Download LAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA EN CUBA

Document related concepts
no text concepts found
Transcript
LAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA EN CUBA
Reinaldo Suárez Suárez
Profesor de Historia del Derecho
Universidad de Oriente
Santiago de Cuba.
Permitan, en atrevido voleo, que introduzca el tema recordando algunos acontecimientos
históricos que remontan a más de medio siglo antes de que comenzara el primer segmento
de la guerra por la independencia de Cuba.
Tras el final acordado en Basilea en junio de 1795, y con la evacuación de Santo Domingo
exigida en 1801 por Toussaint L'Ouverture, invocando los derechos adquiridos por Francia,
dio comienzo "la larga serie de evacuaciones" que España realizaría en América a lo largo
del siglo XIX. El repliegue del imperio colonial comenzó justo por donde habíase iniciado
la empresa de conquista y colonización. Y con la evacuación, las cenizas de Cristóbal
Colón fueron a dar, en custodia, a Cuba, la última de las colonias en desprenderse de
España. Ironías de la historia.
Y permitan un paréntesis oportuno para rendir homenaje, sincero y profundo al pueblo
vasco, recordando a dos hijos de esta tierra que por aqueños años contribuyeron al
nacimiento y fijación de la nacionalidad cubana.
Fue un vasco, Ignacio Zarragoitía y Jaúregui quien por primera vez, en el ya lejano año de
1805, ofrece una definición del cubano, del criollo, no reduciéndol a los componentes de la
clase plantadora de caña de azúcar; ampliando su contenido a los hijos todos de la isla;
quien descubre los problemas de Cuba y advierte sobre el ascendente rol de los nacientes
Estados Unidos de norteamérica.
Y fue un vasco progresista, el Obispo de La Habana, José Díaz de Espada y Landa, quien
en valiente gesto de homenaje hizo guardar la Constitución de Cádiz, en ceremonia
especial, en el sarcófago de Don Cristóbal Colón.
¿Por qué no alcanzamos la independencia junto al resto de América?
El español 2 de mayo de 1808 alteró profundamente los enroques políticos de las grandes
potencias europeas. Los franceses, que habían figurado como aliados durante años, pasaron
a ser combatidos con ahinco en todas partes de la península, con la complicidad inglesa,
enemiga hasta entonces. Carlos IV abdicó y Fernando VII fue proclamado nuevo monarca,
aunque también preso de los franceses. Ausente el Rey, los españoles, para conquistar y
preservar su libertad, formaron las juntas de gobierno; una Central y juntas locales en las
provincias.
Tales acontecimientos condicionaron y fueron aprovechados de inmediato, apenas se tuvo
noticias de ellos en América, para que en las colonias afloraran de manera radical y
revolucionaria agudas contradicciones y se resolviera definitivamente el conflicto de
intereses que separaba a los americanos de los peninsulares, a España de América. Como
consecuencia de ello, desde la formación de la Junta de Montevideo, en septiembre de 1808
y la proclamación de la independencia del Ecuador en 1810, hasta aproximadamente 1821,
con la independencia de México y Centroamérica, tuvo lugar la liquidación violenta de la
mayor y más rica porción del imperio colonial español. En apenas diez años, España vióse
precisada a evacuar mucha tierra americana. En su lugar nacieron cerca de diez repúblicas
independientes.
Los diez últimos años del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX fueron
extramadamente difíciles para España. Una guerra tras otra. Invadidos y ocupados por
Francia. La aparición y la asunción del gobierno por el movimiento liberalconstitucionalista. Las muchas torpezas de la monarquía. La parcial destrucción de las
flotas de guerra y de comercio. El incremento de las apetencias territoriales y las pugnas
por los mercados españoles por parte de grandes potencias europeas. Las guerras por la
independencia de los virreinatos americanos. Todo ello, y otros factores, sumieron en una
profunda crisis al Estado español.
España llegó a dominar tanta tierra como Roma, y en una década la perdió casi toda. Para la
mitad de la tercera década del siglo XIX sólo retenía en América las islas del Caribe.
Pese a que las condiciones internacionales y en la península estaban dadas para que en una
isla de heterógenea y punzante composición racial y socioeconómica, donde coexistían
leyes anticuadas, el monopolio comercial que ahogaba al elemento criollo y un absolutismo
político que asfixiaba, una crisis económica prolongada, la esclavitud de casi la mitad de la
población, una corrupta e inepta administración colonial y una festinada negativa a aceptar
las reformas que clamaba el sector productivo de la economía insular, pese a todo, Cuba
permaneció fiel a la metrópoli.
El 14 de julio de 1808 se recibieron en Cuba las graves noticias de los acontecimientos de
mayo en la península. El Capitán General de la isla, Someruelos, decretó la guerra a
Francia, al igual que las provincias españolas. Conocedor de que al interior de Cuba
habíanse acumulado factores de difícil superación que podían hacer estallar la paz de la
colonia, dando origen a la revuelta de elementos separatistas o anexionistas a los Estados
Unidos u otra de las potencias europeas que ambicionaban las colonias españolas y,
principalmente, para evitar que el movimiento reformista-autonomista cubano se
radicalizara -como ocurriría poco después en América- el Capitán General maniobró
inteligentemente. Adoptó una serie de medidas gubernativas y militares conducentes a
conjurar cualquier eventualidad y propuso la creación de una Junta Provincial de Cuba a la
que debían integrarse las personas más representativas, por su prestigio, influencias o
solvencias económicas, de la isla.
La creación de la Junta de La Habana pudo haber significado el comienzo, como en muchas
partes de América, del fin del dominio colonial sobre Cuba o un cambio radical dentro de la
relación misma. Sin embargo, no ocurrió así. Ni siquiera la Junta de La Habana llegó a
constituirse. Las cabezas reconocidas del interés criollo productor, los autonomistas, se
condujeron con excesiva cautela.
El autonomismo había cobrado especial importancia desde la última década del siglo
XVIII. Francisco de Arango y Parreño, sin ser un dirigente político, representaba la
tendencia dominante entre los hacendados cubanos, los que a su vez dominaban el
Ayuntamiento de La Habana, la Sociedad Económica de Amigos del País (fundada en los
últimos años del siglo XVIII bajo la influencia de la Ilustración española y en especial de la
Real Sociedad Vascongada), e influían determinantemente en el Consulado de Agricultura,
Industria y Comercio. Cierto es que la idea de fundar un Gobierno Provincial, elevando la
condición de la colonia, o un Consejo de Gobierno Autonómico no la habían reclamado,
siendo sorprendidos por los acontecimientos peninsulares y con la hábil propuesta de
Someruelos. En lugar de acoger con fervor la idea y proceder de inmediato a la creación de
la Junta, Arango y Parreño impuso la idea de que se consultase a las personas de mayor
autoridad y prestigio de La Habana. Quería evitar la improvisación, obrar sobre seguro.
Este exceso de cautela fue letal.
Para entonces las suspicacias, enconos, tirantez y el antagonismo primaban en las
relaciones de los dos sectores económicos principales de la colonia: el de los comerciantes,
peninsulares en su aplastante mayoría, fieles a España, y los productores criollos,
autonomistas, que no escatimaban reiteradas y gradilocuentes adhesiones de fidelidad a
Fernando VII y a España, pero que tenían sus propios intereses. Entre los primeros, la idea
de crear una Junta fue vista como una oportunidad de sus rivales para subvertir el status
colonial, para separar a Cuba de España. Los funcionarios principales de las tres
instituciones del aparato colonial, controlados completamente por los peninsulares: la
Intendencia de la Real Hacienda, la Superintendecia de Tabacos y la Comandancia de la
Marina se opusieron a la idea, y la encuesta no recibió las adhesiones esperadas. Arango y
Parreño y José de Ilincheta, asesor general del Gobierno, fueron acusados de servir a la
causa de la desintegración de España. Los comerciantes justificaron su oposición con el
manido argumento de que defendían la "integridad nacional".
Frente a la oposición encontrada y el limitado apoyo recibido, Arango y Parreño consideró
que debía abandonarse el propósito de crear la Junta de La Habana sin mayor discusión. En
octubre de 1808, al tener certeza de la formación de una Junta Central, aunque sin haber
recibido la correspondiente notificación, el Ayuntamiento de La Habana reconoció a ésta
ofreciéndole un testimonio de lealtad, al Rey y a España. Obviamente, la elite económica
de la isla no estaba interesada en la independencia. Sólo reclamaría para Cuba la condición
de provincia española con la consiguiente equiparación de derechos:
"Somos españoles, (...) Y esa ilustre sangre que corre por nuestras venas en nada ha
desmerecido, porque, a costa de tantas vidas, privaciones y fatigas, haya logrado
conquistar, establecer y fomentar tantas Españas nuevas, tantos reinos opulentos.
Nuestros amados monarcas, siguiendo los mejores ejemplos de la sabia antigüedad y las
reglas de justicia e interés bien entendido, dieron a estas poblaciones, desde su
nacimiento, la misma Constitución, el mismo orden de gobierno y los mismos goces que
tienen en general los demás de la Península. ¿Y podemos creer nosotros, que de ellos
nos rebajarán los gloriosos sustitutos del Rey que todos adoramos? Tan firmes en
nuestra confianza como en nuestra imperturbable y rancia fidelidad, todo lo
abandonamos a su sabia discreción, de la cual todos queremos y todos esperamos recibir
el lugar que nos tocare en la representación nacional."
A esta reclamación de derechos políticos y de representación siguió el reclamo de una justa
reforma del sistema mercantil, considerablemente desfavorable para los intereses criollos.
Cuba no fue reconocida provincia. No se estableció la pretendida igualdad de derechos
políticos y de representación. No hubo concesiones a la reforma mercantil pedida. En un
momento culminante como el de los años posteriores al 2 de mayo de 1808, puestos a
escoger entre intentar romper el yugo colonial o permanecer en la "miseria", para utilizar el
término acuñado por el historiador Ramiro Guerra, la elite económica cubana, de Oriente
hasta Pinar del Río, formada por productores de azúcar de caña, propietarios de cafetales y
hatos de ganado, escogió el yugo colonial, la "miseria".
En momentos en que América española, desde México hasta Chile y Argentina, deshacían
el dominio colonial, en Cuba apenas hubo violencia separatista, y las conspiraciones que se
produjeron carecieron de trascendencia y extensión. Dada la actitud de la burguesía cubana,
las tentativas separatistas, ya fueran independentistas o anexionistas a los Estados Unidos,
quedaron condenadas al fracaso. Las razones de tal actitud pueden ser condensadas en lo
siguiente:
Primero: La extensión de la esclavitud como base del sistema productor de plantaciones.
El monopolio comercial que ejerce la metrópoli obliga a los adinerados de la isla a
refugiarse en la producción y no en el comercio, que está en manos de casas
metropolitanas. Han de producir azúcar de caña y café y criar ganado. La producción y
comercialización del tabaco también es un monopolio controlado por peninsulares. Las
plantaciones de azúcar y café exigen mucha fuerza de trabajo. Exterminada la población
aborígen, las plantaciones cubanas fueron inundadas con mano de obra esclava, traída del
Africa. La riqueza se mide por la cantidad de esclavos que se poseen. En opinión de
Manuel Moreno Fraginals:
"La explotación intensiva y extensiva del esclavo le transformó en una costosísima
mercancia consumible y exigió un urgente proceso, siempre en aumento, de reposición.
Azúcar y negros acrecieron paralelos en la Isla. La plantocracia identificó la felicidad de
la colonia con la introducción de esclavos."
Del negro se vive y se ostenta. Y se teme al negro rebelde y a la independencia, o a la
combinación. Los hacendados criollos, por la experiencia de Haití, interpretan que el
proyecto independentista presupone la violencia, -por la enconada resistencia de España-, la
guerra, la ruina, la destrucción de las plantaciones y la técnica de producción, y hasta la
emancipación de la mano de obra. Se teme a la violencia, porque la experiencia de Saint
Domingue probaba que una guerra entre los sectores dominantes conducía a una
sublevación esclava, a una guerra de razas donde los negros y mulatos podían quedarse con
el predominio político-militar. No es entonces extraño que la sublevación de Aponte, en
1812, fuera un golpe demoledor a la idea independentista, pues avivó en la plantocracia
criolla el temor al protagonismo de los negros en los asuntos del país.
Segundo: El rol económico y el lugar político ocupado en la administración colonial por
parte de esta clase social.
Los criollos concentraban en sus manos la producción de la isla, aunque dependían del
monopolio comercial español, que incluía la Trata. Gozaban por entonces, eso sí, la más
próspera situación económica
Desde finales del siglo XVIII y durante los primeros veinte años del siglo XIX la
plantocracia cubana, de hecho, ejerció el gobierno local en la colonia, siendo muy
influyente en la metrópoli. Por ende, carecía de motivos para acudir a la violencia para
obtener reformas de parte de España. El reclamo, la petición, fueron sus instrumentos de
lucha. Las Cortes eran su campo de batalla, desigual, no favorable; pero les permitía
expresarse.
Obviamente, que por su situación socioeconómica y política no aspiraba a la
independencia nacional. Aún bajo el dominio colonial de España, nuestra burguesía
nacional se realizaba económicamente.
No se equivocó el padre Félix Varela Morales, (tan vinculado en su tiempo al Obispo de
origen vasco José Díaz de Espada y Landa, y recientemente canonizado por el Papa Juan
Pablo II), cuando afirmó, refiriéndose a la actitud de los criollos ricos de Cuba: "Aquí no
hay amor a Cuba ni España; sólo hay amor a las cajas de azúcar y a los sacos de café"
De la actitud que asuma en lo adelante esta clase social dependerán los retos que a su
dominación colonial tenga que enfrentar España.
En la década de los años veinte se mantendrá estática, parada, y, con el ascenso al poder de
Riego y los constitucionalistas, su influencia política en Madrid declina, y su protagonismo
en la administración de la colonia disminuye. No le queda más alternativa que compartir el
gobierno de la colonia. Y estará al margen de las importantes tentativas independentistas
(Soles y Rayos de Bolívar, del Aguila Negra, de Agüero y Andrés Manuel Sánchez) de
esos años; las que obedecen a factores coyunturales como puede ser el aliento exterior que
recibe el incipiente y aún débil sentimiento emancipador criollo, cuando las nuevas
repúblicas latinoamericanas, (principalmente México y Colombia), amenazadas por los
afanes de reconquista de Fernando VII, conspiran contra España en Cuba y logran nuclear a
determinados elementos criollos. Pero estas conspiraciones, en modo alguno, serán el
resultado de un cambio de actitud de la burguesía esclavista cubana, que permanece
indiferente a la prédica independentista que hace el prebístero Félix Varela desde los
Estados Unidos donde está desterrado y donde morirá en la mayor humildad de recursos.
El abandono de los proyectos de reconquista conduce al desinterés latinoamericano por la
independencia de Cuba y la evaporación de los proyectos independentistas. Las facultades
omnímodas se enseñorean en la isla.
En la llamada década ominosa (1824-1834), la burguesía cubana vivirá, con sobresaltos y
con el beneficio de un notable esplendor cultural, la última etapa de cierta autonomía
gubernativa. Apoyará al Antiguio Régimen y promoverá reformas que pretenden socavar en
provecho propio el sistema colonial.
Con la revolución de "La Granja" y el envío a Cuba como Capitán General de Miguel
Tacón, Madrid y los criollos se enfrenterán abiertamente, en perjuicio de los criollos. En
esta cuarta década del siglo XIX, la oligarquía cubana, en boca de sus principales voceros,
José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero y Domingo del Monte, se expresará con un
lenguaje distinto a como lo hicieron Arango y Parreño y los hacendados cubanos en los
primeros años del siglo. Aquellos pedían, sumisos, mejoras en la administración colonial,
un status de igualdad de la isla y de sus gentes en relación a las provincias metropolitanas,
pero todo ello con un discurso de compromiso y pertenencia a España. Remarcaban su
hispanidad. Eran esclavistas y partidarios de la Trata de negros. En los años treinta, activos
nuevamente, el discurso criollo, si bien insiste en la petición de las mismas reformas, lo
hará con un lenguaje más exigente y directo, condenatorio del estado de cosas, áspero a
ratos, y con un sello que prueba cuánto han avanzado las diferencias y contradicciones
entre cubanos y españoles: los portavoces nuestros recalcarán su cubanidad. La
nacionalidad cubana estaba consolidándose.
Fracasa la burguesía criolla en el propósito de obtener libertades comerciales y el
reconocimiento de Cuba como provincia española. Y también fracasa en un nuevo
propósito: el reclamo de que cese la Trata de negros. Este asunto, por las implicaciones
futuras que tiene, merece más de un párrafo.
La continúa introducción de negros en Cuba, pese a las sucesivas inmigraciones de blancos
de la península, de Santo Domingo y de las antiguas colonias del continente, ha hecho que
sean mayoría en la población de la isla. Y al negro se le teme. Es lógico que se quiera,
preventivamente, frenar la introducción de negros. Por otro lado, Inglaterra, que se opone a
la Trata y con la que España tiene más de un compromiso incumplido en la prohibición del
comercio negrero, está en posibilidades navales y militares de asestar golpes de
envergadura en la colonia con graves consecuencias para la economía, incluso tener
repercusiones en el sistema esclavista vigente. Todo lo dicho se une a una razón de mayor
dignidad: esta élite económica tiene muchas lecturas filosóficas y políticas, siendo de una
cultura superior y mucho más liberal que la del sector económico vinculado a los intereses
metropolitanos, y comienza a rechazar la esclavitud por creerla abominable.
Pero han de tomarse estas razones como auxiliares de una principal que se configura con
criterio dominante por entonces, esto es: la oposición de la burguesía cubana a la Trata
negrera.
La Trata había sido vital para la economía de plantación cuando se produce, a mediados del
siglo XVIII, el tránsito de la esclavitud cuasi patriarcal al inhumano sistema de
sobreexplotación intensiva y extensiva del esclavo. Los negros se consumían en las
plantaciones y su reproducción era limitada; para reponerlos era menester incrementar la
Trata.
Sin embargo, pasado el tiempo, los propietarios de plantaciones, que observan y participan
del proceso de tecnificación de la industria azucarera con la máquina de vapor, que da lugar
a un trascendental cambio de concepto: del obsoleto trapiche al ingenio, y con ello la
necesidad de una mano de obra que domine el proceso industrial de cocción y evaporación
del guarapo y de las mieles de la caña de azúcar, adquieren conciencia de que es
irreversible una progresiva sustitución de la mano de obra esclava, inculta, por la
asalariada, culta. De las lecturas y de los viajes por el mundo y del proceso de introducción
de reformas técnicas en la producción, la sacarocracia cubana se convence que emplear
mano de obra asalariada, más preparada y habilidosa, es cuestión de tiempo. Y ello
significa que basta con mantener las dotaciones de esclavos, que se reproducen, y no
aumentarlas con nuevas compras de negros traídos de Africa.
Quiere la esclavitud, porque aún el desarrollo de la industria no obliga al cambio brusco de
la mano de obra, aunque lo presiente y lo asume; pero no necesita de más negros esclavos,
porque es una inversión sin futuro, y peligrosa.
Claro está, estas pretensiones antitrata negrera choca de frente con los poderosos intereses
de los comerciantes peninsulares que ejercen el monopolio comercial y que ven en la
supresión de la Trata un golpe profundo a sus fortunas. Esta oposición del principal sector
económico peninsular y la ya prolongada perdida de influencia y participación de los
productores criollos en los asuntos de la administración colonial condicionarán un grado de
antagonismo altamente peligroso para la lealtad de la elite económica cubana a España.
La respuesta española fue enérgica, triunfadora. No se les escucha, se les niega participar a
los Diputados cubanos en las Cortes Españolas de 1837, y hasta el destierro de José
Antonio Saco sirve al propósito de neutralizar esta actitud reformista.
Por otra parte, el negro cubano estuvo dormido con relación a sus hermanos de Haití. Allá
se revolvieron contra los blancos y contra Francia; hicieron la revolución, obligando al
mismísimo Napoleón Bonaparte a admitir y reconocer su independencia. El esclavo
cubano, si bien escenificó pequeñas revueltas, rápidamente sofocadas, estuvo lejos de ser el
protagonista principal de deshacer el yugo colonial español. Pero el esclavo cubano, sin
embargo, tendrá oportunidad de asombrar al país y estremecer a la sociedad blanca
esclavista. Entre 1837 y 1845 la historia de Cuba es en primer orden la historia de la
rebeldía negra antiesclavista. La represión de las autoridades coloniales y la colaboración y
participación en ella de los grandes plantadores cubanos, ahogará las conspiraciones que se
susciten. Los negros nuestros cuentan entonces con el aliento y el apoyo de Inglaterra,
otrora reina del Tráfico Negrero y ahora, bajo el influjo de la revolución industrial, enemiga
de la Trata y de la esclavitud misma.
La rebeldía negra, pese a ser vencida, contribuyó a que España prohibiera efectivamente la
Trata.
A partir de los años cuarenta, se iniciará en la isla, con la participación de la elite
económica y de otros sectores ilustrados, un aventurado, arriesgado, alarmante, amenazador
para la propia nacionalidad cubana, y de resultados incalculables, movimiento anexionista a
los Estados Unidos que estará en boga hasta mediados de los años cincuenta. La idea de
separarse de España se hace predominante, agresiva, violenta, pero, lamentablemente, su
Norte enfila hacia los Estados Unidos y no a dotar a Cuba de independencia nacional.
Algunos acontecimientos condicionarán el nacimiento y extensión de este movimiento.
Inglaterra, empeñada en crear condiciones de competitividad entre su azúcar, fabricado en
las colonias inglesas con mano de obra asalariada, y el azúcar de España producida por
mano de obra esclava, arremete contra la esclavitud. Dada su influencia sobre Espartero,
logró que el gobierno madrileño comenzara a trabajar en dirección a libertar a los esclavos
introducidos en Cuba después de 1820. En Cuba acataron, pero no cumplieron las
indicaciones de preparar condiciones para liberar a los esclavos. Los propietarios
reaccionaron buscando auxilio y garantías a sus propiedades. Los Estados Unidos
conservaban la esclavitud en el Sur, y no se mostraban débiles frente a Inglaterra. La
separación de España y su incorporación a los Estados Unidos será el ideal político de
muchos plantadores cubanos. Salvar la esclavitud es su móvil.
Algunos, ilusos, creen de buena fe que la anexión a los Estados Unidos puede ser el primer
escalón para acceder a la independencia; otros, deslumbrados por la fortaleza económica y
el progreso de la sociedad norteamericana, por la vitalidad y estabilidad de sus instituciones
y por el encomiable ejercicio de las libertades y la democracia representativa, creen que la
incorporación de Cuba a los Estados Unidos es la garantía de disfrutar de tales provechos
públicos, y no la incorporación al modelo de República hispanoamericana, carcomidas por
la corrupción, la tiranía y el retraimiento económico.
España es frágil. En 1817 vióse compelida a firmar un acuerdo con Inglaterra prohibiendo
la Trata de negros a partir de 1820, y no lo había cumplido. Los plantadores cubanos, a la
altura de 1840 y años siguientes se oponen a la Trata, pero temen que la actividad inglesa,
que con el Cónsul Turnbull alcanza expresiones inusitadas y alarmantes, obligue a España a
decretar la abolición de la esclavitud, cuestión que se había discutido arduamente en
distintas ocasiones. Si España sucumbe a las presiones inglesas es la ruina. La
independencia de la isla, que presupone la violencia y el peligro de rebelión negra, no es el
camino adecuado para conjurar el peligro inglés. La independencia es la destrucción. Y
seguir bajo el dominio español es peligroso para los negocios.
Próximos a las costas cubanas, los Estados Unidos, que se amplían territorialmente a costa
de las potencias europeas y de México, que progresan aceleradamente y que conservan la
esclavitud más extrema en los estados del Sur, es la salvación que encuentra la burguesía
cubana. Ofrece la nación del norte esplendor económico, libertad de comercio y seguridad
frente a las potencias europeas y los negros rebeldes. A los Estados Unidos, pues, mira la
sacarocracia cubana.
Será una época jalonada por sucesivas sublevaciones de esclavos, algunas de ellas
inspiradas por Inglaterra, ahogadas a sangre y fuego, y por diversas conspiraciones y
maniobras anexionistas, reunidas en el fracaso también. Estados Unidos quiso comprar a
Cuba, y España se negó. Washington no consideró conveniente por entonces violentar la
incorporación de Cuba a la Unión Norteamericana. El Norte, industrial, preocupado por la
fuerza del Sur, agrícola y esclavista, evitó ensanchar la Unión de tal suerte que el Sur se
fortaleciera.
Con el respaldo de los estados sureños, de personalidades esclavistas que después
alcanzarían celebridad en la guerra de secesión, los proyectos anexionistas en los que se
involucraron cubanos y norteamericanos, principalmente, fueron muchos, y todos
fracasaron, incluso el de mayor resonancia, el del general Narciso López. Para simbolizar el
movimiento de López fue diseñada una bandera a semejanza de la del Estado de Texas,
aquel que desprendido de México a la "cañona" fue anexado a los Estados Unidos, a
"petición" de sus ciudadanos. La estrella solitaria de la bandera nacional de Cuba, que con
tanto orgullo hoy se iza y se enarbola por los cubanos como símbolo de su identidad y su
soberanía nacional, fue concebida para ser incorporada a la constelación norteamericana, a
la bandera de las barras y las estrellas. Sobre ello volveré.
Abrazo del ideal Independentista
La burguesía cubana no quiere la guerra. La evita. Por eso, con vacilaciones, apela a la
anexión. Lo hace con torpeza y en voz alta conspira, casi que de a propósito, como para que
España se asuste con la eventualidad, y cuando España, temerosa de perder Cuba, suaviza
su intransigencia y permite transitoriamente ciertas posibilidades de expresión y diálogo, la
burguesía cubana abandona el propósito anexionista y busca, dentro de los cauces,
limitados y poco fructíferos, que permite España, las viejas reformas, incorporando una
nueva actitud frente al antiguo y lacerante problema de la esclavitud. Entrados los años
sesenta, la sacarocracia quiere nada más y nada menos que la abolición de la esclavitud.
Por supuesto, ello obliga a adentranos en las razones para tal cambio de actitud. El avance
incontenible de la tecnificación en la industria azucarera (cuya importancia relativa
aumenta al disminuir la producción cafetalera), cuyas perspectivas son de una rápida
profundización, lo que conduce inexorablemente a reducir el número de hombres en la
industria y exige una adecuada preparación técnica para los que permanezcan laborando o
se incorporen, lo que de hecho descalifica a los negros esclavos. El esclavo se hace
incosteable e innecesario para la industria azucarera. Al esclavo es preciso sostenerlo todo
el año, todo el tiempo con independencia de las ganancias que reporte el mercado donde los
precios del azúcar suelen alterarse con rapidez. Y la mano de obra asalariada tiene la
ventaja de ser contratada teniendo en cuenta las contingencias de la producción y del
mercado, sin que su valor sufra grandes modificaciones. De concederse la libertad a los
negros esclavos, estos, numerosos, incultos, desamparados, tendrían que trabajar la tierra,
cultivar y recolectar la caña por salarios de hambre, inferiores a los que costaría sostenerlo
en estado esclavo.
A esta razón económica será preciso sumar que ya para entonces ser esclavista es un
estigma que conviene sortear. La esclavitud, en todas partes, es rechazada. En Europa,
adonde tanto miran y viajan los criollos adinerados, son escasos y cada vez menos
influyentes los que defienden la institución. En América Latina (denominación que nace
por entonces para referirse a la América no anglosajona), no se practica. En los Estados
Unidos, en el transcurso de la cruentísima y bárbara guerra de secesión, el Presidente
Abraham Lincoln la ha abolido.
Improductiva, anacrónica, vituperada por tirios y troyanos, por un mosaico cultural e
intelectual abigarrado, no queda más alternativa que clamar contra ella. Y eso es
precisamente lo que hará la plantocracia criolla a partir de los años sesenta. Pero como en
esclavos está invertida la fortuna de los esclavistas, una abolición rápida y sin
compensación económica supone la ruina. Es entonces que la burguesía cubana ensaya y
pide a la metrópoli igualdad política, libertades económicas y comerciales, autogobierno (lo
de siempre) y supresión gradual y con indemnización de la esclavitud. Quiere, en labios de
su principal vocero, José Morales Lemus el fin de la esclavitud sin afectar sus fortunas. La
oportunidad de las reformas siempre pedidas y siempre negadas se abrieron en Cuba a
partir de 1859, con la designación de Francisco Serrano, Duque de la Torre, como Capitán
General de la Isla, y se cerrarán cuando a raiz de la Junta de Información Hispánica de 1866
los sectores ricos criollos no satisfagan sus expectativas reformistas.
Los cabildeos introducidos por Serrano con los sectores criollos, sus variados gestos de
simpatias con algunas de las demandas reformistas, asi como el consentimiento dado para
que estos contaran con un periódico, introdujo el optimismo entre los criollos. Como
consecuencia de todo ello fue formado en La Habana, con ramificaciones por la isla, un
"Círculo Reformista", a la vuelta de muy poco tiempo Partido Reformista. Adquirieron el
periódico El Siglo y trabajaron en un programa de reformas, siempre respetando la
soberanía de España. El relevo de Serrano por el general Domingo Dulce no alteró el clima
reformista de la isla. Es más, el discurso de Serrano, en su condición de Presidente del
Senado Español, en 1865, clamando por reformas en el régimen colonial de Cuba y Puerto
Rico, fue acogido con entusiasmo, de lo cual se desprendió una exposición de reformas
avaladas por veinte mil firmas de los sectores pudientes e ilustrados de Cuba. En Madrid
parecía haber voluntad de cambio. Se convocó a una Junta de Información, integrada por
personas de prestigios, conocedoras de los asuntos de las colonias, que debían dotar al
Gobierno español de la información apropiada para la mejor toma de decisiones
reformistas.
Entre octubre de 1866 y abril de 1867 trabajaron los comisionados; 16 en representación de
Cuba, de los cuales, 14 eran criollos. Ellos se expresaron favorables a una emancipación de
los esclavos, gradual y con indemnización a los propietarios, aunque favorables a una
erradicación total de la Trata; sostuvieron que debía fomentarse la inmigración blanca y
proceder a sustituir el trabajo de los negros esclavos por el de hombres libres, de ser
blancos, mejor; propusieron la libertad de comercio; la supresión del derecho diferencial de
bandera; el relevo de la política impositiva indirecta por un tributo directo sobre los
capitales invertidos; la separación del mando militar y civil en la colonia; la creación de
órganos deliberativos en la colonia; reconocimiento, traslado y respeto por las libertades,
derechos y garantías constitucionales de que disfrutaban los españoles.
Cambios políticos en España condicionaron que las peticiones cubanas fueran desoídas, por
el contrario, se crearon nuevas cargas impositivas, dañinas al ya lesionado interés criollo, y
el gobierno de Dulce, conciliador y tolerante, fue relevado por el general Francisco
Lersundi, el que apenas tomó posesión adoptó una serie de medidas para restringir las tibias
libertades y oportunidades de expresión que se habían venido permitiendo a los criollos. La
Junta de Información fue el último intento -de muchos anteriores- de la burguesía insular
por entenderse pacífica y políticamente con España; y fracasó torpemente; fracaso del que
emergerá, radical y rebelde, madura, abogando por la independencia nacional un sector de
la burguesía cubana. Nuestra nacionalidad estaba a punto.
La relación colonial entre España y Cuba estaba condenada a la ruptura violenta. España,
que no había sido capaz de servir de mercado principal para el azúcar y el café, que no
aportó el proceso industrial de refinación, ni el transporte marítimo, ni posibilidades de
comercialización por Europa y otros confines, todo lo contrario, que estableció un rígido
monopolio comercial, que no aportó saber y tecnología productiva, y que negó la
autonomía y la igualdad de derechos a la colonia, tendría que ser echada. El boom de la
economía de plantación había creado, finalmente, una dimensión cultural de ruptura. El
proceso había sido largo y complejo, pero en 1868 había llegado al momento de explosión.
El alzamiento de "La Demagua"
Tres meses después del fracaso de la Junta de Información, comenzaron a darse los
primeros pasos de gigante en la conspiración independentista. En Bayamo fue creado un
Comité Revolucionario dirigido por Francisco Vicente Aguilera, posiblemente el
terrateniente esclavista más acaudalado de la región oriental. Numerosos miembros de la
elite económica y de personas ilustradas de aquel medio se sumaron a los propósitos
separatistas. A través de la masonería y del envío de delegados personales de Aguilera,
Figueredo y otros encartados, la conspiración se extendió por Oriente, Camagüey y otras
regiones de Cuba. Delegados de los comités revolucionarios de Oriente y del comité
revolucionario del Camagüey se reunieron a instancias de Aguilera en agosto de 1868 en la
finca San Miguel del Rompe, en Las Tunas. Salvadas la disparidad de criterios del delegado
por Manzanillo, Carlos Manuel de Céspedes, y los representantes de Camagüey, acordaron
desencadenar el movimiento insurreccional el 3 de septiembre; fecha que días después, a
instancias de Aguilera y sus compañeros de Bayamo fue transferida para el año de 1869, al
término de la zafra azucarera, de la cual pensaban obtener los recursos financieros con los
cuales pagar las armas y pertrechos necesarios para la futura guerra.
Sin embargo, el comienzo no esperó hasta el año 69 como eran los deseos de Francisco
Vicente Aguilera, el líder del movimiento revolucionario de los patricios orientales. Carlos
Manuel de Céspedes, abogado de 49 años, propietario de un ingenio de azúcar y de
esclavos, que en San Miguel del Rompe había defendido e impuesto el criterio de comenzar
cuanto antes la insurrección, tomando las armas del enemigo, se reunió con los
manzanilleros en el ingenio El Rosario, el 6 de octubre y acordaron dar inicio a la guerra el
14. De hecho, Céspedes, sin experiencia política, se convertía en la persona clave de la
revolución.
Significado por conspirador ante las autoridades coloniales, el Capitán General ordenó su
detención. Avisado, el 10 de octubre, Céspedes convocó para su ingenio La Demajagua a
los comprometidos, a los que arengó; hizo tocar las campanas del ingenio, convocando a
los negros esclavos, a los que en el acto declaró hombres libres; presentó la bandera que
estimaba debía presidir la República; y leyó un Manifiesto redactado por él y aprobado por
los jefes revolucionarios de la zona de Manzanillo, donde se exponen las razones para
recurrir a la violencia contra España y la doctrina del movimiento revolucionario. Escribió
Céspedes:
Nosotros consagramos estos dos venerables principios: nosotros creemos que todos los
hombres somos iguales; amamos la tolerancia, el orden y la justicia en todas las
materias; respetamos las vidas y propiedades de todos los ciudadanos pacíficos aunque
sean los mismos españoles, residentes en este territorio; admiramos el sufragio universal,
que asegura la soberanía del pueblo; deseamos la emancipación, gradual y bajo
indemnización, de la esclavitud, el libre cambio con las naciones amigas que usen de
reciprocidad, la representación nacional para decretar las leyes e impuestos y, en
general, demandamos la religiosa observancia de los derechos imprescindibles del
hombre, constituyéndonos en nación independiente, porque así cumple a la grandeza de
nuestros futuros destinos, y porque estamos seguros de que bajo el cetro de España
nunca gozaremos del franco ejercicio de nuestros derechos.
Carlos Manuel de Céspedes
En esta actitud hay muchísimo simbolismo. Bien puede aceptarse el criterio histórico de
que la rebelión iniciada en La Demajagua es el grito de guerra de una clase exasperada por
la reticencia metropolitana a hacer reformas, jugándose a la carta de la guerra su destino.
La burguesía cubana en la región centroriental de la isla liderea la pretensión
independentista. Ella conspira y organiza, convoca, impulsa, se lanza a la pelea arrastrando
a otros sectores sociales cubanos. Los prohombres iniciales de la revolución
independentista serán hacendados, terratenientes o personas de profesiones liberales muy
ligados a los círculos burgueses en caso de no pertenecer al mismo. Descuellan, en Oriente,
Francisco Vicente Aguilera, Carlos Manuel de Céspedes, Pedro Figueredo, Francisco
Maceo Osorio; en Camagüey, Augusto Napoleón Arango, Salvador Cisneros Betancourt,
Ignacio Agramonte, y otros muchos hombres de fortuna. Hasta el vocero principal del
reformismo cubano, José Morales Lemus, se incorpora a la revolución.
No faltará una estela de nombres prominentes y de personalidades político-militares de
notable influencia de otros sectores sociales, pero en un segundo momento de la guerra. Es
de justicia que se diga en voz alta que son los grandes intereses azucareros y ganaderos de
Oriente y Camagüey quienes inician la guerra contra España. Claro, la burguesía criolla,
blanca, puede convocar y organizar la guerra, pero no la puede hacer sola. Negros esclavos,
liberados en los ingenios y fincas, en el campo y la ciudad, se integran al Ejército
Libertador. Negros en condición de hombres libres antes de iniciarse las hostilidades serán
jefes o soldados mambises. Mulatos de diferentes posiciones económicas, de profesiones u
oficios diversos, asumirán roles relevantes en el mando militar en el campo rebelde.
Humildes campesinos, blancos, cubanos o peninsulares, se sumarán masivamente a la
campaña. Hombres y mujeres libres; hombres y mujeres esclavos. Blancos y negros.
Cubanos, peninsulares, canarios, chinos, dominicanos, norteamericanos, de muchas
naciones de América. Todos se integraron a la revolución.
En la medida que la guerra avance, el rol de la burguesía cubana mermará a favor de otros
sectores sociales de extracción popular, los que por su número y protagonismo bélico se
convierten en la fuerza principal. Pero lo cierto es que a ella corresponde el gran debate
ideológico que se vivirá en las filas insurrectas. Y al Manifiesto dado a conocer por
Céspedes en La Demajagua corresponde el mérito de ser el detonante. Su autoridad será
discutida, socavada, relevada en los próximos años. En ello funcionará de causa la
disparidad ideológica de los elementos directores del movimiento rebelde. Céspedes, con
sus disposiciones y actitudes, erradas, avivará el fuego de la pugna.
En el Manifiesto de La Demajagua más que el pensamiento de un revolucionario radical,
convencido, parece el programa de un reformista frustrado que se inclina por la separación
de la metrópoli, de la que ya no espera nada. Ciertamente, entre el Céspedes que minutos
antes, a repique último de las campanas del ingenio, reune a los negros esclavos y les
otorga la libertad sin titubeos y el que proclama que la esclavitud de la revolución ha de ser
gradual y con indemnización, hay un abismo. Con sus esclavos actúa por sus sentimientos y
parecer, con los ajenos cree conveniente conducirse con aplomo, conservadoramente; en
ello hay un propósito que resultará fallido: atraer a la revolución a los de su clase, evitar
que la revolución los asuste con una abolición de la esclavitud de la que resulte su ruina.
Parece ignorar Céspedes que la guerra que inicia no ofrece la posibilidad de hacer la
revolución aspirando a sepultar la esclavitud con provecho o resarcimiento.
Haber tomado la iniciativa en Manzanillo ubicó a Céspedes en la jefatura de la revolución.
El Manifiesto de la Junta Revolucionaria de Cuba, (organismo que nunca existió y en
nombre del cual Céspedes proclama el 10 de octubre una política de guerra provocadora de
rivalidades, desconfianzas y encontronazos), convierte a Céspedes, terrateniente, de 49
años, en "General en Jefe", en jefe civil y militar, con mando único. Por supuesto, con la
complejidad social y territorial de la revolución, el mando único, ejercido inconsultamente
por un terrateniente que no era propiamente el líder natural de la conspiración, no tenía
futuro. Ya veremos como se combate esta actitud cespedina y cuales nefastas
consecuencias tiene el remedio.
Céspedes tiene la pretensión de que la guerra se haga sin afectar las propiedades de los
"pacíficos"; táctica política que pretende ganar a la revolución el favor de los de su clase.
Fracasará por partida doble: la revolución se hará aplicando la tea incendiaria y liberando a
los esclavos sin condiciones, porque la marcha de la guerra lo impone así o porque lo
rechaza el sector más radical; y la clase rica se sumará tibiamente a la revolución, más en
Oriente y Camagüey que en el occidente cubano, más rico y más esclavista. El mismo
abandonará estas tácticas en un proceso de radicalización sui generis.
El precipitado alzamiento de La Demajagua, cuya primera acción de armas en Yara resultó
un fracaso, condicionó la sucesión de alzamientos y acciones militares. En Bayamo, donde
radicaba el centro de la conspiración revolucionaria, una rápida reunión posibilitó que se
impartiera la orden de secundar el movimiento de La Demajagua. El 13 de octubre Dónato
Mármol tomó Jiguaní; simultáneamente fueron tomados los pueblos de Santa Rita, El
Horno, Guisa, El Dátil, Cauto Embarcadero y Cauto del Paso. Francisco Vicente Aguilera
reunió a los empleados y esclavos de una de sus fincas y formó un destacamento de 150
hombres, los que subordinó -subordinándose él mismo en días posteriores- a Carlos Manuel
de Céspedes. Vicente García atacó las Tunas. Estos alzamientos impidieron que las fuerzas
españolas procedieran con energía contra Céspedes, cuya tropa quedó dispersa después del
ataque a Yara. Con el auxilio de un ex-oficial español, de origen dominicano, Luis
Marcano, reunió y organizó militarmente a sus hombres, con los cuales produjo la captura,
en la tercera decena de octubre, de la importante ciudad de Bayamo.
La toma de Bayamo permitió a Céspedes hacerse de armas para casi un millar de sus
hombres, pero sobre todo le ganó el reconocimiento de General en Jefe de la revolución y
un gran prestigio popular. Sin embargo, nuevos equívocos de apreciación y cálculo político
incorpora Céspedes a su hoja de servicios a la revolución. Para dotar, quizás, a la
insurrección, en todos lados sinónimo de anarquía y arbitrariedad, de un "halo de autoridad,
de orden, cuyos réditos debían venir mediante la adhesión satisfecha y confiada de los
asustadizos hacendados", y nunca por vanidad, Carlos Manuel de Céspedes firmó varias
disposiciones como Capitán General del Ejército Libertador de Cuba. Ninguna simpatía
podía levantar tal encumbramiento, porque si bien podía servir para transmitir confianza a
sus pares de clase, concitaba fundados temores a los que rechazaban el peligro de dictadura
que él encarnaba dentro de la revolución y se ganaba la antipatía de los más humildes, que
veían tras la fígura de los Capitanes Generales el ejercicio arbitrario del poder. El 12 de
noviembre de 1868 ordena juzgar y fusilar a los miembros del Ejército Libertador que
atentaran contra la propiedad de los pacíficos y también a los que se introdujeran en las
haciendas para sublevar o extraer las dotaciones de esclavos. Y en 27 de diciembre ordena
que solamente se reconozca y admita la libertad de los esclavos de aquellos hacendados que
se conduzcan abiertamente contra la revolución y de los que lo consientan.
Es obvio que Céspedes pretende atraer a los terratenientes cubanos. No lo logrará. Por el
contrario, se hará vulnerable a los ataques del sector más radical de la burguesía criolla que
se incorpora a la revolución. El, tan enérgico y resuelto para desafiar a España, se muestra
conservador para enfrentar el problema más importante en los campos de Cuba: la
esclavitud. La contradicción entre sus actos personales y las disposiciones que emite como
General en Jefe son manifiestas. Afortunadamente.
Pero aún habrá otra actitud de Céspedes en Bayamo que produzca roces en el futuro. Para
halagar el sentimiento católico de los cubanos, especialente el de la burguesía, logró que en
la iglesia de Bayamo fuera bendecida la bandera de La Demajagua, acudiendo en persona
para recibir los honores como jefe del nuevo gobierno. El Te deum habido en Bayamo
impulsó a Céspedes a concebir también que la revolución podía contar con el favor de la
Iglesia Católica. El laicismo de la revolución quedó en ascuas.
Extensión de la Guerra
La captura de Bayamo impulsó a la pelea a muchos indecisos. Bayamo quedó como capital
revolucionaria, conservada en manos insurrectas hasta el mes de enero, gracias, entre otros
factores a la pericia militar de dos dominicanos con historiales de servicio en el Ejército
que España usó para anexarse a Santo Domingo y que se sumaron a las tropas de Céspedes
en los primeros días de la insurrección: Modesto Díaz y Máximo Gómez, quien a la postre
se convertiría en el más importante jefe militar de la guerra de independencia cubana.
El inicio de las hostilidades en Oriente fue considerado como prematuro por los conjurados
camagüeyanos, partidarios de proveerse abundantemente de armas antes de lanzarse a la
pelea. Pese a tempranas acciones bélicas de Bernabé Varona y Augusto Arango, no fue
hasta el 4 de noviembre que Camagüey se sumó a la insurrección. En el Paso de las
Clavelinas, a escasos kilómetros de la ciudad de Puerto Príncipe, capital del Departamento,
se reunieron cerca de cien conjurados, organizando la tropa; simultáneamente los hermanos
Arango asaltaron y tomaron el poblado de Guáimaro. La posterior toma de San Miguel de
Nuevitas y Bagá convirtó a Napoleón Arango en el jefe militar del Camagüey. Poco
convencido del ideal independentista entró en negociaciones con el jefe de operaciones del
Ejército español, Conde de Valmaseda, con el propósito de que Camagüey abandonara el
camino de las armas a cambio de ciertas libertades. En Las Minas, a donde convocó a los
representantes revolucionarios del Camagüey para persuadirles de la conveniencia de
negociar con España, el proyecto contrarrevolucionario de Arango fue aplastado por un
joven y radical abogado, Ignacio Agramonte y Loinaz, que le impugnó fieramente: Cuba
no tiene más camino que conquistar su redención, arracándosela a España por medio de
las armas.
Agramonte estaba llamado a ser también el más enconado impugnador de las tesis
conservadoras de Carlos Manuel de Céspedes. Decidida la continuación de la guerra, los
camagüeyanos nombraron un Comité Revolucionario de tres miembros, integrado por el
mismo Agramonte, por Salvador Cisneros Betancourt y por Eduardo Agramonte. En
febrero de 1869 su composición se amplío a cinco personas, denominándose entonces
Asamblea de Representantes del Centro, que fue la gran impugnadora de las posiciones
conservadoras de Céspedes. El 28 de noviembre, dos días después de la reunión de Las
Minas, tuvo lugar el primer combate de envergadura, contra el Conde de Valmaseda, quien
comenzaba su demorada marcha hacia Oriente con el propósito de recuperar la ciudad de
Bayamo.
Por su parte, en La Habana los ecos de La Demajagua no se hicieron esperar. Fue
constituida una Junta de Laborantes (Comité Revolucionario), dirigida por José Morales
Lemus. Dada su rica extracción social, no tuvieron contratiempos para enviar dinero para
financiar la insurrección de Camagüey y Oriente. Un muy selecto grupo de jóvenes
radicales, de la clase culta y que tendrían mucho relieve en la guerra, fue embarcado hacia
Nassau, Bahamas, de donde zarparon hacia Cuba en la goleta Galvanic, la primera
expedición que trajo (diciembre de 1868) un alijo de 3 000 fusiles y aproximadamente un
millón de tiros; financiados fundamentalmente por el hacendado camagüeyano Martín
Castillo. El laborantismo produjo en La Habana una gran agitación ideológica; y en el año
1869, sus líderes, se trasladan a los Estados Unidos, entregados a la tarea de organizar y
enviar expediciones al campo insurrecto.
En febrero de 1869 Las Villas se incorpora a la revolución. El 7 de febrero hubo
alzamientos en Santa Clara, Remedios, Sagua, Cienfuegos, Trinidad, Sancti Spíritus,
Manicaragua. El procurador Miguel Gerónimo Gutiérrez fue nombrado jefe del
movimiento villareño; el hacendado Joaquín Morales fue designado General en Jefe, y el
polaco Carlos Roloff, como Jefe del Estado Mayor.
Hasta diciembre de 1868 el campo insurrecto, virtualmente, sólo conoció de sonrisas. Pero
al comenzar el año de 1869 la revolución fue puesta a prueba en Oriente. Junto al río
Saladillo las fuerzas cubanas de Donato Mármol fueron destrozadas por los casi tres mil
hombres del Conde de Valmaseda, y aprovechando el caos reinante entre los mambises
avanzaron velozmente sobre Bayamo. En asamblea pública, los revolucionarios acordaron
incendiar la ciudad (una de las primeras villas fundadas por los españoles en Cuba), antes
de abandonarla. El 12 de enero Bayamo fue reducida a cenizas por el fuego implacable de
sus habitantes y las huestes mambisas. Valmaseda tuvo que ordenar la construcción de
barracas para poder poner bajo techo a sus hombres.
El debate ideológico en la revolución
La pérdida de la ciudad y la inestabilidad en la residencia del mando rebelde, hizo que
apareciera, en serio, la primera tentativa de despojar a Carlos Manuel de Céspedes del
mando supremo de la revolución. El plan de sus enemigos políticos consistía en desconocer
a Céspedes, reconociendo como nuevo jefe de la revolución a Donato Mármol. Francisco
Vicente Aguilera, que a su vez se había visto desplazado por Céspedes de la conducción de
la lucha, se opuso a la componenda. La resolución con que Céspedes procedió y la propia
actitud de Donato Mármol, evitaron que la revolución fuera deshecha por la desunión
prematura. Este conato de sedición será el preámbulo de las tormentas que ha de soportar la
unidad insurrecta.
Carlos Manuel de Céspedes se ganó muchos enemigos políticos, y su política de guerra,
con extremos conservadores, permitió que se le hostigara. Con la revolución iniciada en
Las Villas, Camagüey y Oriente y una notable emigración revolucionaria, dos ideas
contrapuestas entraron a pulseo: de una parte, el proyecto cespedino de mando único,
centralizado, identificado por muchos como dictadura; del otro, el proyecto defendido con
entusiasmo por los revolucionarios del centro (al que se habían sumado jóvenes radicales
de la capital) de que la insurrección debía contar con un gobierno civil al que estuviera
supeditado el mando militar. Céspedes creía y quería que la unidad revolucionaria se
lograría aceptando el mando que él representaba, unipersonal, centralizado; los
camagüeyanos, con notable influencia sobre los villareños, (inicialmente inclinados a
Céspedes), estaban de acuerdo en aceptar en función de la unidad preconizada que
Céspedes ocupara la jefatura civil o la militar, la que él escogiese, pero nunca las dos; en
definitiva, el poder debía estar en manos de una asamblea de notables. En realidad ambas
experiencias ya estaban ensayadas a raiz de los alzamientos respectivos.
Una condición básica, en la que todos estaban de acuerdo, y que constantemente era
demandada desde la emigración como prerequisito para obtener apoyo internacional, era la
unidad de los disímiles grupos revolucionarios alzados. No hubo un plan de insurrección
articulado de un centro, por lo cual la unidad de la revolución tenía que lograrse sobre la
marcha. La pérdida de Bayamo y los reveses sufridos en los primeros meses del 69,
convencieron a Céspedes de que era preciso la unidad, y que no la iba a obtener a través del
mando único. Así que cedió, conviniendo en aceptar la convocatoria a una asamblea
democrática de representantes de las regiones incorporadas a la revolución. En Guáimaro,
transcurridos seis meses exactos del alzamiento de La Demajagua, tuvo lugar (10 de abril
de 1869) la Asamblea Constituyente de la República en Armas.
La tarea de redactar la Constitución fue encargada a los patriotas Ignacio Agramonte y
Antonio Zambrana. El primero, camagüeyano; el segundo, habanero incorporado a la
revolución en Camagüey. Jóvenes. Formados en la Universidad de La Habana, y
permeados de ideas liberales, radicales. La oposición a Céspedes se hizo en toda la línea.
Frente al criterio cespedino de una abolición de la esclavitud gradual, con indemnización y
con el consentimiento de los esclavistas, refrendaron que la política de la revolución sería
liquidar la esclavitud donde la hallara. El artículo 24 de la Constitución quedó formulado en
los términos siguientes: Todos los habitantes de la República son enteramente libres. Esta
postura de los camagüeyanos databa de febrero de ese año cuando la Asamblea de
Representantes del Centro, que ejercía con carácter colegiado el mando de la insurrección
en Camagüey, proclamó una abolición rápida y sin consentimiento de los amos, sólo con
indemnización, cuestión esta harto difícil de ejecutar dadas las condiciones de guerra
existentes y la carencia de fondos para tal empeño.
La pretensión de vincular la revolución a la Iglesia católica fue rechazada con elegancia y
prudencia dignas de elogio. Para que la República en Armas naciera laica los constituyentes
se abstuvieron de pronunciarse sobre la cuestión religiosa, con lo que evitaron herir el
sentimiento católico mayoritario. La única referencia constitucional al asunto es la
imposibilidad del futuro legislativo mambí de atacar la libertad de cultos, que reconoce y
ampara.
Pero la gran derrota de Céspedes en Guáimaro será en cuanto a su propósito de que hubiese
mando único, capaz de llevar a rápido y buen término la guerra. El lo había ejercido en
Oriente, no sin desafios de otros jefes insurrectos; pero por varias razones no tenía
posibilidad de convencer a los constituyentes de la conveniencia de su propósito.
Primero: carecía de aptitudes personales para, en todo caso, ser la persona que los demás
reconocieran como jefe indiscutido en lo civil y lo militar, pues no había obtenido hasta la
fecha una resonante victoria militar (la toma de Bayamo no es propiamente el resultado de
su pericia o genio bélico) y porque políticamente era inexperto.
Segundo: los temores a la dictadura eran totalmente fundados. El caudillismo en las guerras
por la independencia de América y la misma experiencia republicana posterior probaban
que la dictadura acechaba constantemente tras los hombres fuertes.
Agramonte y Zambrana calcularon que puesto a escoger entre ejercer el gobierno civil o el
mando militar, Céspedes optaría por ser designado Presidente de la República en Armas.
Así que la Constitución fue redactada de manera tal que el poder verdadero no recayere en
el Presidente, sino en el legislativo de la República, con lo cual neutralizaban de antemano
cualquier ínfula dictatorial de Carlos Manuel de Céspedes. El nombramiento del Presidente
era atribución de la Cámara de Representantes. El Presidente estaba investido de facultades
constitucionales para desaprobar o vetar las leyes acordadas por la Cámara, pero si se
acordaba por segunda vez, el Presidente estaba obligado a sancionarla. La designación del
General en Jefe no era atribución del Presidente, sino de la Cámara. La independencia del
Poder Judicial se aseguraba a través de la organización acordada por el legislativo; igual
que la organización del Ejército Libertador. Y por último, y altamente nocivo en los años
futuros: a la Cámara de Representantes se le otorgó la facultad de destituir, "libremente", al
Presidente de la República y al General en Jefe.
El mando único no tenía ninguna viabilidad frente a los temores y desconfianzas de los
representantes, y tampoco Céspedes tenía madera para ejercerlo. Impedirlo era justificado,
justo. Pero el exceso de temor condujo a un equívoco instrumental costosísimo. En
Guáimaro nació una estructura republicana poco práctica y estorbo de la guerra que se
estaba haciendo a España. Un legislativo en la manigua, viviendo los embates de la
anormalidad de la guerra de movimientos continuos, reservorio de sectarismos e intrigas
políticas, lealtades personales, mucho estropeó la marcha de la guerra.
De Guáimaro nació la república en Armas. Carlos Manuel de Céspedes fue nombrado
Presidente. Manuel de Quesada, que había dirigido la expedición del Galvanic, fue
designado General en Jefe. A Francisco Vicente Aguilera, propuesto por Céspedes, se le
encargó la secretaría de guerra. Salvador Cisneros Betancourt, teniendo por secretarios a
Agramonte y Zambrana, quedó como Presidente de la Cámara; teniendo por Vicepresidente
al villareño Miguel Jerónimo Gutiérrez. El territorio de Cuba fue dividido en cuatro
estados: Oriente, Camagüey, Las Villas y Occidente.
Titubeos
Tras mostrarse más radicales que Carlos Manuel de Céspedes, los representantes del
Camagüey dieron pasos, en los cuales arrastraron a villareños y hasta al propio Céspedes,
que son de muy difícil lectura histórica, con los cuales negaron de cierta manera su
radicalismo anterior.
En Guáimaro se expresaron contrarios a cualquier mediatización de la abolición de la
esclavitud, pero meses después optarán por promulgar un Reglamento de Libertos, de
extraña textura ideológica y ninguna fortuna en su aplicación. El Reglamento de Libertos
establecía que los libertos que no se integraran como combatientes quedaban obligados a
contratarse como peones agrícolas, con patronos, o servir obligatoriamente en fincas que
previamente serían determinadas por los organismos de la revolución, sin percibir salario y
trabajando no menos de 9 horas diarias.
Pero donde más tibios y censurables se mostraron fue cuando días antes de la Asamblea de
Guáimaro, los directores de la guerra en Camagüey enviaron comunicaciones al general
Ulises Grant, Presidente de los Estados Unidos, y al general Banks, senador, expresando el
"deseo manifiesto de este pueblo a que la estrella solitaria que hoy nos sirve de
bandera fuera a colocarse entre las que resplandecen en la de los Estados de la
Unión". El asunto no fue discutido en la Asamblea de Guáimaro, pero inmediatamente
después los representantes del Centro hicieron que la Cámara de Representantes, con la
resuelta oposición de Eduardo Machado, acordara dirigirse a las autoridades de los Estados
Unidos en los términos siguientes:
Primero: comunicar al Gobierno y al pueblo de los Estados Unidos que ha recibido
una petición suscrita por un gran número de ciudadanos en que se suplica a la
Cámara manifieste a la Gran República los vivos deseos que animan a nuestro pueblo
de ver colocada a esta Isla entre los estados de la Federación Norteamericana.
Segundo: Hacer presente al Gobierno y al pueblo de los Estados Unidos que éste es
realmente, en su entender, el voto unánime de los cubanos y que si la guerra actual
permitiese que se acudiera al sufragio universal, único medio de que la anexión
legítimamente se verificara, ésta se realizaría sin demora.
Tercero: Pedir su apoyo al Gobierno y al pueblo de los Estados Unidos, para que se
retarde la realización de las bellas esperanzas que, acerca de la suerte de Cuba, este
anhelo de sus hijos hace sentir.
Carlos Manuel de Céspedes, que con dificultades había logrado conservar la jefatura de la
revolución y con ello salvar la necesaria y demandada unidad, aceptó el acuerdo de la
Cámara. El mismo fue despachado a manos del comisionado cubano ante las autoridades
yanquis, José Morales Lemus, el que, por razones no precisadas, no lo entregó al gobierno
de los Estados Unidos, quedando neutralizada la acción anexionista de algunos elementos
revolucionarios. Estos titubeos anexionistas se expresarán entre abril y julio de 1869.
Rápidamente serán superados. Y a lo largo de esta primera guerra no habrá otra expresión
colectiva de anexionismo. No la habrá en el futuro, salvo algunas posiciones adoptadas
cerrando el siglo por personeros aldamistas y por Tomás Estrada Palma, Delegado
Plenipotenciario de la República en Armas en Estados Unidos.
Es preciso informar de las razones que mueven a fíguras de la talla de Salvador Cisneros
Betancourt e Ignacio Agramonte a inclinarse temporalmente por la anexión de una Cuba
independiente a los Estados Unidos.
En la década de los años cincuenta el anexionismo camagüeyano fue sumamente activo, y
también épico. Joaquín de Agüero, persona muy querida y respetada en Puerto Príncipe
encabezó una de aquellas tentativas en 1851, logrando alzarse en armas. Fue apresado junto
a varios de sus compañeros, y llevado a juicio, defendió con entereza mayor sus ideas
anexionistas. Fue ejecutado. Con su muerte gloriosa ganó las simpatías más vivas para la
causa anexionista; en significativo señal de duelo las mujeres camagüeyanas se cortaron las
trenzas.
Por entonces, la burguesía cubana admira profundamente el sistema democrático de los
Estados Unidos, la fortaleza de sus instituciones republicanas, la libertad de comercio
propugnada allí, el progreso sostenido de los negocios, la abolición de la esclavitud, la
libertad de expresión; los Estados Unidos aún no han descubierto sus muchas manchas. Es
una nación acogedora de inmigrantes, y muchas apetencias territoriales satisfechas han sido
encubiertas bajo mantos distintos. Los Estados incorporados, cierto, han conocido el
progreso, y a eso es a lo que muchos han venido aspirando en Cuba. El abolicionismo
radical de Agramonte y sus compañeros había sido estimulado por el radical abolicionismo
de Abraham Lincoln. El apoyo prestado por España a los Estados del Sur y las simpatías de
la burguesía cubana por el Norte durante la guerra de secesión avivaron la esperanza de que
la revolución podía aliarse de buena fe con los Estados Unidos en el propósito de echar a
España de Cuba. Esperaban, no sin fundamentos, de que los norteamericanos apoyaran
decididamente a los cubanos en su empresa; mostrar intenciones, entonces, de unir la suerte
de Cuba a la de los Estados Unidos no habría de sorprender. La política hipócrita e
interesada de los Estados Unidos, entorpecedora de la guerra contra España, de apoyo a
ésta, mucho tuvo que ver en el desencanto anexionista de los revolucionarios cubanos.
En el minuto final de Guáimaro se tomó una decisión de trascendental importancia para la
historia cubana. El prestigio rebelde de Joaquín Agüero, que había enarbolado en 1851
como bandera de lucha la misma que Narciso López llevó a Cárdenas, hizo que la
revolución se iniciara en Camagüey teniendo por símbolo la bandera de la estrella solitaria
de López, que era bandera anexionista. La rivalidad ya explicada con Céspedes hizo que en
Guáimaro se acordara por mayoría que aquella fuera la bandera de la República en Armas,
la enseña nacional; y no la que Céspedes enarboló en La Demajagua que en propiedad
debía ser el símbolo de la independencia cubana.
Si hoy el origen anexionista de la bandera nacional cubana no arranca polémica y
divisiones entre los cubanos, entre los que se plegan a los Estados Unidos y los que le
desafían defendiendo los intereses nacionales, es porque, como dijera Martí, su
anexionismo fue lavado con sangre cubana independentista en los campos de batalla.
Política de guerra de España
Frente a la revolución cubana, dos actitudes se asumen desde el bando español. Los que
más estaban llamados a perder con la independencia de Cuba o con el otorgamiento de
reformas profundas, los peninsulares de la isla y algunos metropolitanos vinculados muy
estrechamente con los intereses comerciales monopólicos, eran partidarios de una guerra
total, aunque ello supusiera acudir a una política de exterminio; los españoles de la
península oscilaron constantemente, y nunca hubo unanimidad en las políticas de turno.
De 1868 y hasta 1876, aproximadamente, se siguió una política de confrontación en toda la
línea, acudiendo a sistemas bárbaros de represión. Los peninsulares de Cuba, organizados
en los cuerpos de voluntarios, impusieron su postura intransigente. Sólo al final de la
guerra, a partir de 1877, se ensayó una política que mantenía el esfuerzo desmesurado en el
campo militar con el tanteo y la negociación política, prometiendo reformas.
La revolución de septiembre de 1868 en España pudo haber supuesto el dique a la
expansión de la violencia desmedida. El general Francisco Serrano, de ascendencia y
simpatías en los sectores criollos, pudo haber pacificado la isla con reformas oportunas;
pero el temor justificado de que Isabel II encontrara en los peninsulares intransigentes de
Cuba, enemigos declarados de cualquier arreglo, aliados para sus afanes restauradores, o
que la isla misma fuera colocada bajo su soberanía, hizo que no se atrevieran a modificar la
política colonial extrema que se había seguido con el despótico Francisco Lersundi, Capitán
General. El demorado relevo de Lersundi tuvo por efecto que las esperanzas en un cambio
de política colonial se desvanecieran y la insurrección se extendiera. Cuando Domingo
Dulce fue enviado a pacificar la isla acudiendo a una política conciliadora ya se había
perdido la oportunidad; las pasiones estaban extremadas, disparadas. Los rebeldes, alzados
por todas partes del centroriente de Cuba, unidos en Guáimaro, rechazarían cualquier
arreglo que supusiera la paz sin independencia y sin abolición de la esclavitud; poderosos
esclavistas cubanos, hombres de negocios y comerciantes españoles, por su parte,
sostenedores fervorosos de la tiranía, se agrupan en el Casino Español y forman el Cuerpo
de Voluntarios, capaz de arrastrar al crimen judicial a España cuando para acallar a los
partidarios de la rebelión en La Habana hicieron ejecutar a sorteo a ocho estudiantes de
medicina bajo la ridícula acusación de haber jugado en el cementerio y rayado el panteón
de un periodista peninsular. El teatro Villanueva, el café El Louvre y el palacio de Aldama,
en La Habana, fueron mudos testigos de las ruidosas pasiones exacerbadas. Cientos de
familias acaudaladas de La Habana, temerosas de los desmanes de los voluntarios,
emigraron de Cuba.
La represión del movimiento insurgente y del sentimiento patriótico se hizo extremo. El
general Domingo Dulce, apenas desechó las esperanzas de llegar a un arreglo con los
rebeldes, recurrió a la máxima brutalidad política. Las órdenes impartidas a los jefes de
operaciones no dejaban dudas: España iba a defender la colonia aunque para ello tuviera
que recurrir a la inhumanidad más manifiesta; todo cabecilla, toda persona que
contribuyese al fomento y mantenimiento del movimiento revolucionario, todo médico o
maestro, abogado o escribano que fuera aprehendido con los mambises debía ser fusilado
en el acto. De igual manera, se fusilaría en el acto los que fueran apresados, en aguas
jurisdiccionales o mares libres próximos a Cuba, a bordo de expediciones que pudieran
servir al propósito de contribuir a promover o fomentar el estado de insurrrección. Días
antes de la Asamblea de Guáimaro, el conde de Valmaseda, emitió una orden general (de 4
de abril de 1869) cuyo contenido enuncia una política de guerra total, sin cuartel:
1.- Todo hombre, desde la edad de quince años en adelante, que se encuentre fuera de
su finca, como no acredite un motivo justificado para haberlo hecho, será pasado por
las armas.
2.- Todo caserío donde no ondee un lienzo blanco en forma de bandera, para acreditar
que sus moradores desean la paz, será reducido a cenizas.
3.- Las mujeres que no estén en sus respectivas fincas o viviendas o en casa de sus
parientes, se reconcentrarán en los pueblos.....
A partir de marzo de 1869 España reinició su política de deportación de Cuba de personas
significadas como sospechosas de separatismo. A los que se les probaba su participación en
el movimiento rebelde o cualquier vinculación con actividades que cuestionaran la
soberanía española. o que así fuese entendido por las autoridades coloniales, se le fusilaba o
se le reducía a prisión. De igual manera, las propiedades de los criollos acusados de
colaboración o participación en la insurrección fue severamente atacada.
Cuando las hostilidades se iniciaron, España no estaba preparada para una guerra que
involucrara a miles de insurrectos diseminados en pequeñas, medianas o grandes unidades
dislocadas a todo lo largo y ancho de la mitad oriental de la isla. Tampoco los cubanos
habían obedecido a un plan único, consolidado. Ello condicionó que en los primeros meses
de guerra el desenlace de los combates fuera de éxito alterno; pero pronto, a partir de la
contraofensiva iniciada por Valmaseda con la recaptura de Bayamo, la campaña se inclinó
hacia el bando español, que en poco tiempo logró duplicar sus fuerzas regulares, contar con
varias decenas de miles de voluntarios peninsulares y aproximadamente igual cifra de
guerrilleros cubanos. La mayor experiencia, preparación y entrenamiento militar y el
armamento más sofisticado y numeroso le favorecían.
Destitución del Presidente Carlos Manuel de Céspedes
En pocos meses de 1869 la insurrección en Oriente fue menguada; en Las Villas fue casi
exterminada, obligando a los insurrectos a penetrar en territorio del Camagüey en busca de
armamento; pacificada Las Villas el mando español ideó y concretó la construcción de una
línea militar (trocha) que dividiera de mar a mar, desde Júcaro hasta Morón, el territorio
recien pacificado del que aún se mantenía insurreccionado (Camagüey y Oriente). Hasta
1871, con razón denominado el "año terrible", las tropas cubanas estuvieron a la defensiva,
acosadas, batidas en muchas partes. Las diferencias políticas y personales habidas entre
Ignacio Agramonte y Carlos Manuel de Céspedes condujeron a que el primero dimitiera a
la jefatura militar del Camagüey, lo que coincidió con el inicio de una profunda ofensiva
española contra el territorio, con participación de las más selectas y combativas tropas. Los
éxitos de las armas españolas en la casi pacificada Las Villas, en el debilitado Oriente y en
el propio Camagüey terminaron por quebrar la voluntad de lucha de muchos indecisos o
timoratos, reduciendo las huestes cubanas a un tercio de su número inicial, lo que lejos de
perjudicarle, le favoreció, pues hizo sus unidades de combate más ágiles y aguerridas.
Apremiado, Céspedes covocó a Agramonte, líder natural, a reasumir el mando militar del
Camagüey, con lo cual se neutralizó casi de inmediato el desgaste revolucionario. Y se
pasó a la contraofensiva. Por otra parte, la experiencia militar anterior de varios extranjeros
mucho tuvo que ver en la reacción cubana que se hizo notar a partir de mediados del año
1871 en "la Vandée cubana", Guantánamo, cuando el dominicano Máximo Gómez
incorporó aquella rica región, hasta entonces inexpugnable por la existencia de numerosas
guerrillas sostenidas por los hacendados, muchos de ellos descendientes de los blancos que
habían huido de Haiti cuando la revolución de Toussaint L'Ouverture. La riqueza de la zona
fue destruida, ganándose un nuevo terrritorio para la revolución. A la sombra de Gómez
díose a conocer un joven y temerario oficial mulato que muy pronto haría historia,
convirtiéndose en el segundo jefe militar de la revolución: Antonio Maceo y Grajales.
Nuevas diferencias hacen que Céspedes retire del mando militar a Gómez, aunque sin
consecuencias de trascendencia inmediatas, pues Maceo ocupó con brillo su lugar. Durante
1872 la situación militar se invirtió: los cubanos, guiados por Agramonte, Calixto García,
Vicente García y Maceo, pasaron a la ofensiva, progresivamente. Agramonte, incluso,
preparaba la ofensiva de Las Villas. Pero el 11 de mayo de 1873 muere en Jimaguayú, con
lo cual recibió la revolución un golpe terrible, que no alteró el curso de la guerra, pero que
tuvo consecuencias políticas inmediatas.
La muerte de Agramonte, cuyas diferencias con Céspedes eran marcadas, hasta el grado de
haber implicado su renuncia temporal al mando del Camagüey e, incluso, la fijación de un
duelo personal entre ambos para cuando la guerra concluyera, iba a posibilitar que se
soltaran las pasiones de sus partidarios contra Céspedes, a lo cual él, con aguda inteligencia
política, se había opuesto, conteniendo a los que hubiesen optado por destituir a Céspedes.
Se respetaban, pese a haber chocado repetidamente; conocían sus diferencias ideológicas,
pero apreciaban la unidad de la revolución. La permanencia de Céspedes en el cargo de
Presidente de la República dependía de la voluntad de la Cámara, y ésta había estado
dominada por Agramonte o sus partidarios. La entereza de Agramonte, probada en los
campos de batalla y cuando reasumió el mando del Camagüey, salvó a Carlos Manuel de
Céspedes de ser marginado. Muerto Agramonte, su suerte estaba echada.
Las diferencias entre la Cámara y el Presidente eran insalvables. Se sabían adversarios
políticos. Los representantes, sabiéndose el poder real de la revolución no desperdiciaban
oportunidad de atacar. Todos los asuntos eran reglamentados (legislados) minuciosamente,
con lo cual reducían al mínimo el campo de creación del ejecutivo, el que minaban también
mediante la imposición al Presidente de sus secretarios de despacho. Céspedes, por otro
lado, seguía la política de evitar, en lo posible, las reuniones de la Cámara, lo que le
permitía recurrir a las facultades extraordinarias que estaban previstas para los períodos de
receso o clausura de la Cámara de Representantes.
Deponer a Carlos Manuel de Céspedes no era, en lo formal, asunto complicado, pues era
atribución de la Cámara deponer al Presidente "libremente". En todo caso, esta decisión
descansaría en dos elementos: primero, las consideraciones políticas de conveniencia que
hicieran aquellos diputados rebeldes; segundo, el respaldo de altos jefes militares o
caudillos a la decisión. Esto último estaba garantizado. Céspedes se había ganado las
antipatías de muchos jefes insurrectos, ya fuera por suspender o trasladar, sin explicación
de motivos, a jefes de tropa; reciente estaba el caso de Máximo Gómez, retirado de la
jefatura militar de la zona de Guantánamo, con el que últimamente mejoró las relaciones al
nombrarlo jefe militar del Centro en el cargo desierto tras la muerte de Agramonte; pero
sus relaciones con los otros dos jefes militares de relavancia del momento, Calixto García y
Vicente García, estabana deterioradas; la actitud equidistante de sus subordinados, el
ambiente de ceremonia que creaba en torno a él nunca fue visto con simpatías por la tropa
de extracción popular; con frecuencia creaba graves dificultades para el abastecimiento y la
seguridad a los jefes de tropa por el número elevado de funcionarios o personas que le
acompañaban. En fin, la destitución del Presidente de la República no iba a sublevar a la
tropa, y eso lo sabían los civiles de la Cámara.
Por otro lado, un soporte político en el que pudo apoyarse Céspedes, también se había
erosionado, teniéndolo adverso: Francisco Vicente Aguilera, el iniciador de la conspiración
independentista. Había estado inconforme con el alzamiento adelantado de La Demajagua,
pero no retrasó su propio pronunciamiento militar, y era contrario al mando único
establecido por Céspedes, pero se le subordinó con dignidad. Es más, no se sirvió del
desacato de Donato Mármol en Tacajó, sino que cooperó con Céspedes para sofocarlo. En
Guáimaro aceptó el cargo de secretario de la Guerra y la vicepresidencia de la República.
Aceptó que se le enviara al extranjero comisionado para organizar los avituallamientos al
Ejército Libertador. Pero no le perdonó a Céspedes que en 1872 lo destituyera de su cargo
de Vicepresidente para reemplazarlo por Manuel de Quesada, cuñado de Céspedes.
Francisco Vicente Aguilera se sumó, desde entonces, activamente a los que propugnaban la
destitución del Presidente.
El asunto se reducía a la fórmula legal. Le acusaron de haber violado repetidamente la
Constitución y las leyes de la República en Armas. Y le destituyen el 27 de octubre de 1873
en Bijagual, en la reunión de la Cámara de Representantes en los campamentos de la tropa
del general Calixto García. El Presidente de la Cámara, Salvador Cisneros Betancourt fue
elevado al cargo de Presidente de la República. A Calixto García le confiaron entonces el
mando militar de Oriente, lo cual desagradó al otro general García, Vicente, quien estaba
llamado a protagonizar poco después nuevas fracturas en la unidad revolucionaria.
Las rivalidades en el campo insurrecto se cobraron con cobardías políticas. A Céspedes le
denegaron la petición de marchar al extranjero y le retiraron la escolta. Negado a abandonar
el país sin autorización del Gobierno, se instaló en un campamento para inválidos y mujeres
en la Sierra Maestra, en San Lorenzo. El 27 de febrero de 1874 fue virtualmente cazado por
tropas españolas que invadieron el lugar; murió defendiéndose, solo. Su muerte condujo al
afan de venganza de sus partidarios, que no eran pocos.
La unidad revolucionaria quedaría quebrada a partir de la actitud de la Cámara de
Representantes, el poco operativo instrumento de poder creado en Guáimaro. Y con la
unidad rebelde, se perdería la guerra. El daño estaba hecho.
La invasión rebelde
Pese a la muerte de Agramonte, la destitución de Céspedes y la captura y posterior matanza
de los expedicionarios del Virginius en Santiago de Cuba, el año 1873 fue significativo por
las grandes victorias militares de las armas insurrectas. El Cocal del Olimpo, La Zanja, El
Copo del Chato, Nuevitas y Santa Cruz y La Sacra y Palo Seco, son nombres asociados a
grandes victoias militares de ese año. Estos éxitos militares de las armas cubanas
permitieron que el gobierno cubano ordenara la preparación y ejecución de la invasión de
Las Villas durante 1874; el general Máximo Gómez fue designado al frente de la empresa.
El plan invasor consistía en concentrar un gran contingente de soldados insurrectos y pasar
la trocha de Júcaro a Morón e internarse en territorio villareño, batiendo al ejército español.
Varios proyectos anteriores habían fracasado o no se habían intentado siquiera. La invasión
de Las Villas y del occidente cubano, nervio de la riqueza plantadora de la isla, con la
mayor concentración de negros esclavos, era esencial si se quería rendir o derrotar
militarmente a España. En occidente estaba la posibilidad de producir el Ayacucho cubano.
No es extraño entonces que fueran reunidos los combatientes villareños que tras la primera
ofensiva española habían tenido que internarse en Camagüey, el grueso de las tropas
camagüeyanas y cerca de quinientos oficiales y soldados orientales, de los más
experimentados y aguerridos.
La sóla idea de la invasión de la isla asustaba al mando militar español. Determinaron
forzar la situación militar, en evitación de que la invasión se produjese. En el potrero
Naranjo y en Mojacasabe tuvieron lugar los primeros combates, en territorio del Camagüey,
donde por primera vez se batieron juntas tropas orientales y de aquella región. Un mes
después, en Las Guásimas, se produjo la batalla más larga y costosa de la guerra. Más de
mil bajas tuvo el Ejército español. Las tropas cubanas contaron 29 muertos y más de cien
heridos. Sin embargo, por el desgaste habido en los pertechos de guerra, el plan de
invasión tuvo que ser aplazado hasta enero de 1875 cuando las tropas de Gómez lograron
cruzar la trocha e internarse en territorio villareño. Con una política en extremo habilidosa,
consistente en dislocar el Ejército Invasor y dar combates aislados y de pequeña
envergadura, Gómez hizo tambalearse al poderío militar español. Veintidós batallones no
fueron capaces de derrotarlo. La riqueza azucarera de Las Villas fue destrozada. Las
avanzadas cubanas lograron internarse en la región más rica de Cuba y producir alarma
entre los peninsulares y los hacendados esclavistas de occidente. La tea incendiaria
amenazó las fortunas occidentales.
Entre 1873 y 1875 el empuje cubano obligó a sucesivos nombramientos de jefes militares
españoles. Palo Seco, La Sacra, Naranjo, Mocasasabe, Limones, acabaron con la reputación
militar de Joaquín Jovellar, sustituto del Conde de Valmaseda. El general José Gutiérrez de
la Concha, el verdugo del movimiento anexionista entre 1850 y 1852, tampoco pudo
contener la acometida bélica insurrecta. Durante su gobierno Gómez cruzó la trocha de
Júcaro a Morón e incendió las riquezas azucareras de Las Villas. Concha, bajo presión de
los integristas de La Habana, fue relevado por el Conde de Valmaseda.
La fractura en la unidad de la revolución
El gobierno patriótico le prometió a Gómez el envío de refuerzos desde Oriente, con los
cuales era posible seguir invadiendo la isla. Sin embargo, Gómez fue frenado y la invasión
languideció. Pero las causas no han de buscarse en la fuerza de las armas españolas, sino en
la desunión patriótica.
El gobierno presidido por Salvador Cisneros Betancourt ordenó al general Vicente García,
caudillo de Las Tunas, que alistara un contingente de tropas con destino a reforzar a
Máximo Gómez en Las Villas. La orden fue desoída. Como el gobierno insistió, el general
García, contrario a enviar a sus hombres a pelear a otro territorio bajo las órdenes de otro
general, y nucleando a un grupo importante de altos oficiales del Ejército Libertador y
funcionarios civiles de la insurrección que le eran afines y que se sentían marginados desde
la destitución de Carlos Manuel de Céspedes (a la que el propio general Vicente García
había contribuido, discretamente), montó una sedición contra el gobierno.
En modo alguno se trataba de un gesto aislado, primario. Vicente García ambicionaba el
mando militar de Oriente, y cuando a la caída de Céspedes este le fue otorgado al general
Calixto García, acató la nueva jefatura del holguinero presa del resentimiento. Antes de
caer Calixto García prisionero de los españoles (1874) en la zona de Manzanillo, Vicente
García andaba ya de maniobras contra él; de ahí la protección que brindó a la
insubordinación protagonizada por "Payito" León, tunero como él. Por eso no es de
extrañar que en Lagunas de Varona, derruido ingenio en el que tuvo lugar el foco sedicioso,
Vicente García nucleara el descontento de tres corrientes mambisas para proyectarse de
forma arbitraria e intimidatoria contra las máximas autoridades civiles de la revolución: el
Presidente Cisneros Betancourt y los miembros de la Cámara de Representantes. En torno a
él se unieron, los cespedistas ávidos de un desquite contra aquellos que habían destituido a
Céspedes, principalmente, el general venezolano José Miguel Barreto, y el médico Miguel
Bravo Sentíes, secretarios del gobierno en tiempos de Céspedes; sus numerosos amigos y
seguidores del Ejército Libertador, imbuidos de su regionalismo; y los de otros mandos que
a desgano cumplían la orden del gobierno de ir a combatir a Las Villas. Todo fue envuelto
en la apariencia de un programa de reformas: modificación de la Constitución, la reforma
general del gobierno y la destitución del Presidente Salvador Cisneros Betancourt.
En vano Gómez y otros generales mambises pidieron a los sediciosos que depusieran su
actitud. Vicente García estaba determinado a conseguir sus propósitos. Los consiguió:
Cisneros Betancourt renunció a su cargo, siendo sustituido interinamente por el diputado
Juan Bautista Spotorno; se convocó a elecciones para renovar la Cámara, y él fue nombrado
como jefe militar de Oriente y de Camagüey. El proyectado contingente oriental de
refuerzo a la invasión que ejecutaba Máximo Gómez continuó a su encuentro. Pero ya el
daño estaba hecho.
En el mejor momento de la invasión, cuando las avanzadas mambisas incursionaban en
territorio matancero y la tea campeaba por su respeto en Las Villas, Gómez tuvo que
contramarchar sobre Camagüey para hallar una solución a la crisis en la unidad mambisa;
en ello invirtió más de un mes, en el cual la invasión perdió su ritmo, el desaliento hizo su
aparición, y la situación militar se complicó, impidiendo la continuación de la marcha sobre
occidente. Tras la sedición de Vicente Gracía en Lagunas de Varona la indisciplina militar
y el regionalismo se adueñaron del campo insurrecto. En Camagüey la designación de
Vicente García como jefe militar del departamento fue protestada. Y en Las Villas la
situación se hizo insoportable para Gómez.
Apenas un combate de importancia pudo anotar en la estadística de los éxitos, el de Loma
del Jíbaro. Tras su regreso a Las Villas se encontró un clima enardecido de regionalismo,
que llegó, incluso, al extremo de que se constituyera entre los combatientes villareños la
sociedad secreta Unión Republicana, empeñada en desprenderse de los jefes militares de
otras regiones. El hostigamiento y la animosidad contra muchos de sus oficiales, algunos de
los cuales presentaron sus renuncias, obligó a Gómez a prescindir del servicio de jefes de
gran confianza y capacidad. Varios oficiales camagüeyanos dejaron el mando de tropas en
el contingente invasor. De hecho la invasión quedó frenada, la inciativa perdida y Gómez y
sus hombres terminaron refugiándose de las acometidas españolas en la porción montañosa
del oriente villareño. Al cabo, en octubre de 1876, los villareños, en labios del polaco
Carlos Roloff, le solicitaron al propio Gómez el abandono de su jerarquía en Las Villas.
Gómez regresó a Camagüey, deshecho, asumiendo el nombramiento de Secretario de la
Guerra en el gobierno de Tomás Estrada Palma.
El Zanjón
Mientras esto acaecía en las filas mambisas, España mandaba a Cuba a su mejor carta de
triunfo, el general Arsenio Martínez Campos, cabecilla del golpe militar de la restauración
de la monarquía en 1874 y sepulturero del ejército carlista. Martínez Campos se puso al
frente del Ejército, para el que recabó cerca de cincuenta mil nuevos hombres, aumentando
los efectivos contrainsurgentes a cerca de un cuarto de millón. Tal desproporción de fuerza,
con inversiones millonarias en equipo militar, era sólo una cara de la moneda con que iba a
intentar pacificar la isla, pues por propia experiencia sabía que similar o mayor ventaja
militar no era suficiente, no había sido suficiente para ganarle a los cubanos en armas. La
otra cara de la moneda era el juego constante y expansivo de las propuestas de paz
negociada, con reformas incluidas. Al concluir 1876 la revolución estaba condenada a
perecer sin lograr sus propósitos de independencia nacional y abolición de la esclavitud.
Aún la guerra habría de demorar más de un año, dando tiempo a la consagración políticomilitar de Martínez Campos y a la desintegración definitiva de la unidad revolucionaria.
En 1877 la revolución cubana vivió su año agónico. La parte occidental de Las Villas fue
pacificada, reduciéndose la resistencia a la parte oriental. En tal situación, el gobierno
cubano ordenó que tropas del general Vicente García, que audazmente mantenía viva la
guerra en su región de Las Tunas, avanzaran sobre Las Villas; estas se negaron a hacerlo, y
en Santa Rita, en el noroeste camagüeyano, el propio Vicente Garcia, que rehusó asumir el
mando de Las Villas, protagonizó un nuevo foco sedicioso con un discurso programático
tras el que se escondía su indisciplina y regionalismo. La división y el regionalismo era tal
que varios jefes mambises proclamaron la existencia de un pintoresco y absurdo Cantón en
Holguín.
La guerra continuó aún con intensidad en Las Tunas, con Vicente García; en las zonas
orientales de Oriente, con el mulato Antonio Maceo, pero en la zona oriental de Las Villas
y en Camagüey las tropas mambisas, desgastadas y desunidas poco podían hacer frente a
Martínez Campos, el que, a la vez que presionaba militarmente, ofrecía parlamento a los
jefes locales, separadamente, ofreciendo ventajas personales y reformas en el gobierno
colonial. Un grupo de hechos adicionales echó más desaliento en el campo insurrecto. En
octubre, el Presidente nombrado por la Cámara de Representantes elegida después de
Lagunas de Varona, Estrada Palma, fue hecho prisionero. El Presidente en funciones de la
Cámara, el radical Eduardo Machado, y el diputado Francisco La Rúa murieron
combatiendo. Máximo Gómez, secretario de la Guerra, renunció al cargo. Francisco Javier
de Céspedes, hermano de Carlos Manuel de Céspedes, que ocupaba interinamente la
Presidencia de la República en Armas tras la captura de Estrada Palma, dimitió . En tales
circunstancias, el diputado Salvador Cisneros Betancourt, Marqués de Santa Lucía, quien
fue obligado a renunciar por Vicente García en Lagunas de Varona, propuso y la Cámara de
Representantes aceptó nombrar a éste para el cargo de Presidente de la República, en un
último esfuerzo salvador. Muy poco pudo hacer ya él, en extremo responsable de la
debacle insurrecta.
Por fín, el desenlace. Recién iniciado el año de 1878, sirviéndose de la debilidad de los
cubanos, el general Martínez Campos decretó un cese de hostilidades en Camagüey, donde
las señales de capitulación eran mayores, que debía propiciar contactos entre los jefes
militares y civiles de la revolución dispuestos a negociar la paz. El 8 de febrero los
camagüeyanos decidieron capitular. Disolvieron la Cámara de Representantes y nombraron
un titulado Comité del Centro encargado de pactar con Martínez Campos. En el
campamento que había establecido Martínez Campos en El Zanjón, el 10 de febrero de
1878, se acordó la paz.
Las bases acordadas en El Zanjón no contemplaron el otorgamiento de la independencia a
Cuba ni la abolición de la esclavitud. En cuanto a lo primero, Cuba pasaría a ser
administrada conforme al modelo ensayado en Puerto Rico; en cuanto a lo segundo, se
reconoció la libertad de los esclavos y colonos chinos que se habían incorporado a la
insurrección. Los propósitos de la revolución quedaron frustrados en El Zanjón. Al pactar,
sin embargo, España reconocía oficialmente la existencia del pueblo cubano, su nación, o
sea, la existencia de una comunidad de intereses distinta a la de España; renunciaba al
ejercicio de la tiranía que significaban las facultades omnímodas, vigentes en Cuba por
décadas; y abría una brecha para la abolición de la esclavitud, ya indetenible. El "olvido de
lo pasado" pactado en El Zanjón permite acceder a la paz sin venganzas de grupo o
personales; es el manto para la reconciliación dentro y fuera de la isla.
Imposibilitados de decidir con las armas; desorganizados y divididos hasta la médula; con
bajas sensibles (Agramonte, Céspedes, Calixto García); con un poder civil inmiscuyéndose,
torpe o inoportuno, en los asuntos de la guerra; carentes del auxilio adecuado, suficiente,
llegado desde el exterior con oportunidad; con hombres capaces de destrozar al enemigo en
sus comarcas, pero incapaces de comprender que la guerra para terminarla con éxito había
que llevarla de extrremo a extremo de la isla; carentes de fusiles y municiones, de caballos,
ropa, zapatos y alimentos y medicinas; desconfiados los unos de los otros, los civiles de los
militares, los militares de los civiles; con presidentes destituidos y "renunciados"; con jefes
competentes echados de la zona de operaciones por no haber nacido o residir allí; hombres
que, pese a no ser cubanos siquiera, estaban dispuestos a perderlo todo por la libertad de la
tierra de donde son echados; con el enemigo envalentonado, agresivo, arrollador, pero
generoso en el instante de mayor fuerza; con todo ello reunido, es lógico que se quiera la
paz. Cuando la continuación de la guerra es asimilada como "una tarea sobrehumana", un
acuerdo de paz es la salida más razonable, conveniente. Así lo entienden los que aceptan la
propuesta de Martínez Campos.
Para los del Comité del Centro, los pactistas del 78, terminar la guerra obteniendo, en lugar
de la independencia, la extensión a Cuba de las leyes especiales vigentes en Puerto Rico, y,
en lugar de la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de la libertad de los esclavos y
colonos chinos incorporados a la revolución, es una transacción dolorosa, pero no una
claudicación bochornosa.
La protesta de Baragua
Obtenida parcialmente la paz en El Zanjón, Martínez Campos ordenó una suspensión
general de hostilidades. Su propósito: que el convenio de paz fuera estudiado por los jefes y
oficiales mambises que estaban aún sobre las armas. Alrededor del 1 de marzo, quedaban
insurreccionados tres generales mambises: Ramón Leocadio Bonachea, en Las Villas;
Vicente García, en Las Tunas; y Antonio Maceo y Grajales, en Oriente. Por cierto,
coetáneamente con las negociaciones del Zanjón, el mayor general Antonio Maceo
destrozaba al famoso batallón de San Quintín en la batalla de San Ulpiano. Cosechaba otras
victorias; para él la guerra no estaba perdida, no tenía, como jefe militar, apremio por
capitular; igual ocurría en los términos controlados por Vicente García; muchas dudas
debió sentir sobre los jefes mambises que en Camagüey y Las Villas habían aceptado las
bases del Zanjón, las que apenas conocidas rechazó de plano.
Maceo tiene sobradas razones para aspirar a una victoria militar sobre España. En la guerra,
en la que ha sido herido en casi una veintena de ocasiones; ha perdido a su padres y a seis
hermanos, y otros dos han quedado postrados; ha perdido dos hijos; ha perdido sus bienes;
ha visto caer a amigos y leales compañeros. Y todo lo ha afrontado con entereza. Se sabe
vencedor de los generales españoles. Y la paz acordada en nada satisface sus ideales de
independencia y de igualdad para los de su raza. Por eso no es de extrañar que conociendo
de la capitulación en el Camagüey anuncie a los jefes militares mambises de Oriente su
determinación de no acogerse al pacto y continuar la guerra. Sin embargo, solicita
parlamento a Arsenio Martínez Campos.
¿Qué quiere Maceo? ¿Qué busca? ¿Acaso obtener los propósitos inciales de la revolución
que Martínez Campos no acepta? Maceo se revela con una estatura desconocida hasta
entonces en él, como político. La entrevista es una trampa magnífica a la que conduce al
más hábil de los jefes españoles. El general Antonio Maceo quiere tiempo, en el cual ganar
el respaldo de todos los orientales en armas para continuar la guerra, y lo logra; en el cual
reagrupar y organizar las fuerzas dispuestas, y lo logra. Pero quiere más. Quiere atraer
sobre la entrevista la atención del país, y lo logra también:
"La resonancia está lograda: la Isla espera el resultado de la controversia de Baraguá.
Y no es por vanidad que Maceo acrecienta la dimensión de su fígura mientras Cuba
aguarda su decisión final. Lo necesita para darle rango a la guerra que quiere
mantener; para aguijonear el amor propio de los que vacilan. La prensa española se
ocupa de él en tanto él prepara el espectáculo que va a montar en las sábanas
históricas. Tiene a su lado muchas guayabas raídas. Le hacen falta algunos
entorchados hispánicos y se los proporcionará en persona Martínez Campos al asistir
a la discusión inútil.
"El "Pacificador" cree que todo se reduce a mera vanidad de mulato que demanda
halagos especiales antes de rendirse. Así lo expresa, reservadamente, cuando se
dispone a complacer a Maceo cuya popularidad conoce y a cuyas decisiones concede
indudable importancia." (Aguirre, 207)
La entrevista se pacta para el 15 de marzo en Los Mangos de Baraguá. Valiente, temerario,
Martínez Campos asiste, pese a que le advierten que es una trampa para asesinarle.
Ciertamente, la idea surge, pero Maceo, limpio, la deshace de inmediato. Martínez Campos
sabe lo que quiere, reducir a Maceo a los acuerdos del Zanjón; está presto a seducirlo.
Ocurre la entrevista memorable, tal como si se tratara de una obra de teatro muy bien
escenificada por los actores principales.
Sentados sobre hamacas, cobijados por frondosas matas de mango, Arsenio Martínez
Campos y Antonio Maceo y Grajales, rodeados de altos oficiales de ambos ejércitos,
conversan. Es el diálogo entre la metrópoli y la colonia, España y Cuba. Martínez Campos
lisonjea a Maceo, tratando de despertarle la vanidad; Maceo hace preguntas de mero trámite
sobre el pacto del Zanjón, cuyo contenido conoce completamente; Martínez Campos le
explica prolijo; entonces lo inevitable, los cubanos interponen dos condiciones para
cualquier arreglo de paz: ha de haber independencia nacional y abolición de la esclavitud,
Y Martínez Campos se niega, intentando emborrachar al interlocutor con una disertación
de sus intenciones pacificadoras. Maceo le hace conocer la determinación de los jefes
mambises que le acompañan de continuar la guerra. La entrevista termina fijando en ocho
días el reinicio de las hostilidades. De muy mal humor, preocupado por su fracaso, por el
peligro en que pone su proyecto pacificador, Martínez Campos abandona la manigua
oriental.
La partida política de Mangos de Baraguá fue ganada por Maceo. Martínez Campos cayó
en la trampa política que le tendieron. La revolución salvó su honra, del brazo de Maceo.
Pese a que la guerra recontinuada ocho días después, muy pronto terminó, Baraguá no sólo
fue un símbolo de que El Zanjón no era el final sino una tregua necesaria: pasados
diecisiete años, desde Baraguá partió el Lugarteniente General del Ejërcito Libertador,
Antonio Maceo, a la invasión de la isla, llevando la tea incendiaria hasta el extremo más
occidental de Cuba.
Entre guerras
Prestos a continuar la guerra, los protestantes se dieron una Constitución, disponiendo la
formación de un gobierno revolucionario de cuatro miembros; recayendo la presidencia en
uno de los compañeros de Céspedes el 10 de octubre de 1868, el mayor general Manuel
Calvar. A Vicente García, que ostentaba el grado de Mayor General y que había fungido
como Presidente hasta ese momento, se le designó como General en Jefe; Maceo fue
nombrado como Jefe de las tropas orientales. La guerra reiniciada el 23 de marzo fue poco
relevante. En el bando mambí continuaron las deserciones, La voluntad de guerrear estaba
minada. En tales circunstancias, el gobierno encomendó a Maceo una comisión de
apertrechamiento y reclutamiento en Jamaica; en el fondo trataban de preservar su vida,
pues Maceo estaba decidido a no dar tregua a los españoles. Tampoco en la emigración
había entusiasmo para el propósito de continuar la lucha armada. La presentación de nuevos
grupos insurrectos, acogiéndose a la paz ofrecida por Martínez Campos, y el resultado
negativo de las gestiones de Maceo obligaron al gobierno mambí a aceptar, en mayo de
1878, la paz.
La revolución alteró el país. La insurrección había sido organizada e iniciada por los
elementos directores de la sociedad oriental de Cuba; y fue concluída por una amalgama de
elementos sociales donde descollaban los sectores humildes. La comandaron al principio
los blancos; la terminaron blancos, negros y mulatos. La primera guerra vino del brazo de
ricos hacendados; concluyó en brazos de jefes militares de humilde cuna. Las próximas
guerras estarán encabezadas por la clase media, por una pequeña burguesía de pocos
recursos económicos, perdidos principalmente en el sacrificio de la guerra grande.
La guerra destruyó casi la mitad de Cuba. Un botón de muestra: Camagüey. Quedaron
destruidos 109 de los 110 ingenios azucareros; de las 2 853 fincas existentes en 1868, sólo
se salvó una; más de 350 000 cabezas de ganado, casi el 100 %, se perdieron. La clase
terrateniente camagüeyana fue a la ruina. No es de extrañar entonces que tras la guerra,
Oriente y Camagüey fueran el blanco predilecto de la invasión del gran capital concentrado.
En poquísimo tiempo, las tierras y las industrias y los negocios de Cuba pasaron a ser
controlados por los Estados Unidos. Ya fuera porque en el oriente cubano los capitales
norteamericanos entraron impunes o porque en la región occidental, bajo el impacto del
proceso de concentración de la producción, consecuencia lógica del desarrollo capitalista
que se experimentaba, y de otros factores, nacionales o internacionales, los capitales
yanquis pudieron competir, y el mercado norteamericano, de exportación o importación,
abrazó el consumo y la producción criolla.
Fue rápido el proceso de desplazamiento económico de España en Cuba. El mercado y los
capitales del Norte ocuparon su lugar. El proceso será tan agudo, que permite afirmar al
Cónsul de los Estados Unidos en Cuba, en fecha tan temprana como 1881:
"Comercialmente, Cuba se ha convertido en una dependencia de los Estados Unidos,
aunque políticamente continúe dependiendo de España".
No es de extrañar. Las exportaciones cubanas llegaron a depender, en tiempos de España,
en más de un 80 % del mercado norteamericano, y en más del 90 % en el caso particular del
azúcar. Cuando en 1892 España y los Estados Unidos acuerden la entrada en vigor del Bill
McKinley estableciendo la libre entrada del azúcar de caña cubana en los Estados Unidos,
habrá culminado el proceso de anexión económica de Cuba a aquella nación. En todo caso,
estaba por ver cuánto tiempo lograba España conservar su soberanía política sobre Cuba.
Con el final de la guerra, y en virtud de los acuerdos del Zanjón, el general Arsenio
Martínez Campos, con la aprobación de Madrid, introdujo importantes reformas en la
administración colonial. Se permitió la organización de partidos políticos; la realización de
propaganda política pacífica; se concedió derecho a constituir por elecciones órganos
locales de gobierno; la participación en las Cortes Españolas; se redujo notablemente el
ejercicio de las facultades omnímodas; se hizo extensivo a Cuba el sistema de garantías
alcanzado por entonces en la legislación española en materia penal (Código Penal y Ley de
Enjuiciamiento Criminal), civil y de comercio.
La esclavitud, problema cardinal de la sociedad cubana, fue abolida formalmente en 1880 y
sepultada en 1886.
Frente a la política abolicionista ensayada por la revolución de 1868 y la abolición lograda
en los Estados Unidos a raiz de la guerra de secesión, España promulgó en 1870 la Ley de
Vientres Libres en virtud de la cual todo hijo de esclava que hubiese nacido con
posterioridad a septiembre de 1868 (un mes antes del inicio de la revolución) se
consideraba libre; condición falsa, pues quedaban bajo el patronado de los amos de sus
madres hasta que pagaran con trabajo los gastos de crianza. Igualmente serían considerados
libres los que auxiliaron a España contra los cubanos y los de más de 60 años. Por ley, en
1880, España dispuso: "Cesa el estado de esclavitud en la isla de Cuba". Falso, toda vez
que la ley del patronado sólo significó el cambio de denominación de amo/esclavo por
patrono/patrocinado. Por fin, en 1886, a propuesta de un diputado cubano, Miguel
Figueroa, las Cortes aprobaron una ley de abolición total y definitiva de la esclavitud. La
propuesta legislativa fue obra de un diputado del Partido Liberal Autonomista, uno de los
partidos políticos nacidos en Cuba a raiz de la instrumentación del Pacto del Zanjón.
Terminada la guerra en 1878, el gobierno español inauguró una nueva política colonial
permisiva del agrupamiento político dentro de los límites
configurados por el
reconocimiento de la soberanía española sobre la isla. Los antiguos reformistas se
nuclearon en el Partido Liberal Autonomista, al que dieron cuerpo; ellos no participaron,
como regla general, en la insurrección. Pero al Partido Autonomista recalaron muchos
rebeldes en el decenio 1868-1878, ahora en franca ruptura con el ideal independentista. El
clima de libertad de expresión garantizado dentro de los límites del nuevo sistema de
partidos políticos autorizados hizo que también ingresaran al Partido elementos de ruptura
con España, que se servían de esta posibilidad para socavar el regímen colonial hasta tanto
se produjera la oportunidad de un nuevo grito insurreccional. Dentro de la estructura de
partidos fue la organización política de los criollos, aunque a él también ingresaron
peninsulares partidarios de la República. Pero este autonomismo de los años 80 no será el
fruto de un esfuerzo exclusivista de un distinguido y privilegiado círculo de hombres de
fortuna, relaciones y cultura desde la capital de Cuba, sino que es un factor de movilización
de diversos sectores sociales en toda la isla.
En la acera de enfrente se situó el Partido Unión Constitucional con un discurso patriótico
español, defensor de la integridad nacional española. En el ingresaron los elementos más
conservadores de la isla, opuesto a la autonomía política de Cuba, incluso a la abolición de
la esclavitud de forma rápida o inmediata. Se expresaron en todo momento porque los
criollos quedaran marginados del gobierno de la isla.
Dos programas bien diferenciados, encontrados fueron ensayados. Los integristas querían
"Paz, Patria"; los autonomistas "Gobierno del país por el país". Tenían como
denominador común el rechazo a la violencia y la conservación de la soberanía española
sobre Cuba. Se diferenciaban en los métodos y formas propugnadas para la administración
de Cuba.
El programa autonomista, básicamente, contemplaba: ejercicio irrestricto de la libertad de
imprenta, reunión, asociación, religión, enseñanza; incorporación de los cubanos, en
régimen de igualdad con los peninsulares, a la administración colonial; separación e
independencia de los poderes civil y militar; supresión del derecho de exportación sobre
todos los productos de Cuba; supresión de los derechos diferenciales de importación;
tratados de reciprocidad arancelaria con los Estados Unidos u otras potencias; rebaja de los
derechos aduanales para el azúcar y las mieles importadas por la península; abolición de la
esclavitud, primero con indemnización, y luego sin ella; potenciación y exclusividad en la
inmigración, blanca. El aspecto más distintivo de su programa radicaba en la exigencia de
aplicación íntegra de la legislación española, pero con la vigencia también de leyes
especiales a los efectos de lograr una descentralización del gobierno, o lo que es lo mismo,
la autonomía.
Tres escenarios principales tuvieron los autonomistas criollos: las Cortes Españolas, donde
se sintieron con fuerza las voces de los diputados Rafael Montoro, Miguel Figueroa,
Bernardo Portuondo, Rafael Fernández de Castro y José Ramón Betancourt; la prensa
autonomista y la literatura producida por los más sobresalientes intelectuales del Partido; y
la tribuna electoral.
El período de oro del autonomismo cubano va de 1880 hasta 1895. A mediados de 1893 se
intentó muy seriamente, desde España, otorgar a Cuba la autonomía. El Ministro de
Ultramar, Antonio Maura, propuso a las Cortes la concesión a Cuba de cierto grado de
autonomía: Cuba convertida en provincia, con una Diputación Provincial por elección
popular, con descentralización de algunas funciones y atribuciones del Estado español. El
plan Maura fracasó, cerrándose cualquier posibilidad de avanzar en el autogobierno de la
isla, quizás la única esperanza de que dadas las circunstancias internas e internacionales
Cuba pudiera ser conservada.
La labor del Partido Autonomista criollo fue muy valiosa para la consolidación de la
nacionalidad cubana. Para su superación política. Agotaron los medios legales de un
entendimiento político entre Cuba y España que pudo haber significado la dependencia
cubana bajo un régimen de autonomía. Pero a los gobiernos de Madrid le faltó visión y
valor político. En Cuba hubo entonces mucho autonomismo pero casi ninguna autonomía.
Era momento de revolución.
LA GUERRA CHIQUITA
¿Qué pasó en el campo rebelde tras El Zanjón? En mayo de 1878, como ya he dejado
dicho, el gobierno de Calvar se acogió a la paz fraguada en El Zanjón. Terminó la guerra
iniciada por Céspedes diez años antes. Casi de inmediato volvió a conspirarse para
violentar el dominio colonial español. Los oficiales que secundaron a Maceo en Baraguá y
algunos otros jefes orientales y villareños, en Cuba o en el extranjero, estaban prestos a
reiniciar las hostilidades. Con la intervención decidida del brigadier Flor Crombet y los
coroneles Mayía Rodríguez y Pedro Martínez Freyre, fue creado un comité revolucionario
encargado de preparar una nueva guerra. Antiguos oficiales del Ejército Libertador en Las
Villas y Oriente quedaron comprometidos. En La Habana fue fundado un comité
revolucionario encargado de levantar en armas aquel territorio; al cual se integró en calidad
de subdelegado quien estaría llamado a ser el mentor de la tercera guerra contra España:
José Martí y Pérez. Dos de las fíguras más prestigiosas de la revolución, el mayor general
Calixto García Iñiguez, preso de los españoles desde el año 1874 y liberado a raiz del
Zanjón, y el mayor general Antonio Maceo Grajales, que había sido enviado después de
Baraguá al extranjero en función de organizar expediciones de apoyo a la revolución,
estuvieron de acuerdo en secundar el movimiento. Maceo ocuparía la jefatura militar de
Oriente, y García sería el General en Jefe. Ellos debían incorporarse a la insurrección al
frente de grandes expediciones preparadas en el exterior.
Iniciado el año de 1879, las atentas autoridades españolas descubrieron la conspiración y la
desarticularon al interior de Cuba mediante sorpresivas detenciones y deportaciones de las
fíguras claves: Flor Crombet, Martínez Freyre, Martí. Ante tales acontecimientos, varios
complotados se alzaron en armas. Los días 24, 25 y 26 de agosto hubo alzamientos en
Gibara, Holguín y Santiago de Cuba. Cuatro jefes de la anterior campaña se distinguieron:
Belisario Grave de Peralta, Guillermo Moncada, José Maceo y Quintín Banderas. Los tres
últimos, negros. La presencia de estos hombres al frente de la insurrección y el hecho de
que la guerra se circunscribía a Oriente, facilitó la insidiosa e inteligente estratagema de
acusar al movimiento de querer constituir un Estado negro en Oriente. Completamente
falso, pues en Las Villas (Sancti Spíritus, Remedios y Sagua) habían tomado el camino de
las armas no menos importantes jefes de la anterior campaña: Serafín Sánchez, Francisco
carrillo y Emilio Núñez, blancos.
El precipitado inicio de las hostilidades; la falta de organización y coordinación de la
insurrección; el acoso del ejército español; la falta de armas, municiones y alimentos; el no
arribo, por no poder organizar en los países próximos a Cuba, de las imprescindibles
expediciones con Calixto García y Antonio Maceo; todo ello en un clima de constantes
llamados a avenirse a la paz, hechos por España y por los autonomistas, hizo que
rápidamente, a partir de los primeros meses de 1880, comenzara un gradual proceso de
capitulación. Cuando el mayor general Calixto García logró desembarcar con la veintena de
hombres que dificultosamente había logrado enrolar en el extranjero, ya no encontró a los
insurrecionados; al cabo de vagar por la manigua durante semanas, terminó por entregarse a
las autoridades españolas. En diciembre de 1880, a instancias de Martí, que en New York
había asumido la jefatura de la Junta Revolucionaria, se entregó el último de los jefes
mambises levantado en armas, Emilio Núñez.
A esta tentativa revolucionaria, de escasos combates, se le conoce históricamente como
Guerra Chiquita, por la escasa duración de las hostilidades y por la limitada incorporación
de combatientes, aunque estos últimos sobrepasaron los seis mil. El esfuerzo
revolucionario, evidentemente, no había contado con un decidido apoyo popular.
El proyecto independentista no será abandonado. En 1883 el último de los jefes insurrectos
en desistir de las armas en 1878, el villareño Ramón Leocadio Bonachea fue fusilado en
Santiago de Cuba después de haber invadido la isla por la zona de Manzanillo. Igual suerte
corría Limbano Sánchez en 1885. Un proyecto de amplias miras en el que se involucraron
Maceo, Gómez y Martí fue abandonado en 1886 frente a la apatía del país por la
insurrección. En 1890 otra vez Maceo organiza un movimiento insurreccional en la isla, a
la que ingresa pretextando intereses familiares. El alzamiento ha de producirse el 8 de
septiembre, pero se frustra cuando Maceo, por órdenes del general Camilo Polavieja (quien
sofocó la Guerra Chiquita), es detenido y deportado por el puerto de Santiago de Cuba.
Habrán más conspiraciones, incluso, más tentativas, pero ninguna se consolida lo suficiente
como para provocar una crisis político-militar de resonancias. Durante todo este período
(1878-1895), los autonomistas lucharán, arrastrando a grandes sectores sociales cubanos,
por conseguir reformas importantes para la isla. Políticamente se agotaron sin conseguir la
tan ansiada autonomía. Ellos mismos se encargaron de decirlo en voz alta: su fracaso
conducía a la guerra. Diversos factores económico-sociales, de la isla, de España,
internacionales, propiciaron la maduración del momento político para provocar una
insurrección en toda la isla.
LABOR CONSPIRATIVA DE JOSE MARTI.
"Tregua fecunda" llamó Martí al interregno entre la guerra grande (1868-1878) y la guerra
que él organiza para 1895. En el cansancio y la apatía fueron desmontadas o aparecieron
nuevas razones o viejas razones se renovaron para lanzar un nuevo grito de guerra. La vida
cultural y política que se desarrolló en Cuba tras El Zanjón forjó una cubanidad
revolucionaria. Extendida. Honda.
Martí, poco a poco, sin haber tenido protagonismo militar en las dos guerras anteriores, a
fuerza de razonar y convencer, a letras y en la tribuna, directa e indirectamente, individual y
colectivamente, se convierte en el mentor indiscutido del movimiento revolucionario.
Radica en Nueva York. Y desde Nueva York fragua el proyecto. En noviembre de 1891 se
traslada al sur, a Tampa y Cayo Hueso, refugios de cientos de familias cubanas que han
emigrado. Su encendida oratoria multiplicó el entusiasmo por la idea independentista,
mayoritaria entre los obreros cubanos. En Tampa fueron acordadas unas Resoluciones
proclamando la urgencia de "reunir en acción común, republicana y libre, todos los
elementos revolucionarios honrados"; en Cayo Hueso, en los primeros días de 1892
difundió entre antiguos insurrectos las Bases de lo que a su juicio debía conducir con éxito,
salvando los factores de desunión pasados, la empresa independentista: un partido de la
revolución. El Partido Revolucionario Cubano, nacido poco después por aprobación
unánime de los representantes de los clubs patrióticos de Cayo Hueso, cohesionaría a las
fuerzas dispuestas a reiniciar la lucha.
En el momento más visible y proclamado del cambio para Cuba de metrópoli económica, a
raiz de la entrada en vigor del Bill McKinley, Martí fundará la organización con la cual
pretende hacer la revolución en Cuba. El 10 de abril de 1892, en el aniversario del
acontecimiento que marcó el momento estelar en la unidad revolucionaria de la primera
guerra, la Asamblea de Guáimaro, se proclamó la fundación del Partido Revolucionario
Cubano por los clubs patrióticos de Nueva York, Tampa y Cayo Hueso. Martí fue
designado para dirigir el partido en condición nominal de Delegado. Lograr la
independencia absoluta de Cuba y "fomentar y auxiliar la de Puerto Rico" es el primer
propósito del Partido Revolucionario Cubano, según la declaración contenida en sus Bases,
para lo cual quedaban convocados los esfuerzos "de todos los hombres de buena
voluntad", los elementos de la revolución y los que pudieran allegarse, pero "sin
compromisos inmorales con pueblo u hombre alguno".
A la revolución de 1868 se vinculó un sector, el más radical, de la gran burguesía cubana,
principalmente en la parte oriental. Los de occidente se beneficiaron de la guerra,
ampliando la producción y sus caudales a costa de la destrucción de la otra parte de la isla;
la guerra fue un buen negocio; no es de extrañar que terminada la guerra, formen y
consoliden el Partido Autonomista, al decir de Martí: "el grupo político que ha convertido
hoy en cuestión de finanzas azucareras todas las graves cuestiones" de Cuba;
convirtiendo en "cuestión de dineros aquella que es cuestión primera de honra y vida".
Por eso la revolución que organiza no cuenta con ella para obtener el éxito. A la guerra se
incorporarán algunos representantes aislados, al inicio, mientras la clase permanecerá,
equivocada, clamando por reformas nunca satisfechas por España. Pero cuando la guerra
sea una realidad que les afecte cambiarán de posición. Eso es otra historia.
El lugar de nacimiento, España o Cuba, no determinará obligadamente la actitud a tomar
ante los males de la colonia. Hubo españoles, a montones, que se significaron como
antiesclavistas, republicanos, liberales, independentistas. Hubo cubanos esclavistas,
monarquicos, conservadores, antindependentistas. Y viceversa. No habrá, en las guerras
cubanas, ni miedo ni odio al español. Un pueblo tan dado al choteo no acuñó un término
despectivo trascendente para el peninsular. El español no se granjeó en Cuba términos
similares a Gapuchín o Chapetón, como con desprecio profundo se les reconoció en
México o el Perú. Cubanos, africanos, españoles (peninsulares y canarios), chinos,
latinoamericanos diversos, europeos y norteamericanos se enrolaron en el proyecto
independentista cubano de 1895.
El programa de la revolución martiana es ambicioso. Quiere corregir la deformación
estructural de la economía cubana, dependiente en grado extremo -ya entonces- de la
exportación de azúcar de caña -en bruto, pues las refinerias no estaban en la isla- a un solo
mercado, los Estados Unidos; aspira a una mejor distribución de la riqueza; a multiplicar el
número de pequeños propietarios rurales, beneficiándolos con una política impositiva que
afecte más a los grandes intereses creados; posibilitar una mejoría sustancial en los ámbitos
cultural, económico y social de la población de piel oscura, esclavos hasta 1886,
discriminados siempre; fundar una república "con todos y para el bien de todos" que
hiciera asiento en el respeto a la dignidad de los hombres; una república independiente, sin
sometimientos informales; democrática, sin despotismos, militares o civiles; una nación,
que al nacer, auxiliara la causa independentista de Puerto Rico y sirviera de contención a
las aspiraciones imperialistas de los Estados Unidos en el continente.
Martí comprendió desde temprano que los Estados Unidos se esforzaban por poner
"colorines de república a una idea imperial", porque allí "la república va cediendo bajo el
empuje malsano, pero no contenido, del Imperio", y sus conclusiones no derivan de una
labor de adivinador, sino de la agudeza y maestría de su observación. Crítica algunos
métodos de la democracia norteamericana, pero la respeta y reconoce; y sabe que allí el
capital lo domina todo, incluyendo la libertad de hacer el gobierno: "La tiranía acorralada
en lo político, reaparece en lo comercial. Este país industrial tiene un tirano industrial".
Estaba convencido de que los Estados Unidos estaban resueltos a dar la batalla a Europa
por el pleno dominio de los mercados internacionales, a extenderse soberbios sobre
América. Teme que Cuba sea su víctima más inmediata. Evitarlo se lo impone como su
misión personal.
Su proyecto revolucionario es preclaro: primero, barrer el yugo de España; segundo, evitar
el dominio de los Estados Unidos. A España es preciso arrebatarle lo que aún conserva
sobre Cuba: su dominio político-militar; y con la independencia de España, evitar que los
Estados Unidos conviertan su dominación económica en soberanía política. Cuba tiene dos
alternativas: la independencia, para lo que no va quedando mucho tiempo; o ser, por el
movimiento natural de los elementos extraños en juego "provincia ruinosa de una nación
estéril o factoría y pontón de un desdeñoso vecino". Independencia vs autonomía o
anexión.
España es una nación en crisis, agotada por las luchas intestinas que la han azotado a lo
largo del siglo, aunque cuente con recursos muy superiores a los que los patriotas puedan
movilizar para intentar la independencia. Pero el mayor peligro para Cuba no está en
España, cuyas fuerzas pueden ser destruidas en una guerra enérgica, sino en los Estados
Unidos, cuyo avance económico monopolista la determina a asegurar mercados para sus
productos, voraz en ejercer dominios que le aseguren aquellos. Martí sabe que ha de
obrarse con celeridad, antes que sea demasiado tarde. De ahí su agonía por encausar la
guerra contra España de forma que una victoria pronta impida a los Estados Unidos,
vigilantes, intervenir en provecho propio. Proyecta una guerra que en esencia es
antimperialista; públicamente contra España, en las sombras contra los Estados Unidos.
La guerra que con peligro de su vida organiza contra España, con propósito proclamado, se
promueve también, en silencio, contra los apetitos dominadores de los Estados Unidos.
Horas antes de caer en combate, ya en tierra cubana, Martí confiesa a un amigo muy
entrañable: "... ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber
-puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo- de impedir a tiempo con la
independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan,
con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es
para eso." La independencia de Cuba debe propiciar la de Puerto Rico, y ambas tienen
reservado en los planes de Martí la función de dique de la voracidad imperialista. Cuenta
con que tras la independencia, se funden repúblicas sanas y fuertes por su grado de cultura
y civilización.Y en tales méritos confía para contener a los Estados Unidos.
Cuba tiene que deshacer los tres cuartos de siglo de retraso que tiene su libertad nacional
con relación a sus hermanos pueblos de hispanoamérica, y con su independencia, evitar
cambiar de amo. La hora de Cuba, proclama Martí, es la hora de que hispanoamérica
proclame su segunda independencia. Y tiene urgencia porque sabe que el peligro de caer en
manos de los Estados Unidos es inmenso para Cuba. Urge salvar a Cuba, librándola con
resolución del yugo español, antes que el "destino manifiesto" se haga realidad.
Para transitar a la independencia, la guerra es necesaria, debe ser pronta, enérgica; ello
antes de que -alerta- el "vecino hábil nos deje desangrar a sus umbrales, para poner al
cabo, sobre lo que quede de abono para la tierra, sus manos hostiles, sus manos egoístas
e irrespetuosas". La guerra de independencia ha de hacerse con los recursos del país y con
los que se puedan movilizar, pero no depender de los Estados Unidos "ese vecino
codicioso, que confesamente nos desea, antes de lanzarnos a una guerra que parece
inevitable, y pudiera ser inútil, por la determinación callada del vecino de oponerse a ella
otra vez, como medio de dejar la isla en estado de traerla más tarde a sus manos, ya que
sin un crimen político, a que sólo con la intriga se atrevería, no podrá echarse sobre ella
cuando viviera ya ordenada y libre."
Martí evita el apoyo material oficial de los Estados Unidos. No quiere deudas de gratitud
con tan poderoso vecino, máxime cuando la guerra que organiza quiere evitar la extensión
del coloso por Las Antillas y América: "Cuba no anda de pedigüeña por el mundo: anda
de hermana, y obra con la autoridad de tal. Al salvarse, salva. Nuestra América no le
fallará, porque ella no falla a América." La revolución cubana se concibe solidaria,
antillanista, americanista, antimperialista. La independencia cubana es indispensable para la
seguridad, independencia y carácter definitivo, al decir de Martí, de la familia
hispanoamericana del continente: "Si quiere libertad nuestra América, ayude a hacer
libres a Cuba y Puerto Rico". A Federico Henríquez y Carvajal le dira con mucha claridad
en carta de marzo de 1895 desde Montecristi, poco antes de salir rumbo a Cuba, su
convencimiento de que la libertad de Cuba y Puerto Rico salvarán la independencia de
América.
Febrilmente, Martí se da a la tarea de lograr la adhesión entusiasta de los más connotados
jefes de las anteriores guerras. En sus continuos periplos por el Sur de los Estados Unidos y
por algunas naciones del Caribe, (Jamaica, Santo Domingo, Costa Rica), logra incorporar y
organizar a cientos de cubanos emigrados. Los clubs revolucionarios se ensanchan, se
fortalecen. La propaganda separatista crece. Nace Patria, el periódico de la independencia.
Los fondos de la revolución se nutren con el aporte modesto de los humildes trabajadores
cubanos. Sus enviados ingresan a Cuba y movilizan a veteranos y bizoños; de Cuba viajan a
entrevistarse con Martí. Salvo excepciones, las puertas a las que Martí tocó en sus afanes,
quedaron abiertas. Uno de los grandes méritos reside en haber logrado deshacer
grandemente las hondas heridas abiertas en el pasado en la unidad de los revolucionarios
cubanos.
La revolución, que es organizada por un no combatiente de las guerras anteriores, se apoya
en los veteranos; los jefes a los que se confía la empresa, en su inmensa mayoría, habían
dirigido tropas en las guerras anteriores; y se cuenta con la tropa veterana para adiestrar a
los pinos nuevos. Cualquier nueva contienda independentista en Cuba tenía que contar con
la participación en calidad de jefes militares de los dos generales mambises de mayor
renombre y arraigo: Máximo Gómez Báez y Antonio Maceo Grajales; el primero, retirado a
su tierra natal, Santo Domingo; el segundo, emigrado en Costa Rica; ambos dedicados a
negocios agrícolas.
En carta magnífica, Martí escribe a Gómez: "Yo ofrezco a Ud., sin temor de negativa, este
nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración que brindarle que el placer de su
sacrificio y la ingratitud probable de los hombres". Luego va detrás de sus letras a
convencerle de que debía mandar el ejército de la revolución. En Costa Rica, Maceo acepta
el ofrecimiento martiano de integrarse a la conspiración. Quedaba atrás, superada, la
ruptura que entre él y los dos generales mambises se había producido a mediados de la
década anterior en ocasión de rechazar Martí las bases sobre las cuales se quería organizar
la revolución. La oposición martiana a la tiranía en la revolución es asunto de muchos años.
Se remonta a los días en que siendo aún un desconocido independentista, en 1884, se acerca
a Gómez y Maceo para auxiliar la empresa libertadora de aquellos, y al hacerlo percibe en
los dos grandes generales de la pasada guerra rasgos y propósitos autoritarios. Y se aparta
del proyecto exponiendo con claridad y valor personal su inconformidad:
"Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento; y cuando en los
trabajos preparativos de una revolución más delicada y compleja que otra alguna, no se
muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos
que han de hacer posible la lucha armada, mera forma de espíritu de independencia,
sino la intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal disimulada, de hacer servir
todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos cautelosos y
personales de los jefes justamente afamados que se presentan a capitanear la guerra,
¿qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar
un país a la lucha, sean mejor respetados mañana?"
Los preparativos de la guerra avanzaron rápidamente. A inicios de 1895 debía estallar. El
plan consistía en invadir Cuba por tres sitios diferentes: Oriente, Camagüey y Las Villas y
simultáneamente producir alzamientos en toda la isla, de tal suerte que España fuera
sorprendida por la embestida insurrecta sin poder adoptar medidas militares que localizaran
y dominaran la revolución, como había logrado Polavieja en la guerra chiquita. El Partido
Revolucionario Cubano adquirió abundantes pertrechos bélicos. El primero de los tres
vapores fletados que iban a ser utilizados, que partirían del puerto floridano de La
Fernandina, recogería a Gómez y más de doscientos hombres en Santo Domingo,
desembarcándolos en el sur de Camagüey; otro vapor iría a Costa Rica, por Maceo,
desembarcándolo en Oriente; Carlos Roloff y Serafín Sánchez deserbarcarían directamente
en Las Villas, donde debían unir fuerzas con el general Francisco Carrillo que estaba
comprometido a pronunciarse con sus hombres en la fecha en que recibiera la orden. De
igual manera lo harían Salvador Cisneros Betancourt en Camagüey y Guillermo Moncada y
Bartolomé Masó en Oriente. La incorporación de las tres provincias occidentales,
Matanzas, La Habana y Pinar del Río, se produciría en igual fecha al de los
pronunciamientos previstos en el oriente, y estarían dirigidos por el veterano general Julio
Sanguily y el representante en Cuba del Partido Revolucionario Cubano, Juan Gualberto
Gómez.
En el mayor secreto y compartimentación llevó Martí la conspiración. Comenzada la
operación de embarque del armamento en el puerto de La Fernandina, las autoridades
federales fueron informadas. Procedieron con especial diligencia al embargo de las armas y
las embarcaciones. El golpe de La Fernandina fue demoledor, no sólo porque en minutos se
perdieron grandes cantidades de armamentos comprados con el sacrificio de los emigrados
cubanos, sino porque los meses de silencioso y discreto trabajo conspirativo quedaban
echados por la borda. España quedaba enterada de que los planes conspirativos en marcha
eran muy embarazosos para su soberanía sobre Cuba. Pese a ello, el 29 de enero, desde
Nueva York se impartió la orden de sublevación para los comprometidos en Cuba; al día
siguiente Martí partió a encontrarse con Gómez en Santo Domingo. A la orden de
alzamiento dada, Juan Gualberto Gómez respondió desde La Habana: Giros aceptados. El
24 de febrero fue señalado como la fecha de alzamiento en toda Cuba, salvo en Camagüey,
donde se adujo no tener las condiciones creadas, provincia en la que en meses anteriores el
enviado de Martí había sido recibido con frialdad.
El 24 de febrero, Oriente se alzó en armas. Hubo importantes pronunciamientos, dirigidos
por jefes veteranos, en El Caney, San Luis, El Cobre, Loma del Gato, Hatibónico, La
Confianza, ingenio Santa Cecilia, Bayate, Calicito, Jiguaní y Baire. Sin embargo, los planes
insurreccionales en occidente, como consecuencia de la indecisión de algunos de los
complotados, la vigilancia de las autoridades y otras razones, apenas se desarrollaron. En
cuestión de días, las pocas partidas que se alzaron en armas fueron neutralizadas. Una vez
más occidente no se incorporó a la revolución, dificultando los planes generales. Camagüey
y Las Villas permanecieron a la expectativa, por retraimiento la primera y por la detención
de algunos complotados, la segunda. Los tres partidos políticos de la isla, Autonomista,
Reformista y Unionista, condenaron el alzamiento. Los autonomistas se destacaron en las
iniciativas de paz. LLegaron al extremo de valerse del ex-presidente de la República en
Armas, Juan Bautista Spotorno para proponer a Bartolomé Masó, uno de los jefes
orientales, que depusiera las armas. Curiosamente, en 1875, Spotorno, que había relevado
en el cargo de Presidente de la República en Armas a Salvador Cisneros Betancourt,
decretó que se fusilara a todo emisario llegado a territorio insurrecto proponiendo paz sin
independencia. En 1895, Masó se opuso a fusilar a Spotorno, como algunos de sus hombres
le propusieron, en virtud de su propio decreto.
En 1895 se inicia una guerra coordinada en Cuba y en la emigración, preparada por años,
organizada por un partido revolucionario. No hay en ella la improvisación y la
espontáneidad de 1868. El éxito no se confía al azar; se deposita en el concurso y esfuerzos
de miles de hombres bajo un plan único. El 24 de febrero es el momento de mayor madurez
de la nación cubana, expresión de un ascendente proceso de radicalización de los sectores
más humildes de la sociedad colonial. En la primera guerra la participación obrera es
ínfima; en 1895 el protagonismo proletario, dentro y fuera de Cuba, es significativo.
La temprana muerte del general Guillermo Moncada por tuberculosis y las carencias de
Bartolomé Masó como jefe militar de Oriente, hicieron que en marzo de 1895 la revolución
viviera sus momentos más críticos. Con la llegada a Cuba de los tres grandes jefes de la
guerra los acontecimientos bélicos cambiaron radicalmente. El 1 de abril, por Baracoa,
desembarcó Antonio Maceo, asumiendo la jefatura militar de Oriente; el 11 de abril lo
hicieron Martí y el General en Jefe, Máximo Gómez. Con ellos en Cuba, la insurrección
cobraba nuevos bríos y cohesión.
Martí y Gómez andaban de acuerdo ya en cuanto al modo de hacer la guerra y estructurar la
revolución. Así lo dejarán escrito en Montecristi, en un manifiesto contentivo de los
propósitos y de la doctrina de la revolución en curso: "Desde sus raíces se ha de constituir
la patria con formas viables, y de sí propia nacidos, de modo que un gobierno sin
realidad ni sanción no la conduzca a las parcialidades o a la tiranía". Expresa que la
guerra debe darse forma republicana que lleve, "sin minuciosidades inútiles" los principios
que le garanticen el crédito, y la seguridad de que nacerá la república, independiente y
democrática: "Reunir representantes de todas las masas cubanas alzadas, para que ellos,
sin considerarse totales y definitivos, ni cerrar el paso a los que han de venir, den a la
revolución formas breves y solemnes de república, y viables, por no salirse de la realidad
y contener a un tiempo la actual y la venidera.".
Maceo, con quien, el 5 de mayo, en La Mejorana, Martí entró en contradicción, es de otras
consideraciones; teme que las formas republicanas estorben a la guerra de independencia.
Martí sostuvo su conocida y mayoritaria tesis de que debía convocarse una asamblea de los
representantes del pueblo en armas, para dotar a la revolución de forma republicana;
Maceo, temeroso de que tal vertebración condujera a las perniciosas prácticas de los
órganos civiles de la revolución del 68-78 de inmiscuirse y estorbar la conducción de la
guerra, se mostró partidario de constituir un gobierno con base en una junta de generales
con mando, sus representantes y una secretaría general.
Martí quiere que haya plena libertad en el Ejército Libertador, y quiere también que haya
república, que la guerra tenga inserta la república: "Y en cuanto tengamos forma,
obraremos, cúmplame esto a mi, o a otros." A Maceo le dice que quiere un gobierno
simple, eficaz, útil, amado, uno, respetable, viable.
Tras la entrevista, Maceo siguió de operaciones en Oriente, y Gómez y Martí, con una
pequeña tropa, marcharon hacia Camagüey. Gómez tenía el propósito de levantar en armas
aquellas comarcas. Martí el de depositar la autoridad que le había confiado el Partido
Revolucionario Cubano en los órganos republicanos que una Asamblea Constituyente
creara. El prestigio alcanzado por él en el exilio y las posibilidades que se le brindaron en
los campamentos insurgentes en los que acampó de cautivar con su oratoria florida,
arrancaron espontáneos vítores en los que la tropa le reconocía y aclamaba, sin serlo, como
Presidente de la República en Armas. Su muerte prematura en Dos Ríos, el 19 de mayo,
impidió que la obra de determinar la forma de gobierno y las vitales relaciones entre el
poder civil y el mando militar fuera presidido por él; su muerte alteró el equilibrio político
interno de la revolución y la seguridad que él significaba para que los militares y los civiles
no pugnaran en detrimento de la causa. Con la muerte de Martí, se perdía al único hombre
con madera de estadista para la gravedad del momento histórico de la nación cubana.
Martí debió organizar y dirigir la Asamblea de Representantes, y determinar en mucho la
forma republicana a adoptar. Evidentemente, le nombrarían Presidente de la República en
Armas. Su muerte trastorna la marcha de la revolución. La conspiración era obra suya, y
suyo era el proyecto republicano, para la guerra y para la victoria, el programa de hondas
definiciones de la revolución. Era el mentor, el alma, de la guerra. Era el equilibrio que
integra en apretado haz de intereses contrapuestos a un sector pequeño de terratenientes,
numerosos profesionales de buena posición económica y mejor cultura, una pequeña
burguesia media rural y urbana, a campesinos y obreros, desempleados, jornaleros, obreros
agrícolas, empleados y estudiantes. Y el equilibrio y el estadista de la revolución muere en
Dos Ríos.
La caída en combate de Martí tuvo repercusiones casi inmediatas en el campo político.
Todos los patriotas en armas, incluyendo a Maceo, avivaron la idea de crear la República.
En septiembre, en Jimaguayú se constituyó la Asamblea de Representantes. Fue aprobada
una Constitución que estableció un gobierno centralizado que tenía por centro de poder un
llamado Consejo de Gobierno. Esta estructura republicana significaba la superación del
error de depositar el poder real de la revolución en un cuerpo legislativo como habían
hecho en Guáimaro. El gobierno lo ejercerían seis personas, con funciones legislativas y
ejecutivas: un Presidente, un Vicepresidente y cuatro Secretarios de Estado (Interior,
Guerra, Relaciones Exteriores y Hacienda). La superior autoridad en lo militar recayó en
un General en Jefe, asistido por un Lugarteniente General.
Lo que nace entonces en Jimaguayú, fruto de la lucha discreta que se desata dentro de las
filas rebeldes, no es el gobierno "sencillo y útil" al que Martí aspiraba, y con el que ya
estaban de acuerdo Gómez y Maceo, sino un Consejo de Gobierno dado a la minuciosidad
legal, ambicioso de hegemonizar la revolución pasando por encima de méritos y prestigios
ajenos. Curiosamente, en Jimaguayú ni una sola vez se menciona a Martí o se recurre a sus
ideas. La plena libertad en el Ejército Libertador no se concede; nace un Consejo de
Gobierno ávido de protagonismo, que conferirá los más altos grados militares, de Coronel
en adelante; y sus propios miembros, civiles todos, ostentarán, además de sus cargos en el
gobierno, los grados militares que fijen como equiparables: el Presidente, será
Generalísimo del Ejército Libertador; el vicePresidente y los Secretarios del Consejo de
Gobierno, estarán nombrados con el grado de Mayor General; el secretario del Consejo y el
Canciller, Brigadieres; los jefes de despacho de los secretarios, los gobernadores civiles y
los administradores de Hacienda, Coroneles.
Un Consejo de Gobierno nacido de aquella manera no podrá menos que entrar en colisión,
pronto y muy profundamente, con el mando militar de la revolución.
LA INVASION
La incorporación de Maceo a la guerra implicó la unidad de mando en Oriente. Se enfrascó
el Lugarteniente General en una intensa campaña militar, extendiendo la guerra por toda la
geografía oriental, adiestrando a las tropas y facilitando la insurrección de Camagüey por
Máximo Gómez. Fue una campaña exitosa, con victorias militares de resonancia: Jobito,
Peralejo y Sao del Indio. En Peralejo perdió España al general Santocildes y el mismísimo
Capitán General, Arsenio Martínez Campos, enviado de urgencia para sofocar la
insurrección y pacificar la isla, logró evadir la debacle a marchas forzadas hacia Bayamo.
Camagüey y Las Villas no protagonizaron levantamientos en febrero. En Las Villas, el
general Francisco Carrillo fue detenido y deportado con oportunidad, y no fue hasta abril,
con la llegada a Cuba de los principales jefes mambises, que se produjo la incorporación de
la provincia a la guerra; ganando en intensidad a partir de julio con el desembarco de la
expedición del mayor general Carlos Roloff y el brígadier Serafín Sánchez.
En los meses previos a la orden de alzamiento, Camagüey se mostró hostil o distante con
los emisarios de Martí. No secundó la orden de alzamiento. En la actitud de los
camagüeyanos pesaba grandemente el resentimiento por las críticas que se le hicieron en la
emigración a los jefes mambises de aquella comarca por haber capitulado en El Zanjón.
Sólo el viejo Salvador Cisneros Betancourt acogió con entusiasmo, entre los veteranos, el
proyecto insurreccional. Con Gómez en Cuba, al único a quien se le reconocían méritos y
autoridad para levantar en armas el Camagüey, la incorporación a la guerra sólo era
cuestión de que el General en Jefe se adentrara en su territoio, lo que ocurrió a principios de
junio. De inmediato Cisneros Betancourt se alzó en armas, y tras él, cientos de veteranos y
"pinos nuevos".
Los progresos de las armas cubanas fueron vertiginosos. Para el verano de 1895 Gómez
ordenó a Maceo preparar un fuerte contingente de hombres para acometer la invasión del
occidente del país. Partiendo de Los Mangos de Baraguá, en fecha 22 de octubre de 1895,
se inició la invasión. Sin contratiempos de consideración, Maceo avanzó rápidamente hasta
Las Villas, donde se unió a fuerzas de aquella provincia que cumplían órdenes de Máximo
Gómez, el que un mes antes había pasado la trocha de Júcaro a Morón. Distintas
operaciones militares, entre ellas la arrolladora victoria de Mal Tiempo, y una
reorganización de las tropas invasoras posibilitó penetrar en profundidad en la rica
provincia de Matanzas, en un operativo que muchos analistas juzgaban como imposible
dada la correlación de fuerzas. Las fuerzas cubanas, que constantemente iban superando en
la marcha la capacidad de reacción del general Martínez Campos, la emprendieron sin
miramientos contra la riqueza azucarera de aquellas regiones.
La rapidez con que se desarrolló la invasión obligó a Martínez Campos a trasladar el cuartel
general de operaciones, después de llegar tarde a Coliseo y ser incapaz de detenarla con 30
000 hombres en una estrecha franja insular, a la capital. El primer día del año 1896 la
tropas cubanas acamparon en Bagáez, en territorio habanero. Durante días, mientras el
mando español adoptaba urgentes medidas para la defensa de la capital en caso de ataque,
Maceo y Gómez campearon por su respeto en el interior de la provincia. En Cayo
Colorado, los dos jefes mambises se separaron; Maceo continuó en dirección a Pinar del
Río al frente de 1 500 jinetes y Gómez quedó en La Habana como distracción del grueso de
las tropas españolas. Maceo completó la invasión el 22 de enero al acampar en Mantua, el
más occidental de los pueblos de Cuba.
Los objetivos militares, políticos y económicos de la invasión de la isla, que en 1875 tan
sólo había podido ser conducida hasta Las Villas, con esporádicas incursiones en la parte
oriental de la provincia de Matanzas, fueron alcanzados. Como acontecimiento militar ha
sido comparado con la marcha de Aníbal sobre Roma. Un ejército irregular, reducido, (2
000 a 4 000 hombres), sin gran formación militar, con escasez de armamento y municiones,
recorrió en 92 días, de fieros combates y hábiles maniobras, una larga y estrecha isla,
enfrentando a un ejército de más de 100 000 soldados, con el mejor armamento de la época,
dirigido por decenas de generales de amplia formación, experiencia y arrojo, con una base
logística y defensiva apropiada, con el dominio de rápidas formas de comunicación
(ferrocarril, mar y telégrafo). La invasión supuso la extensión de la guerra a toda la isla, de
Oriente a Pinar del Río, afectando la zona de mayor riqueza y mejor defendida de Cuba y
donde residían los mayores focos de elementos contrarios a la independencia, integristas,
reformistas, autonomistas. Supuso la destrucción parcial de importantes bienes de los
enemigos de la revolución y fuente de financiamiento de la guerra por parte de España; la
tea incendiaria, aplicada sin miramientos, hizo sentir la revolución en las bolsas de los
acaudalados exesclavistas plantadores occidentales. Sirvió para probar al mundo la falsedad
de la propaganda española de presentar a los independentistas como fascinerosos sin éxito.
Martínez Campos había fracasado esta vez.
La invasión selló la suerte de España en Cuba. Tras la invasión, la evacuación de la isla, era
cuestión de tiempo`; porque la riqueza de Cuba quedaría deshecha y los frentes de guerra
extendidos. La economía española no podría resistir tal sangría. La población hispana no
podría seguir enviando, sin revueltas, a decenas de miles de hombres a una lejana isla
tropical a morir de bala o de fiebres.
LA RECONCENTRACION
España aceptó el desafío militar cubano. Hizo la guerra, y la hizo apostando toda su fuerza
y todos sus recursos, humanos o financieros, ideológicos y materiales, militares y civiles.
La proeza de mover el mayor ejército que llegó a América, (sólo comparable con el que los
Estados Unidos llevaron a Europa cuando la II guerra mundial), es prueba del descomunal
esfuerzo de guerra realizado por España. En 1895 fueron llevados a combatir a Cuba más
de 110 000 hombres. En los últimos diez años de dominio colonial español en Cuba un
tercio de millón de hombres fueron llevados a la isla. Cálculos dignos de crédito sostienen
que para sofocar las insurrecciones cubanas, a partir de 1868, España movilizó un ejército
diez veces mayor que el que activó para proteger su imperio colonial en los años 18101825. Esto significa, que para defender Cuba, España recurrió a diez veces la fuerza que
utilizó para impedir que Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador,
Colombia, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala
y México fueran libres.
El Presidente del Consejo de Ministros de España, Antonio Cánovas del Castillo,
conservador recalcitrante, proclamó la determinación de la monarquía y del gobierno
español de apostar en la conservación de Cuba hasta el último hombre y hasta la última
peseta. En febrero de 1896, sustituyeron a Martínez Campos por el general Valeriano
Weyler, el único que, en consideración de Martínez Campos, era capaz de llevar a cabo con
éxito una guerra total contra los cubanos
Weyler había estado en operaciones en Cuba a las órdenes del Conde de Valmaseda, en la
guerra grande. Entonces se había distinguido por ordenar cientos de fusilamientos sin
previa formación de causa y arrasar los sembradíos, el ganado y los caseríos campesinos.
En posesión de la capitanía general de Cuba, en medio de un gran alborozo integrista en La
Habana, Weyler no escatimó tiempo en organizar una política de guerra de suma actividad
y crueldad, en lo militar, en lo político. Se propuso pacificar la isla en un plazo máximo de
dos años. Decenas de millares de soldados fueron traídos como refuerzo. Dispuso una serie
de medidas encaminadas a reducir la ofensiva rebelde, primero, y a exterminar las partidas
guerrilleras, después. Las formas más expeditas fueron no sólo autorizadas, sino ordenadas
contra los que intentaran hacer propaganda favorable a la revolución y contra los que
proveyeran de armas, caballos o cualquier recurso a las tropas insurrectas. Igual contra los
que de palabra o de cualquier otra forma redujeren el prestigio de España, su ejército, los
voluntarios de Cuba o los bomberos mismos. Ordenó requisar todos los caballos y todo el
maiz de la región occidental.
Tales medidas hicieron mella en la población civil, en la oposición, pero no lograron
detener a Maceo y Gómez. Ordenó entonces, en fecha 21 de octubre de 1896, la más
inhumana y bárbara política de guerra: todos los habitantes de los campos o que residieren
fuera de la línea de fortificación de los poblados tendrían ocho días para "reconcentrarse"
so pena de ser considerado rebelde y pasado por las armas.
La política de reconcentración diezmó brutalmente a la población rural cubana, obligada a
buscar refugio en los pueblos y ciudades fortificadas, donde, carentes de vivienda y
alimentación adecuada, fue presa de la desnutrición crónica y las enfermedades tropicales.
Tal política se mantendría a lo largo de dos años, causando cientos de miles de víctimas
mortales.
El efecto de la política de reconcentración en la marcha de las operaciones militares no fue
tan significativo como se esperaba. Ciertamente, fue un duro golpe para las tropas
insurrectas, privadas de pronto de sus naturales proveedores y correos, asociado a lo cual se
hizo sentir la falta de alimentos y la proliferación de graves enfermedades entre los
combatientes; pero las huestes mambisas vieron incrementadas las fuerzas con elementos
que se negaban a acatar el bando weyleriano.
Para enfrentar la desproporción de armas y hombres, los rebeldes cubanos apelaron a las
conveniencias de la manigua, de la táctica de golpear por sorpresa, en movimiento. El
ejército cubano contó con los servicios de un soldado que causó más bajas en el enemigo
que todos sus machetes y fusiles: el mosquito. El trópico fue el mejor aliado de los cubanos.
A la larga lista de prestigiosos generales mambises, de todas las procedencias, cubanos,
dominicanos, norteamericanos, polacos, españoles, venezolanos, etc, preciso es sumar los
generales vómito negro (fiebre amarilla), paludismo y disentería, y si claves para la causa
de la revolución fueron batallas como las de Mal Tiempo, Saratoga, Victoria de Las Tunas,
Peralejo, no lo fueron menos los efectos de mayo, junio, julio y agosto sobre las tropas
españolas. Por decenas de miles se contaban los hospitalizados, cada semana. "Hasta el
último hombre" proclamó Cánovas del Castillo, y sólo el clima tropical acercó a verdad
aquel absurdo político.
A favor de España contaban diversos factores: su superioridad númerica; poseer mejor y
mayor armamento; tener un aprovisionamiento garantizado establemente desde el exterior:
el dominio de los medios de comunicación social; el control de los puertos, los
ferrocarriles, los telégrafos; el respaldo oficial de Estados Unidos y otras potencias
europeas. A favor de los cubanos: el dominio del terreno; la posibilidad de operar en
pequeños destacamentos guerrilleros (partidas), dando combate en lugares y oportunidades
escogidas a propósito; el compromiso con la causa de la masa de combatientes; la
adaptación al medio; los efectos devastadores del clima sobre el enemigo.
Concurriendo todos estos elementos, el plan de campaña de Weyler consistía en concentrar
en occidente el grueso de sus tropas más selectas, lo cual suponía la pacificación de estas
comarcas, tras lo cual avanzaría sobre el oriente cubano, consolidando las zonas
pacificadas, protegiéndolas por diversas líneas fortificadas a semejanza de la trocha de
Júcaro a Morón.
Frente al peligro de presentar batalla a tan desmesurado ejército en territorios de escasa
extensión, Gómez y Maceo subdividieron las tropas habaneras y matanceras en pequeñas
guerrillas de gran movilidad al mando de los generales de división José María Aguirre y
José Lacret Morlot, con la misión de hostilizar y fatigar contantemente al ejército español;
Maceo marchó nuevamente sobre Pinar del Río con una táctica bastante similar y teniendo
como escudo protector el macizo montañoso de aquella provincia; Gómez marchó hacia el
oriente tratando de atraer sobre sí a parte de aquel inmenso ejército que Weyler
personalmente dirigía en Pinar del Río y La Habana.
LA UNIDAD DE LA REVOLUCION
El éxito impresionante de la invasión, que otorga más prestigios y autoridad a Maceo y
Gómez, los jefes naturales de la revolución, preocupa a los miembros del gobierno
revolucionario, los impulsa a intentar controlar todos los hilos de la guerra. La guerra se
había extendido, por primera vez, de Oriente a Pinar del Río. La campaña militar en Cuba
desangraba la economía española y mermaba su poderío militar. De mantenerse el ritmo de
la campaña, España no tendría más alternativa que el abandono de la colonia. En estas
circunstancias el Consejo de Gobierno adoptará la más equivocada de las políticas: estorbar
la guerra.
En la guerra grande, en 1875, en su apogeo la invasión de Las Villas, el regionalismo de
Vicente García, contrario a auxiliar con hombres y armas la campaña invasora de Máximo
Gómez, y la desunión en las filas revolucionarias, agregado a la inoportuna e ineficaz
intromisión del gobierno civil en la conducción de la guerra, condujo a la parálisis, declive
y derrota de la invasión; a la capitulación en El Zanjón. En la tercera guerra, acometida la
primera etapa de llevar la guerra hasta el extremo occidental de Cuba, Mantua, y en
ejecución la segunda, consistente en desarrollar in crescendo las operaciones bélicas en
todas las provincias, en una guerra de desgaste que exigía reforzar el teatro principal de
operaciones, el occidente, volvió a expresarse la desunión en las filas mambisas.
La presencia de Gómez en el oriente cubano tenía otros propósitos además de distraer a
Weyler. Debía acelerar la preparación de nuevos contingentes de hombres, bien
apertrechados, para reforzar a las tropas que se batían en occidente, en constante peligro de
aniquilamiento. Y resolver las diferencias surgidas con los hombres del Consejo de
Gobierno.
El gobierno nacido de Jimaguayú, presidido por el marqués de Santa Lucia, Salvador
Cisneros Betancourt, pese a los esfuerzos en contrario, siguió una política equivocada,
entorpecedora de la necesaria vitalidad del Ejército Libertador. Con celo extremo
pretendieron evitar que los jefes militares se convirtieran, al influjo de la autoridad que su
prestigio y el mando le otorgaban, en un peligro para la república que ellos encabezaban.
Los hermanos Maceo, generales mulatos, de extracción humilde, cuya autoridad era muy
sólida, preocupaban enormemente a los hombres del gobierno civil. Los prejuicios de la
raza, no eliminados con la abolición de la esclavitud, pesaban en las actitudes de varios de
los más prominentes hombres de la revolución.
La orden del General en Jefe de organizar y despachar un contingente de refuerzo en
auxilio del Lugarteniente General fue retardada intencionalmente, distrayendo la fuerza
camagüeyano-oriental en dos operaciones guerreras no esenciales, fracasadas por demás.
Las expediciones organizadas en el exterior, con abundancia de pertrechos, -asunto
controlado por el gobierno- no fueron destinadas con diligencia a reforzar a las fuerzas de
Antonio Maceo en occidente, pese a las reiteradas peticiones en tal sentido. La primera
expedición con pertrechos que le llegó a Maceo fue al cabo de tres meses de terminada la
invasión en Mantua, justo el día en que en su tropa habían quedado sólo cuatro hombres
(incluyéndolo) con municiones para sus armas de fuego; la próxima expedición demorará
cinco meses. Por otro lado, al jefe militar de Oriente, su hermano José Maceo, el Consejo
de Gobierno le impide llevar refuerzos a occidente, es más, lo relevan del cargo sin
consultar con el General en Jefe. Su cargo fue entregado sucesivamente a tres generales
mambises, del que sólo uno, Calixto García, tenía más méritos y cualidades para poder
sustituirle; todos los cuales se habían incorporado a la guerra después que él. Esta
disposición fue tan sólo un ejemplo de las actuaciones del gobierno que vulneraban o
desconocían la autoridad del General en Jefe. El Consejo de Gobierno actuó con torpeza
con los hemanos Maceo.
El gobierno, en ausencia de Gómez, en campaña por occidente, había expedido
injustificada y caprichosamente diplomas otorgando altos grados militares, muchos de ellos
a hombres civiles sin mando de tropa y sin batallas. Enterado de tal práctica, Gómez
decretó la invalidez de los otorgamientos. El enfrentamiento entre el gobierno y la jefatura
del Ejército Libertador estaba planteada. Cuidaban la forma, pero se atacaban en las
sombras. Los hombres del gobierno estaban prejuiciados con Gómez, y éste estaba muy
disgustado con aquellos: "Se han creido que forman un gobierno real y efectivo, y hablan
de Constitución y leyes, cuando a mi juicio lo que hemos querido presentar es una simple
fórmula de gobierno para altos fines políticos exteriores y nada más, que para nuestra
vida política interior, ni eso puede ser útil ni lo necesitamos para nada hasta tanto no se
libre la tierra. Sería necio y pueril sin tener conquistada la república crearse en realidad
un gobierno de la república. ¿En nombre de quién pretenden gobernar esos hombres?".
A partir de octubre de 1896, el Consejo de Gobierno había dispuesto que todos los
funcionarios civiles tuviesen jerarquía militar. Y fueron más allá aún: decretaron que todos
aquellos que con estudios superiores vencidos o graduados como profesionales se
incorporaran a la revolución poseerían grados militares. En ello se expresa un marcado
propósito clasista de subordinar al sector humilde de la revolución. Los profesionales harán
la República en Armas a su forma. Los cargos mas significativos del gobierno y de la
administración civil son confiados a los profesionales, con exclusión de representantes de
los sectores pobres.
El Consejo de Gobierno era el reservorio natural, en la insurrección, de los hombres de
educación refinada, profesionales de amplia cultura, enemigos por definición del
autoritarismo militar, especialmente sensibles a los excesos en el mando. Desde siempre,
Gómez y Maceo creyeron y defendieron, ante el propio Martí, la idea justa de que
cualquier forma de gobierno republicano que se adoptara debía favorecer y no estorbar o
perjudicar la marcha de la guerra. El exceso de reglamentación emanado del Consejo de
Gobierno no despertaba, precisamente, elogios en los principales jefes mambises. Por otro
lado, la rudeza y severidad de Gómez al imponer la disciplina y dirigir al Ejército
Libertador levantaron justificados temores en los hombres civiles.
La posición interesada (clasista) de los hombres del gobierno no será aceptada
tranquilamente y en silencio por los jefes naturales de la revolución. Será Maceo, que en su
propia persona sienta el celo y los prejuicios de los hombres del gobierno revolucionario,
quien lo denuncie. En carta al Presidente de la República en Armas, Salvador Cisneros
Betancourt, lo expresará: "La humildad de mi cuna me impidió colocarme desde un
principio a la altura de otros, que nacieron siendo jefes de la revolución".
Las diferencias, desarrolladas a través de incidentes como los relatados, condujeron a que a
finales de 1896, mientras Weyler se esforzaba en pacificar el occidente de Cuba, se hubiese
presentado ante el Consejo de Gobierno una moción de destitución del General en Jefe como había hecho la Cámara en 1869 con el general Quesada-, y que Máximo Gómez
hubiese presentado su renuncia.
Al igual que en 1875, en el mejor momento de la guerra a favor de los cubanos, la unidad
se agrietaba.
CRISIS DE UNIDAD SALVADA
Varios acontecimientos, todos lamentables y dolorosos, salvaron la unidad de la revolución.
La muerte en combate, en julio de 1896, del mayor general José Maceo, sustituido ya en el
mando militar de Oriente, evitaba que éste desconociera la decisión del Consejo de
Gobierno de destituirlo y negara su concurso y el de sus hombres a su sustituto, Calixto
García, lo que hubiese sido nefasto para el desarrollo de la guerra en Oriente. A fines del
propio mes murió en combate el también mayor general Serafín Sánchez, entonces
Inspector General del Ejército Libertador, veterano de las tres guerras, cuyo desembarco
por Las Villas consolidó la insurrección en aquellas comarcas; llegando a ser el jefe de la
vanguardia de la columna invasora. Por aquellos días murieron, además, otros dos jefes
destacados de la revolución: los generales Juan Bruno Zayas, en importante misión de
refuerzo a Maceo en Pinar del Río, y José María Aguirre, Jefe de la División de La Habana.
La conducción de la guerra se veía afectada sensiblemente.
Pero aún habría de ocurrir un golpe más profundo, de consecuencias imprevisibles. El 7 de
diciembre de 1896, en San Pedro, provincia de La Habana, fue abatido en combate el
Lugarteniente General, Antonio Maceo. A su lado caía Panchito Gómez Toro, hijo del
General en Jefe. Al caer en San Pedro, Maceo tenía proyectado reorganizar sus fuerzas en
las montañas de Pinar del Río y marchar sobre La Habana, retomando la iniciativa
estratégica frente a las tropas mandadas personalmente por Weyler; posterior a lo cual
marcharía al centro de la isla para intentar restablecer la armonía en el campo rebelde. En
ello estaba cuando halló la muerte.
En 1875, en una situación análoga de crisis en la unidad revolucionaria, Gómez distraía la
atención y parte de las fuerzas comprometidas en la invasión para intentar restablecer la
concordia en el campo insurrecto, y cuando volvió sobre sus pasos, la invasión ya estaba
vencida; y en 1896, Maceo pierde la vida cuando proyecta servir de intermediario.
Ante tales perdidas, convencidos de que la revolución estaba en peligro, Gómez retiró la
renuncia a su cargo de General en Jefe y el Consejo de Gobierno dio muestras de confianza
en él. La unidad de la revolución fue salvada, de momento. Los jefes insurrectos, civiles y
militares, apretaron filas, dejando de lado resentimientos y opiniones personales.
En la misma medida en que estas discrepancias entre los jefes civiles y militares de la
revolución se desarrollan, ingresan a la revolución antiguos políticos autonomistas y
hombres vacilantes de la gran burguesía cubana, a los que
aceptó el gobierno,
otorgándoles grados y responsabilidades no ganadas en la lucha. Ellos reforzaron, a la
larga, las debilidades políticas e ideológicas del Consejo de Gobierno.
LA GUERRA EN 1897.
Dos realidades militares coexistieron a lo largo de 1897. De la trocha de Júcaro a Morón
hacia el occidente el ejército español ejerció un dominio casi absoluto; de esta hacia el
oriente sólo controlaba los poblados y ciudades fortificados. En occidente las fuerzas
insurrectas se vieron obligadas a fraccionarse y permanecer así, a la defensiva, refugiados
en lugares casi inaccesibles, evitando enfrentar las grandes columnas españolas. Perduró la
guerra, pero declinó el accionar insurrecto; de la muerte de Maceo, la revolución no se
recuperó en occidente. Distinto al oriente de la isla: Camagüey y Oriente. Tras la derrota
española en Saratoga y la captura de Guáimaro, en la provincia de Camagüey, las tropas
españolas se refugiaron en tres ciudades y en la trocha de Júcaro a Morón; el resto era
territorio liberado. Igual ocurrió en Oriente: Weyler ordenó concentrar las fuerzas en los
poblados fortificados.
La astuta y exitosa campaña de La Reforma, por Gómez, y la toma de Victoria de Las
Tunas por Calixto García, acción que supuso ocupar una plaza defendida por catorce
fuertes y un millar de soldados, haciendo cientos de prisioneros, ocupando 1 200 fusiles y 1
millón y medio de proyectiles, al costo de 81 bajas cubanas, resonaron dentro y fuera de
Cuba. Ello, conjugado con el asesinato del conservador Antonio Cánovas del Castillo a
principios de agosto y la llegada al gobierno español de Práxedes Mateo Sagasta, liberal, y
las presiones norteamericanas, casi a término, para que se pusiera fin a la criminal política
de guerra seguida por Weyler y se aplicaran reformas autonómicas, determinaron la
sustitución del general Valeriano Weyler por el general Ramón Blanco, quien a la salida de
Martínez Campos de Cuba tras El Zanjón fue el encargado de aplicar reformas en Cuba.
La guerra tenía un coste no pagable para la economía española. Los barracones que servían
de hospitales de campaña fueron mudos testigos de la enfermedad de los soldados, del
ejército español. Casi un quinto de millón enfermaba cada año. Cada soldado, como
promedio, ingresaba cuatro o cinco veces en el hospital, con el desgaste físico y moral que
ello representa. Millares murieron. Los gastos de guerra no eran soportables. El fisco
español era incapaz de pagar en fecha a las tropas. Cuando Santiago de Cuba fue sitiada por
tropas cubano-norteamericanas, a mediados de 1898, la tropa llevaba once meses sin
cobrar. Los cubanos lo sabían. Así se expresó el General en Jefe cubano al terminar 1897:
"España no está en condiciones de enviar al sustituto de Weyler doscientos mil hombres
más y cien millones de pesos para prorrogar la guerra otros dos años, y los cubanos
pueden resistir todo el tiempo que quieran.... Nosotros, tenemos el tiempo por nuestro. A
España le toca apagar la hoguera."
Esta apreciación no sólo era de Gómez. El almirante Cervera, cuando le ordenaron
sacrificar la flota, sabiéndolo inútil, no pudo reprimir expresarse con crudeza: "y todo por
defender una isla que fue nuestra; porque aún cuando no la perdiésemos de derecho en
la guerra, la tenemos perdida de hecho..."
Queriendo evitar a toda costa el desenlace desastroso, apresuradamente, Madrid dio a
conocer su determinación de establecer un régimen autonómico en Cuba. La idea de crear
un Parlamento Insular, sin embargo, llegó demasiado tarde. La fuerza política cubana que
estaba llamada a respaldarla, el Partido Liberal Autonomista, de tanto batallar para lograr el
régimen autonómico, estaba entonces virtualmente diluido; los más radicales militaban en
la revolución; otros se retrajeron de toda actividad política; otro sector se sumó a la defensa
de la integridad; y muy pocos sostenían aún las banderas del partido; pero se habían
quedado sin apoyo popular; habían fracasado. Los integristas, numerosos en el occidente,
poderosos, se opusieron tenazmente al proyecto y recibieron la inauguración del nuevo
régimen autonómico dando vivas a Weyler y mueras a la autonomía. Los insurrectos, en
Cuba y fuera de ella, la desconocieron, señalando que la guerra continuaría hasta que se
hiciera realidad la independencia. En la práctica, la autonomía que inauguró el año 1898 fue
una farsa. Las elecciones para el Parlamento Insular, improvisadas, precipitadas, tuvieron
que realizarse en condiciones excepcionales: la parte oriental de la isla en manos rebeldes;
en occidente, la población estaba reconcentrada, diezmada, no interesada en el juego
político.
La suerte de la soberanía española sobre Cuba estaba echada. Cuba se perdía para España,
de continuar la guerra de los cubanos, con autonomía o sin ella. Y se perdía si los Estados
Unidos intervenían en la guerra. Y los Estados Unidos intervinieron.
BIBLIOGRAFIA
Aguirre, Sergio.- Eco de caminos. La Habana, 1974.
Carbonel, Nestor y Santovenia, Emeterio.- Guáimaro. La Habana, 1919.
Colectivo de autores.- Estudios sobre Martí. La Habana, 1975.
Guerra, Ramiro.- Historia de Cuba. La Habana, 1922.
La guerra de los diez años. La Habana, 1963.
Martí, José.- El Partido Revolucionario Cubano. La Habana, 1978.
Obras Completas. La Habana, 1975.
Miró Argenter, José.- Crónicas de la guerra. La Habana, 1942.
Moreno Fraginals, Manuel.- España-Cuba, Cuba-España. Barcelona, 1995.
Portuondo, Fernando.- Estudios de historia de Cuba. La Habana, 1974.
Historia de Cuba. La Habana, 1965.
Roig Leuchsering, Emilio.- Tres estudios martianos. La Habana, 1974.
Saco, José Antonio.- Contra la anexión. La Habana, 1974.
Santovenia, Emeterio.- Historia de Cuba. La Habana, 1939.