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HOMILÍA MISA DE EXEQUIAS EN MEMORIA DE UN
PASTOR SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS, EL CARDENAL
DON JUAN FRANCISCO FRESNO LARRAÍN
"Yo soy el Buen Pastor.
El buen pastor da la vida por las ovejas".
(Jn 10, 11)
Nos hemos reunido en esta Iglesia Catedral en el domingo, día de la resurrección del
Señor, para celebrar la pascua de quien fuera nuestro querido pastor, el Cardenal Juan
Francisco Fresno Larraín. El pastor bueno, sensible y afectuoso, que a lo largo de su
existencia, en las cosas más sencillas y en horas cruciales para la vida de nuestra Patria, dio
muestras de buscar la voluntad de "mi Padre Dios", como él solía decir, partió a la Casa de su
Señor. El jueves en la noche, mientras adoraba al Santísimo Sacramento, culminó su misión en
esta tierra. Así se lo concedió el Señor a este hijo suyo, que al constatar que su vista se
oscurecía, le había pedido que le abriera ampliamente los ojos del alma para contemplarlo en
su gloria. La visión tenue de Jesús en la hostia consagrada, del pastor que tenía un corazón
lleno de amor y de esperanza, cedió su lugar a otra visión. Se abrieron sus ojos para recorrer el
camino del regreso prometido a la casa del Padre, para gozar en ella de la vida plena junto a su
Maestro y Señor.
El lema de su vida pastoral "venga a nosotros tu Reino" había sido tantas veces en sus
labios y en sus acciones oración interior y ofrecimiento de colaboración generosa. En esa hora
bendita fue su respuesta a la llamada del Padre: “¡Voy, Señor, a tu Reino!” Y desde ese
momento su lema se convirtió para nosotros, testigos de su amplio servicio pastoral, en
recuerdo agradecido, en himno de gratitud y alabanza a Dios. Para él se ha convertido en el
norte de su intercesión por todos los que peregrinamos en la tierra como colaboradores del
Señor en la construcción de su Reino.
Un día viernes 10 de Junio de 1983, en la festividad del Sagrado Corazón de Jesús,
Monseñor Juan Francisco Fresno asumió el encargo que le confirió el Santo Padre al
nombrarlo pastor de esta gran Arquidiócesis de Santiago. Lo hizo, después de presentar
prontamente, como Moisés y Jeremías, las excusas de los profetas. En su testamento espiritual
expresa “Confieso humildemente haberme resistido para aceptar tan delicado cargo y de tanta
responsabilidad en los momentos difíciles que vivía el país, considerando mis pocas
condiciones para gobernar. Pero Dios lo quiso y así me lo manifestó el Santo Padre: ‘Es
voluntad de Dios y yo le pido que lo acepte’. Con santa angustia, lo confieso, pero agradecido
a Dios y confiando en el corazón del Hijo, el Amado, mi Maestro y Señor, acepté, rogándole
que Él trabajara, y ofreciéndole mi inteligencia y voluntad con todas mis limitaciones, pero
contento de poder servir. Fueron años muy difíciles, pero Dios sabe sacar provecho de
nuestras limitaciones.”
Si hubiera sido por él, habría continuado su obra en La Serena, donde había puesto
todo su corazón. Pero en la petición del Santo Padre reconoció el encargo misterioso de su
Señor. Fue acogido en este templo con un Te Deum. Y él, en vez de presentarse con un
discurso programático, optó por regalarnos una extensa plegaria. Ella reflejaba su fe y los
sentimientos más profundos de su propio corazón. Convencido de que "todo lo puedo en
Aquel que me conforta", hizo suyas las palabras de Salomón al comenzar su reinado, pidiendo
a Dios: "manda tu sabiduría desde tu trono de gloria, para que me asista en mis trabajos, y
venga yo a saber lo que te es grato" (I Reyes 3,9). Y más adelante pronunció con sus palabras
una petición que a lo largo de esos años se haría cada vez más realidad: "Señor, quiero mirar al
mundo con ojos sencillos, llenos de amor. Ser, como testigo tuyo, paciente, comprensivo,
humilde y bueno. Ver a cada hijo tuyo, tras las apariencias, como Tú mismo lo ves, para
amarlo como Tú mismo lo amas, y apreciar la bondad que en cada uno se encierra" (Plegaria
en el Te Deum).
Con su espíritu de hombre bueno, decidido a mirar la realidad y las personas que el
Señor le encomendare desde los ojos de Dios, y a amarlas desde su corazón, puso la mano en
el arado sin mirar atrás en tiempos de especial dificultad. Y atrás quedaban sus fecundos años
de Arzobispo de La Serena, donde había esperado concluir sus días de Pastor. Y más atrás
quedaban los años de primer Obispo de Copiapó, donde todos, también quienes no le habían
hecho fáciles sus primeros pasos, lo habían despedido con emoción. Y mucho más atrás en el
tiempo, aunque no en sus afectos, latían en su recuerdo los años de joven asesor de la Acción
Católica, de primer párroco de los Santos Ángeles Custodios, templo muy querido para
quienes se formaron en el viejo edificio de la calle Seminario, y sus años de formador de
futuros sacerdotes, amor primero que nunca languideció.
Ese viernes 10 de junio del año 1983 afloró en su espíritu nuevamente, pero ahora de
cara a nuestro país en tensión, el lema de su ordenación sacerdotal. Ya en 1937, así lo
confidencia en su testamento espiritual, había consagrado su “vida al ‘advenimiento del
Reinado de Cristo’ entre los hombres, que no es otra cosa que Justicia, Amor y Paz en la
Verdad”. Escuchando el latido del corazón enfermo de su pueblo, tendría que recurrir una y
mil veces a su Señor, y suplicarle con mucha fe: “Padre, …venga a nosotros tu Reino" en esta
patria y en esta iglesia en conflicto, y habría de concitar voluntades para que muchos
suplicaran y trabajaran con él en la edificación del Reino. Parecía una tarea imposible. En
efecto, estaban cortados los puentes del diálogo y la concordia, y comenzaba una ola de
fuertes protestas callejeras, enfrentadas con temor y dura represión. Sufría profundamente don
Juan Francisco por la amenaza que representaba la situación explosiva que anunciaba más
violencia, y sufría por la aflicción extrema que causaban las heridas y las muertes, tanto en su
corazón como en el seno de incontables familias. Nunca lo dejó indiferente el dolor de su
patria y de cada uno de sus hijos.
Se estremeció su corazón con la muerte del P. André Jarlán, quien cayó víctima de una
bala, que probablemente nadie le dirigía, mientras rezaba con la Biblia abierta entre sus
manos. Fue en una de esas ocasiones en que exclamó con voz fuerte una sentencia que más
tarde el Papa haría suya: "Chile tiene vocación de entendimiento y no de enfrentamiento".
Palabras proféticas, sentencia de sabiduría capaz de purificar el alma de Chile en medio de
tanto lodo y confrontación.
Movido por esa convicción y decidido a asemejarse a Él, le decía conmovido a su
Señor: "Tus pensamientos son siempre de paz, de unidad y de misericordia, y me parece
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escuchar tu deseo. [...] Tu voluntad, Señor, es de reconciliación, de paz, de amor
misericordioso en el don y en el perdón "(Plegaria en el Te Deum 10.06.83). Movido por esta
convicción, se dio a la tarea de buscar la comunión en su Iglesia y en la Patria. Así fue como
se dio a la obra de escuchar uno a uno, personalmente, a los líderes de las más variadas
corrientes de opinión que existían en el país, y de preguntarles qué estaban dispuestos a dar
por el futuro de la Patria, y a qué estaban dispuestos a renunciar como un acto de amor que
asegurara el futuro deseado. Grande sería la sorpresa de los mismos convocados, cuando en
una reunión con todos ellos, les leyó los acuerdos que él había oído de sus labios. Así nacía el
Acuerdo Nacional, reabriendo un diálogo que estaba cerrado desde antes de septiembre de
1973. Hoy es unánime el sentir de que fue un paso decisivo en la reconstrucción de una
convivencia nacional profundamente herida. La iniciativa de este hijo de Chile entre nosotros,
nos recuerda que Dios es el Señor de la Historia, y que nunca olvida a su pueblo.
Todo esto lo hizo posible, corriendo muchos riesgos, sufriendo incomprensiones y
humillaciones, y asumiendo graves responsabilidades, un Pastor que sólo quería seguir los
caminos del Evangelio, y se apoyaba, ante todo, en la confianza que tenía en su Dios, al que
rezaba sin interrupción; un Pastor cordial, acogedor y humilde, que a la vez era director
espiritual, amigo de los sacerdotes, pastor sencillo que visitaba campamentos, parroquias,
hospitales y escuelas, y que se angustiaba por un enfrentamiento inquietante entre chilenos,
cuyo desenlace era imposible predecir.
Pero no fue ése el único acuerdo que el Cardenal Fresno ayudó a gestar entre nosotros.
Es justo recordar en este día que el horizonte de su vida eran las promesas de Dios, sobre todo
nuestra vocación al amor y a la paz, en último término, nuestra vocación a la comunión en esta
vida y en el cielo. Por eso animó, y con mucho entusiasmo, otros diálogos: aquel con los
sacerdotes jóvenes, a los que reunía por grupos en su casa; el de empresarios y trabajadores; el
de distintas comunidades eclesiales. En su actuar siempre prefirió la persuasión a la palabra
dura, la paciencia al exabrupto, el respeto a la actitud autoritaria. Y cuando tuvo que tomar
decisiones enérgicas y hasta dolorosas, lo hizo con extrema delicadeza.
Pero no nos equivoquemos, los diálogos que impulsaba, las iniciativas que encargaba y
los acuerdos que lograba, tenían una sola raíz y una meta: una vida de acuerdo con nuestro
Padre Dios, impulsada por el Espíritu Santo e inspirada en el Evangelio de Jesús, su Maestro y
Señor. Lo alentaba a entregar su vida como el Buen Pastor, en esta dedicación bondadosa a la
vez que vigorosa de toda su persona a la construcción del Pueblo de Dios, su entrañable amor
a la “mamita Virgen”, como solía llamarla, aprendido en su hogar, sobre todo del espíritu
cristiano de su madre. Ella le había enseñado a seguir los misterios gozosos, dolorosos y
gloriosos de la vida de Jesús, recorriéndolos con María, su madre, mediante el rezo cotidiano
del santo rosario, aun en medio de sus cansancios.
El celo apostólico del recordado Arzobispo, que ya en el Consistorio de mayo de 1985
fue creado Cardenal, se manifestó en los múltiples campos del quehacer pastoral. No podemos
olvidar esas jornadas memorables que en el mes de abril de 1987 abrieron nuevos horizontes a
la esperanza, e hicieron aflorar los mejores sentimientos y valores de nuestro pueblo. Me
refiero a la visita del mensajero de la vida y peregrino de la paz, el Papa Juan Pablo II. Don
Juan Francisco alentó, guió e impulsó incansablemente entre nosotros su fecunda preparación
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evangelizadora, y acompañó al Santo Padre con su proverbial sencillez, recibiendo de él
múltiples muestras de aprecio y cercanía, particularmente el día de la beatificación de Sor
Teresa de los Andes en el parque O’Higgins. Seguramente se sorprendió al escuchar las
palabras de Juan Pablo II: “En este parque… quiero manifestar mi aliento y mi apoyo a los
esfuerzos a favor de la concordia por parte del Episcopado chileno; y en particular, al Pastor
de esta Arquidiócesis, el Señor Cardenal Juan Francisco Fresno, por sus apremiantes llamadas
a la pacificación y el entendimiento, y por su enérgica condena de la violencia y del
terrorismo.”
Pero sus oraciones ante el Santísimo lo llevaban a sintonizar no sólo con esta acción
pastoral, sino con muchos otros proyectos de Dios. Confiaba las iniciativas a sus
colaboradores – sacerdotes, laicos y religiosas – y delegaba en ellos su ejecución. Así, después
de trabajar con sus hermanos Obispos de Latinoamérica y el Caribe en las Conferencias
Generales del Episcopado latinoamericano, en Abril de 1989 lanzó las redes de la Nueva
Evangelización, a partir de un tiempo de renovación, continuando con un largo período
misionero, para culminar con el Sínodo de Santiago, que fue convocado por su sucesor, el
Cardenal don Carlos Oviedo, a quien recordamos con especial cariño. A ese impulso
misionero se remontan muchas iniciativas para evangelizar el alma de nuestra cultura.
En su corazón de pastor tenían un lugar privilegiado la pastoral vocacional y el
Seminario Pontificio Mayor de Santiago, cuna de los futuros sacerdotes; como asimismo la
Pontificia Universidad Católica, recuperando la iniciativa en el nombramiento de sus rectores,
y alentando numerosas iniciativas en la formación de profesionales comprometidos con Cristo
y con las necesidades del país. Viene a nuestra memoria su voluntad de crear la Fundación
Juan Pablo II, para ayudar a jóvenes con dificultades económicas a costear sus estudios. Su
capacidad de ganarse el favor y la contribución generosa de empresarios para obras sociales, lo
llevó también a preocuparse de los niños que nacen prematuramente, de los enfermos de Sida
en fase terminal, y de otras obras, que realizó silenciosamente, para que su inspirador
permaneciera en el olvido.
Concluida su misión episcopal, Monseñor Fresno siguió dándonos ejemplo de su
entrega al servicio del Señor. Su ardor interior por las cosas de Dios y de su pueblo lo impulsó
a no retirarse a un descanso que bien merecía. En aquel entonces, a comienzos de 1990, dejó
Santiago para instalarse en Melipilla y atender ahí la pastoral de enfermos y los hospitales de
la Zona Rural Costa. Hasta hace poco tiempo atrás, prestaba con entusiasmo otro servicio a los
más necesitados: ser Presidente de Caritas Chile. Junto con acompañar la labor directiva de
esta institución, hasta hace pocos días visitaba a los enfermos de Sida en la Clínica Familia
para darles consuelo y animarlos en la esperanza.
Sus últimos años los entregó generosamente, como siempre, a una comunidad cristiana,
esta vez en Lo Barnechea. Las jóvenes familias y sus hijos lo acogieron con filial cariño,
recibiendo en cambio, el apoyo y la sabia enseñanza de un padre y un abuelo, un pastor que,
con tantos años de vida y de apostolado, se multiplicó con la ayuda de sus colaboradores para
que todos vivieran cerca de Dios, avivaran su corresponsabilidad en la Iglesia y la sociedad, y
tuvieran vida en abundancia.
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Al hacer la semblanza de un pastor bueno, es fácil quedarse en la enumeración de sus
obras, de sus iniciativas y proyectos. Pero así como él comenzó su ministerio en Santiago con
una oración y no con un discurso, en esta hora solemne queremos agradecerle Dios, nuestro
Padre, por las horas en que Él se acercó a su hijo Juan Francisco, bendiciéndolo y haciendo
brillar su rostro y su favor sobre él, y de corazón darle las gracias por haber abierto el oído y el
corazón de tantos para acoger su mensaje. Entre esas bendiciones, no podemos olvidar el
apoyo la cercanía de todos sus familiares, y menos aún el don de esa fe tan sólida, recibida en
su hogar y cuidada especialmente por su madre. En todo su ministerio estuvo presente su
recuerdo y el de nuestra madre, La Virgen del Carmen, a quien él nombro “Madre de la Nueva
Evangelización" (Santiago, 16.07.89).
Invocando la intercesión de la madre de Jesús, de sus santos patronos Juan y Francisco,
del Apóstol Santiago, patrono de nuestra ciudad y de nuestra Arquidiócesis, de Teresita de Los
Andes, del padre Alberto Hurtado, de Laurita Vicuña y de todos nuestros hermanos los santos,
pedimos a Dios la gracia de que en este día el Cardenal Juan Francisco Fresno escuche de sus
labios la palabra más esperada por el alma de un discípulo de Cristo: "¡ven, siervo bueno y
fiel: entra en el gozo de tu Señor!".
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