Download Una nueva ontología del vínculo social

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Pensando más allá del modelo estándar: una nueva ontología del vínculo
social.
La obra de E. Durkheim ilustra magistralmente algunos de los compromisos más
discutibles de eso que la PsE ha denominado ME de las ciencias sociales. Ni las
presuposiciones ontológicas hacia las que deriva el realismo durkheimiano, ni la forma
en que, en consecuencia, se piensan los procesos de socialización en tanto que procesos
de interiorización y construcción de la conciencia, son compatibles con lo que la
evidencia empírica actual pone de manifiesto. Realmente ni siquiera son necesarios.
La ontología social que subyace al Modelo Estándar necesita una profunda
reconceptualización que supere las paradojas derivadas de los binarismos clásicos: del
holismo al individualismo, de la estructura a la acción, del agente al actor, de lo micro a
lo macro, de lo cuantitativo a lo cualitativo, del hecho al proceso, de la conducta al
discurso, de la producción a la reproducción. El dualismo encriptado en la teoría social
exige una refundación que alcance a presentar esta mistérica naturaleza bipolar de lo
social como el efecto de una deficiente estrategia conceptual y explicativa. Para poder
afrontar esta tarea es necesaria una nueva contorsión de la actitud natural, un
extrañamiento que nos distancie del modo en que lo social nos es dado como factum,
tanto en nuestra experiencia cotidiana como en el elaborado saber científico. Para
abandonar de una vez por todas esta suerte de indeterminación cuántica –que nos obliga
a elegir entre retratar la estructura o comprender la acción, explicar la reproducción de
las formas sociales o presenciar los magmáticos hervores a través de los cuales se
genera el (micro)tejido social, etc.- no hay otro camino que el que pasa por repensar
radicalmente esa realidad y negar su facticidad, tal y como ésta ha sido considerada por
la tradición.
Creemos que para llevar adelante esta tarea resulta insustituible una adecuada
comprensión de la naturaleza humana. Si las ciencias sociales desean superar las
antinomias y paradojas que afloran en el seno de sus tradiciones, deben negar la mayor
y aceptar que aquello que se percibe como regularidad, orden y reproducción puede ser
explicado sin necesidad de hipostasiar la cultura o la estructura social con los caracteres
de la sustancia. Que no es necesario atribuir a tales instancias extraordinarios poderes
configuradores de las conciencias de los individuos o que lo que se manifiesta como
regularidad, homogeneidad e identidad grupal o diferencia intercultural es un efecto
solidario de nuestra arquitectura mental (poderoso efecto cuando actúa desde y sobre un
cerebro como el nuestro), de la dinámica poblacional de las representaciones (públicas y
privadas, en terminología de Sperber), del funcionamiento de la cultura como sistema de
herencia y de los efectos del aprendizaje bajo las modalidades del Homo suadens.
En esta tarea de reconceptualización, resulta de la mayor importancia someter a una
profunda transformación nuestra representación del vínculo social. Éste debe ser, a
nuestro juicio, el punto de partida. Las ciencias sociales se encuentran atravesadas por
una equivocada consideración del individuo. Consiste este error en asumir una
concepción atomística que se reproduce tanto en las tradiciones individualistas, en las
que el origen de lo social se concibe como resultado no pretendido de la actividad de la
mónada-sujeto, como en las tradiciones holístas y colectivistas, en las que el individuo,
como realidad primera y bruta, es configurado por el organismo social mediante sus
pregnantes potencias socializadoras. En todos esos casos, el individuo es pensado como
átomo, como realidad radical. Bien sea para construir lo social desde la soledad de la
individualidad monadológica, bien sea para ser construido y domesticado por el
organismo social, el individuo es representado siempre como punto de partida desde el
que dar cuenta de la facticidad social.
Nosotros creemos que ésta es una concepción viciada de origen, pues ese individuo –el
individuo monádico del individualismo tanto como el individuo materia prima del
culturalismo colectivista- no es real. La exploración de la naturaleza humana, como ya
intuyeran muchos pensadores ilustres, pone de manifiesto, elocuentemente, que el ser
humano es un ser constitutivamente proyectado en sus relaciones sociales –hacia ellas y
desde ellas. Sin embargo, esta expresión posee hoy un significado más preciso que
nunca. Nunca hemos estado en mejores condiciones para comprender qué significa el
dictum aristotélico según el cual el hombre es un ser social. Nuestra socialidad, aquella
que es constitutiva de nuestra naturaleza, posee un perfil bien marcado por nuestra
filogenia y dista bastante de las idealizaciones que filósofos y científicos sociales han
hecho de ella. Y, sin embargo, es indispensable para comprender al hombre y su cultura.
La socialidad humana, como la de otros primates, nos remite a la red de relaciones
sociales que vehiculan y hacen posible la ontogenia, los procesos de aprendizaje y las
estrategias de cooperación que tienen lugar en el seno del pequeño grupo. Esta
socialidad originaria debe ser pensada como una tupida red de relaciones de
aprendizaje y cooperación, emocionalmente muy intensas y cuantitativamente
limitadas, que se extienden articulando pequeños grupos de individuos, muchos de los
cuales se encuentran, además, unidos por vínculos de parentesco. Esas redes de
relaciones consisten, ante todo, en la articulación de innumerables procesos de
aprendizaje social y en la organización de las formas de cooperación características de
nuestra especie. De acuerdo con los hallazgos presentados en las secciones anteriores,
nuestra socialidad, no está mal recordarlo, no procede de ninguna superioridad
ontológica, moral, estética o religiosa de la vida cooperativa sobre otras formas de vida;
ni siquiera de una superioridad biológica. Nuestra socialidad es el resultado contingente
de nuestra filogénesis, un proceso en el que la transmisión cultural como estrategia
adaptativa (una cultura que funciona como sistema de herencia, que permite la
acumulación de saberes y prácticas adaptativos entretejidos con otros claramente
neutros y maladaptativos) se encuentra asociada a una ontogenia ralentizada que
necesita e incentiva el vínculo familiar, a un sistema nervioso costoso, complejo y muy
potente y una predisposicón para el aprendizaje social que requiere de intensas
microinteracciones sociales.
Nuestras relaciones sociales juegan un papel trascendental pues en ellas tiene lugar el
aprendizaje de cualesquiera contenidos y representaciones bajo las distintas
modalidades locales del Homo suadens: tomar como bueno, bello o verdadero aquello
que es transmitido como tal y considerar que el bienestar que experimento cuando me
ajusto en mis practicas a lo aprendido, o el malestar que me invade cuando no lo hago,
son el resultado de la bondad, belleza y verdad de mis actos y no de los efectos que
sobre mi mente ejerce la carga emocional encriptada en el aprendizaje, una carga
emocional cuya fuente es, a la vez, cognitiva y social, universal y contingente,
necesidad y azar.
La exploración, la imitación, el descubrimiento y la enseñanza que incesantemente
tienen lugar en el medio cultural se encuentran entrecruzadas por poderosas asimetrías
valorativas (asimetrías producidas por los dos generadores de valores y preferencias de
los que estamos provistos, el sistema evaluador que reside en la parte más antigua de
nuestro cerebro como guía para el aprendizaje individual y el más reciente y singular
que se articula sobre la aprobación y reprobación a las que nos someten los otros). La
plasticidad de la naturaleza humana como alter ego de la diversidad y facticidad de lo
social, esa potencialidad cuasi infinita que con tanta sensibilidad han retratado las
ciencias sociales, tiene un significado biológico preciso que estamos en condiciones de
comprender, por primera vez, en toda su magnitud. Las formas de aprendizaje social
más característicamente humanas se producen como consecuencia de y mediante una
descarga emocional que nos hace percibir una realidad con relieves y aristas, una
realidad profundamente asimétrica. Mediante nuestras propias impresiones placenteras
y displacenteras, pero también mediante nuestra disposición a incorporar el juicio
valorativo de los otros como parte esencial de nuestra propia valoración, percibimos los
objetos, las prácticas y las creencias, propias y ajenas, cargados de valores. Estos
valores, a veces, se refieren a dimensiones utilitarias y pragmáticas; otras, a juicios no
reducibles a criterios de utilidad, pero en todo caso son resultado de una mecánica
cognitiva seleccionada por sus rendimientos adaptativos.
La carga valorativa que acompaña todo acto de nuestra conciencia es, antes que
característica de una clase social, de una profesión o de un credo, consustancial a
nuestro aprendizaje. Las ciencias sociales han sido perfectamente conscientes de la
presencia de esta carga valorativa y han identificado las intensas afinidades entre
creencias, prácticas y valores; estas afinidades han sido pensadas por las disciplinas
sociales bajo las formas del ídolo y el prejuicio, la ideología, los intereses de clase, la
falsa conciencia, las epistemes, el habitus o el imaginario colectivo. El científico social
ha percibido nítidamente el vínculo que liga creencias, prácticas y valores,
comprendiendo, además, que estos últimos no sólo se manifiestan como entidades
abstractas, en tanto que propiedades objetivas de las cosas, sino también, y quizás antes,
como sensaciones fisiológicas, como cambios en el metabolismo, como reacciones
viscerales, como valores corporalizados (in-corporados). Así lo hace Durkeim, por
ejemplo, al estudiar las efervescencias colectivas que tienen lugar en los fenómenos
religiosos y así lo señala constantemente Bourdieu al enfatizar cómo el habitus,
estructura estrucurante, no puede reducirse al ámbito de la conciencia o el concepto,
pues penetra toda nuestra experiencia corporal como sistema de disposiones y esquemas
perceptivos, motrices, sensitivos y de preferencia.
Sin embargo, llegados a este punto, el científico social y el humanista han deslizado sus
análisis por dos escurridizas suposiciones, cargadas de peligroso sentido común, a
saber: a) que la causa del valor de las cosas reside en ellas (objetivismo) o en lo que
ellas representan (sociologismo); que lo que alimenta el bienestar o el malestar que
vivencia el individuo cuando actúa, siente y cree es algo que pertenece y procede de lo
que la cosa es o representa; que los vínculos que enlazan, en cada caso, esa tripleta creencias, prácticas y valores corporalizados- poseen una objetividad independiente de
la que le confieren los propios procesos de aprendizaje; b) que puede existir alguna
forma de creencia o práctica cuyo contenido, una vez segregado, pueda ser considerado
analíticamente y valorado al margen de las sinergias que el sujeto experimenta en
contacto con ese mismo contenido como tal y las prácticas y valores con los que se ha
asociado en el aprendizaje1.
1
Evidentemente, tales operaciones analíticas pueden hacerse y se hacen constantemente. Lo que nos
preguntamos es por el sentido material y emocional que tienen y por su limitada validez, que no alcanza
Ejemplo: la experiencia religiosa, con sus características voluptuosidades y pesadillas,
tiende a ser percibida por sus practicantes en términos del poder psíquico de entidades
como Dios o lo sagrado (1) o,- lo que a fin de cuentas resulta ser una variante-, de los
no menos pregnantes poderes constructivistas de la Ideología o el Imaginario (2).
De acuerdo con la reconstrucción de la filogénesis de nuestras habilidades para el
aprendizaje social, sabemos que los contenidos de lo aprendido, los contenidos de
nuestras creencias y prácticas, son tan sólo una de las tres patas sobre las que descansa
cualquier proceso de aprendizaje y que, desde un punto de vista funcional y empírico,
cualquier contenido se aprende de la misma manera y se reviste de los mismos anclajes
emocionales y valorativos. Es más, dada la pasmosa disparidad y contradicción que se
proyecta sobre los contenidos de los sistemas de creencias y valores resulta muy
plausible la conjetura de que, precisamente son éstos, los contenidos, el eslabón más
débil de la cadena en nuestra economía cognitiva. ¿Cómo, si no, podemos dar cuenta de
la adhesión con que nos entregamos a toda clase de creencias y prácticas disparatadas?,
¿cómo explicar, si no, el extraordinario bienestar del que parecen disfrutar quienes se
entregan a credos y comportamientos manifiestamente contradictorios, burdos, falaces
o inmorales –pues así nos parecen muchos de ellos?, ¿cómo entender las razones (¿?)
que avalan las conversiones de quienes se creyeron (sintieron) en un tiempo defensores
del amor libre para abrazar más tarde la más exquisita ideología conservadora, quienes
fueron valedores de una fe nacionalista radical para militar después, con la misma
energía, en las filas del cosmopilitismo antinacionalista o quienes fueron miembros del
Opus Dei en su juventud, anarquistas radicales poco después y hoy militan como
activistas verdes, etc.? Por más que los contenidos de ciertas creencias puedan resultar
determinantes en el resultado material de nuestros actos –malo, por ejemplo, si crees
que podrás volar sin ayuda mecánica, si te crees invisible y, en consecuencia, capaz de
quitarle la vida impunemente a cualquiera que se cruza en tu camino o si crees que
puedes comer cualesquiera setas recogidas en el campo-, las culturas son enjambres de
extraordinarias dimensiones en los que coexisten sistemas de creencias –más o menos
sofisticados, más o menos influyentes, más o menos ideosincráticos, más o menos
duraderos- manifiestamente contradictorios entre sí y frente a la evidencia empírica.
Todos esos sistemas poseen su público, conviven de manera más o menos pacífica o
conflictiva y, aunque distintos en su apariencia, muestran una dinámica interna idéntica
y poseen el mismo origen: nuestros aprendizajes bajo cualesquiera modalidades locales
del Homo suadens.
Podrá argumentarse que esto no es otra cosa que el aireado relativismo tan caro a
nuestra cultura postmoderna y que los fenómenos a los que nos referimos no son otra
cosa que manifestaciones de él. Efectivamente, la gente practica modos de vida muy
diversos, mantiene gustos distintos y encontrados, se adhieren a credos políticos,
religiosos o sociales antagónicos y, casi siempre, lo hacen desde una presunción de
racionalidad, objetividad y certeza muy intensas. Pero no es de relativismo de lo que
hablamos, no al menos del relativismo al uso. No se trata de afirmar que el hombre es el
producto de la cultura y ésta es, a su vez, en cada escenario local, un producto único,
por lo que no es de extrañar que los resultados sean tan dispares, incluso
incomunicables, como suele enfatizarse desde el constructivismo.
mucho más allá de algunas proposiciones lógicas elementales cuya validez parece que podría señalar
hacia una cierta objetividad. Aunque, como sabemos, también el ámbito de los algoritmos lógicomatemáticos puede abordarse desde presupuestos psicológicos, sin precisar la existencia de un Reino
ideal.
La investigación naturalista señala en dos direcciones aparentemente contradictorias. De
una parte, afirma la existencia de una naturaleza común, universal, cuyo despliegue
hace posible la cultura, pero que no consiste en una materia prima indeterminada, sino
que posee contornos definidos e interpretables en términos psicobiológicos (estructura
modular de la mente, sesgos que orientan el aprendizaje, predisposiciones, etc.). De
otra, indica que Homo suadens está instalado en un mundo de representaciones y
prácticas modeladas con pronunciados relieves, aristas y asimetrías. Que nuestro mundo
de experiencia es constitutivamente valorativo porque es el resultado de una mecánica
de aprendizaje doblemente cargada de emociones de agrado y desagrado. Pero,
obsérvese, los sinuosos y sutiles relieves valorativos que impregnan nuestros modos de
percepción y relación con los objetos (materiales e ideales) proceden de la interacción
entre nuestro diseño cognitivo, el propio de Homo suadens, y la contingencia
espaciotemporal de nuestros vínculos sociales, por lo que encierran, curiosamente y a
partes iguales, la fuerza de la determinación natural de nuestra arquitectura mental y la
más radical e imprevisible historicidad. ¿Pueden ser las cosas, realmente, de este modo?
En nuestra opinión, el actual estado de la investigación naturalista nos permite
comprender con razonable precisión las consecuencias de este paradójico fenómeno. La
lógica de aprendizaje assessor que caracteriza a Homo suadens constituye, por una
parte, la condición de posibilidad de la facticidad y objetividad de lo social porque éstas,
antes que el producto voluntarioso de una abstracción científica de segundo orden o de
la constitución ontológica de lo real, son propiedades de nuestra mecánica cognitiva y,
por otra parte, en la medida en que como tal mecanismo no se encuentra sujeto a
restricciones de contenido –salvo las relativas a predisposiciones psicobiológicas
instalas en nuestra filogénesis-, hace posible la producción y circulación de los más
variados y contradictorios conjuntos praxeológicos.
Así pues, creemos estar ante una curiosa forma de relativismo ilustrado, si se nos
permite utilizar este oxímoron, en la que se combina la radical contingencia (construida
localmente) de los contenidos y sinergias entre prácticas, creencias y emociones incorporadas, con la no menos radical afirmación de un universalismo transcultural que
iguala a todos los hombres en ese espacio de convergencia psicobiológico que hemos
llamado naturaleza humana.
El carácter ilustrado de este relativismo se encuentra lejos de cualquier afirmación
dogmática de una racionalidad universal, trascendental y desencarnada, pues la
racionalidad encajada en nuestras prácticas y creencias es constitutivamente valorativa,
local e histórica. Pero también se encuentra lejos del relativismo constructivista, tan
dado a disolver la consistencia de nuestras creencias y razones en sus compromisos de
clase, intereses profesionales o mediaciones lingüísticas, mediante la hipóstasis de
ciertas fuerzas sociales, ideológicas e imaginarias que parecen situarse más allá de su
propio juego hermenéutico. No se trata de afirmar que los programas de sociología del
conocimiento, como por ejemplo el conocido como Programa Fuerte, no tengan
razones para indagar en las condiciones sociales inscritas en la producción del
conocimiento, pues en innegable que la ciencia –y el saber común también- no se
encuentra más allá de las determinaciones sociales e históricas en las que están inscritas
cualesquiera prácticas y saberes. Pero el reconocimiento de tales mediaciones no puede
ocultar una verdad frecuentemente olvidada, a saber, que las instancias sociales y
lingüísticas que construyen los cuerpos y las conciencias de los sujetos se encuentran
también refractadas y corporalizadas a través de los procesos aprendizaje e imitación
que tienen lugar en la interacción de los pequeños grupos humanos, esos donde reside
nuestra sociabilidad primigenia. De ahí que entre la Escila que insiste en el poder de las
condiciones psicobiológicas y de los procesos y experiencias corporales como
constructores de los mundos sociales y la Caribdis del Modelo Estándar, que recuerda
en cada caso el no menor poder de lo social a la hora de edificar cuerpos, haya que
insistir en algo intermedio común a ambas perspectivas pero quizás un tanto oscurecido
por la una y la otra; y ello es que si nuestra naturaleza es siempre una corporalidad
mediada y construida localmente y no universalizable, lo social es también (y en no
menor grado) una instancia no menos corporal y local enraizada en (y refractada por)
complejos y azarosos procesos de subjetivación, que la alejan de cualesquiera poderes
más o menos platonizantes y clonadores que a menudo se atribuyen al lenguaje y a los
imaginarios sociales.
Una tarea urgente para las ciencias sociales es dotarse de una genuina fenomenología de
las creencias, pero no en tanto que investigación acerca de la creencia como contenido
distinguible del saber o la superstición, sino como indagación acerca de lo que significa
ser creyente, es decir, Homo suadens, esto es, Homo sapiens. Nada hay más urgente
que indagar acerca de lo que significa creer. Como hemos mostrado en su momento,
Homo suadens tiene su razón de ser filogenética en su extraordinaria capacidad para
transmitir y recibir información cultural encapsulada en y entreverada de relieves
valorativos. Sólo porque los procesos de aprendizaje y enseñanza ocurren de este modo
y sólo porque hemos desarrollado ese segundo sistema de evaluación en el que la carga
valorativa se instala en los contenidos mediante el juego paritario de la receptividad
emocional de nuestra mente y el empuje aprobatorio y reprobatorio de la interacción
social más elemental, la transmisión cultural ha sido posible tal y como la conocemos en
nuestra especie. Todo aquello que nos es dado por medio del aprendizaje, la imitación y
la enseñanza se nos muestra situado sobre un plano perceptivo y comunicativo que
nunca es neutro. Los contenidos de nuestro aprendizaje pasan ante nosotros moviéndose
sobre una superficie irregular, sobre un mapa tridimensional con relieves, simas
profundas, altas cumbres, parajes oscuros, unos, y luminosos, otros. Los contenidos de
nuestros aprendizajes no están, como las fichas del ajedrez, situados en un plano en el
puedan trazarse, mediante reglas de juego racionales, trayectorias algorítmicas entre
ellos. Los contenidos de nuestros aprendizajes, muy al contrario, reposan sobre un
tablero en el que casillas colindantes pueden encontrarse separadas por extraordinarias
cordilleras valorativas que las hacen incomunicables, al tiempo que otras más distantes
pueden verse conectadas por sinuosos toboganes.
Por ejemplo, preguntémonos por la mejor hipótesis para explicar por qué un electorado
como el español se encuentra dividido, casi a partes iguales, entre votantes del PSOE y
del PP. Desde luego, no parece que el disenso sea algo que pueda remediarse mediante
una discusión racional, ni tampoco, a pesar de unos resultados macroscópicos
relativamente estables, parece que las fronteras del voto sean del todo impermeables.
Sin duda, en contra de la resolución racional de las diferencias pueden enumerarse
muchas razones: desde el peso de la historia y las tradiciones ideológicas hasta los
intereses más personales e ideosincráticos, pasando por la disparidad de fines y valores
y toda clase de estrategias políticas legítimas e ilegítimas. Y, por supuesto, la fuerza de
la retórica, la demagogía y la agitación que alimentan los políticos profesionales, los
líderes de opinión y los medios de comunicación. Descontando aquellos individuos que
votan una opción política movidos por intereses personales o corporativos explícitos
(élites políticas, aparatos de partido, corporaciones y lobies), al menos para ellos, o
aquellos otros que lo hacen después de un cálculo racional (¿?) de las ventajas objetivas
que cada formación política ofrece al bienestar de la nación, ¿qué nos queda? Pues bien,
lo que queda es una enorme masa de personas que votan por una u otra opción porque
creen que es la mejor, porque creen que hacen lo correcto, porque creen que deben
castigar y detener el avance de los otros, porque creen que son aborrecibles y
representan la perdición, etc. Como señala G. Lokoff en su texto titulado “No pienses en
un elefante blanco”, al comentar sus encuentros con votantes y mandos intermedios de
la estructura del partido demócrata norteamericano, la mejor hipótesis que puede
aventurarse acerca de por qué los otros (votantes y simpatizantes de opciones
conservadoras) ofrecen su apoyo a programas y personalidades percibidos por los
propios como opciones equivocadas (aborrecibles, falsas, interesadas, injustas,
retrógradas, irracionales o despreciables) es que creen en ellos, creen en lo que votan,
simpatizan con sus líderes y se emocionan con sus eslóganes y sus símbolos, al menos
en alguna medida, lo suficiente como para inclinar su decisión. No es una buena
estrategia imaginar a los otros como maquiavélicos cínicos que sabiendo que no tienen
la razón, que por supuesto está de nuestra parte, se empecinan en la defensa de
torticeros planes políticos. Bien sabemos que tal cosa es posible, evidentemente, y
permite describir los motivos de una parte pequeña del electorado. Sin embargo, la
mayor parte del electorado actúa como genuinos creyentes: ponen en juego sus
creencias –contenidos, prácticas y valores incorporados-, adquiridas mediante el
aprendizaje social mediado por los vínculos sociales de la socialidad originaria, esa que
se gesta en el pequeño grupo en el que tejemos nuestras envolturas, la de los vínculos
más inmediatos y poderosos, aprendizajes en los que los contenidos y las razones de las
creencias han fraguado atravesados por el vigor de las emociones y las complicidades
que cada uno ha experimentado con los suyos, en sus demarcaciones espaciotemporales
privadas, en los juegos del deseo de aprobar y ser aprobado. ¿De qué otro modo
podríamos comprender, si no, fenómenos tales como el sentimiento nacionalista del que
se emociona con su la sola contemplación de sus paisajes y el rumor de su lengua, o las
pasionales devociones populares a la Virgen del Rocío, las untuosas y absorbentes
comunidades religiosas neocatecumenales o las religiones civiles que reúnen a fanáticos
de las Harley Davidson, Star Trek o Elvis Presley?
Las ciencias sociales, comprometidas con su legítima vocación de mostrar los intereses
territoriales, corporativos, económicos o geopolíticos afines a los programas políticos,
en analizar su ejecución pública, en alumbrarlos desde su continuidad histórica con las
tradiciones ideológicas y de sus compromisos con el progreso y el desarrollo de
instituciones políticas justas, no pueden obviar, sin embargo, un asunto crucial, a saber,
que las creencias formadas en los procesos de aprendizaje, mediadas por los vínculos
sociales primordiales y fraguadas bajo las modalidades del Homo suadens, son el punto
de partida de cualquier reflexión seria sobre nuestra realidad social, pues de lo contrario
los votantes de los partidos políticos, los asociados a un sindicato, los adscritos a una
clase socioeconómica o los seguidores de una confesión religiosa o laica se mostrarán
siempre como individuos heterodoxos, cambiantes, inconsistentes en sus prácticas e
infieles a los principios que les adscribimos, como si tuvieran el habitus a medio hacer
y no fueran del todo conscientes de lo que son y de lo que deben ser.
Esta es la otra cara de la moneda. Las creencias de las personas nunca son lo que lo que
la ciencia social les tribuye como propio de su habitus, su confesión, sus intereses
profesionales, su capital cultural o su cuna. Las creencias reproducen estereotipos,
representaciones imaginarias e intereses de clase, por supuesto, pero lo hacen
refractando cada una de esas representaciones a través de los prismas de la socialidad
primordial, esa que se cuece en las interacciones burbujeantes del espacio-tiempo social
en que vivimos, tejiéndonos y destejiéndonos en nuestros intereses, aprendiendo y
desprendiendo, y por ello, la facticidad social que funda el ME de las ciencias sociales
sólo lo es cuando se observa desde lejos, poblada por los objetos que el científico ha
puesto previamente en ella. Contemplada desde la óptica de las ciencias sociales, esa
facticidad se muestra consistente con las categorías que el investigador persigue:
ideologías, clases, habitus, intereses corporativos, imaginarios sociales, etc. Se muestra
como una facticidad reproductora, clonadora, estándar. Y, sin embargo, sabemos bien
que de esta manera nunca salen las cuentas, pues más allá de la cartografía
socioeconómica, sociopolítica o etnográfica que agrega y desagrega las poblaciones en
grupos y clases –votantes progresistas, culturas primitivas, sistemas patrilineales,
compradores responsables, nacionalistas moderados, marianistas y zapateristas,
progesistas y conservadores, etc.- la ontología social que subyace a esos recortables no
es la de las sustancias y los accidentes, sino un tejido social formado a partir de los
vínculos del pequeño grupo, de burbujas e im-plikaciones que hacen que lo que las
categorías científicas unifican y cosifican se refracte en formas y variedades diversas de
esas mismas representaciones. ¿Qué sentido tiene decir conservador al voto que emite
un alto funcionario del Estado de orígenes burgueses, un pequeño comerciante rural, el
encargado de una cuadrilla de encofradores destajistas, un emigrante andaluz en el País
Vasco o de un Guardia Civil castigado por el terrorismo?, ¿no se encuentra refractada la
ideología de unos y otros, en cada caso, por las espesuras emocionales y praxeológicas
de los vínculos en que esas representaciones que tejen su particular ideosincrasia fueron
aprendidas e in-corporadas? Las ciencias sociales deben asumir la necesidad de una
profunda reconceptualización de la ontología que subyace a sus categorías.
Las creencias no son formas débiles del saber, débiles en el sentido epistemológico.
Tampoco son, en sentido inverso, formas fuertes, cargadas emocionalmente, frente a
otras formas más neutras y objetivas. La creencia es la forma primigenia de todo saber,
pues todo saber se adquiere como creencia, es decir, como una determinada
configuración localizada espacio-temporalmente y corporalizada que conecta ciertos
contenidos, ciertas prácticas y ciertos valores emocionales. Todo cuanto aprendemos lo
aprendemos como tal configuración: así aprende un joven novicio los secretos de su fe,
su vocación y su encaje institucional, mediante la convivencia y la interacción intensa
con otros cuya mirada aprobatoria aprende a desear, cuyas emociones emula y cuyos
gestos, expresiones e indumentarias imita; así aprende un niño a emocionarse con los
colores del equipo de sus mayores y a sentir lo que debe sentir cuando contempla a un
contrario o comparte con los suyos las consignas, los gritos y los espacios de encuentro;
así aprendemos también a distanciarnos de lo extraño y ajeno y a vibrar con nuestra
lengua, con los paisajes de nuestra tierra, sus aromas, su luz y sus sabores, hasta sentir
que tales experiencias de bienestar y conexión emocional son el efecto que tales
realidades (¿?) bellas, buenas y verdaderas producen en nosotros como deberían
producirlos en cualquier otro. El secreto de nuestros aprendizajes consiste en eso
mismo, en que estamos hechos para atribuir las razones de nuestra seguridad cognitiva y
de nuestro bienestar (o malestar) emocional sobre la (supuesta) objetividad (Verdad,
Belleza y Bondad) de sus contenidos y no sobre las sinergias fraguadas mediante el
aprendizaje entre lo que creo, lo que hago y lo que siento.
Sin embargo, es necesario hacer frente a tres consideraciones que, muy probablemente,
hayan venido ya a la mente del lector. La primera es la siguiente. Afirmar que todo
cuanto es aprendido lo es de la misma manera no es exactamente lo mismo que afirmar
que todo lo que se aprende debe merecer la misma consideración. La forma de
transmisión cultural assessor y las distintas modalidades de Homo suadens nos permiten
comprender cómo funciona el aprendizaje en nuestra especie y dan razón de la
objetividad, inmediatez, evidencia y seguridad con que se presentan a cada individuo
sus creencias y sus prácticas. Cualquier aprendizaje sigue este camino pues no hay otro.
¿Qué puede esperarse, pues, en relación a la determinación de los contenidos de lo que
aprendemos? Mucho nos tememos que parecerá poca cosa, pero en lo que al debate
público de ideas y valores se refiere, no hay otra cosa que la conveniencia de mostrar
que toda propuesta entraña siempre una axiomática en la que sólo cabe discutir
racionalmente acerca de las tesis derivadas (teoremas), pero no de los axiomas o
principios, que dependen enteramente de nuestras preferencias aprendidas. Que los fines
que impulsan la alta política como aquellos otros que dirigen nuestras decisiones más
cotidianas se escapan, en último término, a la disputa racional, es algo bien conocido y
repetido en el marco de la reflexión humanística y científico-social. Hoy estamos en
condiciones de entender de manera más precisa las razones de este hecho, razones que
no son otras que las que se desprenden de un conocimiento más profundo de nuestra
naturaleza común. Sin embargo, vale la pena insistir en que esta convicción no conduce
a una suerte de entropía emocional y valorativa nihilista, pues ésta sí que está, por
entero, fuera de nuestro alcance como seres humanos. El relativismo radical y profundo
al que nos estamos refiriendo, un abismo al que todos preferimos no mirar, no sólo no
se encuentra afectado por lo gélidos vientos de la anomia, el cinismo o la falta de
compromiso sino que proclama, más bien, que tales actitudes no son propias de nuestra
naturaleza y que homo suadens es siempre un ser de creencias, valores y compromisos.
El nihilismo radical que acompaña a la peligrosa idea de Darwin (Dennet) no es el del
fin de la historia y de las ideologías sino más bien al contrario, aquel al que se enfrente
un Sísifo que una y otra vez se ve condenado a construir y reconstruir su mundo social
con los mimbres que tiene, un mundo edificado sobre la fuerza (y la debilidad) de los
vínculos sociales primordiales, aquellos que se nutren de las plikas y burbujas que teje
con la complicidad de los otros.
El segundo asunto que debemos analizar hace referencia a la naturaleza del vínculo
social. Las ciencias sociales tratan los hechos sociales como cosas. El habitus hace al
monje, parecen querer afirmar las ciencias sociales, al menos en todo aquello que
resulta relevante para su mirada teórica. El científico social contempla al individuo
como producto de las relaciones sociales y de los significados con que éstas revisten su
mundo. Las personalidades sociales, las que interesan a la mirada del sociólogo, el
etnógrafo, el economista o el politólogo, son el resultado de esas fuerzas y pueden
distinguirse de sus personalidades empíricas y psicológicas. Éstas resultan, en cierto
sentido, un epifenómeno y, en todo caso, no interesan. Frente a este punto de vista,
parecería que lo que se defiende de acuerdo con las evidencias acerca del aprendizaje
que caracteriza a Homo suadens es una suerte de efervescencia social contraria a
cualquier clase de estabilidad de los hechos sociales. Resulta necesario hilar muy fino
en este punto. Tal y como hemos manifestado, la socialidad primordial que acompaña y
posibilita cualesquiera aprendizajes es el gozne en el que gira, cristaliza y se disuelve, la
facticidad social, una sustantividad que es y no es, pues al mismo tiempo que comparte
y re-plika las representaciones de los otros, consolidándolas, las recrea y, al refractarlas
de formas imprevisibles –pues son, en cada caso, relativas a los aprendizajes
emocionales que acumula el individuo-, las orienta en nuevas direcciones, consiguiendo
ese inquietante efecto que nos hace sentir que estamos en nuestro lugar y con los
nuestros o, por el contrario, en campo contrario, y que nos hace percibir que todo es
igual y, al mismo tiempo, discretamente distinto. El vínculo social como locus de los
aprendizajes permite comprender la perspectiva del habitus, de su poder estructurador
y estabilizador, siempre que se comprenda que el habitus es una figura impresionista,
una silueta imprecisa, de grano grueso, que debemos pensar en términos de
competencias sociales adquiridas y no en términos de enigmáticas fuerzas e instancias
pregnantes que hablan a través de nosotros, que actúan a través de nosotros y que se
reproducen a través de nosotros. Los habitus del escolar, del médico de urgencias, del
oficinista, del militar de reemplazo o del ejecutivo de grandes cuentas son, cada uno de
ellos, un conjunto de competencias aprendidas mediante las modalidades del Homo
suadens, competencias que cualquiera de esas personalidades sociales pone en juego
cuando la ocasión lo exige y que son experimentadas, o pueden serlo, en grados de
complicidad e intensidad muy diversa. La interacción que un individuo puede mantener
con sus propias creencias y prácticas se extiende por un continuum que se desplaza
desde la más aséptica, descreída y fría ejecución hasta las formas más calientes y
convencidas, en las que el individuo im-plikado despliega su comportamiento y su
vivencia afanándose en experimentar y sentir cada acto, cada relación, cada emoción,
cada mirada, cada encuentro, con cuanta conciencia y receptividad puede disponer.
Diríamos de él, en ese caso, que se encuentra en flujo –implikado emocional de manera
intensa- con sus creencias, en oposición al modo de estar en habitus –como mera
demostración de competencias y marcadores sociales reconocibles. Es decir, que el
habitus no hace a todo el monje pues todo lo que le atraviesa, como la luz en el agua,
sale de él recreado y refractado, parecido pero no idéntico.
Es preciso hacer una consideración más antes de cerrar estas reflexiones. A lo largo de
muchos momentos de esta exposición y a lo largo de toda la segunda parte del libro, en
la que se han expuesto las consideraciones fundamentales acerca de la naturaleza de
Homo suadens, ha aparecido una y otra vez la noción de bienestar. Este término, en el
contexto de nuestras reflexiones, hace referencia a los procesos placenteros y
gratificantes que acontecen al individuo con motivo de sus interacciones sociales, sus
implikaciones y complicidades tejidas en la urdimbre de los vínculos sociales
primordiales. Se trata, pues, de un bienestar psicobiológico, a la vez imaginario y físico,
producto de las emociones encriptadas en nuestros aprendizajes, preferencias y
prácticas. De acuerdo con nuestras tesis, el bienestar que experimentamos en el ejercicio
de nuestra socialiadad originaria es una pieza esencial en el funcionamiento de nuestra
mente porque lo ha sido durante miles de años de nuestra filogénesis, la filogénesis de
un animal cultural que vive y se alimenta oportunistamente del aprendizaje social.
Sin embargo, la referencia al bienestar resulta incómoda para quienes se han formado en
las tradiciones de pensamiento humanístico y científico social. Tanto unas como otras
tradiciones han desarrollado, especialmente durante los dos últimos siglos, una fuerte
intolerancia hacia el bienestar, o para ser más precisos, hacia la inclusión del bienestar
en sus discursos. Los ideales ilustrados y emancipatorios que se encuentran inscritos en
el nacimiento de las ciencias sociales y la carga crítica que subyace a las filosofías de la
sospecha parecen exigirlo así. Desde luego, quienes adoptan esta actitud de rechazo
parecen poseer razones de peso para hacerlo: nuestra creciente conciencia de las
verdaderas causas (sociales) del sufrimiento humano, nuestro conocimiento de las
asimetrías sociales que dan lugar a ofensivas relaciones de dominación, la explotación
que alimenta nuestra sistema económico y se evidencia cada día en nuestras aceras,
semáforos y espacios públicos y la existencia manifiesta de infinitas formas locales de
maltrato, violencia física y simbólica, exclusión y muerte, dejan poco lugar para las
alegrías. Las ciencias sociales proclaman una y otra vez que la felicidad individual suele
ocultar y proceder, casi siempre, de alguna forma de explotación. Que el bienestar,
cuando se extiende por el cuerpo social, es cosa de individuos alienados y hombres
masa, y resulta incompatible con una existencia auténtica y comprometida. Que la
felicidad personal suele cursar con las figuras de la falsa conciencia, el engaño o la fuga
mundi. O que, como advirtió Kant, en esta vida no nos ha sido dada la armonía entre el
deber moral y la felicidad.
Los grandes maestros de la sospecha, por su parte, han mostrado cómo el bienestar se
confunde una y otra vez con las formas de la ideología y la alienación, la personalidad
neurótica y las artes de la sublimación o el nihilismo. Heidegger, llevando a sus últimas
consecuencias el agotamiento de la metafísica occidental, afirmó que la experiencia
originaria que funda la radical ontológica del da-sein es que éste se presenta como serpara-la-muerte, tendido ante el abismo de su destino. ¿ No resulta comprometido, casi
provocador, atreverse a hablar de bienestar cuando las cosas son de esta manera?
Sin embargo, por poco que pueda gustar a los cultivadores de los ideales hermenéuticos
y emancipatorios la consideración del bienestar como parte esencial de nuestra
naturaleza, lo cierto es que nunca podremos obtener una comprensión completa de lo
que es Homo suadens si no percibimos el papel que juega el bienestar en él. Del mismo
modo que se hace necesaria una investigación de las condiciones del malestar
estructural que atraviesa de mil formas la existencia de los hombres, resulta del todo
inexcusable una consideración no menos central del bienestar como fluido social que
vivifica, motiva y confiere seguridad cognitiva a nuestro mundo de percepciones y
experiencias. El bienestar ha quedado reducido en el interior de las ciencias sociales a
un epifenómeno psicológico, en el mejor de los casos, o a una forma de conducta
desviada, en el peor. El bienestar necesita ser rehabilitado y, sobre todo, ser bien
comprendido, pues forma parte de nuestra naturaleza como la respiración, el deseo o la
ira. Si Homo suadens es aquel que aprende como Verdadero, Bueno y Bello aquello
que se le muestra como tal bajo el poder de las experiencias de placer y displacer que
acontecen en los vínculos sociales primordiales, entonces el bienestar debe ser
incorporado al análisis de nuestras creencias como parte esencial de ellas, como variable
esencial en la explicación de la producción y destrucción de las interminables y
burbujeantes formas a través de las cuales atribuimos sentido, local y fugazmente, a
nuestra existencia. El espectáculo exuberante de las formas culturales, repletas de
infinitas variedades locales de integración microsocial, no puede ser explicado si no es
considerando que lo único que puede dar razón de su existencia es su contribución a la
producción de las dosis de bienestar que, como el aire o el agua, todo ser humano
necesita.