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EL PAPA FRANCISCO, EL PERONISMO Y LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA.
Por Pascual Albanese
“Milagro argentino: un peronista en el trono de San Pedro”, rezaba un título publicado
en la portada de “Clarín” el pasado miércoles 15 de marzo. La elección del Papa Francisco
y las consiguientes alusiones al ascenso del “Papa Peronista”, que otorgaron enorme
interés, no exento de polémicas, a los antiguos y conocidos vínculos entre el cardenal
Jorge Mario Bergoglio y el peronismo, obliga también a poner el foco, a la inversa, en un
asunto que es todavía más relevante: la relación entre el peronismo y la doctrina social de
la Iglesia, cuya naturaleza está más allá de las controversias circunstanciales.
Este vínculo entrañable entre el peronismo y la doctrina social de la Iglesia no es
solamente una cuestión teórica. Es también una experiencia viva. Porque el hecho,
comprobado e innegable, de que en la década del 70 el padre Bergoglio, como sucedió
con la gran mayoría de los argentinos, se haya sentido fuertemente atraído por el
peronismo y por la figura de su líder, sería absolutamente inexplicable si no fuera por algo
que Perón destacó siempre: desde sus orígenes, la doctrina justicialista estuvo
emparentada con esa doctrina social emanada de las encíclicas papales, aunque dicha
identificación jamás impregnó a su movimiento de tintes confesionales.
Entre los centenares de citas de Perón que avalan esa certeza, alcanza con recordar
sólo dos, de 1945 y de 1974, al comenzar y al culminar sus treinta años de vida pública.
Una, tal vez la primera referencia específica al tema, en cuestión, extraída de un discurso
pronunciado el 14 de diciembre de 1945, dice que “nuestra doctrina ha salido en gran
parte de las encíclicas papales y es la doctrina social cristiana”.
La segunda cita pertenece a su obra póstuma, el “Modelo Argentino para el Proyecto
Nacional” de 1974, cuando dice: que “existe una cabal coincidencia entre nuestra
concepción del hombre y del mundo, nuestra interpretación de la justicia social y los
principios esenciales de la Iglesia ” y puntualiza también que “ la Iglesia y el justicialismo
instauran una misma ética, fundamento de una moral común”.
LAS ENCÍCLICAS SOCIALES
Esas fuentes de inspiración se remontan, en primer lugar, a la primera de las encíclicas
sociales, la “Rerum Novarum” de León XIII, de 1891, y a la “Quadragesimus Annus”, de Pío
XI, de 1931. Ambos documentos sentaron las bases del magisterio social de la Iglesia, que
luego se fue actualizando, para adecuarse a la constante evolución de los tiempos.
Desde la “Rerum Novarum”, que sugestivamente significa “Acerca de las cosas nuevas”,
la Iglesia asume los desafíos derivados del ascenso del capitalismo, reivindica la
centralidad de la cuestión social, sin endosar por ello la ideología de la lucha de clases, y
condena al individualismo liberal y al colectivismo marxista, una doble negación que
constituye el punto de partida de lo que Perón define como “tercera posición”.
En su obra cumbre, “La Comunidad Organizada ”, Perón afirmaba: “la lucha de clases
no puede ser considerada hoy en ese aspecto que ensombrece toda esperanza de
fraternidad humana. En el mundo, sin lugar a soluciones de violencia, gana terreno la
persuasión de que la colaboración social y la dignificación de la humanidad constituyen
hechos, no tanto deseables como inexorables. La llamada lucha de clases, como tal, se
encuentra en trance de superación”.
Con Perón, los trabajadores argentinos lograron construir la organización sindical de
raíz cristiana más importante del mundo entero, claramente diferenciada del marxismo,
casi cuarenta años antes del surgimiento de de Lech Walesa y de Solidaridad en Polonia.
Desde esa óptica, el peronismo fue actor protagónico de la evangelización cultural del
mundo del trabajo.
En ese sentido, Perón recalca, también en “La Comunidad Organizada”, el sentido y la
forma que para el justicialismo asume el cambio social: “el tránsito del yo al nosotros” no
se opera meteóricamente, como un exterminio de las individualidades, sino como una
reafirmación de éstas en su función colectiva. El fenómeno, así, es ordenado y se sitúa en
el tiempo una evolución necesaria, que tiene más fisonomía de Edad que de Motín”.
Para Perón, como para los filósofos griegos clásicos, la justicia no era un sinónimo de
igualdad, y mucho menos de igualitarismo, sino más bien un equivalente de equilibrio y
armonía. De allí el apotegma de “todo en su medida y armoniosamente” que muchos
recuerdan y pocos entienden.
También en “La Comunidad Organizada”, Perón plantea la necesidad de una síntesis
creadora entre los principios de justicia social y de libertad, que eran los respectivos
estandartes de las dos ideologías mundialmente en pugna: “Ni la justicia social ni la
libertad, motores de nuestro tiempo, son comprensibles en una comunidad montada
sobre seres insectificados, a menos que, a modo de dolorosa solución, el ideal se
concentre en el mecanismo omnipotente del Estado. Nuestra comunidad, a la que
debemos aspirar, es aquélla donde la libertad y la responsabilidad son causa y efecto, en
que exista una alegría de ser, fundada en la dignidad propia. Una comunidad donde el
individuo tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que integre y no sólo su
presencia muda y temerosa”.
En la “Quadragesimus Annus”, Pío XI introduce un concepto novedoso y fundamental:
el principio de subsidiariedad, que establece con precisión la delimitación de las funciones
del Estado y de la sociedad, que representa el eje de la polémica histórica entre el
individualismo y el totalitarismo. En un mundo sacudido por la crisis capitalista de 1929 y
por el avance de los totalitarismos en Italia, Alemania y la Unión Soviética, la Iglesia alza su
voz contra los peligros que esa expansión encerraba para la libertad humana.
Según esa visión, el Estado tiene como misión realizar las tareas que no estén en
condiciones de cumplir las asociaciones intermedias. Resulta importante destacar que
esas esferas de acción del Estado y la sociedad no pueden sacralizarse dogmáticamente en
una lista válida para todo tiempo y todo lugar, sino que están siempre sujetas a las
variaciones que imponen las circunstancias históricas concretas.
Precisamente el principio de subsidiariedad y el rol de las asociaciones intermedias son
el núcleo básico del proyecto de Perón de construir una “comunidad organizada” que se
sustente en las “organizaciones libres del pueblo”. Perón definió a la comunidad
organizada como el resultado de la convergencia entre “un gobierno centralizado, un
Estado descentralizado y un pueblo libre”.
Si existe un punto que distingue y enfrenta al actual gobierno con ese núcleo mismo de
la visión de Perón es justamente éste. Para Perón, las organizaciones del pueblo tienen
que ser libres, esto es independientes de la tutela estatal. Este gobierno, en cambio, busca
reducir sistemáticamente a todas las organizaciones sociales, desde las estructuras
sindicales hasta las asociaciones empresarias, a la condición de apéndices del Estado.
UNA ACTUALIZACIÓN DOCTRINARIA
Pero ni la doctrina social de la Iglesia ni el peronismo pueden reducirse a un dogma
cerrado, inmune al paso de los tiempos. Tanto la una como el otro saben de la necesidad
de una actualización permanente. El Concilio Vaticano II, fruto de la inspiración de Juan
XXIII, constituye el ejemplo más extraordinario de renovación protagonizado por una
institución milenaria.
En innumerables oportunidades, Perón alertó contra la fosilización del pensamiento.
En abril del 1974, en un discurso en el Teatro Cervantes, dijo: “No pensamos que las
doctrinas sean permanentes, porque lo único permanente es la evolución y las doctrinas
no son sino una envoltura para cabalgar esa evolución, sin caernos”.
En el caso de la Iglesia Católica , después de la “Quadragesimus Annus”, aparecieron la
encíclica “Mater el Magistra” de Juan XXIII en 1961 y la “Populorum Progressio” de Paulo
VI en 1967, que buscaron adaptar la doctrina social a las exigencias del mundo de la
guerra fría, y – ya en las últimas décadas - la “Laborem Exercens” en 1981 y “Centesimus
Annus” en 1991, de Juan Pablo II, y “Caritas in Veritate” de Benedicto XVI, en 2009,
enfocadas en la realidad específica de la era de la globalización.
En “Centesimus Annus”, Juan Pablo II hace un lúcido diagnóstico sobre los desafíos
sociales de la nueva sociedad de la información, surgida de la gran revolución tecnológica
de nuestra época: “Si en otros tiempos el factor decisivo era la tierra y luego lo fue el
capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy
el día el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir su capacidad de
conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico y su capacidad de
organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás”.
Advierte asimismo que “de hecho, hoy muchos hombres, quizás la gran mayoría, no
dispone de medios que le permitan entrar de manera efectiva y humanamente digna en
un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa un lugar verdaderamente central. No
tienen posibilidad de adquirir los conocimientos básicos que les ayuden a expresar su
creatividad y desarrollar sus actividades. No consiguen entrar en la red de conocimientos y
de intercomunicaciones que les permitirían ver apreciadas y utilizadas sus cualidades”.
Por tal motivo, agrega Juan Pablo II, “ellos, aunque no explotados propiamente, son
marginados ampliamente y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima
de su alcance”.
En “Caritas in Veritate”, Benedicto XVI aborda la cuestión central de esta era de la
globalización: la necesidad de construir un ordenamiento político mundial. Señala que
“para gobernar la economía mundial, para sanear las finanzas afectadas por la crisis,
prevenir su empeoramiento, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad
alimentaria y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos
migratorios urge la presencia de una verdadera Autoridad Política Mundial, que debe
atenerse de una manera concreta a los principios de subsidiariedad y solidaridad”.
Añade Benedicto XVI que esa autoridad política mundial tendría que estar “regulada
por la ley”. Por tal motivo, ”necesitaría estar universalmente reconocida e investida con el
poder efectivo para garantizar la seguridad de todos, respeto por la justicia y por los
derechos”. En consecuencia, “obviamente, tendría que tener la autoridad para asegurar el
cumplimiento de sus decisiones por parte de todos los implicados, y también de las
medidas coordinadas adoptadas en foros internacionales”.
En este punto, resulta extraordinaria la anticipación estratégica de Perón, quien hace
cuarenta años, en 1973, predecía: “Esta evolución que nosotros estamos presenciando, va
a desembocar, quizás antes de que comience el siglo XXI, en una organización
universalista que reemplace al continentalismo actual y en esa organización universalista
se llegará a establecer un sistema en que cada país tendrá sus obligaciones, vigilado por
los demás, y obligado a cumplirlas aunque no lo quiera, porque es la única manera de que
a humanidad puede salvar su destino frente a la amenaza de la superpoblación y de la
destrucción ecológica del mundo”.
LAS PARALELAS QUE SE JUNTAN
En política, a diferencia de la geometría euclidiana, las paralelas a veces se juntan. Las
trayectorias paralelas entre el peronismo y el cardenal Bergoglio convergen en las
dramáticas turbulencias de la década del 70, que tienen su pico culminante en 1973. El
padre Bergoglio fue el Provincial de la Compañía de Jesús en la Argentina a quien le tocó
lidiar dentro de la orden con la acción de una corriente, identificada con una determinada
y parcial interpretación de la Teología de la Liberación, que era tributaria del marxismo
como ideología y del empleo de la violencia como método para la conquista del poder.
Pero ese combate, que se desarrollaba en el seno de la Compañía de Jesús y en toda
en Iglesia Católica, era simultáneo y concomitante con el conflicto que en ese mismo
momento político enfrentaba a Perón con la dirección de “Montoneros”, que desafiaba su
conducción y que, con argumentos análogos a los utilizados dentro de la Iglesia por los
partidarios de esta particular versión de la Teología de la Liberación, pretendía discutir la
identidad doctrinaria del peronismo.
Demás está decir que estos conflictos que se desarrollaban al mismo tiempo en el
seno de la Iglesia y en el plano político no se limitaban a la Argentina, sino que abarcaban
virtualmente a toda América Latina y se daban en el escenario global de la confrontación
entre las superpotencias característico de la guerra fría.
Para resaltar la simultaneidad entre estos acontecimientos, que por su paralelismo
ilustran también sobre las coincidencias entre el peronismo y la doctrina social de la
Iglesia , ya que permiten mostrar que hasta incluso las controversias de interpretación son
a veces bastante similares, conviene consignar que Bergoglio fue designado Provincial el
31 de julio de 1973, apenas dieciocho días después de la renuncia a la presidencia de
Héctor Cámpora, punto y momento en que Perón inicia su ofensiva política contra la
conducción de “Montoneros”.
En ese clima de confrontación, se registró una fractura en el Movimiento de Sacerdotes
para el Tercer Mundo. El centro de la discusión, que no fue teológico sino político, giraba
en los hechos, más allá de los enunciados en torno de dos posiciones. Por un lado, la
Revolución en Paz y la Comunidad Organizada, impulsadas por Perón. Por el otro, la lucha
armada y la “Patria Socialista”, reivindicadas por la dirección de “Montoneros”.
En ese escenario, el padre Carlos Mujica condenó la alternativa de la violencia: “el
pueblo se ha podido expresar libremente, se ha dado sus legítimas autoridades. La
elección de aquella vía, entonces, procede de grupos ultra minoritarios, políticamente
desesperados y en abierta contradicción con el actual sentir y la expresa voluntad del
pueblo”.
Esa contraposición dentro de la Iglesia se desarrolló entre una versión absolutamente
ideologizada del hecho social y la visión de la religiosidad popular que expresa, como
pocos, otro sacerdote jesuita, Lucio Gera, uno de los máximos teólogos latinoamericanos,
cuya visión, ampliamente compartida por Bergoglio, enfatizaba que “el pueblo ante todo
es una perspectiva histórica, es el sujeto de la historia, es una memoria, es una conciencia,
un proyecto histórico y, al mismo tiempo, una cultura común”.
En Bergoglio, un amante de la literatura, cobra valor la observación que hace
Dostoievski en “Los hermanos Karamasov”: “Quien no cree en Dios tampoco cree en el
pueblo de Dios. En cambio, quien no duda del pueblo de Dios verá también la santidad del
alma del pueblo, aún cuando hasta ese momento no hubiera creído en ella. Sólo el pueblo
y su fuerza espiritual es capaz de convertir a los desarraigados de su propia tierra”.
En medio de esta dura confrontación, tuvo que actuar Bergoglio y en esa acción que se
manifestó públicamente en la Universidad del Salvador, cosechó amigos, tanto en la
Iglesia como en el peronismo, pero también enconados adversarios. Incluso padeció
después una cierta marginación dentro de la propia Compañía de Jesús, que en 1979 fue
intervenida por el Papa Juan Pablo II, en una de las decisiones más drásticas adoptadas
por la Santa Sede en muchos años, para ejecutar dentro de sus filas, pero a escala
mundial, una tarea similar a la cumplida por Bergoglio en la Argentina de la década del 70.
Corresponde señalar que la “leyenda negra“ tejida sobre Bergoglio, llena de
acusaciones calumniosas e infamantes, que ahora es refutada inequívocamente por
testigos y protagonistas insospechables, fue una de las esquirlas de aquel enfrentamiento.
Pero esa profunda sintonía de pensamiento con el Perón del 73, aquél que planteaba
la unidad nacional y señalaba que “para un argentino no puede haber nada mejor que
otro argentino” signó al padre Bergoglio, no en un sentido partidista, ni mucho menos
faccioso, sino en la dimensión de una identificación cultural y una comunidad doctrinaria,
que adquiere hoy mayor relevancia que nunca.
UN PENSAMIENTO ENCARNADO
En su libro “Adán Buenos Aires”, una de las lecturas favoritas del cardenal Bergoglio,
Leopoldo Marechal distinguía entre la “batalla celeste” y la “batalla terrestre”. A modo de
analogía, puede decirse que la misión de la Iglesia es librar la primera de esas dos batallas
y el papel del peronismo es ganar la segunda. Pero hay que recalcar que, en un sentido
más profundo, ambas batallas son partes distintas pero inseparables de una misma lucha,
cultural y política, por la dignidad del pueblo y la afirmación de la Nación.
En 1974, Perón lo decía a su manera: “la doctrina social de la Iglesia es verdadera pero
incompleta. Le falta una visión acabada del ejercicio efectivo del poder político”. El
peronismo se propone entonces dotar a esa doctrina, que es “verdadera”, de una “visión
acabada del ejercicio político del poder político”.
Dicho de otro modo, cabría caracterizar al peronismo como un gran movimiento
popular orientado a encarnar políticamente la doctrina social de la Iglesia en las
condiciones concretas de la Argentina. Así lo entendió Mujica, quien sostenía que “el
peronismo es la doctrina social de la Iglesia encarnada en nuestro pueblo”.
Pero Mujica confesó algo todavía más significativo: “yo fui antiperonista hasta los 26
años y mi proceso de acercamiento al peronismo coincidió con mi cristianización”. Vale
acotar también que en la década del 70 esa prédica de Perón, que deslindaba entre la
lucha por la justicia social y el resentimiento ideológico, constituyó un inesperado canal
que posibilitó el acercamiento a la Iglesia de una numerosa cantidad de militantes de
izquierda, para quienes el peronismo fue, a la vez, el primer paso en su camino de
encuentro con la fe cristiana.
El concepto de “encarnación”, que es la base de la fe cristiana, está unido a la idea de
“testimonio”, que en el caso de Mujica, como ocurre también con Bergoglio, tiene más
importancia que cualquier disquisición doctrinaria. Porque, para el cristianismo, Jesús es
Dios hecho hombre. Su vida, pasión y muerte son un testimonio de su mensaje de
redención. No era un charlatán que divulgaba una nueva ideología a la moda, sino el
protagonista que, con su sacrificio, encarnó el cambio más trascendente experimentado
en toda la historia universal.
El Papa Francisco no se cansa nunca de subrayar la necesidad de sacar a la Iglesia de las
sacristías para llevarla a las “periferias existenciales”, tal cual muestra su ejemplo como
arzobispo de Buenos Aires. Reniega de la Iglesia “autorreferencial”, encerrada en sí
misma. En su primera carta a los obispos argentinos, subraya: “prefiero mil veces una
Iglesia accidentada por salir antes que a una enferma por cerrarse”.
BERGOGLIO, PERON Y LOS FRANCISCANOS
Cuando el cardenal Bergoglio eligió el nombre de Francisco, definió con ese solo gesto
todo un programa para su pontificado, cuyo contenido ha venido desarrollando
elocuentemente en sus constantes intervenciones públicas durante estos meses.
Pero quiso el azar, o tal vez mejor la Providencia, que esa opción tuviera en la Argentina
una connotación adicional, que difícilmente un hombre como Bergoglio haya podido
ignorar: la estrecha relación que unió a Perón y a Eva Perón con la orden franciscana,
iniciada en 1945 a través de Fray Pedro Errecart, un sacerdote franciscano que los
acompañó siempre y fue quien precisamente los alentó a casarse en la iglesia de San
Francisco de la ciudad de La Plata.
Eva Perón fue enterrada con la túnica de hermana terciaria franciscana, un título que le
fuera otorgado directamente por el Superior General de la Orden, Fray Pacífico Perantoni,
durante su visita al Vaticano en 1947. Perón también fue un hermano terciario
franciscano. Están documentadas las periódicas visitas de ambos a la Iglesia de San
Francisco, en la calle Alsina, En el museo del convento se exhiben, con el nombre de cada
uno, los reclinatorios que utilizaron para su boda.
San Francisco de Asís creó ese agrupamiento, la Tercera Orden, para integrar a todos
aquellos laicos que quisieran asumir un compromiso con los pobres desde sus propias
realidades existenciales. La Fundación Eva Perón, protagonista de la obra más
extraordinaria de acción social realizada en la historia argentina, nació en 1948, un año
después de la incorporación de Evita a la orden de San Francisco.
En la visión que tenía Perón de la Iglesia, no es difícil descubrir puntos de coincidencia
con la tradición franciscana y con el pensamiento del Papa Francisco. En un extenso y
medular mensaje pronunciado en abril de 1948 ante las máximas autoridades del
Episcopado Argentino, advirtió que “al igual que no todos los que se llaman demócratas lo
son en efecto, no todos los que se llaman católicos se inspiran en las doctrinas cristianas.
Nuestra religión es una religión de humildad, de renunciamiento, de exaltación de los
valores espirituales por encima de los materiales. Esa la religión de los pobres, de los que
tienen hambre y sed de justicia, de los desheredados”.
En ese mensaje, que parece reflejar algunos aspectos de la situación de la Iglesia de
hoy, Perón consigna: “Saber despojarse de la vanidad que asoma tan pronto se sube un
escalón de donde está situada la masa del pueblo requiere una dosis de hombría
equivalente a la del héroe frente a la incertidumbre que amenaza su vida. La humildad
cristiana, la afabilidad paternal, el desprecio de la pompa y el boato constituyen las dotes
que más aprecia el pueblo en quienes saben practicarlas. El pueblo las aprecia no sólo por
ser símbolo tangible de virtud, sino porque constituye la fuerza más poderosa que lo atrae
hacia la senda que conduce a la verdadera paz de Cristo”.
En referencia a la crisis de valores del mundo contemporáneo, Perón subraya que “es
mejor y más conveniente para la vida del Estado como para la de la Iglesia volver a las
costumbres sencillas, al predominio de la paz, del amor y de la confianza recíproca entre
los hombres y entre las naciones. Para conseguirlo, el Estado ha de luchar con grandes
dificultades, por la complejidad de la vida misma, por las pasiones inherentes a la
condición humana y porque, en definitiva, los idearios políticos son múltiples y
contradictorios. A la Iglesia, en cambio, le ha de ser más fácil el retorno a la pureza inicial
de su doctrina, porque es única y porque, aun cuando en ocasiones parezca haberse
desviado de su gloriosa trayectoria, siempre la predicación dogmática ha sido la misma. Y
siempre ha tenido un contenido social”.
EL PAPA DE LA SOCIEDAD MUNDIAL
Además del primer Papa latinoamericano, y también del primer Papa americano, Jorge
Bergoglio irrumpe como el primer Papa del mundo emergente, ese gran trípode
configurado por Asia, África y América Latina, cuyo ascenso es el acontecimiento
geopolítico central del siglo XXI.
Así como con Karol Wojtyla el Papado dejó de ser italiano, Francisco es el primer Papa
no europeo en quinientos años. Resultó electo justo cuando el viejo continente, que
durante casi dos milenios fue el centro histórico de la cristiandad, experimenta una
tremenda crisis económica y política, de carácter estructural, que patentiza un proceso de
decadencia de incierto pronóstico.
La Iglesia Católica, institución universal por definición, escapa al “cepo europeo” y se
prepara para ampliar sus horizontes de evangelización. Existe un dato demográfico que
no se puede ignorar: a principios del siglo XX, el 70% de los católicos vivía en Europa. Esa
cifra se reduce actualmente a menos del 30%.
Está en marcha un drástico cambio en la “geopolítica del espíritu”. El 70% de los
católicos habita en el mundo emergente y en Estados Unidos, país que protagoniza un
espectacular avance del catolicismo, en especial a partir del acelerado crecimiento de la
comunidad hispano. En América Latina, en tanto, vive casi la mitad de los católicos del
mundo, aunque en términos porcentuales las tasas más espectaculares de expansión de la
fe católica se registran en África y Asia.
Este nuevo Papado tiene por delante un inédito desafío: aportar, desde el mensaje de la
Iglesia Católica , a la gran discusión de fondo de nuestro tiempo, que gira sobre la
estructura de poder y el sistema de valores que habrán de regir en esta nueva sociedad
mundial. En términos de Perón, a Francisco le toca ser el Papa de la era del universalismo.
La formación intelectual y política de Bergoglio le otorga de elementos para encarar esa
tarea. Su pensamiento político, que en el futuro será necesario analizar y profundizar
sistemáticamente, está sintetizado en esas cuatro claves principales, que reiteró hasta el
cansancio como arzobispo de Buenos Aires, y en las que también cabe rastrear huellas
profundas del pensamiento de Perón: “el tiempo es superior, al espacio, la unidad es
superior al conflicto, la realidad es superior a la idea y el todo es superior a las partes”.
El hecho de que el primer viaje de Francisco tenga como destino Brasil, el socio
estratégico de la Argentina para la edificación de la unidad sudamericana, es otra
casualidad cargada de sentido. Aparecida, ciudad y santuario, es también el nombre de la
declaración aprobada por el Episcopado latinoamericano en 2007, un documento que
tuvo a Bergoglio como principal redactor, cuyo texto fue el regalo que el Papa eligió para
Cristina Kirchner en ocasión de su entrevista en el Vaticano.
Aparecida sintetiza la experiencia histórica de la Iglesia latinoamericana, que con
Francisco accede por primera vez a la conducción universal de la Iglesia, un crucial desafío
que la obliga a un nuevo salto cualitativo para colocarse a la altura de la responsabilidad
que le confiere el destino, hasta ahora asumida por la Iglesia europea.
En esa relación de ida y vuelta entre el peronismo y la doctrina social de la Iglesia, que
Francisco patentiza en su propia experiencia personal, es posible que, más allá de
cualquier inferencia subalterna, el pensamiento de Perón sobre la significación y los
alcances del universalismo empiece a ejercer influencia en los acontecimientos mundiales.
Porque, como bien dijera Víctor Hugo, “no hay nada más poderoso que una idea a la que
le ha llegado su tiempo”.
Para la Argentina, en términos estrictamente políticos, la elección de Francisco significa
una extraordinaria ampliación del campo de lo posible. Hay muchas cosas que hasta ayer
eran imposibles y que ahora han dejado de serlo. En política, para vencer es hay que
convencer. Se abre un nuevo y gigantesco espacio para esa batalla político-cultural. Toca
al peronismo aprovechar esta providencial oportunidad que le provee el destino.