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Homilía para los Capitulares en la Iglesia de “San Francisco de Asís” de Turín
“El Señor es bueno y grande en el amor”
Sábado de la Segunda Semana de Cuaresma
Mi 7,14-15.18-20; Sal 102; Lc 15,1-3.11-32
Queridísimos hermanos capitulares:
Nos encontramos en la Iglesia de “San Francisco de Asís” de Turín, tan cargada de memoria y
profecía para nosotros Hijos de Don Bosco. Estando a las Memorias del Oratorio, Don Bosco nos
cuenta cómo en la fiesta de la Inmaculada Concepción de 1841 encontró a un muchacho en la
sacristía de la Iglesia de San Francisco de Asís. El episodio de Bartolomé Garelli, con las
perplejidades que puede suscitar en los historiadores, nos habla del comienzo del Oratorio desde el
momento en que Don Bosco llama a este muchacho su “primer alumno” al que “se añadieron
algunos más”; y prosigue: “durante aquel invierno me centré en algunos mayores que tenían
necesidad de una catequesis especial y, sobre todo, en los que salían de las cárceles. Palpé entonces
por mí mismo que estos muchachos reemprendían una vida honrada, olvidando el pasado, y se
transformaban en buenos cristianos y honrados ciudadanos, si – una vez fuera del lugar de castigo –
encontraban una mano benévola que se ocupara de ellos, los asistiera en los días festivos, les
buscara un lugar de trabajo con un buen patrón, yéndolos a visitar alguna vez durante la semana.
He ahí el origen de nuestro Oratorio, que con la bendición del Señor creció tanto como entonces
nunca hubiera imaginado” (MO 92)
Me parece estimulante y propositivo el hecho de comenzar el Capítulo General precisamente en la
cuna de nuestro carisma, en el lugar donde Don Bosco realizaba las instrucciones de catequesis en
la escuela de su maestro espiritual don José Cafasso. Aunque la opción vocacional definitiva en
favor de los muchachos pobres, abandonados y en peligro fue madurando progresivamente en los
años sucesivos hasta establecerse en Valdocco, no cabe duda que su contacto con don Cafasso en el
Colegio Eclesiástico y con los muchachos aquí en la Iglesia de San Francisco de Asís jugó un papel
decisivo en la vida y misión de Don Bosco. Me parece significativo – y por eso lo subrayo – que
“el principio de nuestro Oratorio” haya sido un encuentro con un jovencito, mientras Don Bosco
pensaba en “hacer de sacerdote” celebrando la Eucaristía.
Don Bosco habría recibido de don Cafasso el ser sacerdote como identidad y finalidad de total
compromiso por la salvación de las almas; el amor de Dios que debería llevar al sacerdote a vivir
intensamente su vocación de inflamar el corazón de las personas. Y la tradición de este perfil
sacerdotal, espiritual, pastoral se ve sucesivamente en la experiencia de Don Bosco en el encuentro
con Bartolomé Garelli (MO 89), en los encuentros con otros muchachos que lo llevaban a hablar
del “principio el Oratorio” (MO 92), y donde poco a poco se delinea su método educativo pastoral
(p. 95). El relato – es verdad – manifiesta ya la visión del Don Bosco educador maduro que
proyecta en el pasado cuanto ha madurado en la vida; pero es precisamente esto lo que le hace tan
precioso para nosotros, puesto que descubre las razones profundas del corazón educativo de nuestro
Padre. En efecto, documentos del tiempo (artículos periodísticos de 1849) confirman la identidad
de Don Bosco, su fascinación, el impacto sobre los muchachos y sobre la sociedad turinesa. Es
presentado como padre, maestro y amigo de los jóvenes, con una profunda ansia de salvar, como
educador que ennoblece el pensamiento de los jóvenes que entran en relación con él. He ahí por
qué os decía que este lugar es rico de memoria y de profecía: por una parte cuenta la historia y, por
otra, nos ofrece los criterios que servirán a las generaciones salesianas en el futuro para permanecer
fieles al carisma y saber afrontar los nuevos desafíos que encontrarán en el desarrollo de la misión.
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Pues bien, esta pasión por la salvación de las almas y esta pedagogía del amor que Don Bosco
aprendió y desarrolló parecen una traducción concreta de la palabra de Dios que hemos escuchado,
y que, a mi parecer, encuentra su síntesis en el versículo del Salmo Responsorial: “El Señor es
compasivo y misericordioso”.
En efecto, las dos lecturas nos revelan el corazón de un Dios que rebosa de amor y de misericordia
hacia su pueblo o hacia el hijo pródigo. Es un Dios compasivo que perdona los pecados de sus
hijos, es un padre que se conmueve ante los sufrimientos de los hijos que se equivocan: en su
compasión, como en los tiempos del éxodo, es impulsado, por instinto casi maternal, a cancelar las
culpas que los oprimen, a arrojarlas al fondo del mar como en otro tiempo hizo ahogar en el Mar
Rojo al faraón y a los egipcios, enemigos de su pueblo (cfr. Ex 15,1.5.16). Su fidelidad es suma
gratuidad en el perdonar, para que el ‘resto’ de su pueblo pueda finalmente mantenerse fiel a la
alianza. Así dice la primera lectura.
En el pasaje evangélico Lucas nos presenta la introducción de las parábolas de la misericordia
indicándonos a quienes van dirigidas: el auditorio está dividido en dos grupos, los pecadores que se
acercan a Jesús para escucharlo y los escribas y los fariseos que, a su alrededor, murmuran. A
todos, indistintamente, Jesús revela el rostro del Padre bueno a través de una parábola, tomada de la
vida cotidiana, que implica profundamente a los oyentes.
El hijo menor decide enfocar su propia existencia según un proyecto personal. Para ello pide al
padre la parte de “herencia” – término que equivale a “vida” – que le corresponde y se va lejos, a
derrochar en el desenfreno sus bienes. La ambivalencia de los términos empleados indica que lo
que se pierde es ante todo el hombre. La experiencia de la necesidad hace volver sobre sí mismo al
que, hambriento de vida alegre, había salido de prisa de la casa paterna y ahora lo lamenta. La
decisión de comenzar humildemente una vida nueva lo vuelve a poner en camino por un sendero
que su padre escrutaba desde hacía tiempo, esperando. Es él quien colma ahora toda distancia,
porque nunca había alejado de aquel hijo su corazón. Conmovido profundamente, va a su
encuentro, se le echa al cuello y lo reviste de la dignidad perdida. Al recuperar al hijo, el Padre
recupera la alegría y el deseo de hacer fiesta.
Es así como Jesús manifiesta la conducta del Padre celestial (y la propia) hacia los pecadores que
“se acercan” dando apenas algunos pasos. Pero fariseos y escribas, que rehúsan participar en la
fiesta del perdón, son como “el hijo mayor” que, obediente a todo precepto, se siente acreedor
respecto de un padre-patrón del que nunca ha comprendido el amor, aun viviendo siempre con él.
Incluso para ir al encuentro de este hijo de corazón mezquino y malévolo, el padre sale de casa,
manifestando así a cada uno el humilde amor que espera, busca, exhorta, porque quiere estrechar a
todos en un único abrazo, reunirlos en una misma casa. Pero la incapacidad para encontrar al
hermano en el hijo que regresaba, pone en peligro la fiesta y la familia.
Los senderos de la infidelidad a la alianza son siempre angostos y privados de salida: la lejanía de
la casa paterna crea, al final, una desolación angustiosa, que atenaza más que el hambre.
Precisamente por esto, todo extravío puede llegar a ser una felix culpa, un error afortunado, en el
que finalmente el hombre se deja alcanzar de nuevo y conmover por el eco de la voz del Padre que,
incansablemente, ha seguido pronunciando con amor nuestro nombre. Si el hijo que se aleja se
despierta al sentido de su dignidad y al amor filial, sin embargo, el que permanece en casa corre el
peligro de no darse cuenta de no tener amor.
Todos nos podemos renovar en el uno o en el otro hijo. El Padre es el que siempre sale al encuentro
del uno y del otro. Él nos espera sea que vengamos de la dispersión, como el hijo pródigo, sea que
vengamos aún de más lejos: de la región de una falsa justicia y de una falsa fidelidad. A nosotros se
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nos pide sólo dejarnos estrechar en su abrazo, fiándonos de aquella mano que bendice con el único
deseo de felicidad para nosotros y para todo hermano nuestro.
La grandeza de Don Bosco ha sido haber experimentado y encarnado esta paternidad de Dios hecha
de bondad, de urgencia en la búsqueda de los jóvenes alejados, abandonados o en peligro, la
prontitud en dar el primer paso, su valor al no tener miedo de perder la propia dignidad, la falta de
pesadumbre por haber perdido la mitad de los propios bienes como el padre de la parábola,
consciente de que la autoridad de un padre no está en las distancias que él más o menos mantiene,
sino en el amor radiante que él expresa y hace sentir, la alegría y la fiesta que hace y recrea la
familia. Éste es el corazón del Sistema Preventivo, nuestro tesoro más precioso para afrontar los
desafíos educativos de los jóvenes de hoy. Con razón nuestra misión es definida por nuestro texto
constitucional como la de “ser signos y portadores del amor de Dios a los jóvenes”. Desde la
perspectiva de Dios, como desde la de Don Bosco, incluso en los muchachos más desgraciados hay
semillas de bien y nuestra misión es descubrirlas para cultivarlas, hasta refrenar eventuales
experiencias negativas y reconstruir personalidades robustas. La pedagogía de la bondad es también
la pedagogía de la fiesta, la de un Dios que sabe hacer fiesta por el hijo que estaba perdido y ha
sido encontrado, que estaba muerto y ha vuelto a la vida. El amor de Dios es como el amor visceral
(rahamim) de una madre que ama apasionadamente a sus hijos, no en relación a su mérito, sino
simplemente porque son sus hijos.1
Pidamos al Señor que nos dé la gracia de imitar fielmente a nuestro padre y fundador Don Bosco en
su pasión por la salvación de los jóvenes, en su capacidad de encarnar ejemplarmente la paternidad
de Dios, en la promoción de la alegría encontrada de nuevo en la familia, que le hizo ser para los
jóvenes padre, maestro, hermano y amigo.
Don Pascual Chávez Villanueva
Turín – 23 de febrero de 2008
NT. Las citas de las Memorias del Oratorio están tomadas de la traducción española “Memorias del Oratorio”
preparada por José Manuel Prellezo, CCS, Madrid 2003.
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