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TEMA 2. LA FILOSOFIA Y LOS MODOS DE SABER
1. Filosofía y sabiduría
2. La experiencia de la vida: filosofía, literatura y arte
3. La pretensión de verdad y el ideal crítico
4. Filosofía y cultura: saber cultural y reflexión
filosófica
Textos para comentario
Gilson, E., El amor a la sabiduría, Ed. Ayse, Caracas 1974,
pp. 21-2.
Wittgenstein, L., Los cuadernos azul y marrón, Tecnos,
Madrid 1968, pp. 56-8.
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TEMA 2. LA FILOSOFIA Y LOS MODOS DE SABER
Tratar de dar un significado y una explicación al mundo en que
vivimos es una de las labores más propias del filósofo. Ese significado no se
apoya sobre la autoridad de otras personas, sino sobre la evidencia de la
palabra. Por eso el filósofo somete a discusión todo lo que dice y, a diferencia
de las demás ciencias, critica su mismo trabajo y su posibilidad. Pero la
filosofía no es la única forma de saber que trata de dar una explicación al
mundo.
Se ha mantenido ya que la filosofía no es una realidad que esté ya ahí,
de una vez por todas: es la actividad de los filósofos, su esfuerzo por aclararse
con lo que pasa en las incidencias de la vida común y por comprender lo que a
ellos mismos les sucede en el plano personal biográfico. La filosofía es el
esfuerzo humano por comprender tanto el mundo en que vivimos, la realidad
en que nos encontramos, como los sucesos que configuran nuestra existencia,
nuestro ser humanos. También se ha subrayado la pretensión de verdad de la
reflexión filosófica, pues a diferencia de otras personas los filósofos no se
limitan a opinar libremente sino que intentan probar la verdad de sus
afirmaciones sometiéndolas a la crítica y a la discusión. Por último, se ha
enfatizado que esa reflexión que constituye la actividad de los filósofos termina
por convertirse en una genuina forma de vida: el intento de vivir en y desde la
verdad; de protagonizar lúcidamente la propia existencia desde la verdad que
nos es dado conocer.
Como la filosofía no es el único modo humano de saber ni tiene el
monopolio sobre la verdad, hay que analizar ahora las relaciones entre ella y las
demás formas de saber, desde la literatura hasta la ciencia y la religión.
1. Filosofía y sabiduría
En la antigüedad se consideraba sabio al que sabía de todo. Pero no
se trataba de una persona que tuviera mucha información sino que tenía una
visión de todo y era capaz de poner cada cosa en su lugar, el que tenía una
justa visión de las cosas. Pero para ver las cosas tal como son hace falta creer
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que las cosas encajan en un orden del que dan testimonio los sabios con sus
vidas. El hombre se sentía seguro. La modernidad significó, sin embargo,
dejar de creer en este orden, y la filosofía se convirtió en la búsqueda de la
certeza que había sido perdida junto con la armonía. Desde entonces el sabio
ha dejado de ser el ejemplo de una vida buena: él mismo da ejemplo de
inseguridad.
Pitágoras pudo introducir el nuevo término de "filósofo", de "amante de
la sabiduría" porque su interlocutor conocía ya el significado de la palabra
"sabiduría". El concepto de sabiduría es anterior al de filosofía. De hecho,
mientras hay sabios en todas las culturas, sólo hay filósofos en sentido estricto
en la Occidental, e incluso en ésta el concepto de "sabio" es anterior al de
filósofo, como muestran las tradiciones en torno a los Siete Sabios de Grecia.
¿Qué quiso decir Pitágoras cuando afirmó que no era sabio, sino sólo
amante de la sabiduría? ¿Qué es un sabio? O mejor, ¿qué era un sabio en la
antigüedad clásica? Porque, si la medicina actual ha variado mucho respecto de
la que practicaba Esculapio, también ha cambiado el concepto de sabio. Tanto
que su significado parece haberse desplazado hacia las antípodas. Para los
griegos, sabio era quien sabía vivir, para nosotros lo es alguien que está tan
encerrado en su ciencia, que ni se entera. El Fausto de Goethe, por ejemplo, tras
haber consumido su vida leyendo libros viejos, diseccionando cadáveres y
viendo el mundo los domingos y con catalejos, cambia todo su saber por la
inmediación de la vida. "¡Quiero el vértigo dice que ciega, los placeres que
dañan, el amor que participa del odio, el pesar que deleita! Mi corazón, curado
de la fiebre del saber, debe saborear toda clase de dolores; quiero sentir todo
cuanto los demás hombres han sentido; quiero experimentar, como ellos, lo que
tiene de sublime el gozo y el dolor; acumular en mi seno y el bien y el mal; y,
por último, acabar mi existencia del mismo modo que ellos la acaban". O el
profesor Tornasol que, viejo y calvo, más que despistado, vive realmente en
otro mundo.
Pero los griegos no tenían como prototipo de sabio al erudito o al
científico encerrado en su laboratorio. Sabio era para ellos el que sabe vivir, el
que logra saborear la vida, sacarle su máximo partido. Sabio es el que sabe de
las cosas de la vida, el que domina los asuntos humanos, el experto en
humanidad. No el que maneja una técnica, una destreza o una habilidad
particular, el que es un buen zapatero o un buen gramático, sino el que ha
alcanzado la plenitud humana. Quien ha logrado una experiencia de la vida tal
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que le permite instalarse correctamente en el mundo y en la sarta de sucesos
que configuran su biografía; quien se relaciona correctamente con el mundo,
con los demás y sobre todo consigo mismo; quien ha logrado tanto una
armonía interior como una armonía con el entorno. Sabio es, en definitiva,
quien ha alcanzado la paz, la reconciliación consigo y con el mundo. Por eso, la
sabiduría era para los clásicos mucho más que un sumatorio de conocimientos,
una mera acumulación de verdades o la posesión de una gigantesca cantidad
de datos.
Como sabio era el que sabía de la vida, la sabiduría se relacionaba
directamente con la ética y a toda una serie de disposiciones morales. El sabio
es el protototipo de hombre bueno. Pero lo que importa advertir es que el concepto de sabiduría alude a una bondad moral basada en la verdad y en el orden. Para ser exactos: en el orden de la verdad. Porque las verdades no se
amontonan simplemente, sino que parece adivinarse un cierto orden entre ellas
que el sabio a diferencia de quien es sólo un científico, un erudito o un
especialista, vislumbra.
No todo hombre bondadoso o benevolente es sabio. Sabio es sólo aquél
cuya bondad deriva de una verdad, de un conocimiento: el conocimiento del
orden. Porque sabio es quien ha logrado un orden, un equilibrio y una armonía
internas que se corresponden con el orden, el equilibro y la armonía que reinan
en la naturaleza; quien tras comprender el orden de las cosas puede sintonizar
con él; quien vive de acuerdo con la naturaleza, quien se acopla a lo que las
cosas y los asuntos son de suyo. Por eso, el concepto de sabiduría, aunque hace
referencia a las buenas disposiciones, a la benevolencia, a la serenidad y a la
felicidad, no es sólo una cuestión ética: alude sobre todo a la verdad. Se puede
ser buena persona y estar equivocado, pero no cabe ser sabio y errar. El sabio
capta la verdad y vive de acuerdo con ella. Su armonía consigo mismo y con el
mundo no es una concordia cualquiera, no puede ser fruto de un negarse a ver
la realidad, de un autoengaño o de un espejismo; nace, por el contrario, de un
conocimiento verdadero tanto de uno mismo y del mundo como del modo en
que el primero se inserta en el segundo.
La sabiduría no es sólo acumulación de conocimientos o un sumatorio
de verdades. Surge sólo cuando se capta el orden de esos conocimientos y de
esas verdades, cuando se comprende cómo se relacionan entre sí los diferentes
saberes particulares y cómo se articulan las diversas verdades, cuando se capta
la totalidad el orden del todo y no sólo sus elementos, cuando se sabe ir de un
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lugar a otro del saber. Por eso, siguiendo la inspiración griega, Sto. Tomás pudo
sentenciar que "es propio del sabio ordenar": captar el orden del mundo y
poner orden en la propia existencia de forma que la segunda concuerde con el
primero. De la misma manera que el mundo no es un caos, sino una totalidad
ordenada que es lo que los griegos llamaron "kósmos", la vida humana no es
una sucesión caótica de acontecimientos o sucesos, un incesante ocurrir de
vivencias y experiencias que terminan por despedigarse. Admite una forma
que le presta unidad, un orden que la conforma como totalidad, un diseño que
le presta armonía.
Como el orden interior de la vida lograda del sabio se basa en el orden
externo del cosmos, la sabiduría se identifica con el conocimiento del mundo
como totalidad. Ser sabio es saber cómo las diversas cosas encajan entre sí, o
sea, cómo se ordenan mutuamente. Por eso, suele decirse que la sabiduría es el
saber máximamente profundo, más radical, acerca de toda la realidad. Porque
no se trata sólo de conocer una cosa o la otra, sino de ver la realidad como un
todo, en su primigenia unidad, en su orden y en su despliegue. O, si se prefiere,
el conocimiento de todas las cosas por sus últimas causas.
La filosofía se abre en sus primeros compases intentando comprender
los sucesos tanto de la vida pública como en el nivel biográfico, como una
reflexión en torno a las cosas que nos pasan. Pero, para el pensamiento griego,
los acontecimientos las cosas que pasan sólo pueden entenderse desde una
consideración de la realidad: pasan las cosas que pasan, porque las cosas son
como son; y nos pasa lo que nos pasa porque somos como somos. Puesto que, a
fin de cuentas, lo que nos sucede nos ocurre porque somos hombres. Por eso, el
intento de hacerse cargo de los acontecimientos que conforman nuestra
existencia lleva para los griegos necesariamente a una antropología que se
inscribe en una teoría general de la realidad. La cuestión es saber qué es eso que
somos, en qué consiste ser un ser humano, y, más en general, en qué consiste
ser. Qué es el ser y qué son los seres; qué es lo real, qué tipos de realidades hay
y por qué es real lo real.
Durante la modernidad, el ideal clásico de sabiduría que se funda en la
armonía y el orden del cosmos, de la naturaleza, y que debe imperar en la vida,
se quebró por varios motivos. En primer lugar, ya se ha indicado que, a partir
de Descartes, la filosofía tiende a centrarse más en cuestiones de teoría del
conocimiento que en problemas de tipo metafísico. El problema ahora no es
tanto qué es lo real cuanto cómo sabemos que nuestro conocimiento acerca de
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lo real es verdadero, cómo podemos estar seguros de no equivocarnos. En
segundo lugar, los descubrimientos geográficos, de un lado, y el desarrollo de
la nueva física, del otro, dieron al traste con la visión clásica del universo y del
puesto del hombre en él. Porque, si a los griegos y medievales, el mundo se les
aparecía como el hogar del hombre, como su habitáculo adecuado, como un
cosmos regido por una armonía y un orden capaces de sustentar el orden y la
armonía de la vida humana, para los modernos ese mundo se rompe. Ni el
mundo es casa, sino un espacio infinito que sobrecoge, ni hay un orden natural
que soporte nuestro modo humano de vivir. Somos seres extraños sin asiento
posible en la naturaleza.
En tercer lugar, tanto esa evolución interna de la filosofía desde la
metafísica hacia la teoría del conocimiento como el proceso de diversificación y
consolidación de las ciencias particulares llevó a una notable restricción del
concepto de verdad. Esto supuso a su vez una creciente separación de saber y
vida. En la medida en que la filosofía, por una parte, se iba circunscribiendo al
análisis de las condiciones de posibilidad del conocimiento y, por otra, las
diversas ciencias llenaban el ámbito de los saberes positivos, la verdad se fue
polarizando en torno a ambos ejes dejando desasistida la vida humana. Porque
si la verdad o bien es lógica o bien es fruto del desarrollo de las ciencias
empíricas, la vida que es lo que está en el medio parece quedar relegada al
arbitrio irracional.
Ya en el siglo XX, la reflexión filosófica vuelve a experimentar un giro
que no hace sino agravar la situación. La filosofía convertida por obra de la
modernidad en teoría del conocimiento se vuelve a transformar en análisis del
lenguaje. Como se considera que el lenguaje es el medio universal del
conocimiento, con lo que el esclarecimiento del pensamiento se ejerce como
aclaración del lenguaje que lo vehicula. Pero, si la herramienta que se usa para
analizar el lenguaje es la lógica, los únicos saberes que parecen válidos son la
lógica, por una parte, y la ciencia positiva, por otra. Como ni las cuestiones
morales, ni las estéticas, ni las políticas, en resumen: todo lo que conforma los
intereses y los proyectos humanos, parecen tener ya nada que ver con la
verdad, la vida humana queda regida desde la arbitrariedad irracional.
Sin embargo, las últimas décadas, tras el colapso del positivismo lógico
característico del periodo de entreguerras, han visto un renovado interés de la
filosofía por las cuestiones más específicamente vitales. Se buscan nuevos
modelos de racionalidad que permitan dar cuenta de los problemas más
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candentes de la existencia humana. Porque, como escribió en cierta ocasión
Wittgenstein, "¿de qué sirve estudiar filosofía si lo único para lo que capacita es
para hablar con cierta plausibilidad de algunas abstrusas cuestiones de lógica,
etc., y no perfecciona el pensamiento sobre las cuestiones importantes de la
vida diaria?".
2. La experiencia de la vida: filosofía, literatura y arte
El hombre es el único animal que necesita saber lo que es para serlo.
Y las maneras que se sabe a sí mismo son muy diversas. La primera forma de
saber es la expresión poética y artística. Interpretamos nuestra vida, en
primer lugar, gracias a los artistas: ellos nos presentan modelos y valores: nos
enseñan qué debemos considerar importante, deseable o justo. La expresión
artística es una intuición que le muestra el hombre quién es y qué lugar tiene
en el mundo. La filosofía llega detrás. Ella trata de analizar cuánta verdad
hay en esos modelos por la fuerza no de la belleza, sino de los argumentos.
Como la filosofía surge como el saber y la reflexión en torno a las cosas de
la vida, presenta una raíz común con la literatura. Porque el arte y, en especial
los géneros narrativos, han sido siempre el cauce privilegiado del saber sobre la
vida. Cada leyenda, cada cuento o cada novela encierra una determinada
comprensión de la existencia humana, de cómo se desarrollan los sucesos que
conforman nuestras biografías, de cómo se despliegan los caracteres y de cómo
se desenvuelven las relaciones humanas. En las narraciones, los hombres
hemos ido tejiendo modelos y arquetipos, historias ejemplares, que nos
permiten expresar y entender nuestras vidas, comprender lo que nos pasa. En
ellas, se ha ido sedimentando la experiencia que los mortales hemos logrado
adquirir de la vida, objetivando lo que sabemos de nosotros mismos. Y, una vez
que hemos forjado nuestros modelos y arquetipos, los usamos para
comprendernos a nosotros mismos y a los demás.
Como, a diferencia de la animal, la vida humana no transcurre según unos
patrones de conducta fijados genéticamente sino según un modelo que nos
hemos dado a nosotros mismos, el hombre vive literalmente de interpretaciones: de la interpretación y la comprensión que en cada momento es
capaz de lograr de sí mismo y de lo que le pasa. El hombre experimenta la
necesidad de comprender su propio ser; requiere una cierta idea de sí mismo
para poder actuar, pues sólo a partir de una interpretación de sí, más o menos
explícita, le es posible diseñar su proyecto vital.
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En esta línea, hace casi ya un siglo, Dilthey mantuvo que la vida y la reflexión no se cancelan mutuamente, como en muchas ocasiones se supone: la
reflexión es uno de los momentos de la vida humana, porque ésta se autointerpreta en su discurrir. Pues, para poder organizar una conducta y desarrollar una línea de actuación, el hombre necesita saber qué está pasando. No
sólo vive, sino que trata de comprender lo que está viviendo. Sin una
interpretación de cuál es la situación y, en el fondo, sin una cierta idea de qué
quiere cada uno ser, de qué quiere hacer consigo mismo no se puede decidir el
comportamiento a seguir. Los hombres necesitamos un modelo, un arquetipo,
de qué son las cosas y de qué somos nosotros mismos para poder
comprendernos y establecer nuestra conducta. Pero en esa medida, la existencia
humana no es una existencia ciega; sino que más bien vuelve sobre sí tratando
de comprenderse a sí misma. Todo hombre forja una cierta comprensión de su
vida, interpreta de algún modo su propia existencia.
El que media entre la vida y la comprensión o, si se prefiere, entre la
existencia humana y la reflexión filosófica, es el arte. Porque, dice Dilthey, la
vida sólo se comprende a sí misma a través del rodeo de la expresión. Para
comprenderse, la vida o la vivencia ha de salir primero de sí, expresarse o
plasmarse objetivamente, tarea tradicionalmente otorgada a la poesía: expresar
las vivencias. Con lo que la existencia humana adquiere un ritmo ternario, es
un tapiz tejido con tres hilos: la vivencia, la expresión y la comprensión.
Primero se da la vida, después se exterioriza expresándose poéticamente, y en
un tercer momento se reflexiona sobre esa expresión poética. Pero como la reflexión es una nueva vivencia la experiencia de la autocomprensión la
secuencia ternaria vuelve a comenzar.
Como la vida ha de expresarse para poder comprenderse, el arte la
expresión de la vida se constituye como el primer modo de saber. La primera
forma en que el hombre trata de orientarse en el mundo, de establecer un
sistema de referencias que le permitan encauzar su vida y orientar su
existencia, que le posibiliten tanto comprender lo real como comprenderse a sí
mismo, no es el teórico reflexivo sino el creativo imaginativo, no es el filosófico
sino el artístico. La tarea primordial humana no es contemplar un orden o un
sentido ya dados, ni mucho menos reflexionar críticamente sobre ellos; es
configurarlos o descubrirlos. El hombre se orienta en el mundo al dotar a la
realidad de sentido, al recrear imaginativamente el mundo de modo que se
convierta en el escenario de la existencia, que ofrezca puntos de referencia para
orientar la vida. Como el primer instrumento con que el que el ser humano
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trata de comprenderse como ser en el mundo no es la reflexión especulativa
sino la imaginación creadora, la literatura adquiere prioridad sobre la filosofía.
La literatura, el arte en general, se nos presenta como la primera manera
de saber, porque permite comprender mejor el hombre y la vida humana. El
arte o la "vivencia artística" no queda encerrado, con palabras de Gadamer, en
los estrechos límites de la apariencia bella, sino que desvela la realidad. En la
medida en que la creación artística es conocimiento, le corresponde un tipo de
verdad. Pero la verdad de la creación artística no puede ser una verdad teórica
como la adecuación, porque aquí no se trata de constatar la correspondencia
entre un enunciado y una realidad preexistente. Ha de ser una verdad práctica
porque se trata de inventar o descubrir un sentido que antes no existía y que no
es independiente de la acción humana. En el arte acontece la verdad porque
mediante él se desentraña el sentido de la realidad y de la existencia humana;
porque permite comprender al hombre y a la vida. El arte o la literatura hacen
patente, desvelan e iluminan la realidad.
La creación literaria ilumina aspectos de la existencia que antes permanecían en la penumbra. Cualquier gran poeta o literato descubre dimensiones
nuevas de la vida humana que antes no habían sido transitadas. Pero este
iluminar del poeta no es un arrojar luz sobre algo que ya estaba dado en la
oscuridad; no es simplemente, por ejemplo, hacer consciente algo que antes era
inconsciente. Que el arte ilumina dimensiones o experiencias nuevas significa
que las conforma al iluminarlas. La poesía no se limita, como la filosofía, a hacernos vivir reflexivamente algo que antes era opaco: es realmente creadora,
configura una experiencia antes inédita. El poeta enseña a vivir, abre caminos a
la existencia humana sobre los que sólo en un segundo momento reflexiona la
filosofía, sencillamente porque no cabe reflexionar sobre lo que todavía no
existe. Así, el arte interpreta y encauza la vida humana al otorgar significado a
la realidad convirtiéndola en el mundo, en el escenario en que se desenvuelve
nuestra existencia. La poesía conforma los cauces por los que discurre nuestro
vivir.
La poesía libera realmente porque ensancha la propia subjetividad, porque
amplía las fronteras de nuestro mundo. Incluso cuando un literato parece
practicar una literatura de evasión, limitándose a crear un mundo ficticio, en el
fondo está también iluminando el mundo real. Basta con crear un mundo
posible, para que algunas de las dimensiones de éste aparezcan de un modo
distinto al habitual, o sea, por ejemplo, en su contingencia. Cuando Tomás
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Moro describió Utopía, dejó claro que nuestra sociedad o nuestro mundo es
como es porque lo hemos hecho así. Describir una sociedad inexistente resulta
ser, entre otras cosas, poner de relieve un aspecto de la nuestra: su caracter de
obra humana, de fruto de nuestra libertad. Nuestro mundo no es fruto del
destino, ni de una naturaleza ciega; es producto de nuestra propia actuación y
de nuestro trabajo. No es inevitable que las cosas en nuestro mundo sean como
son.
Por eso, la distinción entre la filosofía y la literatura, como la diferencia
entre lo real y lo ficticio, no es territorial. La filosofía no es meramente adyacente a la literatura, de la misma manera que lo ficticio no se extiende al otro
lado de las fronteras de lo real. No encontramos lo real en una parte y lo ficticio
en otra, sino que lo real y lo ficticio se dan más bien imbricados. Para verlo,
basta con percatarse de que lo real supone siempre lo ficticio, porque es real
frente a lo ficticio. Para entender lo real, para hacerse cargo de qué ha pasado
de hecho, es preciso proyectarlo sobre todo lo que, pudiendo haber sucedido,
sin embargo no ha ocurrido. Sólo así puede alcanzar a entenderse qué
significado o relevancia tiene lo que ha pasado. Lo posible es, por tanto, el
fondo sobre el que se recorta lo real. Del mismo modo que lo real y lo ficticio no
se dan separados sino perpetuamente entrelazados, la filosofía y la literatura
refieren siempre la una a la otra.
Tras la expresión poética, tras la objetivación de la vida que el arte realiza,
se abre la posibilidad de la reflexión filosófica. Una vez que el hombre se ha
contado a sí mismo en todo tipo de narraciones, después de que ha exteriorizado en toda suerte de pinturas y esculturas la imagen que tiene de sí,
cuando las diferentes artes han plasmado en piedra, pintura o papel lo que el
hombre sabe de sí y de la vida, puede empezarse a reflexionar críticamente
sobre esas objetivaciones. Sólo entonces cabe inaugurar la filosofía como el
examen y la discusión de esas imágenes de sí que los hombres se han ido
forjando. Porque, al final, la cuestión no es que el hombre teja modelos y arquetipos de sí que le permitan comprender su vida; a la postre, el problema es
cuáles de esas imágenes son ajustadas y cuáles no, cuáles mejores y cuáles
peores.
La filosofía, aunque posterior a las expresiones artísticas, se distingue
realmente de ellas. Ambos, filosofía y arte, son modos de saber y los dos tienen
una pretensión de verdad. Pero la buscan de diverso modo. Donde un literato
muestra, ya sea narrando ya sea afirmando, un filósofo demuestra o prueba
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argumentativamente. Los filósofos discuten de un modo en que no lo hacen los
poetas: se citan entre sí, se critican, comprueban la solidez de sus argumentos y
buscan los puntos débiles de los razonamientos ajenos. Los filósofos urden
redes argumentativas y amontonan razonamientos donde los poetas señalan
con el dedo o buscan sólo la exactitud y la limpieza de la expresión. Con lo que
la filosofía, a diferencia del arte, es esencialmente polémica. Es de suyo una
discusión en la que cuenta sólo la fuerza de los argumentos y de las razones.
3. La pretensión de verdad y el ideal crítico
En ocasiones se ha pensado que la filosofía es la ciencia explicativa por
excelencia, como si fuera una ciencia experimental sobre las últimas causas y
sobre lo que es la realidad al fin y al cabo. Entonces la filosofía se ha alejado
de la literatura y ha condendado la expresión poética (el mito) a la
irracionalidad o el subjetivismo. Pero esta posición nunca ha durado mucho:
la filosofía es otra tipo de narración que da cuenta de las cosas. El hecho de
que no exista el punto de vista absoluto, la narración única y verdadera, no
cancela a la filosofía en el relativismo. A la narración filosófica de los hechos
le interesa sobre todo la verdad de lo que se dice y desde dónde se dice.
En diversos momentos de su historia, cuando el peso del cientificismo era
mayor, la filosofía se ha entendido a sí misma en continuidad con las ciencias y
ha intentado erigirse en una ciencia estricta, en un saber caracterizado antes
que nada por la universalidad de su verdad. Al entender la filosofía con el
molde de las ciencias, se insistía sobre todo en que la filosofía era un saber
cierto por causas, con lo que su objetivo prioritario era alcanzar proposiciones
de validez universal. Se trataba de probarlo todo y de probarlo para todos, de
conseguir demostrar un sistema de verdades que todos los hombres de todos
los tiempos tuvieran que admitir, con tal de que con buena voluntad y rectos
principios morales se atuvieran a la racionalidad y abandonaran sus prejuicios.
En unas condiciones así, la filosofía, construida sobre los ideales de objetividad y universalidad, se separaba abismalmente del arte y se acercaba al
modelo científico. Pues, frente a la racionalidad de la filosofía y de la ciencia que
se hace patente en su universalidad y objetividad, las creaciones imaginarias de
los artistas se veían como el reino de la subjetividad y del particularismo: nada
más subjetivo y privado que las creaciones artísticas. Es más: en cierto sentido,
la filosofía era más ciencia que la ciencia. Porque, mientras las ciencias
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particulares prueban y demuestran a partir de unos principios que
simplemente aceptan, la filosofía pretendía probar sus propios supuestos y
principios. Era más científica que nadie puesto que se autofundaba, es decir,
pasaba todos sus principios y supuestos por el tamiz de la crítica racional.
Oponiéndose a todo prejuicio y tradición, a toda opinión meramente heredada,
aceptaba exclusivamente lo que había podido probar racionalmente. Era la
ciencia primera.
Bajo esta perspectiva, un filosófo no sólo resulta ser un supercientífico sino
que se entiende a sí mismo contra los poetas y los artistas, que ni pueden
probar lo que dicen ni hablan; su mundo es el mundo de las ficciones, y no de
lo real. La filosofía monopoliza la verdad frente a las opiniones fantasiosas de
los poetas. Contra la imaginación de los artistas, que no harían sino proyectar
sentimientos y pareceres subjetivos, los filósofos se atendrían a la razón, a la capacidad de descubrir y probar la verdad universal. Así, el origen de la filosofía
tanto en el pensamiento griego como en la modernidad europea se ha interpretado durante muchos años del mismo modo: como el surgimiento de la
razón contra los mitos, las leyendas y los cuentos fantásticos. Pues la explicación mítica de un fenómeno consiste en la narración de un hecho originario que presuntamente lo funda. El descubrimiento griego de la razón
hubiera consistido, en consecuencia, en sustituir las explicaciones narrativas
imaginarias de los poetas por un atenerse a los hechos y a las relaciones entre
ellos que la razón puede descubrir y probar. La filosofía se autocomprende así
como lo otro que el mito.
Por su parte, Descartes haría una jugada similar. Pues, frente a la vigencia
de las opiniones tradicionales que pueden caer bajo la duda, dice haber
encontrado un principio absoluto absolutamente evidente que cabe establecer
como verdad primera de la filosofía de la que es posible deducir todas las
demás verdades según un pensamiento riguroso y una lógica implacable.
Entonces, la filosofía habría empezado a emanciparse de todo prejuicio
irracional, de toda tutela autoimpuesta, alcanzando su mayoría de edad. Desde
entonces, como adulta y libre, ella debía decidir por sí misma todos sus
supuestos, pasar por el filtro de la crítica racional todas sus opiniones, y tras
examinarse a sí misma llevarlo todo ante el tribunal de la razón.
Pero esta concepción de la filosofía, típica de la modernidad europea y del
modo en que ésta relee la tradición clásica tiene grietas que amenazan con
derrumbar el edificio. Tras la crisis generalizada del cientificismo, casi nadie
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pretendería hoy que la filosofía ha de entenderse a sí misma como una ciencia
estricta, aproximándola en consecuencia a las actividades artísticas y literarias
hasta considerarla como ha hecho Rorty en los últimos años como una voz más
en la conversación general de la humanidad. Los filósofos no creen ya ser los
depositarios de un saber absoluto y objetivo, universalmente válido, sino
simplemente unos interlocutores más en la interminable discusión que los seres
humanos nos traemos desde hace un montón de años sobre quiénes somos. Sin
especiales títulos de autoridad.
De esta manera, parece haberse experimentado un bandazo considerable.
Mientras que la filosofía se entendía a sí misma durante la modernidad europea
desde el ideal y la interpretación absoluta de la razón una razón perfectamente
libre de supuestos no racionales la postmodernidad actual ha adquirido una
fuerte conciencia de los límites del modelo ilustrado y de los supuestos no
racionales de nuestro ejercicio de la racionalidad. La razón no se nos muestra
ahora como una unidad monolítica, sino que se conjuga en plural. Más que
"Razón" parece haber "razones". Y frente al unívoco campo de "lo racional", que
ha resultado estéril, se extiende el mucho más rico, variado y fructífero jardín
de "lo razonable". Porque, a fin de cuentas, ¿qué argumentos da el racionalista
Boileau para mantener que "la razón no tiene más que un camino"? La filosofía
ya no se entiende a sí misma como una ciencia demostrativa, como un saber
universal, sino más bien como un "conocimiento local", con expresión del
antropólogo Geertz, mucho más próximo a la crítica artística o literaria que a la
física o a las matemáticas.
Quizá, algunas tesis característicamente postmodernas sean exageradas.
Pero al menos han servido para sacar a la luz las fallas del modelo ilustrado o
para mostrar cómo, en lugar de sustituir los mitos por la razón, se convirtió la
Razón en un auténtico mito. Para verlo, basta considerar la idea de que el
nacimiento de la filosofía es el paso del mito al logos: ¿no es esa tesis un mito en
sí misma? Recuérdese que una explicación mítica de un fenómeno era la narración de un acontecimiento originario y fundante. Pero cuando los libros a la
hora de explicar qué es la filosofía y, por consiguiente, de legitimarla narran
cómo los griegos se decidieron a abandonar los mitos sustituyéndolos por los
intentos de explicaciones racionales, ¿no estamos acudiendo a la narración de
un suceso originario? ¿No estamos manteniendo que ese acontecimiento
originario acontecido en el comienzo de los siglos lo sigue fundando cada vez
que el mismo fenómeno vuelve a ocurrir en el transcurso de los tiempos?
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Porque, quizá, la verdad sobre la filosofía que contiene la tesis del paso del
mito al logos sea y no es poco que no sólo los griegos intentaron cribar
racionalmente los mitos de los que vivían y mediante los que interpretaban su
vida sino que quien empieza a filosofar hace cada vez exactamente lo mismo:
repetir el acontecimiento arquetípico. La filosofía no es más que repetir este
proceso. Porque lo cierto es que la filosofía no pasó del mito al logos, como si
primero hubiera mito y luego logos. Sino que es, más bien, el pasar continuo
del mito al logos, el estar pasando de uno a otro; cuestionando el primero sin
haber alcanzado todavía el segundo. Por eso, la filosofía es ya se ha mantenido
amor a la sabiduría, tensión y anhelo de lo que todavía no se posee. La "ciencia
buscada", que dijera ya Aristóteles.
También en su origen moderno se registra la misma presencia del mito y
de la narración. Porque no es casual que, para legitimar su pretensión de encontrar una evidencia primera de la que deducir toda otra verdad, Descartes
acuda a una narración, a un relato presuntamente autobiográfico, de manera
que funda narrativamente su nueva filosofía.
Durante ese periodo de su historia que es la modernidad ilustrada, la filosofía ha pretendido erigirse en un saber absoluto monopolizador de la
verdad, en una ciencia estricta y autofundada, en un sistema de conocimientos
que no dejara nada fuera de sí. Por el contrario, la filosofía más contemporánea
ha explorado con ahínco en los sótanos de los edificios ilustrados sacando a la
luz muchos más cadáveres que los que los modernos estaban dispuestos a
admitir; ha desenterrado muchos supuestos irracionales de la racionalidad
moderna mostrando que las grandes palabras de la Ilustración "razón",
"verdad", "justicia", "ciencia", "progreso", etc. también tienen historia y que su
genealogía es menos limpia de lo que parecía. Los pensadores más recientes
han probado que no cabe un pensar perfectamente libre de supuestos y
prejuicios, una reflexión que no se inscriba en una tradición concreta que lo
incardina en un momento preciso de la geografía y de la historia, y que la
filosofía no puede encaramarse al "Punto de Vista de Dios Padre", por usar la
gráfica expresión de Putnam.
Por eso, la filosofía de las últimas décadas coincide con los clásicos en no
escandalizarse ante el hecho de que la filosofía no es un saber absoluto sino que
mantiene una clara dependencia respecto de la literatura o del saber cultural. Si
Aristóteles pudo conceder en la Metafísica que "también el que ama los mitos es
en cierto modo filósofo", terminó sus días afirmando que cuanto más viejo se
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hacía, más amante era de los mitos. Como el primer instrumento con que el que
el ser humano trata de comprenderse como ser en el mundo no es la reflexión
especulativa sino la imaginación creadora, la literatura adquiere prioridad
sobre la filosofía. Hasta tal punto esto es así que la legitimización de la filosofía
depende, en última instancia, de un saber narrativo, o incluso mítico. La
reflexión racional sólo adquiere sentido mediante un contexto narrativo.
El descubrimiento contemporáneo de que la filosofía no es un saber absoluto no debería llevar a posiciones escépticas, porque la verdad, el saber y la
razón no obedecen a la ley del todo o nada, sino a la del más o menos. No
estamos condenados a oscilar entre la Verdad, Toda la Verdad y Nada Más que
la Verdad, en un extremo, y el Todo Vale, en el otro. No existe para los mortales
un Punto de Vista Absoluto, pero hay descripciones mejores y peores de las cosas, más ajustadas o más bastas, que hacen mayor o menor justicia a los
acontecimientos y a las realidades. A los seres humanos no nos ha sido concedido gestionar la Verdad como si fuera un depósito bancario a nuestra
disposición, como un fondo sobre el que ir extendiendo cheques. Pero eso no
nos condena al escepticismo y al relativismo: porque, en cambio, tenemos como
tarea reencontrar viejas verdades y descubrir otras nuevas, perfilarlas,
purificarlas de errores, ir buscando su orden, vislumbrar la dirección a la que
apuntan. No tanto porque toda verdad sea provisional cuanto porque,
simplemente, es mejorable. Ninguna verdad es Toda la Verdad.
La crisis del intento racionalista de establecer un saber absoluto o sea,
absuelto, desligado de todo supuesto y prejuicio, universal e intemporalmente
válido no tiene por qué llevar a abandonar la pretensión de verdad. Porque una
cosa es que la filosofía sea constitutivamente amor a la sabiduría, esfuerzo por
lo que todavía no se posee, de manera que no se consuma nunca como ciencia
estricta sino que permanece como "ciencia buscada" (y no encontrada) y otra
muy distinta que hayamos de renunciar a la verdad. La filosofía no puede
probarlo todo, no puede cribar todos sus supuestos, no le cabe criticarlo todo.
No dispone de un punto de apoyo (un principio absoluto) desde el que mover
el mundo. Porque, se quiera o no, todo pensamiento se ejerce desde una posición y toda crítica se desarrolla desde unos supuestos. El ideal de crítica absoluta carece de sentido. Pero eso no implica que no podamos disolver unos
cuantos prejuicios, que no nos quepa avanzar desde un punto de partida
determinado o, incluso, rebuscar un poco entre los sótanos de nuestro presente
para comprobar la calidad de sus pilares.
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4. Filosofía y cultura: saber cultural y reflexión filosófica
La filosofía nunca podrá deshacerse de todos los supuestos culturales
e históricos. Pero eso no implica que se trate de un simple fenómeno cultural
o que deba reducirse a un objeto de las ciencias sociales. En todo caso es un
objeto cultural muy especial. Porque la filosofía nace precisamente cuando lo
culturalmente dado o sabido se pone en entredicho, cuando no se acepta lo
que a uno le dicen o lo que se cree habitualmente. Entonces se quiere conocer
la verdad sobre algo. Esa insatisfacción es el origen de la filosofía: su valor
reside en la tensión entre la creencia que ha caído bajo sospecha y la
averiguación de la verdad por su propia evidencia.
Durante tres siglos desde el nacimiento de la física moderna hasta
bien entrado el siglo XX, la filosofía ha tenido como interlocutor a las ciencias
naturales, especialmente a la físico-matemática. De manera que, cuando se
hablaba de las relaciones entre la filosofía y la ciencia, en lo que se estaba
pensando realmente era en la física. Por una parte, el desarrollo creciente de la
física parecía sustituir a las viejas especulaciones filosóficas; la antigua
filosofía natural podía quedar reemplazada por la astrofísica. Por otra, la
filosofía respondió al reto convirtiéndose en una filosofía de la ciencia
planteando las cuestiones epistemológicas metacientíficas. A la vista del
desarrollo de las ciencias y del conocimiento que éstas prestaban sobre el
origen, la constitución y la naturaleza del universo, la filosofía reformuló sus
pretensiones y, en lugar de seguir hablando sobre el cosmos, se puso más bien
a discutir sobre la ciencia misma planteando explícitamente qué tipo de
conocimiento es el científico, qué legitimidad tienen sus métodos, cuál es
alcance de sus razonamientos o qué condiciones ha de cumplir un texto para
que lo admitamos como científico. ¿Por qué una biblioteca clasifica un libro
como "astrofísica" mientras introduce otro en sus ficheros bajo la etiqueta
"ocultismo"?
Sin embargo, durante el siglo XX, el protagonismo de la física en el
diálogo entre la filosofía y las ciencias ha ido cediendo en favor de la biología,
por una parte, y de las ciencias humanas, por otra. Lo que ahora preocupa a
los filósofos no es tanto qué lugar les deja la física sino qué ámbito de respiro
les concede la historia, la sociología, la psicología o la antropología cultural.
Con la diferencia de que el problema es más grave hoy que antes. Si podían
aparecer problemas de fronteras entre la filosofía, por una parte, y la física o
la química por otra, de manera que un territorio pasaba del control de la
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primera a manos de las segundas, al menos no podía ocurrir que la filosofía se
convirtiera en uno de los objetos de estudio de la física. Porque, sea lo que sea,
la filosofía no es desde luego un pedazo de cosmos, un trozo de materia que
la física estudie. Los filósofos podían quedar marginados, pero no
introducidos en frascos de laboratorio.
Pero el desarrollo de las ciencias humanas y/o sociales suponía
exactamente eso: los filósofos podían ser clasificados y estudiados de una
manera muy similar a como los entomólogos clasifican insectos. Podían verse
ensartados por el cogote e incluidos en series de variaciones según familias,
géneros y especies. Pues, si la filosofía no es un pedazo de mundo que la física
pueda estudiar, sí es un fenómeno histórico, un producto social o un
constructo cultural, que la historia, la sociología o la antropología cultural de
hecho analizan. El problema no es ya de demarcación sino de supervivencia.
Pues, en principio, parece que la filosofía griega puede ser clasificada e
introducida en los museos de la misma manera que las estatuas de Fidias o las
cerámicas pintadas cretenses. De modo similar, los libros de Voltaire pueden
sitúarse al lado de una colección de pelucas empolvadas: los primeros y las
segundas son igualmente productos característicos del dieciocho ilustrado. O,
parejamente, las concepciones de los egipcios de la muerte y de la
inmortalidad pueden clasificarse junto con sus monumentos funerarios.
El problema real de las relaciones entre la filosofía y las ciencias de la
cultura consiste así en que cabe considerar la primera como un producto
cultural a estudiar por las segundas con los mismos métodos con que analizan
los demás productos culturales. Del mismo modo que las ciencias humanas
tematizan la organización social, el derecho o el arte de una sociedad, pueden
investigar lo que esa sociedad piensa de lo real, de sí misma y de Dios. Bajo
esta perspectiva, la filosofía puede analizarse desde las ciencias humanas
estudiando cómo los diversos grupos humanos regulan de hecho su conducta
desde una interpretación última de lo real, o cómo se articulan las
concepciones filósoficas vigentes en un grupo con su estructura social o su
infraestructura tecnoecológica.
Dentro de este tratamiento empírico de la filosofía caben dos posibilidades. Según la tesis determinista la cual filosofía es considerada como un
epifenómeno ideológico o superestructural de los factores no cognoscitivos; el
estudio de las concepciones de lo real, por tanto, se retrotrae a la ciencia
positiva que estudia el supuesto factor determinante. Es lo que propone, por
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ejemplo el marxismo ortodoxo o el más moderno materialismo cultural de
Marvin Harris. Si esta concepción determinista no se admite, como no lo hace
el relativismo cultural, el estudio de tales concepciones se convierte en la
clasificación taxonómica de las concepciones del mundo realmente vigentes.
Nadie puede dudar de que la filosofía es un producto cultural e
histórico. Una summa del siglo XIII es tan característicamente medieval como
una catedral gótica y el Discurso del Método es tan moderno como los jardines
de Versalles. Pero ése no es el problema. La cuestión es: ¿es la filosofía sólo un
producto cultural? ¿Consiste exclusivamente en la proyección al plano
universal de lo que el hombre occidental ha pensado de sí mismo?
La filosofía no es sólo un producto cultural. Desde el comienzo se ha
entendido a sí misma como una discusión y una crítica de las imágenes,
modelos y arquetipos que la cultura ofrecía. Cuando los griegos preguntaban
qué es el hombre, la naturaleza, el ser o los dioses no estaban inquiriendo por
qué concepto del hombre o del ser tenían ellos como griegos, sino si esas
concepciones eran verdad y hasta qué punto podían probarse o mantenerse
tras una discusión. Si las nociones de evidencia, realidad, etc., tienen una
variación cultural, si no todos los grupos humanos coinciden en su
interpretación de qué significa ser real, o evidente o verdadero, entonces
surge la filosofía como el análisis y la crítica de los supuestos y los fundamentos de esas nociones. Con lo que se abre un nuevo método: el filosófico.
De hecho, se comienza a hacer filosofía porque las concepciones
culturales, las ideas que nuestra cultura mantiene sobre el hombre, el mundo
y Dios lo que todo el mundo en nuestro entorno social da por seguro e
incuestionable resulta insuficiente y empezamos a sospechar de ellas. La
filosofía surge no cuando nos atenemos a lo que la gente sabe, sino cuando
empezamos a pensar que las cosas no son tan claras como se pretende;
cuando se sospecha que hay gato encerrado. Con lo que la filosofía supone el
abandono de lo ya sabido, de lo poseído pacíficamente en el orden cultural.
Por eso, como ha escrito Julián Marías, "el filósofo no parte nunca de la
ignorancia, sino del saber: de un repertorio de interpretaciones y creencias
recibidas, en las que estaba instalado y que resultan insostenibles e
insuficientes, por eso la fórmula general de la tesis filosófica no es nunca del
tipo 'A es B', sino 'A no es B, sino C'".
Desde este punto de vista, la filosofía nace a expensas de una crisis
cultural, de un desengaño respecto de lo ya sabido. Puede ocurrir que el de-
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sengaño se produzca por el conocimiento de otras culturas, que la experiencia
de otras formas de pensar y de organizar la vida ponga en crisis lo que se
creía firmemente asentado; pero no es necesario. El vértigo que ocasiona la
experiencia de la relatividad de la propia cultura determina muchas veces el
impulso subjetivo hacia el filosofar, a buscar un fundamento verdadero. Pero
tal crisis no es imprescindible. Suele decirse, y es verdad, que el hombre
filosofa cuando su mundo se hunde, pero esto no implica que no se pueda
también filosofar desde un mundo sólidamente establecido. En cualquier
caso, con crisis o sin ellas, la filosofía parte de una superación del saber
cultural, de una puesta entre paréntesis, más o menos dramática, de la
concepción del mundo y de lo real socialmente vigente.
La filosofía nace con la pretensión de superar el orden de lo culturalmente sabido, de lo que todos creen, llegando a establecer qué es en realidad, el ser, la naturaleza o el hombre. Pero, ¿puede hacerlo? La respuesta
vuelve a consistir en rechazar la falsa disyuntiva entre dogmáticos y relativistas. Que no dispongamos de La Descripción Verdadera de Las Cosas no
nos arroja al Todo Vale. Hay descripciones mejores y peores, tesis más o
menos razonables. Y, desde luego, no todas las opiniones valen igual: hay
opiniones más o menos razonables, mejor y peor argumentadas. La situación
de la filosofía no consiste en la alternativa entre ser un saber absoluto o no ser
en absoluto un saber.
Por otra parte, es imprescindible distinguir entre influencia y determinación. La filosofía no es olímpica respecto de la situación históricocultural, pero tampoco resulta absolutamente determinada por ella. Para
mantener tal determinación no basta con señalar una genérica dependencia de
la filosofía respecto de la cultura: hay que ser capaz de correlacionar las
variaciones en el pensamiento filosófico con las variaciones de los factores
socioculturales. A la hora de sostener un determinismo rígido ha de poderse
establecer cuáles son las diferencias socioculturales que subyacen a las
diferencias filosóficas y esto no parece empresa fácil.
De este modo, aunque la filosofía no pueda erigirse como saber absoluto, alcanza una dimensión metacultural. De hecho cuestiona el orden de
lo culturalmente sabido pretendiendo averiguar qué es lo real, lo verdadero,
lo evidente o lo bueno en sí, a través de una investigación reflexiva y crítica.
Se abre así desde una cultura determinada una reflexión con valor universal,
desde la que cabe adquirir conciencia de lo que es puramente cultural,
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particular y contingente. Se puede distinguir lo real de lo culturalmente
aceptado como real; la verdad de lo que todos se limitan a aceptar. La filosofía
es capaz de tematizar y reflexionar sobre sus supuestos culturales y criticarlos
manteniendo su intrínseca pretensión de verdad.