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LA INTEGRACION DEL SABER
NECESIDAD ANTROPOLOGICA Y POSIBILIDAD METAFISICA
Julio Raúl Méndez*
1.- Unidad y pluralidad desde la historia. El nombre "universitas", que significa
"totalidad", fue tomado originalmente en el siglo XIII en su sentido corporativo. Se trata de
la totalidad de los que se dedican a un oficio: en este caso el oficio del estudio o del saber.
Así como la “universitas fabrorum”, la “universitas argentarium” o la “universitas
carpentarium”, así la “universitas magistrorum et scholarium”.
De esta totalidad de las personas se sigue la totalidad del saber: porque están
nucleados en el mismo seno (gremium) todos los que se dedican al estudio, en esa
corporación académica está representada la totalidad del saber humano.
Así fue en el origen de la Universidad como institución. El factor de agremiación
era el saber en cuanto saber en toda su integridad. La distinción de objetos del saber
era interna a la Universidad. Más aún, al principio no se dividían las estructuras
académicas según los niveles epistémicos sino según los objetos solamente.
Es un tópico común ubicar en la Modernidad y en el Renacimiento la dispersión de
los saberes, comenzando por la pérdida del objeto teológico, siguiendo por el
desgajamiento de la filosofía y el progresivo avance de las especialidades.
Sin embargo, el modelo inicial (llamado "filosófico-teológico" en la caracterización
histórica de F. Vocos) no era interiormente tan pacífico. Hay que recordar que en el siglo
XIII, en la naciente institución universitaria parisina (y en sus similares) se produce el
ingreso de la llamada "filosofía pagana", produciéndose un importante conflicto.
En efecto, a partir del s. II, con Clemente Alejandrino se había comenzado el
diálogo entre el cristianismo y la filosofía griega: éste había sido gravemente conflictivo al
principio, puesto que el cristianismo venía a traer una palabra sobre tópicos que la filosofía
ya había considerado, de allí el choque ya experimentado por s. Pablo en el areópago de
Atenas.
El largo proceso de formación de la nueva cosmovisión donde se integraban la
Revelación, la filosofía (preferentemente platónica) y la ciencia (todavía no separada de
esta última), fue causa y efecto del proceso de desarrollo de las instituciones de
enseñanza-aprendizaje: las escuelas patrísticas, las escuelas monacales, las escuelas
catedralicias. Cuando se fundan las universidades ya estaba consolidada esta visión
epistémico-sapiencial unitaria.
Los contenidos de este saber filosófico-teológico estaban articulados en una
epistemología trabajosamente conquistada, que había llegado a ser tradicional e invocaba
para sí el patrocinio de s. Agustín (s. IV-V). Aunque esto último no fuera en todos los
casos rigurosamente histórico, sí es cierto que las líneas generales se remontaban al gran
africano: se había logrado una articulación con primacía teológica y de fuerte acento
metafísico neoplatónico.
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La aparición en el s. XIII de los textos aristotélicos (a través de Siria, los
musulmanes y las escuelas de traductores de Toledo y de Nápoles) con los comentarios
musulmanes y judíos, así como de textos de medicina, matemáticas, biología, astronomía,
significó una crisis semejante a la aparición del cristianismo: en tópicos donde ya existía
un saber constituido y compartido se presentaba ahora una nueva palabra.
Pero ahora había una gran diferencia: la circunstancia de que esto ocurriera en el
seno de una institución específica, dedicada rigurosamente al estudio y moldeada
estructuralmente según esa cosmovisión (devenida tradicional-universal) y la
epistemología emergente de ella.
La polémica entre los tradicionales (sedicentes "agustinianos") y los innovadores
aristotelizantes (históricamente llamados "averroistas latinos" o “aristotélicos paganos”)
fue durísima. En ambas partes estaba presente un alto sentido especulativo, pero mezclado
con otros elementos pasionales menos académicos (como siempre suele suceder).
Los primeros argumentaban defender la ortodoxia frente al error pagano, pues no
veían cómo pudiese ser compatible Aristóteles con la teología cristiana. Lamentablemente,
más que recurrir a la lectura y discusión de los textos, daban por válida la interpretación
averroísta heterodoxa y hacían uso del argumento de autoridad (pues en el plano local
parisino la tenían a su favor): así recurrieron a la prohibición de la enseñanza de esos textos
y finalmente a condenas eclesiásticas.
Los segundos tampoco eran fuertes en argumentación para la polémica, también se
recluían en el argumento de autoridad: esta vez ya no eclesiástica sino de Aristóteles y sus
comentadores. Al no lograr la articulación con la teología, elaboraron la llamada "teoría
de la doble verdad" (atribuida, sin mayor exactitud histórica, a Siger de Brabante, pero
rastreable desde Cassiodoro y más clara en Juan de Jandún).
Según esta teoría, la razón filosófica encuentra verdadero algo que la fe le muestra
falso, y viceversa. Este recurso epistemológico quería dejar a salvo la ortodoxia de los
averroístas latinos; lo que primero consiguió fue una reforma de la estructura académica: la
separación de la Facultad de Artes (donde se hicieron fuertes los averroístas) y la
Facultad de Teología (donde dominaban los tradicionalistas).
Una tercera posición fue la que abrió s. Alberto Magno, maestro en París y luego
en Colonia; haciendo caso omiso a las prohibiciones, se lanzó de lleno al estudio de los
nuevos textos y los enseñó. Su gran discípulo s. Tomás de Aquino fue quien elaboró ( con
gran rigor y audacia) una nueva cosmovisión y una nueva epistemología, con un método
nuevo, de interpretación asimilante de los autores (con prioridad de Aristóteles),
convencido de que "la verdad, la diga quien la diga, pertenece al Espíritu Santo",
convencido también de que estudiar (en cualquiera de sus formas y niveles), más que
buscar lo que otros dijeron, es ejercer la inteligencia para buscar la verdad por sí mismo.
Con s. Tomás de Aquino se construyó la articulación integral de todo el saber hasta
entonces desarrollado y se definió genialmente la estructura epistemológica y filosóficoteológica capaz de recibir el desarrollo ulterior del saber humano.
En su contexto histórico el Aquinate recibió la incomprensión y el hostigamiento
de los otros dos sectores. Los tradicionalistas le obstaculizaron su acceso a la cátedra
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universitaria y finalmente en 1277 (tres años después de su muerte) lograron la condena
episcopal de algunas de sus tesis. Los averroístas también le entorpecieron
institucionalmente su desempeño académico y le dirigieron pesados ataques en libros y
opúsculos (también hubo quienes reconocieron la envergadura de su propia interpretación
de Aristóteles).
Pero, más allá del éxito que en su tiempo tenía s. Tomás entre sus estudiantes y del
respeto y veneración que inspiraba, su herencia doctrinal no alcanzó a penetrar la
estructura universitaria sino parcialmente.
De la proyección de la polémica del s. XIII y la teoría de la doble verdad, quedó
renovado el enfrentamiento entre cristianismo y helenismo como dos sistemas rivales: se
le rehusa a la razón el acceso a la metafísica y se le niega a la fe una explicación
racional.
De estos presupuestos se deriva la desvinculación de la teología de la filosofía y de
las ciencias, y de la filosofía y las nuevas ciencias entre sí. A su vez, perdido el punto
superior de unidad, las ciencias se fueron parcelando cada vez que era posible distinguir un
campo de objeto: la distinción devino en separación y en separación necesaria.
El resultado epistemológico de la modernidad separacionista es la de una ciencia
sin filosofía ni teología, así como de una teología sin ciencia y una filosofía sin ciencia:
cada nivel epistémico se separó de los restantes, con sus propias exigencias metódicas y
sus separaciones internas en especialidades.
Sin embargo, para que la apretada síntesis no devenga en un esquematismo irreal,
hay que reconocer que, al separarse, las ciencias modernas se llevaron de modo implícito
y secularizado un organismo de presupuestos filosófico-teológicos, principalmente
tomistas, que les sirvió como principio de su desarrollo.
Este trasfondo histórico nos permite comprender el proceso ocurrido en la
Modernidad y en el Renacimiento, así como la desarticulación del saber en nuestro tiempo.
Por ello, a luz del panorama actual, en la desintegración epistemológica pero también en el
magnífico desarrollo del saber humano, estamos en mejores condiciones de apreciar y
recuperar para nuestro estudio el tesoro epistemológico de Tomás de Aquino.
2.- El problema contemporáneo. Que la pluralidad de saberes ha devenido en una
división inorgánica es una constatación muy simple, pues salta a la vista en cuanto nos
asomamos al universo epistemológico.
La participación en la vida universitaria de estos finales del s. XX y comienzos del
tercer milenio conlleva tener que hacerse cargo de esta realidad.
Ahora bien, la toma de conciencia del caos epistemológico (desde sus distintos
abordajes) es ya un paso importante pues nos descubre la cuestión de la integridad del
saber, pero no la define. En efecto, el hecho de ver el problema lo instala como tal y abre
los caminos a la búsqueda de la solución; pero no es la solución misma. Quienes tomamos
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conciencia podemos asumir el desafío o simplemente reconocernos como un momento
más del problema.
Ahora bien, para la descripción de la situación contemporánea remitimos a la
abundante bibliografía existente, donde se encontrará distintos relevamientos
fenomenológicos y ensayos de análisis etiológico. Nosotros vamos a sistematizar las áreas
de abordaje donde se manifiestan los problemas de la dispersión de saberes.
3.- La necesidad antropológica. En primer lugar constatemos que el hombre común,
ajeno al profesionalismo universitario, espontáneamente constituye una unidad en la
estructura de sus conocimientos. Por la inicial y permanente apertura al mundo y al propio
yo, todos los hombres nos vamos formando un conjunto de conocimientos simples o
complejos, en gran parte vinculados al orden práctico.
Este conocimiento, que es previo a todo esfuerzo metódico y sistemático, se da
vinculado a la "situación" concreta en que el hombre vive, por eso lleva el sello tanto del
ambiente físico (suelo, clima, paisaje) como del ambiente humano en lo social e
histórico (las tradiciones familiares o populares, los grandes hechos nacionales, los modos
de trabajar y divertirse, la educación básica, la religión, el arte, los viajes y los medios de
comunicación etcétera).
En este conocimiento hay elementos teóricos y prácticos, se da una visión del
mundo y de sí mismo que tiene comprensiones y valoraciones. Previo al conocimiento
científico hay una cosmovisión, que entraña el conocimiento suficiente para vivir, de un
modo unitario e integrado.
Este conocimiento incluye afirmaciones básicas como la existencia de la realidad y
del propio yo, la posibilidad de su conocimiento, la integridad anímico-corporal del
hombre y su superioridad en el universo, el tejido de relaciones entre las cosas y el carácter
social del hombre, la caducidad de la vida, los primeros principios teóricos y morales, la
existencia de Dios, etcétera.
El fundamento de este saber vulgar es la experiencia personal y la experiencia
transmitida, de allí su fuerza y su suficiencia. Por esto, en los niveles superiores, al
proceder con método crítico no cabe descartar apresuradamente y sin fundamento este
nivel de saber, sino reconocerle su valor y su alcance. Es la primera respuesta al innato
interrogante humano que quiere saber "cómo" y "porqué".
Sin sistematización ni método, el saber vulgar hecho de experiencias singulares se
articula a partir de los primeros principios especulativos y prácticos, conformando las
cosmovisiones de origen anónimo y que son el patrimonio de la cultura popular. Su
dinamismo de permanencia y transformación es la tradición de un pueblo, de una familia.
Aquí se incorporan las reflexiones personales que alguien puede hacer y transmite
a otros en un proceso creativo de retroalimentación, aquí se incorpora lo que se dice o se
piensa en el hogar, en el ambiente social, en la calle, en los medios de comunicación
social.
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En este nivel se articulan presupuestos filosófico-teológicos no explicitados con la
información científica generalizada y la experiencia inmediata.
Uno de los hábitos que primeramente y costosamente desarrolla la educación
científica occidental es la desconexión de los saberes como exigencia de su rigor
interno específico. Este esfuerzo origina una tensión permanente e irresuelta para el
científico y el intelectual.
Cuando se quita el guardapolvo o sale del laboratorio o del contexto de su
especialidad, se enfrenta con una dura aporía antropológica: al salir de los marcos externos
y convencionales de su profesionalismo y emprender las demás dimensiones de su vida,
allí, sigue llevando inmanentemente su conocimiento científico específico y experimenta
las dificultades de su articulación con el resto de conocimiento con que se desenvuelve.
La salida más frecuente es la actitud de aceptar el fracaso de la articulación y la
inexorabilidad de la fragmentación epistemológica, que deviene fragmentación
psicológica. Es la inconexión entre la ciencia institucionalizada y la cosmovisión cultural y
tradicional.
El mayor precio de la no explicitada vigencia de la teoría de la doble verdad en
nuestro tiempo es la división trasladada al interior del espíritu humano.
Que halla que reconstruir su unidad interior, no por la vuelta a la cosmovisión del
saber vulgar sino por el examen riguroso y fundamentado de los presupuestos y
conexiones epistémicas, no necesita otra justificación que la evidencia misma de la
experiencia de la tensión que la división origina.
La introspección psicológica descubre prontamente que ésta se debe a la
incompatibilidad de dicha división con la sustancial unidad del sujeto humano, de la que
tenemos inmediata experiencia.
Esta experiencia del propio yo, llamada "conciencia" porque acompaña
atemáticamente todo conocimiento, es la que se siente afectada cuando, por la
desintegración epistemológica, el sujeto se descubre interiormente contrariado por la
división que le significa su adhesión a verdades contradictorias entre sí: la contradicción
epistemológica, salvada inestablemente por la teoría de la doble verdad, al ser
trasladada como contradicción psicológica hace crisis y reclama su resolución.
Ahora bien, puede observarse contra lo dicho que, en el contexto de la
posmodernidad, sin sujeto ni compromisos de coherencia o fundamentación, esta crisis se
disuelve y pierde su valor de exigencia para la integración del saber.
Sin embargo, una observación más atenta a los fenómenos puede reconocer que la
propuesta estetizante y lúdica de la posmodernidad es el reconocimiento en el máximo
nivel de esta crisis, y que su configuración "light", al formularse como teoría, asume
dicho estado de crisis y (al renunciar a su superación y aceptar el fracaso de la integración)
lo que busca es un mínimo de coherencia: la asunción teórica de lo que fácticamente
ocurre y se siente incapaz de modificar.
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Así, pues, la teoría como autoconciencia de la marcha del espíritu humano en su
situación actual no disuelve la tensión: ésta permanece irreductible desde las exigencias
antropológicas originarias como un desafío a la libertad y a la autenticidad de los
universitarios de nuestro tiempo.
En este sentido, la tarea de la integración del saber se hace cargo de la inescindible
vinculación entre ciencia y conciencia, donde aparece desafiante el significado humano y
el valor de los objetos y de los actos. Los vínculos y las referencias axiológicas que el
conocimiento científico origina (aunque no lo pretenda) reclaman desde el sujeto humano
una respuesta adecuada, que no puede ser la fragmentación que ataca al propio sujeto, sino
su reintegración.
Si se comparan los diversos niveles epistémicos como las diferentes alturas de
vuelo de distintos aviones en el aire, se puede entender que tengan distintas visiones de la
realidad. Estos aviones no se encuentran entre sí mientras se mantienen en su propio plano,
pero todos se encuentran al aterrizar: así todos los saberes aterrizan en el corazón del
hombre y reclaman la unidad de las distintas visiones que cada uno aporta.
4.- La exigencia epistemológica. Por otra parte, la multidireccionalidad en que se
apoyan la especificidad y el rigor de las disciplinas, a través de sus lenguajes y sus
métodos, es desafiada por el contenido mismo del conocimiento.
En efecto, cuanto más se profundiza el conocimiento más persistentemente
desarrolla sinapsis conflictivas, sobrepasando los límites de su estructura convencional.
Así se generan escandalosas conexiones con campos epistémicos ajenos.
Particularmente la aplicación de las ciencias a la vida en sus problemas concretos,
pero también la propia exigencia del desarrollo del conocimiento, han puesto en el centro
de la atención una nueva convergencia de los saberes. Esto ha abierto el campo a la
interdisciplinariedad en sus distintas formas.
Piénsese por ej. en los problemas bioéticos, en los económico-sociales, en la
cuestión ecológica, en el debate sobre los derechos humanos o en el reclamo a la
metafísica desde la nueva física y desde las artes.
Pero no basta que cada disciplina diga su palabra desde y para su ámbito de
competencia. Esto no salva de su ilegitimidad a las sinapsis epistemológicas que de hecho
ocurren: al final, por la dinámica del pensamiento y/o por exigencia del problema real, es
necesario poder decir una palabra unitaria porque el problema planteado es uno.
De allí la necesidad epistemológica de la integración del saber, que no sólo haga
presente la rica multiplicidad de los conocimientos sino que los articule legítimamente.
Para esta tarea se han propuesto nuevos métodos, por ej. la "extrañificación" del
Prof. Wallner de la Universidad de Viena, que consiste en modificar el contexto de una
disciplina llevándola a una estructura ajena para que aparezcan sus presupuestos y poder
iniciar las conexiones.
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Este debate del método de la integración del saber es una cuestión abierta, como lo
es la ciclópea tarea del objetivo en sí mismo. Sin embargo, no todo está en punto cero: al
seguir las exigencias de cada disciplina hay que recoger las conexiones que se establecen,
sin los prejuicios artificiales que confunden distinción con separación (Maritain). El primer
paso ganado será la recuperación de la doctrina clásica (aristotélico-tomista) de la
subalternación de los saberes, como posibilitante epistemológico receptor de la
multiplicidad en una unidad articulada.
La subalternación de los saberes significa reconocer la vinculación epistemológica
intrínseca que se origina del hecho que lo que es supuesto o principio en una disciplina es
conclusión en otra. Esta última resulta así el ámbito imprescindible de remisión de la
primera para su adecuada fundamentación.
La subalternación de los saberes se constituye por la interdisciplinariedad
intrínseca, que es aquella que se origina por el reclamo del objeto mismo de estudio, que
permanece en su compleja unidad más acá y más allá de las distinciones epistemológicas y
metodológicas. Como se verá, la interdisciplinariedad intrínseca es de raigambre
metafísica.
En cambio, llamamos "interdisciplinariedad extrínseca" aquella que vincula y
genera el diálogo entre disciplinas constituidas con autonomía epistémica plena, sin el
recurso último al objeto real en sí mismo. El resultado es una yuxtaposición de
contribuciones a propósito de un tema convocante. Este modelo tiene la gravísima falla no
sólo de limitarse en su nivel de profundidad, sino de permitir albergar en su seno la
contradicción o contrariedades lógicamente inaceptables. Por ello este modelo es altamente
débil, y en su debilidad sirve de reclamo para la autenticidad de la interdisciplinariedad
intrínseca.
5.-La posibilidad metafísica. Las conexiones epistemológicas intrínsecas, legitimadas por
la doctrina de la subalternación de los saberes, tienen un presupuesto metafísico implícito:
la unidad-continuidad de la realidad.
Que se produzcan las sinapsis epistemológicas denunciadas, a partir de los
problemas concretos o a partir del puro estudio, obedece a que el objeto de estudio es
siempre lo real, abordado desde distintos ángulos. Pero, a medida que se lo recorre en su
estructura, cualquiera haya sido el punto de partida, se producen las convergencias.
La unidad de lo real no es otra cosa que la unidad del ser que estudia la metafísica.
La multiplicidad de entes (diversificados por su esencia) se articula en grados de
participación del ser que mantienen una perfecta continuidad entre sí, sólo discontinuada
por la diferencia metafísica entre los entes finitos y el Ser Infinito.
Este principio de la continuidad metafísica en la unidad de lo real, dentro del
ámbito finito, se articula a su vez en la misma unidad de modo diverso en la discontinuidad
con el Infinito expresándose en la analogía.
Estos principios de raigambre pseudodionisiana y aristotélica, a través de la
metafísica de Tomás de Aquino, nos descubren el origen y el fundamento, y no sólo la
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posibilidad, de la empresa de la integración del saber, como el acometimiento insoslayable
del pensamiento humano en su despliegue no interrumpido.
La continuidad metafísica, al mismo tiempo que ofrece la vía de la unidad de lo
real como camino para la unidad integral del conocimiento, mantiene la diversa pluralidad
formal de lo real y la respectiva diversa pluralidad formal de los saberes y de sus métodos.
De esta manera la posibilidad de la integración del saber se encuentra en el
trasfondo metafísico último que recoge la unidad objetiva de lo real y la unidad subjetiva
del cognoscente humano que a él se dirige en su intencionalidad.
Esta posibilidad es compleja y desafiante pero respetuosa y verdadera, sin la
fantástica pretensión analítica de imponer un único método que unifique lo real
desvirtuándolo como el mítico lecho de Procusto. Se trata de unir en la distinción, no de
disolver en la identidad por la uniformidad de un constructo impuesto de modo
reduccionista, que desde el método disuelva el objeto por la homogeinización de los
contenidos (pensemos en algunas propuestas del Círculo de Viena).
6.- La vida y la estructura universitaria. El objetivo de la integración del saber se revela
no sólo estrictamente pertinente para la universidad por su vocación de estudio de la
realidad como tarea antropológica, sino como el principio de su estructuración académica
y funcional.
La visión que ofrece el panorama actual de desintegración epistemológica muestra
que la pérdida de este objetivo sapiencial conlleva a una desorientación en el diseño y
funcionamiento de las estructuras académicas, donde frecuentemente terminan actuando
como principio organizador las razones económicas o políticas.
Como lo han visto varios autores, la empresa de la integración del saber tendrá su
efecto benéfico sobre la estructura universitaria, superando las divisiones inconexas y
esterilizantes que retroalimentan el autismo de la multiplicidad de disciplinas separadas
entre sí, cada una con su fragmento, artificiosamente establecido, de verdad y realidad.
Por ello, si bien la filosofía y la teología necesitan su propia unidad académica
porque tienen su propio objeto y su método como disciplinas claramente constituidas, no
se satisface así la exigencia universitaria de la integración del saber. Es necesaria una
unidad académica cuyo objeto propio sea la investigación y la docencia del saber
integrado.
La tarea de esta unidad académica específica (v. gr. el Instituto para la
Integración del Saber) reclama de sus miembros un especial trabajo interdisciplinar y en
equipo, de manera que, lejos de todo autoritarismo y artificial síntesis o eclecticismo,
desde los temas y problemas de las diversas disciplinas se abra la investigación a las
cuestiones superiores, y desde los contenidos de la fe se salga al encuentro del punto
de arribo de los saberes en su esfuerzo natural (como palabra-don recibida sobre
tópicos cuyo abordaje la razón emprende por sí).
Quienes se ejercitan en esta investigación están en condiciones de asumir la tarea
universitaria, que no es simplemente "transmitir" la Verdad sino enseñar a buscarla,
descubrirla, formularla y compartirla.
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Los estudiantes universitarios maduran en sus conocimientos científicos en el
ámbito de la disciplina elegida y llegan a ser relativamente adultos en ella. Pero en el plano
de su cosmovisión y de su fe permanecen en el nivel de la educación familiar, de la
catequesis de iniciación y de las referencias de los medios de comunicación. Por ello es
necesario incluir un currículo de integración del saber con asignaturas de filosofía y de
teología para llevar los conocimientos de referencias fundamentales al nivel de la
discusión filosófica y llevar la fe al encuentro de las preguntas de la razón en una teología
kerygmática y académica.
A su vez, el currículo de estudios en orden a la integración del saber forma parte de
todo otro currículo disciplinar (v. gr. de ciencias jurídicas, de economía, arquitectura,
etc...). El mismo puede tener un eje común para todos los casos, que estaría dado por las
grandes cuestiones filosóficas y teológicas (v. gr. Filosofía: introducción genéticohistórico-epistemológica, lógica, antropología, gnoseología, metafísica; Teología: teología
fundamental, el misterio de Dios, cristología y sacramentos; doctrina social cristiana,
moral y ética aplicada). Pero este eje necesita imprescindiblemente ser modalizado de
acuerdo a la disciplina en cuyo currículo se integra, para que no sea un itinerario
simplemente yuxtapuesto como una versión de la teoría de la doble verdad.
La modalización significa recoger de la disciplina pertinente (v. gr. ciencias
jurídicas, economía, etc...) los problemas que la misma plantea y que exceden su propio
nivel epistémico, reclamando su discusión en el nivel filosófico o teológico. En realidad, lo
que ocurre es que esos problemas exceden no sólo el nivel sino el mismo objeto de la
respectiva disciplina donde se originan, pero no están desconectados de ella y de su objeto:
se trata de la progresiva penetración intelectual en la continuidad del ser.
La modalización de las asignaturas filosóficas y teológicas no sólo permite una
planificación y desarrollo según las leyes psicológicas del aprendizaje (de lo conocido a lo
desconocido), sino que, respecto a las mismas asignaturas, les garantiza su continuidad y
rigor epistemológico como niveles últimos y necesarios del saber humano, y, por otra
parte, las recupera del aislamiento y esterilidad en que las había confinado el positivismo,
develando su origen y validez en problemas reales de los que se hace cargo el
conocimiento universitario.
En cambio, el desarrollo de un currículo filosófico-teológico no-modalizado insiste
en la desintegración del saber y pone en jaque permanentemente el sentido de su inclusión
en el seno del currículo de las respectivas disciplinas.
Por otra parte, desde las tareas de investigación interdisciplinar y en equipo de ese
Instituto, ha de hacerse posible la articulación epistemológica de cada asignatura de una
disiciplina. Se trata de develar en cada una de ellas los tópicos que actúan como supuestos
filosóficos y teológicos, y de explicitarlos en su propio nivel epistémico, tanto en las
relaciones que guardan como en el papel que desempeñan respecto a los principios propios
de dicha disciplina, remitiendo su discusión específica al correspondiente ámbito
filosófico o teológico.
Esta conjunción, de modalización de las asignaturas filosóficas y teológicas y de
articulación epistemológica de las asignaturas de las diversas disciplinas, responde del
modo más estrictamente universitario a las exigencias antropológicas, epistemológicas y
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metafísicas de la integración del saber. Este es el modo de asegurar el doble movimiento
epistemológico ascendente y descendente (del saber vulgar y las ciencias a la filosofía y
la teología, y viceversa), propio de esta tarea del pensamiento humano en su plenitud.
La tarea de la integración del saber así planteada requiere no sólo del diálogo
entre científicos, filósofos y teólogos, sino de la investigación personal de cada de
ellos. De modo que tanto el filósofo como el teólogo conozcan los principios de las
disciplinas en cuyo contexto actúan y se hagan cargo de ellos, y que los científicos
identifiquen los principios de su respectiva disciplina y pongan al descubierto tanto sus
propios límites epistémicos y metódicos como su apertura a los niveles filosóficos y
teológicos.
Este programa no atenta contra la autonomía de cada disciplina sino que
desarrolla al máximo el encuentro entre el objeto y las capacidades del sujeto, al tiempo
que enriquece y fecunda cada disciplina en sí misma por su vinculación con las demás,
como el cuadro o el paisaje se aprecian mejor integrando las diversas perspectivas, y
cada una de ellas se enriquece con las demás.
Como en el ejemplo de los aviones que se encuentran al aterrizar, así las diversas
disciplinas encuentran en su aplicación a los problemas concretos del hombre de hoy
una vía eficaz de confrontación con la realidad y nosotros un desafío urgente a hacernos
cargo de la multiplicidad en la unidad.
Este fascinante desafío, propio de todo universitario, es una responsabilidad
especial de los universitarios católicos. En la vocación y en la misión de investigar la
Verdad y de servir en la Caridad de esta Verdad tenemos, en el alba de este tercer
milenio, que hacernos cargo de sanar las llagas de la fragmentación del saber y de la
fragmentación del hombre.
El hombre es la vía de la Iglesia, el hombre es la vía de la Universidad y del
saber, el Espíritu Santo que es Uno y que une porque es Amor, nos ilumina y nos
sostiene en esta tarea porque toda verdad le pertenece (“omne verum a quocumque
dicatur a Spiritu Sancto est”) y El hace que toda verdad se integre con la otra verdad
(“omne verum vero consonat”).
*Decano de la Facultad de Filosofía y Letras
Pontificia Universidad Católica Argentina. Buenos Aires