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DOMINGO IV DE CUARESMA (C) Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat 14 de marzo de 2010 Lc 15, 1-3. 11-32 Queridos hermanos: Muchas veces hemos meditado la parábola del Hijo Pródigo. Esta narración no es como un producto de mercado que después de un tiempo se deteriora. Cada vez que la leemos sacamos de ella algo nuevo. Las palabras son siempre las mismas pero el mensaje y su repercusión en el corazón son en cada ocasión nuevas. Las palabras "misericordia", "perdón", "amor" nunca se deterioran porque tienen la edad de Dios, que es eterno. En el corazón de cada uno de nosotros hay una fuerte inclinación a dividir a los hombres entre buenos y malos, entre pecadores y practicantes, y quizás también creamos un abismo entre unos y otros. Jesús no está de acuerdo con esta división y no por un capricho sino porque el primero que está disconforme con estas divisiones es el Padre. Para que podamos entender su enseñanza, el Maestro inventa una de las parábolas más hermosas, la conocida parábola del "hijo pródigo". El hijo más joven es un pecador ya que "ha consumido los bienes (del padre) con mujeres públicas", como decía el hijo mayor. ¿Estará condenado, por tanto, el hijo pródigo a permanecer siempre como "pecador", separado del hijo mayor que no ha "desobedecido nunca ni uno solo de los mandamientos" (del padre)? ¿Deberá quedar para siempre en la categoría de "siervo" aunque sea un hijo? El corazón paterno no soporta esta situación. El amor se convierte en misericordia y perdón mucho más allá de cualquier otra categoría, exigencia de la ley o de la sociedad. El hijo pródigo podemos ser cada uno de nosotros. Cobrar la parte de la herencia e irse a vivir a un país lejano es la tentación. Queremos vivir con los bienes de Dios, pero sin Dios. Y nos decimos en el fondo del corazón: "Padre, dame la parte de la herencia que me toca". Quizá todo el tema está aquí. Nos parece que hay una parte de nosotros, de lo nuestro, en que Dios no debería meterse para nada. Aspiramos a una autonomía que es imposible dada nuestra condición de criaturas, porque si existimos es porque Dios nos ha creado y nos mantiene en la existencia. Sin embargo, existe en nosotros esa tendencia a alejarse de Señor, como si su presencia impidiera nuestro desarrollo. Así lo vive el hijo menor que, en lugar de disfrutar de los bienes con su padre quiere saborearlos lejos de él. El tiempo de Cuaresma nos invita a mirar hacia el Señor recordando nuestra condición de hijos y lo bien que se está en la casa paterna. Es fácil identificarse con el muchacho que, dilapidada su fortuna, ha terminado cuidando cerdos. Está en la absoluta soledad. Probablemente vive hundido bajo su tristeza y amargura. Sin embargo, es capaz de recordar a su padre. El síntoma de la tristeza puede servir como punto de partida a la Cuaresma. ¿Por qué estamos así? ¿Qué hemos hecho con la pequeña fortuna que teníamos? ¿Dónde está nuestro Padre? Tenemos la manía de centrar todo en nosotros mismos. Por eso sería más apropiado llamar a esta parábola la del Padre Misericordioso, porque Jesús no está justificando ni a los publicanos ni a los fariseos, está explicando cómo es Dios, incluso con los pecadores. Creo que la parábola no consiste tanto que nos identificamos con el hijo pródigo o el que se queda en casa; se trata de que descubramos la bondad de nuestro Padre Dios y entonces no queramos machar de casa. Y si nos hemos ido, estaremos deseando emprender el camino de vuelta. Y, si estamos en casa, no nos comportamos como inquilinos, como los adolescentes inconscientes que se creen que la casa de sus padres es una pensión. Lo que pone en marcha el hijo pródigo no son exclusivamente las algarrobas que comían los cerdos, es recordar la bondad de su padre incluso con los que estaban en su propia situación -de jornaleros-, en casa de su padre. Lo que pondrá en marcha nuestra conversión no será tan nuestro deseo de ser mejores, ni un intento de tranquilizar nuestra conciencia; será el conocer, o reconocer, la misericordia, la bondad y el cariño que Dios nos tiene. Por eso necesitamos la oración, la confesión, la Eucaristía y la Iglesia: aquí reconocemos quién es Dios, siguiendo a Cristo en el cumplimiento cotidiano de la voluntad del Padre. Nuestra Madre la Virgen María nunca salió de la casa del Padre de la Misericordia. No había nada fuera que pudiera llamar su atención centrada en el amor de Dios. Por eso conociendo a María conocemos a Dios.