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LA ESTRELLA Y EL GRILLO Ángela C. Ionescu (Rumania) ─Ya eres mayor y puedes quedarte solo en casa ─le habían dicho antes de marcharse. Él se había quedado callado, los había mirado a todos sin saber si bromeaban o hablaban en serio, sin creerse todavía que iban a marcharse y dejarle. ─No tendrás miedo, ¿verdad? ─No. Solo había podido contestar eso, una sola palabra, porque no quería que le temblara la voz y porque prefería tener los dientes apretados, igual que tenía los puños dentro de los bolsillos de los pantalones. ─Es que no hay por que tener miedo. La casa es la de siempre. Pero la casa no era como siempre. Estaba vacía y silenciosa, llena de muebles y cosas sin vida, llena, pero solitaria y muy triste. ─Eres un buen chico ─le habían dicho al final, y luego le habían besado todos, uno por uno, antes de irse. Se habían despedido así, como si fueran a faltar mucho tiempo, como si fueran a marchar muy lejos, como si ya no fueran a volver. ─No soy mayor ─susurró el niño─. No bastante mayor. Pero aunque solo había sido un susurro, su voz sonó tan extraña en la casa, sin nadie, que se calló enseguida. Después se fue a otra habitación para ver si allí era distinto. Era la habitación de su hermano mayor; sus cosas estaban dispuestas como de costumbre, los libros de estudio encima de la mes, y la radio y los cascos; en un rincón , la fotografía de los de su clase, su hermano en la última fila, con los más altos, como siempre. Y todo estaba igual de quieto, todo parecía abandonado, ¡Y había tanto silencio! Se le ocurrió encender la radio y el estallido de la música fuerte y chillona le asustó y le pareció que se metía allí sin tener derecho, así que la apagó enseguida. El comedor estaba ordenado, las sillas colocadas muy derechas, en sus sitios, la suya al lado de la de su madre, la de su padre algo más separada de las demás. Encima de la mesa estaba el jarrón con flores blancas y amarillas. El niño se acercó a olerlas y se sintió un poco más contento. Las flores olían muy bien, sobre todo las blancas, y eran alegres. El reloj de la pared movía, indiferente, su péndulo, a un lado y a otro, y al niño le pareció tan machacón que lo miró con rabia. Se fue después a la cocina, que era uno de los lugares que más le gustaban de la casa: solía haber olores apetitosos, cosas buenas por los platos, y voces y risas, unos que entraban y otros que salían porque todos, cuando llegaban a casa, iban primero a la cocina, y antes de marcharse, también solían pasar por allí. Pero la cocina estaba oscura, no había ningún olor ni ningún sonido. Encendió la luz, pero no vio platos con cosas buenas. Todo estaba recojido y limpio, todo guardado en los acajones y en los armarios. ─Parece como si no viviera nadie aquí ─murmuró el niño─ . Parece como si todos se hubieran marchado hace mucho tiempo. Apagó la luz y se fue al cuarto donde solía trabajar su padre. Miró las cosas que tenía encima de la mesa y que tanto le gustaban: el tintero antiguo, la bandeja con lápices y plumas, los sujetalibros de bronce con las cabezas de dos indios, el abrecartas de marfil y, sobre todo el pisa papeles de cristal con extraños dibujos dentro. El calendario estaba en la hoja de tres días atrás, pero el niño sabía que no debía tocar nada, así que lo dejó y salió. Fue recorriendo muy despacio el pasillo, intentando convertirlo en un largo paseo, y por fin llegó de nuevo a su habitación. Abrió la puerta y en cuanto entró, lo vio. Estaba sentado en su silloncito favorito, mirando hacía el cielo estrellado que se veía por la ventana. Tenía encima de la ventana el libro de cuentos que más le gustaba y sujetaba con una mano el muñeco de madera algo descolorido y mordisqueado que había sido su primer juguete y el que más había querido. 2 Cuando el niño cerró la puerta, el otro se volvió, le miró y sonrió. Era una sonrisa que le pareció haber visto muchas veces, una sonrisa que le hizo sonreír a él también casi sin darse cuenta. ─¿Cómo has entrado? ─pregunto el niño. ─Estaba aquí. ─¿Desde cuándo? ─No sé. ¿Y tú? ¿Desde cuándo estás aquí? ─Pues… desde siempre… no sé. ─Ya lo ves. El niño se acercó un poco más y le miró mejor. Le parecía que lo conocía., que le había visto otras veces y también que le había oído hablar, pero, por otro lado, estaba seguro de que era la primera vez que le veía y le oía. Le parecía que le recordaba, pero no sabía de qué, ni de cuándo, ni de dónde. ─¿Qué hacías? ─Te estaba esperando para enseñarte como brilla hoy la estrella. El niño lo sabía: era la estrella de luz verdosa que se veía justo en el ángulo de la ventana. ─¡Ah! ─dijo mientras se asomaba para verla─. Es mi estrella preferida. ─Claro ─contestó el otro─, ya lo sé. También para mí es la mejor. Lo mismo que éste es el libro más bonito y este muñeco, el que más quiero. ─¿Igual que yo? ─Sí. ─Fue mi primer juguete. ─Ya. Y el mío. Yo también he jugado mucho con él. ─¿Cuándo? ─Cuando jugabas tú. ─¿Sí? ─Sí ─dijo el otro y volvió a sonreír igual que antes, y el sonrió inmediatamente también. Luego el niño dijo: ─Se han ido todos y me han dejado… 3 Iba a decir “me han dejado solo”, pero se paró antes. ─Sí, nos han dejado. ─Dicen que ya soy mayor. ─No somos mayores… todavía. ¿Verdad que no? ─¡Claro! Pero ellos no lo saben. Puede que no. Muchas veces no saben las cosas, o se creen cosas que no son, y otras que son no se las creen. ─¡Es verdad! ─casi gritó el niño. Después se sentaron los dos juntos en el mismo sillón y se quedaron mirando la estrella de brillo verdoso largo rato, en silencio. Fuera, en algún lugar no muy lejano, empezó a cantar un grillo, primero muy tímidamente, solo cri-cri de vez en cuando, luego con más fuerza y más seguido, luego más y más. Y el canto del grillo era como la voz de la estrella, como si ella, de alguna manera, por tanto mirarla, hubiera bajado hasta ellos un poco. Los dos escuchaban con los ojos puestos en los destellos, con la respiración algo contenida para no perder un sonido, intentando entender, entender… Al fin el otro suspiró suavemente y dijo en voz baja: ─¡Cuántas veces la hemos mirado desde esta ventana! Y siempre es diferente. ─Sí ─contestó el niño. Luego se quedó se quedó un momento pensativo. Después de un rato dijo: ─Así que tú la mirabas conmigo… Estabas aquí… Y el niño suspiró de pronto, con ganas de reír, o de cantar o de gritar muy fuerte, un grito muy agudo. Salió de la habitación y echo a correr por el pasillo. El otro le siguió también corriendo y el ruido de sus pasos era como el eco de los suyos, y los dos rieron y cada risa era como el eco de la otra porque eran iguales, y los dos terminaron jadeando y la respiración de uno era como la del otro repetida. Volvieron saltando sobre un solo pie a la habitación y se sentaron a leer el libro de cuentos preferido. Cuando llegaron al dibujo del puente sobre un río que brillaba con la luz de la luna 4 escondida detrás de los árboles, a los dos se le cerraban los ojos. Se acostaron y el niño apagó la luz. Desde la cama, poniendo la cabeza un poco torcida sobre la almohada, aún se podía ver la estrella; todavía a se oía el canto del grillo. Cuando todos los demás volvieron a casa, fueron a ver al niño y sonrieron al verle dormido. Pero no vieron que estaba abrazado a otro niño, los dos con las cabezas muy juntas, algo ladeadas sobre la almohada. 5