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Transcript
Fecha publicación: 2007-03-21
Benedicto XVI presenta a san Justino, filósofo y mártir
Intervención durante la audiencia general del miércoles
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 20 marzo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la
intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles
dedicada a presentar la figura de san Justino, filósofo y mártir, nacido en torno al
año 100.
***
Queridos hermanos y hermanas:
En estas catequesis estamos reflexionando sobre las grandes figuras de la Iglesia
naciente. Hoy hablamos de san Justino, filósofo y mártir, el más importante de los
padres apologistas del siglo II. La palabra «apologista» hace referencia a esos antiguos
escritores cristianos que se proponían defender la nueva religión de las graves
acusaciones de los paganos y de los judíos, y difundir la doctrina cristiana de una
manera adaptada a la cultura de su tiempo. De este modo, entre los apologistas se da
una doble inquietud: la propiamente apologética, defender el cristianismo naciente
(«apologhía» en griego significa precisamente «defensa»); y la de proposición,
«misionera», que busca exponer los contenidos de la fe en un lenguaje y con
categorías de pensamiento comprensibles a los contemporáneos.
Justino había nacido en torno al año 100, en la antigua Siquem, en Samaría, en Tierra
Santa; buscó durante mucho tiempo la verdad, peregrinando por las diferentes escuelas
de la tradición filosófica griega. Por último, como él mismo cuenta en los primeros
capítulos de su «Diálogo con Trifón», misterioso personaje, un anciano con el que se
había encontrado en la playa del mar, primero entró en crisis, al demostrarle la
incapacidad del hombre para satisfacer únicamente con sus fuerzas la aspiración a lo
divino. Después, le indicó en los antiguos profetas las personas a las que tenía que
dirigirse para encontrar el camino de Dios y la «verdadera filosofía». Al despedirse, el
anciano le exhortó a la oración para que se le abrieran las puertas de la luz.
La narración simboliza el episodio crucial de la vida de Justino: al final de un largo
camino filosófico de búsqueda de la verdad, llegó a la fe cristiana. Fundó una
escuela en Roma, donde iniciaba gratuitamente a los alumnos en la nueva religión,
considerada como la verdadera filosofía. En ella, de hecho, había encontrado la
verdad y por tanto el arte de vivir de manera recta. Por este motivo fue denunciado
y fue decapitado en torno al año 165, bajo el reino de Marco Aurelio, el emperador
filósofo a quien Justino había dirigido su «Apología».
Las dos «Apologías» y el «Diálogo con el judío Trifón» son las únicas obras que nos
quedan de él. En ellas, Justino pretende ilustrar ante todo el proyecto divino de la
creación y de la salvación que se realiza en Jesucristo, el «Logos», es decir, el
Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Cada hombre, como criatura
racional, participa del «Logos», lleva en sí una «semilla» y puede vislumbrar la
verdad. De esta manera, el mismo «Logos», que se reveló como figura profética a los
judíos en la Ley antigua, también se manifestó parcialmente, como con «semillas de
verdad», en la filosofía griega1. Ahora, concluye Justino, dado que el cristianismo es la
manifestación histórica y personal del «Logos» en su totalidad, «todo lo bello que
Y también en la poesía latina. Virgilio, en sus Bucólicas (Égloga IV), escritas hacia el año 40 a. de C.,
anuncia proféticamente el nacimiento de un niño que cambiará el curso de la historia. Evidentemente, no
se refiere a Cristo conscientemente, pero sí responde al deseo de una renovación del mundo por la nueva
vida de un niño misterioso. Aunque hay muchas opiniones al respecto, nadie sabe de seguro en quién
estaba pensando Virgilio y, desde luego, el eco de la voz de las profecías mesiánicas de Isaías y del
protoevangelio del Génesis, resuena en sus versos. (Leed, si os sentís con fuerzas, Génesis 3, 14-15/Isaías
2, 2-4/7, 11-14/9, 6-7/11, 1-9/25, 6-8/35, 1-10/42, 1-4/49, 1/51, 5, entre otros) ¿Puede el Espíritu Santo
hacer brotar profecías de labios que creen hablar de otra cosa? Lo hizo con Caifás cuando afirmó que era
mejor que muriese un hombre a que todo un pueblo fuese destruido. (Cfr. Juan 11, 50-51).
Ya vienen los últimos tiempos de la profecía de Cumas:
ya nace de lo profundo de los siglos un nuevo orden.
Ya vuelve la Virgen, vuelve el reinado de Saturno;
ya desciende del alto cielo una nueva estirpe.
[...] por quien la vieja raza de hierro termina y surge
en todo el mundo la nueva edad de oro: pues ya reina tu Apolo.
[...] Y si aún quedaran vestigios de nuestros crímenes,
borrados a perpetuidad , liberará a las naciones de su miedo.
Recibirá el niño la vida de los dioses, y verá con los dioses
mezclados a los héroes, y él mismo será visto entre ellos;
y traerá la paz al mundo con las virtudes paternas.
Por ti, ¡oh niño!, la tierra inculta dará sus primicias,
la hiedra trepadora crecerá junto al nardo salvaje,
y el alegre acanto se juntará a ellos.
Las cabras, con las ubres henchidas de leche, volverán al redil por sí solas
y los rebaños no temerán a los grandes leones.
De tu misma cuna brotarán para ti acariciantes flores.
Y morirá la serpiente, y la falaz hierba venenosa morirá;
por doquier nacerá al amomo asirio.
Cuando puedas leer las alabanzas de los héroes
y las hazañas de tus padres, y saber qué es la virtud,
amarillearán en los campos incultos doradas espigas,
y penderán de las zarzas silvestres rojas uvas,
y los duros robles sudarán un rocío de miel.
Con todo persistirán las huellas de las viejas maldades.
Sus naves ofenderán a Tetis, sus muros ceñirán
ciudades, sus surcos herirán todavía la tierra.
Habrá entonces un nuevo Tifis, una nueva Argos llevará
a unos nuevos héroes; habrá también otras guerras,
y de nuevo se lanzará sobre Troya el gran Aquiles.
Después, cuando alcances la edad viril plena,
el mercader dejará de cruzar el mar, y el leño marino
no transportará los bienes: cada campo producirá todas las cosas.
La tierra no sufrirá el arado, ni la vid será podada;
y el labriego desuncirá los robustos bueyes.
No aprenderá la lana a mentir con variados colores;
sino que el cordero coloreará su lana en los prados
ya del suave rojo del múrice, ya de azafranado gualda;
por sí mismo el escarlata vestirá al cordero que pace.
¡Qué vengan esos siglos! –dijeron las Parcas a sus husos,
de acuerdo con la inmutable voluntad de los Hados.
¡Ya llega el momento de estos altos honores!, cumplido está el tiempo,
querido vástago de los dioses, insigne descendiente de Júpiter
¡Contempla cómo bajo la bóveda celeste, se inclinan los astros,
y las tierras, y el ancho mar, y el profundo cielo!
¡Contempla como todas las cosas se alegran ante este nuevo siglo!
[...] Comienza, ¡oh niño!, a conocer a tu madre por la sonrisa,
a pesar de las muchas molestias que la acompañaron estos diez meses.
1
ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos»
(Segunda Apología 13,4). De este modo, Justino, si bien reprochaba a la filosofía griega
sus contradicciones, orienta con decisión hacia el «Logos» cualquier verdad filosófica,
motivando desde el punto de vista racional la singular «pretensión» de vedad y de
universalidad de la religión cristiana.
Si el Antiguo Testamento tiende hacia Cristo al igual que una figura se orienta hacia la
realidad que significa, la filosofía griega tiende a su vez a Cristo y al Evangelio,
como la parte tiende a unirse con el todo. Y dice que estas dos realidades, el
Antiguo Testamento y la filosofía griega son como dos caminos que guían a Cristo,
al «Logos». Por este motivo la filosofía griega no puede oponerse a la verdad
evangélica, y los cristianos pueden recurrir a ella con confianza, como si se tratara
de un propio bien. Por este motivo, mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II,
definió a Justino como «un pionero del encuentro positivo con el pensamiento
filosófico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento»: pues Justino,
«conservando después de la conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba
con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado “la única filosofía
segura y provechosa” («Diálogo con Trifón» 8,1)» («Fides et ratio», 38).
En su conjunto, la figura y la obra de Justino marcan la decidida opción de la Iglesia
antigua por la filosofía, por la razón, en lugar de la religión de los paganos. Con la
religión pagana, de hecho, los primeros cristianos rechazaron acérrimamente todo
compromiso. La consideraban como una idolatría, hasta el punto de correr el riesgo de
ser acusados de «impiedad» y de «ateísmo». En particular, Justino, especialmente en su
«Primera Apología», hizo una crítica implacable de la religión pagana y de sus mitos,
por considerarlos como «desorientaciones» diabólicas en el camino de la verdad.
La filosofía representó, sin embargo, el área privilegiada del encuentro entre
paganismo, judaísmo y cristianismo, precisamente a nivel de la crítica a la religión
pagana y a sus falsos mitos. «Nuestra filosofía…»: con estas palabras explícitas llegó a
definir la nueva religión otro apologista contemporáneo a Justino, el obispo Melitón de
Sardes («Historia Eclesiástica», 4, 26, 7).
De hecho, la religión pagana no seguía los caminos del «Logos», sino que se
empeñaba en seguir los del mito, a pesar de que éste era reconocido por la filosofía
griega como carente de consistencia en la verdad. Por este motivo, el ocaso de la
religión pagana era inevitable: era la lógica consecuencia del alejamiento de la religión
de la verdad del ser, reducida a un conjunto artificial de ceremonias, convenciones y
costumbres.
Justino, y con él otros apologistas, firmaron la toma de posición clara de la fe
cristiana por el Dios de los filósofos contra los falsos dioses de la religión pagana.
Era la opción por la verdad del ser contra el mito de la costumbre. Algunas décadas
después de Justino, Tertuliano definió la misma opción de los cristianos con una
sentencia lapidaria que siempre es válida: «Dominus noster Christus veritatem se, non
consuetudinem, cognominavit – Cristo afirmó que era la verdad, no la costumbre»
(«De virgin. vel». 1,1).
En este sentido, hay que tener en cuenta que el término «consuetudo», que utiliza
Tertuliano para hacer referencia a la religión pagana, puede ser traducido en los
idiomas modernos con las expresiones «moda cultural», «moda del momento».
En una edad como la nuestra, caracterizada por el relativismo en el debate sobre
los valores y sobre la religión --así como en el diálogo interreligioso--, esta es una
lección que no hay que olvidar. Con este objetivo, y así concluyo, os vuelvo a
presentar las últimas palabras del misterioso anciano, que se encontró con el filósofo
Justino a orilla del mar: «Tú reza ante todo para que se te abran las puertas de la
luz, pues nadie puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden la
comprensión» («Diálogo con Trifón» 7,3).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit.]
¡Vaya densidad filosófica! Lo primero, hay que reconocer que san Justino tenía valor al
dirigir su apología nada menos que al mismísimo emperador Marco Aurelio. Pagó ese
valor con la cabeza. Buen ejemplo para nosotros que muchas veces nos acobardamos en
la apología de nuestra fe, sin tener en juego la cabeza, sino tan sólo un falso prestigio de
“modernillos”.
Por otra parte, me voy a permitir daros un poco la vara con esto del Logos. Como me
meto en terrenos de los que sé más bien poco, espero que quien lea esto con más
conocimiento que yo me corrija si digo tonterías. Os haré llegar las correcciones.
El primero que habla del Logos en la filosofía griega en Heráclito:
“Pues una sola cosa es la sabiduría, conocer la inteligencia que gobierna todas las
cosas a través de todas las cosas”.
“Es prudente escuchar al Logos, no a mí”.
“Los hombres están en desacuerdo con el Logos que gobierna todas las cosas, al que
acompañan continuamente, y les parecen extrañas las cosas con las que cada día se
encuentran”.
Ese Logos, inteligencia que gobierna todas las cosas, al que hay que escuchar antes que
a nadie y con el que los hombres –según Heráclito– estamos en desacuerdo, constituyó
la búsqueda de la filosofía griega posterior a él2. Se intentó definir qué era ese Logos
que rige el mundo, intentando dar razón de la libertad como dato de la experiencia. Los
griegos buscaron la esencia de ese Logos por dos caminos que abocaron en dos grandes
sistemas, dos cosmovisiones omnicomprensivas y mutuamente excluyentes.
Una vía, la que acaba en el estoicismo, parte de un Logos inmanente, físico. Son las
leyes imperturbables de la física las que rigen ineludiblemente el devenir del cosmos. Y,
dado que el hombre no es sino una parte del cosmos, ese Logos inmanente y
Las ideas expresadas a continuación son una síntesis, probablemente muy imperfecta de una conferencia
dada por el Prof. Doctor Pablo Domínguez Prieto titulada “La verdad que nos libera”. Como estas líneas
van a llegarle a él, le pido disculpas por mi osadía y, también, que corrija todos los errores en los que
pueda caer.
2
absolutamente determinista rige su destino cercenando de raíz su libertad. Lo único que
le queda al hombre es aceptar ese destino fatalista y plegarse a él de buen grado, ya que
si no lo hace así tendrá que hacerlo por las bravas. El engañoso delirio de libertad que
hace al hombre oponerse a la fatalidad de su destino, no es sino estupidez y le lleva a la
desgracia. Por el contrario, su aceptación es virtud y le lleva a la felicidad.
La otra vía, que acaba en el neoplatonismo sitúa al Logos en el ámbito de lo puramente
trascendente. La libertad existe, pero únicamente en el mundo de las ideas puras, no en
el de la materia. Si el hombre quiere alcanzar la libertad, sólo puede hacerlo
desencarnándose, enajenándose del mundo material para vivir en el ultramundo de las
ideas. La virtud estriba, por tanto, en la negación del mundo real, si no negando de
plano su existencia, sí, al menos, huyendo de él para liberarse.
En palabras textuales del Prof. Domínguez, en el sistema estoico la libertad ha quedado
presa de la materia. En el neoplatónico, la materia ha quedado excluida de la libertad.
Pero, es evidente que ninguno de estos dos sistemas puede colmar las aspiraciones
humanas. De ahí la desesperanza en la que desemboca el mundo antiguo y el inmenso
desencanto que ha llevado a la crisis de la posmodernidad. Si las dos cosmovisiones
son, cada una a su manera completas y excluyentes y en una tenemos que renunciar a la
libertad y en otra a la realidad material, ¿qué nos queda? Nada. Hemos llegado a la
disolución del Logos en la nada. Al nihilismo y al relativismo. Esta es la crisis de la
razón a la que ha llegado la posmodernidad. En unos clarividentes versos, Antonio
Machado dijo:
El hombre es por naturaleza la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de la nada un mundo y, su obra terminada,
“ya estoy en el secreto –se dijo– todo es nada”3.
Pero ante estas dos cosmovisiones estériles, aparece la cosmovisión cristiana, ignorada
estúpidamente por la ceguera de la soberbia. En ella, el Logos trascendente, Dios, cuya
esencia es el Amor, engendra, precisamente por ese Amor, como Padre, al Hijo y,
también por una efusión de ese Amor, crea el mundo material y el puramente espiritual.
Y, justo en la intersección de esos dos mundos, el hombre, creado sobre el modelo de
Cristo, el Hijo que será encarnado pero que ya está presente, como tal Cristo, en la
mente de Dios antes de que el mundo fuese creado, y que se ha manifestado para
nuestro bien4. Ese es el Logos cristiano, inmanente y trascendente al mismo tiempo,
principio y fin de todas las cosas, su origen y conclusión. Y en ese concepto de Logos
cabe la libertad en un mundo material rescatado de la muerte, sin ser su prisionera.
¿Podemos demostrar esto? No.
¿Sería demasiado hacer una incursión por las matemáticas? Probemos. En el siglo XX
el matemático Kurt Gödel demostró matemáticamente que todo sistema lógico formal
tenía que ser incompleto si no quería ser incoherente. Un sistema lógico formal está
basado en unos axiomas, piedra angular del sistema, punto de arranque del mismo, y
unas reglas de inferencia. Aplicando las reglas de inferencia a los axiomas se van
construyendo proposiciones verdaderas. Un sistema lógico intenta ser capaz de
3
4
Antonio Machado; Proverbios y cantares XVI.
Cfr 1ª Carta de san Pedro 1, 20.
demostrar como verdadera o falsa cualquier proposición imaginable. Pero, y esto es
importante, los axiomas están fuera del sistema, es decir no pueden ser demostrados
como verdaderos ni como falsos desde dentro del sistema. Por poner un ejemplo, la
geometría de Euclides se basa en un axioma indemostrable por la propia geometría; a
saber: “desde un punto exterior a una recta sólo se puede trazar una paralela a la
misma”. Pues bien, lo que Gödel demostró rigurosamente, es que ningún sistema
coherente puede ser completo. Es decir, tiene que haber proposiciones que no se
pueden demostrar no como verdaderas ni como falsas desde dentro del sistema. Esto
no quiere decir que no sean verdaderas o falsas. Sólo que no puede saberse desde
dentro del sistema. Forzando un poco la terminología gödeliana, podríamos decir que
la razón necesita del misterio para no ser incoherente. ¿Qué tiene que ver esto con la
cosmovisión cristiana? Mucho.
El Logos cristiano –Cristo– es, a la vez, axioma como principio, y trascendente al
sistema lógico como final. Entre medias, estamos en el terreno de la razón y armados
con ella, con Cristo-hombre como guía y desde Cristo-Dios como Alfa podemos llegar
hasta asomarnos al misterio, en el sentido gödeliano si se quiere, del Cristo-Dios
Omega. Y, ¿cómo conocer el Alfa y el Omega si no son alcanzables por la razón? El
Dios bondadoso que por Amor realizó la creación no podía dejarnos en la oscuridad de
una razón con esos límites. De ahí que, lentamente, en un magnífico proceso de
didáctica progresiva, fue revelándose al hombre hasta culminar el la encarnación del
Logos. El anciano Trifón, al despedirse de Justino, le exhortó a la oración para que se le
abrieran las puertas de la luz, es decir para obtener el don de inteligencia –intelegere,
leer entre líneas– de esa revelación y de esa encarnación, pues nadie puede ver ni
comprender, si Dios y su Cristo y el Espíritu Santo no le conceden la comprensión.
Hace unas líneas he dicho que no es posible demostrar que Cristo sea el Logos, la razón
del universo. Pero sí podemos afirmar que con cualquiera de las otras explicaciones que
el hombre ha propuesto hasta ahora del Logos, incluida la ausencia de Logos, se llega a
una realidad inhabitable en la que no somos libres (Logos estoico) o que hay que negar
en su aspecto material (Logos platónico) o en la que nada tiene ningún sentido (Logos
nihilista). Sólo el Logos cristiano es coherente con un mundo en el que coexistan la
libertad, la realidad material y el sentido de la vida. Una falsa intelectualidad puede
negar estos datos de experiencia, pero no una seria reflexión existencial. Mientras no
haya una proposición filosófica mejor, me parece que la más racional es el Logos
cristiano, aunque no podamos demostrarlo.
Por otra parte, oigamos lo que alguien como Albert Einstein tiene que decirnos sobre el
misterio: “Las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu
enormemente superior a los hombres... frente al cual debemos sentirnos humildes”. [...]
“La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...] En esa emoción
fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia [...] Esa
experiencia engendró también la religión [...] percibir que tras lo que podemos
experimentar se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la
belleza más radical, que sólo son accesibles de modo indirecto –ese conocimiento y esa
emoción es la verdadera religiosidad. En ese sentido, y sólo en ese, soy un hombre
religioso”. [...] “La búsqueda de la verdad y de la belleza son las únicas cosas en la
que podemos seguir siendo niños toda la vida [...] como un niño que entra en una
biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas
distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo.
Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un
plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es, en mi opinión,
la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más
inteligentes”. Einstein no era, desde luego, cristiano, pero sí estaba abierto al misterio.
Sí era religioso, como él mismo dijo cuando se lo preguntaron: “Sí, lo soy. Al intentar
llegar con nuestros medios limitados a los secretos de la naturaleza, encontramos que
tras las relaciones causales discernibles queda algo sutil, intangible, inexplicable. Mi
religión es venerar esa fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender. En ese
sentido soy de hecho religioso”. Pero sin oración, no pudo penetrar en ese misterio que
veneraba. Al menos hasta donde él quiso contarnos.
¿Qué no estamos acostumbrados a esta forma de relacionarnos con el misterio, con el
Alfa y el Omega cuya existencia está fuera de nuestro sistema formal? Tertuliano nos
dice: “Cristo afirmó que era la verdad, no la costumbre”. Cambiemos nuestra
costumbre. La alternativa es, o la huída del pensamiento, o el nihilismo, el “ya estoy en
el secreto, todo es nada”, de Machado, la paradoja de destruir la razón por querer llevar
la razón hasta más allá de donde está diseñada para llegar. Y es que en esto del uso de la
razón, tan malo es el quedarse corto –fideísmo– como el pasarse –racionalismo.
Por eso el Logos cristiano –Cristo– es, a la vez, salvador de la razón, de la libertad, del
espíritu y de la materia humanas. Del hombre, en definitiva, y de su esperanza. ¿Hay
contradicción en este Logos dual trascendente-inmanente? De ninguna manera, un
pensador francés, Gustave Thibon, dijo: “Uno de los signos cardinales de la
mediocridad de espíritu es ver contradicciones allí donde sólo hay contrastes”. Podría
dar un paseo por la física cuántica para ilustrar este contraste, pero me está entrando
sueño (y a vosotros seguro que también), así que acabo.
“Al principio era el Logos, y el Logos estaba en Dios,
y el Logos era Dios.
Él estaba al principio en Dios.
Todas las cosas fueron hechas por Él,
y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.
En él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
[...]
El Logos era la luz verdadera,
que con su venida al mundo
ilumina a todo hombre.
[...]
Y el Logos se hizo carne
Y habitó entre nosotros”5.
¿Merece la pena ser, como san Justino, apologista de esta cosmovisión? ¿Hasta dar la
vida por ella?
Perdonadme el rollo, a todas luces excesivo, sé que me he pasado siete pueblos, pero el
insomnio me va a matar a mí y, de paso, a vosotros.
5
Principio del evangelio de san Juan.