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El Búho
Revista Electrónica de la Asociación Andaluza de Filosofía.
D. L: CA-834/97. - ISSN 1138-3569.
Publicado en www.elbuho.aafi.es
LA RAZON EN LA POLITICA
Rafael Tejero
ÍNDICE:
I.
Lógica del poder y lógica de la razón
II.
La concepción del poder
III.
Potencia y poder
IV.
El poder desvinculado
V.
El espacio público político
VI.
La soberanía propiamente tal es potencia racional, no poder
VII. La soberanía no reside en la Nación
VIII. Malentendidos acerca de la voluntad general y de la razón política
IX.
Madurez e inmadurez políticas
X.
El telos de la República
XI.
La voluntad general es un todo pero no es totalitaria
XII. Soberanía y democracia
XIII. Soberanía y moral
XIV. Soberanía y violencia
XV. Soberanía y fraternidad
XVI. Insuficiencia del perdón y contra la esperanza
XVII.
El problema más grande del mundo
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I. Lógica del poder y lógica de la razón
Juan Goytisolo ha publicado este verano un artículo sobre el conflicto israelípalestino y la guerra del Líbano titulado “La razón del poder y el poder de la razón”,
en la que enfrentaba ambos términos de la expresión copulativa abogando por el
poder de la razón. Esto último parece que hoy sólo puede hacerlo un literato,
estando los filósofos por ahí perdidos en la desconfianza kantiana, marxiana,
nietzscheana o habermasiana en la razón.
Pero, bien mirado, la expresión del título, con la intencionalidad que lleva, no
se sostiene conceptualmente. O es una paradoja (se está confrontando poder y
razón, y, sin embargo, se le atribuye razón al poder), o carece de sentido (“razón”
se utiliza en dos sentidos diferentes, y encima contrarios entre sí) o los dos
términos de la copulación son idénticos, y así terminan siendo también idénticos el
poder y la razón, y ambos vendrían a decir lo contrario de lo que piensa Juan
Goytisolo: el poder tiene razón. Para evitar estos inconvenientes proponemos
(después de felicitar a Goytisolo por el valor que le echa proponiendo a la razón
como alternativa a la violencia) distinguir entre lógica del poder y lógica de la
razón, o simplemente entre poder y potencia, entendiendo por poder el poder
irracional y por potencia el poder de la razón, es decir, “potencia” en el sentido en
que Spinoza decía que “la razón es la misma potencia humana”1.
La concepción del poder y la seguridad que se cree alcanzar por sus medios
fue ya criticada por Lucrecio:
“… Cuando ves en el Campo de Marte rebullir tus legiones… (tal vez) el
temor de la muerte abandone tu pecho… Mas viendo que esta suposición es
absurda y ridícula, y que, en verdad, el terror y los cuidados tenaces que
sufren los hombres ni temen el fragor de las armas ni los dardos fieros…
¿cómo dudarás de que sólo la razón nos da este poder…?”(RN II, 39-54)
II. La concepción del poder
Los que creen en el poder hablan de balance of power como de una clave
importante (Ortega se hace eco de ella, e incluso Gadamer la hace suya). También
se ha hablado de una “física” y una “microfísica” del poder. Toda esta concepción
del poder (como diferente de la potencia racional) cuenta, por supuesto, con una
metafísica del poder, elaborada por F. Nietzsche.
Parece como si la pobre razón, la de usted y la mía, no la de la Historia o la
del Estado o la instrumental, tuviera poco que hacer ante este tipo de
concepciones, verdaderamente “realistas”.(Puede observarse que quienes se dejan
llevar por principios como el de balance of power no tienen un gran concepto de la
política).
Uno de los rasgos de este concepto que muestran su ineficacia y
peligrosidad es que cada fuerza en lid interpreta a su favor el punto de equilibrio (e
incluso forzará a éste para conseguir uno nuevo más favorable; la historia de la
1
A. Negri tiene un libro sobre Spinoza cuyo subtítulo es “Ensayo sobre poder y potencia en B. Spinoza”,
pero el concepto de potencia que maneja no alcanza a ser, en absoluto, el sinónimo de razón que es para
Spinoza.
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política está llena de guerras derivadas de cálculos de este tipo que salieron mal o
de guerras provocadas a posta para lograr otro “equilibrio” más favorable).
Así, por ejemplo, los EEUU y la UE no admiten que Irán tenga armamento
nuclear a pesar de estar rodeado de países, de relaciones no amistosas, en
posesión de tal armamento. Si alguien, como por ejemplo un asesor del presidente
Zapatero, cree que Irán, en estas condiciones, como país que ha ocupado el vacío
de poder dejado en la región tras la invasión de Irak, tiene derecho a las armas
nucleares, lo critican duramente. Sin embargo, se ha limitado a aplicar la doctrina
liberal del balance of power, igual que el presidente israelí Olmert. A la pregunta:
“¿Cuáles son los objetivos que debe alcanzar el ejército de Israel para que declare
la victoria?”, responde el presidente: “No estar sometido más a las amenazas a las
que estaba sometido antes: la nueva situación definirá un equilibrio completamente
diferente en la zona: Hizbulá se lo pensará muchas veces antes de atacarnos. Y
creo que estamos cerca de lograrlo” (El Mundo, 4-VIII-06).
Pero también es doctrina balance of power apoyar a los hermanos
musulmanes porque son una gran fuerza para resistir a Israel, descuidando la
propia independencia del país, Líbano. Como lo fue también alinear a Cuba con la
URSS frente a EEUU, o apoyar o no criticar la invasión de Checoslovaquia porque
los comunistas en Chile eran una gran fuerza contra Pinochet. ¿Significa esto que
hay que entregarse tal y como lo expresó G. Grass, al kantismo, al Fiat iustitia,
pereat mundus (PP 57), diciendo: “Cuando algo es moralmente correcto hay que
defenderlo sin preocuparse de las consecuencias políticas o personales que vamos a
pagar” (citado en “Claves de una ira”, El País, 24-VIII-06).
¿La alternativa es balance of power o moralismo fundamentalista? No,
primero, porque hay entre ambas opciones una complicidad interna, ambas son
cristianas, ambas están en Kant (la doctrina del pacto del pueblo de diablos o la
insociable sociabilidad pertenecen al concepto de balance of power) y segundo,
porque esa alternativa entre el punto de vista realista (de las fuerzas en pugna y
las circunstancias) y el moralista, entre la visión objetiva y pragmática y la visión
espiritual e idealista, es falsa. Los que defienden una u otra opción se contradicen,
de palabra o en los hechos que provocan. Los realistas del balance provocan
insufribles padecimientos a su patria, cuyos intereses dicen priorizar, y los
moralistas terminan pidiendo la autorrenuncia. Peor aún es, sin embargo, querer
asumir las dos opciones a la vez, como Kant y Hegel. Lo único que consiguen es
incurrir en contradicción o mantenerse en el desgarro. Por un lado, el moralista
quiere salvar su alma. Frente al destino del alma, ¿qué importancia tienen los
avatares políticos?, ésta es la idea que asaltó a Unamuno en un acto político. Es
Agustín: “Yo deseo conocer a Dios y el alma. ¿Nada más? Nada más
absolutamente” (Soliloquios, I, 2). Este planteamiento no ha gustado nunca a los
republicanos y frente a él declaraban amar más a su ciudad que a su alma
(Maquiavelo). Por otro lado, el mecanicista del poder no se fía del ser humano, cree
que es malo por naturaleza (doctrina del pecado) y por eso quiere contenerlo en
estructuras del poder que limiten su poder. Poder contra poder: balance of power.
Tampoco este planteamiento ha gustado nunca a los republicanos, cuyo primer
concepto es el de virtud.
En la concepción común (cristiana) a ambos lineamientos hay dos supuestos
que la filosofía originaria y el republicanismo van a rechazar:
1.- Separación entre la moral y la política (y el derecho), la cual ya se
encuentra en Kant (contra la apariencia de lo contrario), y será
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desarrollada por Habermas en FV. Veremos que moral y derecho y
política no pueden separarse, a condición de que se trate de un concepto
de moral muy diferente (nada moralista) -incluso antitético- al de Kant.
2.- La contraposición e, incluso, la contradicción en que se sitúa al amor
propio, que es negado, respecto al amor o interés común. Esta negación
del amor propio pertenece a la esencia del Cristianismo.“Dos amores
han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio
de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la
celestial”(Agustín, CD XIV, 28).
La filosofía originaria y el republicanismo han visto en la contraposición del
interés propio y el interés común una señal de inmadurez o falta de nobleza.(Sin
embargo, Arendt cae en este error agustiniano, lo que le impedirá comprender el
concepto de soberanía como voluntad general). Éste es nuestro tema.
Pero, se me dirá, ese concepto de poder que se está aquí menospreciando,
está a la base de cosas tan importantes como la libertad y la división de poderes,
conceptos absolutamente fundamentales en democracia y que se dejan pensar
desde la doctrina balance of power.(Según Arendt, el logro de la revolución
americana consistió en que ésta estableció la república en la división de poderes en
vez de fundarla en la soberanía, como hizo la revolución francesa). Respondo que
ese concepto de libertad es el libre albedrío, que es más cristiano que filosófico y
que las libertades políticas pueden ser pensadas con otro concepto diferente de
libertad. En cuanto a la división de poderes, si me piden que elija entre un poder
despótico sin división de poderes y otro poder que esté dividido, yo me quedo con
éste. Pero también éste puede ser despótico respecto de amplias capas de la
población, como en los regímenes liberales del s. XIX.
La división de poderes, igual que el respeto a la legalidad vigente, son
principios republicanos, pero el liberalismo los malinterpreta cuando los absolutiza.
Y es que no son principios primeros sino derivados. Por eso es fundamental que nos
planteemos la cuestión de la soberanía, en lugar de rechazarla como hacen Arendt
y Habermas2.
¿El concepto de poder es más realista y eficaz que el de potencia racional?
No creo que esto pueda hoy ser afirmado por nadie medianamente sensato, a la luz
de la catástrofe a que conducen el Estado/Poder y el Mercado libre, los cuales, si
son aún soportables se debe a los fuertes correctivos de potencia racional. El
Estado necesita de la cooperación y de la participación ciudadana, los Estados
necesitan de la amistad de los otros Estados, la economía no puede mandar el
interés público o bien común al limbo del hilo invisible o Providencia, etc. Insisto.
Esto me parece decisivo como respuesta a la pregunta por la eficacia del poder y de
la razón, a saber, que la estrategia del poder necesita recurrir, para ser eficaz, a
aquello que menosprecia o, incluso, a lo que se opone, es decir, a la razón.
Al final de la lucha de los colonos israelíes contra el desalojo de unas
colonias ordenado por el parlamento y el gobierno, la líder del movimiento, enferma
y derrotada, escucha a su marido, el otro líder, exhortándole a abandonar el lugar
por su propio pie y no a la fuerza, obligada por la policía. Sin duda era una imagen
de humillación para ella. Sin embargo, que una lucha se vea frustrada por el poder
no implica en absoluto humillación. Una tal derrota puede llevar el signo de la
2
.
Aunque hay que decir que Habermas matiza su posición.
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dignidad. ¿Por qué no lo fue para la líder de los colonos? Porque no tenía razón. Ella
pensaba sólo en su propia familia o, como mucho en la gran familia hebrea, no en
la necesidad de Israel de pactar con los que no son de esa familia para coexistir
políticamente, no pensaba en los palestinos, a los que odia. No tenía razón, de ahí
su extrema debilidad.(Esta razón no es la de la eticidad ni la formal, parámetros a
los que reduce Habermas la razón).
III. Potencia y poder no son dos realidades originariamente distintas. La
potencia es la razón, la esencia misma del ser humano. El poder es la potencia pero
inmadura, ineducada y además afirmada como tal. Y afirmada no sólo por sí misma
y para sí, como lo hace cualquier jefe un poco bruto; piénsese en los “cabezas
rubias” de la Genealogía de la moral, sino afirmada en sí misma, como lo hizo el
cristianismo, que es la religión de la afirmación de la ignorancia, y su corolario, la
filosofía cristiana. (En el aspecto concreto que tratamos, recuérdese la definición de
libertad de Fichte (el mundo es una pura resistencia para el Yo) o la de poder de
Kant -aquello “superior a grandes obstáculos”). En efecto, el giro que se dio con el
Cristianismo no fue “la rebelión de los esclavos en moral” cosa que podía haber
visto Nietzsche realizada antes del Cristianismo en el movimiento democrático
griego, sino la afirmación de la ignorancia. Esta rebelión operada a nivel religioso
por Pablo de Tarso comienza conscientemente en filosofía con la Reacción teológica
del s. XIV (Scoto y Ockham) y culmina con la obra de Kant, irrumpiendo triunfante,
en plena época ilustrada, en la que se instala con un rótulo en su puerta que dice:
“Nadie entre aquí que no haya puesto límites a la razón para dejar sitio a la fe”.
¿Qué es, pues, el poder, no sólo como fuerza irracional sino como afirmación
de la ignorancia? Manteniendo indivisos los planos del concepto y de la realidad (los
planos de, por ejemplo, la idea de libertad y la realidad del Estado o el Capital)
diremos:
Poder (irracionalidad afirmada) se dice de un ente no individual sino
estructural (se exige la auto-disolución del yo). En él la potencia de las personas es
exteriorizada, alienada y transustancializada (el Espíritu cristiano o el Estado
hegeliano). Es así convertida en un artificio preexistente (contra la Naturaleza),
originario (la Omnipotencia de Dios había sustituido a la Naturaleza como
principio3), que se define por la oposición y la lucha de opuestos, ante la necesidad
de ampliación de su dominio, en la que se cifra su seguridad y su placer máximos
(sociedad civil burguesa o voluntad de poder nietzscheana).Así, separado, el poder
es producción absolutizada, origen absoluto, un nuevo comienzo (concepto muy del
gusto de Arendt). Y como es relación externa, según la cual las cosas se impiden
unas a otras, la acción es resistencia y fuerza de remoción de grandes obstáculos
(Kant). Este poder, o mejor dicho, impotencia, como Spinoza y la filosofía originaria
lo ha llamado, se afana y desvive por un” sentido” (Nietzsche).
Dado este oposicionismo, al poder le es esencial la sumisión al poder (el
estar siempre con el poder y/o en el poder) y la rebelión contra el poder, por
ejemplo, a favor de los oprimidos (ambas posiciones son esenciales en el
Cristianismo). Sumisión y violencia (otro ejemplo: la venganza) son expresiones
básicas de la impotencia (aunque ella se presente como poder).
Pero la filosofía originaria está en contra del oposicionismo (Parménides,
segunda parte del poema). Es decir, el oposicionismo es real, pero tiene una
ubicación limitada y superable (aunque la superación ha de ser constantemente
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O bien: antes no había principio (la Naturaleza es aquello que no tiene principio) y ahora sí.
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renovada)4. Así, la contraposición entre el interés particular y el interés común no
se debe ni práctica (Kant), ni práctica y teóricamente (Marx) al oposicionismo
(“antagonismo”) social, histórico, sino que es un estado universal de la persona
inmadura, de la ignorancia, que el Cristianismo, como afirmación de esta
ignorancia, teoriza. (Se encuentra ya en Pablo y luego, como hemos visto, en
Agustín). Si no se capta y no se sigue al interés general no se debe al conflicto
entre los particulares, por egoísmo (Kant) o por intereses de clase (Marx), sino al
revés, este antagonismo se da por no haberse llegado a comprender (o haberse
olvidado) en la práctica social y política que en el mismo interés propio radica el
interés general.
Sin embargo, se me dirá, Kant es cristiano pero ¿Marx? En efecto, Marx. ¡Y
si fuera él el único! En este punto concreto que tratamos de la persecución del
interés general le pasó a Marx como a Nietzsche con la superación del espíritu de
venganza. Estos hijos del siglo XIX sufren tal dependencia de la metafísica cristiana
de la negatividad, en el mundo en general y en el ser humano en particular, que
uno requiere, con la doctrina del eterno retorno, hacerse eternamente cómplice de
todos los crímenes de la Historia (para afirmarla totalmente; así se supera el
espíritu de venganza) y el otro necesita la revolución universal del proletariado para
alcanzar la realidad del interés general. (Al estilo de los cristianos, que necesitan
todo un dios Omnipotente que muere por el ser humano para fundar el perdón). Y,
sin embargo, no hacían falta, la verdad, tales cataclismos de la voluntad ni de la
Historia. Basta con que se use un poquito la cabeza para dar con esta sencilla
verdad (y luego enseñarla): El interés general o común es mi interés, no está fuera
de mí. Cada vez que uno se penetra de tal verdad, el interés general se hace
visible5. Y sólo esto es lo que dice el concepto de soberanía popular.
La potencia, el concepto contrario a la fuerza y la violencia, no es, como cree
Arendt, el mero “estar los hombres reunidos”, el mero aparecer los unos ante los
otros (lo que ya de por sí supone una liberación del pensamiento cristiano, lo que
no se puede decir de Arendt en aspectos fundamentales) sino el crecimiento de la
razón según el cual interés propio = interés común. Por ello, tampoco es el mero
discurso y la virtualidad del consenso (Habermas) sino la praxis que no busca
recompensa (virtud). Por ello también el diálogo define a la razón sustantiva pensar es un diálogo del alma consigo mismo (Platón)- no a la razón instrumental o
consensualista, pues ésta no es la razón única o común que es la que permite el
verdadero diálogo. Por ello, en definitiva, la filosofía dice que la persona es un
animal político por naturaleza6, no un animal solitario (ni un animal político por
accidente o artificio).
4
La “brecha” entre generaciones de Arendt va -aunque de un modo exagerado- contra la razón ya
definitivamente instalada en la realidad, de Hegel.
5
También para la cuestión de Nietzsche hay un planteamiento más fácil de comprender que el que él
propuso (con su doctrina del eterno retorno). Se trata de comprender que: “El que responde al odio con
odio vive miserablemente” (Spinoza). También para la cuestión del perdón, pues el resentido es
desgraciado.
6
La traducción correcta es “político” y no “social” (pues esta última supone la existencia de la sociedad
al margen o más allá o más ampliamente que la política, y la de “cívico”, podría ser reducida a la
sociedad civil burguesa).
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IV. El poder desvinculado
No puedo entrar ahora en el importantísimo concepto de separación que se
encuentra al otro lado del amor. (Define la realidad de la ignorancia o inmadurez y
ha sido desarrollado por el judeocristianismo cuyo Dios es un Dios separado y que
separa).
El término “desvinculado”, que tomo de la expresión de Taylor “razón
desvinculada” -se entiende que desvinculada de las “pasiones”- (que él
erróneamente, lee en Descartes), es aplicable al poder, más que a la razón, porque
razón desvinculada apunta a una inexistente razón vinculada. No hay vinculación
sino identificación con las “pasiones”. El crecimiento de la razón significa tener
deseos adecuados. La razón está separada de las “pasiones” (como en Pablo de
Tarso) sólo en la falta de crecimiento. Pero el crecimiento no significa vinculación
de la razón con las pasiones. En cambio, la vinculación sí es aplicable al concepto
de poder porque en este caso no hablamos del individuo solo (de su razón y sus
pasiones) sino del individuo en su relación con los demás. Y como no hay más
realidad que la individual, no puede haber identificación. Ésta es sin embargo, la
que propone Hegel en línea con el cristianismo, también Nietzsche: el autosacrificio
del yo.
La filosofía originaria ha dado el concepto de interpenetración de todas las
cosas, pero ésta es pensada desde la máxima potencia o apertura, no desde el
autosacrificio. En Nietzsche se funde el máximo poder con la autodisolución, y esto
es cristianismo puro. Alcanzo la vida eterna si me niego: “El que pretenda
guardarse su vida, la perderá, y el que la pierda, la recobrará” (Lc 17, 33). Al poder
le es esencial su desvinculación, y de ahí la violencia que le caracteriza. A la
potencia, la vinculación. La potencia racional es común, nos lleva a todos al espacio
común, por lo que su eficacia es de convencimiento; en cambio el poder irracional
es el de las personas dormidas, que viven su mundo privado en contraposición al
común (Heráclito), encerradas en su solipsismo, por lo que su eficacia es de
imposición.
V. El espacio público político
El concepto de Arendt del espacio público político es bastante diferente al de
Kant y Habermas. En éstos se trata de debate sobre propuestas de mejoramiento
de la sociedad. Y en el liberalismo (como en el marxismo) de que la gente tenga
representantes que defiendan argumentativamente sus intereses, como una voz de
los sin voz o la imagen pública de los que no tienen imagen pública. Arendt
recupera la antigua idea: la de una vida con “sentido” en “la luz que irradia de la
esfera pública” (SR 91). Pero Arendt, en un sentido, se queda demasiado corta. Le
falta algo (algo precisamente que ella rechaza) y sin lo cual permanece en el
pensamiento liberal-burgués. Porque no basta que a uno le hagan caso, a un
charlatán de feria se le puede incluso admirar. Se trata de la soberanía, de que es
convocado a los asuntos públicos porque él es tan concernido por ellos como
cualquier otro. En el lugar citado, Arendt acababa de decir que el problema es
político, no social, que se refiere “a la forma de gobierno, no a la ordenación de la
sociedad” (91). Y la forma de gobierno expresa la soberanía, si está en uno, en
unos pocos o en todos. Negar la soberanía es propio del monarquismo y el
aristocratismo, que no son dados a someter la soberanía a debate.
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(Esta negación del espacio público político es obra del Cristianismo, que sin
duda, a su vez surgió de la destrucción del mismo. El individuo no vive en sociedad,
sino para Dios. No es cierto que la acción humana quede divinizada al ofrecérsela a
Dios sino que de lo que se trata es de todo lo contrario, de recordar
constantemente que esa acción no sirve, en sí, absolutamente de nada, no sea que
la más pequeña satisfacción por la misma le lleve al pecado del orgullo).
En otro sentido, va demasiado lejos. Parece absolutizar la política. (Lo cual
permite, sin duda, dejar el resto a la fe, muy kantianamente). Pero hay un más allá
de la política, y es la autarquía.(Esta se suele traducir por “autosuficiencia”, pero
nosotros preferimos hacerlo por “poder propio” -es decir, potencia-) ¿Hemos dicho
bien? ¿Un más allá o la cumbre de la política? No se sabe lo que significa entre los
griegos la palabra autarquía cuando se despacha fácilmente la frase de Aristóteles
de que el fin de la polis es la autarquía. La autarquía es el poder de la razón. Por
otra parte, los mejores de la polis son los autárquicos.
VI. La soberanía propiamente tal es potencia racional, no el poder
Aristóteles le aplica a la República el mismo concepto que al sabio, a saber,
la autarquía. (Esto es muy importante porque hace ver que el ámbito de la praxis
no es, porque sea distinta de la teoría, el de una racionalidad escasa, sino todo lo
contrario. Es la plena racionalidad de la experiencia de la razón). Así, pues, lo que
se llama soberanía de la República es, propiamente, esa misma potencia de la que
estamos hablando.
La soberanía, por así decirlo, última, tiene que ver con la potencia, no con el
poder. No reside, pues, en ningún colectivo singular (Estado, Nación, Pueblo,
Ciudadanía…) ni, por tanto, en nada que tenga que ver con este colectivo singular
(representantes, constitución…) sino sólo con los individuos “de carne y hueso”, en
todos y cada uno de ellos, y por eso, como dice Rousseau, es inalienable. (Sólo
esto hay que entender si queremos utilizar las palabras “pueblo” o “ciudadanía”, así
como, también, la voluntad general). Los que no lo creen así, por ejemplo, los
constitucionalistas exagerados o los que opinan, como Kant, que a los pueblos los
forman los príncipes (también Nietzsche coincide con Kant en esto) dan vueltas sin
llegar a nada y se atascan en los mayores absurdos, como negar la realidad política
antes de la promulgación de la Constitución7 o propugnar una absurda sumisión al
Príncipe aunque cometa las mayores atrocidades8.
La soberanía es, pues, la potencia natural de los seres racionales. No hay
nada en ella de constructo artificial, de mediación, de alienación9, todo lo cual
caracteriza, como hemos dicho, al poder, no a la potencia. De este modo, la
voluntad general es la voluntad racional o la razón común. Que es de los individuos.
Cuando están despiertos. Por tanto, tiene que reproducirse siempre, tiene que
crecer en los individuos, no está ya realizada, separada y autosubsistente de
ningún modo (como el Espíritu cristiano, con el que Hegel interpreta la voluntad
general de Rousseau), pero tampoco es sólo “estelas en la mar”, pues es la razón
7
Error en el que no cayó del todo nuestra Constitución de 1978.
8
Cf. Kant, “Sobre el tópico…”.
9
De estas tres caracterizaciones, Rousseau falla en la primera, pero no en las otras dos. De hecho, salvo
alguna perplejidad (derivada de errores como la pretendida soledad originaria del ser humano) tiende a
pensar la voluntad general como voluntad racional. Sin embargo, a veces la piensa por encima de las
voluntades particulares, sirviéndole con ello en bandera a Hegel su concepto de Estado.
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una y la misma en todos los individuos humanos, como mínimo en potencia, y
como herencia de todas las generaciones anteriores de todas las épocas y lugares.
Ahora bien, si poder y potencia no son dos realidades originariamente
distintas eso quiere decir que aparte de la soberanía, como potencia propiamente
tal, el telos de la república, hemos de contar también con la soberanía como poder
irracional (pero no como poder afirmado, al que antes nos hemos referido, en el
cual no hay soberanía sino alienación de la soberanía). De ahí que para el
republicanismo la democracia sea el fundamento de todo otro régimen, es decir, los
despóticos, personales o burocráticos, ilustrados o no, más o menos represivos.
Con el republicanismo propiamente tal sólo se adecúa la democracia. Por tanto,
todos los demás regímenes son despóticos. De ahí también el respeto por los
“ignorantes” en el republicanismo. Así pues, si nos hemos referido a la soberanía en
términos de voluntad racional es porque la razón es el telos de los individuos
humanos y por consiguiente de la república. Pero si no se tiene en cuenta que no se
trata sólo de potencia sino también de poder, es decir, de impotencia, la referencia
a la razón puede ser utilizada en términos despóticos, como ocurre con el
monarquismo hegeliano. La racionalidad no está plenamente dada, sino como telos.
Depende de la madurez humana.
VII. La soberanía no reside en la Nación
De lo anterior se sigue que la soberanía no reside en la Nación, sino que, al
contrario, la Nación es un término derivado y relativo, y depende de la soberanía, la
cual sólo reside en los individuos; como dice Aristóteles, lo único primero y absoluto
es el individuo. (Y por eso, como dice Montesquieu, la virtud cívica es un principio
fundamental). La Nación es una mera realidad histórica, variable, ampliable o
reductible, un mero conjunto sujeto a mil veleidades. La soberanía es absoluta, la
nación relativa10.
El error proviene de haber definido al individuo como un ente contingente
que nace y muere11 y haber cifrado el ser fuera de él, en Dios, y después en la
Historia y en la Nación. Para la filosofía originaria eso es falso, el ser se dice del
individuo y el ser no se define (desde Parménides) desde el nacimiento y la muerte.
Los que pretenden acercarse a la realidad humana con las categorías de
contingencia, finitud, carencia, etc., dejan libre la categoría de la plena realidad
para ser atribuida a la Historia o al Estado. Como dice Feuerbach, convierten el
predicado en sujeto y viceversa. Ponen al Estado por encima de los ciudadanos. Ese
error de desustancializar a los individuos y afirmar la plena realidad del Estado
(burgués) -y la lógica capitalista- lo comete también Habermas en FV.
La soberanía reside en el individuo, en la persona, y es –desde el punto de
vista republicano (racional)- inalienable. El individuo no ha sido nunca prepolítico,
sino que es, por esencia, político. (Arendt también asume el postulado de una
realidad prepolítica que proviene del antinaturalismo cristiano-burgués -la realidad
humana propia no es naturaleza-) La idea de Kant de que los individuos
10
De otro modo se plantean una serie de problemas irresolubles. Si para los nacionalistas catalanes, la
soberanía reside en la nación catalana, ¿carecen, entonces, ahora totalmente de soberanía? Para los
nacionalistas españoles la pretensión de los catalanes es terrible, porque con la independencia les
quitarían a ellos una buena porción de soberanía. Soberanía española contra soberanía catalana, un
choque frontal.
11
Donde más se ha explicitado esto ha sido, quizás, en Ser y tiempo de Heidegger. Y Arendt lo utiliza en
la filosofía política.
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(prepolíticos) son formados y convertidos en pueblo por el Príncipe es la teoría
(cristiana) de la alienación, en este caso, política, y está en la misma línea de la
anterior concepción que convierte al individuo en predicado y a lo abstracto en
sujeto. Por cierto, Marx habla, con Feuerbach, de la alienación religiosa, y se pasa
la vida profundizando en la alienación económica, pero no en la alienación política;
por eso se olvida del republicanismo para caer de lleno en el historicismo y el
negativismo kantiano/hegeliano (de procedencia cristiana). Podríamos parafrasear
a Nietzsche y decir que el ser humano no le debe su ser político a ningún príncipe.
El “pueblo”, la “ciudadanía”, la “Nación”, dependen de una opción política
(por ejemplo, que los extranjeros puedan votar en los comicios locales), el
individuo es “lo fijo”, su sociabilidad o politicidad es por esencia.
El error de situar la soberanía en la Nación procede también de haber sido
pensada la virtud en términos de autorrenuncia cristiana. Entonces se dice que la
virtud consiste en el sacrificio de uno a favor del bien común, en hacer prevalecer el
interés público frente al interés particular, el mismo error del liberalismo pero en
sentido inverso. La filosofía originaria, por el contrario, ha pensado siempre ambos
intereses como siendo, en sí, uno y el mismo, porque el interés de mi Ciudad o
País, me afecta esencialmente, es también mi interés.
Los republicanos revolucionarios que caían en este error podía empezar
despreciando intensamente su propia vida por amor de la República y terminar
inmolando en el altar de ésta la vida de los demás (lo cual se añadía, en la
causalidad de la violencia revolucionaria a la concepción kantiano/hegeliana -de
origen cristiano- de la negatividad como motor) y no, como cree Arendt, a que se
regían por el concepto de soberanía. (Olvida, por los demás, la intensa lucha de
clases en Francia en esos momentos, inexistente en las antiguas colonias británicas
de América).
VIII. Malentendidos acerca de la voluntad general
La voluntad general como voluntad racional ha sido muy mal interpretada. El
historicismo, el despotismo, y, siempre, el cristianismo de base, le salió al
encuentro para tergiversarla. El que se la tomó más en serio desde este desvío fue
Hegel. Para él la voluntad general o la razón es un logro histórico -la evolución del
espíritu general- realizado por la revolución. ¿Qué dirán mis amigos hermenéuticos
de este texto de Hegel?
“Nunca desde que el sol ha estado en el firmamento y los planetas han dado
vueltas a su alrededor, había sido percibido que la existencia del hombre se
centra en su cabeza, es decir, en el pensamiento, por cuya inspiración
construye el hombre el mundo de la realidad. Anaxágoras fue el primero en
decir que el Nous gobierna el universo; pero hasta ahora el hombre no había
llegado al reconocimiento del principio de que el pensamiento debe gobernar
la realidad espiritual. Esto fue, por consiguiente, una gloriosa aurora mental.
Todos los seres pensantes comparten el júbilo de esta época” (cit. por
Marcuse en Razón y Revolución, 11-12; lecciones sobre la filosofía de la
Historia Universal, p. 692).
Contra lo que parece, Hegel no está hablando aquí de su época real ni de la
revolución real, de otro modo no diría que los seres pensantes de por entonces
compartieron el júbilo ante el triunfo de la razón. Se olvida, como suele hacerse,
como lo hará también Arendt, de las tremendas resistencias que encontró la
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revolución, es decir, el republicanismo y la democracia; se olvida de la
contrarrevolución (en la que habría también cabezas pensantes, como, por
ejemplo, el Kant de la Metafísica de las costumbres), haciéndole a ésta un gran
favor pues se la exime de su responsabilidad en el desencadenamiento de la
violencia y toda la responsabilidad de la misma recaerá en los revolucionarios, que
es lo que el mismo Hegel dice en sus Principios de la filosofía del derecho, III
parágr. 258 (Obs). Tampoco está hablando de la historia política real, en cuyo caso
no hubiera dicho que la idea de que el pensamiento debe gobernar la realidad era
nueva, cuando es lo que la filosofía ha venido preconizando desde siempre. El
autárquico es aquél que se gobierna con la razón y así debe ser gobernado el
Estado como, por ejemplo, Platón no se cansaba de decir. Y no otra cosa pretendió
Solón y los demás sabios que, a impulsos del movimiento democrático griego,
dieron leyes a las ciudades helenas.
Si no habla de su época real, ni de la revolución real, ni de la historia política
real, ¿de qué nos habla Hegel en el texto? Pues de sí mismo, de su propia forma de
pensar, según la cual, lo verdaderamente real es el espíritu, el cual se realiza
históricamente (progreso), hasta que llega a su fin en el presente burgués, en el
que triunfa definitivamente la razón (al final de la Historia y de manera novedosa).
Esto es progresismo burgués y providencialismo cristiano (“el espíritu, el concepto
más elevado de todos, propio de la época moderna y su religión”) pero no es
filosófico, al menos desde el punto de vista de la filosofía originaria, según la cual,
hay una realidad, la del ignorante, que no se rige por la razón, sino por la sinrazón,
(de modo que no es cierto que el pensamiento rige la realidad –aunque pueda
hacerlo-), la razón pertenece al individuo no a un ente universal, el crecimiento
racional se da en el individuo y aunque las leyes y la educación de un país pueden
ser más o menos racionales, las conquistas racionales han de pasar, siempre, por
los individuos en la cadena generacional, etc.
No hay, pues, que creerse que Hegel es poco menos que un teórico de la
revolución favorable a ella (como puede creerlo Marcuse, que con ese ánimo cita el
texto en su Razón y revolución, o como puede creerlo también Marx, en cierto
modo, cuando dice que “la dialéctica (hegeliana) es, por esencia, crítica y
revolucionaria”, y esta interpretación de Hegel y sobre Hegel, llega hasta Arendt,
que también gusta hablar de la novedad del concepto de revolución, por ejemplo, y
así se le va a cargar a la Revolución el sambenito de la Razón hegeliana, con la
que, ciertamente no tiene nada que ver. Los revolucionarios franceses tenían claro
que “el poder de la razón y no la fuerza de las armas, propagará los principios de
nuestra gloriosa revolución” (Robespierre). Un concepto de razón, pues, en las
antípodas del concepto de Razón didáctica. Por cierto, ahí encontramos la expresión
de Goytisolo “la fuerza de la razón”. A “los principios de la revolución”, libertad,
igualdad y fraternidad, nos referiremos más adelante.
Pero además de lo dicho, me voy a referir a otra cuestión para hacer ver que
nuestra “razón en política” es muy diferente a la “razón en la historia de Hegel”.
Este filósofo cristiano, del clan de los kantianos, fue el que dijo:
“La filosofía llega siempre demasiado tarde, es como el búho de Minerva que
eleva su vuelo al atardecer”.
(Es que la Razón en la historia no es la concreta de las personas sino, como
hemos dicho, el Espíritu). Quizá podemos encontrar en esta idea hegeliana una
pequeña verdad psicológica acerca del modo y el ritmo del pensar filosófico, de
largo alcance, de carrera de fondo, frente al pensar político, de tempo más rápido,
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al menos cuando ha de atenerse a la actualidad y la ocasión (kairós). Por lo demás,
esa concepción hegeliana tiene una serie de presupuestos muy problemáticos. Por
indicar algunos, está el concepto de la razón misma como reflexión, como pálido
reflejo, lo que también teoriza, de otro modo, Nietzsche, en vez de como potencia
y, por cierto, la más grande que tiene el ser humano; está también la tesis
historicista que pretende que no podemos aprender del pasado (tesis que parece
asumir también Arendt), en vez de la tesis racional de la historia magistra vitae;
también está, por supuesto, el concepto mismo de dialéctica.
Althusser decía que con el pensamiento hegeliano no cabe una política, lo
que deja muy claro el dicho sobre el búho de Minerva. Pero tampoco el de Marx da
mucho de sí para la política, pues, aparte del concepto de lucha de clases que la
niega rotundamente, el mencionado concepto de dialéctica no parece tampoco
cuadrar mucho con la ciencia de la polis.
La dialéctica no es crítica y revolucionaria12 ¡sino cristiana y burguesa!
(¡pobres niños de la escuela de Kant! Qué difícil es desprenderse de la cruz
aburguesada). No se piense sólo en el leninismo. También el triunfo de la cruz
gamada (las condiciones de su gestación y la insuficiente capacidad de resistencia a
dicho triunfo) viene de aquella fusión capitalista y cristiana, como explicamos en
otro lugar.
Ahora bien, la revolución francesa no fue del todo burguesa ni esencialmente
cristiana (otra cosa es su inconsecuencia a la hora de seguir sus propios principios.
Todo lo contrario, por cierto, y contra Arendt, que la “revolución” americana,
burguesa y cristiana, aún en su misma Ilustración (pues hay dos tipos de
iluminismo, el propio o filosófico, republicano, de Shaftesbury, Lessing o Rousseau aún con sus errores- y la cristiana y liberal de Locke, Kant o los Padres
fundadores).
Arendt sitúa la revolución bolchevique en la estela de la revolución francesa,
como su legítima heredera. No hubo apenas que extremar nada, la idea era la
misma. Ahora bien, si hay un concepto que nos pueda servir de pauta aquí es el de
razón. ¿Dijo Lenin alguna vez algo parecido a lo de Robespierre sobre la fuerza de
la razón más fuerte que la de las armas? ¿Podía incluso Marx decir algo así? A Marx
le separa de Robespierre la represión burguesa del XIX a la que no sobrevivió
filosóficamente. Esto significa que se deslizó de una a otra tradición, de la
Ilustrada-republicana a la judeocristiana, la de la negatividad (la Cruz), a la que
filosóficamente Hegel lo había llevado ya.
Y justamente la “revolución” americana se hizo bajo la férula judeocristiana,
muy hermanada con el capitalismo: pesimismo antropológico, negatividad,
competitividad, guerra, productivismo (esté o no al servicio de Dios), escisión
necesaria de la sociedad… Ahora bien, esto sí se puede leer en los títulos del texto
ideológico de Lenin.
Parece que Arendt se encuentra más a gusto con la tradición del Iluminismo
judeocristiano que en la del Iluminismo propiamente dicho, pero se confunde en la
interpretación de las revoluciones. La bolchevique se parece mucho más en esos
trazos negros a la americana que a la francesa, antes de su deriva violenta
impuesta por las circunstancias y su propia inconsciencia (inmadurez).
La dialéctica es el pensamiento cristiano. Dice Hegel:
12
Marx se dejó hechizar por la movilidad capitalista que creyó transportable a la política.
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“La muerte, si así queremos llamar a esa irrealidad, es lo más espantoso, y
el retener lo muerto lo que requiere una mayor fuerza […] la vida del
espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte […] sino la que sabe
afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando
es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento” (FE 24).
Hegel ha aprendido bien la lección de su maestro Pablo de Tarso. Ahí se
expresa la esencia misma del Cristianismo y su propuesta de vida, a saber, que
cada uno tome su cruz. La dialéctica, el pensamiento cristiano se instala en lo
negativo, al cual considera el verdadero motor; es la metafísica de la Cruz, lo
productivo es la violencia. De hecho, todo es, en el fondo, negatividad salvo el
postrer momento de la disolución en Dios, que en Hegel es el momento burgués y
en Marx, seguramente el comunismo (así lo sugiere su caracterización de mera
prehistoria a la historia precomunista). Tampoco se trata, para la filosofía originaria
(“metafísica” la llaman despectivamente sus enemigos), de lo contrario, de
convertir lo negativo en positivo, como parece pensarse en la doctrina del eterno
retorno, sino de distinguir la esencia, la naturaleza, el telos, y lo que no lo es, y
aquello, y solamente aquello es lo positivo y estable, lo que hemos de buscar, en lo
que hemos de reparar y lo que hemos de preservar. El poder más propio (la
potencia), no es de la falsedad sino de la verdad.
Por aquí va el concepto de revolución que se tiene desde el republicanismo y
la democracia, una restauración de la esencia política del ser humano, con el
principio de la razón como guía, y no el nihilismo de ser y no ser que propugna
Marx para su (falsa) revolución. Marx cree que este nihilismo le ayuda a combatir al
capitalismo, pero así, cristianamente, cava bajo los pies de la realidad del ser
humano. Ese negativismo respecto de la revolución lo expresa Marx diciendo que la
revolución debe extraer su fuerza del futuro y no del pasado (tesis también
compartida por Arendt). En cuanto a la política del Cristianismo, tal opción
negativista es más de fondo que otra que tiene de signo contrario, derivada de una
aplicación de su postulado de que Dios ya nos ha salvado y lo que queda es la
sumisión. La revolución (republicana, democrática) nada tiene que ver con el
creacionismo (que vimos en el texto citado de Hegel) ni con la violencia.
¿Las revoluciones se veían como inconscientes (Arendt SR 68), como
arrastradas por un torrente? ¿Hacia un futuro incierto? (SR 75). El componente
juvenil, inmaduro es incontestable, pero la actitud revolucionaria y sus condiciones
(prácticas y teóricas) en cuanto es republicana (y no es sólo mera rebeldía) es fruto
de una madurez política impresionante. Los conservadores pueden atribuirse a sí
mismos la madurez frente a la inmadurez revolucionaria -se ha sobrevalorado, en
general, lo juvenil al ser asociado a la revolución- pero un concepto republicano y
democrático de la política, cuenta con el aval de la razón, todo lo contrario que el
paternalismo (en el que lo ejerce y en el que lo padece) del monarquismo y el
aristocratismo.
La revolución no se encamina hacia un futuro incierto sino hacia una nueva
arquitectura proyectada sobre la sabiduría acumulada de épocas pasadas (ver SR
75). Tampoco tiene que ser necesariamente hija de la crisis (sólo el
revolucionarismo fundado en el amor irracional tiene su oportunidad sólo en las
crisis. La revolución republicana y democrática puede ser planteada en todo
momento.
Decimos: “El pueblo está mal y entonces se levanta”. Que “el pueblo está
mal” no significa necesariamente que pasa hambre, pero tampoco que lo que
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necesita es un sentido (esto viene del Cristianismo). Significa que se hace
consciente de la injusticia, al mismo tiempo que de su propio poder. Nietzsche,
como el Cristianismo, sustituye la justicia por el sentido (en la Genealogía de la
moral, al final del tercer tratado). El Cristianismo porque cree que la justicia está en
Dios y Nietzsche porque la atribuye sólo a los “fuertes” y aristocráticos.
Que el pueblo surgiera con la revolución francesa es la tesis de Kant y
Nietzsche (y por eso ambos critican que se le permitiera surgir) y que Arendt sigue
también (SR 79). Pero el pueblo no surge. Está ahí, ya siempre.
IX. Madurez e inmadurez políticas
La voluntad general, como hemos dicho, ha sido muy mal interpretada. En el
peor de los casos, no sería más que una Omnivoluntad, la de un individuo
universal, que es adonde la lleva Arendt (SR 101 ss.).
Lo que dice el republicanismo es que la voluntad de guiarse por la razón
(Spinoza) o la voluntad general (Rousseau) es la voluntad racional, pura y
simplemente. Ésta es el conjunto de las voluntades racionales particulares, no el
conjunto suma de todas, como advierte Rousseau (CS, II, 3)13, y que estas
voluntades particulares, cuando son irracionales, no pueden ser sino enemigas de
la voluntad general porque no son propias, es decir, que van en contra del mismo
individuo. Hemos dicho “propias” allí donde Rousseau dice: cada cual, obedeciendo
a la voluntad general, sólo se obedece a sí mismo.
La voluntad general no consiste, como, desde el punto de vista liberal,
interpreta Kant y, tras él, Habermas, en que todos dan a todos iguales libertades y
cada uno se obedece a sí mismo. Kant vuelve a separar lo que el concepto de
voluntad general une: la voluntad y el interés propios y el interés común. El mismo
Habermas, en otro momento de su obra, llega a decir que esa concepción es o
puede ser paternalista. En cualquier caso deja de identificar ese principio con la
soberanía popular, la cual rechaza como hacen los liberales y Arendt, o la diluye en
la “opinión pública política”.
En la definición de Kant no hay interés o bien común, es un pacto de
solitarios, de demonios, para no destruirse recíprocamente. Como lo es el Estado
liberal por encima de la sociedad civil, ese espacio capitalista de competitividad, de
lucha de todos contra todos, teorizado por Hobbes y Hegel. Para la filosofía
originaria (Aristóteles, Spinoza), como para cualquiera que no padezca el prejuicio
individualista antipolítico, la República no es un mero agregado o conglomerado de
individuos solitarios. No porque el todo esté por encima de los individuos, como la
razón universal hegeliana, sino porque el individuo es ya social/político, porque su
interés propio es el interés común.
“El acto por el que el pueblo mismo se constituye como Estado” no es el
pacto, como cree Kant (MC 145-146) (dejemos ahora aparte la cuestión de que
para él ese acto es supuesto, no real). El pacto, aunque necesario, no es suficiente.
No es originario. No es el fundamento. Éste es la interna, esencial, sociabilidad del
individuo humano, es decir, que en el ser propio está el ser común (el ser genérico
de Feuerbach), o que la razón individual es una razón común (y no al revés, como
interpreta Hegel, que la razón universal sea un individuo). Estamos ya siempre en
la sociedad, ésta no es instituida, construida como una segunda naturaleza, como
13
A. de Muralt malinterpreta a Rousseau atribuyéndole la voluntad ockhamista “del todo en tanto que es
puro y simplemente las partes (totum sunt partes)” (EFPM 169, n. 9).
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algo histórico. La sociedad es naturaleza primera. Cada individuo puede una serie
de cosas. La sociedad es la unión de todas esas potencias individuales, la soberanía
es esa unión de potencias individuales, tampoco es tan difícil de comprender.
Kant malinterpreta a Rousseau. Las palabras de éste sobre la renuncia a las
libertades para recobrarlas enseguida son utilizadas por Kant para su
monarquismo: las libertades son dadas por el rey14. Es éste el que, según Kant,
constituye al pueblo con el principio de iguales libertades para todos. Este principio
no es por sí mismo democrático, como interpreta Habermas. Para el republicanismo
las libertades las conquistan y defienden los mismos ciudadanos y Kant está
absolutamente en contra de esto. Habermas advierte que ese principio de iguales
libertades puede utilizarlo el paternalismo pero, desgraciadamente, no le hace
rectificar la fundamentación que hace del derecho a partir de dicho principio
kantiano.
La tergiversación que hace Kant de Rousseau puede pasarles desapercibida
a quienes, como Arendt o Habermas, escamotean el concepto de soberanía. Para
Rousseau ésta es inalienable. Para Kant está en el rey ya que la monarquía, el
régimen en donde la soberanía está en uno solo, es su régimen preferido.
La tesis de Rousseau es la de la madurez política, es decir, la conciencia de
que el interés común es el mío propio. (No se trata, como cree Arendt, de luchar
contra el interés particular como si el interés común estuviera fuera de cada uno)15.
La definición de virtud de Montesquieu es: “preferencia del interés público sobre el
interés de cada cual” (EL IV, 5). Habla de la virtud, no de un macropoder por
encima de los ciudadanos. Kant lee esa tesis desde su inmadurez política. La
persona que ha accedido a la racionalidad política dice: el interés de mi comunidad
es mi interés. Y se dispone activamente a defender y proteger ese interés común.
Eso es la virtud. (Por cierto, escandalosamente desaparecida -cuando no
combatida-, en el discurso de Arendt).En cambio, la persona inmadura
políticamente dice: necesitamos que alguien nos cuide y nos trate con libertad. A
este tipo de inmadurez consciente o teórica se la llama liberalismo.
Pero si Kant no puede, desde sus postulados, comprender la voluntad
general en la política y el derecho, ¿podría hacerlo en moral, con el imperativo
categórico? En el derecho estamos, según él, en el ámbito de lo externo pero en la
moral el individuo sí puede y debe abrazar el concepto de lo universal. ¿Iría, pues,
ligado a ello el concepto de bien común? ¿Habría, de algún modo, una relación
íntima entre la persona del imperativo como fin en sí misma y la voluntad general?
Kant mismo separa ambos planteamientos. Cuando el rey legisla tiene en la mente
el pacto social, iguales libertades para todos e independencia, no el imperativo
categórico. Seguramente él mismo creería que un político no podría dar un paso
guiándose por su famoso imperativo. En este sentido, la separación de la moral y el
derecho, por lo que lucha Habermas, está ya en Kant.
Pero consideremos nosotros el imperativo en relación con la voluntad
general. Volvamos entonces a preguntar: ¿Qué significa: “Obedeciendo a la
voluntad general uno no se obedece más que a sí mismo?
14
Kant utiliza el logro racional para los fines de su inseguridad y postula un rey que legisle como si fuera
la suya la voluntad general. Son las cosas que tiene el teorizar desde la ignorancia (en sentido griego).
15
Aquella tesis alarma sobremanera a Arendt, como a los liberales, que ve en ello un error gravísimo (SR
104): “Únicamente si cada hombre particular se rebela contra sí mismo en su particularidad, será capaz
de despertar en sí mismo su propio antagonista, la voluntad general”.
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Actuar universalmente no me garantiza la obediencia a mí mismo. Ya la propia
forma del imperativo o mandato lo está indicando. Obedezco a la universalidad
dando un salto, yendo “fuera” de mi particularidad. El yo se convierte en legislador,
impone (imaginariamente, claro) su ley a todos, diciendo lo que todos han de
hacer, o bien imagina un superyó universal que le dice lo que ha de hacer frente a
su propia individualidad: las dos tendencias cristianas, Poder y Sumisión, se
funden, pues, en el imperativo categórico. (Las mismas categorías, por cierto, que
funcionan en el eterno retorno).
Estamos en el terreno de una voluntad movida sólo por el deber y sin más
apoyo cognoscitivo que el cuadro universal vacío dado por una razón escuálida,
mera sombra o reflejo de lo que fue.
El “obedecerse a sí mismo” de la filosofía y el republicanismo es otra cosa.
Aquí reposamos directamente y de lleno en la experiencia de la razón. Esto quiere
decir que puedo avanzar en círculos cada vez más grandes -por ejemplo, amistad,
comunidad, humanidad, naturaleza- sin salir de mí mismo. Sin alienación y sin
salto. Pues yo soy amigo, ciudadano, humano, ser natural. Yo no tengo que “salir”
hacia el amigo porque éste es un “alter ego”, no tengo que “salir” hacia la
sociedad/comunidad política porque yo soy “un ser social por esencia”, y no un
solitario, no tengo que “salir” hacia la humanidad porque yo “soy humano y nada
de lo humano me es extraño”, no tengo que “salir” hacia la naturaleza “porque yo
siempre estoy en ella”. No tengo, pues, nada que suprimir en mí para ser amigo,
ciudadano, humano, ser natural. Por tanto, si puedo avanzar en círculos cada vez
más grandes es porque éstos me definen. A este hecho lo llamaban los griegos
telos. Así, por ejemplo, la voluntad general es el telos de todos los ciudadanos.
X. El telos de la República
La voluntad de guiarse por la razón o voluntad general es el telos de los
ciudadanos y de la República, uno de los primerísimos conceptos. Esa voluntad no
es sólo la expresión del cuerpo electoral en unos comicios. Podríamos decir que lo
es, especialmente, el voto que fue depositado pensando en que esa opción es la
mejor para el bien común, concepto fundamental en política y derecho, no una
mera noción eticista o culturalista, como cree Habermas (TMD, 8).
El que ha sido elegido no es ya por ello expresión de la voluntad general en
sentido propio, la cual no está lograda en parte alguna, pero está en la esencia de
todos y cada uno, en la medida en que la salvación de todos y cada uno está, no
siempre pero sí más pronto que tarde, en seguir el dictado de la razón. Pero
entonces, (1) ¿habría que quedarse en la mera razón formal o en la instrumental?,
(2) ¿cómo se puede obligar y ejercerse coacción?, (3) ¿habría que distinguir entre
el Estado fáctico y el ideal?
(1)La voluntad general significa derechos iguales para todos (CS 2,4 pág.
64),pero no sólo eso, como cree Kant, según hemos visto, sino también y sobre
todo lo es la virtud, allí donde se encuentre, sólo por la cual, mientras uno obedece
a la voluntad general se obedece a sí mismo. La razón de la virtud es la razón
propia y sustantiva, la misma esencia del ser humano.
(2)Desde el punto de vista de los derechos iguales, es decir, de la ley, en
relación a la soberanía como poder impropio o irracional, al que también nos hemos
referido, puede y debe haber coacción contra quien no respete esos derechos
establecidos; desde el punto de vista de la virtud la coacción cede el puesto a la
voluntad propia y la educación para la misma. Kant, Habermas y los liberales se
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han quedado sólo en el primero, el de la ley, que es derivado respecto del segundo,
el de la virtud o el de la soberanía propiamente dicha. La libertad va ligada, en
Kant, esencialmente a la coacción. También en Habermas, que asume (en FV) el
concepto kantiano de forma jurídica (libertad + coacción + exterioridad) y también
Arendt (SR 262-4) Exterioridad y dependencia son también categorías
fundamentales. La virtud cívica no aparece por ningún lado.
Montesquieu se habría asombrado mucho si a esta concepción se la
pretendiese hacer pasar por democrática (como hace por ejemplo Habermas),
porque la virtud es imprescindible en la democracia, medio prescindible en la
aristocracia y prescindible sólo en la monarquía16. Como Kant es monárquico se
entiende que prescinda en derecho y política de la virtud pero ¿Habermas? La
coacción como principio es propia del despotismo. Es el temor según Montesquieu
(III, 9)17.
(3) Rousseau diría que estamos aquí tratando de la soberanía, no de la
magistratura (CS II, 4, 64). Según la interpretación que proponemos, la voluntad
general se enmarca en la concepción teleo-lógica, no siendo, por tanto, más que
voluntad racional, aunque a efectos prácticos -pero no por esencia- quede reducida
al ámbito de lo general y nunca puede decidir acerca de lo particular, como dice
Rousseau. De este modo, preserva su veracidad. Pero ello no es así por esencia,
pues cualquier acción particular sobre un particular puede ser voluntad general si
concuerda con el telos de la República (y de uno mismo), si atiende al bien común.
Contra el empirismo, la unidad y la universalidad pueden darse en la
realidad; ahora bien, contra el idealismo, no se dan en colectivos singulares, sino
en los individuos. En cuanto al ideal kantiano, éste se erige sobre la negación del
concepto de telos de la filosofía originaria, llevada a cabo por el movimiento antirazón y anti-naturaleza.
Desde el punto de vista de la voluntad general la diferencia problemática no
está entre la voluntad particular y la general, si es que obedeciendo a la general no
obedezco sino a mí mismo. El secreto, por así decirlo, del republicanismo y de la
democracia es que la voluntad general se hace radicar en todos y cada uno de los
individuos. Esta reconciliación entre lo universal y lo particular no es la idea de Dios
ni del Estado sino la de cualquier ser racional que ha superado el estado inmaduro
durante el que ha enfrentado su “interés” al interés de la ciudad o de la sociedad.
Por eso dice Montesquieu que el principio de la democracia es la virtud y que la
educación le es esencial18. De ahí el reconocimiento que hace Spinoza del
ignorante, no en tanto que ignorante, como parece creer Antonio Negri, sino en
tanto que ser racional que puede llegar a serlo.
La filosofía originaria llegó a comprender el fundamento de ese
reconocimiento. El racional y el ignorante tienen la misma naturaleza (aunque
diferente condición). (El antinaturalismo, del que participa, lleva a Arendt a sustituir
el concepto de naturaleza humana por el de condición humana). La diferencia entre
ambos está, como dice Spinoza, en que lo que en uno son pasiones en el otro son
16
(EL III, 1-5). Y es fundamental no sólo para la acción política sino para el mismo concepto de justicia,
de la pena, de la educación, etc.
17
Según los conceptos de Montesquieu, la doctrina de Kant oscilaría entre el monarquismo y el
despotismo.
18
La concepción negativa del ser humano niega esta esencialidad.
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acciones. En esto radica el problema de la república, en la ignorancia, en la
contradicción en la que está sumido el ignorante entre su interés propio y su interés
común. Problema perfectamente planteado por Rousseau y tan aviesamente
comprendido por Arendt.
La voluntad general, es decir, el interés general, es algo objetivo, es, de
hecho, la voluntad de aquél que asume como propio el bien común (en este sentido
decimos que es racional porque ha superado el irracional enfrentamiento entre el
interés propio y el común dentro de la misma persona)) y es, también, la llamada
que la República hace a todos al otorgarles el título de ciudadanos: “sé el ciudadano
virtuoso que llevas dentro que busca ser feliz”.
XI. La voluntad general es un todo pero no es totalitaria
Así que la voluntad general no está fuera de los individuos sino que es la
razón común (o el interés propio común) de cada individuo. La otra concepción, la
liberal (por la que, en este aspecto, se orienta Arendt en Sobre la revolución -en
otros, en cambio, da una impresionante lección de republicanismo-) es la de los
intereses contrapuestos, inarmónicos en sí (la república de los demonios de Kant,
por ejemplo) que llegan a un pacto. Estamos en la doctrina de la voluntad y el
poder (frente a la razón) de orientación cristiana. Los autores comprometidos con
esta posición (Arendt en la obra mentada, o Habermas) creen que es más libre y
que, la otra, la de la voluntad general, es totalitaria, porque el reconocimiento de la
falta originaria de unidad impide caer en los terribles peligros que implica, según
ellos, el postulado de la razón sustantiva. Habermas, por ejemplo, confunde
continuamente el pluralismo político con el pluralismo de la razón, sin atender al
logro cartesiano de la unidad de la razón. Cae entonces en lo que pretende
combatir, los particularismos religiosos, cultivados o metafísicos. Cuando entonces
pretende el acuerdo o el consenso llega demasiado tarde puesto que éstos
presuponen el medio de la razón una y la misma en todas las personas.
En efecto, para que haya debate se requiere que el medio sea la razón, no
las voluntades contrapuestas (o, incluso, las buenas voluntades), o el lenguaje, o
cualquier otra cosa. Y no se debe creer que con la razón estamos ante postulados
(esto será así en Kant) y con el lenguaje o la voluntad (es decir, el afirmar o negar,
lo que hay en última instancia, según el Habermas de FV) estamos ante realidades,
nuestras realidades. No.El lenguaje es indeterminado respecto del interés apropiado
o no apropiado, y la voluntad se divide en irracional y racional, siendo esta última
idéntica a la razón. Por tanto, ni el lenguaje, ni la voluntad -ni, en realidad, ninguna
otra instancia- puede arrogarse un lugar más privilegiado que el de la razón.
El planteamiento habermasiano es refutado por los casos de Trasímaco y los
sofistas, de Nietzsche, del fascismo y el comunismo marxista-leninista, de la
práctica habitual de la “democracia liberal” y de la fe religiosa. Los suyos son
discursos que no buscan el entendimiento sino vencer al contrario, hacer moralismo
o reafirmar su fe. Sólo con una condición es admisible la tesis habermasiana, justo
la que rechaza desde el principio, a saber, el postulado de la razón misma. De
hecho, en FV llega a hablar del telos del lenguaje, cosa que su pensamiento
“postmetafísico” no puede justificar de ninguna manera y que supone, por tanto, el
triunfo de la razón (sustantiva) en el mismo discurso que pretende negarla
Para los habermasianos no puede, en realidad, haber verdadero debate,
porque falta el medio de la razón, en cambio, para la filosofía originaria, el debate
se da incluso en la meditación solitaria (Platón). De la cual, por otra parte, hay una
experiencia, la experiencia de la razón, hasta tal punto firme y segura que las
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soluciones dadas por la voluntad o el lenguaje terminan apoyándose en ella, en la
experiencia de la razón. Al final el pacto entre voluntades contrapuestas es para
poder sobrevivir o el consenso es para poder entenderse. Ahora bien, este “para”
no está ni viene dado por la voluntad (que también puede ser voluntad del
exterminio o de autodestrucción) ni por el lenguaje (que puede servir para el
engaño, como ya demostraron los sofistas). Este “para” define, en cambio, a la
propia razón. Es el “para vivir y vivir bien” de la filosofía. La razón es la experiencia
de la que se extrae la distinción entre intereses adecuados e inadecuados.
Y como la “razón común” (Heráclito) es y sólo puede ser individual, y el
interés común sólo puede surgir individualmente, a partir del interés propio, la
voluntad general es lo más alejado que hay del totalitarismo y el autoritarismo. Es
uno mismo el que cuando vota -o efectúa cualquier otra acción política- en el
sentido del bien común, es decir, racionalmente, vota pensando en sí mismo, en su
interés social/político.
Ésta es la grandeza de la democracia, el régimen más elevado de todos no
sólo ética y política sino también teóricamente. Cuando Spinoza dijo que era “el
régimen absoluto” no le movió a ello la compasión, como cree Arendt de los
demócratas revolucionarios franceses (SR 93ss), pseudovirtud que rechazaba,
tampoco su verdadera filantropía, la cual pudo en cierto modo expresarse también
en sus análisis sobre la monarquía y la aristocracia, sino por razones puramente
teóricas, como las que aquí estamos exponiendo y que no pueden ser seguidas ni
por los monárquicos, ni por los aristócratas (para el aristocratismo de Arendt, cf.
SR 381ss) ni por los liberales, ni por los marxistas, ni por los deliberativistas, es
decir, por todos aquellos que no son plenamente demócratas. El supuesto de la
democracia está más cerca del “pueblo de dioses” de Rousseau19 que del “pueblo
de demonios” de Kant, es decir, más con “el hombre es un dios para el hombre” de
Feuerbach, que con “el hombre es un lobo para el hombre” de Hobbes. Con
Feuerbach están los filósofos, con Hobbes, los cristianos ( y los cristianos
“anónimos”).
La soberanía reside en el individuo. El republicano puro y el demócrata puro
es el anarquista. El telos de la República es la anarquía racional de ciudadanos
autárquicos.
No todo el mundo es racional, ni mucho menos (aunque la verdadera
dimensión o extensión de la razón pasa desapercibida por pura naturalidad), pero el
principio de la República es la voluntad de guiarse por la razón, el principio de la
madurez personal, la virtud. La República le dice al ciudadano: “Tal vez
(seguramente) no eres aún realmente libre, pero yo te voy a tratar como tal,
porque puedes serlo y porque yo sólo puedo vivir dignamente si tú eres libre”. Todo
lo contrario que en Kant: Todos somos ya libres para poder ser juzgados y
castigados y la República sólo puede vivir si se la define desde la coacción. La tesis
del pueblo de demonios destruye el principio de la sabiduría y lo sustituye por el de
la ignorancia inteligente: “Obedezcamos a éste a cambio de que nos controle la
agresividad y nos dé la libertad que este control permita”. Es la concepción liberal.
Kant abole el concepto de virtud. Llama virtud a una “capacidad de resistencia” que
tiene que ver más bien con lo contrario de la virtud, es decir, con el poder. La
virtud no es lucha. El que está a la brega con las tentaciones no es virtuoso. Los
griegos (desde Heráclito) pensaron la lucha no como virtuosa sino como camino
hacia la virtud: es lo que hace a unos libres y a otros esclavos. Pero la virtud
19
“Si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente” (CS III, 4).
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misma es hábito feliz, no la tortura de la escisión que se expresa en Pablo de Tarso
(7 Rom 14ss).
XII. Soberanía y democracia, voluntad popular y leyes
Es necesario, se dice, limitar la voluntad popular. Pero en un conflicto real,
como el de las naciones sin Estado contra el Estado al que pertenecen, esta
propuesta es tramposa porque las leyes (la Constitución) son las leyes del Estado
correspondiente, o como el conflicto clásico de la lucha entre fuerzas
revolucionarias y conservadoras donde lo que no se respeta no es la legalidad
(como dice Arendt de los jacobinos) sino la posición contraria y la legalidad que le
corresponde.
Las leyes son derivadas, son un producto, y no sirven de criterio cuando se
está hablando de lo originario, de la fuente de producción.
Hablar de derechos y libertades fundamentales tampoco aclara nada porque
o bien estamos en los derechos y leyes recogidos en la Constitución, y entonces
estamos en el caso anterior, o bien salimos de este planteamiento y abocamos de
lleno a la razón, precisamente al terreno del que huyen los que pretenden limitar la
voluntad popular.
En vez de en términos de voluntad popular y leyes, el problema ha de ser
planteado a partir de la relación entre República (soberanía de los ciudadanos) y
democracia.
El error de los revolucionarios franceses no radicó en el postulado de la
soberanía sino, al contrario, en no ser consecuentes con él. Decían ser
verdaderamente republicanos pero enfrentaron la democracia a la república. La
república sólo realiza su concepto en la democracia (por eso el régimen
democrático
es
el
régimen
absoluto
-Spinoza-) pues que la voluntad general sea representada y definida a priori por
uno o varios es despotismo ilustrado o paternalismo (en el monarquismo y el
aristocratismo no cabe el concepto de ciudadanía que exige el republicanismo),
aunque no contradictorio, pues como hemos dicho, siempre una voluntad particular
puede identificarse con la general y, de hecho, éste es el caso que siempre ha de
procurar la república, que el mayor número de ciudadanos sientan el interés
general como propio. Pero también la democracia sólo realiza su concepto en la
República, es decir, respetando a todos los ciudadanos. Es, pues, la voluntad
general la que salva a la democracia.
Enfrentar la democracia a la República sólo puede llevar a la guerra civil y
ésta hubo, desdichadamente, de ser teorizada (¡y de qué manera!) ¡como motor y
sentido de la Historia universal! misión nada difícil de llevar a cabo, desde luego, si
se viene de Kant. En efecto, la “lucha de clases” es la adaptación al s. XIX del
concepto de insociable sociabilidad.
Sin embargo, los griegos habían pasado por esta experiencia y Aristóteles
había advertido contra este falso democratismo antirrepublicano y antiamistoso; no
puede haber República sin amistad entre los ciudadanos, vino a decir el Filósofo.
Pero esta experiencia no fue retenida suficientemente. ¿Quién advirtió en la época
de la revolución que la democracia no puede enfrentarse a la república, que ha de
contar con todos y que el motor es la amistad y que “quien responde al odio con
odio vive miserablemente” (Spinoza)? Entre los republicanos franceses hay que
hablar, sin embargo, a este respecto de inconsecuencia, de debilidad de la potencia
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racional pero no de olvido, puesto que preconizaban la virtud y la fraternidad. Por el
contrario, en nuestros días la amnesia no parece tener límites.
La república sólo realiza su concepto en la democracia. Al poder y la libertad
están llamados todos los ciudadanos. Y para que efectivamente esto sea así el
poder ha de ser racional, potencia de la razón; aquél que no se oriente por la razón
no tiene nada que ver con la voluntad general. Pero contra la soberanía se atenta
cuando una parte se impone a la otra y para ello da igual que esa parte sea
pequeña (despotismo) o grande, y es en este último caso cuando la “democracia”
va contra la república. Se tergiversa todo y se da la impresión de búsqueda de un
interés ideológico cuando se habla de “exceso de democracia” porque la democracia
no puede tener exceso, al contrario, la potencia plena de la República tiene como
condición la democracia total. El error no estaría en el exceso de democracia, en
que ésta no sea limitada, sino en que la democracia sea antirrepublicana.
XIII. Soberanía y moral
Si la clave de la soberanía propiamente tal (la racional) es la mismidad de
interés propio e interés común, la autarquía, la libertad (no el libre albedrío sino la
“libre necesidad”), la virtud, etc., entonces derecho/política y moral no deben ser
separados, como hace Habermas, pues separándolos se está privando a la política y
al derecho de su telos y de su vanguardia, por así decirlo, los virtuosos. Arendt dice
tranquilamente que los buenos no tienen nada que hacer en política (CH 204).
Por supuesto, contra las apariencias, esta separación está ya auspiciada por
Kant, como hemos dicho, no sólo porque propugna un moralismo (Fiat iustitia
pereat mundus) imposible para el derecho y la moral sino porque establece el libre
arbitrio, la coacción y la exterioridad como la base del derecho (en lo que le sigue
Habermas en FV).
XIV. Soberanía y violencia
La corrupción de la democracia, al menos en las revoluciones modernas, no
consiste en el exceso de democracia, en que el pueblo quiere demasiado
protagonismo en vez de delegar en sus representantes (ya Montesquieu lo
planteaba así: la corrupción de la democracia consistía en que el pueblo no
respetase al senado, a los magistrados y a los jueces -EL VIII, 2-), no consiste en
la falta de respeto por la ley y las instituciones en general sino en la falta de
respeto por la ley y las instituciones que propugna el oponente; no consiste en que
no se respete la distancia entre el pueblo y sus representantes sino en que no se
respete la soberanía que está en todos, también en los que no creen en la
soberanía, en los que son enemigos de la soberanía popular y quieren destruirla.
Del mismo modo que hay que luchar por la libertad de expresión de nuestros
adversarios políticos, incluso de los que estén en contra de dicha libertad, para
preservar la nuestra propia, así debe también el republicano revolucionario respetar
al contrarrevolucionario. ¿Cómo salir de este círculo? Quiero hacer prevalecer la
soberanía popular, es decir, la voluntad general y para ello debo de luchar contra
una parte de ella que se opone a tal pretensión, con lo que propicio la guerra civil,
que es justo lo antitético de la preservación de la voluntad general. Para no
contradecirme he de abrazar la política de la no-vilencia.
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La violencia, entonces, es la máxima corrupción, no motor, como creía Kant,
ni redentora, como cree Benjamin, por ejemplo; (ambas creencias vienen del
judeocristianismo). Pero si un revolucionario que lo es por su profunda convicción
del republicanismo o de la democracia se diese cuenta de que lo que está haciendo
es absolutamente antirrepublicano y antidemócrata, ¿seguiría haciéndolo? Tal vez a
partir de la respuesta a esta pregunta pueda volver a pensarse en la ignorancia -y
en el amor irracional, que es una expresión de ella- como causa del “mal”, frente al
kantiano (judeocristiano) mal radical.
XV. Soberanía y fraternidad
La soberanía es la voluntad general. Hemos dicho que una mayoría de votos
no puede expresarla completamente. Podemos decir que la soberanía tiene que ver
con esa mayoría pero no sólo con eso. Tenemos procedimientos más o menos
eficaces pero la cosa no puede agotarse en el procedimiento, como cree Habermas.
¿Y qué es ese algo más? ¿Cómo llegamos a esa totalidad que es el pueblo o la
voluntad general? Aquí la respuesta escéptica es puro y simple antipoliticismo. No
se puede decir que no existe ese pueblo ni esa voluntad general porque eso es
negar la existencia de la República20. Ni se puede sustituir esa realidad por el
diálogo interminable, porque entonces la república reposaría en un limbo de
idealidad. Como diría Aristóteles, la serie no puede quedar indeterminada porque
entonces se desvanece. No se niega la realidad de lo que está en potencia, se niega
que todo esté en potencia porque en tal caso jamás se llegará a lo que es en acto.
Así, pues, la soberanía está firmemente asentada en la tierra y el modo
como lo esté puede tener graves consecuencias para todos.
La República existe en acto, y está constituida por el conjunto de los
ciudadanos. La voluntad racional es el interés racional. La pregunta entonces es
¿Existe este interés general racional?
La respuesta a esta pregunta no está en un acto de fe racionalista. Hay
abundantes signos del mismo que nos llevan a ella. Frente a los que piensan que
esa voluntad general es un principio del totalitarismo o que lleva o que puede llevar
a él (los liberales, incluso Arendt, Habermas), podemos añadir ahora que, muy al
contrario, los que han negado el interés general común han sido -aparte de estos
últimos que hemos mencionado- precisamente los totalitarismos. Es más, se puede
definir al totalitarismo, al contrario de lo que se cree, como una doctrina que no
acepta y que rechaza el todo, que sólo admite una parte a la cual ve en posición
antagónica e irreconciliable con otra parte que pretende ni más ni menos que
destruir. ¡Menos mal que postula el todo! Frente al totalitarismo y las concepciones
que rechazan la totalidad política, el interés o la voluntad general, el republicanismo
parte del todo como de su primer postulado. La cuestión se cifra en el concepto de
politeia, acuñado por la filosofía, concepto grande entre los grandes, en la misma
estela que ón, phýsis, lógos, télos, etc. De este concepto de totalidad se deduce la
amistad cívica. Todo postulado de enemistad, del tipo que sea, es antirrepublicano.
Hay un interés común (o bien común) objetivo (por ejemplo, que haya paz
en la comunidad y seguridad y solidaridad ante males colectivos, que el nivel de
salud y educación públicos sea aceptable, etc.) y como tal aflora aquí y allá en
diversos aspectos que a veces resaltan, por ejemplo, cuando entran en crisis,
pudiendo entonces revelarse subjetivamente. Los dos conceptos -objetivo y
20
Dice Arendt que los estadounidenses se dejaron de soberanía y se pusieron a discutir y a pactar, sin
advertir que eso ya presuponía la soberanía.
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subjetivo- del interés común se funden en el de voluntad o interés racional. En la
medida en que obro racionalmente estoy en la voluntad general. La soberanía
siempre está ahí objetivamente -y su peso se hace sentir por ejemplo con el apoyo
que recibe aquel que aparece defendiendo el bien común (esto no se podría dar si
sólo hubiese intereses particulares)- pero es la participación y la vida políticamente
activa de los ciudadanos la que la revela; y la revela más cuanto más intensa sea
esa actividad política. Podemos llamar revolucionaria a esta vida intensamente
activa. Para que, sin embargo, no entre en contradicción consigo misma
(convirtiéndose en antipolítica) se requiere que esa acción sea virtuosa, fraterna y
no violenta. (Ninguna de estas tres características es asumida por Arendt. Ya nos
hemos referido a la virtud. Sobre la fraternidad y la violencia, cf. SR 23 y 287).
Virtuosa, fraterna y no violenta, la acción puede apuntar al todo, al bien
común, en suma, a la voluntad general sin los peligros clásicos que implica el solo
reclamo, inconsecuente, de ella, sin tener que abandonarla por esos peligros, sin
seguir prorrogando sine die el grado de alienación política que aún padecemos.
Pero hablar de voluntad o interés general como voluntad racional, y de
virtud y de no-violencia y de fraternidad supone un concepto de razón sustantiva y
nada instrumental o procedimental. Se trata de recuperar a la filosofía y no
rechazar, como hace Habermas, a toda su historia, y, con ella, la experiencia de la
razón.
¿Qué pasa con la fraternidad? ¿Por qué del eslogan de la revolución francesa
“libertad, igualdad, fraternidad” fue descolgada esta última? Evidentemente, si la
burguesía se apropió de la revolución, y se dispuso a imponer el mercado
capitalista, y lo logró, la fraternidad poco tenía que hacer. La fraternidad le pone los
pelos de punta a la burguesía.
Lo mismo hay que decir del Cristianismo, el cual desprecia el amor real,
puramente humano, desplazándolo -destruyéndolo- por un concepto de amor como
tomar la cruz. “Tomar la cruz” es posible con el mercado capitalista y el Estado
burgués, no en una sociedad donde imperase la fraternidad (o amistad)
republicana. Kant, el representante de esa nefasta alianza de la burguesía y el
cristianismo quitó la fraternidad y puso “independencia”, justo un concepto
contrario. Pero si quitas la fraternidad los otros dos términos cambian de significado
pues libertad = igualdad = fraternidad21.
Poder y potencia en el individuo pueden llamarse también libre albedrío y
libre necesidad (o libertad racional) respectivamente, los dos conceptos básicos de
libertad. No es que uno sea falso y el otro verdadero. Ambos responden a
realidades distintas, uno, a la realidad humana no madurada, irracional, de un yo
disperso y, por ello, tanto puede ser sumiso como autoafirmativo22, el otro, a la
realidad humana madurada, racional. Uno necesita límites (coacción), premios y
castigos, el otro ama y cuida de su Ciudad, no necesita ser reprimido, y la
recompensa está en su virtud.
21
“la libertad, dice Bakunin, no es la negación de la solidaridad; al contrario, representa el desarrollo y,
por así decirlo, la humanización de ésta” (EFP, II, 117).
22
Las figuras nietzscheanas, la del “yo debo” y la del “yo quiero” rebelde son cristianas (con la diferencia
de que en Nietzsche el orden de sucesión es inverso), y también la tercera, síntesis de ambas, la fusión
en Dios o el eterno retorno.
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Kant y Habermas parten en su teoría del derecho de la libertad/coacción, el
republicanismo (Aristóteles, Spinoza, Schaftesbury) de la libertad/virtud. La
libertad/ coacción necesita siempre un poder superior que la limite. De ahí el Estado
coactivo, bien nacional, bien supranacional, de la propuesta kantiana. La voluntad
de poder nietzscheana es el mismo concepto de poder desvinculado o separado.
Así, pues, la libertad de la triada republicana, la que se identifica con la
igualdad y la fraternidad, es la libertad madura o racional o la potencia propia
humana. Allí donde se manejan los conceptos de libre albedrío o de poder, en el
sentido que aquí le hemos dado, no tienen nada que hacer la igualdad real (no
meramente formal) ni, menos aún, la fraternidad.
Es más, el concepto judeocristiano de libre albedrío, un poder irracional,
establece la enemistad radical entre libertad y fraternidad. Por eso este
pensamiento hunde el origen de la fraternidad en el crimen, en la negatividad. Y
Arendt asume esto:
“La importancia que tiene el problema del origen para el fenómeno de la
revolución está fuera de duda” (pero ya hemos dicho que la revolución no es
comienzo de cero, tiene más que ver con la rinovazione maquiavélica -SR 47-).
“Que
tal
origen
-continúa Arendt- debe estar estrechamente relacionado con la violencia parece
atestiguarlo el comienzo legendario de nuestra historia según la concibieron la
Biblia y la Antigüedad Clásica: Caín mató a Abel, y Rómulo mató a Remo” (SR 23).
Sin embargo, la historia de Rómulo y Remo, el hecho de la violencia en la
Antigüedad, no le ayuda mucho a Arendt a mantener la tesis de que la Antigüedad,
Grecia y Roma, pensó el origen o fundamento de la fraternidad en la violencia,
porque acontece justo al contrario, es decir, la fraternidad se funda en la razón, en
la razón de quien la postula y en la razón de la persona a la que se le indica la
fraternidad como su bien propio.
Ahora bien, hay que distinguir entre amor racional y amor irracional (es
decir, el amor adolescente, el romántico, etc.). En cuanto don del encuentro,
ambos son lo mismo sólo que el primero se da en una persona madura o racional y
el otro en una persona inmadura. La fraternidad republicana es amor racional (y así
entiendo la definición que da Montesquieu de virtud cívica: “La virtud es el amor a
la república” -EL V, 2-), mientras que, por ejemplo, un “amor a la patria” por
encima e incluso contra los ciudadanos, es amor irracional.
Este concepto de amor irracional lo consideramos muy importante. Explica el
amor cristiano y, en general, sirve de base para entender la violencia en las
historias humanas sin recurrir al mal radical o a la insociabilidad innata, en suma a
la dialéctica de la filosofía cristiana.
El amor y el odio son dos principios fundamentales, como ya enseñaban los
primeros filósofos. Por lo pronto, son las dos cualidades básicas de las relaciones. Y
la relación es esencial en los seres, aunque sea también, por supuesto, un
accidente. Cuando la filosofía dice que el ser humano es un animal político está
expresando esta esencialidad de la relación en el ser humano.
Pero si amor y odio son principios fundamentales, originarios, el amor (el
maduro; en los seres humanos el amor racional) es primero (Parménides). El odio
es la destrucción. El poder irracional se ve abocado al odio pero entonces entra en
contradicción consigo mismo porque el odio lo limita y empequeñece en lugar de
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expandirlo –lo que él dice que pretende es expandirse (lo mismo ocurre, a fortiori,
con el amor irracional)-.
El amor, entonces, es el gran tema de la política y, en este sentido, la
política de Spinoza no estaría sólo en los tratados sino también y sobre todo en la
Ethica allí donde no habla expresamente de derecho.
“El odio aumenta con el odio recíproco y puede, en cambio, ser destruido
con el amor” (III, 43).
“Quien quiere vengar las injurias con el odio recíproco, vive sin duda
míseramente; quien, por el contrario, intenta vencer el odio con el amor,
ese tal lucha alegre y seguro; resiste con la misma facilidad a muchos
hombres que a uno solo y no necesita en absoluto del auxilio de la fortuna.
Y, en cambio, aquellos a los que vence, ceden contentos, no por falta, sino
por aumento de fuerzas” (IV, 46, esc.).
El amor que ha sustituido al odio es mayor (como también es mayor el odio
que
............ha sustituido al amor) (III, 44).
Destaquemos tres ideas:
1, el amor es más fuerte; 2, su eficacia es superior; 3, el amor es activo.
Es praxis, acción que es fin en sí misma, no producción, en sentido griego
(al contrario que en Arendt). En efecto, a la luz de los textos de Spinoza podemos
introducir la distinción aristotélica praxis-poiesis para comprender la peculiaridad
del amor dentro del esquema espinosista pasión-acción. El amor no es pasión sino
acción, y ello porque es expresión del ser, no del movimiento hacia el ser. De ahí
que sea alegre. La distinción vida activa y vida reactiva y resentida alcanza
entonces una claridad conceptual de la que adolecen los textos nietzscheanos.
XVI. Insuficiencia del perdón y contra la esperanza
Arendt, al final del capítulo sobre la acción de su obra La condición humana,
propone dos principios básicos de la misma, el perdón y la esperanza, ambos
cristianos.
El principio del perdón la atribuye a Cristo (los griegos lo desconocían, según
ella), que dijo: “Si cuando vas a llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano
tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí y ve antes a reconciliarte con tu hermano”
(Mt 5, 24). Pero Arendt no está en lo cierto; los sabios griegos lo tenían claro:
“Declaró que, en el trato mutuo, obrarían más afortunadamente si jamás se erigían
en enemigos de sus amigos, y si se hacían lo más rápidamente posible amigos de
sus enemigos” (Pitágoras, primer discurso en Crotona)
Además, Jesús lo estropea cuando enseña el Padrenuestro: “Perdónanos
nuestros pecados así como nosotros perdonamos”. El perdón se destruye si pone la
reciprocidad como condición.
El perdón sirve para eliminar el resentimiento, pero los sabios griegos
accedían a esta problemática desde la autarquía, es decir, desde la razón. El
perdón del cristiano no elimina la culpa, al contrario, la refuerza al pretender con el
perdón no cargar él mismo con otra nueva. La autarquía no culpabiliza, porque ve
la causa de la injuria en la ignorancia.
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El perdón cristiano requiere de un Dios todopoderoso (Jesús se refiere al
perdón a la hora de rezar), es decir, funda la solución al resentimiento en la fe, en
lo irracional. Pero justamente ha sido la irracionalidad la causante del daño.
Si la causa es la maldad, el perdón es un punto y aparte. Y vuelta a
empezar. Si es la ignorancia entonces tengo un problema que he de resolver. La
solución estará en lo contrario de la ignorancia, por ejemplo, en el estudio de las
causas de la acción violenta o injusta, y en ellas quizá se encuentre mi propia
torpeza y la de nuestra sociedad, la del violento y la mía. Entonces tal vez el
violento me aparezca, a su vez, como víctima. El perdón pretende ir más allá de la
justicia, la razón hace justicia también al verdugo.
Evidentemente, pueden darse argumentos racionales a favor del perdón,
pero con esos mismos u otros de mayor peso (que prueban, por ejemplo, la
imposibilidad de la inculpación -cosa que el mismo Kant reconocía- se alcanza la
autarquía, que es más noble y más eficaz.
Pero el perdón, a falta de autarquía, es saludable e imprescindible. No se
puede decir lo mismo de la esperanza. Si la potencia humana es la razón, el
Cristianismo practica y enseña un atroz debilitamiento general, al reforzar la
ignorancia, a la que se tiene como modelo o ideal. El fin del Cristianismo es que
todos seamos niños, sumisos y sin conciencia de sí. La esperanza es una expresión
del ignorante, que cifra su salvación no en sí mismo sino en otro, la buena suerte,
el destino o la Providencia. Es el concepto de felicidad extrañada y pasiva.
La esperanza, lejos de ser como cree Arendt, un principio de acción, la
contradice. Porque la acción es ser, no movimiento (o paso del no ser al ser o
viceversa, del ser al no ser). La acción es ser, o expresión del ser, de algo que es
ya definitivo y plenamente ser. La acción es un fin en sí misma. Una acción virtuosa
(moral o política) no carece de plenitud porque no alcance su objetivo. De ahí, aún
en este caso, su carácter ejemplar, el que sea digna de imitación. Por eso, la acción
fundada en la esperanza no es acción propiamente dicha sino mero movimiento, el
cual es, como ya enseñaban los sabios griegos, la modalidad del ignorante
(Parménides). El Cristianismo pretende instalar a los seres en ella.
Si el ser humano es un ser político por naturaleza, el apoliticismo (en el que
se fundan y al que fomentan todos los regímenes que no sean
republicanos/democráticos) provoca un gran vacío de angustia y desamparo.
Entonces el ser humano está separado (Bakunin dice que la burguesía es una clase
separada). Ese gran vacío debe ser llenado, y este aspecto es mucho más decisivo
que el nietzscheano dar sentido al sufrimiento. El Cristianismo, nacido él mismo de
la crisis y la decadencia, rellena los huecos de las crisis y las decadencias. Pero lo
hace no efectivamente sino en el modo de la promesa, de la esperanza. Así, la
alternativa a la soledad y al resentimiento es el amor irracional, que es el camino
hacia el abismo de la cruz.
El pensamiento cristiano maleduca en la fe invirtiendo el orden de la razón.
Lo que es racional y, por tanto, inmutable en sentido griego (lo que es ser y no
movimiento), y necesario, como por ejemplo, la política o las condiciones de la
felicidad, él lo convierte en contingente, histórico, derivado, relativo, instrumental,
y al revés, lo que es irracional, lo que puede ser y no ser, y ser de mil maneras
diferentes, como, por ejemplo, la agresividad, la soledad, el desamparo, el miedo a
la muerte, etc., él lo convierte en el en sí de la realidad humana.
El Búho
Revista Electrónica de la Asociación Andaluza de Filosofía.
D. L: CA-834/97. - ISSN 1138-3569.
Publicado en www.elbuho.aafi.es
En conclusión, si el fundamento es la voluntad racional, la razón, una y la
misma en todos, el telos del individuo que es el mismo que el telos de la República,
entonces hay autarquía, ciudadanía activa, libertad/virtud, ley como organización
del pueblo, educación, bien común, fraternidad cívica… Si no, no.
Si no, lo que hay es ciudadanía pasiva -salvo en los intelectuales (Kant), o
en los pocos (Arendt), libertad/coacción (Kant, Arendt, Habermas), exteriorización
(Kant, Arendt, Habermas), separación o alienación política (Kant, Habermas),
competitividad, oposición, pacto (Kant, Arendt, Habermas), perdón (Arendt),
esperanza o fe o Providencia o Razón en la Historia (Kant, Hegel, Arendt,
Habermas).
XVII. El problema más grande del mundo
El mayor problema no es la crisis ecológica, ni la proliferación del
armamento atómico, ni la guerra de civilizaciones, ni la desestructuración política y
económica del tercer mundo, etc., sino el desprestigio y el desprecio de la razón.
BIBLIOGRAFÍA
-Agustín,
La ciudad de Dios, en OC, XVI, Madrid, 1988
- H. Arendt,
La condición humana, Barcelona, 1993
Sobre la Revolución, Madrid, 2004
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- Habermas,
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- B. Spinoza, Ética… Madrid, 2000
N.B. El tema de la soberanía aparece en Sobre la revolución en las siguientes
páginas de la edición de Alianza:
- pp. 100-106 (1ª mitad del apartado 2.3)
- p.207
- pp. 210-223 (4.2)
- pp. 251-267 (5.1)
- p. 268 (1ª pag. de 5.2)