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Cambio climático ¿quién es responsable?
María Luisa Pfeiffer
Está claro que el calentamiento global es un tema científico-técnico cuyas causas y
consecuencias los bioeticistas estamos obligados a conocer para poder llevar a cabo
cualquier reflexión: tenemos hoy entre nosotros varios expertos que nos darán datos,
antecedentes, perspectivas con total solvencia. Yo voy a centrarme en plantear las
responsabilidades morales que nos tocan a todos nosotros: expertos y no expertos. Para
ello la ética debe establecerse como marco fundamental, sin embargo nadie duda hoy de
que los mandatos éticos han perdido vigencia y que para recuperarla debemos acudir a
referentes que sean mirados con respeto por las poblaciones y que sostengan aquello
que la ética nos obliga a considerar: la responsabilidad, el respeto por los derechos, la
igualdad, la solidaridad en relación con todos los seres humanos y la tierra.
Por ello comenzaré haciendo referencia a la sorprendente encíclica papal: Laudato si.
Este concienzudo trabajo moral sobre la relación hombre-naturaleza obliga a creyentes
y no creyentes a detenerse a considerar que está en peligro el presente de la humanidad
tanto como su futuro y que todos por igual tienen la obligación, ya no hay opción sino
obligación, de emprender tareas políticas para enfrentar el cambio climático y todos los
demás fenómenos que afectan la vida del planeta que incluye la vida humana. Esto es lo
que la hace sorprendente, que empuja a la respuesta política y no meramente individual.
Es indudable que la encíclica ha sido escrita con el asesoramiento cercano de personas
que como Boff provienen del franciscanismo. No en vano el Papa ha adoptado el
nombre de Francisco. No voy a contar ahora la historia de Francisco, de San Francisco
digo, sino recordar que era un hombre rico e hijo único y que como tal fue criado con
todas las comodidades y facilidades que podían serle proporcionadas. Como en su
momento Buda, y muchos siglos después Ghandi y entre nosotros Romero, a pesar de
vivir rodeado de riqueza, honores y comodidad, Francisco, fue capaz de ver al otro, de
reconocerlo, de comprenderlo y ese fue el primer paso para su conversión. Y abrió los
ojos al sufrimiento que genera la pobreza, a la indignidad que provoca, al dolor del
miserable por carecer de presente y de futuro y su respuesta fue hacerse pobre,
compartir solidariamente, amorosamente, diría él, la vida de los más olvidados y exigir
de quienes querían acompañarlo que también vivieran de esa manera. Para Francisco no
era posible predicar la justicia sin vivir en igualdad, en solidaridad con el otro. ¿Qué fue
lo que hizo posible este giro? Él y los creyentes dirían que la gracia de Dios, nosotros
podríamos decir que fue el deseo de beneficiar a los que menos tienen, a los vulnerables
y vulnerados que nacía de la compasión y la simpatía por ellos, por un lado y sobre todo,
de su vocación ética que le obligaba a buscar la justicia por encima de todo.
Los bioeticistas y los eticistas parecen olvidar muchas veces a la justicia o sujetarla a
intereses o deseos, o simplemente declamarla vaciándola de contenido. La justicia, decía
Aristóteles es una virtud, la virtud fundamental, en consecuencia debe vivirse no
declamarse. Muchos hablan de justicia y repiten las conductas de los injustos, que no
proclaman la injusticia con palabras, no podrían hacer discursos a favor de la injusticia,
sino viviendo sin preocuparse por una distribución igualitaria de los bienes, un cuidado
responsable del ambiente o una defensa encendida de los derechos de las generaciones
futuras. Es preciso recuperar la justicia en bioética, pero no como un concepto vacío,
sino como actitud frente al dolor y el sufrimiento evitable de los otros: humanos y no
humanos. La justicia nos ha sido confiscada por la jurisprudencia, a tal punto que
cuando hablamos de ella imaginamos jueces, estrados y códigos y no relaciones
sustentadas sobre la igualdad y la solidaridad.
Para San Francisco la justicia, que él llamaba amor, era vivir en igualdad de condiciones
con los otros que eran pobres, era considerarlos sus hermanos y vivir en hermandad, que
es lo más parecido a la solidaridad, es decir vivir compartiendo la vida, un destino,
bienes y males. Pero no sólo era vivir en solidaridad con los humanos sino con toda la
tierra, con toda la creación. La luna y el sol eran sus hermanos, los animales eran sus
compañeros de vida, la tierra era su madre y la imagen de Dios.
La encíclica papal se denomina Laudato si (Loado seas) recordando el cántico de San
Francisco que dice “Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la
cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba”.
La tierra no sólo nos sustenta sino que nos gobierna y debemos comprender hasta qué
punto esto es así porque somos naturaleza, no podemos olvidar que como todo lo
existente estamos sometidos a las leyes que gobiernan la naturaleza y no podemos
cambiarlas, sólo eludirlas por un rato, manteniendo un delicado equilibrio cuando
transformamos algo.
Esto es lo que se ha olvidado al modificar violentamente el orden de la tierra, y nos lo
hace recordar el número de inundaciones, que se ha más que triplicado en todo el
planeta, el número de desastres naturales causados por tormentas que se ha más que
duplicado, lo mismo que los ciclones e incendios forestales. Se calcula que para el año
2050 los daños se multiplicarán por diez. Frente a esto responsabilizamos a la
naturaleza porque ha originado un cambio en el clima que ha alterado los sistemas
hidrológicos y con ellos los ecosistemas en general, ha modificado las áreas de
distribución geográfica de especies animales, así como sus actividades estacionales, sus
pautas migratorias y la abundancia e interacciones con otras especies. Todo esto más la
desertificación o anegamiento de grandes extensiones de tierra ha cambiado el
rendimiento de los cultivos, ha desorganizado la producción de alimentos y el
suministro de agua, ha provocado daños a la infraestructura y los asentamientos,
morbilidad y mortalidad debido a la alteración de la distribución de algunas
enfermedades transmitidas por el agua y vectores de enfermedades, y ha generado
consecuencias en general para la salud mental y el bienestar humano. Todos estos
fenómenos perturban al planeta como totalidad, no sólo al ámbito humano y por ello no
pueden verse por separado como si el clima no dependiera de los cultivos o estos no
dependieran del derretimiento de hielos eternos o estos no dependieran del aumento del
consumo. No puede enfrentarse lo que está pasando como si afectara sólo a ciertas
regiones: ¿Fukushima afecta sólo al Japón? Es preciso verlos operando unos sobre otros,
unos con otros, globalmente. Buscar sólo un remedio técnico a cada problema
ambiental que surja, ignorando su globalidad, es aislar fenómenos que están
entrelazados y esconder los verdaderos y más profundos problemas del sistema mundial.
¿Es esto una venganza de la naturaleza? ¿O es que la naturaleza nos castiga en búsqueda
de restablecer la justicia? La tierra no se defiende ni se venga del humano como muchos
afirman, se acomoda y también debe estar acomodando al humano y a otras formas de
vida, aunque al hombre le costarán muchos años o siglos de estudio descubrirlo. Los
tiempos de la naturaleza no son los del hombre y ella, con hombres o sin ellos, seguirá
viva.
Estos juicios acerca de los comportamientos de la naturaleza provienen de que seguimos
considerando que es un orden que nos es ajeno y lo seguimos estudiando como si no
perteneciéramos a él, pero sobre todo no lo consideramos como un hermano sino como
un extraño, un enemigo a veces, del que debemos defendernos y sobre todo como algo
que actúa con total independencia de nosotros, al que podemos manipular a voluntad sin
consecuencias. Consideramos al cambio climático como una reacción a nuestra agresión
y no como una necesidad de la naturaleza de la que formamos parte de asimilar nuestras
manipulaciones y abusos, y lo que buscamos sobre todo no es comprender, reparar,
convivir, sino dominar los efectos negativos del mismo con tecnología. Fue una
sorpresa para todos la decisión de los líderes del G7, en el mes de junio, de bajar la
emisión de carbono (uso intensivo de combustibles fósiles que hace al corazón del
sistema energético mundial), para mantener el calentamiento global por debajo del
límite de 2 ° C, pero mayor fue la sorpresa cuando ese propósito no implicó ningún
reconocimiento ético de que ello debería hacerse respetando la igualdad y la justicia
respecto de la vida de los hombres y la naturaleza, evitando el uso de unos y otra como
recursos, apoyando la convivencia respetuosa de ambos. Todo quedó reducido a un
cálculo de emisiones muchas veces falseado por los intereses de quienes lo hacen y a la
comercialización de las mismas.
Más aún, disminuir esas emisiones se ha convertido hoy en una oportunidad para hacer
negocios creando mercados para productos, tecnología y servicios que se producen con
bajas emisiones de carbono. Esto puede generar un incremento económico de
proporciones ya que estos mercados pueden crecer hasta valores de cientos de miles de
millones de euros y/o dólares por año. Esto significa alimentar el sistema de producción
y comercialización vigente dominado por el consumo, es decir seguir mejorando la vida
de algunos gracias a la explotación de muchos otros.
Si hay algo que la ética, la bioética, exige pensar antes que la creación de tecnologías
para reducir las emisiones de carbono es en la justicia. Desde la exigencia de justicia las
primeras cuestiones a plantear son la de la propiedad de la tierra, el agua y los cuerpos
vivos: animales, vegetales y sobre todo humanos. La convicción de que podemos ser
dueños de algo es lo que propicia el consumo, la acumulación de dinero y bienes de
todo tipo, y sobre todo la avaricia y la codicia que atraviesan todas las relaciones
económicas. ¿De qué somos dueños si nuestra vida pende de un delgado hilo? El
cambio climático es una consecuencia, son las causas las que debemos identificar y
desde la ética, la principal, son las relaciones injustas, desiguales, avasalladoras que
violan, sobre todo, el derecho a la vida.