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Literatura Cubana I
El teatro cubano desde sus orígenes hasta 1898.
Objetivos:
Que los estudiantes:
1. Conozcan el desarrollo y evolución del teatro cubano desde sus orígenes hasta 1898.
El teatro es tal vez la expresión más antigua de la isla. Cuando los castellanos llegan a Cuba,
descubren formas litúrgicas y corales que prefiguran una raíz dramática, mezclando poesía,
música y danza. Eso y no otra cosa son los areítos, que interesaron a los cronistas y fatigaron a
nuestros investigadores empeñados en hallar la fuente aborigen de nuestra escena. Tales danzas
corales, con elementos de maquillaje, plumas y colores, disciplina coreográfica, texto repetido de
boca en boca aunque nunca escrito, música de tambores, cascabeles y flautillas, eran dirigidas por
los coreutas o «tequinas», que merecen ser considerados los primeros poetas, dramaturgos,
músicos y coreógrafos cubanos. Junto al juego de pelota, los areítos son la imagen de la
organización social y cultural de la vida precolombina, aunque con estructuras muy
primitivas si las comparamos con sus iguales (taquis y mitotes) del Perú, México, Nicaragua
o Yucatán.
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Los temas de los areítos consistían en la narración histórica de hazañas, así como
procedimientos rituales de religión y magia para propiciar cosechas y trabajos colectivos, crónica
de caciques y pequeñas fábulas tribales, asamblea popular y regocijo individual, cultura y al
mismo tiempo ejercicio comunal, religión y magia, mito y realidad. Con la desaparición de los
indígenas se apagaron los areítos y nada dejaron en nuestro teatro. El tan comentado areíto de
Anacaona ha quedado demostrado que no es sino una versión acriollada del vodú haitiano, y nada
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digamos de los «areítos» de Emilio Blanchet, Yaimí y Mayabá (1856), que de tales no tienen más
que el nombre. Una vez exterminada la expresión indígena y autóctona, los invasores se
dedicaron exitosamente a importar su teatro.
Como legítima conquista, Cuba creará su escena en forma similar a España, partiendo de
las festividades del Corpus Christi. La más antigua referencia la hallamos en Santiago de Cuba,
en 1520, donde se paga a un tal «Pedro de Santiago» por «una danza d' arcos y por lienzos», lo
que coloca a la isla en la primacía de los Corpus en América. En La Habana, según señalan las
Actas Capitulares, hay también fechas tempranas: 28 de abril de 1570; 10 de abril de 1573; 25 de
mayo de 1576; 18 de mayo de 1577; 20 de agosto de 1588; 21 de mayo de 1590; 18 de abril de
1597, y 2 de julio de 1599, donde se habla ya de «dos comedias» representadas. La célebre pieza
Los buenos en el cielo y los malos en el suelo, escenificada según se dice el 24 de junio de 1598
en una barraca en las cercanías de la Fortaleza de La Habana, no pasa de ser una curiosa noticia
que debe más a la superchería histórica que a la verdad documental. Las representaciones en el
interior (Matanzas, Puerto Príncipe, Santiago de Cuba) comienzan en el siglo XVII, pues
documentos del Archivo de Indias prueban que en 1659 las representaciones profanas (como la
comedia Competir con las estrellas) en el interior de iglesias y conventos era cosa común; pero
va en 1680 se ejerce la censura eclesiástica, cuando la Iglesia prohíbe mostrar comedias profanas
en sus edificios y con clérigos como espectadores.
Mientras tanto, en los barracones surgía otra fuerza escénica de profundo valor. Los
esclavos africanos, arrancados violentamente de su cultura, trajeron a las Indias no sólo su
nostalgia y extrañamiento y sus costumbres tribales y rituales, sino también su ideología, su
filosofía, su visión cósmica, y las expresaron a través de danzas y cantos donde dioses y
hombres comenzaban de nuevo el diálogo de la vida y la muerte, como en los misterios de
Eleusis. A través de los Cabildos, lejos de la vista de sus amos blancos y enmascarados como
fiesta o jolgorio, los orishas se desparramaron en un proceso de sincretismo religioso que creó la
santería. En sus mitos, en su procesión del Día de Reyes, en sus diablitos, en las ceremonias de
iniciación de los yorubas y bantús, en los «caminos» de sus orishas, hay elementos de
escenificación, de conflicto de diálogo antifonal entre el coro- y el akpwón, que poseen una
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indudable silueta dramática de raíz trágica, con la muerte y resurrección del iniciado. Mucho más
depurada, aunque posterior (su creación es ya entrado el siglo XIX), es la «tragedia abakuá» del
sacrificio de un chivo, o «embori mapá», que Ortiz califica de «ambulatoria», pues se realiza por
medio de una procesión entre el cuarto de los misterios o «fambá» y una ceiba cercana, con
himnos, danzas y cantos, que constituyen una verdadera melopea de profundo sentido catártico.
Probablemente de finales de XIX son las «relaciones» o trozos de obras interpretadas en
escenarios callejeros por los negros santiagueros, con alguna que otra pieza original, donde se
mezclan animales y hombres. El negro, bien como esclavo o liberto, marca una profunda huella
en nuestro teatro, pero se le mantuvo marginado cuando no perseguido, y su imagen escénica
devino el «negrito» (un actor blanco interpretando al negro) o lo que es lo mismo, en un teatro
«negro» escrito, escenificado y aplaudido por blancos. Sólo después de la Revolución, con el
Instituto de Etnología y Folklore de la Academia de Ciencias, el Conjunto Folklórico, así como el
de Danza Moderna, este mundo teatral y danzario alcanza categoría, sin que falten dramaturgos
que se acerquen, con un sentido moderno, a esta reserva ancestral aún por desarrollar.
Sobre nuestra primera pieza hay conjeturas Se habla de un entremés de José Sotomayor, El
poeta, así como de una comedia escrita en Las Villas en 1735 por José Surí, pero no es hasta
1730-33 que el habanero Santiago Pita y Borroto imprime en Sevilla El Príncipe jardinero y
fingido Cloridano. Aunque hubo dudas sobre la paternidad de nuestra primera obra, hoy se
aceptan la personalidad cubana de Pita así como su talento creador, capaz de ofrecer la
mejor pieza hispanoamericana del XVIII. Inspirado en una comedia italiana de Giacinto
Andrea Cicognini, El príncipe jardinero mezcla una historia mítica de flores y torneos con la
presencia vital de una criada cuyo tono de broma. burla y picardía, confieren a la obra una
cubanía que escapa a más de un crítico. Con esta comedia nace el choteo en el teatro cubano, y
sus personajes humildes, un siglo más tarde y oscureciendo su piel se transformarán en tipos
vernáculos, olvidando para siempre sus míticos y lejanos orígenes.
Con Francisco Covarrubias (l775-1850) nace oficialmente el teatro cubano. Este
extraordinario actor (mereció elogios de directores españoles tan exigentes como Andrés Prieto e
Isidro Máiquez) no sólo fue el mejor caricato de su época, sino que, como en el caso de Lope de
Rueda, escribió una serie de sainetes de gran popularidad, cubanizando la tonadilla y acriollando
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los sainetes de Ramón de la Cruz, Desvaríos de Covarrubias y feria de Candelaria, Las
tertulias de la Habana, Los velorios de La Habana, El tío Bartolo y la tía Catana, La valla de
gallos en los baños de San Antonio, El peón de tierra adentro, El forro de catre, No hay amor
si no hay dinero, Los paquetes y el moribundo, El montero en el teatro, o, El cómico de Ceiba
Mocha, El gracioso, o, El guajiro sofocado, La carreta de las cañas, Los dos graciosos, son
algunos de sus títulos que desdichadamente no fueron editados y se han perdido. Gracias a
Covarrubias se habló en cubano en nuestra escena y nacieron canciones populares y tipos,
como el «negrito», inaugurado probablemente en 1812 y que llega a nuestros días. Por las
décimas que nos dejó no puede afirmarse que Covarrubias gozase de talento poético pero su
escena, a juzgar por los juicios de sus contemporáneos, es todo un catálogo de personajes y
sucesos cotidianos con los que redondeó una creación muy personal, reduciendo las fórmulas
extranjeras a crónica callejera. Murió pobre y casi olvidado después de una larga y brillante
carrera escénica.
La semilla de Covarrubias se amplió en un teatro popular que dio un buen grupo de saineteros,
dos de cuyos integrantes merecen especial mención: Bartolomé José Crespo Borbón (Creto
Gangá) y José Agustín Millán. El primero, nacido en Galicia se azucaró de tal modo que es el
introductor definitivo del «negrito» y el que incorpora también el gallego, el chino y la música
popular, que son los elementos formales del género vernáculo. Crespo creó a su personaje Creto
Gangá, esclavo y bozalón, bufonesco y servicial, con el que el autor pagó su precio al
sentimiento negrero, al que estaba afiliado: como lo prueba su entusiasmo al regreso, en
1854 del Capitán General Concha, que venía a reemplazar al «pronegrero» Pezuela. Sus
títulos fundamentales son Un ajiaco, o, La boda de Pancha Jutía y Canuto Raspadura (1847),
y Debajo del tamarindo (1864), dos obras que aportan exitosamente una confrontación con
públicos actuales. Creto aportó no sólo el personaje, sino también su idioma bozalón y
pintoresco y el bullicio y la animación de los sectores pobres y marginados del país, con sus
negros curros, chinos, guajiros, alemanes y policías, en un verdadero y sabroso ajiaco que
se transformó en uno de nuestros platos tradicionales en la escena. Puede decirse que gran
parte de nuestro teatro vernáculo no va más allá de donde lo situó Crespo y Borbón a mediados
del siglo pesado. Ése es su mérito mayor.
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Con Millán entramos de lleno en el imperio del sainete. Fue un autor mediocre, con un
aceptable sentido del humor y poseedor, de un mecanismo dramático que repitió hasta el
cansancio en sus 20 piezas en un acto. Pero fue también un cronista acucioso de su época y el
retratista fiel de una sociedad cuyo esfuerzo mayor era la búsqueda del oro, la necesidad de
capital. En la intriga amorosa de sus sainetes será siempre la diferencia económica la que
separará a los amantes, siempre el dinero el que provocará las dificultades. Su escena reproduce
la mitología del oro, que nacía en ese momento en que el capital norteamericano penetraba en la
isla (no es por casualidad que el dorado California o los personales yankees aparezcan en su
teatro, así como palabras inglesas). Y sin embargo, nos dejó una comedia en tres actos, El
camino más corto, que ya en 1842 sienta las bases para el desarrollo del género. A partir de
él hallamos la obra valiosa de Francisco Javier Balmaseda, que con Los montes de oro
(1866), El dinero no es todo; o, Un baile de máscaras (1874) y Amor y riqueza (1888)
depurará los elementos de la comedia hasta entregar una de las obras más interesantes (e
ignoradas) del XIX. Otros saineteros que abrieron el camino para los bufos son Juan José
Guerrero, José Socorro de León, Antonio Medina (autor mulato) y Antonio Enrique de
Zafra, este último enemigo acérrimo de lo cubano, pero capaz de recoger como pocos el
ambiente popular de nuestros campos para ridiculizarlo.
Mientras la capital se convertía en una codiciada plaza (el teatro El Coliseo se inaugura en 1775;
el Circo de Marte en 1800; el Diorama en 1828; el Tacón en 1838), surge el romanticismo tras las
versiones y traducciones de José María Heredia.
Se ha reiterado, en diferentes estudios críticos de la historia de la literatura cubana, que Heredia
malgastó su talento en traducciones. Por tales razones, su literatura teatral ha permanecido
injustificadamente ignorada, recibiendo comentarios inmerecidos y apresurados. Estos juicios han
sido reproducidos, casi textualmente a lo largo de dos siglos, hasta estructurar una imagen
tergiversada de su labor teatral. Al respecto, son ilustrativas de estas consideraciones, los criterios
de Rine Leal en su antológico libro: La Selva Oscura, cuando afirma: “(…) Heredia maltrató y
desperdició su talento en copiar, traducir o imitar a autores de última clase (con excepción de
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Voltaire y Alfieri) y que ya nada representaban en la escena mundial, aparte de que su
concepción trágica se rendía a la clasicista, bien ajena a las luchas liberales del siglo.” 1
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tragedias
Sila
El fanatismo
Saúl
Aristodemo
Atreo
Marco Bruto
Abúfar.[1]
El campesino espantado
Eduardo IV o el usurpador clemente
Los últimos romanos
José Jacinto Milanés lo inaugura en 1838, el mismo año en que José María de Andueza estrena
su Guillermo y Francisco Javier Foxá su Don Pedro de Castilla. El Conde Alarcos, de Milanés,
es nuestra batalla de Hernani, y el entusiasmo que siguió a su representación puso en claro el
sentido de la obra: se trata de la representación de un monarca cruel y asesino, una confrontación
entre la pureza individual y la maldad reinante, que expone la ideología del grupo literario que se
reunía en torno a Del Monte, al mismo tiempo que aporta a la escena cubana un tono, un
ambiente, una atmósfera. Al descargar la culpa trágica en el Rey, el drama se transforma en
la tragedia del hombre contra la sinrazón del poder absoluto, mostrando al ser humano
devorado por fuerzas mayores en un choque áspero de situaciones que arrastran a la
catástrofe en un mundo cerrado, donde el héroe es el motor de la acción y al mismo tiempo
su víctima fatal. A esta obra siguió Un poeta en la corte, menos convincente que Alarcos, pero
que fue prohibida por la censura española, que a partir de ese momento se mantuvo avisada.
Ambas piezas ofrecen la imagen de un Milanés grave y romántico, buscando temas en cortes
medievales e historias trágicas, cuando lo cierto es que existe «otro» Milanés, que nos dejará sus
doce cuadros de costumbres del Mirón, y Ojo a la finca, teatro breve donde aparece un
dramaturgo sencillo y muy penetrado del paisaje cubano, con un idioma nacional en que dialogan
campesinos, hacendados, tenderos, empleados, mujeres y niños. La locura que frustró a Milanés
le impidió ampliar este mundo tan nuestro.
1
Rine Leal: La Selva Oscura., p.122, T.I.
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La Avellaneda es un caso peregrino. Nada faltó a su obra dramática y supo de estrenos
madrileños y glorias académicas, pero su escena desarrolla la tesis de una España monárquica
como continuadora del reino de Cristo en la tierra (tema de Baltasar, Saúl, Egilona, Flavio
Recaredo y Munio Alfonso), es decir, la dramatización de la historia como el triunfo del
cristianismo y su culminación en la España de Isabel II. Como dramaturga, la Avellaneda no
admite rivales; se adelantó (a pesar de la fuerte influencia de Quintana y el teatro español de su
momento) a la escena hispana con obras como Leoncia, La hija de las flores; o, Baltasar, sin
olvidar las virtudes cómicas de El millonario y la maleta. Nadie antes que ella estuvo mejor
dotado, nadie tuvo su talento dramático, su fuerza poética, su sentido escénico; nadie confió tanto
en el teatro como forma de expresión propia, pero la influencia española le impidió ir más allá de
un mundo débilmente romántico y tímidamente realista.
Joaquín Lorenzo Luaces es un desconocido. Como sólo una pequeña parte de su teatro llega a
nosotros, la crítica lo juzga romántico por su Mendigo rojo y Aristodemo y lo conceptúa el
menos capaz de nuestros grandes dramaturgos. Y sin embargo, fue el mejor autor del XIX, un
poeta que conocía la vida escénica (a pesar de que prácticamente no estrenó en vida) y, sobre
todo, el creador de la comedia cubana con El becerro de oro, El fantasmón de Aravaca y A
tigre, zorra y bult-dog, escritas entre 1859 y 1867. Como un Molière tropical, Luaces desnuda la
colonia y sus males, como la imitación, el falso linaje y el salto clasista por medio del disfraz y la
mentira social, constantes que desarrollará profusamente nuestra escena a partir de los bufos del
68, de quienes Luaces es un antecedente necesario. Con él penetramos en el dominio de la alta
comedia, en el marco de lo popular y lo culto, del ambiente y la moral, de la atmósfera y el
paisaje social, bien lejos ahora de historias antiguas o ideologías monárquicas. A lo largo de su
teatro (parte del cual permanece manuscrito), Luaces se nos ofrece como un desconocido al que
acudimos asombrados en busca de cubanía. Al mismo tiempo, su obra cierra el ciclo que Milanés,
Andueza y Foxá abrieron en 1838. Con su muerte desaparece el romanticismo escénico, bien
pálido entre nosotros, y se abre una nueva etapa.
En vísperas de la Demajagua, el 31 de mayo de 1868, surgen los bufos. Movimiento
esencialmente cubano, que no debe ser confundido con la obra de Covarrubias y sus seguidores,
los bufos serán al mismo tiempo autores-intérpretes-guaracheros-empresarios y negarán tanto el
melodrama como la zarzuela o la ópera italiana, es decir, la escena extranjerizante. Su técnica
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dramática partió de la parodia, se matizó de tipos, ambiente e idioma cubanos, y coronó su puesta
en escena con la guaracha. El éxito de los «Bufos habaneros», creados por Francisco «Pancho»
Fernández (que tomaría la idea de los bufos madrileños de Arderíus y la influencia de los
minstrels norteamericanos que visitan La Habana en la década del 60), fue de tal naturaleza que
en pocos meses hubo no menos de ocho grupos o compañías a lo largo de la isla, aunque sólo dos
de ellos (los «Habaneros» y los «Caricatos») dieron el verdadero carácter a esta primera
temporada. Lo importante es que hacen exclusivamente teatro cubano, que abren sus escenarios
todos los días y que el público acude en forma creciente. Su repertorio puede catalogarse
tentativamente en cuatro direcciones: a) la catedrática, la más importante, que nos dejó esa obra
maestra de «Pancho» Fernández, Los negros catedráticos, con su segunda y tercera partes, única
«trilogía» en nuestra escena; b) la paródica; c) la campesina, que tomará piezas de Guerrero y
Zafra, y d) el sainete de costumbres, que también se califica de juguete cómico, cuadro de
actualidad... cuando no descarrilamiento, latigazo cómico burlesco, desconcierto o ajiaco
dramático, y que nos dejará Perro huevero aunque le quemen el hocico, de Juan Francisco
Valerio. De tan rico repertorio (estrenaron casi un centenar de piezas en menos de ocho meses)
casi nada nos queda, pues muy pocas fueron editadas, y como su teatro se debía más a la
habilidad de sus intérpretes que a la literatura, queda aún por hacerse un correcto análisis de su
importancia.
Sus creadores eran cubanos sin esclavos, artistas pobres que sabían recoger los gustos
populares, observadores muy sagaces de la realidad doméstica, hombres y mujeres en
constante relación con negros libres y artesanos (muchos de ellos lo eran) y críticos
despiadados del ambiente operático y trasnochadamente romántico de los grandes salones
donde se paseaba la sacarocracia, su antítesis teatral. Los bufos del 68 nada tenían en común
con la burguesía criolla, por lo que producen una ideología populista, iliteraria y guarachera en
oposición a la «cultura» y al círculo cerrado de los privilegiados. Ellos representan la historia de
los sin historia y su escena deviene la negación del gusto españolizante. Por ese camino se
identificaron con lo cubano en los instantes del inicio de la Guerra de los Diez Años, y no
tardaron en chocar con las autoridades coloniales: el 21 de enero de 1869, un guarachero (Jacinto
Valdés) da un viva a Céspedes desde las candilejas del Villanueva, y al día síguiente los
voluntarios provocan (o aprovechan) un incidente durante la representación de Perro huevero y
atacan a tiros el teatro. Los bufos cerraron, emigraron a México, y aunque a partir de 1873 se
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permite esporádicamente algún que otro título bufo, no será hasta 1877, en vísperas del Zanjón,
que se admita el regreso del género.
Así, las estampas costumbristas en las composiciones del bufo y las relaciones
refieren
satíricamente los vicios y defectos que afectan la existencia de la sociedad colonial, a la vez que
ironizan sobre la situación política. El humor vehicula esta crítica de la política y de los que le
sirven.
Las fuentes que más han estudiado la tendencia bufa del teatro popular han destacado el valor
identitario que poseen dentro del desarrollo del teatro cubano; tal es el caso del investigador y
ensayista Rine Leal que en su Antología del teatro bufo del siglo XIX rescata la producción de
este género y la publica en 1975.
En el prólogo a esta edición, expone el origen, evolución y características del bufo nacional,
aunque enfatiza poco en la relación autor - obra, toda vez que resalta el hecho de que a estos
autores no los animaba el afán de trascendencia; sin embargo, esos hombres poseían un nivel
cultural, en tanto que fueron periodistas, tipógrafos, directores de escena, actores y, en parte de
los casos, se ocupaban de que sus obras se imprimieran y se representaran, tal y como lo afirma
Ambrosio Fornet cuando señala:
Puesto que las piezas dramáticas solían venderse a la puerta de los teatros, cabe
suponer que las ediciones de los bufos hayan alcanzado cierta difusión, en especial
Los negros catedráticos, de Francisco Fernández - publicada en 1868 en un folleto de
veinticuatro páginas - , y Perro huevero, aunque le quemen el hocico, de Valerio, que
apareció ese mismo año en un folletito de diecisiete páginas y cuya representación en
el Teatro Villanueva - ya en plena guerra pasaría a la historia.i
La masacre del Villanueva provocó tal terror en la capital, que nuestro teatro descubrió un nuevo
período: el correspondiente a la guerra. La escena se llenó de soldados, mambises, voluntarios,
esclavos liberados, abnegadas mujeres, héroes y traidores, así como personajes reales, desde
Céspedes a Leoncio Prado. Hubo dramas, sainetes, loas, alegorías, juguetes cómicos y discursos
retóricos. Y si bien España, que dominaba los escenarios, logra una mayor cantidad de títulos, el
teatro mambí se realizará en el exilio, en Estados Unidos, México, Colombia o Perú. Se trató de
una experiencia épica, de esa escena que Martí definió como producto de la historia, y si no dejó
grandes obras se debió a la dispersión que la guerra y el exilio produjeron, rompiendo la relación
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entre el autor y su público. La nueva expresión la inaugura José Martí con Abdala (1869),
donde utiliza la parábola para atacar a la colonia; la continuarán Balmaseda, Luis García
Pérez, Alfredo Torroella, Diego Vicente Tejera y el colombiano Joaquín María Pérez. Los
españolizantes devolvieron la imagen, aunque con desigual fortuna: Luis Martínez Casado,
José E. Triay, Manuel Martínez Otero, Zafra, Ramón Gay y muchos más, que demostraron
con su baja calidad que también en la escena España perdía la isla.
Estos autores centraron su atención en la época. De las obras dramáticas conservadas, cinco
refieren acontecimientos del devenir histórico patrio. De hecho, estos dramaturgos formaron parte
de la generación que llevó a cabo los ideales de independencia y los proyectos de la nación,
fueron conspiradores o se incorporaron a la manigua.
Esta línea donde late el sentir, la historia patria y el odio al colonialismo, la inicia José Maria
Heredia con sus parábolas dramáticas de contenido patriótico: Tiberio, Los últimos romanos,
Saúl, Cayo Graco, entre otras; la continúa José Martí con su poema dramático patriótico muy
conocido: Abdala (1869) y la prolongan tres importantes dramaturgos de esta localidad. Son
ellos: Francisco Sellén, Emilio Bacardí y Desiderio Fajardo Ortiz.
Estos autores desarrollaron actividades a favor de la causa independentista, asumieron una
posición comprometida contra el régimen colonial, fueron perseguidos y radicaron algunos
años en el exilio donde fueron representadas y/o publicadas algunas de sus obras. Hatuey
(Sellén) y La fuga de Evangelina (Desiderio Fajardo) fueron publicadas en New York; ¡A las
armas! (Bacardí), escrita y representada en Kingston y La emigración al Caney (Fajardo) fue
estrenada en el Teatro Oriente y no se publicó hasta el triunfo de la Revolución. Durante estos
años “se habla de una literatura de campaña, de poemas, de guerra y del destierro, de canciones
patrióticas, himnos, periodismo en la manigua, proclamas, manifiestos, novelas abolicionistas,
episodios y crónicas de la guerra, iconografía, relatos y discursos, toda una cultura revolucionaria
de la que siempre se excluye el teatro. Y sin embargo, la escena cubana, casi desde sus inicios,
reflejó la contradicción con la colonia (diría Metrópolis), sufrió censura y persecución, tuvo
mártires y traidores, ennobleció a los héroes mambises y se precipitó en la historia con un
entusiasmo y limpieza que merecen el reconocimiento actual”
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Fueron obras que escaparon de la censura, y sólo pudieron materializarse en el exilio. En este
sentido, tuvieron como receptores a los cubanos emigrados. Son años de un clima de exaltado
patriotismo, debates virulentos y crecientes expectativas revolucionarias, donde florece un
movimiento editorial muy fuerte y se crean pequeñas bibliotecas en la emigración. ii Por otra
parte, tuvieron que enfrentarse a temas que mayoritariamente ensalzaban a la
Metrópoli,
sobrevaloraban al ejército español y trataban de desacreditar a los soldados insurrectos como
sucede en los siguientes títulos: Un voluntario y un campamento español (1869) de Manuel
Martínez Otero; La casa del voluntario ( 1869) y Por la bandera de España (1870) de Ramón
Gay; La sangre española ( 1869) de Adolfo Ruiz; Los cubanos leales (1870) de Francisco J.
Daniel, El patriotismo español (1872) de Rafael Villa, Viva Cuba española (1876) de Pedro
Marquesa y José Alien, entre otros.
Al terminar la guerra del 68, el teatro continúa bajo la influencia del gobierno colonial, que con
la censura y el control de los recursos económicos de la Isla, trató de convertir la escena en un
instrumento contra la independencia, se presentaron temas reaccionarios que tenían el objetivo de
resaltar el espíritu colonialista por encima del sentimiento nacional.
Al terminarse la Guerra, los bufos regresaron; a partir de 1879-1880 imprimen su tónica con
tal fuerza e insistencia, que marcan para siempre nuestra escena. Encabezados por el autoractor-director Miguel Salas, el repertorio bufo conquistó de nuevo al público. Pronto surgieron
nuevos dramaturgos: Joaquín Leoz, José María de Quintana, Alejandro del Pozo, Gustavo F.
de Gavaldá, Guillermo Riquelme, José Domingo Barberá, Ramón Morales, Olallo Díaz
González, Manuel Mellado, Eduardo Meireles, Francisco Valdés Ramírez, José Hernández,
José Guillermo Nuza, Joaquín Robreño, José Tamayo y tantos otros, que mantienen
funcionando los teatros diariamente.
Este período, que podemos cerrar en 1890 con la apertura del primitivo Alhambra, dará a
los dos mejores escritores que cultivaron el bufo: Raimundo Cabrera e Ignacio Sarachaga.
El primero, con Del parque a la luna (1888), Vapor correo (1888) e Intrigas de un secretario
(1889) (podemos olvidar su melodrama Gabriel de 1879), creó el género chico cubano y llevó
a la escena la ideología autonomista hasta convertir el teatro en una tribuna para fustigar
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los males coloniales. En realidad, para comprender la historia íntima que va del Zanjón a Baire
es necesario analizar críticamente el teatro que llenó esos años, pues el mismo refleja, como
ninguna otra expresión, la agonía de la colonia, los estertores de una sociedad enferma. A pesar
de su excelente humor, de sus salidas llenas de gracia popular, de su chispeante música, de su
sabroso idioma, el teatro bufo será una fruta amarga. Sarachaga, por su parte, nos dejó once
manuscritos que merecen una pronta edición, pues se trata de uno de los más importantes autores
del XIX. En la cocina (1880) es una pequeña obra maestra, a la que podemos sumar Mefistófeles,
Un baile por fuera, En un cachimbo, Esta noche sí y ¡Arriba con el himno! (1900).
Calificados con frecuencia de inmorales, tachados de malos escritores, acusados de rebajar
la calidad del teatro, estigmatizados como vulgares y barrioteros, los bufos sin embargo
dieron un paso firme en el proceso de identificación escénica del cubano y marcaron de tal
modo nuestro teatro que aún podemos observar su señal. Mientras tanto, la escena «seria»
daría los melodramas de Torroella, Aniceto Valdivia y Justo de Lara (seud. de José de
Armas y Cárdenas), que con su grandilocuencia y tono declamatorio, así como con su
empaque moralista, crearán un verdadero «gusto» que moldeará los primeros momentos
republicanos.
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