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Editorial Biblos • Prensa
[email protected]
Las lógicas sociales de la indiferencia y la envidia
Contribución a una sociología de las dinámicas organizacionales
y de las formas de compromiso
Claude Giraud
Colección Pensamiento Social
ISBN 978-950-786-691-3
238 páginas
Entrevista al autor publicada en Clarín • Zona
Domingo, 11 de enero de 2009
Link: http://www.clarin.com/suplementos/zona/2009/01/11/z-01837380.htm
ENTREVISTA AL SOCIOLOGO
Claude Giraud: "La envidia no es negativa porque ayuda a compensar nuestra indiferencia"
¿Estar cerca de la gente, comprometerse o mantenerse a prudencial distancia? ¿Desear e imitar
conductas o armar las propias? En ese juego intermitente se define el destino de las democracias
modernas.
Por Claudio Martyniuk
Andar por una ciudad requiere una dosis elevada de indiferencia. De otro modo brindaríamos todo, nos
entregaríamos plenamente al primer chico de la calle que se nos cruce, a la primera constatación de
necesidad. O al menos daríamos algo nuestro siempre, una ayuda, una mano. Pero en la ciudad
aprendemos a seguir adelante, atravesando desamparos, humillaciones, dolencias, como si ellas no
tuvieran capacidad de afectarnos. Ambigua indiferencia: los perseguidos, los discriminados la anhelan. Y
nuestra conducta e imagen se amparan en el derecho a la indiferencia para que no nos molesten y
critiquen.
A su vez, cumplir una función requiere indiferencia. ¿Qué maestro podría darse a sus alumnos hasta
olvidarse de sí mismo? ¿Y qué médico soportaría sufrir con cada padecimiento de sus pacientes? ¿Acaso
un juez no necesita indiferencia hacia el imputado para poder comer, reír o dormir después de
sentenciar? La distancia que construye la indiferencia es perturbadora. Nos hace espectadores. Y todo,
desde el arte hasta la política, se percibe como un espectáculo. A pesar de ser nuestra más extendida
atmósfera, Claude Giraud constata que los sociólogos se ocuparon escasamente de la indiferencia.
Ante el espectáculo de la injusticia solemos estar dormidos. ¿Por qué no nos provoca escándalo?
Durante mucho tiempo, la indiferencia respecto de los otros era una forma de distinción; nuestra identidad
se construía sobre esa indiferencia respecto de los otros, de los que no pertenecían a nuestro grupo
social. Hoy la compasión se transformó en una norma, en una forma de justificación de las protestas y de
las maneras de vivir con los semejantes; nuestras sociedades son más multiculturales que antes. La
indiferencia respecto de los otros parece condenable, pero al mismo tiempo la racionalización de nuestras
sociedades provoca una creciente indiferencia. Los jueces no tienen compasión hacia las partes, los
maestros no tienen mucha compasión respecto de sus alumnos. Entonces, vivimos de manera
esquizofrénica, entre la indiferencia y la compasión. Prácticamente toda nuestra vida profesional
transcurre en la indiferencia. Y es una capacidad social. Y para el resto de las dimensiones, y de manera
puntual, somos compasivos y, por lo tanto, también protestamos. Pero la protesta es de corta duración,
como el compromiso.
En la protesta, ¿los intelectuales y los artistas cumplen una función especial? Ante la indiferencia, ¿el arte
es una forma de promover la compasión?
Sí. La figura del artista articula profesionalismo -y por lo tanto indiferencia- con compasión y emociones
múltiples. Hay una suerte de compasión de geometría variable. Los intelectuales movilizan los
sentimientos pero con una estrategia de visibilidad social.
Vamos a un museo y nuestros sentidos se abren a las obras de arte. Ya afuera nos encontramos con
chicos pobres, personas sin techo, y seguimos caminando como si nada. ¿Cómo se produce esta
escisión de nuestra sensibilidad?
El sociólogo alemán Norbert Elias señaló que el proceso civilizatorio es un despliegue de autocontrol.
Cuando me presento como un profesional, si comienzo a sentir emociones y a expresarlas muy
rápidamente, sería no confiable. Por el contrario, en otras áreas, o en otras relaciones, se pueden dejar
salir lágrimas para mostrar esa compasión, y esto resulta bien visto. Y eso permite advertir que uno no
está solamente en el registro de la razón. La racionalidad instrumental, de todos modos, es la dominante,
y ella explica la comisión de crímenes absolutos, como la Shoáh. La crítica de la razón instrumental
introduce una apreciación estética de las relaciones sociales.
¿Qué valor político tiene esa perspectiva estética?
El espectador y el actor se convirtieron en dos maneras de ser en el ámbito público. Hay hipocresía social
e intelectual al considerar a la gente, a los ciudadanos, a los individuos, como actores, ya que no son ni
espectadores ni actores plenamente. Es una dicotomía que no da cuenta de la realidad. Las tres cuartas
partes del tiempo la gente delega. Delega a los otros la manera de hacer las cosas. De alguna forma,
ellos saben de qué manera se van a hacer esas cosas. Pero, en un sentido, son todos como Poncio
Pilatos: se lavan las manos. Y esa delegación le transfiere la responsabilidad al otro y, al mismo tiempo,
descompromete. La sociología nos habló de nuestra capacidad de ser actores y ser espectadores era
considerado como lo negativo del actor. Pero hoy ya no es posible utilizar de manera homogénea la
categoría de actor para dar cuenta de las situaciones sociales.
¿Por qué delegamos las tres cuartas partes de nuestra vida a otros?
Porque la delegación permite en un momento ser actor, y en otro momento ser indiferente respecto de la
manera como las cosas ocurren.
¿La indiferencia sería un producto social, un efecto del funcionamiento de la sociedad?
La indiferencia fue muy poco analizada por los sociólogos. Es un tema olvidado. La cuestión es saber si la
indiferencia es una producción social o es una postura diría casi natural de los individuos. La indiferencia
puede ser vista como una capacidad social, fundada sobre competencias, una capacidad para poner
distancia respecto de informaciones que nos perturban. Pero si yo la defino como una capacidad más que
como una incapacidad, quiere decir que la considero como el producto de nuestras sociedades
contemporáneas. Y por eso es que esta capacidad se analiza en términos de una competencia. La
racionalización de nuestra sociedad, a partir de la Edad Media, es un proceso que apuntó a que los
individuos ocupen un lugar en la división del trabajo. Y la indiferencia es un elemento funcional.
¿Por qué?
Separa, deja de lado. En un sentido, en nuestras sociedades se les permite a los individuos ser
autónomos y no responsables, pudiendo adjudicar a las instituciones la responsabilidad de aquello que se
ha hecho. Entonces, yo soy responsable de mi vida, pero no soy responsable de mis actos, porque esos
corresponden a las instituciones a las que se les imputa, sea la escuela, la empresa, la policía, la justicia,
la televisión. Y eso es muy importante, porque permite, efectivamente, no soportar el peso de todos los
hechos. Por ejemplo, un comisario sabe que su acción de desalojar un inmueble va a dejar a gente en la
calle, pero él también sabe que no es responsable, ya que la institución justicia se lo ordena y él no hace
más que su trabajo. Pero esta lógica presenta una grave dificultad política, ya que esa obediencia fue
alegada por los nazis.
¿En las sociedades contemporáneas, y sobre todo en las ciudades, hay un derecho a la indiferencia?
Pienso en el derecho que puede tener, por ejemplo, una persona a no ser observada críticamente cuando
en la calle toma la mano o besa a su pareja del mismo sexo.
Ese es un excelente ejemplo, porque, en definitiva, la indiferencia es la que nos permite vivir juntos. Y eso
permite, de alguna manera, tener una distancia suficiente respecto de otros modos de vida. Y eso es uno
de los desafíos mayores dentro de las sociedades. Hay que recordar que durante la Revolución
Francesa, la indiferencia fue perseguida y no se tenía el derecho de ser indiferente respecto de la cosa
pública. Y en general, en los regímenes autoritarios, la indiferencia es imposible o se convierte en algo
difícil, porque la delación es la norma. Entonces, la indiferencia es la fuerza y la debilidad de la
democracia. Todo depende del objeto sobre el cual se aplique. Hay algunas indiferencias que son
condenables porque el objeto sobre el que se aplica exige de nuestra parte una reacción; y luego, hay
indiferencias que son benéficas, porque uno no mira cómo vive el vecino que no nos mira. Pero si yo veo
que golpean a alguien en la calle, la indiferencia me torna culpable.
¿Hay alguna conexión entre indiferencia y envidia?
La envidia me aproxima a los otros, porque pone a los otros bajo mi mirada, y yo me comparo con esos
otros. A menudo se analiza la envidia como algo detestable; la historia de nuestra formación católica
siempre se destacó por condenar la envidia, aunque no condenó la indiferencia, salvo la indiferencia
frente a Dios. Pero el problema es que la envidia es un elemento de comparación respecto al otro, es una
puesta en relación.
¿Qué efectos sociales produce la envidia? ¿Acaso pueden ser positivos?
La envidia es un movimiento que lleva a la democratización de las relaciones y a la igualación de los
estatus. La envidia no es negativa porque compensa la indiferencia. Cuando se analizan las
organizaciones y las instituciones, se encuentra en ellas un pedido contradictorio. Se les pide a sus
miembros, al mismo tiempo, que sean indiferentes a ciertas informaciones y propiedades, que hagan el
trabajo que corresponde, cumpliendo las reglas establecidas; y, al mismo tiempo, se les pide que se
comprometan totalmente de alguna forma, y en ese compromiso, y para ese compromiso, se crean
modelos de éxito social. Y esos modelos de éxito social son los que posibilitan el desarrollo de las formas
de envidia. Se generan así preferencias, comparaciones y deseos. Entonces, este proceso funciona un
poco como la figura del snob en la literatura de Marcel Proust, en la cual se ve muy bien que hay un
imitador y una persona a imitar. Pero no se desea el objeto de esa persona; se desea el deseo de aquel
al cual se imita. Entonces, en términos sociológicos, podría decirse que la envidia y la indiferencia son
correlativas.
Copyrigt Clarín, 2009.
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