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43.- Carta
Montevideo, 20 de noviembre de 1926 [sábado]
“Hace más de un año que la conozco, aunque creo que la he querido toda mi vida”...
“bendigo aquella feliz casualidad que me hizo ir al cine aquella noche y conocer en él
a la mujer que llena hoy todo mi corazón”... “me preocupa que puedan pensar que
Ud. adelgaza por algunas preocupaciones que yo le ocasione”.
Noviecita queridísima:
Quiere Ud. que le escriba una carta muy larga y no ha pensado que en una
carta larga pueden decirse tantas tonterías que hagan sonreír al más benévolo.
Pero yo la escribo porque pienso que en una carta tal como Ud. la desea se puede
poner mucho cariño y porque pienso que el cariño es ciego y en Ud. hará que vea
sólo lo agradable y pasará por alto los errores. Y digo esto, no por falsa modestia,
sino porque no me extrañaría encontrar en estas cartas que le escribo, examinadas
con un poco de detenimiento, faltas que no debiera haber cometido. Pero yo
abandono, al escribir a mi noviecita adorada, a la más linda mujercita que yo
conozco, todo cuidado, toda preocupación gramatical y pensando en ella,
recordando con fruición los momentos pasados junto a ella, voy dejando correr la
pluma, sencilla y espontáneamente, tal como fluye el cariño de mi corazón. Fuente
inagotable de ternura, mi corazón no dejará nunca de amarla, mi muy querida,
aunque a veces no me sea permitido dar libre curso a mi cariño. ¿Digo a veces?
Pues me equivoco. Debo decir nunca o casi nunca. Yo puedo decir, como
D’Annunzio 1:
Así os miré yo la vez primera
Con mis mortales ojos. Vos, Señora,
Sois para mí como un jardín cerrado.
Hortus conclusus. Jardín cerrado, donde sólo se me permite entrever la belleza del
color, de la forma, del perfume, sin que pueda yo entrar en él y saborear
plenamente su perfección. Pero estoy contento a pesar de eso. Y mi contento tiene
por base la convicción de que algún día yo podré penetrar en su corazón y ser su
dueño absoluto y apreciar toda la grandeza del cariño que yo sospecho que puede
atesorar. Por más que dicen que el que espera desespera, yo no desespero y creo
que algún día... Felicita será mía y con ella esas manos que no quiere que mire yo
porque según ella son feas. Feas esas manos... Modestia, modestia que realza el
valor de la dueña y hace ver que junto a la belleza física hay belleza moral en ella,
cualidad rara y que hace de la mujer que la posee un tesoro inapreciable. Seguro
estoy de que cuando yo vaya el jueves me rezongará por decirle esto. Venga en
buena hora el rezonguito. No retiraré nada de lo dicho y me vengaré mirándola
mucho.
Esta noche fui a recibir la contestación al cine Reducto, de cuándo se hizo el
beneficio del [club social y deportivo] Stockolmo donde yo la conocí. Recién
podrán dármela mañana, pero por lo que hablamos creo que fue en setiembre más
o menos. Si esto fuera cierto hace más de un año que la conozco, aunque creo que
la he querido toda mi vida. ¡Y cómo la quiero! Con un amor tan grande que, si fuera
a compararlo con algo se me tacharía de exagerado o de romántico en exceso. Por
eso bendigo aquella feliz casualidad que me hizo ir al cine aquella noche y conocer
en él a la mujer que llena hoy todo mi corazón.
Gabriele D’Annunzio (1863-1938) José cita los versos finales del poema Hortus conclusus que es parte
del Poema Paradisiaco (Navidad de 1892): “Così la prima volta io vi guardai / con questi occhi mortali.
Voi, signora, / siete per me come un giardino chiuso”.
1
Del cine Reducto fui a Peñarol, a la casa de una tía mía, a buscar a mi
hermano Alberto que había ido de tarde. Al pasar por la casa de su abuelita vi a su
tía Mercedes (creo que se llama así) y me dijo que Uds. habían ido de tarde y que
“a Felicita la habían encontrado muy delgada”. Ya ve, queridita mía, que las
opiniones son uniformes acerca de su delgadez y aunque yo no me preocupo
mayormente por su delgadez que yo considero discreta y que es, al contrario,
signo de salud, me preocupa que puedan pensar que Ud. adelgaza por algunas
preocupaciones que yo le ocasione. Pienso que no basta ser, sino también hay que
aparecer. Tratar que los demás vean que uno es feliz, es una manera de serlo.
Tratar de que los demás nos vean sanos y lucientes y... gordos, es de mucha
importancia en el concepto de los que nos rodean. Sin llegar al extremo de la
obesidad, una gordura aceptable nos granjea la confianza y el aprecio un poco
benévolo de los demás. Se dice bondadosamente: “el gordito” o “la gordita” y hay
una placidez bondadosa para juzgar a un gordo que no hay para un flaco. No en
balde el viejo Vizcacha dijo: “Nunca llegues a parar donde veas perros flacos”. Un
flaco inspira desconfianza y se asigna a su actividad vital, mucho mayor que la de
un gordo, algo de patológico y se dice: “es un saco de nervios” aunque sea más
pacífico y sereno que el aceite. Hay también el prejuicio de que, para estar bien, un
flaco debe engordar. Engordar a toda costa, cebado como un lechón o un pavo de
Navidad, se hace una necesidad absoluta. Yo no sé si estaré equivocado, pero
pienso a veces que este deseo de ver gordos a los demás es un resabio del instinto
ancestral del antropófago que juzgaba al prójimo más o menos apetitoso según el
desarrollo del tejido adiposo. Después de estas bobadas haga como quiera,
Felicita, pero no tome en serio estas digresiones. Yo no me atrevo a pedirle que
engorde porque no está en manos de uno; no me atrevo a decirle que no engorde
por miedo a que Ud. tome el pedido al pie de la letra y se dedique a enflaquecer.
¡Vaya un final adecuado para la carta de un novio!, pensará Ud. ¡Hablar de
cosas tan prosaicas como éstas! Pero son cosas de actualidad y hay que tratarlas. No
se moleste por las disquisiciones mías que no tienen importancia alguna y que son
buenas solamente “to enjoy one self” es decir para divertirse en los ratos en que
uno está acompañado de sí mismo.
Estoy seguro de que, por miedo a que las otras cartas sean como ésta, no me
pedirá otra vez “una carta larga”. Pero si así fuera, yo trataría de hacer una carta
más digna de los dulces ojos de mi Felicita. ¿Dulces ojos? Más, mucho más que eso
quise decir aunque me fracasó el adjetivo. Más exacto sería decir luminosos,
hermosos y dulces. Pero ya he vuelto a recaer en su desagrado al decirle estas
verdades tan desagradables para Ud. Discúlpeme teniendo en cuenta que estoy
enamorado de Ud. que no puedo contener un elogio que exprese mi admiración y
mi cariño.
¡Qué aburrido voy a pasar esta noche! Pero paciencia. Pensaré en ti de lejos
y mi alma estará contigo. Adiós. Te quiere con toda el alma, tu José.
Te idolatro y pienso en ti. Mi mamá te agradece los claveles.