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Álex Covarrubias Valdenebro* Cada que viajo y regreso a Hermosillo por vía aérea me solazo en contemplar nuestra ciudad enclavada en medio del desierto. Me admira su perfil enhiesto en medio de una planicie agreste, choyuda y bramante bajo la canícula del sol frente a la que hasta las piedras lloran cuando llega el verano. Me brotan siempre las mismas interrogantes sobre los hondos motivos de aquellos, bravos aventureros, que tuvieron la ocurrencia de fundar sus asentamientos en estas llanuras. Sé lo que la historia registra. Los motivos de unos españoles facinerosos para levantar el Presidio de San Pedro del Pitic, proteger los intereses de la Corona, y poner un dique a los aguerridos seris y tepocas que de tanto en tanto se olvidaban de matarse entre sí para darles una raspada a los ventajosos ibéricos. Sé también que ahí enseguidita estaba el Río Sonora, alentando la ilusión de albergar vida eterna para humanos, animales, huertos y tierras cultivadas por igual. Mientras que del otro lado estaba el mar –aunque con sus indios orgullosos e intocables– con su promesa de peces abundantes para los días de infortunios diluvianos buenos para alimentar a los diluvianos infortunados que son la mar de los hombres hambrientos. Seguro que nadie pensó entonces que a la vuelta del tiempo el desierto podría terminar por secarse –tanto por motu propio como por la agresión desproporcionada de los herederos sucesivos de aquellos mismos hombres–, poniendo un ultimátum a la vida toda construida sobre sus arenas y suelos arcillosos. Bueno sí aún hoy día, tres siglos después, nadie parece darse por enterado de ese ultimátum, sería estúpido reclamar de aquellos fundadores su carencia del sentido de la previsión. En todo caso, ahora que el cambio climático y el calentamiento de la Tierra pueden anticipar el fin de aquella aventura que por las buenas (el Jesús crucificado en la boca) y por las malas (la espada por delante) cruzó a nativos y españoles, es fácil decir que todo fue un error. Hermosillo fue un error histórico, estamos en el lugar equivocado: “Hermosillo es el ejemplo de una ciudad que nunca debió haber existido”, dijo a EL IMPARCIAL –para su serie de reportajes extraordinarios sobre el calentamiento y el cambio climático– el ingeniero Jesús M. Sortillón de la Unison. El lenguaje puede sonar a exageraciones, pero será un lenguaje al que en lo sucesivo tendremos que acostumbrarnos si hemos de prestar los oídos necesarios a las estragos presentes y a las consecuencias (im) previsibles del alza en temperaturas y lluvias, la elevación del nivel del mar y la desertificación de extensas zonas del planeta. En agosto del 2005 el alcalde y los dirigentes políticos de Nueva Orleáns se adentraron en un debate que se habían negado a sostener. Su título: El error de haber edificado y mantener una ciudad cuya superficie descansa en un 70% por debajo del nivel del mar. Los especialistas tenían décadas advirtiendo de los riesgos de semejante ubicación, estando en el centro de una zona de desastres naturales. Nadie los había escuchado. Fue preciso que llegara Katrina (el sexto huracán más fuerte desde que hay registros), y azotara Florida, Bahamas, Luisiana y el Misisipí produciendo el más grave desastre natural en la historia de los EUA, para que se les prestara atención. Los tsunamis asiáticos, antes, dieron los más severos llamados de alarma. Ha llegado el momento de tomar las cosas en serio. Pero como de costumbre (lazando mulas y jugando a la política, en el mejor de los casos; inmersos en la promoción de los “hábitos de las gente exitosa” y en el jaripeo de los chicos Tecate, en el peor), las voces y las entendederas nos llegan tarde. Peter Levene, CEO de Lloyd, el mercado de seguros más grande del mundo, ha dicho que –desde ya– las personas y firmas que no muestren diligencia en proteger sus patrimonios del calentamiento global, tendrán dificultades en recibir coberturas. El Center for International Earth Science Information Network de Columbia University, se adelantó a las conclusiones del panel de expertos de Naciones Unidas para estudiar y distinguir a los ganadores y los perdedores del cambio climático. Sus resultados no sorprenden en absoluto. Los países perdedores serán los pobres de toda la vida; Sierra Leona, Bangladesh, Somalia, Mozambique, etcétera, más cualquier cantidad de países de América – empezando con México–. Los ganadores: Noruega, Finlandia, Suecia, Suiza, Canadá, los EUA, más los países desarrollados y educados que usted quiera agregar. Newsweek dedicó su último número de abril a analizar las perspectivas mundiales de los mismos fenómenos, mostrando personas, firmas y aun países que ya se preparan para adaptarse al cambio climático, tomar decisiones y hacer fortunas de lo que serán las desgracias de los que “nacieron por error” o se mantuvieron en la inacción de la más supina ignorancia. Por ejemplo, mientras las playas de España o del Norte de México se hagan insoportables por el calentamiento, las del Báltico e Islandia florecerán por el mismo fenómeno. En igual sentido, mientras las vinaterías de California y de la Costa de Sonora se secan, podrán florecer las de British Columbia. En fin, que los países y sociedades aferrados a un campo idílico, al comercio tradicional y a la pobreza material y mental tendrán todo para perder, en tanto países y sociedades en las fronteras del conocimiento, las tecnologías, el turismo y la aplicación de energéticos “limpios” tendrán todo para ganar. ¿Dónde están los foros, donde los políticos y funcionarios, especialistas y empresarios de nuestras tierras que evalúen y tomen las decisiones que se requieren? ¿Será necesario esperar a que comprobemos que no sólo Hermosillo sino todas nuestras ciudades costeras (de San Luis a Huatabampo) fueron un “error” antes de actuar? Si es así, entonces será seguramente demasiado tarde. Aprenderemos por esta vía que el problema de fondo no fue el calentamiento ni el cambio climático de la tierra. Fue nuestra pobreza y pereza humana en todas sus acepciones.