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Transcript
INTRODUCCION
El vocablo ética proviene del griego ethos, cuyo significado se remonta a Homero,
para designar en sus obras la habitación, el hogar, la morada de hombres y
animales, Empero, el significado más conocido es el que desde Aristóteles se
refiere a ethos como “modo de ser” o “carácter” del hombre, sus costumbres, sus
disposiciones ante la vida (dentro de las cuales habremos de incluir desde luego a
la moral). El carácter, que se adquiere sobreponiéndonos a nuestros impulsos
biológicos, a nuestras tendencias instintivas, al pathos sensual, mediante el
empleo de la razón y la inteligencia, lo que da lugar a una vida virtuosa: “Ethos
deriva de éthos, lo cual quiere decir que el carácter se logra mediante el hábito,
que el éthos no es como el páthos dado por naturaleza, sino adquirido por hábito,
(virtud o vicio)”.’
El vocablo latino mos, moris del cual se origina el de moral, no contiene una
distinción tan rigurosa ni tan clara como la del griego; sin embargo, lo podemos
encontrar aplicado en varios escritos de la época, de una manera muy semejante
a la que existe entre éthos y éthos. Y mos, en el sentido más pleno de la palabra
significa también como modo de ser, carácter, costumbre.
La ética seria entonces, en el sentido etimológico, la teoría del carácter y de las
costumbres del hombre, implicando ya algunos aspectos esenciales de la
naturaleza humana, como: la racionalidad, la vida virtuosa, el bien, la rectitud, el
carácter, pero, quedando todavía incierta la idea del deber estrictamente ético que
dichas costumbres encierran; pues, en toda norma de conducta, ya sea religiosa,
jurídica o política, se contiene la idea de un deber determinado y toda norma,
socialmente considerada, tiene su origen en la costumbre, Por otra parte, hemos
constatado que los dos términos efectivamente se refuerzan mutuamente, pero el
significado etimológico de la ética nada nos dice respecto a como sería utilizado
en un futuro, para referirnos con él a la teoría de la moral, y que por moral se
entendiera aquello que hace referencia a las normas y valores que dirigen
nuestros actos, objetos de su estudio. Pues, si como hemos visto, las dos raíces
etimológicas han dado lugar a conceptos tan afines, ¿por qué no se ha llamado, a
contrario-sensu, moral al estudio de la ética? En última instancia, la cuestión no
seria más que de nombres ¿o fue por simple casualidad?
No es racional admitir como explicación la casualidad, y como la confusión en el
manejo de estos vocablos ha sido frecuente, y aún prevalece, por ello es
necesario procurar otra explicación más plausible.
Para ese fin hemos de recordar que la cultura griega, de donde se originó la
palabra ética, no es sólo cronológicamente anterior a la romana (asiento del otro
vocablo en cuestión), sino que además los griegos fueron los primeros en haberlo
integrado como un concepto, sujeto al análisis filosófico de su contenido.
Sabemos que la filosofía nace en Grecia, y en ella queda constituida la ética como
una de sus principales ramas, mucho antes que los romanos, quienes, por cierto,
no demostraron poseer grandes aptitudes para el conocimiento filosófico.
A partir, principalmente, de Sócrates; en Platón y Aristóteles se encontraba
estrechamente vinculada a la política.
El respeto a la tradición histórica tuvo que haber influido entonces en el hecho, de
que a la postre, se impusiera el vocablo griego para designar con él a la teoría
filosófica de la moral; y sea ésta la explicación que buscábamos, la cual no
provino, en este caso, de la correlación entre ambos términos sino de una
interpretación situada fuera de su estricto significado etimológico.
Intentemos ahora elaborar una definición real de ética, simplemente recopilando lo
ya dicho como “El estudio filosófico de la moral”, o con mayor amplitud: “Etica es la
rama de la filosofia que tiene por objeto de estudio la naturaleza moral de los actos
humanos y sus consecuencias en la vida social”.
Otras definiciones tomadas indistintamente serían las siguientes:
La Escolástica: “Ciencia del recto orden de los actos humanos conforme a los
principios fundamentales de la razón”.
Max Scheler: “Es la formulación, según leyes del juicio, de aquello que es dado en
la esfera del conocimiento moral”.
Jaime Balmes: “La ciencia que tiene por objeto la naturaleza y origen de la
moralidad”.
Es evidente que tampoco estas definiciones nos pueden resultar suficientemente
claras.
Por lo pronto, de lo único que podemos percatamos es que la ética se encarga de
estudiar a la moral; pero, ¿qué es realmente la moral?, ¿qué principios
fundamentan este tipo de conducta?, ¿qué distingue a la moral del trato social, del
derecho, de la política?, son algunas cuestiones que surgen de inmediato, y claro
está, precisamente por eso la ética existe para tratar de resolverlas. Pero,
entonces, ¿en qué sentido podemos hablar de una mayor precisión y
comprensión, como se supone es la que nos ha de brindar la definición real?
De entre la gran variedad de concepciones éticas, no podríamos elegir cualquiera
de sus definiciones sin comprender previamente la doctrina correspondiente en
que descansa.
Pero, la definición general propuesta tampoco aclaró demasiado lo que debe
entenderse desde un principio por moral. ¿A qué obedecen tantas dificultades?
Estas no se presentan (por lo menos con el mismo grado de intensidad) en otras
disciplinas o dentro de las ciencias naturales. Pero con la filosofía y las ciencias
humanas, la situación es muy diferente. La razón se debe seguramente a la propia
naturaleza tan abstracta de esta clase de conocimientos, provocada por la
profunda complejidad que presenta la naturaleza humana (no creemos que pueda
existir-científicamente considerado-objeto de estudio más difícil para el hombre,
que el hombre mismo). Admitiéndonos como seres constituidos con una doble
naturaleza: biológica y espiritual, todo estudio que emprendamos de nosotros
habrá de llevarnos inevitablemente a otros niveles de realidad y abstracción, de
los acostumbrados con el trato de las cosas, hechos o fenómenos de la naturaleza
empírica.
Además de lo anterior: “Una idea relativamente satisfactoria de una ciencia no se
puede lograr en el momento de iniciar su estudio, por vía de una definición, sino
solamente cuando uno se ha familiarizado con sus problemas; por lo tanto, no al
comienzo de un libro o de un curso, sino al final”.
Esta observación la considera el maestro Recaséns Siches aplicable
especialmente al estudio de la sociología, pero en la ética el problema se agrava
aún más, al prevalecer en ella una mayor confusión con la naturaleza de su objeto
de estudio, y discutirse por ende con mayores dificultades la posibilidad de una
metodología propia que le permitiera asentarse en un lugar seguro de la
investigación científica. La posible admisión de la ética en el campo de las ciencias
humanas se encuentra bastante más controvertida que en la sociología y demás
ciencias.
Distinción entre ética y moral:
Sin embargo, confundir ambos conceptos sería tan absurdo como confundir a
cualquier disciplina filosófica o científica, con su respectivo objeto de estudio. Por
ejemplo: el arte con la estética, el pensamiento con la lógica, los fenómenos
sociales con la sociología, los fenómenos físicos con la física, etcétera.
Ya hemos señalado anteriormente que la ética es la teoría filosófica (y
posiblemente científica) de la moral, y que ésta última está constituida por un
conjunto de normas, principios y valores con los que se regula la conducta
humana. Si para nosotros pudiera ya ser clara esta distinción, es necesario
advertir una vez más, que no siempre lo ha sido para muchos autores, y los
podemos encontrar indiscriminadamente utilizados a lo largo del tiempo, hasta
nuestros días. Se habla por ejemplo de “códigos éticos’’, como si fuera lo mismo
que decir “códigos morales”, de “conducta ética” que “conducta moral”, de ‘‘ética
profesional” en lugar de “moral profesional”, etcétera.
Pero lo grave ha sido, no tanto el uso indiscriminado de los vocablos referidos,
sino la confusión que este uso entraña respecto al contenido y fin de la ética. Al
confundirla con la moral, se ha querido ver en ella ese conjunto de disposiciones,
de normas o preceptos destinados a regular la conducta del hombre, señalándole
al mismo tiempo los fines más idóneos que ha de alcanzar en su vida. Pero, éste
no es directamente el objeto de la ética, sino más bien de la moral. La ética no
debe prescribir normas, ni resolver en concreto los problemas que incesantemente
se le presentan al ser humano en su vida de relación social. La ética es teórica y la
moral práctica. Por lo tanto, su tarea habrá de limitarse —lo mismo que en otras
actividades teóricas— a proporcionarnos una descripción o explicación general de
los problemas morales.
Ahora bien, si reflexionamos un poco advertiremos enseguida que la distinción no
puede ser tan tajante; lo teórico no se encuentra nunca tan completamente aislado
de lo práctico ni viceversa; por ello, en la ética también podemos percibir dicho
carácter, que indirectamente le sobreviene debido a la naturaleza del objeto de su
estudio, es decir, dado precisamente por el carácter normativo de la moral.
El hombre es el único ser capaz de modificar su conducta desde la base de su
propio autoconocimiento. La reflexión teórica que efectuemos sobre la moral, irá
modificando nuestra manera específica de responder a los problemas que de
continuo nos depara nuestra existencia, es decir, nuestra propia vida moral.
En la época clásica de la filosofía griega, esta confusión teórico-práctica es
bastante comprensible, dado que en dicha época —como en otras posteriores—
aún no se distinguían con precisión las relaciones y diferencias entre la filosofía y
la ciencia. La filosofía lo abarcaba todo, y por eso mismo no se contaba todavía
con suficientes criterios de objetividad, como ocurrirá siglos más tarde con el
desarrollo de las ciencias particulares.
Esas éticas de bienes o de fines aspiraban a ofrecer un concepto determinado del
bien moral: la “felicidad”, el “placer”, la “virtud”, etc., considerados cada uno de
ellos como el fin supremo del hombre, hacia el cual éste debería dirigir su vida e
indicándole al mismo tiempo los medios más idóneos para lograrlo. Pero, ¿tal
diversidad de fines pro puestos no revelaba a su vez una gran disparidad de
criterios?
Aristóteles, por ejemplo, dentro del marco de su concepción eudemonista (del
griego eudemonía: felicidad), afirmaba textualmente en su Ética a Nicórnaco, que
el fin principal de la ética es práctico, es decir, hacernos buenos o virtuosos:
“Nuestra labor actual, a diferencia de las otras, no tiene por fin la especulación. No
emprendernos esta pesquisa para saber qué sea la virtud —lo cual no tendría
ninguna utilidad—, sino para llegar a ser virtuosos. .
Aún así, la ética de Aristóteles es un claro testimonio del conflicto que divide su
genio entre un realismo concreto, fundado en la observación, y un intelectualismo
especulativo, metafísico y muy sistemático, que también quiere ser realista. Por
ello, el caso de Aristóteles debe ser visto —dentro de ciertos límites— como una
excepción al metafisicismo de ese período, que no le impidió caer de todos modos
en la confusión antes indicada.
Hemos de admitir entonces que la Ética, sin un adecuado fundamento objetivo,
real, enmarcado en el ámbito de las condiciones históricas y sociales sobre el cual
giren sus reflexiones, puede fácilmente confundirse con la moral y asumir un
carácter excesivamente normativista, pues al quedar confinada únicamente en el
nivel abstracto y a-priorístico de la metafísica —como en el caso de los griegos y
otros sistemas—, el “deber ser” de las normas, y los valores que las fundamentan,
se postulan como necesarios desde la perspectiva ideal de cada doctrina que los
interpreta conforme a su arbitrio; a-priori se piensa en el deber que habrá de
regular nuestra conducta. Pero la ética no es un conjunto de deberes, ni de
normas o de valores, sino un conjunto de reflexiones teóricas acerca de esas
obligaciones normativas basadas en la observación de los actos reales de la
conducta. No es, ni debe ser, una pura especulación vacía de todo contenido
empírico.
Será a partir de la Época Moderna (siglo XVII en adelante) con el inicio y
desarrollo de las ciencias naturales y, sobre todo, el de las ciencias humanas
(siglo XIX) cuando se podrá contar con mejores argumentos metodológicos para
comprender el esencial papel que desempeñan los aspectos de la observación,
objetividad, sistematicidad, y demás vías metódicas de la ciencia. Ellas nos
permiten reconocer más fácilmente ahora, cuándo nos encontramos con sistemas
éticos demasiado abstractos y alejados de la realidad, y cuándo, y en qué sentido
las especulaciones de esos sistemas deben conservarse para extraer de ellos una
ática más científica. De hecho su valor teórico es enorme e insustituible, además
de servir de guía en las observaciones empíricas, pues tampoco se trata de
alcanzar el extremo opuesto del positivismo y rechazar por “inverificables” las
grandes construcciones metafísicas del pasado.
Aplicando estas consideraciones a la ética, su carácter práctico o normativo, no le
sobreviene directamente, ya vimos, por su propio método, sino derivadamente por
la índole de su objeto de estudio: la moral.
¿Para qué sirve la ética? Formulada de esta manera la pregunta ya contiene en sí
misma el vicio del criterio utilitario. Desearíamos responder a veces: ¡para nada!,
aunque segura mente ésta no sería una respuesta muy satisfactoria para muchos.
La ciencia no requiere de justificaciones pragmáticas: la verdad se justifica a sí
misma en cuanto valor; la dedicación vital al análisis teórico cuenta con su propio
fundamento de legitimidad. El verdadero científico está igualmente satisfecho de
sus investigaciones, aun cuando éstas carezcan de una aplicación técnica
inmediata. Sólo puede preocuparse —o debiera hacerlo— en los muy lamentables
y frecuentes casos de aplicación técnica destructiva a que pueden conducir sus
investigaciones (problema ético), contra el hombre mismo o contra la Naturaleza.
La ética tendrá pues que limitarse a investigar la realidad moral, procurando
simplemente describir y hacernos comprender (más que explicar, en el sentido de
la distinción señalada por Max Weber, que veremos más adelante) dicha realidad
del modo más objetivo posible.
Por ello será también necesario que sea muy cuidadosa al emitir sus juicios de
valor, pues a la ética no le corresponde juzgar de un modo absoluto y definitivo la
naturaleza buena o mala de los actos humanos acaecidos, así como tampoco
imponer de una manera pura mente a-priori y como válido universalmente, un
determinado sistema de moral al que debiéramos ajustar nuestra conducta —las
concepciones a-priorísticas y absolutistas de la metafísica ya no tienen en nuestra
época la misma preponderancia que tuvieron en el pasado, debido precisamente a
la introducción del espíritu de objetividad que trajo consigo el desarrollo de las
ciencias. Los juicios de valor, nada tienen que hacer en ellas.
Sin embargo, en la ética estos juicios adquieren obviamente una importancia
extraordinaria y es prácticamente imposible evitarlos. Su carácter normativo,
hemos dicho, es indirecto, pero es muy difícil mantenerlo siempre así, pues ella
posee como objeto conciso de estudio una clase particular de valores: los de la
moral, por eso requiere un esfuerzo mucho mayor en este terreno sostener el nivel
objetivo de la mera descripción o explicación, sin introducir frecuentemente
nuestros propios criterios axiológicos. Tal vez esta ha sido una de las mayores
causas de confusión entre la ética y la moral.
Por otra parte, no es indispensable evitar totalmente en ella esta clase de juicios,
pues a lo sumo, la ética no podrá más que aspirar a un bajo nivel de objetividad.
Este nivel adquiere un carácter muy específico que luego estudiaremos. Lo que
afirmamos, por lo pronto, es la necesidad de evitar las tendencias impositivas o
excesivamente rectoras de la ética, manteniendo siempre de manera consciente la
delimitación de niveles o puntos de vista respectivos, entre la subjetividad personal
de las opiniones y la objetividad científica. Entendida dentro de estos límites, es
perfectamente legítimo e incluso necesario que la ética efectúe la crítica
correspondiente a los diversos sistemas de moral, y se apunten o sugieran las
posibles soluciones a sus problemas (estrechamente unidos al campo de otras
ciencias: políticos, sociales, jurídicos, etc.). Este examen crítico permitirá extraer
los lineamientos teóricos de una moral universal que sirvan de orientación en el
desarrollo de dichos sistemas.
Podemos observar entonces que la normatividad en la ética presenta una gran
importancia. Se trata, en definitiva, de reconocer que sus reflexiones están
encaminadas a despertarnos una mayor conciencia y capacidad crítica, que
permitan una mejor disposición o aptitud para resolver los problemas morales que
incesantemente nos depara la existencia, tanto en el plano personal como
colectivo.
En estos sentidos la ática puede ser considerada efectivamente como una ciencia
normativa o práctica, pero ya vimos que sólo adquiere este carácter dentro de
ciertos límites.
Origen de la Moral y de la Ética.
Por su conciencia y libertad el hombre es el único ser de este mundo en cuya
naturaleza radica la moral. El origen de estas modalidades especificas no debe
buscarse fuera de su propio ser, sino en él y en los restantes caracteres que lo
constituyen esencialmente y lo distinguen de los demás seres.
No es propiamente en la sociedad donde se origina la moral, sino en el hombre
mismo, que es el portador potencial de esas cualidades esenciales que lo
caracterizan desde un principio como un ser humano en cuanto tal (razón,
conciencia, libertad). La sociedad es el trascendental medio que hace posible su
surgimiento y desarrollo, pues en el estado de aislamiento estas cualidades
hubieran permanecido estacionadas o encerradas en su propia potencialidad.
Fue necesario desde los primeros tiempos que el hombre entrara en contacto y
comunicación con sus semejantes para que se iniciara el proceso de su
desenvolvimiento. Al encontrarse frente a frente, el yo de cada uno se convierte en
algo así como el espejo en que se refleja el yo del otro. El “yo” y el “tú” son
correlativos en la formación de la conciencia individual de cada uno de nosotros.
Yo no sería yo mismo sin el tú de los otros, como ellos a su vez necesitan de
nuestro propio yo —que es tomado como un tú— para la formación de su yo
conciente. En medio de esta correlación se desenvolvieron las relaciones
interhumanas, como una intersubjetividad inseparable de la cual brotaron la
conciencia, la libertad y demás aspectos esenciales de su naturaleza, así como la
capacidad de con templar y realizar los valores de la cultura.
Sin los elementos constitutivos de la moral —puede afirmarse con toda
seguridad— la sociedad misma no hubiera llegado a integrarse en sus
instituciones, ni hubieran surgido a la conciencia los demás valores de la cultura, y
el hombre tal vez hubiera quedado condenado a llevar una existencia ahogada por
el instinto.
Ahora bien, antes habíamos afirmado que la moral es práctica porque las normas
y valores que la constituyen están dirigidos a regular la conducta de los individuos
en su vida de relación social.
Ante tal o cual problema que de continuo nos depara la existencia —dado que el
hombre tiene que construir constantemente su vida por ser conciente y libre—,
encontramos en esas normas, principios y valores, que en la sociedad se
trasmiten, una orientación indispensable en la interminable tarea de las decisiones
que hemos de tomar a cada instante.
Esos problemas pueden ser cotidianos y aparentemente de escasa trascendencia
social, por ejemplo: ¿ debo realizar este trabajo que reclama un arduo esfuerzo, o
postergarlo para disfrutar de otras actividades más placenteras?, ¿es conveniente
la lectura de este libro para mi formación cultural, o debo abandonarlo por otro
más constructivo?, ¿qué hacer ante esa actitud inesperada de mi amigo, debo
señalarle su error o esperar hasta que él mismo lo reconozca?, ¿asistiré a esa
reunión social o a ese espectáculo denigrante?. . . U otros de notoria gravedad en
los que resulta evidente el amplio campo de afectación social, como: la
deshonestidad en las distintas profesiones, la corrupción política, el tráfico de
enervantes, la trasmisión de rumores calumniosos, el espionaje en contra de una
nación, etc., en los que va de por medio la vida, la salud mental y física de un gran
número de personas, así como la propia estabilidad de la sociedad.
Pero sea cual fuere la trascendencia de nuestros actos, su naturaleza moral nos
acompaña siempre a donde vayamos, así sea en los momentos más íntimos de
soledad como en las actuaciones públicas de mayor relevancia. Porque somos
seres constitutivamente morales, pues nuestra vida está envuelta por una infinidad
de compromisos irrenunciables, que deben resolverse desde la base de nuestra
conciencia y libertad.
Si conforme a lo dicho en páginas anteriores, la moral es práctica, ¿esto significa
que nuestras actuaciones podrían carecer de un fundamento teórico que las
guiara debidamente? Por supuesto que no. La conducta práctica del hombre no
puede ejercerse —aunque quisiera— de un modo completamente instintivo; lo
práctico tampoco puede desligarse totalmente de lo teórico, es decir, de las
reflexiones racionales que justifiquen el sentido de los actos realizados o que
están por realizarse.
Con esto, ¿la ética también nace con el hombre y se desarrolla una vez que éste
inicia el proceso de sus interacciones sociales?
Ya anteriormente fue señalado el carácter teórico de la ética, y si lo teórico no
puede separarse en definitiva de lo práctico, ni éste de aquél, entonces ¿el
surgimiento de ambas es concomitante?
En efecto, así es, sólo que aquí será necesario establecer una distinción muy
importante. La ética de que estamos hablando es una ética que podríamos
calificar de carácter todavía muy personal, en virtud de que sus reflexiones
teóricas se efectúan en torno a la infinitud de problemas morales que cada uno de
nosotros debe resolver, en medio de la multitud de circunstancias concretas que
envuelven nuestra existencia.
No es esa la ética propiamente dicha. La que entendemos con este nombre es la
que hemos visto nacer en el ámbito de la filosofía —y tal vez veamos en la ciencia
—y que aparece en una determinada etapa histórica de la humanidad. Nos
referimos desde luego a la ética que los griegos elevaron a ese nivel, por la
profundidad de sus reflexiones y el carácter general y abstracto de los problemas
abordados, además del rigor, sistematicidad y enlace entre unos y otros, que
desde entonces marcaron la pauta a los subsiguientes sistemas que se han
elaborado.
A grosso modo, podemos entender el proceso de la siguiente manera: al principio
predominaron los impulsos de carácter intuitivo e instintivo del hombre primitivo,
para sobrevivir en medio de las implacables condiciones naturales, con muy
escasa conciencia reflexiva de las decisiones tomadas.
Pero conforme transcurrió el tiempo y creció la complejidad de necesidades y
relaciones contraídas, paulatinamente, por el fenómeno mismo de la convivencia e
interacción social, fue desarrollándose esa capacidad reflexiva, hasta el punto de
poder desligarse parcialmente de la absorbente atención que reclamaban los
problemas más inmediatos. El paso de la vida nómada a la sedentaria propició ese
desarrollo.
El surgimiento de la filosofía se dio en Grecia a finales del siglo VII, (A.C) entre
otras causas, porque suponemos que hasta ese tiempo y lugar fue posible que la
razón se liberara suficientemente del peso de esas necesidades tan urgentes
(gracias en gran parte a los esclavos), así como del sentido mítico, mágico o
poético como se interpretaban la mayor parte de los fenómenos naturales o
humanos, en las etapas precursoras de su formación. Como sabemos, el filósofo
griego que se consagró como nadie antes a la ética, fue Sócrates (siglo y),
convirtiéndola hasta nuestros días en una de las ramas fundamentales del
pensamiento filosófico.
Desde Sócrates la ética se vuelve una teoría de inapreciable valor para el
perfeccionamiento de nuestra ética personal, a la que podrá enriquecer y
fortalecer hasta el límite marcado por nuestro interés, capacidad y circunstancias
en que se desenvuelve nuestra propia vida moral.
LA ETICA EN EL CONTEXTO DE LA FILOSOFIA Y DE LA CIENCIA
La definición de filosofía también suscita serias dificultades. Si nos atuviéramos
únicamente a sus raíces etimológicas obtendríamos un concepto demasiado vago
y equívoco, además de insuficiente para quien aspire a formarse una noción
preliminar muy clara e ilustrativa. En efecto, la palabra filosofía, compuesta por las
voces griegas philós y sophía; phi del verbo phi (amar), y sophta: sabiduría,
quiere decir: “amor a la sabiduría”. Pero, ¿quién no ama la sabiduría?, ¿qué
persona, que se jacte de ser normal, no desea saber algo? “Todos los hombres
tienden por naturaleza al saber”, nos señala Aristóteles al comienzo de su
Metafísica. Es imposible adoptar una actitud de total renuncia ante el saber, pues
incluso en el caso extremo de la filosofía escéptica, sus representantes afirman
más bien que la verdad es relativa a cada sujeto (salvo el caso de algunas
actitudes más radicales, como la del sofista Gorgias de Leontini), la mayoría de
ellos adoptan al menos el punto de vista subjetivo ante el problema del
conocimiento.
Vemos pues, de acuerdo con la definición etimológica, que todo ser humano es
por naturaleza filósofo, pues todos deseamos en alguna medida conocer o saber
algo. Y así nos percatamos que dentro de esa definición puede quedar incluido
tanto el saber vulgar, acientífico, como el saber propiamente filosófico.
Nos vemos entonces, obligados a recurrir a la definición real o esencial, en donde
también se harán patentes un nuevo tipo de dificultades. Si nos atuviéramos a
cualquiera de las definiciones propuestas por algunos de los filósofos más
destacados de la historia de la filosofía, podríamos observar que no coinciden, que
hay gran variedad de criterios, y puntos de vista opuestos. De ahí que no es
conveniente aceptar desde un principio cualquier definición, pues cada filósofo
elabora sus particulares conceptos dentro de su sistema o doctrina.
Por ello, no sólo no es conveniente, sino que carece de sentido, que al inicio de un
curso de filosofía, ya sea a través de la lógica, de la ética, o cualquiera otra de sus
ramas, se adopte sin un claro fundamento una o más definiciones escogidas al
azar o por simples razones de gusto.
La elección deberá hacerse después de un considerable esfuerzo y de un largo
recorrido por la historia de la filosofía, que permita comprender el sistema en que
tal definición se sustente.
No es pues una definición particular de filosofía la que debemos buscar al
principio, si no una general, susceptible de adaptarse a cualquier sistema o
doctrina.
Ahora bien, desde el momento en que planteamos la necesidad de formular una
definición de tal naturaleza, estamos significando con ello, que, a pesar de las
diferencias y diversidad de criterios observables, también es posible encontrar
elementos esenciales que unifican y extienden ese concepto. Efectivamente,
dentro de la gran variedad de teorías filosóficas y sus respectivas definiciones, hay
elementos comunes que se mantienen constantes y son los que precisamente
habrá que extraer mediante la aplicación de algún método o métodos adecuados.
Estos son: el histórico y el sistemático (ambos de carácter analógico).
El método histórico consiste en extraer la esencia de la filosofía comparando los
principales sistemas en sus rasgos comunes y constantes a lo largo de la historia.
El método sistemático trata a su vez de delimitar el ámbito propio de la filosofía
contraponiéndola con aquellos otros productos de la cultura con los que mayor
afinidad sostiene, a saber: la ciencia, el arte y la religión.
Por el momento nos ocuparemos sólo del histórico. Pero, antes de utilizarlo, es
necesario observar en una breve exposición, algunas de las más conocidas
definiciones particulares de filosofía y constatar de esta manera las diferencias a
que nos referíamos antes:
“Ciencia del Ser en cuanto Ser’’, o bien “La ciencia no de cualquier verdad, sino de
aquella que es origen de toda verdad”. (Aristóteles)
“Ciencia de todas las cosas, por sus últimas causas, a la luz natural de la razón “.
(Sto. Tomás)
“Actividad que procura con discursos y razonamientos la vida feliz “ (Epicuro)
“Ciencia de todas las cosas posibles, que muestra por qué y cómo son posibles “.
(C. Wolff)
“Conocimiento racional por principios, previa crítica de la razón, y puestos los
límites y alcances del conocimiento. “. (Kant)
“Ciencia de los valores universalmente válidos “. (Windelband)
“La Idea que se piensa a sí misma”, “el saberse a sí mismo del Espíritu Absoluto
(Hegel)
“Sistema general de concepciones sobre el conjunto de los fenómenos”. (Comte)
“El conocimiento completamente unificado “. (H. Spencer)
“El esfuerzo para alcanzar una intuición universal del mundo y de la vida, que
satisfaga las exigencias de nuestra razón y las necesidades de nuestro
sentimiento “. (G. Wundt)
“Ontología fenomenológica universal basada en la hermenéutica de la existencia
humana “. (M. Heidegger).
Platón y Aristóteles, Descartes y Leibniz, Kant y Hegel son algunos de los
principales filósofos que la humanidad ha consagrado siempre, sin lugar a dudas,
con ese título, y a ellos se remite para obtener las características esenciales de la
filosofía.
Examinados a fondo nos dice que los sistemas de estos filósofos presentan una
marcada tendencia a la universalidad, una orientación a la totalidad objetiva. Esta
es una diferencia muy precisa que se distingue claramente del trabajo de cualquier
especialista, pues éstos atienden siempre a determinados sectores de la realidad,
a delimitados objetos cognoscibles. Las ciencias se encuentran bastante más
restringidas, que la filosofía, en el sentido de esa limitación que trae consigo el
carácter particular de sus objetos de estudio.
Otra característica esencial que podemos encontrar en los sistemas enumerados
es la racionalidad, a diferencia por ejemplo de la actitud mítica en las etapas prefilosóficas. Pero estas notas aún no son lo suficientemente explícitas. Es necesario
ahora considerar a los distintos sistemas en sus conexiones históricas y dejar de
analizarlos individualmente.
“Sócrates, quien intenta convertir toda acción humana en un hecho consciente, en
sabiduría, dice que: El sabio es quien trata de conocerse a sí mismo, pero
reconoce al mismo tiempo su propia ignorancia. La felicidad suprema sólo puede
alcanzarla el hombre que reconoce estos principios y vive una vida virtuosa.
La máxima virtud socrática es la sabiduría. El mal no es más que ausencia de esta
virtud en el hombre; por lo tanto, no hay estrictamente hablando buenos ni malos,
sólo sabios o ignorantes. Quien conoce el bien no podrá dejar de practicarlo. Esta
tesis socrática ha sido interpretada como un “determinismo intelectualista” que
niega nuestra libertad; sin embargo, creemos que puede intentarse otra
explicación, que posteriormente analizaremos.
La enorme importancia de este filósofo consiste sobre todo en haber recuperado la
autenticidad filosófica, la actitud de pureza por la verdad que en manos de los
sofistas había quedado hundida en el escepticismo, por encaminar al espíritu a
superar las contradicciones de la razón y procurar los conceptos esenciales de las
cosas, en su actitud humanística, en sus profundas reflexiones éticas y en haber
preparado el camino de sus grandes seguidores: Platón y Aristóteles.
Platón, su célebre discípulo, extiende nuevamente el ámbito de la filosofía, pues
vuelven a ser objeto de su profundo interés los problemas metafísicos y científicos,
además de los éticos, que siguen ocupando un lugar central en su pensamiento.
Para Platón, la filosofía surge de un rechazo, de un extrañamiento ante la
existencia de las cosas materiales de este mundo, que la mayoría de los hombres
consideran perfectamente naturales. Lo que aparece frente a nuestros sentidos es
ilusorio y engañoso; hay que trascender la realidad material que sólo da lugar a las
opiniones y alcanzar el conocimiento universal y necesario del mundo de las
ideas.
De esta manera Platón divide la realidad en dos mundos: el de las ideas y el de
las cosas sensibles, y la comunicación que puede haber entre ambos la explica
con la simple idea de la “participación”, que será profundamente criticada por
Aristóteles.
En Sócrates y más en Platón, de acuerdo con lo expuesto, la filosofía se plantea
como una autorreflexión del pensamiento sobre sus valores teóricos y prácticos
más importantes, sobre la valía de lo verdadero, lo bueno y lo bello”.
Con Aristóteles (siglo IV a.C.) la filosofía adquiere un rigor jamás alcanzado hasta
entonces. Su teoría metafísica, conocida como hylemorfismo (hylé: materia, morfé:
forma) reúne a las ideas genéricas y especificas de las cosas en las cosas
mismas, en una unión que sólo es separable mentalmente, con la abstracción. El
dualismo platónico había escindido la realidad en dos mundos; ahora, el realismo
de Aristóteles permitirá que el mundo trascendente de las ideas de Platón se
convierta en algo inmanente a las cosas individuales; en un devenir en el cual, el
concepto puro de la cosa pasa de la potencia que se encuentra en la materia, al
acto o actualización de la potencia en la forma de lo real. Pero, el devenir no se
consuma nunca de un modo total; sólo un ser perfecto podría ser considerado
como acto puro o forma pura, principio y fin de todo cuanto existe, primer motor o
primera causa suprema de todo lo existente, este ser es Dios. De este modo, la
metafísica aristotélica desemboca en una teología, y se establece una nueva
concepción del Ser y de la realidad, en la cual la existencia del movimiento y de
las cosas individuales es recuperada nuevamente con el consiguiente beneficio
para la ciencia.
La filosofía de Aristóteles significa la mayor síntesis de la filosofía griega, con él
culmina y se enriquece enormemente todo el pensamiento anterior. Es de los
filósofos que marcan límites o señalan etapas determinantes en la historia del
pensamiento. Su lógica por ejemplo, con las escasas modificaciones que ha
sufrido, ha regido en gran parte la manera de pensar del hombre occidental y
estructurado en muchos aspectos los elementos del conocimiento científico.
Pues bien, comparando los sistemas que acabamos de analizar, Hessen
encuentra otras dos notas esenciales que más tarde vendrán a formar parte de la
definición que andamos buscando: La filosofía socrático-platónica se puede
caracterizar como una concepción del pensamiento, así como el rasgo distintivo
más general del pensamiento aristotélico sería una concepción del universo.
Pasemos ahora a considerar el pensamiento de los estóicos y epicúreos.
Nacen estas dos escuelas en una época de profundos cambios políticos y
sociales. Con la muerte de Alejandro Magno (323 a.C.) se anuncian ya los
síntomas de la caída del Imperio Griego, para que otro gran imperio, el Romano,
venga a continuar la labor de desarrollo de nuestra civilización occidental. Durante los tiempos de crisis y de grandes transformaciones, resulta muy difícil
poder continuar la labor filosófica en el plano tan abstracto de la metafísica; por
ello, ésta cede su lugar a los problemas morales, que son los que reclaman una
atención más inmediata.
A pesar de que estas escuelas continúan con la división de la filosofía establecida
por Aristóteles, y no dejan de ocuparse por completo de los problemas
metafísicos, lógicos, cosmológicos, etc., su aportación en esos terrenos es muy
escasa. Lo que los distingue es sobre todo su actitud práctica ante la vida con sus
máximas y sus consejos ante el infortunio. Las profundas reflexiones que llevan a
cabo para mantenerse imperturbables, con suficiente paz interior, aunque el
mundo en torno esté derrumbándose.
El ideal del sabio estoico es vivir estrictamente conforme a la razón, sin importar el
placer, el dolor, o la felicidad que puedan sobrevenir.
Los epicúreos, más moderadamente, aceptan el placer, aunque en el fondo
coinciden con los primeros, pues no se trata desde luego del placer puramente
sensual el que ellos preconizan sino el de mayor efecto y duración, que es el del
espíritu.
Por todo esto, Hessen nos hace ver que con los estoicos y epicúreos la filosofía
vuelve nuevamente a convertirse en una reflexión del pensamiento sobre sí
mismo, pero con la peculiaridad de un notable empobrecimiento comparada con
los conceptos socrático-platónicos.
En la Edad Moderna (siglo XVII) con los sistemas de Descartes, Spinoza y Leibniz
se revive el espíritu aristotélico, al destacarse prioritariamente la importancia del
conocimiento objetivo del mundo. René Descartes simboliza, mejor que nadie, la
nueva actitud de inseguridad que le sobreviene al hombre moderno al querer
descifrar los enigmas del Universo o de la Naturaleza con los limitados poderes de
su razón. Después de diez largos siglos medievales de imposición dogmática
determinados por la religión cristiana, pasando por el Renacimiento, la Edad
Moderna quiere independizarse lo más posible de toda autoridad y de todo dogma.
Descartes va en busca de un principio inconmovible que le permita cimentar a la
ciencia; este principio es la duda misma.
Descartes duda de toda la tradición, pero no puede también dudar de la propia
duda en su espíritu; por ello deduce que él existe al pensar que está dudando.
Ahora bien, una vez fundada su existencia en el pensamiento, tendrá que salir de
sí para demostrar la existencia del mundo; pero esto le plantea un gran problema:
los sentidos no bastan para admitir la existencia de las cosas, éstos pueden
engañarme, y de hecho así ocurre frecuentemente.
¿Cómo demostrarlo por la vía racional?
Hacer depender la existencia del objeto en el sujeto que lo piensa, es idealismo; y
Descartes asume esta posición gnoseológica, al grado de convertirse en su
fundador inicial de esta época. Pero es un idealismo subjetivo que es fácil presa
del solipsismo: existo yo y mis pensamientos. Para romperlo se verá obligado a
acudir a la existencia de Dios, pues, sólo si Dios existe, el mundo existe.
Podemos observar que Dios no es para Descartes más que el puente necesario
entre el sujeto pensante y el mundo. Basándose en el argumento ontológico de
San Anselmo, nos ofrece diversas pruebas muy interesantes. Pero queda en pie el
problema: ¿cómo puede el sujeto conocer el mundo ya conquistado en su
existencia?, ¿cómo la sustancia pensante, la “rescogitans” puede comunicarse
con el mundo material, que Descartes reduce a la pura extensión, la “res
extensa”?
Baruch de Spinoza, el filósofo judío-holandés trata de resolver el dualismo
cartesiano de las dos sustancias en una sola: Dios. Su concepción filosófica se
resuelve en un franco monismo-panteísta que lo lleva a negar la existencia de la
libertad en el hombre. Todo se encuentra causalmente determinado; el único ser
libre es Dios, el hombre sólo puede serlo en un sentido completamente negativo,
pues, por su conciencia, sólo es libre en la medida que se sabe determinado por la
causalidad y la necesidad.
Gotfried Wilhelm Leibniz (siglo XVIII) concluye este período racionalista e idealista
que se inicia con Descartes. Adquiere gran interés por la escolástica y la tradición
griega que viene a sintetizar en gran parte. Especialmente de Aristóteles toma su
idea de sustancia y se preocupa como él de recuperar la existencia de la cosa
individual, del movimiento y de un concepto muy descuidado por sus antecesores:
el de fuerza.
Frente al dualismo cartesiano y el monismo-panteísta de Spinoza opone su
concepción pluralista de las ‘‘mónadas” en una “armonía preestablecida”. Las
mónadas son las unidades más simples e indivisibles de las sustancias y su
comunicación es posible, a pesar de “no tener ventanas”, por la voluntad de Dios
que desde un principio estableció su lugar, sus funciones correspondientes y sus
posibilidades. La idea de Dios, expuesta en su Teodicea, lo conduce a expresar su
famoso optimismo metafísico de que “éste es el mejor de los mundos posibles”,
pues la omnipotencia y la bondad supremas son atributos innegables de la
divinidad.
Immanuel Kant (siglo XVIII) lleva a cabo su tarea con un espíritu semejante al de
Platón; “La filosofía nuevamente acepta el sello de la autorreflexión, de la
autoconcepción del pensamiento’ ‘.
De la misma manera que, en Platón decíamos, se enriquece la filosofía al
ocuparse nuevamente de los problemas metafísicos, cosmológicos, etc., además
de los éticos que son básicos en su obra; en Kant, por lo contrario, sus primeros
trabajos filosóficos se constituyen como una teoría del conocimiento científico, que
al mismo tiempo se convierten en una crítica de la metafísica como ciencia, para
posteriormente ocuparse de los problemas éticos y estéticos. Este plan, que
además se encuentra deliberadamente trazado por el propio Kant, se expresa
claramente en el título y sucesión cronológica de sus tres principales obras: Crítica
de la Razón Pura (Filosofía de la Ciencia), Crítica de la Razón Práctica (Filosofía
Moral) y Crítica del Juicio (Filosofía del Arte).
Las fuentes originales más importantes y más cercanas de su pensamiento son el
racionalismo idealista de Descartes, Leibniz, Wolff y el empirismo de Hume. Y
Kant viene a equilibrar ambas corrientes. Con su idealismo crítico y trascendental,
de carácter subjetivo, se enfrenta a las concepciones absolutistas y autoritarias del
racionalismo metafísico, que quieren imponerse a la experiencia, para, al mismo
tiempo, buscar la superación del relativismo empirista incapaz de admitir ningún
principio o ley universal de la razón.
Por otra parte, Kant nos hace ver, que el puente entre el sujeto pensante y el
objeto, es decir, entre el hombre y el mundo no es Dios, sino el sujeto
trascendental del conocimiento científico. La existencia de Dios es uno de los tres
postulados en que desemboca la Crítica de la Razón Práctica, además de la de la
libertad y la inmortalidad del alma.
El sujeto trascendental de la ciencia significa la síntesis entre los sentidos y la
razón, que no es más que el enlace que de hecho existe entre las intuiciones
puras a-priori de la sensibilidad, con las categorías o ideas a-priori de la razón.
Manuel Kant tiene una importancia decisiva como filósofo mediador entre dos
épocas, pero, al mismo tiempo, como el propulsor esencial del idealismo en
Alemania que se continuará con Fichte, Schelling y Hegel, sus más destacados
representantes. El neokantismo es otra corriente de grandes consecuencias en
nuestra época.
Una vez más el espíritu de Aristóteles se hace presente, entonces, con los
sistemas del idealismo alemán en el siglo XIX. Ellos intentan transformar la
filosofía en el sistema del saber absoluto.
La filosofía es ambas cosas: una concepción del yo y una concepción del
universo”.
Estos dos elementos son materiales y poseen un contenido general objetivo; pero
los dos que se obtuvieron al principio, antes de iniciar el análisis histórico, son
formales, no expresan más que la actitud o el punto de vista extrínseco de la
filosofía, a saber: la orientación hacia la totalidad de los objetos, y el carácter
racional o intelectivo de esta orientación.
Ahora podemos percibir el enlace entre estos dos aspectos, formal y material, al
advertir que dicha orientación hacia la totalidad incluye precisamente las dos notas
recién descubiertas: de la concepción del yo y del universo. Y no puede haber
mayor totalidad para el hombre que la del mundo exterior o macrocosmos, así
como la de su mundo interior o microcosmos.
Cuando la filosofía se dirige preferentemente al mundo exterior se convierte en
una concepción del universo. Pero cuando es el mundo interior, se volverá una
concepción del yo. Y nos dice Hessen: “Entre ellos existe una relación de medio a
fin, como lo prueban Platón y Kant. La reflexión del pensamiento sobre si mismo
es el medio y el método para adquirir una imagen del mundo, una visión metafísica
del universo. Así pues, y como conclusión, podemos afirmar que: La filosofía es un
esfuerzo del pensamiento humano por lograr una concepción del universo
mediante la autorreflexión de sus funciones valoradas teóricas.
La Ética como disciplina filosófica
La filosofía es en primer lugar una “autorreflexión del pensamiento sobre los
valores de su conducta teórica y práctica’’. Pues bien, una de las más importantes
actividades teóricas del pensamiento o espíritu humano es la ciencia. Y la filosofía,
que se origina antes que la ciencia, es aún más teórica y abstracta que ella. Lo
que significa, atentos a la definición, que la filosofía, en su afán necesario e
inevitable de problematizarlo todo, tiene que ocuparse de si misma (una filosofía
de la filosofía), así como de la ciencia, es decir: una filosofía de la ciencia.
Como reflexión acerca de la conducta práctica del espíritu, la razón humana
encuentra en los valores su fundamento. En este caso, la filosofía se convierte en
una teoría de los valores (axiología). Y como la reflexión del pensamiento sobre
sus productos teóricos y prácticos no es un fin en sí mismo, absoluto, sino el
medio para obtener una “concepción del universo”, la filosofía es también la teoría
de la concepción del universo.
La filosofía de la ciencia se divide en dos aspectos: formales y materiales. La
lógica es la disciplina que se ocupa del primero, al prescindir del contenido del
pensamiento y atender sólo a su forma o estructura general; y la teoría del
conocimiento (gnoseología) del segundo, al considerar precisamente como de
fundamental interés el contenido objetivo o material del pensamiento.
¿Y qué podemos decir ahora de la ética? Tomando en cuenta las consideraciones
y definiciones anteriores, ¿podríamos aplicarle el riguroso concepto que de la
ciencia presentan los científicos de la época clásica o los positivistas? ¿Es posible
admitir que la conducta moral humana se encuentre sometida a leyes?, ¿a las
mismas leyes que rigen a los fenómenos naturales? Desde luego que no. no es en
estos sentidos como la ética puede quedar necesariamente enmarcada dentro de
la ciencia. Además, admitir el sometimiento de la conducta moral a la ley natural
equivaldría a no aceptar en el hombre más que un sólo tipo de naturaleza,
desconociendo su espiritualidad esencial, elemento básico para hablar de
conciencia y libertad.
Tal vez la ética no alcance nunca el mismo grado de objetividad que el alcanzado
en las ciencias naturales o humanas, pero esto no la imposibilita a continuar sus
esfuerzos; pues si no se han podido señalar los límites rigurosos entre lo objetivo y
lo subjetivo, de una manera definitiva y total, ¿cómo negarle a la ética la
posibilidad de una objetividad específica? Lo mismo que se ha hecho en las
ciencias humanas (o de un modo similar), habrán de efectuarse en ella las
correspondientes adaptaciones metodológicas que le eviten repetir los excesos
especulativos en que incurrieron las concepciones metafísicas tradicionales, así
como superar hasta donde sea posible, los puntos de vista contrarios del
empirismo, positivismo y neopositivismo.
Creemos que el problema de averiguar si la ética puede alcanzar o no un cierto
nivel de objetividad científica, mediante la aplicación de algún método adecuado,
reviste gran trascendencia. Esta mayor objetividad se traduciría en una más
grande uniformidad de criterios en todas esas ideas que conforman nuestra vida
moral, que son de vital importancia para la existencia del hombre, para su
coexistencia social, su progreso y bienestar futuros.
Analicemos entonces con algún detalle, las características de aquellos métodos
que pudieran propiciar el tránsito hacia la integración de una ética con carácter
científico. Estos métodos básicamente son; el crítico, trascendental, dialéctico y
fenomenológico.
La necesidad de utilizar conjuntamente los métodos críticos y trascendentales,
procurando su conjugación dialéctica, parte de las dificultades e inconvenientes
que conllevan la aplicación previa y por separado de otros dos métodos: el
deductivo y el inductivo.
El método deductivo consiste, como sabemos, en partir de principios universales
propuestos por la razón, para obtener consecuencias particulares o menos
universales, susceptibles de aplicarse al mundo empírico, o de mantenerse en el
nivel estrictamente racional o ideal del cual provienen sus principios. Este método
es el que define esencialmente la naturaleza de las dos ciencias ideales por
excelencia: la lógica y las matemáticas; aunque también lo podemos ver aplicado
de algún modo en la metafísica y teología.
Las consecuencias que se obtendrían en la aplicación del método deductivo a la
ética saltan a la vista: ésta adquiriría de inmediato el mismo carácter metafísico o
teológico, pero, “La endeble base que sustenta este método en su intento de
caracterizar el acto ético, fácil es destacarla. Su error fundamental radica, ante
todo, en que no se comprende propiamente el problema aquí planteado. .
CARACTERIZACION GENERAL
El tema central del estudio ético es la libertad. Salvaguardar la existencia del
hombre, entendido como un ser libre, es una de sus tareas más difíciles y
trascendentales. “Si la libertad de la voluntad existe —nos dice el maestro García
Máynez— la conducta humana tendrá una significación moral plena; si, por el
contrario, es ilusoria, no podrá el sujeto responder de su comportamiento, ni
merecer el nombre de persona”.
En principio, tal aseveración parece inobjetable; sin embargo, no tardaremos
mucho en preguntarnos: ¿Qué tan libres somos realmente?, ¿cabe hablar de
libertad absoluta?, ¿cuáles son los argumentos de las doctrinas que se le
oponen?, etc. Y así nos veremos en la necesidad de examinar las teorías que
plantean el problema en sus dos extremos: el indeterminismo absoluto, que la
afirma, y el determinismo, también absoluto, que la niega. También tocaremos las
posiciones conciliatorias entre ambas: las concepciones que consideran a la
libertad humana como relativa, finita y limitada, y también a quienes la conciben
dialécticamente enlazada con la necesidad.
Advertimos, desde ahora, que nuestra propia posición habrá de orientarse dentro
del ámbito de las teorías conciliatorias.
Una vez sostenida su existencia en el plano metafísico, la libertad es entendida
por la ética como una consecuencia de nuestro ser conciente. Conciencia y
libertad constituyen las dos condiciones esenciales de la responsabilidad moral.
A su vez, la responsabilidad moral se encuentra íntimamente ligada a otros
conceptos, tales como: los de la motivación psíquica subconsciente, la conciencia
del deber, de los fines y medios, el propósito real de la voluntad y las
consecuencias objetivas que se produzcan al realizarse el fin perseguido, como
los elementos principales que intervienen para integrar la estructura del acto
moral.
Hemos mencionado, en algunas ocasiones, el concepto de individuo; pero, surge
la pregunta: ¿cualquier individuo puede actuar moralmente? Claro que no, y la
ética nos habrá de explicar ampliamente que sólo la persona humana es capaz de
hacerlo así, proporcionándonos simultáneamente las características más
profundas de este esencial concepto, que también lo podemos encontrar aplicado
en otras ciencias con no menor grado de importancia, como en el derecho y en la
psicología. Lo mismo ocurre con otros conceptos ya mencionados, tales como la
conciencia, la libertad, la responsabilidad, etcétera.
La conciencia por ejemplo, constituye para la psicología un elemento de vital
importancia en sus investigaciones; por ello no deberá extrañarnos que
incursionemos en esos terrenos; que junto al análisis de la conciencia moral se
presente el de la conciencia y subconciencia psíquicas, que en relación al
problema de la responsabilidad moral o de la libertad, se haga necesario el
análisis respectivo en la esfera jurídica, política, económica, etc. Todo lo cual
revela la estrecha interdependencia que mantiene la ética con las llamadas
ciencias sociales o del espíritu, y de ahí también que otra de sus importantes
tareas consista precisa mente en señalar sus relaciones y diferencias que guarda
con ellas, así como las posibles contribuciones que puedan mutuamente
brindarse.
Uno más de sus importantes problemas, ya más específico, consiste en la
ubicación del ámbito de lo normativo, del “deber ser” expresado en toda norma,
respecto de las leyes que rigen el comportamiento de los fenómenos naturales.
La moral está constituida por un conjunto de normas, principios y valores con los
cuales se regula la conducta humana, tanto en su aspecto individual como
colectivo. Luego entonces, siendo la ética el estudio de la moral, la dilucidación
previa del concepto general de norma es básico para comprender posteriormente
las características específicas que integran y unifican, al mismo tiempo que
distinguen, a las distintas clases de normas respecto de las morales.
Un aspecto esencial del concepto de norma es la expresión de deber, del mandato
u obligación que entraña al enunciarse. Pero, ¿qué es el deber? y sobre todo,
¿cuál es el fundamento en que descansa?
Aquí surgirá también otro gran problema ético: los valores, pues, precisamente, el
“deber ser” de una norma se encuentra fundado en la existencia del valor
correspondiente. Las normas no postulan deberes nada más porque sí, sino
porque valen; por ejemplo, la norma que me ordena ser leal con mis semejantes,
basa su sentido imperativo en el reconocimiento del valor intrínseco que
acompaña a la idea de lealtad; porque la lealtad es un valor, es por lo que he de
obedecer la norma que me ordena su cumplimiento; las normas son debidas
porque valen, y no valen porque sean debidas.
El problema de los valores presenta muy serias dificultades. La axiología es la
disciplina encargada de su estudio, pero su constitución como rama autónoma de
la filosofía es relativamente reciente, por lo que sus soluciones aún no son muy
satisfactorias. Problemas como: la determinación de la naturaleza ontológica del
valor, su origen, el modo de existir (subjetiva u objetivamente), cómo podemos
conocerlos, qué escala presentan, etcétera, son algunos de los más importantes.
Por otra parte, el fundamento del deber, tomado en un sentido más amplio y sin
perder de vista su relación estrecha que mantiene con el criterio axiológico, habrá
de llevarnos al planteamiento de las concepciones autónomas o heterónomas de
la moral.
Las teorías autónomas, basadas en un criterio inmanentista, afirman que la
obligación moral descansa en la propia capacidad de decisión o elección que
posee el hombre como consecuencia de su libre albedrío. Las teorías
heterónomas hacen depender el fundamento de estos imperativos en
consideraciones trascendentes al hombre, es decir, en entidades superiores a su
propia voluntad, que estatuyen originalmente la fuente de toda obligación:
Dios, la Naturaleza, el Estado, la Sociedad, etcétera.
Otro problema capital para la ética consiste en la valoración de los actos morales.
Una vez que hayamos adquirido la idea general de la moral (y de la moralidad),
será necesario distinguir en ella los actos positivos que estimamos valiosos,
dignos de ser cumplidos, de los que han de ser evitados por su inmoralidad. No
olvidemos que para la ética, tan importante es conocer las cualidades positivas
como las negativas, lo bueno como lo malo de nuestros actos; que tanto la
moralidad como la inmoralidad forman parte de una misma realidad objetiva: la
moral, aunque acostumbremos calificar únicamente con este carácter a los actos
positivos.
Podríamos entonces definir a la valoración moral como la asignación del valor
correspondiente a los actos y hechos de la conducta humana y sus productos
culturales específicos. Otro problema más, muy debatido en el ámbito
humanístico, es el del progreso moral. Asimismo, una parte muy especial, cuestión
de gran interés para la ética, lo constituye el estudio histórico de sus principales
doctrinas, que nos permitirá contar con mejores argumentos para efectuar la
valoración de la esencia de la moral en relación con su progreso.
Con una mayor abundancia de elementos de juicio, adquiridos con el estudio de
los problemas anteriores, estaremos en mejores condiciones para enfrentarnos a
un último problema ético, de gran trascendencia: la reflexión crítica de la
realización de la moral, dentro del contexto de las principales instituciones sociales
que el hombre ha desarrollado para convivir con sus semejantes: la familia, el
Estado, la escuela, el trabajo, etc., pues los actos morales no se realizan nunca en
el vacío abstracto de la pura individualidad, sino siempre dentro del ámbito social e
institucional en que viven y se expresan.
RELACIONES DE LA ETICA CON LAS CIENCIAS HUMANAS
Ya quedó señalada la necesidad que tiene la ética de nuestro tiempo, de no
desatender a las contribuciones que puedan proporcionarle las ciencias humanas,
si queremos verla encauzada hacia un mejor desarrollo científico. Pero, si al
mismo tiempo se desea que dichas ciencias mantengan una adecuada
fundamentación humanística, y se salvaguarde la libertad humana, será también
indispensable que no descuiden a la ética en sus investigaciones.
Veamos, pues, qué relaciones y diferencias podemos encontrar entre algunas de
las más importantes de dichas ciencias y la ética.
ETICA Y PSICOLOGIA
Tradicionalmente la psicología moderna era considerada, de acuerdo con su
definición etimológica, la ciencia del alma (del griego psychée: alma y logos:
ciencia, tratado. Se la define como ciencia de los fenómenos psíquicos, de los
hechos de conciencia y de la conducta, de las reacciones o comportamientos ante
determinados estímulos, de los impulsos, motivaciones y mecanismos del
subconsciente, etcétera. De esta manera, la psicología moderna trata de evitar
todo supuesto metafísico que con el concepto de “alma” y orientarse hacia un
terreno cada vez más empirista y antiespeculativo (psicología experimental).
Sus relaciones con la Ética fácilmente se comprenden al advertir el hecho de que,
las normas morales, a pesar del carácter universal y abstracto con que se
enuncian, a pesar de no estar referidas a nadie en particular, quien las tiene que
aplicar y vivir realmente es el Individuo, creando en su conciencia serios conflictos
al tener que decidirse en un sentido u otro respecto del cumplimiento de dichas
normas.
Es el hombre individual quien tendrá que decidir siempre, si cumple o no con el
imperativo o mandato normativo, y dentro de qué límites y condiciones va a llevar
a cabo su cumplimiento; pues, aunque eligiera a otra persona considerada según
su criterio como más apta para resolver la alternativa idónea, de todas maneras él
seria quien decide que otro decida por él. Y ocurre que en medio de esas
decisiones y conflictos nunca dejan de estar presentes los íntimos aspectos de la
subconciencia psíquica.
Las investigaciones de la psicología moderna (siglo XIX en adelante) han
demostrado que se puede hablar ya de una “psicología profunda”, es decir, de una
psicología que toma como base no sólo a la conciencia individual, sino también a
la subconciencia con todos aquellos elementos que la integran y que de algún
modo influyen en la conciencia, perturbándola, bloqueándola, etc., al grado de
provocar muy frecuentemente conductas indeseadas por el propio individuo. Esto
se debe a que las presiones que ejerce el subconsciente no son controlables
directamente por nosotros de un modo completamente eficaz, aunque pueden
canalizarse positivamente hasta cierto punto, cuando el sujeto es lo
suficientemente sano o normal, o bien, con la intervención de un terapeuta cuando
se es incapaz de lograrlo por sí mismo.
El individuo constituye para la psicología un centro de interés básico, y al describir
sus mecanismos subconscientes nos permite comprender de un modo más real el
grado de responsabilidad con que actúa, pues la conciencia no puede decidirse
lisa y llanamente al margen de esos móviles que la afectan poderosamente.
La moral presupone a la conciencia y a la libertad como sustratos para la
evaluación de la conducta responsable, pero estos factores no deben
contemplarse sólo en un nivel puramente abstracto, desde una perspectiva ideal,
aislados de las determinaciones reales que los limitan en concreto. La voluntad c y
libre se mueve en medio de una gran multitud de circunstancias que determinan el
relativo ámbito de actuación propia en cada persona, y que podemos reunir en dos
grupos principales: las del mundo exterior, concernientes al carácter físico,
biológico, y social, y las del mundo interior, referidas a las motivaciones psíquicas
subconscientes. De estas últimas se ocupa la psicología, y la ética debe tomar en
cuenta los resultados de sus investigaciones para efectuar un adecuado y real
análisis de la conducta moral.
La psicología se desenvuelve tanto en el nivel concreto de las observaciones,
descripciones, experimentaciones, aplicación de métodos y técnicas terapéuticas
a individuos o grupos, como en el nivel teórico de las doctrinas que procuran
explicar los diferentes tipos de comportamiento, y el fundamento metodológico en
que descansan sus técnicas de aplicación. Sin embargo, las generalizaciones que
puedan hacerse en este nivel deben tomarse con ciertas reservas, pues la
psicología está centrada sobre todo en el individuo, quien por su profunda
complejidad no puede (ni debe) ser enmarcado estrictamente dentro de los tipos
generales de comportamiento obtenidos (neurótico, esquizofrénico, maniático
depresivo, etc.). La tipología extraída de las investigaciones particulares constituye
un excelente marco teórico que funciona como guía indispensable para el estudio
de los casos concretos, pero nunca deben ser vistos como moldes fijos en los que
se pueda encajonar definitivamente la conducta individual. No existen en ninguna
parte sujetos que se ajusten perfectamente a los tipos ideales o “puros” de
comportamiento desviado, como tampoco los que respondan a un tipo
perfectamente normal; tal hallazgo sería nada menos que una anormalidad
incomprensible e inexplicable.
Desde S. Freud (1856-1939), fundador del psicoanálisis, los métodos terapéuticos
del área clínica se han multiplicado y perfeccionado notablemente hasta nuestros
días; por ejemplo, con los trabajos de A. Adler y C.G. Jung, la terapia racionalemotiva de A. Ellis, la terapia de Carl Rogers, las psicoterapias breves de distintas
escuelas, la teoría de la Gestalt, las terapias conductistas y neoconductistas, el
psicoanálisis humanista de Erich Fromm, etc., y las que se aplican en el área
industrial, educativa, ecológica y demás campos de la vida social y familiar.
Anteriormente dijimos que la moral exige de individuo una respuesta determinada,
una conducta compatible respecto al mandato de sus normas, o incompatible en
todo caso, según el criterio y circunstancias de cada destinatario, pero que sus
decisiones le provocaban serios conflictos de conciencia. Tal vez ahora
comprendamos mejor la causa de dichos conflictos al reconocer el importante
papel que juegan los mecanismos subconscientes en la formación y desarrollo de
nuestra conciencia psíquica y moral.
Por consiguiente, la psicología como ciencia que atiende a los problemas
subjetivos internos de la conducta, resulta sobremanera necesaria para la ética,
para determinar en cada caso los correspondientes grados en que se manifiesta la
responsabilidad moral y la Libertad de las personas. Es evidente que un enfermo
mental no puede ser igualmente responsable que uno que esté sano. Sin
embargo, no es preciso llegar al extremo de los enfermos mentales, para
comprender la enorme influencia que ejercen los factores psíquicos sub
concientes en toda clase de personas, desde las más enfermas, hasta las más
sanas.
¿De qué manera puede a su vez la ética hacer contribuciones a la psicología? A
través de la educación, de la formación humanística que entrañan sus reflexiones,
necesarias en los terapeutas para que éstos puedan ofrecer a sus pacientes, que
carecen de dicha formación, una mejor interpretación del sentido de su vida
Es un hecho que estimamos indiscutible el que una de las principales fuentes de
donde se originan la mayor parte de las enfermedades mentales y toda suerte de
perturbaciones psíquicas, son los problemas morales. Las frustraciones amorosas,
las imposiciones emocionales de una autoridad irresponsable, los diversos
fracasos, las malas amistades, la incomunicación y aislamiento sociales, etc. son
algunos ejemplos que revelan la necesidad ineludible de contar con una educación
ética que fortalezca nuestra vida espiritual.
Muchos otros factores de naturaleza social, política, económica, antropológica,
etc., se presentan íntimamente unidos a los morales, y de los cuales se ocupan las
respectivas ciencias. La psicología puede sin embargo sobreestimar la importancia
de sus propios puntos de vista y subordinar a los demás factores a su mismo
campo o esfera de competencia; aunque esta tendencia la podemos encontrar
también manifestada en las demás ciencias, las concepciones monistas suelen ser
bastante frecuentes. En relación con la ética, cuando la psicología exagera su
importancia, el nombre indicado para expresar esta predilección es el:
psicologismo ético, o sea, la tendencia de querer subordinar a la ática dentro del
campo de la psicología, que debe ser evitada a toda costa.
Como ciencia de los hechos sociales de la convivencia humana, de las relaciones
específicas que mantienen los hombres entre sí, desde el punto de vista de su
realidad objetiva, la sociología es también una ciencia de inapreciable ayuda para
la Ética.
Las llamadas ciencias sociales o humanas, reciben este nombre de sociales,
precisamente porque todas ellas estudian, desde su respectiva esfera, diferentes
aspectos de la vida humana social. Pero ninguna hace lo que la sociología:
estudiar en sí mismas, en cuanto tales, esos hechos de la convivencia y las
respectivas estructuras que adoptan las relaciones interhumanas.
La vida del ser humano es multifacética: religiosa, moral, política, artística,
económica, psíquica, etc., pero toda vida humana es ante todo social. “Fuera de la
sociedad sólo es posible concebir la vida de las bestias o de los dioses’’, decía
Aristóteles con sobrada razón: el hombre es un “zoon politikon”, un animal político
o social por naturaleza.
De ahí la necesidad de conocer, lo más objetivamente posible, las características
que adoptan las diferentes instituciones sociales como la familia, la escuela, el
Estado, la Iglesia, las clases sociales, los centros de trabajo, recreación, etc.,
dentro de las cuales el individuo se desenvuelve y fuera de las cuales su vida
como ser humano sería imposible.
La influencia del medio familiar, por ejemplo, especialmente en nuestra infancia,
es extraordinariamente importante para la integración de los valores morales y el
desarrollo de la conciencia. Pero: “De la cuna a la tumba la vida del hombre se
halla determinada en medida cada día mayor por la sociedad en que vive. En la
infancia, en la juventud y du rante la vida adulta la conducta del ser humano sigue
generalmente los cauces abiertos por las presiones del medio. . . Y ese influjo
gravita sobre nosotros con fuerza cada vez mayor por la acción de mil distintos
agentes a medida que se va desarrollando nuestra personalidad, marcando su
impronta sobre el modo de ser personal”.
De todos modos, por muy grande que pueda ser la influencia del medio ambiente
social, como ya habíamos señalado anteriormente respecto a la psicología,
debemos evitar caer ahora en el sociologismo ético, es decir, en la idea de querer
explicar todo comportamiento moral, todos los aspectos de nuestra conciencia
normativa, a partir de esos factores sociales, y convertir a la ética en un simple
capítulo de la sociología.
La realidad social está formada por todos y cada uno de los individuos que la
integran. Somos individuos, y como tales, estamos obligados a responder de
nuestros actos hasta el límite en que nuestra conciencia es capaz de intervenir
eficazmente en ellos.
ETICA Y POLITICA
La política puede ser entendida de dos maneras fundamentales: como arte y como
ciencia. En el primer caso significa la actividad práctica que ejercen principalmente
los gobernantes al emitir leyes, celebrar tratados, publicar decretos, impartir
justicia y demás aspectos que configuran el ejercicio del poder, los métodos de
gobierno y administración, las funciones técnicas, económicas y culturales del
Estado, etcétera.
En un contexto más amplio, la actividad política es inherente en gran parte a la
actividad económica y social, al grado que frecuentemente se confunden.
Siendo el hombre un ser por naturaleza social, la actividad política es
irrenunciable. En principio, todo ser humano, al llegar a determinadas etapas de su
desarrollo cultural se verá de algún modo obligado a responder por propia cuenta
de sus necesidades económicas y compromisos políticos, que la vida social
necesariamente entraña.
Como ciencia, la política se encuentra íntimamente ligada con la sociología y la
economía. Estas ciencias le han permitido un desarrollo más objetivo, ya que, por
sí sola, la política se resiste, lo mismo que la ética, a la aplicación de una
metodología apropiada.
En este sentido las podríamos considerar más cerca de la filosofía que de la
ciencia. Podríamos conceptualizar a la política como el estudio de las distintas
formas de gobierno a través del tiempo, así como los tipos ideales de organización
que podría asumir el poder público. Es lo que también podría denominarse una
Teoría del Estado. Según Aristóteles, la política tiene dos tareas fundamentales:
describir la forma de un Estado ideal y determinar la forma del mejor Estado
posible.
El Estado es el organismo público que políticamente ha concentrado la mayor
cantidad de poder en la dirección de la sociedad; por esto es fácil comprender el
porqué uno de los fines principales de la ciencia política consista precisamente en
investigar los principios que lo fundamentan, determinan su naturaleza, los limites
de su soberanía, sus obligaciones y derechos y demás aspectos que lo
estructuran y lo justifican.
Por su trascendencia social, el fenómeno político es insoslayable para la ética. Las
relaciones entre ética y política han sido contempladas desde la antigüedad,
aunque no con la misma claridad de ahora; Sócrates y Platón las unieron muy
ajustadamente, pero colocando a la ética en un plano superior, como la ciencia
maestra. Platón, sintiéndose inclinado por esta tendencia de subordinar a la
política en el territorio ético, fue el primer filósofo que construyó una concepción
ideal o utópica de la sociedad, en su célebre Diálogo: “La República”, donde la
virtud se alcanza sin el auxilio del Estado, sólo mediante el recurso de la
educación.
Con la denominación “moralismo abstracto” se ha calificado esta posición
platónica de subordinar a la política en aras de la ética. Aristóteles invierte la
relación entre ambas ciencias. La política es para él la ciencia suprema, la que se
ocupa del soberano bien de todas las cosas y del hombre en particular, la que nos
dice lo que debemos hacer y no hacer: “. . . Desde el momento que la política se
sirve de las demás ciencias prácticas y legisla sobre lo que debe hacerse y lo que
debe evitarse, el fin que le es propio abraza los de todas las otras ciencias, al
punto de ser por excelencia el bien humano. Y por más que este bien sea el
mismo para el individuo y para la ciudad, es por mucho cosa mayor y más perfecta
la gestión y salvaguarda del bien de la ciudad. Es cosa amable hacer el bien a uno
solo; pero es más bella y más divina hacerlo al pueblo y a las ciudades. A todo
ello, pues, tiende nuestra indagación actual, incluida de algún modo entre las
disciplinas políticas’ ‘.
El punto de vista aristotélico expresa la oposición al moralismo abstracto de
Platón. Con el nombre de “realismo político” podemos identificar ahora a las
doctrinas que subordinan a la ática en el ámbito de la política. Pero subordinar no
significa lo mismo que renunciar o sacrificar por completo a una ciencia en aras de
la otra. Esto indica que entre las dos posiciones pueden caber graduaciones no
tan diametralmente opuestas. Efectiva mente, el realismo aristotélico sólo lo es en
la medida en que lleva a cabo tal subordinación, peto, ¿hasta qué punto puede
admitirse que su concepción política entraña la eliminación o sacrificio total de la
ética?. No creemos que llegue de ningún modo a este extremo. Sin embargo, es
posible interpretar su pensamiento ético-político en el sentido de un cierto
totalitarismo de Estado, dada la preeminencia que le otorga a la actividad política y
a los privilegios que sólo pueden disfrutar con exclusividad los ciudadanos
atenienses.
Consideraciones semejantes podríamos efectuar a su vez respecto del moralismo
abstracto de Platón, a quien tampoco juzgamos tan extremado, pues si bien es
verdad lo que afirmamos de la “República” —y aún dentro de ciertos límites—, en
su otro diálogo más maduro: “Las leyes”, la virtud sí es obra del legislador, de la
constante vigilancia del Estado, incluso de la violencia o la fuerza que puede
utilizar el poder público para obtenerla o mantenerla vigente, cuando lo estime
necesario. Aquí, su moralismo se confunde con el realismo.
Un realismo más fundamentado que el de Aristóteles lo podemos encontrar en
Nicolás Maquiavelo (1469-1527), el célebre filósofo florentino, cuya obra más
conocida: “El Príncipe”, señala las directrices que han de guiar su gobierno para
evitar ser destruido. El príncipe no debe rehusar, cuando sean necesarias, a la
astucia o al engaño, con tal de incrementar el poder. La moralidad o inmoralidad
de sus acciones parece que a Maquiavelo le son indiferentes; los resultados son
los que cuentan, pues si éstos son buenos, los medios que ha ya empleado serán
siempre juzgados como honorables y todos los aprobarán.
¿Qué tan justificado pudiera ser el realismo de Maquiavelo? es un asunto que no
vamos a discutir aquí, nos faltaría espacio para ello. Sólo nos parece oportuno
señalar que muchos fueron los factores históricos y sociales que intervinieron en la
Italia de su tiempo para que este filósofo alcanzara tan cruda concepción de la
política. Remitimos al lector a que investigue por su propia cuenta este problema,
consultando la obra mencionada.
Un realismo político absoluto significaría por ejemplo tomar al pie de la letra la
frase maquiavélica: “el fin justifica los medios”. Pero un realismo de tal naturaleza
es insostenible en teoría política, pues los más nobles fines deben ir acompañados
siempre, hasta donde sea posible, del empleo de medios adecuados. Lo que
ocurra en la realidad de la práctica política es lamentablemente harina de otro
costal.
El moralismo abstracto, por su parte, pretende hacer de la virtud el fin del Estado,
colocando el gobierno en manos de los sabios y de los filósofos, tal como deseaba
Platón en la “República”.
Un moralismo absoluto tampoco es posible para el individuo, pues significaría la
más completa renuncia a toda actividad política. Pero, el indiferente ausentismo o
abstencionismo político implicaría de todos modos una posición —aunque
negativa— de participación política al permitir que el estado de cosas reinante
continúe como está, y que nuestro destino y el de la sociedad en que vivimos sea
dirigido por voluntades contrarias a nuestros auténticos ideales de justicia.
El moralismo abstracto conduce al individuo a refugiarse en su vida privada y
romper con todo compromiso político. El argumento que más frecuentemente se
esgrime es considerar a la política como “muy sucia”, por lo que hay que e todo
contacto con ella.
Podemos advertir entonces entre ambas doctrinas profundas diferencias, pero
también íntimos enlaces; los extremos generalmente se unen, y una mala
aplicación del platonismo o moralismo abstracto puede llegar a ser tan nefasta
como su doctrina opuesta: el realis mo político. El ideal por alcanzar, aunque nos
encontremos muy lejos de lograrlo, será la armonía, el equilibrio entre la ética y la
política.
ETICA Y ECONOMIA.
Como ciencia cuyo objeto de estudio son las leyes genera les de la producción,
circulación, distribución y consumo de los bienes; o también, la ciencia que trata
de describir y explicar los hechos y procesos económicos para descubrir las
tendencias más o menos regulares de la actividad que tiene por fin satisfacer las
necesidades humanas, la economía política, o simplemente economía, es así
mismo otra ciencia íntimamente ligada a la ética, pues la organización específica
que se adopte, la estructura política y social que se constituya para organizar
todos esos factores de la producción, habrá de repercutir indudablemente, y en
muy alto grado, en la formación moral de los individuos.
En términos muy generales, la organización social del mundo contemporáneo
presenta dos parámetros fundamentales: el liberalismo económico del siglo XIX y
el socialismo marxista. Estas dos corrientes en pugna han marcado las directrices,
tanto de los principales sistemas políticos y económicos que rigen en nuestro
tiempo, como de la moral.
Adam Smith (1723-1790), filósofo y economista escocés, es considerado el
fundador de la economía clásica y de la propia ciencia económica. Entre otras
corrientes, la fisiocracia influyó poderosamente en su pensamiento. Según los
partidarios de esta doctrina, el fundamento de las leyes económicas se encuentra
en la Naturaleza, por lo que es necesario que éstas se desenvuelvan siguiendo
libremente su curso. “Laissez-faire, Laissez-passer”, es la célebre fórmula de la
fisiocracia, que más tarde la teoría liberal burguesa se adjudicó para sí; significa:
“dejar hacer, dejar pasar”, es decir: que el Estado no intervenga pa ra nada en el
campo de la iniciativa privada. Su intervención estará limitada sólo a vigilar que se
cumplan los contratos y demás acuerdos de voluntades entre las partes, entre
obre ros y patronos.
La obra más importante de Adam Smith se titula: ‘‘Investigación sobre la
naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”, en ella analiza el fenómeno
político-económico llamado capitalismo, producto de la nueva clase en el poder: la
burguesía. Este análisis ha sido nuestras actividades e intereses, pero también ha
favorecido ese tipo de personalidad enajenada de seres humanos cosificados en
su trabajo; la tecnología ha producido objetos increíblemente complejos y
refinados para el bienestar humano: para combatir enfermedades, acortar
distancias, etcétera, pero al mismo tiempo ha despertado un mayor afán de
posesión y acumulación de objetos. La división del trabajo, bien organizada, puede
ser fuente de una mayor solidaridad entre los hombres debido a la mayor
interdependencia que origina; pero la simple interdependencia no ha sido
suficiente para producir auténticos lazos de solidaridad. El egoísmo individualista
que engendra la competencia en el mercado, en la industria, la racionalidad
económica y la impersonalidad de la sociedad moderna amenazan muy
seriamente su unidad y coherencia.
Es verdad que la interpretación económica de la sociedad puede explicarnos una
gran cantidad de hechos o fenómenos culturales, entre ellos desde luego, los de la
moral. Sin embargo, no compartimos el punto de vista del determinismo
económico pues ya hemos señalado la necesidad de evitar las concepciones
monistas acerca del hombre. La ética no debe tampoco en este caso, quedar
subordinada a la economía; debemos superar el economicismo ético.
AMBITO NORMATIVO DE LA MORAL
Partiremos de algunas consideraciones antropológicas, no sin antes recordar que
la antropología filosófica (distinta de la etnológica, biológica o física) tiene como
una de sus principales tareas el darnos a conocer los rasgos esenciales de la
naturaleza humana, comparándola frecuentemente con la de los animales.
“La Antropología física y etnológica presuponen un conocer e investigan
simplemente sus caracteres exteriores o sus en cambio, se plantea como
problema el conocimiento que aquellas ciencias presuponen acerca del hombre y
se pregunta qué es lo que diferencia al ser humano de todos los demás seres’ ‘.
Pues bien, esta importante rama filosófica nos hace ver que el hombre no posee
una sola naturaleza, perfectamente definida e invariable, sino que, sobre la base
general de su estructura biológica heredada se levanta una segunda naturaleza,
ya no física o biológica, que suele ser denominada “espiritual” y es la que
constituye el verdadero fundamento en que descansan sus decisiones, su
conciencia, su libertad. De ahí el carácter tan complejo de nuestro ser, y el porqué,
a diferencia de los animales, el hombre mantiene relaciones tan ricas de contenido
y tan diversas con la Naturaleza y con los demás hombres en la sociedad.
Sin embargo, no todas las teorías antropológicas aceptan esto. Las hay que se
empeñan en negar definitivamente esta segunda naturaleza, y colocándose desde
un punto de vista estrictamente biológico, instintivita, conductista, evolucionista o
materialista, consideran que en esencia no hay elementos distintivos suficientes
entre el hombre y el animal.
LA NATURALEZA HUMANA
Las diferencias no serían más que de grado, es decir, que el hombre estaría
ocupando el nivel más alto en la escala de la evolución animal, pero constituido,
en el fondo, con los mismos elementos estructurales.
Sin menospreciar las importantes contribuciones que estas teorías han aportado al
conocimiento del hombre, no compartimos el grado tan extremo de unilateralidad
en que se colocan; pues, podríamos preguntar: ¿qué clase de ética sería la que
podríamos erigir dentro de estas concepciones? Sería imposible para nosotros,
dado que ya hemos señalado anteriormente que una ética auténtica sólo puede
construirse desde la base de considerar al hombre como un ser conciente y libre,
requisitos indispensables y esenciales de su conducta moral; y es esta
precisamente la tarea más importante de la ética: salvaguardar y respetar la
libertad del ser humano frente a cualquier teoría que, abierta o veladamente
pretenden negarla, muchas veces bajo el disfraz de la propia ciencia.
Admitida entonces esta doble naturaleza, el hombre, ciudadano de dos mundos,
no puede simplemente vivir satisfaciendo sólo sus necesidades materiales, pues
incluso éstas se encuentran revestidas de una cobertura cultural inseparable.
Las tareas más simples y elementales y las necesidades fisiológicas básicas
pueden adquirir en cualquier momento el más profundo significado para el
hombre, y exigir para su debida comprensión un elevado grado de educación y
refinamiento cultural; comer, dormir, vestir, reproducirse, no lo hacemos de
cualquier manera, sino siempre de acuerdo con determinadas pautas culturales
adquiridas a través de la sociedad y de la historia; el instinto no puede ser factor
determinante en nuestros actos.
Ese marco cultural que nos envuelve desde el nacimiento nos proporciona las
directrices o reglas que habrán de orientar nuestra conducta, a pesar de que en
muchas ocasiones podamos diferir de ellas. Cuando esto ocurre, el individuo, que
no es un simple receptor pasivo de obligaciones, puede llegar a oponerse
radicalmente al sistema normativo que lo rige y provocar profundos cambios en él.
Es también esta doble naturaleza lo que explica el porqué el hombre, para actuar,
no pueda hacerlo sin un mínimo de conocimientos sobre los cuales elaborar las
reglas que di rijan su acción; lo contrario sería andar a ciegas; el animal en
cambio, posee el instinto que lo guia en su marcha por el mundo.
REGLAS TECNICAS Y NORMAS DE CONDUCTA.
Si entendemos entonces al hombre como un ser teórico-cognoscitivo y prácticoutilitario, es decir, como un ser conocedor y transformador de su propio mundo, el
ámbito de lo normativo deberá quedar incluido dentro del segundo aspecto, pues
ya hemos dicho que la moral es practica y está integrada por un conjunto de
normas y principios con los cuales se regula nuestra conducta.
Ahora bien, las normas no constituyen el único tipo de reglas de acción. Si
tomamos como base la dimensión práctica de la naturaleza humana, hemos de
admitir dos clases de relaciones fundamentales que contrae el hombre con el
mundo real: el de la Naturaleza y el de la Sociedad; y en ambos casos intervienen
diferentes clases de reglas: las normas ya Mencionadas, y las reglas técnicas.
Las normas nos relacionan con el mundo social, con nuestros semejantes, y las
reglas técnicas con el mundo de la Naturaleza. Formamos parte sustancial con los
dos mundos y sería imposible actuar dentro de ellos sin directrices o reglas que
elaboramos sobre la base de nuestros conocimientos teóricos. Insistimos una vez
más: nos resulta absurdo admitir una naturaleza puramente instintiva en el ser
humano.
El fundamento en que descansan las reglas técnicas son las leyes naturales, y su
conocimiento es indispensable para poder transformar la Naturaleza y someterla a
nuestras necesidades.
El fundamento en que descansan las normas es la libertad y su conocimiento
también resulta indispensable para comprender el sentido de nuestra vida de
relación social e individual.
El siguiente esquema puede facilitar una mejor comprensión de lo dicho hasta
aquí:
TEORICOLEY NATURAL COGNOSCITIVO HOMBRE NATURALEZA REGLAS
PRACTICOUTILITARIO CONDUCTA NORMAS SOCIEDAD LIBERTAD
NORMA
LEY NATURAL Y LIBERTAD
REGLA TECNICA.
En algunos manuales y programas suele pedirse la explicación del concepto de
norma y ley natural, correlacionándolos entre sí. Pero en realidad, con quien se
encuentra relacionado el concepto de norma es con el de regla técnica, tal como lo
señalamos en el objetivo anterior.
La ley natural, a su vez, mantendrá relaciones con la libertad, fundamentos
respectivos de los dos tipos de reglas que ya hemos distinguido, pero que faltan
por definir.
Los elementos que hemos integrado nos permitirán hacerlo fácilmente. Sólo será
necesario poner atención en lo que postulan cada una y en el fundamento
respectivo en que descansan.
Definición de regla técnica: es toda regla de conducta que postula lo que tiene que
hacerse para alcanzar fines determinados en orden a la naturaleza.
Definición de norma: es toda regla de conducta que postula deberes en orden con
nuestra vida de relación social.
¿Qué diferencia puede haber entre emplear el verbo tener en lugar del verbo
deber?
Mucha y de gran importancia, aunque suelan utilizarse indistintamente.
El verbo tener conlleva el concepto de necesidad. Lo necesario —opuesto a lo
contingente— es lo que no puede ser de otra manera más que como es. Asi es
como se comportan los fenómenos naturales, o por lo menos, así es como la fisica
clásica ha comprendido que se comportan. De esta manera, los hechos o
fenómenos de la naturaleza se expresan en la ley que los rige.
En efecto: La ley natural no es más que la expresión de las relaciones necesarias
y constantes (de causa a efecto) entre los fenómenos.
Veamos un ejemplo:
Si quiero obtener un compuesto químico, digamos la sal; ¿debo, o tengo, que
combinar el cloro con el sodio en las proporciones indicadas por la fórmula?
Indudablemente que tengo que hacerlo así. En la Naturaleza, propuesto el fin y
empleados los medios adecuados, ese fin tendrá que alcanzarse forzosamente,
dada la relación necesaria que media entre las causas y efectos.
En cambio, las normas postulan un deber ser especifico, porque este concepto no
entraña una ejecución forzosa al grado que le impidiera al sujeto optar por lo
menos entre dos alternativas. Si el hombre se hallara determinado a actuar
siempre en un mismo sentido ante cada circunstancia, como si tuviera que hacerlo
siempre de esa manera y no de otra, dejaría de ser libre, y su conducta no podría
distinguirse en lo esencial de la de los animales, cuya capacidad de elección está
enmarcada por el instinto (por lo menos aún no se demuestra lo contrario). La
libertad como hemos dicho, es el fundamento en que descansa nuestra conducta
sujeta a normas.
Un concepto de libertad podría ser el siguiente: la relativa autodeterminación de la
voluntad para elegir y realizar conscientemente aquellos fines que estime valiosos,
con la aceptación responsable de sus consecuencias.
Es necesario aclarar, sin embargo, que los dos conceptos aludidos: ley natural y
libertad, sólo nos han permitido una leve aproximación preliminar, pues las
controversias en que se ven envueltos impiden que se les pueda fijar con una
simple definición. El concepto de ley tal como fue expuesto, corresponde al punto
de vista de la física clásica, en muchos aspectos ya superado por la física
moderna; y el de libertad habrá de llevarnos, en el capitulo correspondiente, a un
riguroso análisis de dichas controversias.
De todos modos, y dentro de los límites en que han sido expuestos, nos parece
que han satisfecho, en parte al menos, las exigencias de su distinción.
RELACIONES Y DIFERENCIAS ENTRE LOS DISTINTOS TIPOS DE NORMAS
Normas morales y sociales
La costumbre es el origen de todo sistema normativo. Desde otro punto de vista
distinto al de su fundamento último, las normas socialmente consideradas, tienen
un origen consuetudinario.
Ahora bien, decir que toda norma se origina de la costumbre no significa que todas
ellas se mantengan con ese carácter. La costumbre siempre habrá de
desempeñar un papel básico, pero existen también otros aspectos no menos
importantes que son los que deciden que determinadas normas alcancen otros
niveles de imperatividad. Por ejemplo, uno de estos factores puede ser la sanción
de la autoridad política competente, quien se encarga de escoger y elaborar con la
mayor precisión, aquellas normas que habrán de regular determinadas
actividades, dada su mayor trascendencia social, impidiendo que queden
confinadas en la costumbre.
Las normas religiosas poseen un fin básicamente sobrenatural: conducir al
hombre a su salvación eterna —sin que esto signifique ignorar su valor regulativo
en las relaciones afectivas que contraemos en el ámbito social—.
Las normas morales, por el contrario, presentan un fin más bien natural: hacer del
hombre un ser responsable ante sí mismo y ante la sociedad —aunque esté
latente la posibilidad de abrirse a la trascendencia de lo sobrenatural—.
Una vez más nos encontramos en medio de conceptos extremos: lo natural y lo
sobrenatural. ¿Qué debemos entender por ellos?, ¿son acaso mundos totalmente
opuestos?, ¿la afirmación de uno entrañaría necesariamente la subordinación del
otro, o incluso su negación? Por supuesto que una debida interpretación de estas
interrogantes nos obligaría a situarnos desde la perspectiva histórica de los
principales sistemas filosóficos y teológicos en los que pudiéramos fundamentar
nuestras personales convicciones. Pero un desarrollo de tal magnitud se saldría
completamente de los límites de este objetivo; con lo único que podemos
conformarnos por el momento es al reconocimiento de esta necesidad, que
muchos deberíamos satisfacer mejor.
Desde otro ángulo, unos planteamientos similares a los anteriores se nos
presentan para que meditemos sobre el concepto de religión.
Si por tal se entiende en un sentido amplio: el conjunto de creencias o dogmas
acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de
prácticas y rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto, O bien
la relación del hombre con Dios, es decir, con el Ser Supremo, personal e
inteligente, creador y ordenador del mundo, de quien dependen los hombres y
todas las demás criaturas, podemos también preguntarnos: ¿cómo se ha
manifestado ese sentimiento de dependencia? ¿acaso no ha vanado en el
transcurso de su historia? pero, sobre todo, ¿es posible su ruptura, es decir, que
dicho sentimiento de menesterosidad llegue a desaparecer?; interrogantes que a
su vez implican otras ya más concretas y alusivas de nuestro problema: ¿puede
llegar a constituirse una moral plenamente autónoma, por completo separada de la
religión?, ¿no hay otras alternativas posibles?
Es evidente que en estos terrenos no existen acuerdos tan generales, como los
que hacen referencia a las relaciones de la moral con otras formas de conducta.
Estas cuestiones suscitan muy serias controversias. Sin embargo, no por ello nos
está vedado alcanzar una posición más firme.
Aquí no encontraremos pruebas contundentes ni argumentos inapelables. Para
quien se empeñe en seguir adoptando la actitud atea, pese a todo lo que se ha
construido en teología, será muy difícil que modifique sus personales convicciones
prestando una atención superficial a los argumentos de esta disciplina,
manteniendo un estado de plena indisponibilidad interior.
Los argumentos teológicos que se han elaborado para demostrar la existencia de
Dios, no son definitivos; son más bien pruebas dirigidas a despertar nuestra fe y
fortificarla, que a pretender substituirla por la razón. Precisamente este es otro de
los grandes problemas que aborda la teología (las relaciones entre la fe y la
razón), íntimamente unido al problema de la existencia de Dios. Pero, los análisis
que efectuaremos no tendrán más propósito por el momento, que contribuir en
alguna medida al esclarecimiento específico de las alternativas a que nos conduce
el problema de las relaciones entre moral y religión, sin olvidar la necesidad de
una reflexión más profunda en esos problemas teológicos que lo fundamentan.