Download MORIR ANTES DE MORIR El filósofo Montaigné tiene una frase

Document related concepts
Transcript
MORIR ANTES DE MORIR
El filósofo Montaigné tiene una frase sumamente sugerente: “Quien enseña a un
hombre a morir, le enseña a vivir”. Pero realmente quien esto suscribe no está muy de
acuerdo con la frase del filósofo francés. Nadie, realmente, puede enseñar a alguien a
morir porque esa experiencia no se vive dos veces y si hemos de confiar en la
biología, ningún muerto ha vuelto a la vida para poder convertirse en maestro de los
vivos.
Dicho esto, os ruego que disculpéis mi osadía de hablar de la muerte sin tener
experiencia de ella, porque es obvio que no me he muerto todavía.
Así pues, lo único que puedo compartir con vosotros es tanto lo que cuenta el
budismo acerca de la muerte como cuál sea mi experiencia como ser vivo de este
asunto de morirse.
Para centrar el tema debo hacer referencia a tres modos de entender el sentido de la
vida en la sociedad actual. Hay más, pero en resumen se podría señalar estas tres
como las actitudes más comunes. A saber:
–
Existe una visión de la vida donde todo lo que sucede viene determinado por
un plan divino, de manera que el problema del hombre sería que no llega a alcanzar el
sentido de este plan porque le falta perspectiva. No tiene capacidad de ver todo, su
visión es reducida y lo que pudiera parecer un mal a veces no lo es, visto desde una
perspectiva más amplia. Simplemente es el resultado de su ignorancia e incapacidad
de comprender ese plan divino. Según esta idea todo sigue un plan. El caos no es tal y
aunque no lo sepamos reconocer estamos sostenidos por la mano del Creador, quien
un día alentó la vida en nuestra alma y un día nos señalará el final de ese trayecto
para que vivamos eternamente en otro mundo.
–
Frente a esta visión, el materialismo indica que el hombre es por azar que llega
a este mundo y tiene los pasos contados porque otro día desaparecerá para volver a la
nada de donde salió un día. La vida sería un corto paseo con un principio y un final
sin solución de continuidad. No hay plan. Todo es producto del azar y la necesidad.
–
Y junto a las anteriores está la visión que dice que realmente uno ni nace ni
muere, que uno no puede morir porque nunca ha nacido. Uno es simplemente una
manifestación, temporal y específica, de una cosa a la que llamamos de muchas
maneras pero que se podría concluir con un sólo término: UNIDAD. Todo sería una
maravillosa continuidad en el torrente único de la vida. Cada quien es una
manifestación de esa UNIDAD, de un océano que contiene todo. No hay, por tanto,
dualidad en esta perspectiva. Así pues, esta manifestación temporal que somos cada
uno de los seres humanos, debe aspirar a que la energía de los actos que le sobrevivan
sea lo más positiva posible en este aparente existencia individual, antes de pasar a ser
una nueva manifestación de esa única y maravillosa corriente de vida.
Para resumir, estoy hablando de tres grandes concepciones religiosas o filosóficas: el
monoteismo de judíos, musulmanes y cristianos, el ateismo de las filosofías
materialistas y el budismo.
Me toca presentar qué es la muerte para el budismo.
El maestro budista que más me ha impresionado por su sencillez y a la vez
profundidad a la hora de plantear el tema de la muerte es el maestro zen vietnamita y
residente en Francia Thich Nhat Hanh.
En su libro “La muerte es una ilusión” nos dice que esta no existe como tal sino como
producto del engaño de nuestros sentidos, Nuestra visión es una visión errónea,
comprensible desde la apariencia superficial pero que se sostiene difícilmente si
adoptamos una visión más profunda. Hay una aparente dualidad de nacimiento y
muerte pero si miramos con atención profunda, si logramos traspasar las capas más
superficiales de la realidad nos damos cuenta de que no podemos morir por la misma
razón de que nunca hemos nacido. Nacer implica un principio, pero ese principio es
una particular forma de ver las cosas.
Hay un koan ( frase de un maestro zen dirigida a un discípulo para romper su lógica
inmediata y ayudarle a saltar la barrera de la apariencia) muy significativo a este
respecto: “¿Cuál era tu rostro antes de nacer?” Este koan pone el dedo en la llaga en
una cuestión que a todos nos trae de cabeza. Si contestas que no tenías ningún rostro,
que no existías ni aún en el pensamiento de tu madre estás afirmando que de la nada
puede surgir algo. Y si preguntamos por la muerte tampoco se puede decir que algo
desaparezca absolutamente. Lavoissier, el físico francés, ya dijo que la energía (y
somos energía) ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.
El maestro, con este koan, quiere que su discípulo transcienda los conceptos del nacer
y del morir. ¿Cuál era mi rostro, vuestro rostro antes de nacer? ¿De la nada llegó a ser
algo? ¿No era, acaso, ese rostro el rostro del agua, del sol, del carbono, de las
múltiples generaciones que me precedieron?
¿Acaso no es cierto que si elimino cada uno de estos elementos en mi, de mi supuesta
identidad, no quedará absolutamente nada? Quitando cada uno de los elementos que
me constituyen ¿dónde quedo yo?
En la apariencia más inmediata parece que se confirma la existencia de entidades
separadas, aisladas unas de otras; entidades individuales sin solución de continuidad
entre ellas. Pero en un plano más profundo, si miramos más allá de la apariencia nos
damos cuenta de que nada es sin que lo otro sea, que “esto es porque aquello es”
como dijo Buda. La existencia de una hoja de árbol implica la existencia del
universo entero
Para el budismo cada dharma, es decir, cada realidad fenoménica, está vacía de un ser
separado del resto. No tiene entidad por sí misma. Ese es el sentido de la vacuidad en
el budismo. Cuando dejamos de manifestarnos bajo una forma, no desaparecemos.
No desaparecemos porque nunca podemos decir que seamos esa realidad y es
únicamente esa realidad aparente la que deja de manifestarse (o, como decimos
vulgarmente, esa realidad muere). Cuando la hoja del árbol cae, eso no significa el
final del árbol. Reconvertido en abono, volverá la hoja a fluir por las venas del árbol
nutriendo con su savia la nueva vida, las nuevas hojas. Porque de nada no puede salir
algo ni de algo se puede llegar a ser nada. ¿No es cierto que en el pan y el vino de la
Eucaristía está contenido el universo entero? ¿No se han reunido el sol, el agua de la
lluvia, la tierra, el labrador, el panadero, el transportista para hacer realidad esa
presencia? ¿Seguirá el pan ahí si le quitamos todos esos elementos que lo constituyen
como tal? ¿Dónde estará el pan entonces?
Esa misma intuición de vacuidad existe en el Islam. A mi me resulta muy sugerente
que el mihrab sea un espacio vacío, que a la vez lo contiene todo.
Por tanto, y ahora viene a colación el título de la charla, morir antes de morir es, para
el budismo, la capacidad de transcender los conceptos de vida y muerte.
Contemplarlos como una ilusión que esconde una realidad más profunda: siempre he
estado aquí, y siempre estaré. No soy un ser absolutamente separado del resto. Soy
uno con todo lo que fue, es y será. No hay dos; yo y lo otro. Solo hay UNO.
Pero esto hay que reconocerlo con el tuétano de los huesos. No basta con saberlo
intelectualmente. Hacerlo carne de su carne y hueso de su hueso es el desafío del
meditador y esta es su práctica más genuina: aprender a desidentificarse del yo,
aprender a soltar todas las nociones que le separan y dividen.
Los tres sellos que indican que una enseñanza es genuinamente budista son: la
ayoidad (no hay un ser separado, no hay un yo separado del resto), la impermanencia
(no hay nada que sea eterno, todo fluye y está en constante cambio) y el nirvana (el
interser de todas las cosas. Las olas no existen independientes del océano).
Esta es la práctica más profunda en el budismo: mirar más allá de la realidad aparente
para darnos cuenta de lo que verdaderamente significan el nacimiento y la muerte y al
transcender las nociones del nacer y el morir poder comprender quiénes somos en
realidad. Eso significa liberarnos del miedo, de ese miedo que atenaza al pequeño yo,
ese a quien nos hemos empeñado en constituir como la base y piedra angular de
nuestro ser y con el que estamos tan intensamente identificados.
Parece que estuviéramos condenados a defenderlo a toda costa, aun a riesgo de
nuestra propia salud física y mental hasta que por gracia o por mérito aprendemos
que al mismo tiempo que la muerte es una ilusión, también lo es el yo. Aquello que
hemos instituido como nuestra más genuina identidad se revela ahora como una
formación mental más sin el aura de autoimportancia con que se pavoneaba.
Yo no puedo morir porque nunca he nacido. Cuando dejen de darse las condiciones
necesarias, dejaré de manifestarme como quien ahora soy y eso no significará que
haya dejado de existir. Seguro que existiré bajo una manifestación diferente. Es lo
que los antiguos hinduistas y budistas expresaban en el mito de la reencarnación.
Quisiera concluir con un texto de mi maestro, ya casi nonagenario, quien ante la
insistencia de sus discípulos por retener las cenizas de su actual manifestación tras su
muerte dijo: “Cuando muera, no quiero que construyáis una estupa y pongáis mis
cenizas dentro de ella. No me gustaría. Es un desperdicio de tierra. Pero si insistís en
construir esa estupa, os dejo una línea para inscribir sobre ella: “No hay nada aquí
dentro”. Y si seguís insistiendo, os dejo otra línea más: “Tampoco hay nada afuera”.
Y a un servidor, que ni por asomo se ha enterado ni de la mitad de la película todavía
y no le llega a su maestro ni a la suela del zapato, le gustaría despedirse con la guasa
de mis ancestros trianeros: “Ni me voy, ni me quedo... ustedes verán qué se puede
hacer conmigo”.