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LAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA EN CUBA Reinaldo Suárez Suárez Profesor de Historia del Derecho Universidad de Oriente Santiago de Cuba. Permitan, en atrevido voleo, que introduzca el tema recordando algunos acontecimientos históricos que remontan a más de medio siglo antes de que comenzara el primer segmento de la guerra por la independencia de Cuba. Tras el final acordado en Basilea en junio de 1795, y con la evacuación de Santo Domingo exigida en 1801 por Toussaint L'Ouverture, invocando los derechos adquiridos por Francia, dio comienzo "la larga serie de evacuaciones" que España realizaría en América a lo largo del siglo XIX. El repliegue del imperio colonial comenzó justo por donde habíase iniciado la empresa de conquista y colonización. Y con la evacuación, las cenizas de Cristóbal Colón fueron a dar, en custodia, a Cuba, la última de las colonias en desprenderse de España. Ironías de la historia. Y permitan un paréntesis oportuno para rendir homenaje, sincero y profundo al pueblo vasco, recordando a dos hijos de esta tierra que por aqueños años contribuyeron al nacimiento y fijación de la nacionalidad cubana. Fue un vasco, Ignacio Zarragoitía y Jaúregui quien por primera vez, en el ya lejano año de 1805, ofrece una definición del cubano, del criollo, no reduciéndol a los componentes de la clase plantadora de caña de azúcar; ampliando su contenido a los hijos todos de la isla; quien descubre los problemas de Cuba y advierte sobre el ascendente rol de los nacientes Estados Unidos de norteamérica. Y fue un vasco progresista, el Obispo de La Habana, José Díaz de Espada y Landa, quien en valiente gesto de homenaje hizo guardar la Constitución de Cádiz, en ceremonia especial, en el sarcófago de Don Cristóbal Colón. ¿Por qué no alcanzamos la independencia junto al resto de América? El español 2 de mayo de 1808 alteró profundamente los enroques políticos de las grandes potencias europeas. Los franceses, que habían figurado como aliados durante años, pasaron a ser combatidos con ahinco en todas partes de la península, con la complicidad inglesa, enemiga hasta entonces. Carlos IV abdicó y Fernando VII fue proclamado nuevo monarca, aunque también preso de los franceses. Ausente el Rey, los españoles, para conquistar y preservar su libertad, formaron las juntas de gobierno; una Central y juntas locales en las provincias. Tales acontecimientos condicionaron y fueron aprovechados de inmediato, apenas se tuvo noticias de ellos en América, para que en las colonias afloraran de manera radical y revolucionaria agudas contradicciones y se resolviera definitivamente el conflicto de intereses que separaba a los americanos de los peninsulares, a España de América. Como consecuencia de ello, desde la formación de la Junta de Montevideo, en septiembre de 1808 y la proclamación de la independencia del Ecuador en 1810, hasta aproximadamente 1821, con la independencia de México y Centroamérica, tuvo lugar la liquidación violenta de la mayor y más rica porción del imperio colonial español. En apenas diez años, España vióse precisada a evacuar mucha tierra americana. En su lugar nacieron cerca de diez repúblicas independientes. Los diez últimos años del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX fueron extramadamente difíciles para España. Una guerra tras otra. Invadidos y ocupados por Francia. La aparición y la asunción del gobierno por el movimiento liberalconstitucionalista. Las muchas torpezas de la monarquía. La parcial destrucción de las flotas de guerra y de comercio. El incremento de las apetencias territoriales y las pugnas por los mercados españoles por parte de grandes potencias europeas. Las guerras por la independencia de los virreinatos americanos. Todo ello, y otros factores, sumieron en una profunda crisis al Estado español. España llegó a dominar tanta tierra como Roma, y en una década la perdió casi toda. Para la mitad de la tercera década del siglo XIX sólo retenía en América las islas del Caribe. Pese a que las condiciones internacionales y en la península estaban dadas para que en una isla de heterógenea y punzante composición racial y socioeconómica, donde coexistían leyes anticuadas, el monopolio comercial que ahogaba al elemento criollo y un absolutismo político que asfixiaba, una crisis económica prolongada, la esclavitud de casi la mitad de la población, una corrupta e inepta administración colonial y una festinada negativa a aceptar las reformas que clamaba el sector productivo de la economía insular, pese a todo, Cuba permaneció fiel a la metrópoli. El 14 de julio de 1808 se recibieron en Cuba las graves noticias de los acontecimientos de mayo en la península. El Capitán General de la isla, Someruelos, decretó la guerra a Francia, al igual que las provincias españolas. Conocedor de que al interior de Cuba habíanse acumulado factores de difícil superación que podían hacer estallar la paz de la colonia, dando origen a la revuelta de elementos separatistas o anexionistas a los Estados Unidos u otra de las potencias europeas que ambicionaban las colonias españolas y, principalmente, para evitar que el movimiento reformista-autonomista cubano se radicalizara -como ocurriría poco después en América- el Capitán General maniobró inteligentemente. Adoptó una serie de medidas gubernativas y militares conducentes a conjurar cualquier eventualidad y propuso la creación de una Junta Provincial de Cuba a la que debían integrarse las personas más representativas, por su prestigio, influencias o solvencias económicas, de la isla. La creación de la Junta de La Habana pudo haber significado el comienzo, como en muchas partes de América, del fin del dominio colonial sobre Cuba o un cambio radical dentro de la relación misma. Sin embargo, no ocurrió así. Ni siquiera la Junta de La Habana llegó a constituirse. Las cabezas reconocidas del interés criollo productor, los autonomistas, se condujeron con excesiva cautela. El autonomismo había cobrado especial importancia desde la última década del siglo XVIII. Francisco de Arango y Parreño, sin ser un dirigente político, representaba la tendencia dominante entre los hacendados cubanos, los que a su vez dominaban el Ayuntamiento de La Habana, la Sociedad Económica de Amigos del País (fundada en los últimos años del siglo XVIII bajo la influencia de la Ilustración española y en especial de la Real Sociedad Vascongada), e influían determinantemente en el Consulado de Agricultura, Industria y Comercio. Cierto es que la idea de fundar un Gobierno Provincial, elevando la condición de la colonia, o un Consejo de Gobierno Autonómico no la habían reclamado, siendo sorprendidos por los acontecimientos peninsulares y con la hábil propuesta de Someruelos. En lugar de acoger con fervor la idea y proceder de inmediato a la creación de la Junta, Arango y Parreño impuso la idea de que se consultase a las personas de mayor autoridad y prestigio de La Habana. Quería evitar la improvisación, obrar sobre seguro. Este exceso de cautela fue letal. Para entonces las suspicacias, enconos, tirantez y el antagonismo primaban en las relaciones de los dos sectores económicos principales de la colonia: el de los comerciantes, peninsulares en su aplastante mayoría, fieles a España, y los productores criollos, autonomistas, que no escatimaban reiteradas y gradilocuentes adhesiones de fidelidad a Fernando VII y a España, pero que tenían sus propios intereses. Entre los primeros, la idea de crear una Junta fue vista como una oportunidad de sus rivales para subvertir el status colonial, para separar a Cuba de España. Los funcionarios principales de las tres instituciones del aparato colonial, controlados completamente por los peninsulares: la Intendencia de la Real Hacienda, la Superintendecia de Tabacos y la Comandancia de la Marina se opusieron a la idea, y la encuesta no recibió las adhesiones esperadas. Arango y Parreño y José de Ilincheta, asesor general del Gobierno, fueron acusados de servir a la causa de la desintegración de España. Los comerciantes justificaron su oposición con el manido argumento de que defendían la "integridad nacional". Frente a la oposición encontrada y el limitado apoyo recibido, Arango y Parreño consideró que debía abandonarse el propósito de crear la Junta de La Habana sin mayor discusión. En octubre de 1808, al tener certeza de la formación de una Junta Central, aunque sin haber recibido la correspondiente notificación, el Ayuntamiento de La Habana reconoció a ésta ofreciéndole un testimonio de lealtad, al Rey y a España. Obviamente, la elite económica de la isla no estaba interesada en la independencia. Sólo reclamaría para Cuba la condición de provincia española con la consiguiente equiparación de derechos: "Somos españoles, (...) Y esa ilustre sangre que corre por nuestras venas en nada ha desmerecido, porque, a costa de tantas vidas, privaciones y fatigas, haya logrado conquistar, establecer y fomentar tantas Españas nuevas, tantos reinos opulentos. Nuestros amados monarcas, siguiendo los mejores ejemplos de la sabia antigüedad y las reglas de justicia e interés bien entendido, dieron a estas poblaciones, desde su nacimiento, la misma Constitución, el mismo orden de gobierno y los mismos goces que tienen en general los demás de la Península. ¿Y podemos creer nosotros, que de ellos nos rebajarán los gloriosos sustitutos del Rey que todos adoramos? Tan firmes en nuestra confianza como en nuestra imperturbable y rancia fidelidad, todo lo abandonamos a su sabia discreción, de la cual todos queremos y todos esperamos recibir el lugar que nos tocare en la representación nacional." A esta reclamación de derechos políticos y de representación siguió el reclamo de una justa reforma del sistema mercantil, considerablemente desfavorable para los intereses criollos. Cuba no fue reconocida provincia. No se estableció la pretendida igualdad de derechos políticos y de representación. No hubo concesiones a la reforma mercantil pedida. En un momento culminante como el de los años posteriores al 2 de mayo de 1808, puestos a escoger entre intentar romper el yugo colonial o permanecer en la "miseria", para utilizar el término acuñado por el historiador Ramiro Guerra, la elite económica cubana, de Oriente hasta Pinar del Río, formada por productores de azúcar de caña, propietarios de cafetales y hatos de ganado, escogió el yugo colonial, la "miseria". En momentos en que América española, desde México hasta Chile y Argentina, deshacían el dominio colonial, en Cuba apenas hubo violencia separatista, y las conspiraciones que se produjeron carecieron de trascendencia y extensión. Dada la actitud de la burguesía cubana, las tentativas separatistas, ya fueran independentistas o anexionistas a los Estados Unidos, quedaron condenadas al fracaso. Las razones de tal actitud pueden ser condensadas en lo siguiente: Primero: La extensión de la esclavitud como base del sistema productor de plantaciones. El monopolio comercial que ejerce la metrópoli obliga a los adinerados de la isla a refugiarse en la producción y no en el comercio, que está en manos de casas metropolitanas. Han de producir azúcar de caña y café y criar ganado. La producción y comercialización del tabaco también es un monopolio controlado por peninsulares. Las plantaciones de azúcar y café exigen mucha fuerza de trabajo. Exterminada la población aborígen, las plantaciones cubanas fueron inundadas con mano de obra esclava, traída del Africa. La riqueza se mide por la cantidad de esclavos que se poseen. En opinión de Manuel Moreno Fraginals: "La explotación intensiva y extensiva del esclavo le transformó en una costosísima mercancia consumible y exigió un urgente proceso, siempre en aumento, de reposición. Azúcar y negros acrecieron paralelos en la Isla. La plantocracia identificó la felicidad de la colonia con la introducción de esclavos." Del negro se vive y se ostenta. Y se teme al negro rebelde y a la independencia, o a la combinación. Los hacendados criollos, por la experiencia de Haití, interpretan que el proyecto independentista presupone la violencia, -por la enconada resistencia de España-, la guerra, la ruina, la destrucción de las plantaciones y la técnica de producción, y hasta la emancipación de la mano de obra. Se teme a la violencia, porque la experiencia de Saint Domingue probaba que una guerra entre los sectores dominantes conducía a una sublevación esclava, a una guerra de razas donde los negros y mulatos podían quedarse con el predominio político-militar. No es entonces extraño que la sublevación de Aponte, en 1812, fuera un golpe demoledor a la idea independentista, pues avivó en la plantocracia criolla el temor al protagonismo de los negros en los asuntos del país. Segundo: El rol económico y el lugar político ocupado en la administración colonial por parte de esta clase social. Los criollos concentraban en sus manos la producción de la isla, aunque dependían del monopolio comercial español, que incluía la Trata. Gozaban por entonces, eso sí, la más próspera situación económica Desde finales del siglo XVIII y durante los primeros veinte años del siglo XIX la plantocracia cubana, de hecho, ejerció el gobierno local en la colonia, siendo muy influyente en la metrópoli. Por ende, carecía de motivos para acudir a la violencia para obtener reformas de parte de España. El reclamo, la petición, fueron sus instrumentos de lucha. Las Cortes eran su campo de batalla, desigual, no favorable; pero les permitía expresarse. Obviamente, que por su situación socioeconómica y política no aspiraba a la independencia nacional. Aún bajo el dominio colonial de España, nuestra burguesía nacional se realizaba económicamente. No se equivocó el padre Félix Varela Morales, (tan vinculado en su tiempo al Obispo de origen vasco José Díaz de Espada y Landa, y recientemente canonizado por el Papa Juan Pablo II), cuando afirmó, refiriéndose a la actitud de los criollos ricos de Cuba: "Aquí no hay amor a Cuba ni España; sólo hay amor a las cajas de azúcar y a los sacos de café" De la actitud que asuma en lo adelante esta clase social dependerán los retos que a su dominación colonial tenga que enfrentar España. En la década de los años veinte se mantendrá estática, parada, y, con el ascenso al poder de Riego y los constitucionalistas, su influencia política en Madrid declina, y su protagonismo en la administración de la colonia disminuye. No le queda más alternativa que compartir el gobierno de la colonia. Y estará al margen de las importantes tentativas independentistas (Soles y Rayos de Bolívar, del Aguila Negra, de Agüero y Andrés Manuel Sánchez) de esos años; las que obedecen a factores coyunturales como puede ser el aliento exterior que recibe el incipiente y aún débil sentimiento emancipador criollo, cuando las nuevas repúblicas latinoamericanas, (principalmente México y Colombia), amenazadas por los afanes de reconquista de Fernando VII, conspiran contra España en Cuba y logran nuclear a determinados elementos criollos. Pero estas conspiraciones, en modo alguno, serán el resultado de un cambio de actitud de la burguesía esclavista cubana, que permanece indiferente a la prédica independentista que hace el prebístero Félix Varela desde los Estados Unidos donde está desterrado y donde morirá en la mayor humildad de recursos. El abandono de los proyectos de reconquista conduce al desinterés latinoamericano por la independencia de Cuba y la evaporación de los proyectos independentistas. Las facultades omnímodas se enseñorean en la isla. En la llamada década ominosa (1824-1834), la burguesía cubana vivirá, con sobresaltos y con el beneficio de un notable esplendor cultural, la última etapa de cierta autonomía gubernativa. Apoyará al Antiguio Régimen y promoverá reformas que pretenden socavar en provecho propio el sistema colonial. Con la revolución de "La Granja" y el envío a Cuba como Capitán General de Miguel Tacón, Madrid y los criollos se enfrenterán abiertamente, en perjuicio de los criollos. En esta cuarta década del siglo XIX, la oligarquía cubana, en boca de sus principales voceros, José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero y Domingo del Monte, se expresará con un lenguaje distinto a como lo hicieron Arango y Parreño y los hacendados cubanos en los primeros años del siglo. Aquellos pedían, sumisos, mejoras en la administración colonial, un status de igualdad de la isla y de sus gentes en relación a las provincias metropolitanas, pero todo ello con un discurso de compromiso y pertenencia a España. Remarcaban su hispanidad. Eran esclavistas y partidarios de la Trata de negros. En los años treinta, activos nuevamente, el discurso criollo, si bien insiste en la petición de las mismas reformas, lo hará con un lenguaje más exigente y directo, condenatorio del estado de cosas, áspero a ratos, y con un sello que prueba cuánto han avanzado las diferencias y contradicciones entre cubanos y españoles: los portavoces nuestros recalcarán su cubanidad. La nacionalidad cubana estaba consolidándose. Fracasa la burguesía criolla en el propósito de obtener libertades comerciales y el reconocimiento de Cuba como provincia española. Y también fracasa en un nuevo propósito: el reclamo de que cese la Trata de negros. Este asunto, por las implicaciones futuras que tiene, merece más de un párrafo. La continúa introducción de negros en Cuba, pese a las sucesivas inmigraciones de blancos de la península, de Santo Domingo y de las antiguas colonias del continente, ha hecho que sean mayoría en la población de la isla. Y al negro se le teme. Es lógico que se quiera, preventivamente, frenar la introducción de negros. Por otro lado, Inglaterra, que se opone a la Trata y con la que España tiene más de un compromiso incumplido en la prohibición del comercio negrero, está en posibilidades navales y militares de asestar golpes de envergadura en la colonia con graves consecuencias para la economía, incluso tener repercusiones en el sistema esclavista vigente. Todo lo dicho se une a una razón de mayor dignidad: esta élite económica tiene muchas lecturas filosóficas y políticas, siendo de una cultura superior y mucho más liberal que la del sector económico vinculado a los intereses metropolitanos, y comienza a rechazar la esclavitud por creerla abominable. Pero han de tomarse estas razones como auxiliares de una principal que se configura con criterio dominante por entonces, esto es: la oposición de la burguesía cubana a la Trata negrera. La Trata había sido vital para la economía de plantación cuando se produce, a mediados del siglo XVIII, el tránsito de la esclavitud cuasi patriarcal al inhumano sistema de sobreexplotación intensiva y extensiva del esclavo. Los negros se consumían en las plantaciones y su reproducción era limitada; para reponerlos era menester incrementar la Trata. Sin embargo, pasado el tiempo, los propietarios de plantaciones, que observan y participan del proceso de tecnificación de la industria azucarera con la máquina de vapor, que da lugar a un trascendental cambio de concepto: del obsoleto trapiche al ingenio, y con ello la necesidad de una mano de obra que domine el proceso industrial de cocción y evaporación del guarapo y de las mieles de la caña de azúcar, adquieren conciencia de que es irreversible una progresiva sustitución de la mano de obra esclava, inculta, por la asalariada, culta. De las lecturas y de los viajes por el mundo y del proceso de introducción de reformas técnicas en la producción, la sacarocracia cubana se convence que emplear mano de obra asalariada, más preparada y habilidosa, es cuestión de tiempo. Y ello significa que basta con mantener las dotaciones de esclavos, que se reproducen, y no aumentarlas con nuevas compras de negros traídos de Africa. Quiere la esclavitud, porque aún el desarrollo de la industria no obliga al cambio brusco de la mano de obra, aunque lo presiente y lo asume; pero no necesita de más negros esclavos, porque es una inversión sin futuro, y peligrosa. Claro está, estas pretensiones antitrata negrera choca de frente con los poderosos intereses de los comerciantes peninsulares que ejercen el monopolio comercial y que ven en la supresión de la Trata un golpe profundo a sus fortunas. Esta oposición del principal sector económico peninsular y la ya prolongada perdida de influencia y participación de los productores criollos en los asuntos de la administración colonial condicionarán un grado de antagonismo altamente peligroso para la lealtad de la elite económica cubana a España. La respuesta española fue enérgica, triunfadora. No se les escucha, se les niega participar a los Diputados cubanos en las Cortes Españolas de 1837, y hasta el destierro de José Antonio Saco sirve al propósito de neutralizar esta actitud reformista. Por otra parte, el negro cubano estuvo dormido con relación a sus hermanos de Haití. Allá se revolvieron contra los blancos y contra Francia; hicieron la revolución, obligando al mismísimo Napoleón Bonaparte a admitir y reconocer su independencia. El esclavo cubano, si bien escenificó pequeñas revueltas, rápidamente sofocadas, estuvo lejos de ser el protagonista principal de deshacer el yugo colonial español. Pero el esclavo cubano, sin embargo, tendrá oportunidad de asombrar al país y estremecer a la sociedad blanca esclavista. Entre 1837 y 1845 la historia de Cuba es en primer orden la historia de la rebeldía negra antiesclavista. La represión de las autoridades coloniales y la colaboración y participación en ella de los grandes plantadores cubanos, ahogará las conspiraciones que se susciten. Los negros nuestros cuentan entonces con el aliento y el apoyo de Inglaterra, otrora reina del Tráfico Negrero y ahora, bajo el influjo de la revolución industrial, enemiga de la Trata y de la esclavitud misma. La rebeldía negra, pese a ser vencida, contribuyó a que España prohibiera efectivamente la Trata. A partir de los años cuarenta, se iniciará en la isla, con la participación de la elite económica y de otros sectores ilustrados, un aventurado, arriesgado, alarmante, amenazador para la propia nacionalidad cubana, y de resultados incalculables, movimiento anexionista a los Estados Unidos que estará en boga hasta mediados de los años cincuenta. La idea de separarse de España se hace predominante, agresiva, violenta, pero, lamentablemente, su Norte enfila hacia los Estados Unidos y no a dotar a Cuba de independencia nacional. Algunos acontecimientos condicionarán el nacimiento y extensión de este movimiento. Inglaterra, empeñada en crear condiciones de competitividad entre su azúcar, fabricado en las colonias inglesas con mano de obra asalariada, y el azúcar de España producida por mano de obra esclava, arremete contra la esclavitud. Dada su influencia sobre Espartero, logró que el gobierno madrileño comenzara a trabajar en dirección a libertar a los esclavos introducidos en Cuba después de 1820. En Cuba acataron, pero no cumplieron las indicaciones de preparar condiciones para liberar a los esclavos. Los propietarios reaccionaron buscando auxilio y garantías a sus propiedades. Los Estados Unidos conservaban la esclavitud en el Sur, y no se mostraban débiles frente a Inglaterra. La separación de España y su incorporación a los Estados Unidos será el ideal político de muchos plantadores cubanos. Salvar la esclavitud es su móvil. Algunos, ilusos, creen de buena fe que la anexión a los Estados Unidos puede ser el primer escalón para acceder a la independencia; otros, deslumbrados por la fortaleza económica y el progreso de la sociedad norteamericana, por la vitalidad y estabilidad de sus instituciones y por el encomiable ejercicio de las libertades y la democracia representativa, creen que la incorporación de Cuba a los Estados Unidos es la garantía de disfrutar de tales provechos públicos, y no la incorporación al modelo de República hispanoamericana, carcomidas por la corrupción, la tiranía y el retraimiento económico. España es frágil. En 1817 vióse compelida a firmar un acuerdo con Inglaterra prohibiendo la Trata de negros a partir de 1820, y no lo había cumplido. Los plantadores cubanos, a la altura de 1840 y años siguientes se oponen a la Trata, pero temen que la actividad inglesa, que con el Cónsul Turnbull alcanza expresiones inusitadas y alarmantes, obligue a España a decretar la abolición de la esclavitud, cuestión que se había discutido arduamente en distintas ocasiones. Si España sucumbe a las presiones inglesas es la ruina. La independencia de la isla, que presupone la violencia y el peligro de rebelión negra, no es el camino adecuado para conjurar el peligro inglés. La independencia es la destrucción. Y seguir bajo el dominio español es peligroso para los negocios. Próximos a las costas cubanas, los Estados Unidos, que se amplían territorialmente a costa de las potencias europeas y de México, que progresan aceleradamente y que conservan la esclavitud más extrema en los estados del Sur, es la salvación que encuentra la burguesía cubana. Ofrece la nación del norte esplendor económico, libertad de comercio y seguridad frente a las potencias europeas y los negros rebeldes. A los Estados Unidos, pues, mira la sacarocracia cubana. Será una época jalonada por sucesivas sublevaciones de esclavos, algunas de ellas inspiradas por Inglaterra, ahogadas a sangre y fuego, y por diversas conspiraciones y maniobras anexionistas, reunidas en el fracaso también. Estados Unidos quiso comprar a Cuba, y España se negó. Washington no consideró conveniente por entonces violentar la incorporación de Cuba a la Unión Norteamericana. El Norte, industrial, preocupado por la fuerza del Sur, agrícola y esclavista, evitó ensanchar la Unión de tal suerte que el Sur se fortaleciera. Con el respaldo de los estados sureños, de personalidades esclavistas que después alcanzarían celebridad en la guerra de secesión, los proyectos anexionistas en los que se involucraron cubanos y norteamericanos, principalmente, fueron muchos, y todos fracasaron, incluso el de mayor resonancia, el del general Narciso López. Para simbolizar el movimiento de López fue diseñada una bandera a semejanza de la del Estado de Texas, aquel que desprendido de México a la "cañona" fue anexado a los Estados Unidos, a "petición" de sus ciudadanos. La estrella solitaria de la bandera nacional de Cuba, que con tanto orgullo hoy se iza y se enarbola por los cubanos como símbolo de su identidad y su soberanía nacional, fue concebida para ser incorporada a la constelación norteamericana, a la bandera de las barras y las estrellas. Sobre ello volveré. Abrazo del ideal Independentista La burguesía cubana no quiere la guerra. La evita. Por eso, con vacilaciones, apela a la anexión. Lo hace con torpeza y en voz alta conspira, casi que de a propósito, como para que España se asuste con la eventualidad, y cuando España, temerosa de perder Cuba, suaviza su intransigencia y permite transitoriamente ciertas posibilidades de expresión y diálogo, la burguesía cubana abandona el propósito anexionista y busca, dentro de los cauces, limitados y poco fructíferos, que permite España, las viejas reformas, incorporando una nueva actitud frente al antiguo y lacerante problema de la esclavitud. Entrados los años sesenta, la sacarocracia quiere nada más y nada menos que la abolición de la esclavitud. Por supuesto, ello obliga a adentranos en las razones para tal cambio de actitud. El avance incontenible de la tecnificación en la industria azucarera (cuya importancia relativa aumenta al disminuir la producción cafetalera), cuyas perspectivas son de una rápida profundización, lo que conduce inexorablemente a reducir el número de hombres en la industria y exige una adecuada preparación técnica para los que permanezcan laborando o se incorporen, lo que de hecho descalifica a los negros esclavos. El esclavo se hace incosteable e innecesario para la industria azucarera. Al esclavo es preciso sostenerlo todo el año, todo el tiempo con independencia de las ganancias que reporte el mercado donde los precios del azúcar suelen alterarse con rapidez. Y la mano de obra asalariada tiene la ventaja de ser contratada teniendo en cuenta las contingencias de la producción y del mercado, sin que su valor sufra grandes modificaciones. De concederse la libertad a los negros esclavos, estos, numerosos, incultos, desamparados, tendrían que trabajar la tierra, cultivar y recolectar la caña por salarios de hambre, inferiores a los que costaría sostenerlo en estado esclavo. A esta razón económica será preciso sumar que ya para entonces ser esclavista es un estigma que conviene sortear. La esclavitud, en todas partes, es rechazada. En Europa, adonde tanto miran y viajan los criollos adinerados, son escasos y cada vez menos influyentes los que defienden la institución. En América Latina (denominación que nace por entonces para referirse a la América no anglosajona), no se practica. En los Estados Unidos, en el transcurso de la cruentísima y bárbara guerra de secesión, el Presidente Abraham Lincoln la ha abolido. Improductiva, anacrónica, vituperada por tirios y troyanos, por un mosaico cultural e intelectual abigarrado, no queda más alternativa que clamar contra ella. Y eso es precisamente lo que hará la plantocracia criolla a partir de los años sesenta. Pero como en esclavos está invertida la fortuna de los esclavistas, una abolición rápida y sin compensación económica supone la ruina. Es entonces que la burguesía cubana ensaya y pide a la metrópoli igualdad política, libertades económicas y comerciales, autogobierno (lo de siempre) y supresión gradual y con indemnización de la esclavitud. Quiere, en labios de su principal vocero, José Morales Lemus el fin de la esclavitud sin afectar sus fortunas. La oportunidad de las reformas siempre pedidas y siempre negadas se abrieron en Cuba a partir de 1859, con la designación de Francisco Serrano, Duque de la Torre, como Capitán General de la Isla, y se cerrarán cuando a raiz de la Junta de Información Hispánica de 1866 los sectores ricos criollos no satisfagan sus expectativas reformistas. Los cabildeos introducidos por Serrano con los sectores criollos, sus variados gestos de simpatias con algunas de las demandas reformistas, asi como el consentimiento dado para que estos contaran con un periódico, introdujo el optimismo entre los criollos. Como consecuencia de todo ello fue formado en La Habana, con ramificaciones por la isla, un "Círculo Reformista", a la vuelta de muy poco tiempo Partido Reformista. Adquirieron el periódico El Siglo y trabajaron en un programa de reformas, siempre respetando la soberanía de España. El relevo de Serrano por el general Domingo Dulce no alteró el clima reformista de la isla. Es más, el discurso de Serrano, en su condición de Presidente del Senado Español, en 1865, clamando por reformas en el régimen colonial de Cuba y Puerto Rico, fue acogido con entusiasmo, de lo cual se desprendió una exposición de reformas avaladas por veinte mil firmas de los sectores pudientes e ilustrados de Cuba. En Madrid parecía haber voluntad de cambio. Se convocó a una Junta de Información, integrada por personas de prestigios, conocedoras de los asuntos de las colonias, que debían dotar al Gobierno español de la información apropiada para la mejor toma de decisiones reformistas. Entre octubre de 1866 y abril de 1867 trabajaron los comisionados; 16 en representación de Cuba, de los cuales, 14 eran criollos. Ellos se expresaron favorables a una emancipación de los esclavos, gradual y con indemnización a los propietarios, aunque favorables a una erradicación total de la Trata; sostuvieron que debía fomentarse la inmigración blanca y proceder a sustituir el trabajo de los negros esclavos por el de hombres libres, de ser blancos, mejor; propusieron la libertad de comercio; la supresión del derecho diferencial de bandera; el relevo de la política impositiva indirecta por un tributo directo sobre los capitales invertidos; la separación del mando militar y civil en la colonia; la creación de órganos deliberativos en la colonia; reconocimiento, traslado y respeto por las libertades, derechos y garantías constitucionales de que disfrutaban los españoles. Cambios políticos en España condicionaron que las peticiones cubanas fueran desoídas, por el contrario, se crearon nuevas cargas impositivas, dañinas al ya lesionado interés criollo, y el gobierno de Dulce, conciliador y tolerante, fue relevado por el general Francisco Lersundi, el que apenas tomó posesión adoptó una serie de medidas para restringir las tibias libertades y oportunidades de expresión que se habían venido permitiendo a los criollos. La Junta de Información fue el último intento -de muchos anteriores- de la burguesía insular por entenderse pacífica y políticamente con España; y fracasó torpemente; fracaso del que emergerá, radical y rebelde, madura, abogando por la independencia nacional un sector de la burguesía cubana. Nuestra nacionalidad estaba a punto. La relación colonial entre España y Cuba estaba condenada a la ruptura violenta. España, que no había sido capaz de servir de mercado principal para el azúcar y el café, que no aportó el proceso industrial de refinación, ni el transporte marítimo, ni posibilidades de comercialización por Europa y otros confines, todo lo contrario, que estableció un rígido monopolio comercial, que no aportó saber y tecnología productiva, y que negó la autonomía y la igualdad de derechos a la colonia, tendría que ser echada. El boom de la economía de plantación había creado, finalmente, una dimensión cultural de ruptura. El proceso había sido largo y complejo, pero en 1868 había llegado al momento de explosión. El alzamiento de "La Demagua" Tres meses después del fracaso de la Junta de Información, comenzaron a darse los primeros pasos de gigante en la conspiración independentista. En Bayamo fue creado un Comité Revolucionario dirigido por Francisco Vicente Aguilera, posiblemente el terrateniente esclavista más acaudalado de la región oriental. Numerosos miembros de la elite económica y de personas ilustradas de aquel medio se sumaron a los propósitos separatistas. A través de la masonería y del envío de delegados personales de Aguilera, Figueredo y otros encartados, la conspiración se extendió por Oriente, Camagüey y otras regiones de Cuba. Delegados de los comités revolucionarios de Oriente y del comité revolucionario del Camagüey se reunieron a instancias de Aguilera en agosto de 1868 en la finca San Miguel del Rompe, en Las Tunas. Salvadas la disparidad de criterios del delegado por Manzanillo, Carlos Manuel de Céspedes, y los representantes de Camagüey, acordaron desencadenar el movimiento insurreccional el 3 de septiembre; fecha que días después, a instancias de Aguilera y sus compañeros de Bayamo fue transferida para el año de 1869, al término de la zafra azucarera, de la cual pensaban obtener los recursos financieros con los cuales pagar las armas y pertrechos necesarios para la futura guerra. Sin embargo, el comienzo no esperó hasta el año 69 como eran los deseos de Francisco Vicente Aguilera, el líder del movimiento revolucionario de los patricios orientales. Carlos Manuel de Céspedes, abogado de 49 años, propietario de un ingenio de azúcar y de esclavos, que en San Miguel del Rompe había defendido e impuesto el criterio de comenzar cuanto antes la insurrección, tomando las armas del enemigo, se reunió con los manzanilleros en el ingenio El Rosario, el 6 de octubre y acordaron dar inicio a la guerra el 14. De hecho, Céspedes, sin experiencia política, se convertía en la persona clave de la revolución. Significado por conspirador ante las autoridades coloniales, el Capitán General ordenó su detención. Avisado, el 10 de octubre, Céspedes convocó para su ingenio La Demajagua a los comprometidos, a los que arengó; hizo tocar las campanas del ingenio, convocando a los negros esclavos, a los que en el acto declaró hombres libres; presentó la bandera que estimaba debía presidir la República; y leyó un Manifiesto redactado por él y aprobado por los jefes revolucionarios de la zona de Manzanillo, donde se exponen las razones para recurrir a la violencia contra España y la doctrina del movimiento revolucionario. Escribió Céspedes: Nosotros consagramos estos dos venerables principios: nosotros creemos que todos los hombres somos iguales; amamos la tolerancia, el orden y la justicia en todas las materias; respetamos las vidas y propiedades de todos los ciudadanos pacíficos aunque sean los mismos españoles, residentes en este territorio; admiramos el sufragio universal, que asegura la soberanía del pueblo; deseamos la emancipación, gradual y bajo indemnización, de la esclavitud, el libre cambio con las naciones amigas que usen de reciprocidad, la representación nacional para decretar las leyes e impuestos y, en general, demandamos la religiosa observancia de los derechos imprescindibles del hombre, constituyéndonos en nación independiente, porque así cumple a la grandeza de nuestros futuros destinos, y porque estamos seguros de que bajo el cetro de España nunca gozaremos del franco ejercicio de nuestros derechos. Carlos Manuel de Céspedes En esta actitud hay muchísimo simbolismo. Bien puede aceptarse el criterio histórico de que la rebelión iniciada en La Demajagua es el grito de guerra de una clase exasperada por la reticencia metropolitana a hacer reformas, jugándose a la carta de la guerra su destino. La burguesía cubana en la región centroriental de la isla liderea la pretensión independentista. Ella conspira y organiza, convoca, impulsa, se lanza a la pelea arrastrando a otros sectores sociales cubanos. Los prohombres iniciales de la revolución independentista serán hacendados, terratenientes o personas de profesiones liberales muy ligados a los círculos burgueses en caso de no pertenecer al mismo. Descuellan, en Oriente, Francisco Vicente Aguilera, Carlos Manuel de Céspedes, Pedro Figueredo, Francisco Maceo Osorio; en Camagüey, Augusto Napoleón Arango, Salvador Cisneros Betancourt, Ignacio Agramonte, y otros muchos hombres de fortuna. Hasta el vocero principal del reformismo cubano, José Morales Lemus, se incorpora a la revolución. No faltará una estela de nombres prominentes y de personalidades político-militares de notable influencia de otros sectores sociales, pero en un segundo momento de la guerra. Es de justicia que se diga en voz alta que son los grandes intereses azucareros y ganaderos de Oriente y Camagüey quienes inician la guerra contra España. Claro, la burguesía criolla, blanca, puede convocar y organizar la guerra, pero no la puede hacer sola. Negros esclavos, liberados en los ingenios y fincas, en el campo y la ciudad, se integran al Ejército Libertador. Negros en condición de hombres libres antes de iniciarse las hostilidades serán jefes o soldados mambises. Mulatos de diferentes posiciones económicas, de profesiones u oficios diversos, asumirán roles relevantes en el mando militar en el campo rebelde. Humildes campesinos, blancos, cubanos o peninsulares, se sumarán masivamente a la campaña. Hombres y mujeres libres; hombres y mujeres esclavos. Blancos y negros. Cubanos, peninsulares, canarios, chinos, dominicanos, norteamericanos, de muchas naciones de América. Todos se integraron a la revolución. En la medida que la guerra avance, el rol de la burguesía cubana mermará a favor de otros sectores sociales de extracción popular, los que por su número y protagonismo bélico se convierten en la fuerza principal. Pero lo cierto es que a ella corresponde el gran debate ideológico que se vivirá en las filas insurrectas. Y al Manifiesto dado a conocer por Céspedes en La Demajagua corresponde el mérito de ser el detonante. Su autoridad será discutida, socavada, relevada en los próximos años. En ello funcionará de causa la disparidad ideológica de los elementos directores del movimiento rebelde. Céspedes, con sus disposiciones y actitudes, erradas, avivará el fuego de la pugna. En el Manifiesto de La Demajagua más que el pensamiento de un revolucionario radical, convencido, parece el programa de un reformista frustrado que se inclina por la separación de la metrópoli, de la que ya no espera nada. Ciertamente, entre el Céspedes que minutos antes, a repique último de las campanas del ingenio, reune a los negros esclavos y les otorga la libertad sin titubeos y el que proclama que la esclavitud de la revolución ha de ser gradual y con indemnización, hay un abismo. Con sus esclavos actúa por sus sentimientos y parecer, con los ajenos cree conveniente conducirse con aplomo, conservadoramente; en ello hay un propósito que resultará fallido: atraer a la revolución a los de su clase, evitar que la revolución los asuste con una abolición de la esclavitud de la que resulte su ruina. Parece ignorar Céspedes que la guerra que inicia no ofrece la posibilidad de hacer la revolución aspirando a sepultar la esclavitud con provecho o resarcimiento. Haber tomado la iniciativa en Manzanillo ubicó a Céspedes en la jefatura de la revolución. El Manifiesto de la Junta Revolucionaria de Cuba, (organismo que nunca existió y en nombre del cual Céspedes proclama el 10 de octubre una política de guerra provocadora de rivalidades, desconfianzas y encontronazos), convierte a Céspedes, terrateniente, de 49 años, en "General en Jefe", en jefe civil y militar, con mando único. Por supuesto, con la complejidad social y territorial de la revolución, el mando único, ejercido inconsultamente por un terrateniente que no era propiamente el líder natural de la conspiración, no tenía futuro. Ya veremos como se combate esta actitud cespedina y cuales nefastas consecuencias tiene el remedio. Céspedes tiene la pretensión de que la guerra se haga sin afectar las propiedades de los "pacíficos"; táctica política que pretende ganar a la revolución el favor de los de su clase. Fracasará por partida doble: la revolución se hará aplicando la tea incendiaria y liberando a los esclavos sin condiciones, porque la marcha de la guerra lo impone así o porque lo rechaza el sector más radical; y la clase rica se sumará tibiamente a la revolución, más en Oriente y Camagüey que en el occidente cubano, más rico y más esclavista. El mismo abandonará estas tácticas en un proceso de radicalización sui generis. El precipitado alzamiento de La Demajagua, cuya primera acción de armas en Yara resultó un fracaso, condicionó la sucesión de alzamientos y acciones militares. En Bayamo, donde radicaba el centro de la conspiración revolucionaria, una rápida reunión posibilitó que se impartiera la orden de secundar el movimiento de La Demajagua. El 13 de octubre Dónato Mármol tomó Jiguaní; simultáneamente fueron tomados los pueblos de Santa Rita, El Horno, Guisa, El Dátil, Cauto Embarcadero y Cauto del Paso. Francisco Vicente Aguilera reunió a los empleados y esclavos de una de sus fincas y formó un destacamento de 150 hombres, los que subordinó -subordinándose él mismo en días posteriores- a Carlos Manuel de Céspedes. Vicente García atacó las Tunas. Estos alzamientos impidieron que las fuerzas españolas procedieran con energía contra Céspedes, cuya tropa quedó dispersa después del ataque a Yara. Con el auxilio de un ex-oficial español, de origen dominicano, Luis Marcano, reunió y organizó militarmente a sus hombres, con los cuales produjo la captura, en la tercera decena de octubre, de la importante ciudad de Bayamo. La toma de Bayamo permitió a Céspedes hacerse de armas para casi un millar de sus hombres, pero sobre todo le ganó el reconocimiento de General en Jefe de la revolución y un gran prestigio popular. Sin embargo, nuevos equívocos de apreciación y cálculo político incorpora Céspedes a su hoja de servicios a la revolución. Para dotar, quizás, a la insurrección, en todos lados sinónimo de anarquía y arbitrariedad, de un "halo de autoridad, de orden, cuyos réditos debían venir mediante la adhesión satisfecha y confiada de los asustadizos hacendados", y nunca por vanidad, Carlos Manuel de Céspedes firmó varias disposiciones como Capitán General del Ejército Libertador de Cuba. Ninguna simpatía podía levantar tal encumbramiento, porque si bien podía servir para transmitir confianza a sus pares de clase, concitaba fundados temores a los que rechazaban el peligro de dictadura que él encarnaba dentro de la revolución y se ganaba la antipatía de los más humildes, que veían tras la fígura de los Capitanes Generales el ejercicio arbitrario del poder. El 12 de noviembre de 1868 ordena juzgar y fusilar a los miembros del Ejército Libertador que atentaran contra la propiedad de los pacíficos y también a los que se introdujeran en las haciendas para sublevar o extraer las dotaciones de esclavos. Y en 27 de diciembre ordena que solamente se reconozca y admita la libertad de los esclavos de aquellos hacendados que se conduzcan abiertamente contra la revolución y de los que lo consientan. Es obvio que Céspedes pretende atraer a los terratenientes cubanos. No lo logrará. Por el contrario, se hará vulnerable a los ataques del sector más radical de la burguesía criolla que se incorpora a la revolución. El, tan enérgico y resuelto para desafiar a España, se muestra conservador para enfrentar el problema más importante en los campos de Cuba: la esclavitud. La contradicción entre sus actos personales y las disposiciones que emite como General en Jefe son manifiestas. Afortunadamente. Pero aún habrá otra actitud de Céspedes en Bayamo que produzca roces en el futuro. Para halagar el sentimiento católico de los cubanos, especialente el de la burguesía, logró que en la iglesia de Bayamo fuera bendecida la bandera de La Demajagua, acudiendo en persona para recibir los honores como jefe del nuevo gobierno. El Te deum habido en Bayamo impulsó a Céspedes a concebir también que la revolución podía contar con el favor de la Iglesia Católica. El laicismo de la revolución quedó en ascuas. Extensión de la Guerra La captura de Bayamo impulsó a la pelea a muchos indecisos. Bayamo quedó como capital revolucionaria, conservada en manos insurrectas hasta el mes de enero, gracias, entre otros factores a la pericia militar de dos dominicanos con historiales de servicio en el Ejército que España usó para anexarse a Santo Domingo y que se sumaron a las tropas de Céspedes en los primeros días de la insurrección: Modesto Díaz y Máximo Gómez, quien a la postre se convertiría en el más importante jefe militar de la guerra de independencia cubana. El inicio de las hostilidades en Oriente fue considerado como prematuro por los conjurados camagüeyanos, partidarios de proveerse abundantemente de armas antes de lanzarse a la pelea. Pese a tempranas acciones bélicas de Bernabé Varona y Augusto Arango, no fue hasta el 4 de noviembre que Camagüey se sumó a la insurrección. En el Paso de las Clavelinas, a escasos kilómetros de la ciudad de Puerto Príncipe, capital del Departamento, se reunieron cerca de cien conjurados, organizando la tropa; simultáneamente los hermanos Arango asaltaron y tomaron el poblado de Guáimaro. La posterior toma de San Miguel de Nuevitas y Bagá convirtó a Napoleón Arango en el jefe militar del Camagüey. Poco convencido del ideal independentista entró en negociaciones con el jefe de operaciones del Ejército español, Conde de Valmaseda, con el propósito de que Camagüey abandonara el camino de las armas a cambio de ciertas libertades. En Las Minas, a donde convocó a los representantes revolucionarios del Camagüey para persuadirles de la conveniencia de negociar con España, el proyecto contrarrevolucionario de Arango fue aplastado por un joven y radical abogado, Ignacio Agramonte y Loinaz, que le impugnó fieramente: Cuba no tiene más camino que conquistar su redención, arracándosela a España por medio de las armas. Agramonte estaba llamado a ser también el más enconado impugnador de las tesis conservadoras de Carlos Manuel de Céspedes. Decidida la continuación de la guerra, los camagüeyanos nombraron un Comité Revolucionario de tres miembros, integrado por el mismo Agramonte, por Salvador Cisneros Betancourt y por Eduardo Agramonte. En febrero de 1869 su composición se amplío a cinco personas, denominándose entonces Asamblea de Representantes del Centro, que fue la gran impugnadora de las posiciones conservadoras de Céspedes. El 28 de noviembre, dos días después de la reunión de Las Minas, tuvo lugar el primer combate de envergadura, contra el Conde de Valmaseda, quien comenzaba su demorada marcha hacia Oriente con el propósito de recuperar la ciudad de Bayamo. Por su parte, en La Habana los ecos de La Demajagua no se hicieron esperar. Fue constituida una Junta de Laborantes (Comité Revolucionario), dirigida por José Morales Lemus. Dada su rica extracción social, no tuvieron contratiempos para enviar dinero para financiar la insurrección de Camagüey y Oriente. Un muy selecto grupo de jóvenes radicales, de la clase culta y que tendrían mucho relieve en la guerra, fue embarcado hacia Nassau, Bahamas, de donde zarparon hacia Cuba en la goleta Galvanic, la primera expedición que trajo (diciembre de 1868) un alijo de 3 000 fusiles y aproximadamente un millón de tiros; financiados fundamentalmente por el hacendado camagüeyano Martín Castillo. El laborantismo produjo en La Habana una gran agitación ideológica; y en el año 1869, sus líderes, se trasladan a los Estados Unidos, entregados a la tarea de organizar y enviar expediciones al campo insurrecto. En febrero de 1869 Las Villas se incorpora a la revolución. El 7 de febrero hubo alzamientos en Santa Clara, Remedios, Sagua, Cienfuegos, Trinidad, Sancti Spíritus, Manicaragua. El procurador Miguel Gerónimo Gutiérrez fue nombrado jefe del movimiento villareño; el hacendado Joaquín Morales fue designado General en Jefe, y el polaco Carlos Roloff, como Jefe del Estado Mayor. Hasta diciembre de 1868 el campo insurrecto, virtualmente, sólo conoció de sonrisas. Pero al comenzar el año de 1869 la revolución fue puesta a prueba en Oriente. Junto al río Saladillo las fuerzas cubanas de Donato Mármol fueron destrozadas por los casi tres mil hombres del Conde de Valmaseda, y aprovechando el caos reinante entre los mambises avanzaron velozmente sobre Bayamo. En asamblea pública, los revolucionarios acordaron incendiar la ciudad (una de las primeras villas fundadas por los españoles en Cuba), antes de abandonarla. El 12 de enero Bayamo fue reducida a cenizas por el fuego implacable de sus habitantes y las huestes mambisas. Valmaseda tuvo que ordenar la construcción de barracas para poder poner bajo techo a sus hombres. El debate ideológico en la revolución La pérdida de la ciudad y la inestabilidad en la residencia del mando rebelde, hizo que apareciera, en serio, la primera tentativa de despojar a Carlos Manuel de Céspedes del mando supremo de la revolución. El plan de sus enemigos políticos consistía en desconocer a Céspedes, reconociendo como nuevo jefe de la revolución a Donato Mármol. Francisco Vicente Aguilera, que a su vez se había visto desplazado por Céspedes de la conducción de la lucha, se opuso a la componenda. La resolución con que Céspedes procedió y la propia actitud de Donato Mármol, evitaron que la revolución fuera deshecha por la desunión prematura. Este conato de sedición será el preámbulo de las tormentas que ha de soportar la unidad insurrecta. Carlos Manuel de Céspedes se ganó muchos enemigos políticos, y su política de guerra, con extremos conservadores, permitió que se le hostigara. Con la revolución iniciada en Las Villas, Camagüey y Oriente y una notable emigración revolucionaria, dos ideas contrapuestas entraron a pulseo: de una parte, el proyecto cespedino de mando único, centralizado, identificado por muchos como dictadura; del otro, el proyecto defendido con entusiasmo por los revolucionarios del centro (al que se habían sumado jóvenes radicales de la capital) de que la insurrección debía contar con un gobierno civil al que estuviera supeditado el mando militar. Céspedes creía y quería que la unidad revolucionaria se lograría aceptando el mando que él representaba, unipersonal, centralizado; los camagüeyanos, con notable influencia sobre los villareños, (inicialmente inclinados a Céspedes), estaban de acuerdo en aceptar en función de la unidad preconizada que Céspedes ocupara la jefatura civil o la militar, la que él escogiese, pero nunca las dos; en definitiva, el poder debía estar en manos de una asamblea de notables. En realidad ambas experiencias ya estaban ensayadas a raiz de los alzamientos respectivos. Una condición básica, en la que todos estaban de acuerdo, y que constantemente era demandada desde la emigración como prerequisito para obtener apoyo internacional, era la unidad de los disímiles grupos revolucionarios alzados. No hubo un plan de insurrección articulado de un centro, por lo cual la unidad de la revolución tenía que lograrse sobre la marcha. La pérdida de Bayamo y los reveses sufridos en los primeros meses del 69, convencieron a Céspedes de que era preciso la unidad, y que no la iba a obtener a través del mando único. Así que cedió, conviniendo en aceptar la convocatoria a una asamblea democrática de representantes de las regiones incorporadas a la revolución. En Guáimaro, transcurridos seis meses exactos del alzamiento de La Demajagua, tuvo lugar (10 de abril de 1869) la Asamblea Constituyente de la República en Armas. La tarea de redactar la Constitución fue encargada a los patriotas Ignacio Agramonte y Antonio Zambrana. El primero, camagüeyano; el segundo, habanero incorporado a la revolución en Camagüey. Jóvenes. Formados en la Universidad de La Habana, y permeados de ideas liberales, radicales. La oposición a Céspedes se hizo en toda la línea. Frente al criterio cespedino de una abolición de la esclavitud gradual, con indemnización y con el consentimiento de los esclavistas, refrendaron que la política de la revolución sería liquidar la esclavitud donde la hallara. El artículo 24 de la Constitución quedó formulado en los términos siguientes: Todos los habitantes de la República son enteramente libres. Esta postura de los camagüeyanos databa de febrero de ese año cuando la Asamblea de Representantes del Centro, que ejercía con carácter colegiado el mando de la insurrección en Camagüey, proclamó una abolición rápida y sin consentimiento de los amos, sólo con indemnización, cuestión esta harto difícil de ejecutar dadas las condiciones de guerra existentes y la carencia de fondos para tal empeño. La pretensión de vincular la revolución a la Iglesia católica fue rechazada con elegancia y prudencia dignas de elogio. Para que la República en Armas naciera laica los constituyentes se abstuvieron de pronunciarse sobre la cuestión religiosa, con lo que evitaron herir el sentimiento católico mayoritario. La única referencia constitucional al asunto es la imposibilidad del futuro legislativo mambí de atacar la libertad de cultos, que reconoce y ampara. Pero la gran derrota de Céspedes en Guáimaro será en cuanto a su propósito de que hubiese mando único, capaz de llevar a rápido y buen término la guerra. El lo había ejercido en Oriente, no sin desafios de otros jefes insurrectos; pero por varias razones no tenía posibilidad de convencer a los constituyentes de la conveniencia de su propósito. Primero: carecía de aptitudes personales para, en todo caso, ser la persona que los demás reconocieran como jefe indiscutido en lo civil y lo militar, pues no había obtenido hasta la fecha una resonante victoria militar (la toma de Bayamo no es propiamente el resultado de su pericia o genio bélico) y porque políticamente era inexperto. Segundo: los temores a la dictadura eran totalmente fundados. El caudillismo en las guerras por la independencia de América y la misma experiencia republicana posterior probaban que la dictadura acechaba constantemente tras los hombres fuertes. Agramonte y Zambrana calcularon que puesto a escoger entre ejercer el gobierno civil o el mando militar, Céspedes optaría por ser designado Presidente de la República en Armas. Así que la Constitución fue redactada de manera tal que el poder verdadero no recayere en el Presidente, sino en el legislativo de la República, con lo cual neutralizaban de antemano cualquier ínfula dictatorial de Carlos Manuel de Céspedes. El nombramiento del Presidente era atribución de la Cámara de Representantes. El Presidente estaba investido de facultades constitucionales para desaprobar o vetar las leyes acordadas por la Cámara, pero si se acordaba por segunda vez, el Presidente estaba obligado a sancionarla. La designación del General en Jefe no era atribución del Presidente, sino de la Cámara. La independencia del Poder Judicial se aseguraba a través de la organización acordada por el legislativo; igual que la organización del Ejército Libertador. Y por último, y altamente nocivo en los años futuros: a la Cámara de Representantes se le otorgó la facultad de destituir, "libremente", al Presidente de la República y al General en Jefe. El mando único no tenía ninguna viabilidad frente a los temores y desconfianzas de los representantes, y tampoco Céspedes tenía madera para ejercerlo. Impedirlo era justificado, justo. Pero el exceso de temor condujo a un equívoco instrumental costosísimo. En Guáimaro nació una estructura republicana poco práctica y estorbo de la guerra que se estaba haciendo a España. Un legislativo en la manigua, viviendo los embates de la anormalidad de la guerra de movimientos continuos, reservorio de sectarismos e intrigas políticas, lealtades personales, mucho estropeó la marcha de la guerra. De Guáimaro nació la república en Armas. Carlos Manuel de Céspedes fue nombrado Presidente. Manuel de Quesada, que había dirigido la expedición del Galvanic, fue designado General en Jefe. A Francisco Vicente Aguilera, propuesto por Céspedes, se le encargó la secretaría de guerra. Salvador Cisneros Betancourt, teniendo por secretarios a Agramonte y Zambrana, quedó como Presidente de la Cámara; teniendo por Vicepresidente al villareño Miguel Jerónimo Gutiérrez. El territorio de Cuba fue dividido en cuatro estados: Oriente, Camagüey, Las Villas y Occidente. Titubeos Tras mostrarse más radicales que Carlos Manuel de Céspedes, los representantes del Camagüey dieron pasos, en los cuales arrastraron a villareños y hasta al propio Céspedes, que son de muy difícil lectura histórica, con los cuales negaron de cierta manera su radicalismo anterior. En Guáimaro se expresaron contrarios a cualquier mediatización de la abolición de la esclavitud, pero meses después optarán por promulgar un Reglamento de Libertos, de extraña textura ideológica y ninguna fortuna en su aplicación. El Reglamento de Libertos establecía que los libertos que no se integraran como combatientes quedaban obligados a contratarse como peones agrícolas, con patronos, o servir obligatoriamente en fincas que previamente serían determinadas por los organismos de la revolución, sin percibir salario y trabajando no menos de 9 horas diarias. Pero donde más tibios y censurables se mostraron fue cuando días antes de la Asamblea de Guáimaro, los directores de la guerra en Camagüey enviaron comunicaciones al general Ulises Grant, Presidente de los Estados Unidos, y al general Banks, senador, expresando el "deseo manifiesto de este pueblo a que la estrella solitaria que hoy nos sirve de bandera fuera a colocarse entre las que resplandecen en la de los Estados de la Unión". El asunto no fue discutido en la Asamblea de Guáimaro, pero inmediatamente después los representantes del Centro hicieron que la Cámara de Representantes, con la resuelta oposición de Eduardo Machado, acordara dirigirse a las autoridades de los Estados Unidos en los términos siguientes: Primero: comunicar al Gobierno y al pueblo de los Estados Unidos que ha recibido una petición suscrita por un gran número de ciudadanos en que se suplica a la Cámara manifieste a la Gran República los vivos deseos que animan a nuestro pueblo de ver colocada a esta Isla entre los estados de la Federación Norteamericana. Segundo: Hacer presente al Gobierno y al pueblo de los Estados Unidos que éste es realmente, en su entender, el voto unánime de los cubanos y que si la guerra actual permitiese que se acudiera al sufragio universal, único medio de que la anexión legítimamente se verificara, ésta se realizaría sin demora. Tercero: Pedir su apoyo al Gobierno y al pueblo de los Estados Unidos, para que se retarde la realización de las bellas esperanzas que, acerca de la suerte de Cuba, este anhelo de sus hijos hace sentir. Carlos Manuel de Céspedes, que con dificultades había logrado conservar la jefatura de la revolución y con ello salvar la necesaria y demandada unidad, aceptó el acuerdo de la Cámara. El mismo fue despachado a manos del comisionado cubano ante las autoridades yanquis, José Morales Lemus, el que, por razones no precisadas, no lo entregó al gobierno de los Estados Unidos, quedando neutralizada la acción anexionista de algunos elementos revolucionarios. Estos titubeos anexionistas se expresarán entre abril y julio de 1869. Rápidamente serán superados. Y a lo largo de esta primera guerra no habrá otra expresión colectiva de anexionismo. No la habrá en el futuro, salvo algunas posiciones adoptadas cerrando el siglo por personeros aldamistas y por Tomás Estrada Palma, Delegado Plenipotenciario de la República en Armas en Estados Unidos. Es preciso informar de las razones que mueven a fíguras de la talla de Salvador Cisneros Betancourt e Ignacio Agramonte a inclinarse temporalmente por la anexión de una Cuba independiente a los Estados Unidos. En la década de los años cincuenta el anexionismo camagüeyano fue sumamente activo, y también épico. Joaquín de Agüero, persona muy querida y respetada en Puerto Príncipe encabezó una de aquellas tentativas en 1851, logrando alzarse en armas. Fue apresado junto a varios de sus compañeros, y llevado a juicio, defendió con entereza mayor sus ideas anexionistas. Fue ejecutado. Con su muerte gloriosa ganó las simpatías más vivas para la causa anexionista; en significativo señal de duelo las mujeres camagüeyanas se cortaron las trenzas. Por entonces, la burguesía cubana admira profundamente el sistema democrático de los Estados Unidos, la fortaleza de sus instituciones republicanas, la libertad de comercio propugnada allí, el progreso sostenido de los negocios, la abolición de la esclavitud, la libertad de expresión; los Estados Unidos aún no han descubierto sus muchas manchas. Es una nación acogedora de inmigrantes, y muchas apetencias territoriales satisfechas han sido encubiertas bajo mantos distintos. Los Estados incorporados, cierto, han conocido el progreso, y a eso es a lo que muchos han venido aspirando en Cuba. El abolicionismo radical de Agramonte y sus compañeros había sido estimulado por el radical abolicionismo de Abraham Lincoln. El apoyo prestado por España a los Estados del Sur y las simpatías de la burguesía cubana por el Norte durante la guerra de secesión avivaron la esperanza de que la revolución podía aliarse de buena fe con los Estados Unidos en el propósito de echar a España de Cuba. Esperaban, no sin fundamentos, de que los norteamericanos apoyaran decididamente a los cubanos en su empresa; mostrar intenciones, entonces, de unir la suerte de Cuba a la de los Estados Unidos no habría de sorprender. La política hipócrita e interesada de los Estados Unidos, entorpecedora de la guerra contra España, de apoyo a ésta, mucho tuvo que ver en el desencanto anexionista de los revolucionarios cubanos. En el minuto final de Guáimaro se tomó una decisión de trascendental importancia para la historia cubana. El prestigio rebelde de Joaquín Agüero, que había enarbolado en 1851 como bandera de lucha la misma que Narciso López llevó a Cárdenas, hizo que la revolución se iniciara en Camagüey teniendo por símbolo la bandera de la estrella solitaria de López, que era bandera anexionista. La rivalidad ya explicada con Céspedes hizo que en Guáimaro se acordara por mayoría que aquella fuera la bandera de la República en Armas, la enseña nacional; y no la que Céspedes enarboló en La Demajagua que en propiedad debía ser el símbolo de la independencia cubana. Si hoy el origen anexionista de la bandera nacional cubana no arranca polémica y divisiones entre los cubanos, entre los que se plegan a los Estados Unidos y los que le desafían defendiendo los intereses nacionales, es porque, como dijera Martí, su anexionismo fue lavado con sangre cubana independentista en los campos de batalla. Política de guerra de España Frente a la revolución cubana, dos actitudes se asumen desde el bando español. Los que más estaban llamados a perder con la independencia de Cuba o con el otorgamiento de reformas profundas, los peninsulares de la isla y algunos metropolitanos vinculados muy estrechamente con los intereses comerciales monopólicos, eran partidarios de una guerra total, aunque ello supusiera acudir a una política de exterminio; los españoles de la península oscilaron constantemente, y nunca hubo unanimidad en las políticas de turno. De 1868 y hasta 1876, aproximadamente, se siguió una política de confrontación en toda la línea, acudiendo a sistemas bárbaros de represión. Los peninsulares de Cuba, organizados en los cuerpos de voluntarios, impusieron su postura intransigente. Sólo al final de la guerra, a partir de 1877, se ensayó una política que mantenía el esfuerzo desmesurado en el campo militar con el tanteo y la negociación política, prometiendo reformas. La revolución de septiembre de 1868 en España pudo haber supuesto el dique a la expansión de la violencia desmedida. El general Francisco Serrano, de ascendencia y simpatías en los sectores criollos, pudo haber pacificado la isla con reformas oportunas; pero el temor justificado de que Isabel II encontrara en los peninsulares intransigentes de Cuba, enemigos declarados de cualquier arreglo, aliados para sus afanes restauradores, o que la isla misma fuera colocada bajo su soberanía, hizo que no se atrevieran a modificar la política colonial extrema que se había seguido con el despótico Francisco Lersundi, Capitán General. El demorado relevo de Lersundi tuvo por efecto que las esperanzas en un cambio de política colonial se desvanecieran y la insurrección se extendiera. Cuando Domingo Dulce fue enviado a pacificar la isla acudiendo a una política conciliadora ya se había perdido la oportunidad; las pasiones estaban extremadas, disparadas. Los rebeldes, alzados por todas partes del centroriente de Cuba, unidos en Guáimaro, rechazarían cualquier arreglo que supusiera la paz sin independencia y sin abolición de la esclavitud; poderosos esclavistas cubanos, hombres de negocios y comerciantes españoles, por su parte, sostenedores fervorosos de la tiranía, se agrupan en el Casino Español y forman el Cuerpo de Voluntarios, capaz de arrastrar al crimen judicial a España cuando para acallar a los partidarios de la rebelión en La Habana hicieron ejecutar a sorteo a ocho estudiantes de medicina bajo la ridícula acusación de haber jugado en el cementerio y rayado el panteón de un periodista peninsular. El teatro Villanueva, el café El Louvre y el palacio de Aldama, en La Habana, fueron mudos testigos de las ruidosas pasiones exacerbadas. Cientos de familias acaudaladas de La Habana, temerosas de los desmanes de los voluntarios, emigraron de Cuba. La represión del movimiento insurgente y del sentimiento patriótico se hizo extremo. El general Domingo Dulce, apenas desechó las esperanzas de llegar a un arreglo con los rebeldes, recurrió a la máxima brutalidad política. Las órdenes impartidas a los jefes de operaciones no dejaban dudas: España iba a defender la colonia aunque para ello tuviera que recurrir a la inhumanidad más manifiesta; todo cabecilla, toda persona que contribuyese al fomento y mantenimiento del movimiento revolucionario, todo médico o maestro, abogado o escribano que fuera aprehendido con los mambises debía ser fusilado en el acto. De igual manera, se fusilaría en el acto los que fueran apresados, en aguas jurisdiccionales o mares libres próximos a Cuba, a bordo de expediciones que pudieran servir al propósito de contribuir a promover o fomentar el estado de insurrrección. Días antes de la Asamblea de Guáimaro, el conde de Valmaseda, emitió una orden general (de 4 de abril de 1869) cuyo contenido enuncia una política de guerra total, sin cuartel: 1.- Todo hombre, desde la edad de quince años en adelante, que se encuentre fuera de su finca, como no acredite un motivo justificado para haberlo hecho, será pasado por las armas. 2.- Todo caserío donde no ondee un lienzo blanco en forma de bandera, para acreditar que sus moradores desean la paz, será reducido a cenizas. 3.- Las mujeres que no estén en sus respectivas fincas o viviendas o en casa de sus parientes, se reconcentrarán en los pueblos..... A partir de marzo de 1869 España reinició su política de deportación de Cuba de personas significadas como sospechosas de separatismo. A los que se les probaba su participación en el movimiento rebelde o cualquier vinculación con actividades que cuestionaran la soberanía española. o que así fuese entendido por las autoridades coloniales, se le fusilaba o se le reducía a prisión. De igual manera, las propiedades de los criollos acusados de colaboración o participación en la insurrección fue severamente atacada. Cuando las hostilidades se iniciaron, España no estaba preparada para una guerra que involucrara a miles de insurrectos diseminados en pequeñas, medianas o grandes unidades dislocadas a todo lo largo y ancho de la mitad oriental de la isla. Tampoco los cubanos habían obedecido a un plan único, consolidado. Ello condicionó que en los primeros meses de guerra el desenlace de los combates fuera de éxito alterno; pero pronto, a partir de la contraofensiva iniciada por Valmaseda con la recaptura de Bayamo, la campaña se inclinó hacia el bando español, que en poco tiempo logró duplicar sus fuerzas regulares, contar con varias decenas de miles de voluntarios peninsulares y aproximadamente igual cifra de guerrilleros cubanos. La mayor experiencia, preparación y entrenamiento militar y el armamento más sofisticado y numeroso le favorecían. Destitución del Presidente Carlos Manuel de Céspedes En pocos meses de 1869 la insurrección en Oriente fue menguada; en Las Villas fue casi exterminada, obligando a los insurrectos a penetrar en territorio del Camagüey en busca de armamento; pacificada Las Villas el mando español ideó y concretó la construcción de una línea militar (trocha) que dividiera de mar a mar, desde Júcaro hasta Morón, el territorio recien pacificado del que aún se mantenía insurreccionado (Camagüey y Oriente). Hasta 1871, con razón denominado el "año terrible", las tropas cubanas estuvieron a la defensiva, acosadas, batidas en muchas partes. Las diferencias políticas y personales habidas entre Ignacio Agramonte y Carlos Manuel de Céspedes condujeron a que el primero dimitiera a la jefatura militar del Camagüey, lo que coincidió con el inicio de una profunda ofensiva española contra el territorio, con participación de las más selectas y combativas tropas. Los éxitos de las armas españolas en la casi pacificada Las Villas, en el debilitado Oriente y en el propio Camagüey terminaron por quebrar la voluntad de lucha de muchos indecisos o timoratos, reduciendo las huestes cubanas a un tercio de su número inicial, lo que lejos de perjudicarle, le favoreció, pues hizo sus unidades de combate más ágiles y aguerridas. Apremiado, Céspedes covocó a Agramonte, líder natural, a reasumir el mando militar del Camagüey, con lo cual se neutralizó casi de inmediato el desgaste revolucionario. Y se pasó a la contraofensiva. Por otra parte, la experiencia militar anterior de varios extranjeros mucho tuvo que ver en la reacción cubana que se hizo notar a partir de mediados del año 1871 en "la Vandée cubana", Guantánamo, cuando el dominicano Máximo Gómez incorporó aquella rica región, hasta entonces inexpugnable por la existencia de numerosas guerrillas sostenidas por los hacendados, muchos de ellos descendientes de los blancos que habían huido de Haiti cuando la revolución de Toussaint L'Ouverture. La riqueza de la zona fue destruida, ganándose un nuevo terrritorio para la revolución. A la sombra de Gómez díose a conocer un joven y temerario oficial mulato que muy pronto haría historia, convirtiéndose en el segundo jefe militar de la revolución: Antonio Maceo y Grajales. Nuevas diferencias hacen que Céspedes retire del mando militar a Gómez, aunque sin consecuencias de trascendencia inmediatas, pues Maceo ocupó con brillo su lugar. Durante 1872 la situación militar se invirtió: los cubanos, guiados por Agramonte, Calixto García, Vicente García y Maceo, pasaron a la ofensiva, progresivamente. Agramonte, incluso, preparaba la ofensiva de Las Villas. Pero el 11 de mayo de 1873 muere en Jimaguayú, con lo cual recibió la revolución un golpe terrible, que no alteró el curso de la guerra, pero que tuvo consecuencias políticas inmediatas. La muerte de Agramonte, cuyas diferencias con Céspedes eran marcadas, hasta el grado de haber implicado su renuncia temporal al mando del Camagüey e, incluso, la fijación de un duelo personal entre ambos para cuando la guerra concluyera, iba a posibilitar que se soltaran las pasiones de sus partidarios contra Céspedes, a lo cual él, con aguda inteligencia política, se había opuesto, conteniendo a los que hubiesen optado por destituir a Céspedes. Se respetaban, pese a haber chocado repetidamente; conocían sus diferencias ideológicas, pero apreciaban la unidad de la revolución. La permanencia de Céspedes en el cargo de Presidente de la República dependía de la voluntad de la Cámara, y ésta había estado dominada por Agramonte o sus partidarios. La entereza de Agramonte, probada en los campos de batalla y cuando reasumió el mando del Camagüey, salvó a Carlos Manuel de Céspedes de ser marginado. Muerto Agramonte, su suerte estaba echada. Las diferencias entre la Cámara y el Presidente eran insalvables. Se sabían adversarios políticos. Los representantes, sabiéndose el poder real de la revolución no desperdiciaban oportunidad de atacar. Todos los asuntos eran reglamentados (legislados) minuciosamente, con lo cual reducían al mínimo el campo de creación del ejecutivo, el que minaban también mediante la imposición al Presidente de sus secretarios de despacho. Céspedes, por otro lado, seguía la política de evitar, en lo posible, las reuniones de la Cámara, lo que le permitía recurrir a las facultades extraordinarias que estaban previstas para los períodos de receso o clausura de la Cámara de Representantes. Deponer a Carlos Manuel de Céspedes no era, en lo formal, asunto complicado, pues era atribución de la Cámara deponer al Presidente "libremente". En todo caso, esta decisión descansaría en dos elementos: primero, las consideraciones políticas de conveniencia que hicieran aquellos diputados rebeldes; segundo, el respaldo de altos jefes militares o caudillos a la decisión. Esto último estaba garantizado. Céspedes se había ganado las antipatías de muchos jefes insurrectos, ya fuera por suspender o trasladar, sin explicación de motivos, a jefes de tropa; reciente estaba el caso de Máximo Gómez, retirado de la jefatura militar de la zona de Guantánamo, con el que últimamente mejoró las relaciones al nombrarlo jefe militar del Centro en el cargo desierto tras la muerte de Agramonte; pero sus relaciones con los otros dos jefes militares de relavancia del momento, Calixto García y Vicente García, estabana deterioradas; la actitud equidistante de sus subordinados, el ambiente de ceremonia que creaba en torno a él nunca fue visto con simpatías por la tropa de extracción popular; con frecuencia creaba graves dificultades para el abastecimiento y la seguridad a los jefes de tropa por el número elevado de funcionarios o personas que le acompañaban. En fin, la destitución del Presidente de la República no iba a sublevar a la tropa, y eso lo sabían los civiles de la Cámara. Por otro lado, un soporte político en el que pudo apoyarse Céspedes, también se había erosionado, teniéndolo adverso: Francisco Vicente Aguilera, el iniciador de la conspiración independentista. Había estado inconforme con el alzamiento adelantado de La Demajagua, pero no retrasó su propio pronunciamiento militar, y era contrario al mando único establecido por Céspedes, pero se le subordinó con dignidad. Es más, no se sirvió del desacato de Donato Mármol en Tacajó, sino que cooperó con Céspedes para sofocarlo. En Guáimaro aceptó el cargo de secretario de la Guerra y la vicepresidencia de la República. Aceptó que se le enviara al extranjero comisionado para organizar los avituallamientos al Ejército Libertador. Pero no le perdonó a Céspedes que en 1872 lo destituyera de su cargo de Vicepresidente para reemplazarlo por Manuel de Quesada, cuñado de Céspedes. Francisco Vicente Aguilera se sumó, desde entonces, activamente a los que propugnaban la destitución del Presidente. El asunto se reducía a la fórmula legal. Le acusaron de haber violado repetidamente la Constitución y las leyes de la República en Armas. Y le destituyen el 27 de octubre de 1873 en Bijagual, en la reunión de la Cámara de Representantes en los campamentos de la tropa del general Calixto García. El Presidente de la Cámara, Salvador Cisneros Betancourt fue elevado al cargo de Presidente de la República. A Calixto García le confiaron entonces el mando militar de Oriente, lo cual desagradó al otro general García, Vicente, quien estaba llamado a protagonizar poco después nuevas fracturas en la unidad revolucionaria. Las rivalidades en el campo insurrecto se cobraron con cobardías políticas. A Céspedes le denegaron la petición de marchar al extranjero y le retiraron la escolta. Negado a abandonar el país sin autorización del Gobierno, se instaló en un campamento para inválidos y mujeres en la Sierra Maestra, en San Lorenzo. El 27 de febrero de 1874 fue virtualmente cazado por tropas españolas que invadieron el lugar; murió defendiéndose, solo. Su muerte condujo al afan de venganza de sus partidarios, que no eran pocos. La unidad revolucionaria quedaría quebrada a partir de la actitud de la Cámara de Representantes, el poco operativo instrumento de poder creado en Guáimaro. Y con la unidad rebelde, se perdería la guerra. El daño estaba hecho. La invasión rebelde Pese a la muerte de Agramonte, la destitución de Céspedes y la captura y posterior matanza de los expedicionarios del Virginius en Santiago de Cuba, el año 1873 fue significativo por las grandes victorias militares de las armas insurrectas. El Cocal del Olimpo, La Zanja, El Copo del Chato, Nuevitas y Santa Cruz y La Sacra y Palo Seco, son nombres asociados a grandes victoias militares de ese año. Estos éxitos militares de las armas cubanas permitieron que el gobierno cubano ordenara la preparación y ejecución de la invasión de Las Villas durante 1874; el general Máximo Gómez fue designado al frente de la empresa. El plan invasor consistía en concentrar un gran contingente de soldados insurrectos y pasar la trocha de Júcaro a Morón e internarse en territorio villareño, batiendo al ejército español. Varios proyectos anteriores habían fracasado o no se habían intentado siquiera. La invasión de Las Villas y del occidente cubano, nervio de la riqueza plantadora de la isla, con la mayor concentración de negros esclavos, era esencial si se quería rendir o derrotar militarmente a España. En occidente estaba la posibilidad de producir el Ayacucho cubano. No es extraño entonces que fueran reunidos los combatientes villareños que tras la primera ofensiva española habían tenido que internarse en Camagüey, el grueso de las tropas camagüeyanas y cerca de quinientos oficiales y soldados orientales, de los más experimentados y aguerridos. La sóla idea de la invasión de la isla asustaba al mando militar español. Determinaron forzar la situación militar, en evitación de que la invasión se produjese. En el potrero Naranjo y en Mojacasabe tuvieron lugar los primeros combates, en territorio del Camagüey, donde por primera vez se batieron juntas tropas orientales y de aquella región. Un mes después, en Las Guásimas, se produjo la batalla más larga y costosa de la guerra. Más de mil bajas tuvo el Ejército español. Las tropas cubanas contaron 29 muertos y más de cien heridos. Sin embargo, por el desgaste habido en los pertechos de guerra, el plan de invasión tuvo que ser aplazado hasta enero de 1875 cuando las tropas de Gómez lograron cruzar la trocha e internarse en territorio villareño. Con una política en extremo habilidosa, consistente en dislocar el Ejército Invasor y dar combates aislados y de pequeña envergadura, Gómez hizo tambalearse al poderío militar español. Veintidós batallones no fueron capaces de derrotarlo. La riqueza azucarera de Las Villas fue destrozada. Las avanzadas cubanas lograron internarse en la región más rica de Cuba y producir alarma entre los peninsulares y los hacendados esclavistas de occidente. La tea incendiaria amenazó las fortunas occidentales. Entre 1873 y 1875 el empuje cubano obligó a sucesivos nombramientos de jefes militares españoles. Palo Seco, La Sacra, Naranjo, Mocasasabe, Limones, acabaron con la reputación militar de Joaquín Jovellar, sustituto del Conde de Valmaseda. El general José Gutiérrez de la Concha, el verdugo del movimiento anexionista entre 1850 y 1852, tampoco pudo contener la acometida bélica insurrecta. Durante su gobierno Gómez cruzó la trocha de Júcaro a Morón e incendió las riquezas azucareras de Las Villas. Concha, bajo presión de los integristas de La Habana, fue relevado por el Conde de Valmaseda. La fractura en la unidad de la revolución El gobierno patriótico le prometió a Gómez el envío de refuerzos desde Oriente, con los cuales era posible seguir invadiendo la isla. Sin embargo, Gómez fue frenado y la invasión languideció. Pero las causas no han de buscarse en la fuerza de las armas españolas, sino en la desunión patriótica. El gobierno presidido por Salvador Cisneros Betancourt ordenó al general Vicente García, caudillo de Las Tunas, que alistara un contingente de tropas con destino a reforzar a Máximo Gómez en Las Villas. La orden fue desoída. Como el gobierno insistió, el general García, contrario a enviar a sus hombres a pelear a otro territorio bajo las órdenes de otro general, y nucleando a un grupo importante de altos oficiales del Ejército Libertador y funcionarios civiles de la insurrección que le eran afines y que se sentían marginados desde la destitución de Carlos Manuel de Céspedes (a la que el propio general Vicente García había contribuido, discretamente), montó una sedición contra el gobierno. En modo alguno se trataba de un gesto aislado, primario. Vicente García ambicionaba el mando militar de Oriente, y cuando a la caída de Céspedes este le fue otorgado al general Calixto García, acató la nueva jefatura del holguinero presa del resentimiento. Antes de caer Calixto García prisionero de los españoles (1874) en la zona de Manzanillo, Vicente García andaba ya de maniobras contra él; de ahí la protección que brindó a la insubordinación protagonizada por "Payito" León, tunero como él. Por eso no es de extrañar que en Lagunas de Varona, derruido ingenio en el que tuvo lugar el foco sedicioso, Vicente García nucleara el descontento de tres corrientes mambisas para proyectarse de forma arbitraria e intimidatoria contra las máximas autoridades civiles de la revolución: el Presidente Cisneros Betancourt y los miembros de la Cámara de Representantes. En torno a él se unieron, los cespedistas ávidos de un desquite contra aquellos que habían destituido a Céspedes, principalmente, el general venezolano José Miguel Barreto, y el médico Miguel Bravo Sentíes, secretarios del gobierno en tiempos de Céspedes; sus numerosos amigos y seguidores del Ejército Libertador, imbuidos de su regionalismo; y los de otros mandos que a desgano cumplían la orden del gobierno de ir a combatir a Las Villas. Todo fue envuelto en la apariencia de un programa de reformas: modificación de la Constitución, la reforma general del gobierno y la destitución del Presidente Salvador Cisneros Betancourt. En vano Gómez y otros generales mambises pidieron a los sediciosos que depusieran su actitud. Vicente García estaba determinado a conseguir sus propósitos. Los consiguió: Cisneros Betancourt renunció a su cargo, siendo sustituido interinamente por el diputado Juan Bautista Spotorno; se convocó a elecciones para renovar la Cámara, y él fue nombrado como jefe militar de Oriente y de Camagüey. El proyectado contingente oriental de refuerzo a la invasión que ejecutaba Máximo Gómez continuó a su encuentro. Pero ya el daño estaba hecho. En el mejor momento de la invasión, cuando las avanzadas mambisas incursionaban en territorio matancero y la tea campeaba por su respeto en Las Villas, Gómez tuvo que contramarchar sobre Camagüey para hallar una solución a la crisis en la unidad mambisa; en ello invirtió más de un mes, en el cual la invasión perdió su ritmo, el desaliento hizo su aparición, y la situación militar se complicó, impidiendo la continuación de la marcha sobre occidente. Tras la sedición de Vicente Gracía en Lagunas de Varona la indisciplina militar y el regionalismo se adueñaron del campo insurrecto. En Camagüey la designación de Vicente García como jefe militar del departamento fue protestada. Y en Las Villas la situación se hizo insoportable para Gómez. Apenas un combate de importancia pudo anotar en la estadística de los éxitos, el de Loma del Jíbaro. Tras su regreso a Las Villas se encontró un clima enardecido de regionalismo, que llegó, incluso, al extremo de que se constituyera entre los combatientes villareños la sociedad secreta Unión Republicana, empeñada en desprenderse de los jefes militares de otras regiones. El hostigamiento y la animosidad contra muchos de sus oficiales, algunos de los cuales presentaron sus renuncias, obligó a Gómez a prescindir del servicio de jefes de gran confianza y capacidad. Varios oficiales camagüeyanos dejaron el mando de tropas en el contingente invasor. De hecho la invasión quedó frenada, la inciativa perdida y Gómez y sus hombres terminaron refugiándose de las acometidas españolas en la porción montañosa del oriente villareño. Al cabo, en octubre de 1876, los villareños, en labios del polaco Carlos Roloff, le solicitaron al propio Gómez el abandono de su jerarquía en Las Villas. Gómez regresó a Camagüey, deshecho, asumiendo el nombramiento de Secretario de la Guerra en el gobierno de Tomás Estrada Palma. El Zanjón Mientras esto acaecía en las filas mambisas, España mandaba a Cuba a su mejor carta de triunfo, el general Arsenio Martínez Campos, cabecilla del golpe militar de la restauración de la monarquía en 1874 y sepulturero del ejército carlista. Martínez Campos se puso al frente del Ejército, para el que recabó cerca de cincuenta mil nuevos hombres, aumentando los efectivos contrainsurgentes a cerca de un cuarto de millón. Tal desproporción de fuerza, con inversiones millonarias en equipo militar, era sólo una cara de la moneda con que iba a intentar pacificar la isla, pues por propia experiencia sabía que similar o mayor ventaja militar no era suficiente, no había sido suficiente para ganarle a los cubanos en armas. La otra cara de la moneda era el juego constante y expansivo de las propuestas de paz negociada, con reformas incluidas. Al concluir 1876 la revolución estaba condenada a perecer sin lograr sus propósitos de independencia nacional y abolición de la esclavitud. Aún la guerra habría de demorar más de un año, dando tiempo a la consagración políticomilitar de Martínez Campos y a la desintegración definitiva de la unidad revolucionaria. En 1877 la revolución cubana vivió su año agónico. La parte occidental de Las Villas fue pacificada, reduciéndose la resistencia a la parte oriental. En tal situación, el gobierno cubano ordenó que tropas del general Vicente García, que audazmente mantenía viva la guerra en su región de Las Tunas, avanzaran sobre Las Villas; estas se negaron a hacerlo, y en Santa Rita, en el noroeste camagüeyano, el propio Vicente Garcia, que rehusó asumir el mando de Las Villas, protagonizó un nuevo foco sedicioso con un discurso programático tras el que se escondía su indisciplina y regionalismo. La división y el regionalismo era tal que varios jefes mambises proclamaron la existencia de un pintoresco y absurdo Cantón en Holguín. La guerra continuó aún con intensidad en Las Tunas, con Vicente García; en las zonas orientales de Oriente, con el mulato Antonio Maceo, pero en la zona oriental de Las Villas y en Camagüey las tropas mambisas, desgastadas y desunidas poco podían hacer frente a Martínez Campos, el que, a la vez que presionaba militarmente, ofrecía parlamento a los jefes locales, separadamente, ofreciendo ventajas personales y reformas en el gobierno colonial. Un grupo de hechos adicionales echó más desaliento en el campo insurrecto. En octubre, el Presidente nombrado por la Cámara de Representantes elegida después de Lagunas de Varona, Estrada Palma, fue hecho prisionero. El Presidente en funciones de la Cámara, el radical Eduardo Machado, y el diputado Francisco La Rúa murieron combatiendo. Máximo Gómez, secretario de la Guerra, renunció al cargo. Francisco Javier de Céspedes, hermano de Carlos Manuel de Céspedes, que ocupaba interinamente la Presidencia de la República en Armas tras la captura de Estrada Palma, dimitió . En tales circunstancias, el diputado Salvador Cisneros Betancourt, Marqués de Santa Lucía, quien fue obligado a renunciar por Vicente García en Lagunas de Varona, propuso y la Cámara de Representantes aceptó nombrar a éste para el cargo de Presidente de la República, en un último esfuerzo salvador. Muy poco pudo hacer ya él, en extremo responsable de la debacle insurrecta. Por fín, el desenlace. Recién iniciado el año de 1878, sirviéndose de la debilidad de los cubanos, el general Martínez Campos decretó un cese de hostilidades en Camagüey, donde las señales de capitulación eran mayores, que debía propiciar contactos entre los jefes militares y civiles de la revolución dispuestos a negociar la paz. El 8 de febrero los camagüeyanos decidieron capitular. Disolvieron la Cámara de Representantes y nombraron un titulado Comité del Centro encargado de pactar con Martínez Campos. En el campamento que había establecido Martínez Campos en El Zanjón, el 10 de febrero de 1878, se acordó la paz. Las bases acordadas en El Zanjón no contemplaron el otorgamiento de la independencia a Cuba ni la abolición de la esclavitud. En cuanto a lo primero, Cuba pasaría a ser administrada conforme al modelo ensayado en Puerto Rico; en cuanto a lo segundo, se reconoció la libertad de los esclavos y colonos chinos que se habían incorporado a la insurrección. Los propósitos de la revolución quedaron frustrados en El Zanjón. Al pactar, sin embargo, España reconocía oficialmente la existencia del pueblo cubano, su nación, o sea, la existencia de una comunidad de intereses distinta a la de España; renunciaba al ejercicio de la tiranía que significaban las facultades omnímodas, vigentes en Cuba por décadas; y abría una brecha para la abolición de la esclavitud, ya indetenible. El "olvido de lo pasado" pactado en El Zanjón permite acceder a la paz sin venganzas de grupo o personales; es el manto para la reconciliación dentro y fuera de la isla. Imposibilitados de decidir con las armas; desorganizados y divididos hasta la médula; con bajas sensibles (Agramonte, Céspedes, Calixto García); con un poder civil inmiscuyéndose, torpe o inoportuno, en los asuntos de la guerra; carentes del auxilio adecuado, suficiente, llegado desde el exterior con oportunidad; con hombres capaces de destrozar al enemigo en sus comarcas, pero incapaces de comprender que la guerra para terminarla con éxito había que llevarla de extrremo a extremo de la isla; carentes de fusiles y municiones, de caballos, ropa, zapatos y alimentos y medicinas; desconfiados los unos de los otros, los civiles de los militares, los militares de los civiles; con presidentes destituidos y "renunciados"; con jefes competentes echados de la zona de operaciones por no haber nacido o residir allí; hombres que, pese a no ser cubanos siquiera, estaban dispuestos a perderlo todo por la libertad de la tierra de donde son echados; con el enemigo envalentonado, agresivo, arrollador, pero generoso en el instante de mayor fuerza; con todo ello reunido, es lógico que se quiera la paz. Cuando la continuación de la guerra es asimilada como "una tarea sobrehumana", un acuerdo de paz es la salida más razonable, conveniente. Así lo entienden los que aceptan la propuesta de Martínez Campos. Para los del Comité del Centro, los pactistas del 78, terminar la guerra obteniendo, en lugar de la independencia, la extensión a Cuba de las leyes especiales vigentes en Puerto Rico, y, en lugar de la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de la libertad de los esclavos y colonos chinos incorporados a la revolución, es una transacción dolorosa, pero no una claudicación bochornosa. La protesta de Baragua Obtenida parcialmente la paz en El Zanjón, Martínez Campos ordenó una suspensión general de hostilidades. Su propósito: que el convenio de paz fuera estudiado por los jefes y oficiales mambises que estaban aún sobre las armas. Alrededor del 1 de marzo, quedaban insurreccionados tres generales mambises: Ramón Leocadio Bonachea, en Las Villas; Vicente García, en Las Tunas; y Antonio Maceo y Grajales, en Oriente. Por cierto, coetáneamente con las negociaciones del Zanjón, el mayor general Antonio Maceo destrozaba al famoso batallón de San Quintín en la batalla de San Ulpiano. Cosechaba otras victorias; para él la guerra no estaba perdida, no tenía, como jefe militar, apremio por capitular; igual ocurría en los términos controlados por Vicente García; muchas dudas debió sentir sobre los jefes mambises que en Camagüey y Las Villas habían aceptado las bases del Zanjón, las que apenas conocidas rechazó de plano. Maceo tiene sobradas razones para aspirar a una victoria militar sobre España. En la guerra, en la que ha sido herido en casi una veintena de ocasiones; ha perdido a su padres y a seis hermanos, y otros dos han quedado postrados; ha perdido dos hijos; ha perdido sus bienes; ha visto caer a amigos y leales compañeros. Y todo lo ha afrontado con entereza. Se sabe vencedor de los generales españoles. Y la paz acordada en nada satisface sus ideales de independencia y de igualdad para los de su raza. Por eso no es de extrañar que conociendo de la capitulación en el Camagüey anuncie a los jefes militares mambises de Oriente su determinación de no acogerse al pacto y continuar la guerra. Sin embargo, solicita parlamento a Arsenio Martínez Campos. ¿Qué quiere Maceo? ¿Qué busca? ¿Acaso obtener los propósitos inciales de la revolución que Martínez Campos no acepta? Maceo se revela con una estatura desconocida hasta entonces en él, como político. La entrevista es una trampa magnífica a la que conduce al más hábil de los jefes españoles. El general Antonio Maceo quiere tiempo, en el cual ganar el respaldo de todos los orientales en armas para continuar la guerra, y lo logra; en el cual reagrupar y organizar las fuerzas dispuestas, y lo logra. Pero quiere más. Quiere atraer sobre la entrevista la atención del país, y lo logra también: "La resonancia está lograda: la Isla espera el resultado de la controversia de Baraguá. Y no es por vanidad que Maceo acrecienta la dimensión de su fígura mientras Cuba aguarda su decisión final. Lo necesita para darle rango a la guerra que quiere mantener; para aguijonear el amor propio de los que vacilan. La prensa española se ocupa de él en tanto él prepara el espectáculo que va a montar en las sábanas históricas. Tiene a su lado muchas guayabas raídas. Le hacen falta algunos entorchados hispánicos y se los proporcionará en persona Martínez Campos al asistir a la discusión inútil. "El "Pacificador" cree que todo se reduce a mera vanidad de mulato que demanda halagos especiales antes de rendirse. Así lo expresa, reservadamente, cuando se dispone a complacer a Maceo cuya popularidad conoce y a cuyas decisiones concede indudable importancia." (Aguirre, 207) La entrevista se pacta para el 15 de marzo en Los Mangos de Baraguá. Valiente, temerario, Martínez Campos asiste, pese a que le advierten que es una trampa para asesinarle. Ciertamente, la idea surge, pero Maceo, limpio, la deshace de inmediato. Martínez Campos sabe lo que quiere, reducir a Maceo a los acuerdos del Zanjón; está presto a seducirlo. Ocurre la entrevista memorable, tal como si se tratara de una obra de teatro muy bien escenificada por los actores principales. Sentados sobre hamacas, cobijados por frondosas matas de mango, Arsenio Martínez Campos y Antonio Maceo y Grajales, rodeados de altos oficiales de ambos ejércitos, conversan. Es el diálogo entre la metrópoli y la colonia, España y Cuba. Martínez Campos lisonjea a Maceo, tratando de despertarle la vanidad; Maceo hace preguntas de mero trámite sobre el pacto del Zanjón, cuyo contenido conoce completamente; Martínez Campos le explica prolijo; entonces lo inevitable, los cubanos interponen dos condiciones para cualquier arreglo de paz: ha de haber independencia nacional y abolición de la esclavitud, Y Martínez Campos se niega, intentando emborrachar al interlocutor con una disertación de sus intenciones pacificadoras. Maceo le hace conocer la determinación de los jefes mambises que le acompañan de continuar la guerra. La entrevista termina fijando en ocho días el reinicio de las hostilidades. De muy mal humor, preocupado por su fracaso, por el peligro en que pone su proyecto pacificador, Martínez Campos abandona la manigua oriental. La partida política de Mangos de Baraguá fue ganada por Maceo. Martínez Campos cayó en la trampa política que le tendieron. La revolución salvó su honra, del brazo de Maceo. Pese a que la guerra recontinuada ocho días después, muy pronto terminó, Baraguá no sólo fue un símbolo de que El Zanjón no era el final sino una tregua necesaria: pasados diecisiete años, desde Baraguá partió el Lugarteniente General del Ejërcito Libertador, Antonio Maceo, a la invasión de la isla, llevando la tea incendiaria hasta el extremo más occidental de Cuba. Entre guerras Prestos a continuar la guerra, los protestantes se dieron una Constitución, disponiendo la formación de un gobierno revolucionario de cuatro miembros; recayendo la presidencia en uno de los compañeros de Céspedes el 10 de octubre de 1868, el mayor general Manuel Calvar. A Vicente García, que ostentaba el grado de Mayor General y que había fungido como Presidente hasta ese momento, se le designó como General en Jefe; Maceo fue nombrado como Jefe de las tropas orientales. La guerra reiniciada el 23 de marzo fue poco relevante. En el bando mambí continuaron las deserciones, La voluntad de guerrear estaba minada. En tales circunstancias, el gobierno encomendó a Maceo una comisión de apertrechamiento y reclutamiento en Jamaica; en el fondo trataban de preservar su vida, pues Maceo estaba decidido a no dar tregua a los españoles. Tampoco en la emigración había entusiasmo para el propósito de continuar la lucha armada. La presentación de nuevos grupos insurrectos, acogiéndose a la paz ofrecida por Martínez Campos, y el resultado negativo de las gestiones de Maceo obligaron al gobierno mambí a aceptar, en mayo de 1878, la paz. La revolución alteró el país. La insurrección había sido organizada e iniciada por los elementos directores de la sociedad oriental de Cuba; y fue concluída por una amalgama de elementos sociales donde descollaban los sectores humildes. La comandaron al principio los blancos; la terminaron blancos, negros y mulatos. La primera guerra vino del brazo de ricos hacendados; concluyó en brazos de jefes militares de humilde cuna. Las próximas guerras estarán encabezadas por la clase media, por una pequeña burguesía de pocos recursos económicos, perdidos principalmente en el sacrificio de la guerra grande. La guerra destruyó casi la mitad de Cuba. Un botón de muestra: Camagüey. Quedaron destruidos 109 de los 110 ingenios azucareros; de las 2 853 fincas existentes en 1868, sólo se salvó una; más de 350 000 cabezas de ganado, casi el 100 %, se perdieron. La clase terrateniente camagüeyana fue a la ruina. No es de extrañar entonces que tras la guerra, Oriente y Camagüey fueran el blanco predilecto de la invasión del gran capital concentrado. En poquísimo tiempo, las tierras y las industrias y los negocios de Cuba pasaron a ser controlados por los Estados Unidos. Ya fuera porque en el oriente cubano los capitales norteamericanos entraron impunes o porque en la región occidental, bajo el impacto del proceso de concentración de la producción, consecuencia lógica del desarrollo capitalista que se experimentaba, y de otros factores, nacionales o internacionales, los capitales yanquis pudieron competir, y el mercado norteamericano, de exportación o importación, abrazó el consumo y la producción criolla. Fue rápido el proceso de desplazamiento económico de España en Cuba. El mercado y los capitales del Norte ocuparon su lugar. El proceso será tan agudo, que permite afirmar al Cónsul de los Estados Unidos en Cuba, en fecha tan temprana como 1881: "Comercialmente, Cuba se ha convertido en una dependencia de los Estados Unidos, aunque políticamente continúe dependiendo de España". No es de extrañar. Las exportaciones cubanas llegaron a depender, en tiempos de España, en más de un 80 % del mercado norteamericano, y en más del 90 % en el caso particular del azúcar. Cuando en 1892 España y los Estados Unidos acuerden la entrada en vigor del Bill McKinley estableciendo la libre entrada del azúcar de caña cubana en los Estados Unidos, habrá culminado el proceso de anexión económica de Cuba a aquella nación. En todo caso, estaba por ver cuánto tiempo lograba España conservar su soberanía política sobre Cuba. Con el final de la guerra, y en virtud de los acuerdos del Zanjón, el general Arsenio Martínez Campos, con la aprobación de Madrid, introdujo importantes reformas en la administración colonial. Se permitió la organización de partidos políticos; la realización de propaganda política pacífica; se concedió derecho a constituir por elecciones órganos locales de gobierno; la participación en las Cortes Españolas; se redujo notablemente el ejercicio de las facultades omnímodas; se hizo extensivo a Cuba el sistema de garantías alcanzado por entonces en la legislación española en materia penal (Código Penal y Ley de Enjuiciamiento Criminal), civil y de comercio. La esclavitud, problema cardinal de la sociedad cubana, fue abolida formalmente en 1880 y sepultada en 1886. Frente a la política abolicionista ensayada por la revolución de 1868 y la abolición lograda en los Estados Unidos a raiz de la guerra de secesión, España promulgó en 1870 la Ley de Vientres Libres en virtud de la cual todo hijo de esclava que hubiese nacido con posterioridad a septiembre de 1868 (un mes antes del inicio de la revolución) se consideraba libre; condición falsa, pues quedaban bajo el patronado de los amos de sus madres hasta que pagaran con trabajo los gastos de crianza. Igualmente serían considerados libres los que auxiliaron a España contra los cubanos y los de más de 60 años. Por ley, en 1880, España dispuso: "Cesa el estado de esclavitud en la isla de Cuba". Falso, toda vez que la ley del patronado sólo significó el cambio de denominación de amo/esclavo por patrono/patrocinado. Por fin, en 1886, a propuesta de un diputado cubano, Miguel Figueroa, las Cortes aprobaron una ley de abolición total y definitiva de la esclavitud. La propuesta legislativa fue obra de un diputado del Partido Liberal Autonomista, uno de los partidos políticos nacidos en Cuba a raiz de la instrumentación del Pacto del Zanjón. Terminada la guerra en 1878, el gobierno español inauguró una nueva política colonial permisiva del agrupamiento político dentro de los límites configurados por el reconocimiento de la soberanía española sobre la isla. Los antiguos reformistas se nuclearon en el Partido Liberal Autonomista, al que dieron cuerpo; ellos no participaron, como regla general, en la insurrección. Pero al Partido Autonomista recalaron muchos rebeldes en el decenio 1868-1878, ahora en franca ruptura con el ideal independentista. El clima de libertad de expresión garantizado dentro de los límites del nuevo sistema de partidos políticos autorizados hizo que también ingresaran al Partido elementos de ruptura con España, que se servían de esta posibilidad para socavar el regímen colonial hasta tanto se produjera la oportunidad de un nuevo grito insurreccional. Dentro de la estructura de partidos fue la organización política de los criollos, aunque a él también ingresaron peninsulares partidarios de la República. Pero este autonomismo de los años 80 no será el fruto de un esfuerzo exclusivista de un distinguido y privilegiado círculo de hombres de fortuna, relaciones y cultura desde la capital de Cuba, sino que es un factor de movilización de diversos sectores sociales en toda la isla. En la acera de enfrente se situó el Partido Unión Constitucional con un discurso patriótico español, defensor de la integridad nacional española. En el ingresaron los elementos más conservadores de la isla, opuesto a la autonomía política de Cuba, incluso a la abolición de la esclavitud de forma rápida o inmediata. Se expresaron en todo momento porque los criollos quedaran marginados del gobierno de la isla. Dos programas bien diferenciados, encontrados fueron ensayados. Los integristas querían "Paz, Patria"; los autonomistas "Gobierno del país por el país". Tenían como denominador común el rechazo a la violencia y la conservación de la soberanía española sobre Cuba. Se diferenciaban en los métodos y formas propugnadas para la administración de Cuba. El programa autonomista, básicamente, contemplaba: ejercicio irrestricto de la libertad de imprenta, reunión, asociación, religión, enseñanza; incorporación de los cubanos, en régimen de igualdad con los peninsulares, a la administración colonial; separación e independencia de los poderes civil y militar; supresión del derecho de exportación sobre todos los productos de Cuba; supresión de los derechos diferenciales de importación; tratados de reciprocidad arancelaria con los Estados Unidos u otras potencias; rebaja de los derechos aduanales para el azúcar y las mieles importadas por la península; abolición de la esclavitud, primero con indemnización, y luego sin ella; potenciación y exclusividad en la inmigración, blanca. El aspecto más distintivo de su programa radicaba en la exigencia de aplicación íntegra de la legislación española, pero con la vigencia también de leyes especiales a los efectos de lograr una descentralización del gobierno, o lo que es lo mismo, la autonomía. Tres escenarios principales tuvieron los autonomistas criollos: las Cortes Españolas, donde se sintieron con fuerza las voces de los diputados Rafael Montoro, Miguel Figueroa, Bernardo Portuondo, Rafael Fernández de Castro y José Ramón Betancourt; la prensa autonomista y la literatura producida por los más sobresalientes intelectuales del Partido; y la tribuna electoral. El período de oro del autonomismo cubano va de 1880 hasta 1895. A mediados de 1893 se intentó muy seriamente, desde España, otorgar a Cuba la autonomía. El Ministro de Ultramar, Antonio Maura, propuso a las Cortes la concesión a Cuba de cierto grado de autonomía: Cuba convertida en provincia, con una Diputación Provincial por elección popular, con descentralización de algunas funciones y atribuciones del Estado español. El plan Maura fracasó, cerrándose cualquier posibilidad de avanzar en el autogobierno de la isla, quizás la única esperanza de que dadas las circunstancias internas e internacionales Cuba pudiera ser conservada. La labor del Partido Autonomista criollo fue muy valiosa para la consolidación de la nacionalidad cubana. Para su superación política. Agotaron los medios legales de un entendimiento político entre Cuba y España que pudo haber significado la dependencia cubana bajo un régimen de autonomía. Pero a los gobiernos de Madrid le faltó visión y valor político. En Cuba hubo entonces mucho autonomismo pero casi ninguna autonomía. Era momento de revolución. LA GUERRA CHIQUITA ¿Qué pasó en el campo rebelde tras El Zanjón? En mayo de 1878, como ya he dejado dicho, el gobierno de Calvar se acogió a la paz fraguada en El Zanjón. Terminó la guerra iniciada por Céspedes diez años antes. Casi de inmediato volvió a conspirarse para violentar el dominio colonial español. Los oficiales que secundaron a Maceo en Baraguá y algunos otros jefes orientales y villareños, en Cuba o en el extranjero, estaban prestos a reiniciar las hostilidades. Con la intervención decidida del brigadier Flor Crombet y los coroneles Mayía Rodríguez y Pedro Martínez Freyre, fue creado un comité revolucionario encargado de preparar una nueva guerra. Antiguos oficiales del Ejército Libertador en Las Villas y Oriente quedaron comprometidos. En La Habana fue fundado un comité revolucionario encargado de levantar en armas aquel territorio; al cual se integró en calidad de subdelegado quien estaría llamado a ser el mentor de la tercera guerra contra España: José Martí y Pérez. Dos de las fíguras más prestigiosas de la revolución, el mayor general Calixto García Iñiguez, preso de los españoles desde el año 1874 y liberado a raiz del Zanjón, y el mayor general Antonio Maceo Grajales, que había sido enviado después de Baraguá al extranjero en función de organizar expediciones de apoyo a la revolución, estuvieron de acuerdo en secundar el movimiento. Maceo ocuparía la jefatura militar de Oriente, y García sería el General en Jefe. Ellos debían incorporarse a la insurrección al frente de grandes expediciones preparadas en el exterior. Iniciado el año de 1879, las atentas autoridades españolas descubrieron la conspiración y la desarticularon al interior de Cuba mediante sorpresivas detenciones y deportaciones de las fíguras claves: Flor Crombet, Martínez Freyre, Martí. Ante tales acontecimientos, varios complotados se alzaron en armas. Los días 24, 25 y 26 de agosto hubo alzamientos en Gibara, Holguín y Santiago de Cuba. Cuatro jefes de la anterior campaña se distinguieron: Belisario Grave de Peralta, Guillermo Moncada, José Maceo y Quintín Banderas. Los tres últimos, negros. La presencia de estos hombres al frente de la insurrección y el hecho de que la guerra se circunscribía a Oriente, facilitó la insidiosa e inteligente estratagema de acusar al movimiento de querer constituir un Estado negro en Oriente. Completamente falso, pues en Las Villas (Sancti Spíritus, Remedios y Sagua) habían tomado el camino de las armas no menos importantes jefes de la anterior campaña: Serafín Sánchez, Francisco carrillo y Emilio Núñez, blancos. El precipitado inicio de las hostilidades; la falta de organización y coordinación de la insurrección; el acoso del ejército español; la falta de armas, municiones y alimentos; el no arribo, por no poder organizar en los países próximos a Cuba, de las imprescindibles expediciones con Calixto García y Antonio Maceo; todo ello en un clima de constantes llamados a avenirse a la paz, hechos por España y por los autonomistas, hizo que rápidamente, a partir de los primeros meses de 1880, comenzara un gradual proceso de capitulación. Cuando el mayor general Calixto García logró desembarcar con la veintena de hombres que dificultosamente había logrado enrolar en el extranjero, ya no encontró a los insurrecionados; al cabo de vagar por la manigua durante semanas, terminó por entregarse a las autoridades españolas. En diciembre de 1880, a instancias de Martí, que en New York había asumido la jefatura de la Junta Revolucionaria, se entregó el último de los jefes mambises levantado en armas, Emilio Núñez. A esta tentativa revolucionaria, de escasos combates, se le conoce históricamente como Guerra Chiquita, por la escasa duración de las hostilidades y por la limitada incorporación de combatientes, aunque estos últimos sobrepasaron los seis mil. El esfuerzo revolucionario, evidentemente, no había contado con un decidido apoyo popular. El proyecto independentista no será abandonado. En 1883 el último de los jefes insurrectos en desistir de las armas en 1878, el villareño Ramón Leocadio Bonachea fue fusilado en Santiago de Cuba después de haber invadido la isla por la zona de Manzanillo. Igual suerte corría Limbano Sánchez en 1885. Un proyecto de amplias miras en el que se involucraron Maceo, Gómez y Martí fue abandonado en 1886 frente a la apatía del país por la insurrección. En 1890 otra vez Maceo organiza un movimiento insurreccional en la isla, a la que ingresa pretextando intereses familiares. El alzamiento ha de producirse el 8 de septiembre, pero se frustra cuando Maceo, por órdenes del general Camilo Polavieja (quien sofocó la Guerra Chiquita), es detenido y deportado por el puerto de Santiago de Cuba. Habrán más conspiraciones, incluso, más tentativas, pero ninguna se consolida lo suficiente como para provocar una crisis político-militar de resonancias. Durante todo este período (1878-1895), los autonomistas lucharán, arrastrando a grandes sectores sociales cubanos, por conseguir reformas importantes para la isla. Políticamente se agotaron sin conseguir la tan ansiada autonomía. Ellos mismos se encargaron de decirlo en voz alta: su fracaso conducía a la guerra. Diversos factores económico-sociales, de la isla, de España, internacionales, propiciaron la maduración del momento político para provocar una insurrección en toda la isla. LABOR CONSPIRATIVA DE JOSE MARTI. "Tregua fecunda" llamó Martí al interregno entre la guerra grande (1868-1878) y la guerra que él organiza para 1895. En el cansancio y la apatía fueron desmontadas o aparecieron nuevas razones o viejas razones se renovaron para lanzar un nuevo grito de guerra. La vida cultural y política que se desarrolló en Cuba tras El Zanjón forjó una cubanidad revolucionaria. Extendida. Honda. Martí, poco a poco, sin haber tenido protagonismo militar en las dos guerras anteriores, a fuerza de razonar y convencer, a letras y en la tribuna, directa e indirectamente, individual y colectivamente, se convierte en el mentor indiscutido del movimiento revolucionario. Radica en Nueva York. Y desde Nueva York fragua el proyecto. En noviembre de 1891 se traslada al sur, a Tampa y Cayo Hueso, refugios de cientos de familias cubanas que han emigrado. Su encendida oratoria multiplicó el entusiasmo por la idea independentista, mayoritaria entre los obreros cubanos. En Tampa fueron acordadas unas Resoluciones proclamando la urgencia de "reunir en acción común, republicana y libre, todos los elementos revolucionarios honrados"; en Cayo Hueso, en los primeros días de 1892 difundió entre antiguos insurrectos las Bases de lo que a su juicio debía conducir con éxito, salvando los factores de desunión pasados, la empresa independentista: un partido de la revolución. El Partido Revolucionario Cubano, nacido poco después por aprobación unánime de los representantes de los clubs patrióticos de Cayo Hueso, cohesionaría a las fuerzas dispuestas a reiniciar la lucha. En el momento más visible y proclamado del cambio para Cuba de metrópoli económica, a raiz de la entrada en vigor del Bill McKinley, Martí fundará la organización con la cual pretende hacer la revolución en Cuba. El 10 de abril de 1892, en el aniversario del acontecimiento que marcó el momento estelar en la unidad revolucionaria de la primera guerra, la Asamblea de Guáimaro, se proclamó la fundación del Partido Revolucionario Cubano por los clubs patrióticos de Nueva York, Tampa y Cayo Hueso. Martí fue designado para dirigir el partido en condición nominal de Delegado. Lograr la independencia absoluta de Cuba y "fomentar y auxiliar la de Puerto Rico" es el primer propósito del Partido Revolucionario Cubano, según la declaración contenida en sus Bases, para lo cual quedaban convocados los esfuerzos "de todos los hombres de buena voluntad", los elementos de la revolución y los que pudieran allegarse, pero "sin compromisos inmorales con pueblo u hombre alguno". A la revolución de 1868 se vinculó un sector, el más radical, de la gran burguesía cubana, principalmente en la parte oriental. Los de occidente se beneficiaron de la guerra, ampliando la producción y sus caudales a costa de la destrucción de la otra parte de la isla; la guerra fue un buen negocio; no es de extrañar que terminada la guerra, formen y consoliden el Partido Autonomista, al decir de Martí: "el grupo político que ha convertido hoy en cuestión de finanzas azucareras todas las graves cuestiones" de Cuba; convirtiendo en "cuestión de dineros aquella que es cuestión primera de honra y vida". Por eso la revolución que organiza no cuenta con ella para obtener el éxito. A la guerra se incorporarán algunos representantes aislados, al inicio, mientras la clase permanecerá, equivocada, clamando por reformas nunca satisfechas por España. Pero cuando la guerra sea una realidad que les afecte cambiarán de posición. Eso es otra historia. El lugar de nacimiento, España o Cuba, no determinará obligadamente la actitud a tomar ante los males de la colonia. Hubo españoles, a montones, que se significaron como antiesclavistas, republicanos, liberales, independentistas. Hubo cubanos esclavistas, monarquicos, conservadores, antindependentistas. Y viceversa. No habrá, en las guerras cubanas, ni miedo ni odio al español. Un pueblo tan dado al choteo no acuñó un término despectivo trascendente para el peninsular. El español no se granjeó en Cuba términos similares a Gapuchín o Chapetón, como con desprecio profundo se les reconoció en México o el Perú. Cubanos, africanos, españoles (peninsulares y canarios), chinos, latinoamericanos diversos, europeos y norteamericanos se enrolaron en el proyecto independentista cubano de 1895. El programa de la revolución martiana es ambicioso. Quiere corregir la deformación estructural de la economía cubana, dependiente en grado extremo -ya entonces- de la exportación de azúcar de caña -en bruto, pues las refinerias no estaban en la isla- a un solo mercado, los Estados Unidos; aspira a una mejor distribución de la riqueza; a multiplicar el número de pequeños propietarios rurales, beneficiándolos con una política impositiva que afecte más a los grandes intereses creados; posibilitar una mejoría sustancial en los ámbitos cultural, económico y social de la población de piel oscura, esclavos hasta 1886, discriminados siempre; fundar una república "con todos y para el bien de todos" que hiciera asiento en el respeto a la dignidad de los hombres; una república independiente, sin sometimientos informales; democrática, sin despotismos, militares o civiles; una nación, que al nacer, auxiliara la causa independentista de Puerto Rico y sirviera de contención a las aspiraciones imperialistas de los Estados Unidos en el continente. Martí comprendió desde temprano que los Estados Unidos se esforzaban por poner "colorines de república a una idea imperial", porque allí "la república va cediendo bajo el empuje malsano, pero no contenido, del Imperio", y sus conclusiones no derivan de una labor de adivinador, sino de la agudeza y maestría de su observación. Crítica algunos métodos de la democracia norteamericana, pero la respeta y reconoce; y sabe que allí el capital lo domina todo, incluyendo la libertad de hacer el gobierno: "La tiranía acorralada en lo político, reaparece en lo comercial. Este país industrial tiene un tirano industrial". Estaba convencido de que los Estados Unidos estaban resueltos a dar la batalla a Europa por el pleno dominio de los mercados internacionales, a extenderse soberbios sobre América. Teme que Cuba sea su víctima más inmediata. Evitarlo se lo impone como su misión personal. Su proyecto revolucionario es preclaro: primero, barrer el yugo de España; segundo, evitar el dominio de los Estados Unidos. A España es preciso arrebatarle lo que aún conserva sobre Cuba: su dominio político-militar; y con la independencia de España, evitar que los Estados Unidos conviertan su dominación económica en soberanía política. Cuba tiene dos alternativas: la independencia, para lo que no va quedando mucho tiempo; o ser, por el movimiento natural de los elementos extraños en juego "provincia ruinosa de una nación estéril o factoría y pontón de un desdeñoso vecino". Independencia vs autonomía o anexión. España es una nación en crisis, agotada por las luchas intestinas que la han azotado a lo largo del siglo, aunque cuente con recursos muy superiores a los que los patriotas puedan movilizar para intentar la independencia. Pero el mayor peligro para Cuba no está en España, cuyas fuerzas pueden ser destruidas en una guerra enérgica, sino en los Estados Unidos, cuyo avance económico monopolista la determina a asegurar mercados para sus productos, voraz en ejercer dominios que le aseguren aquellos. Martí sabe que ha de obrarse con celeridad, antes que sea demasiado tarde. De ahí su agonía por encausar la guerra contra España de forma que una victoria pronta impida a los Estados Unidos, vigilantes, intervenir en provecho propio. Proyecta una guerra que en esencia es antimperialista; públicamente contra España, en las sombras contra los Estados Unidos. La guerra que con peligro de su vida organiza contra España, con propósito proclamado, se promueve también, en silencio, contra los apetitos dominadores de los Estados Unidos. Horas antes de caer en combate, ya en tierra cubana, Martí confiesa a un amigo muy entrañable: "... ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber -puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo- de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso." La independencia de Cuba debe propiciar la de Puerto Rico, y ambas tienen reservado en los planes de Martí la función de dique de la voracidad imperialista. Cuenta con que tras la independencia, se funden repúblicas sanas y fuertes por su grado de cultura y civilización.Y en tales méritos confía para contener a los Estados Unidos. Cuba tiene que deshacer los tres cuartos de siglo de retraso que tiene su libertad nacional con relación a sus hermanos pueblos de hispanoamérica, y con su independencia, evitar cambiar de amo. La hora de Cuba, proclama Martí, es la hora de que hispanoamérica proclame su segunda independencia. Y tiene urgencia porque sabe que el peligro de caer en manos de los Estados Unidos es inmenso para Cuba. Urge salvar a Cuba, librándola con resolución del yugo español, antes que el "destino manifiesto" se haga realidad. Para transitar a la independencia, la guerra es necesaria, debe ser pronta, enérgica; ello antes de que -alerta- el "vecino hábil nos deje desangrar a sus umbrales, para poner al cabo, sobre lo que quede de abono para la tierra, sus manos hostiles, sus manos egoístas e irrespetuosas". La guerra de independencia ha de hacerse con los recursos del país y con los que se puedan movilizar, pero no depender de los Estados Unidos "ese vecino codicioso, que confesamente nos desea, antes de lanzarnos a una guerra que parece inevitable, y pudiera ser inútil, por la determinación callada del vecino de oponerse a ella otra vez, como medio de dejar la isla en estado de traerla más tarde a sus manos, ya que sin un crimen político, a que sólo con la intriga se atrevería, no podrá echarse sobre ella cuando viviera ya ordenada y libre." Martí evita el apoyo material oficial de los Estados Unidos. No quiere deudas de gratitud con tan poderoso vecino, máxime cuando la guerra que organiza quiere evitar la extensión del coloso por Las Antillas y América: "Cuba no anda de pedigüeña por el mundo: anda de hermana, y obra con la autoridad de tal. Al salvarse, salva. Nuestra América no le fallará, porque ella no falla a América." La revolución cubana se concibe solidaria, antillanista, americanista, antimperialista. La independencia cubana es indispensable para la seguridad, independencia y carácter definitivo, al decir de Martí, de la familia hispanoamericana del continente: "Si quiere libertad nuestra América, ayude a hacer libres a Cuba y Puerto Rico". A Federico Henríquez y Carvajal le dira con mucha claridad en carta de marzo de 1895 desde Montecristi, poco antes de salir rumbo a Cuba, su convencimiento de que la libertad de Cuba y Puerto Rico salvarán la independencia de América. Febrilmente, Martí se da a la tarea de lograr la adhesión entusiasta de los más connotados jefes de las anteriores guerras. En sus continuos periplos por el Sur de los Estados Unidos y por algunas naciones del Caribe, (Jamaica, Santo Domingo, Costa Rica), logra incorporar y organizar a cientos de cubanos emigrados. Los clubs revolucionarios se ensanchan, se fortalecen. La propaganda separatista crece. Nace Patria, el periódico de la independencia. Los fondos de la revolución se nutren con el aporte modesto de los humildes trabajadores cubanos. Sus enviados ingresan a Cuba y movilizan a veteranos y bizoños; de Cuba viajan a entrevistarse con Martí. Salvo excepciones, las puertas a las que Martí tocó en sus afanes, quedaron abiertas. Uno de los grandes méritos reside en haber logrado deshacer grandemente las hondas heridas abiertas en el pasado en la unidad de los revolucionarios cubanos. La revolución, que es organizada por un no combatiente de las guerras anteriores, se apoya en los veteranos; los jefes a los que se confía la empresa, en su inmensa mayoría, habían dirigido tropas en las guerras anteriores; y se cuenta con la tropa veterana para adiestrar a los pinos nuevos. Cualquier nueva contienda independentista en Cuba tenía que contar con la participación en calidad de jefes militares de los dos generales mambises de mayor renombre y arraigo: Máximo Gómez Báez y Antonio Maceo Grajales; el primero, retirado a su tierra natal, Santo Domingo; el segundo, emigrado en Costa Rica; ambos dedicados a negocios agrícolas. En carta magnífica, Martí escribe a Gómez: "Yo ofrezco a Ud., sin temor de negativa, este nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración que brindarle que el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres". Luego va detrás de sus letras a convencerle de que debía mandar el ejército de la revolución. En Costa Rica, Maceo acepta el ofrecimiento martiano de integrarse a la conspiración. Quedaba atrás, superada, la ruptura que entre él y los dos generales mambises se había producido a mediados de la década anterior en ocasión de rechazar Martí las bases sobre las cuales se quería organizar la revolución. La oposición martiana a la tiranía en la revolución es asunto de muchos años. Se remonta a los días en que siendo aún un desconocido independentista, en 1884, se acerca a Gómez y Maceo para auxiliar la empresa libertadora de aquellos, y al hacerlo percibe en los dos grandes generales de la pasada guerra rasgos y propósitos autoritarios. Y se aparta del proyecto exponiendo con claridad y valor personal su inconformidad: "Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento; y cuando en los trabajos preparativos de una revolución más delicada y compleja que otra alguna, no se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que han de hacer posible la lucha armada, mera forma de espíritu de independencia, sino la intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal disimulada, de hacer servir todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos cautelosos y personales de los jefes justamente afamados que se presentan a capitanear la guerra, ¿qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetados mañana?" Los preparativos de la guerra avanzaron rápidamente. A inicios de 1895 debía estallar. El plan consistía en invadir Cuba por tres sitios diferentes: Oriente, Camagüey y Las Villas y simultáneamente producir alzamientos en toda la isla, de tal suerte que España fuera sorprendida por la embestida insurrecta sin poder adoptar medidas militares que localizaran y dominaran la revolución, como había logrado Polavieja en la guerra chiquita. El Partido Revolucionario Cubano adquirió abundantes pertrechos bélicos. El primero de los tres vapores fletados que iban a ser utilizados, que partirían del puerto floridano de La Fernandina, recogería a Gómez y más de doscientos hombres en Santo Domingo, desembarcándolos en el sur de Camagüey; otro vapor iría a Costa Rica, por Maceo, desembarcándolo en Oriente; Carlos Roloff y Serafín Sánchez deserbarcarían directamente en Las Villas, donde debían unir fuerzas con el general Francisco Carrillo que estaba comprometido a pronunciarse con sus hombres en la fecha en que recibiera la orden. De igual manera lo harían Salvador Cisneros Betancourt en Camagüey y Guillermo Moncada y Bartolomé Masó en Oriente. La incorporación de las tres provincias occidentales, Matanzas, La Habana y Pinar del Río, se produciría en igual fecha al de los pronunciamientos previstos en el oriente, y estarían dirigidos por el veterano general Julio Sanguily y el representante en Cuba del Partido Revolucionario Cubano, Juan Gualberto Gómez. En el mayor secreto y compartimentación llevó Martí la conspiración. Comenzada la operación de embarque del armamento en el puerto de La Fernandina, las autoridades federales fueron informadas. Procedieron con especial diligencia al embargo de las armas y las embarcaciones. El golpe de La Fernandina fue demoledor, no sólo porque en minutos se perdieron grandes cantidades de armamentos comprados con el sacrificio de los emigrados cubanos, sino porque los meses de silencioso y discreto trabajo conspirativo quedaban echados por la borda. España quedaba enterada de que los planes conspirativos en marcha eran muy embarazosos para su soberanía sobre Cuba. Pese a ello, el 29 de enero, desde Nueva York se impartió la orden de sublevación para los comprometidos en Cuba; al día siguiente Martí partió a encontrarse con Gómez en Santo Domingo. A la orden de alzamiento dada, Juan Gualberto Gómez respondió desde La Habana: Giros aceptados. El 24 de febrero fue señalado como la fecha de alzamiento en toda Cuba, salvo en Camagüey, donde se adujo no tener las condiciones creadas, provincia en la que en meses anteriores el enviado de Martí había sido recibido con frialdad. El 24 de febrero, Oriente se alzó en armas. Hubo importantes pronunciamientos, dirigidos por jefes veteranos, en El Caney, San Luis, El Cobre, Loma del Gato, Hatibónico, La Confianza, ingenio Santa Cecilia, Bayate, Calicito, Jiguaní y Baire. Sin embargo, los planes insurreccionales en occidente, como consecuencia de la indecisión de algunos de los complotados, la vigilancia de las autoridades y otras razones, apenas se desarrollaron. En cuestión de días, las pocas partidas que se alzaron en armas fueron neutralizadas. Una vez más occidente no se incorporó a la revolución, dificultando los planes generales. Camagüey y Las Villas permanecieron a la expectativa, por retraimiento la primera y por la detención de algunos complotados, la segunda. Los tres partidos políticos de la isla, Autonomista, Reformista y Unionista, condenaron el alzamiento. Los autonomistas se destacaron en las iniciativas de paz. LLegaron al extremo de valerse del ex-presidente de la República en Armas, Juan Bautista Spotorno para proponer a Bartolomé Masó, uno de los jefes orientales, que depusiera las armas. Curiosamente, en 1875, Spotorno, que había relevado en el cargo de Presidente de la República en Armas a Salvador Cisneros Betancourt, decretó que se fusilara a todo emisario llegado a territorio insurrecto proponiendo paz sin independencia. En 1895, Masó se opuso a fusilar a Spotorno, como algunos de sus hombres le propusieron, en virtud de su propio decreto. En 1895 se inicia una guerra coordinada en Cuba y en la emigración, preparada por años, organizada por un partido revolucionario. No hay en ella la improvisación y la espontáneidad de 1868. El éxito no se confía al azar; se deposita en el concurso y esfuerzos de miles de hombres bajo un plan único. El 24 de febrero es el momento de mayor madurez de la nación cubana, expresión de un ascendente proceso de radicalización de los sectores más humildes de la sociedad colonial. En la primera guerra la participación obrera es ínfima; en 1895 el protagonismo proletario, dentro y fuera de Cuba, es significativo. La temprana muerte del general Guillermo Moncada por tuberculosis y las carencias de Bartolomé Masó como jefe militar de Oriente, hicieron que en marzo de 1895 la revolución viviera sus momentos más críticos. Con la llegada a Cuba de los tres grandes jefes de la guerra los acontecimientos bélicos cambiaron radicalmente. El 1 de abril, por Baracoa, desembarcó Antonio Maceo, asumiendo la jefatura militar de Oriente; el 11 de abril lo hicieron Martí y el General en Jefe, Máximo Gómez. Con ellos en Cuba, la insurrección cobraba nuevos bríos y cohesión. Martí y Gómez andaban de acuerdo ya en cuanto al modo de hacer la guerra y estructurar la revolución. Así lo dejarán escrito en Montecristi, en un manifiesto contentivo de los propósitos y de la doctrina de la revolución en curso: "Desde sus raíces se ha de constituir la patria con formas viables, y de sí propia nacidos, de modo que un gobierno sin realidad ni sanción no la conduzca a las parcialidades o a la tiranía". Expresa que la guerra debe darse forma republicana que lleve, "sin minuciosidades inútiles" los principios que le garanticen el crédito, y la seguridad de que nacerá la república, independiente y democrática: "Reunir representantes de todas las masas cubanas alzadas, para que ellos, sin considerarse totales y definitivos, ni cerrar el paso a los que han de venir, den a la revolución formas breves y solemnes de república, y viables, por no salirse de la realidad y contener a un tiempo la actual y la venidera.". Maceo, con quien, el 5 de mayo, en La Mejorana, Martí entró en contradicción, es de otras consideraciones; teme que las formas republicanas estorben a la guerra de independencia. Martí sostuvo su conocida y mayoritaria tesis de que debía convocarse una asamblea de los representantes del pueblo en armas, para dotar a la revolución de forma republicana; Maceo, temeroso de que tal vertebración condujera a las perniciosas prácticas de los órganos civiles de la revolución del 68-78 de inmiscuirse y estorbar la conducción de la guerra, se mostró partidario de constituir un gobierno con base en una junta de generales con mando, sus representantes y una secretaría general. Martí quiere que haya plena libertad en el Ejército Libertador, y quiere también que haya república, que la guerra tenga inserta la república: "Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mi, o a otros." A Maceo le dice que quiere un gobierno simple, eficaz, útil, amado, uno, respetable, viable. Tras la entrevista, Maceo siguió de operaciones en Oriente, y Gómez y Martí, con una pequeña tropa, marcharon hacia Camagüey. Gómez tenía el propósito de levantar en armas aquellas comarcas. Martí el de depositar la autoridad que le había confiado el Partido Revolucionario Cubano en los órganos republicanos que una Asamblea Constituyente creara. El prestigio alcanzado por él en el exilio y las posibilidades que se le brindaron en los campamentos insurgentes en los que acampó de cautivar con su oratoria florida, arrancaron espontáneos vítores en los que la tropa le reconocía y aclamaba, sin serlo, como Presidente de la República en Armas. Su muerte prematura en Dos Ríos, el 19 de mayo, impidió que la obra de determinar la forma de gobierno y las vitales relaciones entre el poder civil y el mando militar fuera presidido por él; su muerte alteró el equilibrio político interno de la revolución y la seguridad que él significaba para que los militares y los civiles no pugnaran en detrimento de la causa. Con la muerte de Martí, se perdía al único hombre con madera de estadista para la gravedad del momento histórico de la nación cubana. Martí debió organizar y dirigir la Asamblea de Representantes, y determinar en mucho la forma republicana a adoptar. Evidentemente, le nombrarían Presidente de la República en Armas. Su muerte trastorna la marcha de la revolución. La conspiración era obra suya, y suyo era el proyecto republicano, para la guerra y para la victoria, el programa de hondas definiciones de la revolución. Era el mentor, el alma, de la guerra. Era el equilibrio que integra en apretado haz de intereses contrapuestos a un sector pequeño de terratenientes, numerosos profesionales de buena posición económica y mejor cultura, una pequeña burguesia media rural y urbana, a campesinos y obreros, desempleados, jornaleros, obreros agrícolas, empleados y estudiantes. Y el equilibrio y el estadista de la revolución muere en Dos Ríos. La caída en combate de Martí tuvo repercusiones casi inmediatas en el campo político. Todos los patriotas en armas, incluyendo a Maceo, avivaron la idea de crear la República. En septiembre, en Jimaguayú se constituyó la Asamblea de Representantes. Fue aprobada una Constitución que estableció un gobierno centralizado que tenía por centro de poder un llamado Consejo de Gobierno. Esta estructura republicana significaba la superación del error de depositar el poder real de la revolución en un cuerpo legislativo como habían hecho en Guáimaro. El gobierno lo ejercerían seis personas, con funciones legislativas y ejecutivas: un Presidente, un Vicepresidente y cuatro Secretarios de Estado (Interior, Guerra, Relaciones Exteriores y Hacienda). La superior autoridad en lo militar recayó en un General en Jefe, asistido por un Lugarteniente General. Lo que nace entonces en Jimaguayú, fruto de la lucha discreta que se desata dentro de las filas rebeldes, no es el gobierno "sencillo y útil" al que Martí aspiraba, y con el que ya estaban de acuerdo Gómez y Maceo, sino un Consejo de Gobierno dado a la minuciosidad legal, ambicioso de hegemonizar la revolución pasando por encima de méritos y prestigios ajenos. Curiosamente, en Jimaguayú ni una sola vez se menciona a Martí o se recurre a sus ideas. La plena libertad en el Ejército Libertador no se concede; nace un Consejo de Gobierno ávido de protagonismo, que conferirá los más altos grados militares, de Coronel en adelante; y sus propios miembros, civiles todos, ostentarán, además de sus cargos en el gobierno, los grados militares que fijen como equiparables: el Presidente, será Generalísimo del Ejército Libertador; el vicePresidente y los Secretarios del Consejo de Gobierno, estarán nombrados con el grado de Mayor General; el secretario del Consejo y el Canciller, Brigadieres; los jefes de despacho de los secretarios, los gobernadores civiles y los administradores de Hacienda, Coroneles. Un Consejo de Gobierno nacido de aquella manera no podrá menos que entrar en colisión, pronto y muy profundamente, con el mando militar de la revolución. LA INVASION La incorporación de Maceo a la guerra implicó la unidad de mando en Oriente. Se enfrascó el Lugarteniente General en una intensa campaña militar, extendiendo la guerra por toda la geografía oriental, adiestrando a las tropas y facilitando la insurrección de Camagüey por Máximo Gómez. Fue una campaña exitosa, con victorias militares de resonancia: Jobito, Peralejo y Sao del Indio. En Peralejo perdió España al general Santocildes y el mismísimo Capitán General, Arsenio Martínez Campos, enviado de urgencia para sofocar la insurrección y pacificar la isla, logró evadir la debacle a marchas forzadas hacia Bayamo. Camagüey y Las Villas no protagonizaron levantamientos en febrero. En Las Villas, el general Francisco Carrillo fue detenido y deportado con oportunidad, y no fue hasta abril, con la llegada a Cuba de los principales jefes mambises, que se produjo la incorporación de la provincia a la guerra; ganando en intensidad a partir de julio con el desembarco de la expedición del mayor general Carlos Roloff y el brígadier Serafín Sánchez. En los meses previos a la orden de alzamiento, Camagüey se mostró hostil o distante con los emisarios de Martí. No secundó la orden de alzamiento. En la actitud de los camagüeyanos pesaba grandemente el resentimiento por las críticas que se le hicieron en la emigración a los jefes mambises de aquella comarca por haber capitulado en El Zanjón. Sólo el viejo Salvador Cisneros Betancourt acogió con entusiasmo, entre los veteranos, el proyecto insurreccional. Con Gómez en Cuba, al único a quien se le reconocían méritos y autoridad para levantar en armas el Camagüey, la incorporación a la guerra sólo era cuestión de que el General en Jefe se adentrara en su territoio, lo que ocurrió a principios de junio. De inmediato Cisneros Betancourt se alzó en armas, y tras él, cientos de veteranos y "pinos nuevos". Los progresos de las armas cubanas fueron vertiginosos. Para el verano de 1895 Gómez ordenó a Maceo preparar un fuerte contingente de hombres para acometer la invasión del occidente del país. Partiendo de Los Mangos de Baraguá, en fecha 22 de octubre de 1895, se inició la invasión. Sin contratiempos de consideración, Maceo avanzó rápidamente hasta Las Villas, donde se unió a fuerzas de aquella provincia que cumplían órdenes de Máximo Gómez, el que un mes antes había pasado la trocha de Júcaro a Morón. Distintas operaciones militares, entre ellas la arrolladora victoria de Mal Tiempo, y una reorganización de las tropas invasoras posibilitó penetrar en profundidad en la rica provincia de Matanzas, en un operativo que muchos analistas juzgaban como imposible dada la correlación de fuerzas. Las fuerzas cubanas, que constantemente iban superando en la marcha la capacidad de reacción del general Martínez Campos, la emprendieron sin miramientos contra la riqueza azucarera de aquellas regiones. La rapidez con que se desarrolló la invasión obligó a Martínez Campos a trasladar el cuartel general de operaciones, después de llegar tarde a Coliseo y ser incapaz de detenarla con 30 000 hombres en una estrecha franja insular, a la capital. El primer día del año 1896 la tropas cubanas acamparon en Bagáez, en territorio habanero. Durante días, mientras el mando español adoptaba urgentes medidas para la defensa de la capital en caso de ataque, Maceo y Gómez campearon por su respeto en el interior de la provincia. En Cayo Colorado, los dos jefes mambises se separaron; Maceo continuó en dirección a Pinar del Río al frente de 1 500 jinetes y Gómez quedó en La Habana como distracción del grueso de las tropas españolas. Maceo completó la invasión el 22 de enero al acampar en Mantua, el más occidental de los pueblos de Cuba. Los objetivos militares, políticos y económicos de la invasión de la isla, que en 1875 tan sólo había podido ser conducida hasta Las Villas, con esporádicas incursiones en la parte oriental de la provincia de Matanzas, fueron alcanzados. Como acontecimiento militar ha sido comparado con la marcha de Aníbal sobre Roma. Un ejército irregular, reducido, (2 000 a 4 000 hombres), sin gran formación militar, con escasez de armamento y municiones, recorrió en 92 días, de fieros combates y hábiles maniobras, una larga y estrecha isla, enfrentando a un ejército de más de 100 000 soldados, con el mejor armamento de la época, dirigido por decenas de generales de amplia formación, experiencia y arrojo, con una base logística y defensiva apropiada, con el dominio de rápidas formas de comunicación (ferrocarril, mar y telégrafo). La invasión supuso la extensión de la guerra a toda la isla, de Oriente a Pinar del Río, afectando la zona de mayor riqueza y mejor defendida de Cuba y donde residían los mayores focos de elementos contrarios a la independencia, integristas, reformistas, autonomistas. Supuso la destrucción parcial de importantes bienes de los enemigos de la revolución y fuente de financiamiento de la guerra por parte de España; la tea incendiaria, aplicada sin miramientos, hizo sentir la revolución en las bolsas de los acaudalados exesclavistas plantadores occidentales. Sirvió para probar al mundo la falsedad de la propaganda española de presentar a los independentistas como fascinerosos sin éxito. Martínez Campos había fracasado esta vez. La invasión selló la suerte de España en Cuba. Tras la invasión, la evacuación de la isla, era cuestión de tiempo`; porque la riqueza de Cuba quedaría deshecha y los frentes de guerra extendidos. La economía española no podría resistir tal sangría. La población hispana no podría seguir enviando, sin revueltas, a decenas de miles de hombres a una lejana isla tropical a morir de bala o de fiebres. LA RECONCENTRACION España aceptó el desafío militar cubano. Hizo la guerra, y la hizo apostando toda su fuerza y todos sus recursos, humanos o financieros, ideológicos y materiales, militares y civiles. La proeza de mover el mayor ejército que llegó a América, (sólo comparable con el que los Estados Unidos llevaron a Europa cuando la II guerra mundial), es prueba del descomunal esfuerzo de guerra realizado por España. En 1895 fueron llevados a combatir a Cuba más de 110 000 hombres. En los últimos diez años de dominio colonial español en Cuba un tercio de millón de hombres fueron llevados a la isla. Cálculos dignos de crédito sostienen que para sofocar las insurrecciones cubanas, a partir de 1868, España movilizó un ejército diez veces mayor que el que activó para proteger su imperio colonial en los años 18101825. Esto significa, que para defender Cuba, España recurrió a diez veces la fuerza que utilizó para impedir que Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala y México fueran libres. El Presidente del Consejo de Ministros de España, Antonio Cánovas del Castillo, conservador recalcitrante, proclamó la determinación de la monarquía y del gobierno español de apostar en la conservación de Cuba hasta el último hombre y hasta la última peseta. En febrero de 1896, sustituyeron a Martínez Campos por el general Valeriano Weyler, el único que, en consideración de Martínez Campos, era capaz de llevar a cabo con éxito una guerra total contra los cubanos Weyler había estado en operaciones en Cuba a las órdenes del Conde de Valmaseda, en la guerra grande. Entonces se había distinguido por ordenar cientos de fusilamientos sin previa formación de causa y arrasar los sembradíos, el ganado y los caseríos campesinos. En posesión de la capitanía general de Cuba, en medio de un gran alborozo integrista en La Habana, Weyler no escatimó tiempo en organizar una política de guerra de suma actividad y crueldad, en lo militar, en lo político. Se propuso pacificar la isla en un plazo máximo de dos años. Decenas de millares de soldados fueron traídos como refuerzo. Dispuso una serie de medidas encaminadas a reducir la ofensiva rebelde, primero, y a exterminar las partidas guerrilleras, después. Las formas más expeditas fueron no sólo autorizadas, sino ordenadas contra los que intentaran hacer propaganda favorable a la revolución y contra los que proveyeran de armas, caballos o cualquier recurso a las tropas insurrectas. Igual contra los que de palabra o de cualquier otra forma redujeren el prestigio de España, su ejército, los voluntarios de Cuba o los bomberos mismos. Ordenó requisar todos los caballos y todo el maiz de la región occidental. Tales medidas hicieron mella en la población civil, en la oposición, pero no lograron detener a Maceo y Gómez. Ordenó entonces, en fecha 21 de octubre de 1896, la más inhumana y bárbara política de guerra: todos los habitantes de los campos o que residieren fuera de la línea de fortificación de los poblados tendrían ocho días para "reconcentrarse" so pena de ser considerado rebelde y pasado por las armas. La política de reconcentración diezmó brutalmente a la población rural cubana, obligada a buscar refugio en los pueblos y ciudades fortificadas, donde, carentes de vivienda y alimentación adecuada, fue presa de la desnutrición crónica y las enfermedades tropicales. Tal política se mantendría a lo largo de dos años, causando cientos de miles de víctimas mortales. El efecto de la política de reconcentración en la marcha de las operaciones militares no fue tan significativo como se esperaba. Ciertamente, fue un duro golpe para las tropas insurrectas, privadas de pronto de sus naturales proveedores y correos, asociado a lo cual se hizo sentir la falta de alimentos y la proliferación de graves enfermedades entre los combatientes; pero las huestes mambisas vieron incrementadas las fuerzas con elementos que se negaban a acatar el bando weyleriano. Para enfrentar la desproporción de armas y hombres, los rebeldes cubanos apelaron a las conveniencias de la manigua, de la táctica de golpear por sorpresa, en movimiento. El ejército cubano contó con los servicios de un soldado que causó más bajas en el enemigo que todos sus machetes y fusiles: el mosquito. El trópico fue el mejor aliado de los cubanos. A la larga lista de prestigiosos generales mambises, de todas las procedencias, cubanos, dominicanos, norteamericanos, polacos, españoles, venezolanos, etc, preciso es sumar los generales vómito negro (fiebre amarilla), paludismo y disentería, y si claves para la causa de la revolución fueron batallas como las de Mal Tiempo, Saratoga, Victoria de Las Tunas, Peralejo, no lo fueron menos los efectos de mayo, junio, julio y agosto sobre las tropas españolas. Por decenas de miles se contaban los hospitalizados, cada semana. "Hasta el último hombre" proclamó Cánovas del Castillo, y sólo el clima tropical acercó a verdad aquel absurdo político. A favor de España contaban diversos factores: su superioridad númerica; poseer mejor y mayor armamento; tener un aprovisionamiento garantizado establemente desde el exterior: el dominio de los medios de comunicación social; el control de los puertos, los ferrocarriles, los telégrafos; el respaldo oficial de Estados Unidos y otras potencias europeas. A favor de los cubanos: el dominio del terreno; la posibilidad de operar en pequeños destacamentos guerrilleros (partidas), dando combate en lugares y oportunidades escogidas a propósito; el compromiso con la causa de la masa de combatientes; la adaptación al medio; los efectos devastadores del clima sobre el enemigo. Concurriendo todos estos elementos, el plan de campaña de Weyler consistía en concentrar en occidente el grueso de sus tropas más selectas, lo cual suponía la pacificación de estas comarcas, tras lo cual avanzaría sobre el oriente cubano, consolidando las zonas pacificadas, protegiéndolas por diversas líneas fortificadas a semejanza de la trocha de Júcaro a Morón. Frente al peligro de presentar batalla a tan desmesurado ejército en territorios de escasa extensión, Gómez y Maceo subdividieron las tropas habaneras y matanceras en pequeñas guerrillas de gran movilidad al mando de los generales de división José María Aguirre y José Lacret Morlot, con la misión de hostilizar y fatigar contantemente al ejército español; Maceo marchó nuevamente sobre Pinar del Río con una táctica bastante similar y teniendo como escudo protector el macizo montañoso de aquella provincia; Gómez marchó hacia el oriente tratando de atraer sobre sí a parte de aquel inmenso ejército que Weyler personalmente dirigía en Pinar del Río y La Habana. LA UNIDAD DE LA REVOLUCION El éxito impresionante de la invasión, que otorga más prestigios y autoridad a Maceo y Gómez, los jefes naturales de la revolución, preocupa a los miembros del gobierno revolucionario, los impulsa a intentar controlar todos los hilos de la guerra. La guerra se había extendido, por primera vez, de Oriente a Pinar del Río. La campaña militar en Cuba desangraba la economía española y mermaba su poderío militar. De mantenerse el ritmo de la campaña, España no tendría más alternativa que el abandono de la colonia. En estas circunstancias el Consejo de Gobierno adoptará la más equivocada de las políticas: estorbar la guerra. En la guerra grande, en 1875, en su apogeo la invasión de Las Villas, el regionalismo de Vicente García, contrario a auxiliar con hombres y armas la campaña invasora de Máximo Gómez, y la desunión en las filas revolucionarias, agregado a la inoportuna e ineficaz intromisión del gobierno civil en la conducción de la guerra, condujo a la parálisis, declive y derrota de la invasión; a la capitulación en El Zanjón. En la tercera guerra, acometida la primera etapa de llevar la guerra hasta el extremo occidental de Cuba, Mantua, y en ejecución la segunda, consistente en desarrollar in crescendo las operaciones bélicas en todas las provincias, en una guerra de desgaste que exigía reforzar el teatro principal de operaciones, el occidente, volvió a expresarse la desunión en las filas mambisas. La presencia de Gómez en el oriente cubano tenía otros propósitos además de distraer a Weyler. Debía acelerar la preparación de nuevos contingentes de hombres, bien apertrechados, para reforzar a las tropas que se batían en occidente, en constante peligro de aniquilamiento. Y resolver las diferencias surgidas con los hombres del Consejo de Gobierno. El gobierno nacido de Jimaguayú, presidido por el marqués de Santa Lucia, Salvador Cisneros Betancourt, pese a los esfuerzos en contrario, siguió una política equivocada, entorpecedora de la necesaria vitalidad del Ejército Libertador. Con celo extremo pretendieron evitar que los jefes militares se convirtieran, al influjo de la autoridad que su prestigio y el mando le otorgaban, en un peligro para la república que ellos encabezaban. Los hermanos Maceo, generales mulatos, de extracción humilde, cuya autoridad era muy sólida, preocupaban enormemente a los hombres del gobierno civil. Los prejuicios de la raza, no eliminados con la abolición de la esclavitud, pesaban en las actitudes de varios de los más prominentes hombres de la revolución. La orden del General en Jefe de organizar y despachar un contingente de refuerzo en auxilio del Lugarteniente General fue retardada intencionalmente, distrayendo la fuerza camagüeyano-oriental en dos operaciones guerreras no esenciales, fracasadas por demás. Las expediciones organizadas en el exterior, con abundancia de pertrechos, -asunto controlado por el gobierno- no fueron destinadas con diligencia a reforzar a las fuerzas de Antonio Maceo en occidente, pese a las reiteradas peticiones en tal sentido. La primera expedición con pertrechos que le llegó a Maceo fue al cabo de tres meses de terminada la invasión en Mantua, justo el día en que en su tropa habían quedado sólo cuatro hombres (incluyéndolo) con municiones para sus armas de fuego; la próxima expedición demorará cinco meses. Por otro lado, al jefe militar de Oriente, su hermano José Maceo, el Consejo de Gobierno le impide llevar refuerzos a occidente, es más, lo relevan del cargo sin consultar con el General en Jefe. Su cargo fue entregado sucesivamente a tres generales mambises, del que sólo uno, Calixto García, tenía más méritos y cualidades para poder sustituirle; todos los cuales se habían incorporado a la guerra después que él. Esta disposición fue tan sólo un ejemplo de las actuaciones del gobierno que vulneraban o desconocían la autoridad del General en Jefe. El Consejo de Gobierno actuó con torpeza con los hemanos Maceo. El gobierno, en ausencia de Gómez, en campaña por occidente, había expedido injustificada y caprichosamente diplomas otorgando altos grados militares, muchos de ellos a hombres civiles sin mando de tropa y sin batallas. Enterado de tal práctica, Gómez decretó la invalidez de los otorgamientos. El enfrentamiento entre el gobierno y la jefatura del Ejército Libertador estaba planteada. Cuidaban la forma, pero se atacaban en las sombras. Los hombres del gobierno estaban prejuiciados con Gómez, y éste estaba muy disgustado con aquellos: "Se han creido que forman un gobierno real y efectivo, y hablan de Constitución y leyes, cuando a mi juicio lo que hemos querido presentar es una simple fórmula de gobierno para altos fines políticos exteriores y nada más, que para nuestra vida política interior, ni eso puede ser útil ni lo necesitamos para nada hasta tanto no se libre la tierra. Sería necio y pueril sin tener conquistada la república crearse en realidad un gobierno de la república. ¿En nombre de quién pretenden gobernar esos hombres?". A partir de octubre de 1896, el Consejo de Gobierno había dispuesto que todos los funcionarios civiles tuviesen jerarquía militar. Y fueron más allá aún: decretaron que todos aquellos que con estudios superiores vencidos o graduados como profesionales se incorporaran a la revolución poseerían grados militares. En ello se expresa un marcado propósito clasista de subordinar al sector humilde de la revolución. Los profesionales harán la República en Armas a su forma. Los cargos mas significativos del gobierno y de la administración civil son confiados a los profesionales, con exclusión de representantes de los sectores pobres. El Consejo de Gobierno era el reservorio natural, en la insurrección, de los hombres de educación refinada, profesionales de amplia cultura, enemigos por definición del autoritarismo militar, especialmente sensibles a los excesos en el mando. Desde siempre, Gómez y Maceo creyeron y defendieron, ante el propio Martí, la idea justa de que cualquier forma de gobierno republicano que se adoptara debía favorecer y no estorbar o perjudicar la marcha de la guerra. El exceso de reglamentación emanado del Consejo de Gobierno no despertaba, precisamente, elogios en los principales jefes mambises. Por otro lado, la rudeza y severidad de Gómez al imponer la disciplina y dirigir al Ejército Libertador levantaron justificados temores en los hombres civiles. La posición interesada (clasista) de los hombres del gobierno no será aceptada tranquilamente y en silencio por los jefes naturales de la revolución. Será Maceo, que en su propia persona sienta el celo y los prejuicios de los hombres del gobierno revolucionario, quien lo denuncie. En carta al Presidente de la República en Armas, Salvador Cisneros Betancourt, lo expresará: "La humildad de mi cuna me impidió colocarme desde un principio a la altura de otros, que nacieron siendo jefes de la revolución". Las diferencias, desarrolladas a través de incidentes como los relatados, condujeron a que a finales de 1896, mientras Weyler se esforzaba en pacificar el occidente de Cuba, se hubiese presentado ante el Consejo de Gobierno una moción de destitución del General en Jefe como había hecho la Cámara en 1869 con el general Quesada-, y que Máximo Gómez hubiese presentado su renuncia. Al igual que en 1875, en el mejor momento de la guerra a favor de los cubanos, la unidad se agrietaba. CRISIS DE UNIDAD SALVADA Varios acontecimientos, todos lamentables y dolorosos, salvaron la unidad de la revolución. La muerte en combate, en julio de 1896, del mayor general José Maceo, sustituido ya en el mando militar de Oriente, evitaba que éste desconociera la decisión del Consejo de Gobierno de destituirlo y negara su concurso y el de sus hombres a su sustituto, Calixto García, lo que hubiese sido nefasto para el desarrollo de la guerra en Oriente. A fines del propio mes murió en combate el también mayor general Serafín Sánchez, entonces Inspector General del Ejército Libertador, veterano de las tres guerras, cuyo desembarco por Las Villas consolidó la insurrección en aquellas comarcas; llegando a ser el jefe de la vanguardia de la columna invasora. Por aquellos días murieron, además, otros dos jefes destacados de la revolución: los generales Juan Bruno Zayas, en importante misión de refuerzo a Maceo en Pinar del Río, y José María Aguirre, Jefe de la División de La Habana. La conducción de la guerra se veía afectada sensiblemente. Pero aún habría de ocurrir un golpe más profundo, de consecuencias imprevisibles. El 7 de diciembre de 1896, en San Pedro, provincia de La Habana, fue abatido en combate el Lugarteniente General, Antonio Maceo. A su lado caía Panchito Gómez Toro, hijo del General en Jefe. Al caer en San Pedro, Maceo tenía proyectado reorganizar sus fuerzas en las montañas de Pinar del Río y marchar sobre La Habana, retomando la iniciativa estratégica frente a las tropas mandadas personalmente por Weyler; posterior a lo cual marcharía al centro de la isla para intentar restablecer la armonía en el campo rebelde. En ello estaba cuando halló la muerte. En 1875, en una situación análoga de crisis en la unidad revolucionaria, Gómez distraía la atención y parte de las fuerzas comprometidas en la invasión para intentar restablecer la concordia en el campo insurrecto, y cuando volvió sobre sus pasos, la invasión ya estaba vencida; y en 1896, Maceo pierde la vida cuando proyecta servir de intermediario. Ante tales perdidas, convencidos de que la revolución estaba en peligro, Gómez retiró la renuncia a su cargo de General en Jefe y el Consejo de Gobierno dio muestras de confianza en él. La unidad de la revolución fue salvada, de momento. Los jefes insurrectos, civiles y militares, apretaron filas, dejando de lado resentimientos y opiniones personales. En la misma medida en que estas discrepancias entre los jefes civiles y militares de la revolución se desarrollan, ingresan a la revolución antiguos políticos autonomistas y hombres vacilantes de la gran burguesía cubana, a los que aceptó el gobierno, otorgándoles grados y responsabilidades no ganadas en la lucha. Ellos reforzaron, a la larga, las debilidades políticas e ideológicas del Consejo de Gobierno. LA GUERRA EN 1897. Dos realidades militares coexistieron a lo largo de 1897. De la trocha de Júcaro a Morón hacia el occidente el ejército español ejerció un dominio casi absoluto; de esta hacia el oriente sólo controlaba los poblados y ciudades fortificados. En occidente las fuerzas insurrectas se vieron obligadas a fraccionarse y permanecer así, a la defensiva, refugiados en lugares casi inaccesibles, evitando enfrentar las grandes columnas españolas. Perduró la guerra, pero declinó el accionar insurrecto; de la muerte de Maceo, la revolución no se recuperó en occidente. Distinto al oriente de la isla: Camagüey y Oriente. Tras la derrota española en Saratoga y la captura de Guáimaro, en la provincia de Camagüey, las tropas españolas se refugiaron en tres ciudades y en la trocha de Júcaro a Morón; el resto era territorio liberado. Igual ocurrió en Oriente: Weyler ordenó concentrar las fuerzas en los poblados fortificados. La astuta y exitosa campaña de La Reforma, por Gómez, y la toma de Victoria de Las Tunas por Calixto García, acción que supuso ocupar una plaza defendida por catorce fuertes y un millar de soldados, haciendo cientos de prisioneros, ocupando 1 200 fusiles y 1 millón y medio de proyectiles, al costo de 81 bajas cubanas, resonaron dentro y fuera de Cuba. Ello, conjugado con el asesinato del conservador Antonio Cánovas del Castillo a principios de agosto y la llegada al gobierno español de Práxedes Mateo Sagasta, liberal, y las presiones norteamericanas, casi a término, para que se pusiera fin a la criminal política de guerra seguida por Weyler y se aplicaran reformas autonómicas, determinaron la sustitución del general Valeriano Weyler por el general Ramón Blanco, quien a la salida de Martínez Campos de Cuba tras El Zanjón fue el encargado de aplicar reformas en Cuba. La guerra tenía un coste no pagable para la economía española. Los barracones que servían de hospitales de campaña fueron mudos testigos de la enfermedad de los soldados, del ejército español. Casi un quinto de millón enfermaba cada año. Cada soldado, como promedio, ingresaba cuatro o cinco veces en el hospital, con el desgaste físico y moral que ello representa. Millares murieron. Los gastos de guerra no eran soportables. El fisco español era incapaz de pagar en fecha a las tropas. Cuando Santiago de Cuba fue sitiada por tropas cubano-norteamericanas, a mediados de 1898, la tropa llevaba once meses sin cobrar. Los cubanos lo sabían. Así se expresó el General en Jefe cubano al terminar 1897: "España no está en condiciones de enviar al sustituto de Weyler doscientos mil hombres más y cien millones de pesos para prorrogar la guerra otros dos años, y los cubanos pueden resistir todo el tiempo que quieran.... Nosotros, tenemos el tiempo por nuestro. A España le toca apagar la hoguera." Esta apreciación no sólo era de Gómez. El almirante Cervera, cuando le ordenaron sacrificar la flota, sabiéndolo inútil, no pudo reprimir expresarse con crudeza: "y todo por defender una isla que fue nuestra; porque aún cuando no la perdiésemos de derecho en la guerra, la tenemos perdida de hecho..." Queriendo evitar a toda costa el desenlace desastroso, apresuradamente, Madrid dio a conocer su determinación de establecer un régimen autonómico en Cuba. La idea de crear un Parlamento Insular, sin embargo, llegó demasiado tarde. La fuerza política cubana que estaba llamada a respaldarla, el Partido Liberal Autonomista, de tanto batallar para lograr el régimen autonómico, estaba entonces virtualmente diluido; los más radicales militaban en la revolución; otros se retrajeron de toda actividad política; otro sector se sumó a la defensa de la integridad; y muy pocos sostenían aún las banderas del partido; pero se habían quedado sin apoyo popular; habían fracasado. Los integristas, numerosos en el occidente, poderosos, se opusieron tenazmente al proyecto y recibieron la inauguración del nuevo régimen autonómico dando vivas a Weyler y mueras a la autonomía. Los insurrectos, en Cuba y fuera de ella, la desconocieron, señalando que la guerra continuaría hasta que se hiciera realidad la independencia. En la práctica, la autonomía que inauguró el año 1898 fue una farsa. Las elecciones para el Parlamento Insular, improvisadas, precipitadas, tuvieron que realizarse en condiciones excepcionales: la parte oriental de la isla en manos rebeldes; en occidente, la población estaba reconcentrada, diezmada, no interesada en el juego político. La suerte de la soberanía española sobre Cuba estaba echada. Cuba se perdía para España, de continuar la guerra de los cubanos, con autonomía o sin ella. Y se perdía si los Estados Unidos intervenían en la guerra. Y los Estados Unidos intervinieron. BIBLIOGRAFIA Aguirre, Sergio.- Eco de caminos. La Habana, 1974. Carbonel, Nestor y Santovenia, Emeterio.- Guáimaro. La Habana, 1919. Colectivo de autores.- Estudios sobre Martí. La Habana, 1975. Guerra, Ramiro.- Historia de Cuba. La Habana, 1922. 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