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Antes de intentar cualquier abordaje del budismo es necesario hacer una salvedad: sucede que el budismo no se deja ni comprender ni exponer como teoría abstracta, ni como historia fáctica, ni como crítica textual, ni como descripción fenomenológica, ni como ninguna de las formas de trabajo intelectual a las que estamos acostumbrados los occidentales. Exponerlo y/o intentar comprenderlo de cualquiera de esos modos induce inexorablemente- a error. Pues todo el budismo no es otra cosa que la transmisión de una EXPERIENCIA. Y todos sus aspectos (textos, historia, ritos, etc) deben ser comprendidos a la luz de ese criterio. Esta salvedad significa algo muy preciso: que el budismo no se entiende si no se lo vive. Por lo cual, es obvio, en esta lista lo único que intentaré es despertar la curiosidad de alguno y prevenir de ciertos errores que pueden darse al acercarse al budismo a partir de fuentes puramente librescas o verbales (incluida ésta...). La palabra en la tradición budista a. Introducción Vamos a comenzar estas entregas haciendo algunas aclaraciones acerca del papel que juegan la palabra y el lenguaje en el budismo. La cuestión del lenguaje junto a la de la identidad de su fundador están íntimamente ligadas al significado propio y singular del mensaje budista. Podría decirse que esas dos instancias -lenguaje y fundador- son como dos columnas sobre las cuales se apoya toda la comprensión del edificio budista. Si pudiéramos reconocer la diferencia esencial que existe entre, por ejemplo, el recitado del Corán y el de un sutra budista, y además pudiéramos reconocer la diferencia radical- de concepto entre el Buda Sakyamuni (el fundador del budismo) por un lado y por otro el Profeta Muhammad y Jesucristo; ya habremos recorrido un trecho importante en el reconocimiento de la especificidad del budismo como doctrina y camino. Aunque se hará obvio en lo que sigue, de todos modos, aclaremos que las comparaciones que hagamos entre esas -u otras- religiones no son valorativas ni apuntan a hacer ninguna profesión de fe, sino que son modos de comprender con más claridad lo específico del tema que decidimos tratar: el budismo. b. Lengua litúrgica o lengua sagrada: El budismo, a diferencia del Islam o del Judaísmo, no tiene una lengua sagrada. Este punto no es contingente ni menor, pues hace a la naturaleza misma del mensaje budista. Por ejemplo, en el Islam, el Corán se recita siempre en árabe sea cual sea la lengua hablada por creyente. En esa tradición religiosa es posible que un erudito escriba estudios en una lengua europea moderna, por poner un ejemplo, pero no sería posible, nunca, por ninguna razón, realizar las oraciones o la lectura ritual del libro en otra lengua que no sea el árabe. Pues en el Islam la enseñanza (el libro) es una enseñanza revelada por Dios. El conducto humano a través del cual la enseñanza se introdujo en el mundo era un conducto totalmente pasivo: el Profeta Muhammad no concibió ni escribió el libro sino que fue el receptáculo viviente en el cual el libro fue volcado por Dios. El profeta, fue un vaso donde se volcó el mensaje, no fue su autor. Por eso la tradición dice que el Profeta era analfabeto, que es como decir que no pudo concebir el libro por sí mismo sino que le fue dado íntegramente desde 'arriba'. Al respecto hay una preciosa joya de sabiduría islámica que reza: "La importancia de que Muhammad fuera el 'profeta iletrado' es que no tenía con qué disfrazar a su Señor". Por lo tanto, la palabra, el lenguaje, en el Corán, es divina. Y no divina por añadidura, como lo sería por servir a un propósito divino, sino divina en sí misma: las palabras en el Corán son las palabras de Dios. Justamente por eso, a diferencia de los sutras budistas, el Corán no puede traducirse. Si bien se realizan traducciones con fines didácticos, el recitado y lectura del Corán para ser considerados legítimos deben realizarse en árabe. Pues el libro procede directamente de Dios. Y las palabras de ese libro están dotadas en sí mismas de características sobrenaturales que una traducción nunca podría conservar ni transmitir. En el Islam la forma del mensaje (el árabe coránico), su significado y su acción salvadora son indisociables. Pues bien, en el budismo no ocurre nada similar. Los textos sagrados del budismo no sólo han sido traducidos a diversas lenguas tradicionales como el chino, el tibetano, el japonés, coreano, y otras, sino que además -esto es lo crucial- las oraciones y cantos rituales también se han traducido a dichas lenguas. A diferencia de lo que ocurre con el Corán los sutras budistas se recitan en chino en China, en tibetano en Tíbet, y en una forma de japonés antiguo (más bien un japonés impuro resultante de la transliteración de palabras chinas) en Japón, por poner sólo tres ejemplos. ¿Por qué los textos sagrados de budismo y sus oraciones pudieron ser traducidos? Pues porque los textos y oraciones budistas no transmiten la palabra divina sino una EXPERIENCIA humana. Si bien se trata de una experiencia que debería -de lograrse completamente- llevar al hombre más allá de los límites de su estado humano (en el budismo se conocen diez estados del ser y el humano es sólo uno de ellos, aunque uno central), sin embargo, su punto de partida es humano. El budismo es humano y no divino. La palabra del Buda Sakyamuni (el fundador histórico del budismo) es palabra humana. Palabra santa, perfecta, iluminadora, pero decididamente palabra humana. Por lo tanto el budismo puede ser traducido. Puede ser traducido porque no es una revelación desde lo alto sino la vía de transmisión de una experiencia humana. Una experiencia que cada practicante debe recrear en sí mismo a través de los instrumentos que le brinda la Tradición budista. Ahora bien, para no inducir a error es necesario hacer algunas aclaraciones: que la palabra en el budismo no sea divina, y que no haya lengua sagrada, no significa que los textos y oraciones budistas puedan reducirse a nivel de meras invenciones individuales como lo son casi toda la literatura y las técnicas de ejercitación pseudo-espirituales que están de moda hoy día en Occidente. Es importante aclarar que si bien en el budismo no hay lengua sagrada, sí hay lenguas litúrgicas tradicionales. Hay lenguas litúrgicas en las cuales se recitan los sutras y las oraciones de manera idéntica a través de los siglos. Para comprender rápidamente el concepto de lengua litúrgica es suficiente con pensar en lo que fue el latín en la cristiandad durante muchos siglos, y reparar en el hecho de que la Iglesia Ortodoxa de Grecia no utilizó el latín sino el griego en sus cultos. Latín y griego eran allí lenguas litúrgicas y no sagradas, pues Jesucristo -que es el centro de la revelación cristiana- no habló en ninguna de las dos. Hay varias lenguas litúrgicas en el budismo. Por ejemplo, el Sutra del Loto (Sadharma Pundarika Sutra del Canon Sánscrito) se recita en chino, en tibetano y en japonés (con las aclaraciones ya hechas) en cada una de esas culturas. Eso significa que se han traducido. Pero también es cierto que se siguen recitando como se recitaban hace muchos siglos. Hay una inmensa, inconmensurable, distancia entre una lengua litúrgica y una lengua sagrada. Pero también hay una distancia enorme entre una lengua litúrgica y una lengua vernácula. La lengua litúrgica sin ser sagrada, se halla investida de un carácter santo que procede su función en el culto y de su papel en la transmisión de la enseñanza. Por otra parte, una lengua litúrgica también tiene una cierta fijeza. Sin ser inmutable, es fija. Y esa fijeza tiene un sentido profundo. Esa fijeza de las lenguas litúrgicas tiene que ver con cierta comprensión del significado y la eficacia del ritmo y la vibración. Las sociedades tradicionales tenían conocimiento del significado espiritual del ritmo y el sonido -y de su poder-, significado que el Occidente de hoy desconoce por completo; excepto por ciertos residuos de ese saber que parecen haberse conservado, en parte, en los coros monásticos cristianos. Pero este tema nos desviaría de la intención central de esta entrega. En definitiva, el budismo no tiene lengua sagrada -aunque tenga varias lenguas litúrgicas- y no la tiene porque no es una revelación divina. Pero que no tenga lengua sagrada no significa que sus lenguas litúrgicas sean meros instrumentos profanos. En la medida que ese lenguaje es la vía de transmisión de una experiencia que trasciende lo mundano y ordinario y que puede llevar al hombre a su realización espiritual, ese lenguaje es santo. Y se le debe un respeto completo. Al respecto, el sabio budista Japonés, Nichiren Daishonin, decía (hablando del Sutra del Loto o Hokke Kyo en japonés): "cada uno de los caracteres del Sutra es un buda" Por esta vez, dejamos aquí. En la próxima entrega veremos que este punto de la palabra es totalmente solidario de otro: el de la identidad humana del Buda y el carácter "ascendente" de su mensaje. Ascendente significa aquí que su mensaje no procede desde arriba sino que está dirigido hacia arriba. Pues del mismo modo que el budismo no tiene lengua sagrada, su fundador no fue ni un profeta como Muhammad (que fue vehículo de un mensaje "descendente", de Dios al hombre) ni una encarnación divina -o avatar- como Jesús que fue él mismo el mensaje. 2. Entrega: la identidad del Buda En la primera entrega, al hablar de la lengua litúrgica como algo distinto de la lengua sagrada, hacíamos referencia a carácter ‘humano’ de la experiencia budista como una de las principales diferencias entre el budismo y las religiones reveladas. Pero al decir que el budismo es un camino ‘humano’ se abre la puerta a ciertos malentendidos... por ejemplo, la idea de que el budismo sea algo comparable a una ética secular o al humanismo ateo. Podría pensarse que al hablar del budismo como camino ‘humano’ nos estamos refiriendo al hombre librado a sí mismo, a su racionalidad, su voluntad y sus deseos. Pero no se trata de eso. Pues es, justamente, el significado –y la experiencia- de la ‘humanidad’ o condición humana lo que el mensaje budista transforma y reconduce mucho más allá de lo que el hombre ordinario (ilustrado, voluntarista o sentimental, lo mismo da) siquiera sospecha. Otro modo de abordar esta cuestión es abordar el significado del mensaje budista a partir de la experiencia de su fundador, el Buda Sakyamuni o Buda histórico como se lo suele llamar. Para eso tomaremos otra vez el camino comparativo apoyándonos en la diferencia entre las nociones de ‘profeta’, ‘avatar’ e ‘iluminado’ en las tres religiones del Islam, el cristianismo y el budismo. Elegimos esta vía a título ilustrativo y con intención exclusivamente pedagógica; ya que en el fondo pensamos que dicha comparación es totalmente incorrecta... si se la toma literalmente. El buda como hombre iluminado: Muhammad fue un profeta y Jesús un avatar, el Buda Sakyamuni, en cambio, fue un hombre iluminado. Y la diferencia entre esas tres nociones es capital para entender el significado y el propósito del budismo. Según la tradición islámica Muhammad fue un profeta porque fue un hombre elegido para ser receptáculo y mensajero de la palabra divina. En tanto hombre, el Profeta, no alcanzó por sí mismo su misión sino que le fue encomendada desde lo alto. Y no sólo no la alcanzó por sí mismo sino que, como relata la tradición, dicha misión le fue encomendada a pesar de sí mismo: se dice que el Ángel Gabriel le ordenó tres veces que recitara el libro (el Corán) y el Profeta no entendió lo que sucedía y se excusaba aduciendo que él ni siquiera sabía leer. Pero tras la insistencia del Ángel el profeta descubrió, para su propia sorpresa, que tenía un conocimiento nuevo. Es decir, que el Profeta fue un hombre pero no uno común sino uno que cumplió un papel excepcional: el de funcionar como un vaso vacío en el cual se derramó la palabra de Dios. Jesús, en cambio, según la tradición cristiana, no fue un profeta sino un avatar (no entraremos en la discusión que esto puede suscitar entre ciertos cristianos –la mayoría desgraciadamente- que reducen la encarnación a un único momento histórico de la humanidad, como si lo Eterno pudiera ser encerrado en el tiempo...). Jesús encarnó en su persona y en su cuerpo el descenso de la Palabra divina, el Logos eterno, al mundo temporal. Por lo tanto la verdad que El encarnó no pertenecía a su condición humana (“mi reino no es de este mundo”) sino a su condición divina. Y aún cuando el descenso a dicha condición humana era necesario para el cumplimiento de su misión redentora, lo esencial no es que fuera un hombre sino que fuera el mismísimo Dios hecho hombre. Jesús era él mismo la Verdad divina encarnada en un hombre. No fue el receptáculo de la Palabra sino que él mismo encarnó esa Palabra. El elemento común a estas dos nociones, de Profeta y Avatar, es que en ambos casos se trata de un mensaje ‘descendiente’. Una verdad que desciende desde lo alto, desde más allá del hombre, y llega al hombre como a su destinatario. En cambio, el Buda Sakyamuni no fue ni un avatar ni un profeta, fue un hombre iluminado. Su mensaje no fue ‘descendente’ sino ‘ascendente’. Lo que encontró no le fue revelado sino que lo encontró en sí mismo. Pero ese descubrimiento, esa “joya oculta en reverso del abrigo” como dice una enseñanza tradicional budista, le abrió los ojos a una realidad inconmensurable con la experiencia humana ordinaria. Un buda es un iluminado. Un iluminado es quien tiene luz. Y esa luz le permite ver algo que no puede verse en la oscuridad. La luz del Buda Sakyamuni, según la tradición, lo ‘iluminó’ una verdad que se hallaba en lo más recóndito de sí mismo y fue la de su propia identidad con la Gran Ley del universo (Drama) Esa luz no descendió hacia él desde lo alto ni él mismo fue el descenso de esa luz en el plano humano (aún cuando hay formas desviadas de budismo en las cuales se hace del Buda un avatar), fue una luz reconocida en sí mismo como la verdad más secreta y la más esencial de su propia condición de hombre. El Buda Sakyamuni encontró la verdad, la luz, en lo profundo de su propia condición humana. La luz que logró encender le pertenecía por derecho propio, era inherente a su propia condición de hombre. Por lo tanto, lo que el budismo vino a traer a la humanidad no es un mensaje desde lo alto ni una encarnación divina sino un despertar al verdadero significado y alcance de la propia condición humana. El hombre, para el budismo, no es lo que él mismo cree ser mientras duerme, es decir, mientras permanece en su condición ordinaria. Es mucho más y es otra cosa muy distinta a lo que habitualmente se cree: es UNO con la Gran Ley del Universo. Esta unidad de la persona humana con el Dharma es lo en la tradición se conoce como la ‘identidad de la Ley y la Persona’ (ninpo ikka, en el budismo japonés). Para el budismo esa unidad es un hecho, es decir, no se trata de algo que deba ser adquirido. Sólo es necesario ‘despertar’ a dicha verdad (justamente buda viene de ‘budh’: depertar, volver en sí). Para el budismo, el hombre ordinario está dormido y un buda es un hombre que está despierto. Eso es todo y nada menos... La diferencia entre uno y otro es abismal pero aún así no hay dos naturalezas, pues se trata siempre del mismo hombre. O el hombre está dormido o el hombre está despierto. Y si despierta reconoce que el fundamento del cosmos y de la vida toda, tanto en sus aspectos visibles como invisibles, residen en su propio corazón (Shin o kokoro en japonés, que no tiene que ver con los sentimientos sino con la intuición y aquello que en Occidente llamamos el ‘espíritu’). Esa Ley, esa Verdad, es absoluta e inefable en sí misma (y la noción de ‘sí misma’ es en realidad improcedente y sólo vale a título aproximativo para poder hablar de alguna manera). Y cuando la tradición budista quiere caracterizar dicha Ley recurre a una violenta dialéctica negativa. Se dice que la Verdad budista es “no existente y no no existente” Enunciado donde la doble negación no afirma nada. El budismo, situado en una perspectiva que le permite ver mucho más allá que la metafísica y la lógica aristotélica, utiliza, para hablar de la verdad, una doble negación que no afirma nada sino que indica la suspensión de todo juicio. La doble negación con que se caracteriza a la naturaleza de la Ley no afirma sino que suspende el juicio y la razón permitiendo la emergencia de la intuición pura, único modo de llegar a Verdad. En la larga y fecunda actividad intelectual del budismo a través de los siglos, muchos otros ejemplos de dicha dialéctica negativa. Por ejemplo, el siguiente pasaje de un sutra donde, a través de negaciones, se conduce a quien lo escucha más allá de todo cuanto pueda ser dicho: “ {acerca de la naturaleza de la realidad a la que el buda se iluminó} su entidad no es el ser ni el no ser, no es causa ni efecto, no ella misma ni es algo ajena a ella, ni es cuadrada ni redonda ni corta ni larga, no se levanta ni se cae, no vive ni muere, no se sienta ni se acuesta, no va ni permanece, no se mueve ni rueda y tampoco está quieta, no avanza ni retrocede, no está a salvo ni en peligro, no es razonable ni irrazonable, no gana ni pierde, no es esto ni es aquello, no es pasado ni futuro, no es azul ni amarilla ni blanca ni roja, ni es de ningún otro color...” Esa Ley inefable es, para el budismo, a la vez la raíz y el fruto de la condición humana. El Buda Sakyamuni fue el hombre que se iluminó a dicha verdad y dejó una enseñanza (una doctrina y un método) para que dicha verdad pueda ser reconocida por otros. Entonces, para terminar y repasando lo dicho, el Buda histórico no fue ni un profeta ni un avatar, fue un “buda” (un ‘despierto’). Fue un hombre que despertó de la pesadilla de su condición ordinaria y accedió a un nuevo estado de conciencia y de ser. Buda, entonces, es aquél que despierta de la multiplicidad, la sujeción, la separación y el egocentrismo, y encuentra en sí mismo el Fundamento en el que todo lo demás descansa, la Ley de la que todo depende, la esencia de su ser y de todo cuanto existe. Dicho en términos más técnicos, buda es quien realiza en sí mismo el principio de la ‘identidad de la Ley y la Persona’. Por lo tanto, el budismo es una enseñanza de completa inmanencia entre lo Absoluto y el hombre. Al respecto, un líder contemporáneo, Daisaku Ikeda, ha dicho: “En el budismo el único Absoluto es el Dharma, o Ley de la Vida, que no es otra cosa que lo que existe en el interior del yo”. Una frase como esa podría ser fácilmente malentendida... por quienes no conciben al hombre más que en términos puramente mundanos. Pero, justamente, de lo que se trata en el budismo, como señalábamos al principio de esta entrega, es de transformar la concepción que el hombre tiene de sí mismo. En este último sentido, el de la completa inmanencia de lo divino en lo humano, el budismo parecería estar situado en las antípodas del Islam. Pues, mientras que el primero enfatiza la total identidad del hombre con su fundamento, el segundo enfatiza la absoluta trascendencia de dicho fundamento –Dios- con respecto al hombre y a todo lo creado. Sin embargo, aún a pesar de la notable diferencia de forma y del antagonismo de sus significados más inmediatos y aparentes, el Islam y el budismo presentan una perfecta coincidencia metafísica y espiritual en un punto bien determinado: la total falta de alteridad en la Verdad. Se trata de una Verdad ‘dentro’ de la cual no hay alteridad y fuera de la cual no hay nada... En ambas religiones rige la Unidad. Una Unidad inefable, en tanto que infinita, pero también total y plenamente presente en la actualidad de la vida humana. Y aunque intuiciones similares han sido expresadas en el contexto del cristianismo –en Eckhart por ejemplo, pero también en el propio evangelio (Juan, 17,14)-, sin embargo, es en el budismo y en el Islam donde mejor y más taxativamente aparece formulada esta falta de alteridad de lo absoluto. Con esto terminamos la segunda entrega de la ‘Introducción al budismo’ y esperamos poder continuar pronto con más... Tercera entrega: La compasión En esta entrega comentaremos, aunque sea de modo general y brevemente, un concepto budista que en español suele traducirse por compasión. Este concepto tiene varios niveles de comprensión y de aplicación. Por un lado, es el fundamento del espíritu misionero del budismo; espíritu que, dicho sea de paso, es una de las razones de la prodigiosa difusión del budismo por todo el Asia durante sus primeros siglos, así como de su actual propagación en Occidente; por otro lado, es una de las virtudes (paramitas en sánscrito) que el creyente debe cultivar para liberarse de las ilusiones del ego y encontrarse con su verdadera naturaleza; y por último -'último' en nuestra exposición pero primero en el orden lógico y ontológico- la compasión se asocia a otro concepto central en el cual se expresa la comprensión que el budismo tiene de la realidad: la interdependencia universal de todos los seres y la insustancialidad de sus manifestaciones particulares. Para introducirnos de lleno en el meollo de la compasión budista, vamos a enunciar el problema en forma de una paradoja; paradoja un tanto retórica, pero, esperamos, eficaz para presentar la cuestión de fondo: En el budismo el individuo es Todo y sin embargo no es nada.... Pues, para el budismo, cada ser (y cada cosa, pues en este contexto no importa esa diferencia) es idéntico a la vida universal en su totalidad así como a la Ley (Dharma) que la sustenta; pero también, cada ser y cada cosa, en tanto individuos, son absolutamente ilusorios; pues su realidad y su ser no son nada fuera de la interdependencia universal que los sostiene y les da sentido y lugar. Hablando de la relación entre el concepto budista de Ley (Drama) y la compasión, decía Daisaku Ikeda en uno de sus diálogos con Toynbee: "Esa Ley es la causa de todos los fenómenos, y es la realidad que constituye el principio básico, sustentador de la estricta armonía entre todos los fenómenos. Creo que el movimiento del universo, fundado en la Ley, es la compasión (Jihi terminología budista japonesa). {...} Cuando el hombre manifiesta su egoísmo, trastorna esa armonía. En cambio, hacer de la Ley inherente al universo la guía de nuestras acciones significa obrar de conformidad con la armonía universal" De ahí se desprenden como mínimo dos cosas: que la compasión es quid del funcionamiento y estructura del universo, porque todo está implicado en todo y todo se sustenta en una única y misma Ley; y que manifestar compasión no es otra cosa que vivir en armonía con la Ley y con el universo. Es cuando el hombre quiere ser él mismo, en tanto individuo, algo real y subsistente, cuando se trastoca el orden natural de las cosas. Y no importa si el ser que quiere ser él mismo se califica a sí para bien o para mal, ya que la arrogancia de ser puede darse tanto en forma eufórica como depresiva. A ese querer ser uno mismo (en lo cual, aunque en otro contexto, Kierkegaard veía una forma de la desesperación) se lo llama oscuridad fundamental (kanpon no mumyo, en japonés) y es la peor y la más dañiña de las pasiones humanas; pero es también la más 'humana' de todas, pues es inherente a nuestra conciencia ordinaria. Lo que el budismo propone es que despertemos de esa diabólica pasión de ser nosotros mismos... y reconozcamos la inseparabilidad de nuestro ser con nuestro ambiente, con nuestros semejantes y, en última instancia, con toda cosa, sea pasada, presente o futura, del cosmos. Ese reconocimiento, de la nulidad del propio ser en tanto tal (en tanto 'propio' y en tanto 'ser') y de la Unidad e identidad con la vida cósmica y su Ley, es la compasión en sentido budista. En cuanto a las formas misioneras que el budismo tuvo y tiene de expresar dicha compasión, son perfectamente legítimas en tanto partan de aquél reconocimiento y comprensión. Pero lo que constituye, a nuestro juicio, un error, es asimilar la compasión budista a la acción exterior, por bien intencionada que ésta sea. La acción exterior sin el reconocimiento interior no hace más que trastocar la armonía porque dicha acción no surge de la verdad sino del error: si no se comprende la Unidad se actúa desde la individualidad y sus ilusiones (incluida la arrogancia espiritual de creerse 'bueno' o la de creerse llamado a cumplir una importante misión) y por lo tanto sólo se produce más separación entre los seres. Y a qué grado de desorden y daño puede llevar esa compasión o espíritu misionero ejercido como pura acción exterior es algo demasiado conocido en la historia religiosa occidental como para que haga falta insistir en ello. En el budismo, el espíritu misionero surgió a partir de cierto momento específico de su historia, aproximadamente a los 500 años de la muerte del Buda Sakyamuni, dando lugar a lo que se llamó el movimiento del Gran Vehículo (Mahayana, en sánscrito). A partir de entonces el budismo desbordó el marco de las comunidades cerradas en las que se había desarrollado e irrumpe en la vida pública, hasta terminar desbordando el marco mismo de la India y sus culturas más cercanas, para difundirse por diversos pueblos de Asia. Así, su función espiritual y civilizadora se extendió a China, Corea, Tibet y Japón; países, los dos últimos, desde donde hoy se está difundiendo hacia Occidente. El budismo se 'hizo' misionero porque estaba llamado a expandir su luz por toda el Asia de manera análoga a como el cristianismo estaba llamado a expandirse a todo el Occidente. Y así como la universalización de la verdad cristiana requería que ésta fuera arrancada de su contexto judaico, también el budismo requería una nueva expresión doctrinal y una actitud diferente a la que tuvieron las primeras generaciones de creyentes en el seno de la comunidad (Sangha) india. Esa nueva expresión estuvo encarnada por el Gran Vehículo y su figura central es el bodhissattva, el santo que, así como el loto hunde sus raíces en el agua sucia del pantano pero culmina en una bella flor, hunde sus pies en la mugre mundana y extrae de ella la belleza y la luz de su verdadera naturaleza: la mente iluminada, libre e infinita del Buda (bodai, o también satori, en japonés). Pero ese afán misionero no tiene nada que ver con un voluntarismo salvífico. La compasión en su forma misionera, a nuestro juicio, respondió a necesidades ligadas al estado de la humanidad en su tiempo y en el lugar donde la acción misionera debía llevarse a cabo. Por lo tanto, de ninguna manera podemos pensar -esta es una interpretación a riesgo nuestro y somos concientes de que no es compartida por muchos- en una diferencia de comprensión de la verdad como tal entre el Pequeño y el Gran Vehículo ( Hinayana y Mahayana respectivamente), ni mucho menos, como se ha sugerido alguna vez, en el surgimiento de una religión diferente a la del budismo de los primeros siglos. Si la verdadera compasión -'verdadera' en este contexto quiere decir que no nos referimos a esa caricatura de compasión, sentimentalista, paternal y engañosa que ha llegado a ser la caridad en las Iglesias cristianas- no puede sustentarse en otra cosa que en la comprensión de la Unidad de todos los seres, de su total interdependencia, y de su nulidad en tanto que individuos considerados en sí mismos; entonces, esa comprensión no es distinta en el asceta (el arhat) del Pequeño Vehículo que en el santo iluminado (bodhissattva) del Gran Vehículo. Se trata de que uno y otro tienen un lugar y una misión diferente en el contexto de la historia humana. El sabio que en su aislamiento voluntario ha realizado la verdad de aquella Unidad de los seres en la Ley (lo que equivale a su extinción -nirvana- en tanto que sustancias individuales) no es menos compasivo que el bodhissattva al cual su iluminación le obliga a convivir con las miserias y mentiras del mundo para reconducir a ese mismo mundo hacia la luz de la Unidad. Ambos difieren en sus métodos y en su acción exterior, simplemente, porque es diferente el lugar relativo en que han sido colocados en el espacio y el tiempo históricos de la humanidad. El aspecto misionero de la compasión, entonces, depende enteramente de la situación concreta y las posibilidades de aquellos hombres a quienes la doctrina se dirige. No es una cruzada voluntarista dirigida a convertir a la gente para salvarla de sí misma, como se piensa en Occidente cada vez que se evoca la idea de misión religiosa. Entonces, para terminar, la compasión budista deriva de la conciencia y la realización interior de la Unidad. Y, por lo mismo, dicha compasión no puede ser otra en el corazón del ermitaño que en el del misionero; sólo son diferentes sus acciones exteriores. Sin embargo, y esto debería quedar claro para quienes rehuyen del trabajo misionero porque incomoda a sus confortables egos pequeño burgueses, estas acciones no dependen, de ningún modo, de las preferencias individuales del arhat o del bodhissattva (preferencias que, justamente, deberían haber desaparecido en el proceso de realización espiritual) sino de la modalidad específica en la que debe expresarse, en cada momento y lugar, aquella Unidad en el contexto de la historia y la cultura humanas. Hoy, en Occidente, el budismo está en plena expansión; y lo está para responder a necesidades propias y urgentes de ese mismo Occidente; por lo tanto, no podría no asumir una forma misionera. Pero, lamentablemente, a veces, muchas veces, la raíz y el sentido profundo de esa necesidad misionera se comprenden mal y los creyentes caen en actitudes unilaterales que no hacen otra cosa que atentar contra aquello que debería ser la causa final de todo su afán: la realización de la Gran Unidad. Máximo Lameiro