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I CONSURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
LA NOBLE GALA PLACIDIA
Roma, Anno Domine 445
Carta a mis hijos Flavio Placidius Valentiniano y Justa Grata Honoria.
Transcurridos los crudos meses de intensos fríos, los días de este mes de abril lucen espléndidos
y soleados. Me fascinan los paseos por el jardín posterior de mi casa, tan armonioso y apacible, suelo
contemplar el cielo azul y observar como los rayos de sol atraviesan entre las jóvenes ramas de mis álamos
plateados y prunos rojos, cuyos brotes de nuevas hojas se mecen suavemente con la brisa, dejando que el
sol me acaricie con su calor el rostro. El alboroto de los recién nacidos polluelos rompe el silencio que me
envuelve. Me cautiva ver los exuberantes colores de las caléndulas y margaritas lilas, blancas y amarillas y
los tonos rosas liliáceos de mis adelfas, o los guisantes de jardín de suaves aromas, que mi padre hizo traer
desde Sicilia como obsequio para su esposa, mi madre. Me embriaga el sutil perfume de los pequeños
capullos, que en los rosales comienzan a despertar mostrando sus más hermosos pétalos. Después de
deambular un rato por sus senderos, me acomodo en el peristilium al sol cerca de la vieja fuente de piedra,
su rítmico sonido me embelesa; mi alma se sosiega, mi espíritu se reconforta y percibo la paz que se
respira a mí alrededor. Ahora sí, ahora entre esos sonidos, esos colores y esos aromas, es cuando soy
completamente feliz.
Desde que paso las mañanas, fuera en este jardín, viendo como transcurren estos maravillosos
días no ceso de recordar los tiempos pasados, meditando si mi conducta fue la adecuada. Últimamente he
sentido la necesidad de relatar lo que han sido mis vivencias a lo largo de todos estos años. Deseo que
vosotros hijos míos, Valentiniano y Honoria no me veáis únicamente como una princesa imperial, sino
como la mujer que fui. Que sepáis por mis labios, las tragedias, guerras y traiciones que he sufrido, mis
alegrías y mis penas y de aquellos días en los que gocé de una plena felicidad. Espero ser capaz de trasmitir
con emoción todos mis sentimientos y que me comprendáis. Le pido a Dios que me acompañe en las horas
que dedico a este escrito. La mayor parte de mi vida ya ha transcurrido y seguramente me queda poco
tiempo. Repaso mis días y creo que he actuado con sensatez, siempre traté de hacer las cosas lo mejor que
sabía, si en algún momento he errado espero que Dios quiera perdonarme.
*
*
*
Tuve la suerte de nacer en el seno de una familia noble romana, era el año 390, mi madre Gala se
sentía muy satisfecha por haber parido una hija, pero mi padre el emperador Teodosio, no se alegró tanto
frunció el ceño y se alejó del dormitorio sin ni siquiera mirarme, al menos, eso me contó mi nodriza
Helpidia. Recuerdo una infancia dichosa con mi ama que me cuidaba, jugaba conmigo y con mi prima
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Serena esposa de Estilicón, que me enseñaba escritura, lectura, aritmética, música y cómo comportarme en
reuniones sociales.
Mis padres se conocieron en Tesalónica. De mi padre únicamente mantengo en mi mente, un
boceto desdibujado de una fuerte figura negra e inalcanzable para mí. Él murió en Milán tras volver de
una batalla contra Flavio y Arbogasto en las inmediaciones del paso de los Alpes, no había cumplido
cincuenta años y una hidropesía pudo con él; fue un buen soberano honrado, leal a Roma. Cuando enfermó
yo sólo contaba 5 años, por este motivo me dejaron en Milán al cuidado de Serena, pues mi madre había
fallecido un año antes en el parto de un niño que podría haber sido mi hermano Juan, pero ambos murieron
en ese desenlace de vida que les llevó a la muerte; de ella no tengo recuerdos. Mi prima Serena y mi
nodriza me educaron y fueron ellas quienes me dieron mi formación cristiana, así como mi amor a los
escritores clásicos Homero y Virgilio.
La doctrina cristiana hacía años que convivía con la idolatría a diversos dioses paganos, deidades
antiguas, así como, con los cristianos arrianos, pues existía la libertad de culto. Esto fue hasta el Edicto de
Tesalónica en el que se convierte el cristianismo en religión oficial, desde Oriente hasta el Occidente del
Imperio Romano, gracias al esfuerzo de unificación por mantener la fe católica de Graciano y mi propio
padre Teodosio. Desde bien pequeña he sido instruida en esta fe en Cristo, que llevo muy dentro de mi
alma y que ha regido mi vida. Con estos estudios y aprendizajes pasé mi niñez y mi adolescencia, siendo
vigilada muy de cerca por mi autoritaria prima que no dejaba por un momento de ilustrarme, incluso hasta
decirme cómo debía caminar. Para mí fue una verdadera madre y mi mejor amiga. Siempre que se
celebraba alguna cena o reunión con nobles y amigos en mi casa, mi prima se preocupaba de que no se
me alarmara con temas políticos o de batallas perdidas por nuestros ejércitos. De esta forma mi vida seguía
amparada bajo la tutela de mi entorno, pero lo que tenía que suceder iba a comenzar muy pronto.
Mi padre Teodosio I que era co-augusto para Oriente decidió darle el nombramiento de cogobernador a mi hermanastro mayor Arcadio, que sólo contaba dieciocho años. A la muerte de
Valentiniano II en la Galia en
el año 392, mi padre se coronó emperador tanto de Oriente como de
Occidente, unificando de nuevo todo el Imperio Romano. Otorgó, para Occidente el título de Augusto y
dirigente, conjunto con él, a mi otro hermanastro Honorio, que aún no tenía doce años. Pero cometió un
error: la posible división del reino a su muerte. Él sabía perfectamente que sus vástagos no eran lo
suficientemente competentes para llevar la dirección del imperio. Por esto, hacía ya algunos años que mi
padre había nombrado magister militum a un hombre rudo y fuerte de origen vándalo, buen estratega con
excelentes tácticas militares, éste fue Estilicón, un magnífico diplomático, al contrario que Arcadio y
Honorio que eran demasiado orgullosos como para ceder o transigir, si fuera el caso, ante pueblos
enemigos. Lo hizo por prevención no fiándose mucho de la capacidad de gobierno de sus inexpertos hijos;
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Estilicón debía de alguna manera tutelar y controlar las acciones del gobernante de Occidente, mientras
Rufino prefecto de pretorio de Oriente controlaba a Arcadio.
Y así ocurrió. En el año 395 mi padre murió, y el Imperio Romano volvió a dividirse dejando el
gobierno de Oriente a Arcadio y a Honorio el de Occidente.
Debo ahora hablar sobre los Godos ya que ellos fueron los protagonistas de mi siguiente historia.
Perdonad hijos míos, si me alargo un poco en mis pensamientos detallando este relato, lo hago
intencionadamente pues todo lo sucedido viene de épocas lejanas a vosotros que es probable que ignoréis y
que en gran parte yo sufrí las consecuencias. Además soy una pobre vieja que me gusta recordar tiempos
pasados.
Cuando dejas de ser adolescente y abres los ojos a la vida real, es cuando te das cuenta de los
problemas que te rodean y yo con 16 años, comprendí que Roma no era ya lo que había sido en la época de
las grandes batallas, conquistas, fiestas exuberantes, riquezas, poder y gloria; Roma podía estar acechada
por multitud de tribus provenientes del norte de Europa. Durante su gobierno, mi padre supo neutralizar el
avance de las hordas bárbaras en territorio romano, en especial en la península Itálica, Roma se alzaba
como la meta más ambiciosa para algunos de estos pueblos. Los ejércitos romanos se encontraban
repartidos por numerosas ciudades del imperio, no era un gran ejército, sino que había que contratar
mercenarios o ajustar pactos con alguna tribu, para que nos ayudaran en la defensa de ciudades o para
atacar a los que soñaban con conquistar la Itálica e incluso, posteriormente, en nuestras propias guerras
civiles.
Uno de estos acuerdos firmado por mi padre con los godos, lo tuvieron que solventar mis
hermanastros a la muerte de Teodosio nuestro padre, ellos mantenía un odio feroz a estos guerreros que
habían demostrado su valía en diferentes campañas; los despreciaban, los consideraban unos bárbaros
incultos, unos seres atroces e incivilizados. Estos guerreros llevaba una existencia belicosa y nómada, y se
habían acomodado a las demandas que los romanos les solicitaban para sus defensas. Mis augustos
hermanos en un alarde de orgullo y poder ignoraron ese acuerdo, no pagándoles nada por sus servicios de
guerra. Más tarde se arrepentirían de ese maltrato ocasionado a los godos pues derivaría en funestos
resultados.
Alarico rey de los visigodos se sintió menospreciado e insultado; se encolerizó por el
despropósito hecho a su persona y a su ejército, que esperaban con ansias ese botín y su furia le llevó a
comenzar un enorme ataque. Desde Macedonia y Tracia recorrieron Fócida y Beocia, saqueando todo a su
paso, hacia otras poblaciones como Esparta, Corinto, Megara y Argos que fueron incendiadas y sus
habitantes vendidos como esclavos.
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Transcurría el año 400 cuando los ejércitos de Alarico se presentaron en el norte de la península
Itálica. Las noticias de horror por las masacres que realizaban los godos a su paso por las ciudades
italianas, ocasionó un tremendo eco que llegó a los lugares más distantes del Imperio Romano. Durante
más de un año se pasearon a sus anchas por toda la península, acercándose amenazantes a las proximidades
de la mismísima Roma. El general de nuestros ejércitos Estilicón al frente de éstos, se enfrentó y derrotó a
Alarico en Polenza y en Verona, sería sobre el año 402, los visigodos huyeron despavoridos del norte de la
península. A partir de aquí, hubo unos años de sosiego y paz y se mando construir un arco triunfal para
recodar las victorias llevadas a cabo por Estilicón, pero este tiempo de paz, era demasiado bueno para que
durara mucho…y el recuerdo al general duró lo que una estrella fugaz.
El gobernador de Occidente, el inepto Honorio pensó que era un buen momento para otra hazaña,
comprobó que sus tropas estaban dispuestas para afrontar una gran misión, pero faltándole alguna que otra
ayuda acordó con los visigodos un nuevo pacto, que éstos últimos aceptaron confiados en las buenas
recompensas pero sobre todo, en la posibilidad de que Roma les cediese tierras para fundar su propia
patria, sueño que cabalgaba con ellos desde hacía generaciones. La ambición de Honorio era reunir bajo su
poder y su gobierno el Imperio de Roma al completo; para esto debía batallar contra nuestro hermano
Arcadio, vencerlo
y destronarlo coronándose él como único emperador del Imperio. Mientras que
Estilicón, después de aprobar el tratado con los bárbaros y apoyar a Honorio en su ambición conquistadora,
reunía un formidable ejército trayendo tropas de la Galia y de Hispania, Alarico sumaba a éste sus
expertos guerreros. Pero sucedió un hecho que desbarató todos estos planes. La prematura muerte de
Arcadio. Con esta particularidad no habían contado y lo que sucedió después era difícil de prever.
Los costes del traslado de tropas, su avituallamiento y la elaboración de armas y compra de
caballos, habían supuesto un gran esfuerzo para las empobrecidas arcas romanas. El contratiempo romano
no frenó al pueblo godo a solicitar el pago de lo acordado, unos l.800 kilos de oro. En esto, el orgulloso y
prepotente Honorio, vaciló de la fidelidad de Estilicón y creyó en una conspiración con Alarico. Muchos
de los senadores aceptaron esta hipótesis, temiendo que el poder de Roma pudiera llegar a manos de los
visigodos. De éste modo se elaboró desde el mismo Senado un fabuloso engaño para acabar con su vida.
El confiado y leal General Estilicón acudió a esa cita, una encerrona vil en la que sucumbió a las puertas de
una Iglesia romana en la ciudad de Rávena, Yo contaba 18 años cuando él falleció en Agosto del año 408.
Muerto Estilicón el pago a los visigodos quedó, por parte del emperador, totalmente ignorado. Con vuestro
tío Honorio, comenzaron gran parte de mis sufrimientos. Nunca dejé de orar por él. ¡Qué Jesucristo le
perdone!
Los visigodos esta vez no se quedarían con los brazos caídos a la espera. Las tropas serviles y
fieles a Estilicón se pasaron en masa al enemigo, dicen que unos 30.000 soldados del ejército romano se
pusieron a las órdenes de Alarico. Al parecer la negativa de Honorio de pagar 1.800 kilos de oro, le saldría
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muy cara a las ya debilitadas arcas de Occidente. Alarico tardó en reiniciar la batalla contra Italia, el
tiempo que utilizó en reagrupar a sus guerreros y organizar a esa enorme legión de desertores romanos.
Ahora sí que se sentía el rey de los visigodos con ímpetu desbordado, apoyado además con la fuerza de la
ira contenida por las veces que Honorio lo había subestimado y despreciado. El gran ejército del rey
visigodo emprendió una cruenta y rápida marcha; en poco tiempo se introdujo en la península Itálica,
decidido en esta ocasión a conseguir su rescate y en caso contrario invadir Roma. Con enorme esfuerzo le
pagaron lo que había solicitado: unas 5.000 libras de oro, alrededor de 30.000 de plata, 3.000 de pimienta y
4.000 piezas de seda. De esto estoy segura, se me quedaron grabadas aquellas cifras en mi mente cuando
más adelante mi hermano no quiso desembolsar ni una libra de plata por mí. ¡Madre mía, cuánta soberbia!
Aunque eso no era todo lo que pretendía el rey visigodo, Alarico deseaba que se le cediesen unos
terrenos para fundar por fin su soñada patria. Con esta finalidad orientó sus tropas hacia Rávena para
mantener una conversación personal con Honorio, pero mi hermanastro no estaba decidido a ceder ante
esta petición y lo tuvo aguardando durante días volviendo a incurrir en otra necedad. Alarico harto de la
espera, comprobando que era objeto de desprecio, subestimado y engañado por el soberano, estalló de furia
y colérico de rabia inició un frenético avance hacia Roma, corría el año 410.
*
*
*
La ciudad de Roma envidiada por sus majestuosos templos, espléndidas mansiones, lujosos
palacios y esculturas formidables, durante un tiempo se encontró sitiada por la tribu de un bárbaro, que se
hacía llamar Rey Alarico. Este individuo estaba amenazando a la que, hasta ahora, fue inexpugnable e
invulnerable ciudad de Roma. En esta Roma tabú residíamos nosotras, tan apaciblemente, tan cándidas…
¡Pobres incautas!
Hasta que, Alarico decidió acabar con el asedio y entrar a saco a la ciudad. El rey godo ordenó
con rotundidad que no se saquearan los templos cristianos, ni aniquilaran ningún monumento
representativo; pues según tengo entendido era un gran defensor de la belleza y el arte. Iniciaron su
entrada por el nordeste de la ciudad, por la puerta Salaria, en un gran despliegue de poder y demostración
de fuerza.
Explicar cómo sucedió, a pesar del tiempo transcurrido, me hace sentir totalmente impotente y
desvalida....yo tenía entonces 20 años. Nos hallábamos sentadas en el atrio charlando animosamente, al pie
del impluvium escuchando el sonido del agua deslizarse y caer; mi fiel ama me cepillaba el cabello con
ceremonia mientras yo mordisqueaba una pieza de fresca fruta. ¡Oh Señor, cuántos recuerdos! ¡Qué
tiempos tan maravillosos!
Con un rotundo golpe las puertas de hierro del jardín, se abrieron y rebotaron contra la verja, una
y otra vez del impulso. Por el estruendo, ambas de un salto nos pusimos en pie temblando del sobresalto.
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Un grupo de guerreros precipitados, se distribuyó por el jardín y por la casa. Dos hombres altos, fuertes,
rudos, con vestiduras desconocidas para mí, se acercaban amenazantes y con rapidez hasta donde nos
hallábamos. Mi ama me abrazada protegiéndome y gritando les increpaba: ¡No miserables, no a ella no,
depravados dejadla, dejadla! Los dos hombres de un empujón alejaron a mi ama lanzándola al suelo,
golpeándose fuertemente en la cabeza, uno de ellos se volvió y le propinó una fuerte patada en su espalda.
Mi sangre se había helado, el corazón me latía desbocado y un temblor inaudito erizó todo mi cuerpo. Me
asieron por los brazos apretándolos bruscamente; con un atroz empellón me sacaron en volandas y me
llevaron hacia fuera de la casa. No conseguía tocar el suelo y pataleaba con furia del mismo terror que
sentía, por un momento intenté mirar sus caras, pero aquellas pobladas barbas rizadas y sus cabellos largos
del color del cobre me impedían ver con claridad sus rostros. — ¡Oh Dios mío ayúdame!—Pensaba una y
otra vez. Un profundo odio se apropiaba de mí, el pánico me impedía pensar y la incertidumbre de no
saber qué iban a emprender conmigo me asfixiaba de ansiedad.
Desde lo alto de las escalinatas se divisaba la plaza y el Clivus Victoriae y pude observar la
violencia con la que golpeaban a las impotentes gentes, que sorprendidas en sus trabajos o en sus casas
trataban de huir incapaces de hacerles frente; el cielo se llenaba de humo de los innumerables incendios
prendidos en los edificios. Los dos guerreros tiraban de mí a empujones mientras el sonido de gritos de
dolor, alaridos de sufrimiento, niños llorando aterrorizados, despavoridos, se clavaban en mi cabeza
golpeando con intensidad mis sienes y encogiéndome el alma. Veía a hombres que buscaban azarosamente
entre los escombros algo con lo que defenderse y morían en su intento. Mujeres con sus hijos en brazos,
tratando de amparar al mismo tiempo al niño que agarraba su mandil, mientras huían. Lo más impactante
que pude divisar esa mañana, fue a dos niñas de corta edad que caminaban cual sonámbulas cogidas de la
mano, deambulando solas, sin rumbo, con sus ojos clavados en el horizonte con una mirada vacía y sus
rostros sucios, mezcla de polvo con las lágrimas enjugadas. — ¡Por Dios, esas niñas!— Un guerrero a
caballo a toda velocidad, desenvainó su espada e inclinándose al pasar junto a ellas, segó de un tajo sus
vidas. Fue terrible. Había mujeres con sus túnicas rasgadas, muertas después de ser violadas; cabezas de
hombres decapitados cuya sangre fluía resbalando espesa entre los adoquines de la calzada, gente
esforzándose en sofocar el fuego en su propio cuerpo… fue espantoso, difícil de olvidar.
Yo creía que podría escapar de aquella abominable situación, me retorcí e intenté golpear a
puntapiés con toda mi rabia a los atroces soldados los cuales ni se inmutaron; incliné mi cabeza para
morderles pero resultó imposible. Grité con desesperación --¿Pero qué hacéis repugnantes locos?-- Al
pronto sentí una sonora y terrible bofetada, el dolor intenso me abrasaba la cara y el denso humo que nos
envolvía no me dejaba respira; el dolor y el humo acabaron con mi conciencia y en ese mismo instante me
flaquearon las piernas y me desmayé. Lo siguiente que recuerdo era el olor nauseabundo a carne quemada,
a resina ardiente y a pez abrasada de las maderas de las techumbres. El pestilente humarazo negro ascendía
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altanero, dejando ver su poder y su fuerza sobre la ciudad desde la lejanía; allí flotaba el olor a fuego, a
sangre, a devastación: el olor a muerte.
Seguía sujeta por aquellos hombres que me habían llevado hasta las afueras de Roma y
aguardamos junto a una de sus puertas. Por el camino ascendían dos jinetes que sin duda eran a ellos a los
que esperaban, yo aún no me sentía recuperada, las escenas vividas y las vista de mi ciudad y mis gentes
desvalijadas, no las podía borrar de mi mente y el denso olor a inmundicia me oprimía el pecho. Los
hombres a caballo se acercaron hasta mí, sin descabalgar me observaban y miraban de arriba abajo, mi
cabeza me daba vueltas y opté por mirar al suelo, no quería verlos, no podía mirar a aquellos asquerosos
seres violentos que me aterraban con su sola presencia. Uno de ellos, el que llevaba al cuello unos collares
y medallones, me pregunto mi nombre. No respondí ni me moví de la postura en la que estaba. Sentí que
descabalgaba y vi sus pies junto a mí, algo me rozó el cabello y un frio metal recorrió mi barbilla, no
olvido cómo me ericé; con la punta de un puñal me forzó a levantar la cabeza. Y volvió a preguntar: —
¿Sois Gala Placidia?—Todo el cuerpo me temblaba, estaba horrorizada, no acertaba a hablar y mi cabeza
no reaccionaba —Os repito, ¿Sois Gala Placidia?—dijo con más potencia en su voz. No sé deciros, hijos,
de donde saqué las fuerzas para erguirme con altanería y responderle con tono elevado: — Soy la princesa
Imperial Aelia Gala Placidia, hija del fallecido Emperador Teodosio y hermanastra del Emperador de
Roma Honorio. —Permanecí esbelta con la cabeza bien alta y descubrí que le miraba fijamente a los ojos.
Sabía que no podría sostener mucho tiempo esa mirada pero fue él quien cedió primero. Advertí en su cara
una mueca de disconformidad, susurró algunas palabras que pude escuchar entrecortadas: — …no, ella
no… no debía…a Gala…—. Con un gesto a sus soldados les ordenó que me sacaran de allí; me llevaron a
rastras un trecho y me hicieron subir a un carruaje que esperaba atado a una argolla de la vieja muralla y
tenía enganchados dos endebles caballos.
La tensión nerviosa contenida, el pavor, el terror de los acontecimientos recientes vividos,
relajaron mi cuerpo al encontrarme a solas y caí exhausta al suelo de madera de aquel sucio carro; me
acurruqué tumbada en una esquina pidiendo a Dios que me socorriera, cogí la fina capa de seda que caía
hacia atrás desde los hombros de mi vestido y con ella me tapé el cuerpo y la cabeza, deseando ocultarme y
desaparecer, entonces rompí a llorar desconsoladamente; sola, desvalida, indefensa, el cansancio y la
debilidad hicieron mella en mí. No sé el tiempo que permanecí bajo esa hipnosis pero al despertar advertí
que todo era real y no había sido ninguna pesadilla, que la pesadilla no había hecho mas que comenzar.
Percibí un ajetreo de gente acercarse, lamentos, suspiros, lloros que surgían de un grupo de personas
empujadas por unos soldados visigodos y que, con el filo de sus armas, los dirigían hacia otros carromatos
contiguos al que yo me encontraba. Pude distinguir entre sus rostros al senador Atalo Prisco un usurpador
del trono de Roma, a un soldado llamado Flavio Aecio, con el que más tarde tendría graves disputas, y a
varios distinguidos nobles romanos, sus esposas, hijos y algunos sirvientes, mujeres la mayoría. No puedo
aclarar con detalle lo que en esos momentos sentí, en principio alivio, pensando que ya no estaba sola,
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pero al pronto comprendí que ellos no podrían ayudar a nadie, ni siquiera a sí mismos, eran otros rehenes
como yo. Supuse que los godos para cada uno de nosotros, nos tenían reservada la más horrible y cruel
vileza que pueda uno pensar. Destruir nuestra libertad obligándonos a servir como esclavos o vendernos
al mejor postor a cambio de oro y joyas o lo más probable torturarnos hasta morir. Me preguntaba qué
ocurrió con mi prima y mi nodriza. ¿Habrían muerto? Volví a caer en mi desesperación y a llorar con una
rabia irrefrenable. Ya caía la noche y yo me hallaba en el mismo rincón del mismo sórdido carro, así me
invadió la tristeza, la tensión de ese día pudo con mis fuerzas y me dejé poseer por el desaliento.
Al alba del día siguiente el gran ejército agrupado por Alarico emprendió su marcha, seguido de
infinidad de carros con carga de víveres saqueados en Roma, otras carretas abarrotadas de enseres y
utensilios y por último los carruajes que nos transportaban a los rehenes, rodeados por un grupo de unos
quinientos soldados a caballo y a pie que cerraban la retaguardia. La imponente expedición inició la ruta
hacia el sur de Italia.
Los godos se hallaban exultantes de gozo, la enorme osadía de hundir la capital del imperio, los
llevaba a la algarabía, las risotadas y en sus caras se podía apreciar la satisfacción. En contraste con los
rostros de desesperación e impotencia, ropas ajadas y manos temblorosas de los abundantes rehenes que
observábamos a los soldados, no sin cierto pánico, pensando que en cualquier momento nos podrían atacar
presos de su propia euforia. Éramos como carnaza colocada ante las fauces de leones.
Alarico tenía sus planes bien preparados, deseaba llegar hasta Sicilia y allí construir una gran
flota que les transportara a través del Mediterráneo hacia el norte de África, una vez en esas tierras fundar
su deseada patria. Los rehenes éramos ajenos a las intenciones que, con respecto a nosotros, pudieran
guardar los godos, tan sólo esperábamos lo peor y rogábamos a Dios que nos amparase. Mientras
avanzábamos hacia el sur, Alarico ordenaba a su guerreros arrasar las aldeas y ciudades, saquear todos los
víveres, graneros o establos a su paso, desvalijar cuanto hallaran de valor y matar a sus habitantes; primero
fue la Campania la que quedó totalmente devastada, después los territorios de
Apulia y Calabria
igualmente arrasados y quemados sus campos. Tras varias jornadas de frenética marcha, atacando ciudad
tras ciudad y aprovisionados de los alimentos y bebidas necesarios para la subsistencia de su numeroso
ejército, acampamos cerca de una pobre aldea pequeña, donde en un páramo se situaron las tropas y un
tanto más alejados, en una elevación del terrero, nos cercaron a todos los rehenes y a algunos esclavos
cautivos, custodiados hábilmente por los soldados que nos acompañaron durante todo el viaje. En ese
lugar que ahora no sabría ubicar, fue la primera vez que pudimos hablar entre nosotros, ampararnos juntos,
darnos ánimos y orar a Jesucristo para que nos acogiera en su Gloria si la fatalidad nos llevaba a morir. La
esposa de un noble amigo de la familia, me abrazó desesperada y juntas lloramos y rezamos a lo largo del
tiempo que nos mantuvimos acampados y mientras los soldados recuperaban sus fuerzas, nosotros
decaíamos más y más en el abatimiento y desesperación, como dóciles carneros al sacrificio.
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En un precioso atardecer anaranjado con rojizos tonos que el cielo de la tarde parecía arder, yo
revivía en mí, el recuerdo de tantas otras tardes parecidas en las que había observado ocultarse el sol desde
mi villa en Roma, con una visión similar y ahora, sin embargo, unos sentimientos tan distintos. Me
encontraba sentada un poco más reposada mirando el ocaso con añoranza, cuando tres soldados ascendían
la pequeña elevación aproximándose a las caravanas, miraron en derredor hasta que me localizaron y se
aproximaron a mí. Grité: — ¡No acercaos insensatos!—. El más alto de ellos hizo un ademán con su mano
y los otros dos de menor rango, se alejaron unos pasos. Aquel hombre era el mismo que ya viera junto a
Alarico en la puerta de Roma, recién capturada. Me miró fijamente y preguntó, —Princesa Gala, ¿Os
encontráis bien? Me envía mi rey para cerciorarse que el trato que recibís sea el correcto y nadie ose
atemorizaos, ni os sintáis amenazada por nada. ¿Necesita alguna cosa, bella princesa?—Mi primer
impulso fue no contestar, pero su mirada clavada en mis ojos me persuadió, y le dije altiva: — ¿Eso último
también lo quiere saber vuestro rey?—Él deslizó su vista por mis caderas, alzó los ojos lentamente a mi
busto, continuó hasta mi boca y al llegar a mis ojos respondió: —No, princesa, esto último lo quiero saber
yo. — ¿Y quién sois vos para…...? — me interrumpió y con una gran hidalguía respondió, —Soy Ataúlfo,
hermano político del Rey Alarico, y desde ahora vuestro humilde servidor, princesa Gala. —Me asombré
de aquella contestación, bajé la cabeza por pudor y añadí, — Le diréis a vuestro rey que la princesa Gala
se encuentra lo bien que se puede estar, dados los sucesos horrendos que me están aconteciendo al
robarme de mi casa y traerme hasta aquí. ¡Ya podéis ir a llevar vuestro recado!— Ataúlfo esbozó el inicio
de una sonrisa complaciente y un poco sorprendido, dio media vuelta y se alejó colina abajo. Quedé unos
instantes aturdida mirando como él se marchaba y sentí que una inmensa ira me sobrevenía. Comencé a
gritar insultándolos, con agresividad pateaba el suelo y me desahogué con ofensas y agravios, que fueron
más propios de un mulero que de una joven educada para ser princesa. Con esos gritos me sosegué, ya caía
la noche y me volví a esconder en el asqueroso carro tapándome la cabeza con la fina capa. Intenté
recuperar la consciencia y sentirme tranquila, tardé un poco en pensar cuerdamente y de pronto me
pregunté: ¿Por qué sólo han venido a hablar conmigo? No se han dirigido a ninguna otra caravana, no han
conversado con nadie de entre los nobles. Solamente yo. ¿Por qué? ¿Qué pensará Alarico y ese Ataúlfo,
hacer conmigo? ¡Oh, Dios mío!, Señor auxíliame, no me dejes morir bajo las armas de estos violentos
bárbaros. Hazme fuerte Virgen María, dame fuerzas para aguantar cualquier aberración, para morir como
debo. Rezando y llorando caí en un profundo sueño reparador, como inocente paloma.
Continuamos la marcha siempre rumbo al sur. La desvencijada carreta y los abruptos caminos
desequilibraban y golpeaban mi cuerpo, dejándolo lleno de moratones violáceos y sanguinolentos. Fue un
trayecto más corto y pronto estuvimos en las cercanías de Cosenza, en cuyas proximidades acampamos de
nuevo. De repente un susurro entre los soldados llamó mi atención, aquel murmullo iba haciéndose cada
vez más audible y mi curiosidad no me dejaba en paz. Pensé, — ¡Madre mía! ¿Qué ocurrirá? ¿Qué estarán
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planeando contra nosotros?—Se les veía muy nerviosos eso no era bueno para los rehenes. El rumor llegó
a tal extremo que por sus gritos y enfados, intuimos lo qué ocurriría, después comprendimos.
Alarico había ordenado construir una inmensa flota en Sicilia, preparada con todos los útiles para
su travesía a África, allí era donde nos dirigíamos pero sus sueños se acababan de truncar. Una fortísima
tormenta dio por finalizada la campaña de expedición a las tierras elegidas por el rey visigodo para
construir su patria. Una tormenta que asoló Sicilia y destrozó todo a su paso, incluidas las naves que allí
esperaban ser ocupadas por los triunfantes godos. Se hallaban a un paso de la isla y a otro de conseguir sus
propósitos y, de pronto, todo se esfumó como humo. Era lógico que estuvieran enojados y muy furiosos.
Al conocer esta noticia, cada uno de los rehenes nos retiramos silenciosamente a los cobijos donde
descansábamos y nos mantuvimos en un absoluto mutismo. A la mañana siguiente, al despertar, el
campamento seguía sumido en una profunda desesperación, se podía ver a los soldados sin ánimos,
sentados o tumbados con sus manos ocultándose las caras o posada en sus frentes, otros, inmóviles
miraban el horizonte presa del derrotismo.
Al atardecer de ese mismo día un soldado me vino a buscar, me ordenó que saliese que el
príncipe Ataúlfo deseaba hablar conmigo. Me incorporé y salí a su encuentro sin ningún entusiasmo pero
altiva y orgullosa, en mi interior me alegraba de su infortunio y así se lo demostré con una mirada irónica,
cual hiena que avista a su presa. —Mi bella princesa Gala— Empezó diciendo— anhelaba veros y hablar
con vos, ansiaba…. Pues yo no deseo escucharle— respondí presta. —Por favor os ruego que me
atendáis—. Su voz había sonado a súplica, le miré y advertí una mirada sincera y una gran preocupación.
–Princesa Gala suspiraba por pedirle disculpas por los horrores que le hemos hecho padecer, no tendría
que haber ocurrido de esta manera, no estaba planeado así. Princesa, vos no deberíais de hallaros en
Roma, sino en Rávena… En ese caso Ataúlfo, creo que os informaron mal—. Mantuvo silencio unos
momentos y añadió: — Remediaré esta afrenta mañana mismo, buenas noches Gala—. Se giró y a largos
pasos se alejó del lugar.
El duro golpe recibido por Alarico con la innegable noticia de la destrucción total de su flota, le
supuso un abatimiento tan intenso, que jamás sus tropas hubiesen concebido explicar; el gran rey era como
un titán de ideas firmes, incapaz de desmoralizar a sus hombres por muy cruda que fuese la realidad. Sin
embargo, en este caso Alarico no dispuso de fuerzas para alentar a sus fieles guerreros. Pronto le
sobrevinieron unos temblores, intenso frio y después una alta fiebre. Alarico estaba enfermo
irremediablemente; el rey se moría.
Circularon muchos rumores sobre el fallecimiento de Alarico, primer rey del linaje Baltingo, lo
cierto es que fue enterrado en la ciudad de Cosenza con su abundante tesoro y con todos los honores que
merece un gran rey.
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I CONSURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
Permanecimos en las proximidades de Cosenza a lo largo de tres semanas, la eventualidad lo
requería pues los visigodos deseaban enterrar el cadáver de su rey, de manera que nadie pudiera encontrar
su tumba y mancillara su memoria, llevando la deshonra a todo su pueblo. Por este motivo proyectaron la
forma de ocultar su cuerpo en el lecho del rio Busento mediante la construcción de un dique, que soportara
la desviación del rio mientras excavaran su tumba y duraran los funerales, para después retornarlo a su
cauce normal, como una mágica obra de los antiguos dioses. Los rehenes durante todas estas maniobras no
supimos nada, tan sólo la muerte por enfermedad de Alarico. Muchos de los esclavos fueron requeridos y
en algunas ocasiones, observábamos a obreros ir y venir con arena y piedras. Sí, que existía gran
movimiento de soldados en torno a cada esclavo, como si los vigilaran muy de cerca. Creo recordar que el
mismo día de la muerte de Alarico, escuchamos a lo lejos un fuerte y atronador estruendo, que con su
intenso eco no supimos descifrar a que se debía. Días más tarde nos informaron que los generales y
guerreros habían elegido como rey a Ataúlfo, por ser éste el que mejor conocía las estrategias de su rey,
pues lo acompañó durante largos años sirviéndole de consejero y amigo. Por este clamoroso
acontecimiento los soldados golpearon sus escudos en señal de aprobación y hasta nosotros, como el
sonido de un enjambre de abejas, llegó el retumbante fragor de la muchedumbre. — ¿Así que ahora
tenemos como rey a Ataúlfo?— Pensé dubitativa.
Según rumores, los ejércitos romanos se organizaban para enfrentarse a los bárbaros y responder
con la venganza por toda la violencia y masacre que habían cometido en sus territorios. Mientras esto
ocurría, los visigodos concluían las exequias por el difunto rey, restituían el rio a su lecho y destruían el
muro de contención, no sin antes, asesinar a sangre fría a todos los esclavos usados como mano de obra en
la realización de su proyecto, para que nadie pudiese desvelar tan alto secreto. Los mataron como a ratas
infectas dentro de una cloaca. Intuimos que fueron unos dos mil los esclavos que sucumbieron a manos de
los guerreros godos, a la par que Alarico.
Con Ataúlfo coronado rey levantamos el campamento para desandar el camino hacia Roma.
Pensé que las visiones recalcitrantes en mis ojos de ciudades y pueblos expoliados, contempladas no ha
mucho, pasarían nuevamente ante nosotros. Con la angustia en la mirada tendríamos que soportar la agonía
de esas tierras. Pero eligió la ruta de la costa Adriática hasta Forli, ciudad ésta situada entre Rímini y
Rávena
Durante el viaje de retorno Ataúlfo me visitó en un par de ocasiones. Esta vez llegó a la grupa de
su caballo sujetando en su mano las bridas de un rocín joven, enganchado a un carruaje recién decorado en
granate con ribetes dorados. —Os traigo lo que os prometí princesa Imperial—. Dijo mientras
descabalgaba. —Trasladaos por favor a este humilde transporte un poco más adecuado a vuestra posición,
no es lo que vos os merecéis, pero he ordenado que lo vistan con almohadones y telas de seda para vuestra
intimidad y comodidad y he mandado traeros un cofre con túnicas y joyas para vos. —añadió al mismo
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I CONSURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
tiempo que descorría el suave velo protector de la pequeña entrada al interior de la carreta. —Quedo muy
agradecida… mi rey… — titubeé un instante y agregué, —reciba la congratulación por su nombramiento
de esta cautiva—. El nuevo rey pasó la mano por su cobriza barba y respondió: — Sí, si bien; ahora esto es
responsabilidad mía y no deseo que vos…—dudó y prosiguió—. Quiero haceros saber que nos dirigiremos
a Rávena, tengo que hablar con vuestro hermano Honorio. Mi pueblo no desea el poder sobre Roma y su
imperio, mi pueblo lo que añora son unas pocas tierras para vivir en ellas en paz. Queremos alejarnos de
esta península para que ambos pueblos podamos convivir como aliados, que ya en tantas otras ocasiones lo
fuimos. Debo hacer que él lo comprenda—. Me extrañaron sus palabras y pregunté: — ¿De manera que
me soltaréis en Rávena? ¿Me dejaréis marchar? No depende esto de mí querida Gala, a tu pregunta deberá
responder vuestro hermano, además de vos misma—. Aún más intrigada insistí, — ¿Qué queréis decir con
ello? ¡Ay! Princesa Gala, que joven y bella sois y
no os dais cuenta de nada—. Me alteré
momentáneamente, dudaba de aquellas palabras que sonaban irónicas, no comprendía que quería dar a
entender, ¿me dejaría libre o tendría que seguir siendo su prisionera? Entonces sus manos se posaron
dulcemente en mis hombros; me sorprendió, el corazón acelerado me golpeaba con brío, me quedé sin
respiración; él deslizó con suavidad sus manos por mis delgados brazos y sujetó las mías acariciándolas y
entonces añadió: —Mi bella princesa sois como una pequeña joya que temo se me resbale entre mis dedos
y la pueda perder. Pequeña Gala estoy seducido por vuestra belleza, me siento rendido ante vos. ¿Os
habéis vuelto loco?—. Me lancé a correr pero un soldado me frenó en seco pensando que iba a escapar, él
me alcanzó, me retuvo y mirándome con insistencia a los ojos afirmo: —Estoy enamorado de vos Gala
Placidia.
Recostada en los almohadones del nuevo carruaje entre sollozos y repulsa no comprendía lo que
me ocurría, mi mente le odiaba pero mi corazón no respondía a ese sentimiento, mi corazón le admiraba,
mi corazón le amaba. Luché contra mis pensamientos y lloré negándome a esa locura; la noche me
arropaba y dormí confiada en que a la mañana siguiente ese desatino se habría evaporado, al igual que se
desvanecen las estrellas con el amanecer.
Avanzábamos deprisa pero con mucha cautela cual zorro viejo, Ataúlfo no deseaba tropezarse
con ninguna de las legiones romanas que pudieran merodear por allí, pretendía alcanzar Rávena lo antes
posible y dialogar con Honorio. Aquel era un buen momento para el rey visigodo, pues Honorio se hallaba
refugiado en su palacio de Rávena temeroso e indeciso, con las noticias que le traían desde los territorios
romanos de La Galia, Britania o Hispania.
El emperador, aunque mantenía su aversión a los godos, no pudo hacer más que condescender y
llegar a un acuerdo con Ataúlfo. Le abasteció de víveres y útiles ofreciéndole lo que el caudillo visigodo
anhelaba oír, unas tierras en el sur de la Galia, desde donde apoyaría a las legiones romanas al mando de
Constancio a recuperar el orden establecido. ¿Pensáis, hijos míos, que Honorio solicitó mi libertad? Siento
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I CONSURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
deciros que no, en ese instante no; pero ya no le guardo rencor, él era el emperador, torpe y necio pero el
emperador; le odié con todas mis fuerzas, sin embargo ahora elevo mis oraciones por él. El resto de
rehenes quedaron liberados en Rávena, pero yo tuve que seguir camino siendo prisionera de Ataúlfo y
prisionera también de mi alterado corazón. De este modo continué la marcha con las hordas visigóticas
hacia el sur de la Galia, donde el inquieto Constancio esperaba ansioso la llegada de apoyo de las tropas de
Ataúlfo.
Las legiones de Constantino II de Britania merodeaban por la Galia al igual que las fuerzas
militares del galo Jovino, que era apoyado por el visigodo Saro, éste aborrecía a la estirpe de los baltingos
y esperaba la oportunidad de un enfrentamiento para acabar con la vida de todo su linaje, mientras en
Hispania desfilaban los hombres de Geroncio y de su hombre de confianza Máximo. Todos y cada uno de
estos generales, soldados y cónsules, pretendían ser proclamados nuevos emperadores, esperaban ser
capaces de jugar bien sus intrigas. Hombres desleales a Roma que se traicionaba los unos a los otros en
cuanto columbraban una mejor conveniencia. Estos eran los personajes en los que, hasta el momento, había
confiado mi hermano, ahora sólo disponía de Constancio y Ataúlfo para defender las fronteras de las
provincias romanas. Por un lado el rey visigodo pudo derrotar a Jovino y abatir a Saro y por el otro las
fuerzas de Constancio acabaron con Constantino y sus hijos. Mientras tanto yo pacientemente esperaba en
el campamento el regreso de mi rey. Sí queridos hijos, de mi rey. Pues después de pasar días y noches
enteros meditando, reflexionando sobre el amor de Ataúlfo, torturando mi alma para saber si lo que sentía
por él era amor, me dejé llevar por la pasión y los sentimientos y me convertí en su amante. Su apasionada
y ferviente amante y él me correspondía. Yo no tenía a nadie más. Nadie me aguardaba en Roma y nadie
me amó jamás con la devoción y la ternura que él lo hacía. Así transcurrió más de un año, con un amor que
llenaba mi alma y abrazaba mi corazón, igual que las olas del mar abrazan la arena.
Una vez pacificadas las zonas en conflicto y devuelto la tranquilidad que Honorio soñaba,
siempre con el fin, de seguir manteniendo en sus manos el cetro imperial, Ataúlfo demandó su parte de lo
tratado y nuevamente Honorio, haciendo uso y abuso de su poder, optó por no liquidar su deuda. Nunca
comprendí qué motivos podría tener Honorio para una y otra vez demorar u omitir sus pagos, conociendo a
la perfección el contraataque humillante para Roma que efectuarían los godos. ¿Cómo permanecía
inalterable cobijado en Rávena, sabiendo lo que iba a sufrir su pueblo mientras aniquilaban cualquier
ciudad y arruinaban sus tierras? El rey visigodo irritado al máximo, colmada su paciencia y exasperado
gritaba — ¡No escarmienta este romano!—. Reuniendo a sus hambrientas tropas se dirigió veloz, al inicio
de un aterrador y colérico ataque sobres las ciudades de Burdeos, Narbona y Tolosa. Prácticamente se
apoderó de todo el sur de la Galia, las zonas Narbonense y Aquitania. Sería el año 413 y Ataúlfo tenía todo
a su favor pero aún no había conseguido hacerse con la tierra prometida por Honorio, había luchado y
conquistado, sin embargo no disponía del acuerdo del romano para fundar su patria y su adhesión de esas
tierras no era nada estable. El rey visigodo compartía conmigo su preocupación por finalizar tanta disputa y
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I CONSURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
acabar con las innumerables guerras. Comentó en una ocasión que la mayoría de las desgracia sufridas por
el pueblo romano se debían a la falta de integridad de sus gobernantes, a la incapacidad del emperador, a
su carácter indeciso y temeroso.
Me dijo: —Vuestro Imperio debería ser gobernado por un hombre de
espíritu fuerte, valiente y aguerrido, yo mismo hubiese sido capaz de alzar a Roma al lugar que le
pertenece y no ver cómo se desmorona por todas su fronteras—. Ataúlfo pensaba que el emperador jamás
cedería ante la repetida petición de entregar parte de una provincia romana a los visigodos. Lamenté esa
opinión, pero era cierto que el reinado de Honorio resultaba ser una catástrofe. Y averigüé que olvidaba mi
parte romana y me convertía poco a poco en una auténtica visigoda.
Nunca me he considerado una mujer mediocre, estaba bien instruida y conocía las ambiciones
humanas; sabía las intenciones de mi amado por llevar a cabo una unión permanente con Roma. El
resultado fue nuestro enlace matrimonial, nuestra boda; nos amábamos pero no era esa la finalidad. El
matrimonio de una princesa imperial romana con un rey visigodo podría suavizar las relaciones entre
ambos pueblos. Máxime cuando la novia era la hermana del emperador. Al menos queríamos conseguir la
aceptación por parte del emperador de la supremacía de los godos sobre la conquistada Galia.
Nos casamos en enero del año 414 en la bella ciudad de Narbona. Un amigo galo-romano
llamado Ingenio, nos cedió su villa y organizó para nosotros una boda al estilo romano magnífica; hubo
cientos de invitados y tanto las viandas allí presentadas como las bebidas, que circulaban sin moderación,
eran de una gran calidad. Nos sentíamos exultantes de felicidad, los invitados contagiaban su alegría y nos
felicitaban augurando un futuro prometedor para todos.
Mientras tanto, a Rávena llegaba la noticia. Constancio, que hasta ese momento había ocultado su
amor por mí, recordó a Honorio que yo, su hermana, me hallaba demasiados años prisionera de los
bárbaros, que era inadmisible que una princesa imperial sufriera esa vejación, al tiempo que era una
ignominia para Roma y su emperador. Rompió el secreto de su amor por mí, entre otros motivos, para
incitar a Honorio. El gran Honorio que ya sufría suficiente irritación como para descuartizar a un oso con
sus manos, sólo le faltó escuchar los agravios de Constancio contra el rey visigodo, para que iracundo le
ordenara la inmediata salida de los ejércitos romanos y expulsara de la Galia a los godos lo antes posible.
En compensación otorgaba autorización para que se casara conmigo. El celoso general se puso al frente de
sus legiones y marchó sobre Ataúlfo. Destruyeron decenas de ciudades a su paso, nos persiguieron sin
piedad con un odio desmesurado, obligando al caudillo visigodo a rendirse en una retirada honrosa. A los
godos les dio tiempo a quemar Burdeos; sin demora nos dirigimos hacia los pasos pirenaicos que conducen
a la tarraconense. Lo cierto es que, yo estaba harta de tanta batalla, esta guerra era interminable; el ir y
venir de una aldea, a una ciudad, recorriendo caminos inhóspitos, pedregosas colinas, valles escarpados,
malcomiendo y sin descanso, me recordaba más, a una puta en una caravana de comerciantes, que la reina
de los visigodos y princesa de la Roma Imperial, que yo era.
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I CONSURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
Pero faltaba otra batalla por ganar, la consistente en expulsar a los vándalos de Barcino, que fue
desalojada, ciudad ésta en la que conseguimos un emplazamiento seguro y permanecimos durante un
tiempo maravilloso e inigualable. Había quedado en cinta y esos meses en Barcino fueron el mejor
obsequio que Ataúlfo podría jamás ofrecerme. Con un clima similar al de Roma, un mar azul que adoraba
mirar y unos bosques espléndidos por donde paseábamos gozosos disfrutando del amor. Nuestro hijo nació
en un tiempo de paz exiguo a comienzos del año 415. La alegría nos desbordaba; un niño precioso que
pusimos por nombre Teodosio, en recuerdo de mi padre y para que Honorio viera un gesto de buena
voluntad por nuestra parte y aceptara el acercamiento de los dos pueblos y a su pequeño sobrino. Yo estaba
feliz, muy feliz.
Sin embargo, parecía que las desgracias nos perseguían como un lobo hostiga a las ovejas, pues a
las pocas semanas de nacer, nuestro hijo enfermó y nada se pudo evitar, con unas altas fiebres pereció.
Jamás antes intuí lo que sería el sufrimiento por la pérdida de un hijo, el dolor tan intenso igual a soportar
que un puño abriera mi pecho y me arrancara el corazón de cuajo, era un tormento como si trotaran cien
caballos sobre mi alma y sus pezuñas aplastaran mi garganta. La amargura me consumía y su padre
arrastraba una absoluta melancolía que ocultaba en solitario. El rey sin poder sobreponerse, ordenó la
realización de un pequeño cofre de plata, en el que colocamos con sumo cuidado a nuestro pequeño hijo,
luego cobijados por los amigos, nobles, generales y una gran cantidad de gente que nos apreciaba,
recorrimos las angostas calles de Barcino para depositar al niño en una basílica cercana.
Ataúlfo concentró todo su dolor en estudiar la manera de forjar el anhelado reino gótico, soñaba
arrojar a los suevos, vándalos y alanos de la provincia romana: Hispania; mientras yo imploraba a Dios por
mi hijo y pedía que me socorriera en mi angustia, tal y como ayuda a sobrevivir a las aves del cielo.
Desde nuestra retirada forzosa a través de los Pirineos. Los nobles godos sospechaban que el rey
no gobernaba con la lucidez necesaria, bien por su reciente desgracia, bien por su amor hacia mí y se
hallaban inquietos y preocupados. Existían difamadores de mala lengua que me achacaban todas las
adversidades ocurridas en los últimos meses. Al igual que un grupo de visigodos con un fuerte
resentimiento en contra de la dinastía baltinga, entre ellos Sigerico, que guardaba rencor hacia el rey tras la
muerte de su hermano Saro a manos de oficiales del monarca y que juró vengarle. No supe nunca con
seguridad quién fue el instigador de tan cruel vileza, podría lanzar los dados al aire y caerían todos de la
misma cara.
Era el mes de agosto de ese mismo año, un mes caluroso en exceso; el rey se sosegaba visitando
los establos, acariciando las crines de sus caballos y dando un paseo. Allí siempre se encontraba Dubius
realizando su trabajo, era un esclavo de corta estatura, en ocasiones Ataúlfo se burlaba de él por su talla
menuda. Aquel nefasto día el rey apareció por las cuadras como era su costumbre, Dubius le aguardaba y
veloz cual rata se abalanzó sobre él asestándole varias puñaladas, el monarca se desplomó agonizante. Me
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I CONSURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
avisaron con urgencia y corrí como una loca, presentía que algo horrendo acababa de ocurrir. Cuando le vi
en el suelo rodeado de su propia sangre supe que moría; sostuve su cabeza entre mis brazos, él me miraba
intentado una sonrisa de ternura y conformismo pero su mueca fue de insufrible dolor; de su debilidad se
repuso para decirme en un susurro: —Querida Gala te amo, siempre te amaré—. Miró a sus leales
sirvientes y manifestó: — El rey debe ser mi hermano Walia—. Su último suspiro lo exhaló tranquilo
mirándome a los ojos. Quedé ahí, en el suelo sentada, con su espalda apoyada en mis muslos y su cabeza
entre mis brazos; las lágrimas no cesaban de deslizarse por mi rostro e iban cayendo insistentes sobre su
cara, entre sus labios, posadas en sus ojos y en su cabello como si con ellas se fuera parte de mi alma. ¡Oh,
mi amado esposo!
Tan desvalida y perdida me sentía en esos fatídicos días, cual flor pisoteada por mil elefantes, que
no logre ver lo que acaecía a mí alrededor. Los nobles más antagonistas a Roma, votaron a favor de
Sigerico como rey, otro gran número de hombres fieles a Ataúlfo deseaban proclamar a Walia, que con
sus dotes diplomáticas conseguiría provechosos pactos para futuros acuerdos de coexistencia. Estos
últimos presentían que Sigerico, vengaba de esta forma la muerte de su hermano Saro. Era considerado un
vengativo asesino, usurpador del trono y que les traería la desgracia y la guerra. Pero fue entronado
Sigerico y lo primero que firmó fue la sentencia de muerte de todos los descendientes de la estirpe baltinga.
¡Mal comenzaba su reinado! De pronto su obsesión le hizo volver los ojos hacia mi persona. Yo, que aún
no había encajado la muerte de mi marido, que vivía abstraída por mis penas y recuerdos y que no pensaba
en mi futuro, él me presentaba un destino estremecedor. El nuevo monarca envió a unos guerreros a mis
aposentos para llevarme ante él, yo temblé ante tal petición puesto que conocía su ruindad y no confiaba en
que fuera para algo benévolo.
Me presentó ante una multitud ansiosa de bochornosos espectáculos donde fluyera la sangre y
finalizara con azotes, duros golpes y latigazos hasta la muerte. A empujones me llevaron de un lado a otro
del cadalso que había instalado para ajusticiar a los baltingos, que la muchedumbre pudiera verme con
claridad y comprobar como sufría. Comenzaron a rasgarme mi ropa, insultándome a gritos para que la
chusma pudiera escuchar, me abofeteaban mientras lanzaban injuriosas palabras, arrastrándome con fuerza
y traqueteando mi cuerpo; mientras tanto, Sigerico observando el desarrollo de la diversión, reía a
carcajadas satisfecho de su iniciativa. La sangre me impedía ver por uno de los ojos, saliendo a borbotones
de la ceja y la nariz, me apalearon la espalda, mi torso me escocía y quemaba como si me cayera encima el
magma de un volcán; maldijeron mi nombre y el de Ataúlfo, me ultrajaron con palabras y gestos soeces, la
humillación y el dolor acabaron con mi menguada entereza. Esa noche permanecí en el habitáculo de las
esclavas del rey, más parecido a una pocilga de sucios cerdos que a una morada para el descanso. Aún no
había amanecido cuando apareció un soldado ante mí, que presto me sacó a rastras ante el monarca que se
hallaba montado en su caballo a la puerta del lugar. Sin mediar palabra, el rey me ordenó caminar junto a
un grupo de desdichadas esclavas a las que deseaba enmendar con un ejemplar castigo. Anduvimos
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I CONSURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
alrededor de unas 17 millas romanas, Sigerico cabalgaba a unos pasos de distancia, amenazante con su
fusta ondeando en alto girándola con violencia y escupiéndonos a la cara. Cuando regresamos comenzaba
a caer la tarde, extenuada y hambrienta caí de rodillas dando gracias a Dios porque aquel suplicio
terminara; durante toda la caminata no supe hacer otra cosa sino rezar pues estaba convencida de que
antes de concluir el día estaría muerta. De igual manera pasaron seis días, con castigos, palos, insultos y
agresiones; hasta que una mañana el monarca no apareció y en su lugar fueron a recogerme un general y un
noble amigos de mi esposo, me llevaron a mi casa y ordenaron a mis sirvientes que me curasen las heridas,
asearan y acomodaran, y así lo hicieron mientras los señores aguardaron a que me repusiera. Ya en mi
cuarto recostada en mi asiento más confortable escuché lo que tenían que decirme. — Deseamos que os
recuperéis pronto; ya estáis a salvo y libre de agresiones—. El que había tomado la palabra era Ervigio, un
noble anciano muy apreciado por Ataúlfo por su sabiduría y doctos consejos. Y añadió, — Sabed que
Sigerico ha muerto a manos de un fornido guerrero, ya no tenéis nada que temer, el nuevo rey de los
visigodos es ahora Walia y lo que más desea es que os repongáis pronto, así quiere hacéroslo saber. El
joven monarca vendrá mañana a visitaros si a vos os place—. Con una inclinación de cabeza dio por
concluido su cometido.
Walia abrigaba la esperanza de ser un perfecto rey para su pueblo. Un pueblo hambriento que
necesita con urgencia encontrar unas tierras fértiles, sin tropezar con las legiones romanas en algunas de
sus provincias. Inició un avance hacia el sur, pero una tormenta le hizo regresar. Su relación con los
romanos era tensa, pero la necesidad de víveres le hizo al joven rey consentir en tratar con Constancio mi
traslado a Roma. A cambio recibieron 600.000 modios de trigo y su avituallamiento para que arrojaran de
Hispania a los pueblos bárbaros: suevos, vándalos y alanos. Con esta hazaña alcanzaron ser foedus, pueblo
federado y el reconocimiento a Walia de magister militum en la Hispania. Pero esto ocurrió bastantes años
después.
Con la ayuda del rey Walia y su fieles consejeros y nobles, salí de Hispania para no volver nunca
más. Allí dejé a mi hijo, a mi esposo y parte de mi vida, la parte más dichosa y a la vez la más trágica que
una mujer pudiera vivir.
*
*
*
Era el año 416 cuando emprendí el viaje de regreso a Italia. Lo primero que hice al llegar a
Rávena fue visitar a mi hermanastro el emperador Honorio. Él me recibió en una sala contigua al salón del
trono magníficamente decorada, me observó desde que entré por la puerta con una mueca en su rostro
entre sorprendido y fascinado, a continuación viró en torno a mí examinándome y comentó: — ¡Vaya,
ahora comprendo a Constancio! Ha transcurrido mucho tiempo, hará unos… seis años que no os veo
querida hermana, habéis cambiado, estáis bellísima—, varió su mirada sarcástica por un atisbo de lascivia
y yo, me afané en contestar, —Podéis perdonar el compromiso que pactasteis con el general Constancio,
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I CONSURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
ya que yo no deseo casarme y el general no os ha correspondido expulsando de la Galia e Hispania a
vuestros enemigos godos…, No, querida Gala, ahora son los godos quienes echaran a los otros bárbaros—.
Sin cesar de mirarme, sonrió argumentando: — ¿Perdonar?,
¡Qué decís!
Esto es un triunfo para
Constancio, se lo ha ganado…… Pero yo no me quiero casar ni con él, ni con nadie, mi dolor me
impide…—.Me interrumpió: —. ¡Los muertos Gala Placidia, bien muertos están! .Y vos consentiréis lo
que yo ordene; son arreglos políticos que no entendéis, ni comprenderéis jamás—; se le veía nervioso y
en cada sílaba iba alzando la voz; gritando añadió: —una mujer debe hacer lo que se le imponga, siempre
será así. Vos os casaréis con el general si no queréis morir aquí mismo bajo mi espada.
En el año 417 me casé, obviamente, no estaba enamorada pero me uní en matrimonio al general
Constancio vuestro padre. Había sido un soldado de carrera, responsable, fiel, buen militar que acabó con
las revueltas de Constantino en la Galia, por esto Honorio le había concedido el título de Patricio y más
tarde el de magister militum, no me cabe duda que sus dotes políticas influyeron en el vacilante Honorio.
Siempre fue un buen hombre y a mí me trató amablemente, ofreciéndome su cariño sin exigir nada. Con el
devenir de los años yo aprendí a amarlo, como se aprende todo en esta vida, con tiempo, y lo he añorado
constantemente tras su muerte.
Mis dos matrimonios no duraron mucho, ambos acabaron antes de los seis años, mis dos esposos
me veneraban con pasión, me adoraban pero no tuve suerte en esto, a la edad de 3l años quedé viuda por
segunda y última vez. Debía permanecer viuda si quería mantener la tutela de mis hijos y la administración
de mis bienes.
Durante estos años en Italia lo más bello que me ocurrió fue vuestros nacimientos. Tú, Honoria
fuiste la primera en nacer, eras una preciosa niña sonrosada y sana. Pero una prematura preñez nos dejó
perplejos, tan sólo transcurrieron unos meses cuando ya vivía en mí una nueva criatura, Valentiniano un
varón que afianzaba la sucesión de nuestro linaje y que colmaba de optimismo y alegría nuestra casa.
Aquellos fueron unos años de felicidad, tranquilidad y paz, en los que pude gozar de vuestra niñez.
Procuraba ser yo misma la que os cuidase y jugaba con vosotros en el atrio cerca del tablinium, cuando
vuestro padre se hallaba en casa; él disfrutaba al oíros reír y observar cómo gozabais de los juegos que yo
os enseñaba. Por desgracia estos años fueron escasos. Vuestro padre murió en el año 421, tan sólo unos
meses antes Honorio le había concedido el título de co-gobernador de Occidente que casi no ejerció. ¡Eráis
tan niños! No pudisteis ni conocerlo, si quiera.
A la muerte de mi esposo Constancio, vuestro padre, mi hermano me obligó a asistir en palacio a
unas celebraciones y valiéndose de su monarquía y poder, me llevó a otra cella donde quiso abusar de mí.
Desde ese momento comencé a preparar mi viaje a Constantinopla llevándoos conmigo. Además Honorio
dispuso mi destierro por hallarme implicada en cuestiones religiosas a favor de Bonifacio, pero este es
otro asunto. No debía permanecer ni un día más en Rávena. El viaje resulto extenuante y pesado, fueron
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I CONSURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
días de amarga navegación, soportando una terrible tempestad que hizo temer por nuestras vidas, donde
hice un voto a San Juan Evangelista si nos salvaba en aquel trance. Sin embargo avistar un futuro seguro y
cálido para vosotros me reconfortaba el ánimo, pues en Italia se perfilaba dudoso e inquietante.
Mediaba el 423, cuando moría en Rávena, Flavio Honorio, tras veintiocho años de un cruel y
pésimo reinado. Las intrigas palaciegas por ocupar el trono comenzaban su andadura; Castino un patricio
cercano a Honorio, ante las dudas de Teodosio II que gobernaba Oriente, optó por designar como
emperador a Juannes y a sí mismo, a cónsul. ¡Un usurpador reinando en Occidente! cuando el trono te
pertenecía a ti Valentiniano legalmente, por la Casa de Teodosio y por ser descendiente de la Dinastía
Valentiniana. Me sentí muy frustrada, temí que había fracasado y me enfurecí conmigo misma por no
tenerlo previsto. No averigüé los motivos por los cuales Teodosio II mi sobrino, dudara en su elección de
sucesor en Occidente; nunca confesó que él quisiera gobernar en ambos imperios, ni que le agradara
ningún otro aspirante; de este modo le presioné ante la evidencia de que el heredero legítimo era mi hijo
Valentiniano y así se lo hice ver. A pesar de tu corta edad, fuiste proclamado César por Teodosio II en el
año 424 en Constantinopla. Nos urgía el regreso a Italia. Dudé en dejarte a ti Honoria en aquella ciudad,
con la finalidad de que fueras instruida al igual que tus primas Pulcheria, Arcadia y Marina, pero preferí
que siguieras conmigo.
Volvimos a Rávena, en un tortuoso viaje protegidos por las tropas de Aspar, con la inquietud por
solucionar los inciertos lances que pudieran transgredir en contra de tu coronación como monarca imperial.
Al llegar supimos que habían derrocado al impostor y el camino hacia el trono lucía despejado. En el año
425 en Roma, a la edad de seis años te coronaron emperador de Occidente, desde ese mismo momento yo
me convertía en
regente. Unos años difíciles con desavenencias políticas con Flavio Aecio y
contrariedades en Oriente en el ámbito religioso. A pesar del vaticinio de Honorio, goberné con justicia y
razón para el bien de Roma y me mantuve firme en Occidente hasta el año 437 que cumpliste la mayoría
de edad. Recuerdo la magnífica fiesta con la que te obsequiaron tus súbditos, los nobles y el senado, una
gran celebración con todo esplendor y solemnidad, en la cual yo no pude disimular mi alegría, ni mis
lágrimas. Sospecho que lo recordáis; tu coronación Valentiniano fue un espectáculo grandioso digno del
mejor rey. ¡Qué orgullosa me sentía!
*
*
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Durante ese año 437, una vez que quedaron zanjados todos los asuntos de gobierno, en manos de
mis leales hombres de confianza y te advirtiéramos de los aspectos más acuciantes del momento, dejé el
poder en tus manos, querido Valentiniano, aunque tú sabías que siempre podrías contar conmigo en las
decisiones de Estado; y así me trasladé a Roma a las propiedades legadas por Constancio, que constituía la
domus donde vivimos recién casados. Una vez allí confortablemente instalada, con mis fieles servidores
que me aguardaban ansiosos y mis magníficas amistades que con celeridad organizaron una suculenta cena
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en señal de bienvenida, comenzó para mí otra nueva vida. Distinta, diferente a la vivida con los godos, a la
añorada vida con Ataúlfo, a la convivida con Constancio, a la que pasé en Constantinopla y, a los días en
que regí los designios de Roma durante estos últimos doce años. Una vida novedosa sólo para mí, con mis
insignificantes aficiones, con el encanto de tener la soledad como amiga; disfrutando de los paseos por la
ciudad, elevando mis rezos en San Juan Laterano o vagando por mi jardín; una vida que ha cierta edad se
ansía y añora. Libre y descansada como un pequeño gorrión, entre las ciudades de Roma y Rávena.
A parte de mis ratos de ocio donde solía leer algún texto clásico de los escritores romanos o
griegos, abordé la conclusión del proyecto que arrastraba en mi cabeza desde hacía un tiempo, impulsada
por realizar algo bello donde dar gracias a Dios, y cumplir mi promesa a San Juan Evangelista por
socorrerme cuando lo necesité. Se trataba de diseñar un mausoleo junto a la basílica dedicada a la Santa
Cruz. Las obras de la iglesia se iniciaron como sabéis, durante mi regencia y casi se hallaban terminadas, a
falta del boceto y ejecución del pequeño mausoleo. Emprendí los primeros dibujos lineales resguardada, en
lo qué fue el tablinium de Constancio, al poco tiempo me adapté a esa estancia que era como mi evasión
diaria de ajetreos, ruidos o alborotos. Soñaba con ver los mosaicos de azul profundo, las palomas
revolotear que yo imaginaba y respirar la calma que deben tener los panteones. En mi mente era bellísimo.
Últimamente llevaba una existencia recogida y dedicada a las obras de caridad y así, contribuí a sufragar
gastos para conclusión y embellecimiento de las Basílica de San Juan Laterano y San Pablo Extramuros.
Acabo este testimonio de mis vivencias y recuerdos con la fe puesta en Cristo y el consuelo de
vuestra comprensión; anhelo un perdón para mi impulsividad, mi coraje, cóleras o soberbia con la certeza
de que sabréis perdonarme. Mis sueños son a partir de ahora rezar por vuestra felicidad para que la vida os
acaricie en lugar de amargaros, que os mime en vez de oprimiros y que los tres sintamos la paz que Dios
promete a los seres que le aman. No preocupaos por mí, estoy muy orgullosa de vosotros y me siento
plenamente feliz. En tantas ocasiones he estado a las puertas de la muerte, que ahora que tengo sobrada
edad, no me aflige ningún temor; aguardo con esperanza, confiada en una vida plena con calma y paz
como Jesús nos dice.
A lo largo de mi vida he pasado por tantas vicisitudes que a veces no sé quién soy. Además de ser
princesa Imperial de Roma, fui nieta, hija, hermana, esposa y madre de emperadores romanos; prisionera
de los godos; esposa de un enemigo de Roma; reina de los visigodos, casada con un magister militum y
por último, regente del gobierno del Imperio Romano en Occidente.
Y ahora, gracias a Dios, ahora simplemente soy: ¡una mujer!
Os amo y os bendigo. Vuestra madre,
AELIA GALA PLACIDIA
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