofrece impúdicamente la visión de los engranajes mientras
éstos lúbricamente giran); creación que, no obstante, va a quedar siempre
deliberadamente abierta, pues lo que Unamuno nos ofrece son sólo las líneas
generales indispensables para que la novela se mantenga en pie. En lo que se
refiere a las diferentes estancias en las que la acción va desarrollándose, no
encontramos más que descripciones parcas, frías y como lejanas, consiguiéndose
así el efecto estético de que todo sucede en una especie de duermevela o neblina.
Don Miguel consigue crear, con verdadera maestría, la sensación de que la acción
en Niebla se desarrolla del mismo modo que la vida, es decir, cuando leemos la
nivola sentimos como si el hilo argumental no fuese otro que el mismo que “dirige”
los sucesos del mundo “real”, esto es, el acontecer, el azar. De hecho, Unamuno
llega a declarar que su novela está escrita “a lo que salga”: esto, evidentemente,
no es así; el proyecto de Niebla está minuciosamente diseñado para crear un efecto
que podríamos caracterizar como de “continua irrupción de acontecer no
preestablecido”. Esta capacidad de crear un suceder en avance, y que nada tiene
delante sí, dentro del microuniverso nivolesco, hará de Unamuno poco menos que
un Dios. Asimismo, al vasco le mueve su hambre de inmortalidad y de consciencia
cuando diseña un mundo en el que él es creador, todo y todos (como autor
implícito), y, a la vez, es el hombre concreto Unamuno (como personaje nivolesco).
Se hace infinito pero sin diluir su personalidad en el empeño.
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El empobrecido universo que la nivola nos ofrece, reclama a gritos un creador,
alguien que dote de carne a los fantasmas que por ella pululan. Es por esto que la
nivola no está concebida para un lector al uso (el que se deja llevar, el que se
entretiene, etc.), sino que exige del mismo una complicidad en la autoría.
En relación con lo anterior, podríamos apuntar brevemente algunas ideas del
semiólogo francés Roland Barthes, quien diagnosticara la muerte del autor. Para él,
lo que primaba por encima de todo era el texto, siendo el autor sólo el intérprete de
un super-texto (compuesto por una inmensa red textual que nos contiene) recibido.
En este sentido, el lector tendría, como mínimo, la misma importancia que el autor
en el acto creativo; pues toda lectura supone un re-creación del texto (que, a su
vez, puede ser interpretada en un proceso que se extiende indefinidamente).
Realmente, lo que conseguía Unamuno al obligar a lector a implicarse como coautor, era introducirlo dentro de aquel microuniverso como personaje nivolesco; y
la nivola no era otra que la propia vida del lector, hecha verdadera existencia (vivir
angustiado).
Otra de las peculiaridades que distinguen a los personajes nivolescos es que, tras el
proceso de su desarrollo, acaban convirtiéndose en seres autónomos. Y esto es así
por un doble motivo: primero, porque el personaje va a adquirir necesariamente la
vida que le da el lector-creador. Y en segundo lugar, por el hecho de que tras ser
concebido por el autor el carácter o naturaleza de un personaje, éste actuará
autónomamente, guiado siempre por esa esencia suya (y si el autor se empeña en
cambiarlo, lo único que conseguirá será hacer un personaje nuevo). Nos
encontramos, al parecer, frente a una noción cuasi trascendental del personaje (y
es que Unamuno lo concibe como alguien más cierto que el hombre histórico).
Mediante la concepción del personaje como autónomo y como contenedor de mayor
realidad que el hombre (esto es, de lo ideal como más real que lo material), el
filósofo consigue, de manera más creíble, introducirse en la nivola como personaje.
En realidad, lo decisivo aquí es el hecho de que, como acabamos de exponer, la
realidad ideal tiene para Don Miguel más entidad que la física. En este sentido,
podemos decir que lo que consideramos La Realidad es un ámbito tan ficticio como
pueda serlo el de la nivola, puesto que el mundo no es otra cosa que un hipertexto
(invoquemos aquel “En el principio era el Verbo”) que carece -ya que serían
inoperantes- de ventanas. Nos parece oportuno citar aquí unas palabras que
Augusto Pérez pronuncia en uno de los últimos capítulos de la novela: "¿Y qué no
es cosa de libros, Domingo? ¿Es que antes de haber libros en una u otra forma,
antes de haber relatos, de haber palabra, de haber pensamiento, había algo? ¿Y es
que después de acabarse el pensamiento quedará algo?"
Imposible sería,
asimismo, salir a un afuera de la conciencia (lugar desde el que quizás podríamos
mirar todo "desde arriba" y unamunianamente aspirar a una conciencia de la
conciencia toda). El intento de acceder a un afuera de nuestra conciencia individual
-para salir de lo ficticio, de lo dependiente- para alcanzar una conciencia de la
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conciencia, una Realidad Pura diferente a la niebla que es la representación, es el
primordial anhelo unamuniano (el cual se refleja también en la persona de Augusto
Pérez). Este -absurdo- deseo lo encontramos expresado con gran dramatismo y
expresividad en un cuadro de René Magritte que lleva por título El dominio de
Arnheim. En él, vemos, a través del agujero que deja el cristal roto de una ventana,
el mismo paisaje que aparece sobre la superficie de cristal intacta (paisaje que se
intuía pintado). El mensaje es evidente: un intento desesperado e infructuoso de
traspasar-superando la propia representación para acceder al ámbito de lo en-sí, de
lo no-relativo. Pero el misterio se muestra impenetrable. He aquí unas palabras del
propio pintor al respecto: “Todo ocurre en nuestro universo mental. Por universo
mental es necesario entender forzosamente, absolutamente, todo lo que podemos
percibir por los sentidos, los sentimientos, la imaginación, la razón, el sueño o
cualquier otro medio. Somos responsables del universo (…). El sentimiento que
tenemos de no poder huir del universo mental nos obliga por el contrario a afirmar
la existencia de un universo extramental y la acción recíproca de uno sobre el otro
se hace más evidente. No podemos percibir ninguna sombra ni luz del universo
extramental.”
Otra de las razones por las cuales Unamuno considera la vida real tan ficticia como
una nivola es que, para él, todo lo que no sea una vida eternizable no es más que
puro cuento. De una niebla venimos y hacia una vamos; nada sabemos de lo
anterior a nuestro amanecer a la conciencia ni de lo posterior al cierre del
diafragma: tan sólo un onírico entreacto es lo que tenemos, y mucha más hambre
ontológica de la que esta especie de folletín puede colmar.
Por supuesto, además de ofrecer al lector la posibilidad de encarnarse como
agonista en la nivola, Unamuno nos deja varias pinceladas representativas de su
filosofía a lo largo del texto. Por ejemplo, aquello que despierta a Augusto a la
conciencia desde su estado vegetativo es la moneda con la doble cara del amor y el
dolor: amo ergo sum, llega a enunciar el panoli. Otro tema recurrente es el de la
esposa-madre como posibilidad, ya perdida, de hogar frente a lo desacogedor del
ex-sistere como el estar arrojado a las brumas extranjeras del ensueño. Hemos de
volver a mencionar aquí el consabido asunto de que es el hacerse realmente
consciente de la muerte, o sea, de la imposibilidad de la inmortalidad, lo que revive
a un hombre de entre los vegetales. Después de su fracaso final con Eugenia,
Augusto se plantea la posibilidad de suicidarse, y es para consultarle sobre lo
oportuno o no de este paso que el homúnculo acude a Salamanca a entrevistarse
con Unamuno. Pensamos que la decisión de suicidarse no era ni mucho menos
férrea; por ello, miraba a una muerte lejana, inocua, como desdibujada. Sin
embargo, cuando Unamuno le sentencia a una muerte cierta y concreta, salta el
resorte del agonista y Augusto exclama: "Quiero vivir, vivir..., y ser yo, yo, yo..."
Y es que, aunque la mayoría de los hombres saben que van a morir, son tan sólo
unos pocos los que de verdad lo saben. Es por eso que son muchos los vegetales y
pocos los existentes. Por último, hemos de hacer referencia a otro tema que
empapa la novela hasta sus capítulos finales: no es otro que el del absurdo del
destino, el cual, por su proceder azaroso, hace sufrir a los hombres
tragicómicamente (puesto que es, a una vez, terrible y aleatorio). Un asunto muy
schopenhaueriano.
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Nos parece un buen modo de cerrar este ensayo el llevar a cabo una breve
comparativa entre Niebla y Las ruinas circulares, de Jorge Luis Borges.
En ambos relatos, el personaje principal nace como de una niebla: no hay una
presentación de Augusto; lo encontramos directamente saliendo de su casa. El
protagonista del relato borgiano llega arrastrándose por el barro hasta las ruinas de
un templo; no sabemos por qué, de dónde viene o quién es.
Las dos historias son muy imprecisas y parcas en las descripciones del espacio y el
tiempo, hecho que contribuye a crear una atmósfera de ensueño o irrealidad. En
ambas se insinúa la imposibilidad de distinguir la realidad de lo aparente, y siempre
con la intención de arrastrar al lector hacia un estado de incertidumbre existencial.
Quizás, la mayor diferencia entre estos dos relatos la marque el diálogo: en Niebla
se utiliza copiosamente, mientras que la historia de Borges es completamente
narrativa.
En Las ruinas circulares aparece, una vez más, un tema recurrente en toda la obra
borgiana: la circularidad. La propia forma del templo apunta hacia ella, como
símbolo siempre presente del sentido del relato. Un hombre se dedica a dormir
junto a un derruido santuario con el firme propósito de soñar-crear a otro hombre.
Cuando, tras un tiempo, consigue lo que pretendía, ordena a su creación colonizar
otras ruinas similares que se encuentran más al norte. Es en ese instante cuando
nuestro protagonista cae en la cuenta de que, probablemente, él no sea más que el
sueño de otro hombre, el cual sería, a la vez, el sueño de uno anterior… Este
proceso se repetiría de manera indefinida, tanto hacia atrás como hacia delante;
hacia la izquierda y hacia la derecha.
En Niebla, la circularidad también hace acto de presencia: un ejemplo es el hecho
de que Augusto nace de la niebla y a ella vuelve. En la nivola también intuimos una
red de soñadores y soñados. Augusto es el sueño de Unamuno, quien, a su vez, es
sueño de Dios. ¿Pero quién dijo que se deba detener ahí el proceso? ¿Por qué
Augusto no habría de soñar a otro hombre? ¿Y por qué Dios no podría ser el sueño
de otro? La única diferencia a este respecto con la historia de Borges es que, en
ésta, la red de soñadores parece extenderse horizontalmente, mientras que en
Niebla tiene, más bien, el aspecto de una gradación vertical.
JOSÉ MANUEL CAMACHO VÁZQUEZ
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Bibliografía
-
UNAMUNO, Miguel de, Niebla, Bibliotex, 2001
ELIZALDE, Ignacio, Miguel de Unamuno y su novelística, Ediciones de la caja
de ahorros provincial de Guipúzcoa, 1983
-
FRANZ, Thomas R., Niebla inexplorada, 2003
-
ZUBIZARRETA, Armando F., Unamuno en su nivola, Taurus, 1960