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SALUDO DEL EMMO. Y RVMO. SR. CARDENAL PAUL POUPARD Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura La universidad, creadora y transmisora de una nueva cultura al alba del III Milenio MADRID, UNIVERSIDAD SAN PABLO-CEU 28 DE MAYO DE 2001 Excelentísimo Señor Canciller, Excelentísimo Señor Rector, Profesores, alumnos, Queridos amigos, 1. Agradezco al Sr. Rector sus amables palabras de saludo que me ofrecen la bienvenida en esta institución, puesta bajo la advocación de mi santo Patrono, el Apóstol san Pablo. Regreso con emoción y agradecimiento a esta casa, que ya visité en octubre de 1995, cuando pronuncié una conferencia sobre la misión de los docentes y profesores en la Universidad Católica. Visitar una universidad es para mí siempre un motivo de profunda alegría, pues me devuelve a mis tiempos de estudiante universitario en la Sorbona de París, y a mi querido Institut Catholique, del que fui rector durante diez años. Vuestra institución se apresta a cumplir 70 años de vida. Desde sus modestos comienzos en los difíciles años del Madrid de 1933, con un puñado de profesores y apenas 70 alumnos, el Centro de Estudios Universitarios se ha ido desarrollando hasta convertirse en la espléndida obra que hoy contemplamos. Como toda obra en la Iglesia, la garantía de su perseverancia está en la fidelidad al ideario y a los principios que la vieron nacer. 1 2. No puedo por eso continuar sin evocar la figura extraordinaria del fundador de esta Universidad, el Cardenal Ángel Herrera Oria y de la Asociación Católica de Propagandistas. La España contemporánea tiene una deuda imponente que saldar con Don Ángel, que acaso sólo el tiempo permita ir valorando en su justa medida. Quién sabe cuáles hubieran sido los destinos de España si la apasionada defensa de la doctrina social de la Iglesia y el pensamiento político de los propagandistas hubieran encontrado un amplio consenso entre los católicos de su tiempo, muchos de los cuales no lo comprendieron e incluso vieron en él un personaje incómodo para su cristianismo anquilosado y anémico. Hoy, a distancia de treinta años de la muerte de Herrera Oria, su pensamiento sigue gozando de una envidiable juventud. Y sobre todo, su apasionado amor a Jesucristo, el celo por el Evangelio, por difundir un cristianismo íntegro, sin páginas arrancadas, que llegase a todos los ámbitos de actividad humana. Don Ángel fundó el Centro de Estudios Universitarios para hacer frente al patético desfondamiento intelectual que padecía la Iglesia de entonces. Con espíritu clarividente, se dio cuenta de que la Iglesia carecería de capacidad real de acción en la sociedad, si estaba desprovista de cabezas pensantes. No bastaba sólo la acción social y política de los católicos si faltaba un estudio riguroso y en profundidad acerca de los fundamentos de la sociedad, la política, la historia. Nació así esta institución, inicialmente como centro de capacitación para aquellos estudiantes que preparaban su acceso a las cátedras y a puestos de responsabilidad en la administración del Estado, y que ha ido convirtiéndose paulatinamente en una Universidad en todo el sentido de la palabra. Como Presidente del Pontificio Consejo de la Cultura, encargado por el Papa hace ahora casi 20 años de dar vida a un nuevo organismo de la Santa Sede para en la Iglesia la urgencia por el diálogo con la cultura de nuestro tiempo, permitidme ahora que os anime una vez más a vivir a fondo vuestra vocación. Permitid a un ex-rector que desde su privilegiado observatorio percibe cada día la gravedad de la hora presente, os recuerde la importancia y la belleza de vuestra vocación como universidad católica. 2 3. Vivimos un período de importantes transformaciones, a las cuales no escapa la misma universidad. Una nueva revolución tecnológica, la tercera revolución, la de la información, está creando a pasos agigantados un nuevo tipo de economía y de sociedad. Son muchos los que se preguntan si la universidad actual será capaz de responder a las exigencias que la nueva economía y el mercado de trabajo demandan. No pocas se sienten tentadas de abandonar su vocación originaria para convertirse en escuelas de formación profesional de altísimo nivel. Algunas universidades prefieren denominar incluso a sus alumnos “jóvenes profesionales”. La universitas studiorum, la interdisciplinariedad que está en el origen de la universidad cede el puesto a una hiperespecialización, necesaria, según se dice, para sobrevivir a la competencia implacable. La universidad, arrastrada por el huracán de la nueva economía, parece haber perdido su vocación originaria. Por ello me viene a la memoria uno de los momentos más significativos de mi experiencia en el mundo de la cultura y de las instituciones de investigación y de enseñanza. Era el uno de junio de 1980. Como Rector del Instituto Católico de París, acogí a Juan Pablo II, quien pronunció unas esclarecedoras palabras que quiso después recoger en la Constitución Apostólica sobres las Universidades Católicas Ex Corde Ecclesiae, la Charta Magna de las Universidades Católicas: «Por su vocación la Universitas magistrorum et scholarium se consagra a la investigación, a la enseñanza y a la formación de los estudiantes, libremente reunidos con sus maestros animados todos por el mismo amor del saber. Ella comparte con todas las demás Universidades aquel gaudium de veritate, tan caro a San Agustín, esto es, el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento. Su tarea privilegiada es la de “unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad»1. Juan Pablo II no hacía sino proponer, con palabras diversas, lo que ya escribió vuestro Rey Sabio, Alfonso X en Las Partidas: “ayuntamiento de profesores y alumnos por el saber”. 4. La misión propia de la universidad es la “diakonía de la verdad”, el servicio apasionado a la verdad. Esto significa colocar en el centro de la comunidad universitaria a la persona humana, dotada de capacidad racional y de voluntad libre, 1 JUAN PABLO II, Ex Corde Ecclesiae (15-8-1990) n.1. 3 que es quien experimenta el gozo por la verdad, y el inagotable deseo humano de encontrar el esplendor de la belleza, la perfección y gloria de la obra y de su artífice. Esta visión conlleva al mismo tiempo el horror a la mentira y a la impostura, el vivo deseo de evitar todo sofisma y de aprisionar la verdad en la injusticia, como previene San Pablo. Preferir la verdad a la mentira no es solamente un acto propio de la capacidad cognoscitiva del intelecto humano, sino también un acto propio de la libertad que busca el bien, y con ello, la realización plena del sentido de la existencia. La “diakonía de la verdad” significa el compromiso de no contentarse con verdades parciales, fragmentarias y dispersas, establecer permanentemente el paso del fenómeno al fundamento (Fides et Ratio, 83) de las cosas a las causas, sin darse tregua en esta búsqueda de la verdad. Nietzsche definía el nihilismo como la falta de la finalidad, de la pregunta por el por qué. Debemos reconocer que vivimos en un ambiente intelectual enrarecido por el nihilismo que ha renunciado al gozo por la verdad, y por ello, expuesto a la tentación de un uso instrumental y pragmático de la verdad. La mayor forma de corrupción es la intelectual, que consiste en aprisionar la verdad en la mentira y llamar mal al bien. Hablar de verdad en la cultura contemporánea constituye una provocación y un desafío. Parece como si buscar la verdad fuera perseguir una quimera, una empresa quijotesca imposible. La pregunta de Pilatos –¿qué es la verdad?– parece haberse convertido en el distintivo de nuestro tiempo. No sabemos, se nos dice, si existe una verdad, ni tampoco si es posible conocerla. Y se nos invita a desconfiar de la personas que se sienten muy seguras de la verdad, que es una palabra demasiado fuerte para nuestros oídos educados en el pensamiento débil. Frente aquellos que hablan de verdades personales, me vienen a la memoria los versos de vuestro inmortal poeta, Antonio Machado, quien escribió, precisamente a propósito de la verdad: “¿Mi verdad? No, la verdad. Quédate con tu verdad y busquemos juntos la verdad”. Ha tenido que ser Juan Pablo II quien en su Encíclica fides et ratio haya propuesto con valentía y decisión a la Iglesia la tarea de buscar la verdad, pasar del fenómeno a la realidad. 5. Está después la investigación específica propia de cada disciplina, a la que cada facultad y departamento debe dedicar esfuerzo. La universidad católica 4 especialmente debería constituir un modelo por la cantidad de recursos y personal asignado a la investigación. En materia tan importante, no puede delegar esta tarea en universidades estatales, dotadas de mayores medios y personal, limitándose únicamente a vivir de un pensamiento parásito. Es necesario inculcar un sano espíritu crítico, pasión por la investigación en todos los miembros de la comunidad universitaria, alumnos y profesores, como la mejor capacitación para la vida. Sólo así la universidad será realmente escuela de saber y no una mera fábrica de titulados, como con frecuencia se reprocha a la universidad. Limitarse a enseñar cómo funcionan las cosas, sin preocuparse del por qué es una grave mutilación del espíritu universitario. 6. La universidad católica tiene su nota característica en la primacía de la formación integral de la persona sobre la capacitación laboral. Esta formación integral significa, ante todo, la apertura a una mayor interdisciplinariedad. La Universidad es un lugar privilegiado para ampliar los horizontes abriéndose a la totalidad del saber humano. Acaso no estuviera tan equivocada aquella universidad inglesa que exigía a sus alumnos obtener un diploma en humanidades antes de comenzar los estudios de medicina. El estudio de las humanidades no podrá ser nunca un estorbo, porque en definitiva no es sino el estudio del hombre, tal y como lo ha descrito la literatura, lo ha reflejado el arte, se ha pensado a sí mismo en la reflexión filosófica y se conoce en su andadura histórica. Esta era la idea del Cardenal Newman, cuyo centenario estamos celebrando. Para él, la universidad, antes que enseñar artes liberales, como se denominaban las especialidades en la antigüedad, había de ser un Studium Generale. Sin esta interdisciplinaridad corremos el riesgo de que las alicortas y miopes visiones científicas ocupen “el centro de la verdad” (the centre of all truth), como Newman lo llamaba2. Pero formación integral significa sobre todo el crecimiento como persona en todos los órdenes. Los antiguos se verían sorprendidos al comprobar que la universidad no siempre hace mejor al que enseña o al que aprende. Y no les faltaría razón. ¿De qué nos serviría formar excelentes técnicos, médicos, abogados, 2 NEWMAN, The Idea of University, London 1931. 5 empresarios, si carecen de una visión armónica del saber y del mundo, si no están preparados para hacer frente a los problemas éticos y morales que el ejercicio de su profesión les va a plantear inexorablemente? Personalmente os confesaré mi miedo a un mundo dominado por expertos sin alma, en manos de técnicos que saben casi todo acerca de muy poco y casi nada acerca de todo lo demás, de las cosas que verdaderamente importan. 7. Para que la universidad pueda convertirse en una verdadera escuela de pensamiento, abierta a todas las dimensiones de lo humano, es imprescindible que entre profesores y alumnos se establezca una verdadera comunidad, anudada por vínculos personales recíprocos. Alguien ha observado que el fabuloso progreso de los medios de comunicación social están sustituyendo paulatinamente la figura del maestro y del educador, con las consecuencias que vemos a diario. En el proceso de maduración de la persona humana nunca podrá faltar la figura del maestro. La relación que se establece entre el maestro y el alumno no puede desaparecer, so pena de convertir la educación en un mero proceso mecánico, sin relación con la vida, que acaso un día pueda ser sustituido por la simple implantación de un chip de memoria, como algunos escenarios futuristas nos muestran. La universidad católica, si quiere sobrevivir en medio de la despiadada competencia de nuestro tiempo, no necesita sólo de expertos, sino sobre todo de maestros. Queridos profesores, permitidme que os haga una invitación, que es al tiempo un ruego, como uno que conoce la universidad: sed maestros de vuestros alumnos. Dedicadles todo el tiempo que sea necesario, sin tasarlo mezquinamente. Prolongad la lección en el trato personal con vuestros alumnos. Estimulad, en el trato personal con el alumno, la pasión por el saber, el deseo de aspirar a metas más altas, de no conformarse con los logros adquiridos. Demostradles que es posible realizar en la vida la síntesis entre el conocimiento y la acción: que a un mayor conocimiento del mundo y de la realidad, corresponde una vida moral más íntegra, que ser más sabio significa también ser mejor. Así se hará realidad el ideal antiguo de la educación que veía una profunda unidad entre la verdad y el bien, entre el conocimiento y la ética. 8. Aún es necesario decir algo sobre una nota irrenunciable de toda universidad católica, que es evangelizar. Una Universidad católica no puede 6 renunciar a proclamar el Evangelio en aras de un mal entendido respeto a la libertad de conciencia. Todas las estructuras y medios de que dispone la Iglesia, nacidos de la iniciativa de laicos intrépidos, como esta universidad, o de la acción de los pastores de la Iglesia, miran a un único fin: anunciar a Jesucristo. Así lo recordó Pablo VI con fuerza impresionante tras el Sínodo del año 1974: “Evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su Muerte y Resurrección gloriosa”3. Más de una vez a lo largo de la historia de la Iglesia, se ha acabado por invertir la relación de medio a fin: lo que nació como medio para la evangelización, ha acabado convirtiéndose en un fin en sí mismo, al que se supeditan todos los criterios de actuación. Todas las obras educativas de la Iglesia son medios de evangelización, que existen en función de ésta. De no ser así, constituirían un lastre insoportable para la Iglesia, del que debería desembarazarse cuanto antes. Recuerdo aún estremecido el inmenso cinismo con que el marxismo de los años ’60 decía a los cristianos: “vosotros haced escuelas; nosotros formaremos maestros”. Hemos de hacer un serio examen de conciencia y preguntarnos si la vasta red de centros educativos de la Iglesia ha sido fiel a su misión evangelizadora, si los alumnos que pasan por nuestros centros se acercan a Jesucristo vivo en su Iglesia, si encuentran en ellos modelos válidos de entrega generosa que susciten una vocación de consagración. Naturalmente, la evangelización en la universidad ha de hacerse con el estilo propio de la universidad, que consiste ante todo en la evangelización de la inteligencia. Porque se trata de la Verdad, siente un respeto exquisito por la libertad del oyente, pues la aceptación de la verdad tiene su propio ritmo. Su característica específica es el diálogo críticamente constructivo con la cultura. La universidad estaría faltando a su vocación originaria si desertase de esta tarea, relegándola a la capellanía universitaria, como si fuera una actividad extraescolar más, o limitándose a la organización de actividades de voluntariado y asistencia social. Su estilo propio, en cambio, es el 3 PABLO VI, Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi (8-12-1975) n. 14. 7 trabajo intelectual serio, riguroso y apasionado que busca armonizar los datos de la investigación científica, en todas las disciplinas, con la luz que viene de la fe. De este impulso evangelizador tiene que participar toda la comunidad universitaria. No es una tarea que pueda resolverse sólo con algunos créditos de teología. Profesores, alumnos, personal no docente forman en la universidad una communio, que hace posible entrever un nuevo modelo de sociedad y de hombre y realiza existencialmente la síntesis entre la fe y la razón . Me atrevo aquí a utilizar aquí una expresión audaz, aun a sabiendas de que constituye una provocación, siguiendo las pautas trazadas por Juan Pablo II: la santidad, que constituye el programa de la Iglesia para el Nuevo Milenio4. Sí, la evangelización en y desde la universidad exige la santidad de la vida intelectual y universitaria. No una santidad limitada únicamente al ámbito privado de los miembros de la comunidad universitaria, a la capilla y a las actividades organizadas en torno a ella, sino vivida, por así decirlo, a partir del oficio mismo del profesor y del estudiante. Es una santidad que ha de penetrar en las aulas, en los despachos de los profesores, la biblioteca, los curricula, e incluso en ese lugar entrañable e imprescindible de toda universidad que es la cafetería. Una santidad que no es la simple “excelencia académica”, aunque sin duda la exige. La excelencia, o sea, la aceptación social a través del prestigio, o del reconocimiento de otros, se basa únicamente en el esfuerzo de la voluntad, pero apenas deja espacio para la gracia, que es capaz de obrar lo que para los hombres es imposible5. 9. Queridos amigos: Las universidades católicas tienen hoy un papel insustituible en la Iglesia, no como un lugar de formación de élites, sino precisamente como un “laboratorio de la fe” en diálogo con la razón, una avanzadilla intelectual de la fe, abierta a todos los campos del saber humano, buscando con pasión la verdad con la guía de la fe. Si os he lanzado este desafío, es porque estoy convencido de que la Universidad sigue siendo un lugar determinante donde se crea y se transmite cultura, cuya 4 JUAN PABLO II, Novo Millennio Ineunte, (6-1-2001) n. 30 5 Cfr. PEDRO MORANDÉ, Un nuevo humanismo para la vida de la universidad. Jubileo de los Profesores Universitarios, Roma, 13 septiembre 2000. 8 repercusión sobre la sociedad sigue siendo inmensa. Un país será lo que sean sus universidades, donde se forman los cuadros dirigentes de un país, y sobre todo, donde se establecen criterios y modos de juzgar la vida, la sociedad. El mensaje que he querido transmitir se podría resumir en las famosas palabras de Blas Pascal: “travaillons donc à bien penser”: esforcémonos en pensar con corrección... y se empezarán a arreglar más cosas de las que pensamos. “Travaillons donc à bien penser”, porque, por arduo que pueda parecer, tenemos el derecho y la obligación de poner los cimientos de una nueva cultura de la verdad. “Travaillons donc à bien penser”, y no nos cansemos nunca de dar gracias por el don de nuestra inteligencia espiritual; que resuene siempre en nosotros aquella exhortación de San Agustín: “Intellectum valde ama”,6 “ama mucho la inteligencia”. Muchas gracias. 6 S. AGUSTÍN, Epist. 120, 3, 13: PL 33, 459. 9