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ANOTACIONES NATURALISTAS. HOMO SUADENS Y EL BIENESTAR EN LA CULTURA.
Aunque pueden citarse algunas importantes y honrosas excepciones, lo cierto es
que las humanidades y las ciencias sociales han reflexionado más sobre el malestar en la
cultura que sobre el bienestar. Es más, el bienestar ha resultado, habitualmente, un
concepto molesto, sospechoso y hasta ofensivo para la mirada humanista y sociológica.
Qué bello pasaje aquel en el que el protagonista de El nombre de la rosa, Guillermo de
Baskerville –que recrea la personalidad de Guillermo de Ockham- discute con el
hermano Jorge acerca de un texto de Aristóteles dedicado a la risa. El viejo y ciego
Jorge recrimina y censura a fray Guillermo por reverenciar un texto en el que se alude a
la expresión de un sentimiento alegre, incompatible con el rigor y el pathos de un
religioso. La risa es cosa de plebeyos, de gente sin conciencia y sin moral, deforma el
rostro y nos hace olvidar el tremendo dolor y sufrimiento que Jesucristo soportó por el
perdón de los pecados de toda la humanidad. Este pasaje, obra de U. Eco, ilustra bien la
incomodidad que ha acompañado al bienestar dentro de los discursos intelectuales en
nuestra cultura occidental.
Pueden alegarse muchas razones en favor de un tratamiento tan asimétrico de
una y otra realidad emocional. Por ejemplo, podría señalarse que las ciencias sociales
mantienen una vocación y un compromiso profundo con los valores de justicia y
progreso y que, en consecuencia, deben identificar y denunciar las fuentes del
sufrimiento y dominación que se despliegan por todas partes. Que la felicidad de los
happy few suele ocultar y proceder de alguna forma de explotación económica, social o
política. Que el bienestar, cuando se extiende como bálsamo por la sociedad, es cosa de
simples, enajenados, niños y hombres masa, pues resulta incompatible con una
existencia auténtica y comprometida, verdaderamente consciente del precio de la
dignidad humana. Que la felicidad personal, cuando se muestra robusta e inasequible a
los embates de la vida, suele fundarse en la falsa conciencia, en el opio del pueblo o en
las fantasías inconscientes de nuestra mente que, débil e impotente, se protege de los
fríos vientos de la vida y de la muerte. Desde luego, nuestra raíces judeocristianas serían
también, por sí mismas, suficientes para justificar la centralidad que el malestar –culpa,
pecado, labilidad, finitud...- tiene en nuestro mundo intelectual. Las obras de Nietzsche,
Freud, Marx y Heidegger, por citar sólo algunos nombres, evidencian el peso de esta
preocupación por los orígenes del malestar y por su centralidad.
1
Sin embargo, como en otras ocasiones, se hace imprescindible una
reconsideración de nuestro enfoque. Tomando prestada una expresión del Programa
Fuerte de la sociología del conocimiento, podríamos decir que hace falta aplicar el
principio de simetría a la explicación del bienestar en la cultura. Si las ciencias sociales
y las humanidades, movidas por razones poderosas, según parece, han otorgado un
papel central al malestar –malestar estructural, psicológico, socioeconómico y políticoes hora de afrontar el bienestar con las mismas herramientas, y no meramente como un
residuo psicológico incómodo o como una conducta desviada –inauténtica, alienada,
neurótica o nihilista. Sólo desde una genuina fenomenología de las creencias
desarrollada desde las entrañas de Homo suadens puede comprenderse el significado del
bienestar y el papel que juega en la dinámica social. El bienestar, antes que una forma
de conducta desviada –que puede serlo sólo cuando se juzga desde una determinada
axiomática antropológica o política- es una parte constitutiva de nuestra experiencia
psicobiológica, el fluido que lubrifica nuestros vínculos sociales primordiales, que los
impulsa motivacionalmente y que les confiere seguridad cognitiva. Si Homo suadens
representa nuestra naturaleza, aprender como Verdadero, Bueno y Bello aquello que se
me transmite como tal bajo el poder de las experiencias de placer y displacer que
acontecen en las relaciones de aprobación y reprobación –sean estas las más elementales
y privadas, o las más sofisticadas y públicas-, entonces el bienestar, por incómoda que
nos parezca la idea a los herederos del ideal emancipatorio, es una variable central,
estructural, del mantenimiento de las formas sociales y culturales, la energía misma que
sustenta las burbujas, impliegues y plikas que reúnen a los individuos en sus
interacciones burbujeantes, esas en que ponemos toda la carne en el asador.
Sólo si contemplamos el caleidoscopio cultural desde la óptica del bienestar
como experiencia primordial encastrada en nuestra naturaleza, podremos dar razón de
aquello que no la tiene desde ninguna otra: la infinita, desbordante e irracional variedad
de implikaturas sociales, de diminutas formas de interacción en las que acontece de
forma local, contingente y fugaz eso que los filósofos han llamado ampulosamente “el
sentido de la vida”, y que no es más que esas pequeñas gotas de bienestar que
administramos en los espacio-tiempos en los que interactuamos con aquellos (o aquello)
cuya mirada aprobatoria deseamos, con cuya complicidad contamos tejiendo nuestra
más inmediata realidad de sentido y nuestro particular sentido de la realidad.
La ilusión de todos los días
2
El bienestar en la cultura puede definirse como cierto estado de feliz
inmediatez con/entre nuestras prácticas, nuestros deseos, emociones, pensamientos y
decires. Nos referimos a esa condición que todos tenemos de aborígenes o nativos1
cuando damos por sentado el carácter natural, espontáneo y entrañable de nuestros
gustos, sensaciones y sentimientos, es decir, cuando olvidamos su carácter radicalmente
social, de inclinaciones, goces y deleites, objeto de aprendizaje sociocultural.
Tal inopia se produce cuando se crean poderosas sinergias entre lo que hacemos
(socius), lo que sentimos (corpus) y lo que decimos, pensamos e imaginamos (animus)
en íntima complicidad con otros2. Sabemos cómo, en la vida cotidiana, a muchos
parece gustarles natural, espontánea y entrañablemente el pasodoble, los culebrones
televisivos y los paisajes con ciervos y a otros, no menos naturalmente, la música de
Schönberg, los Escritos de J Lacan y los últimos cuadros de bañistas de P Cézanne.
Unos y otros, si le hacemos caso a Bourdieu, parecen olvidar que sus gustos son un
simple producto del habitus y que el gusto se halla determinado socialmente. Nosotros
preferimos constatar que si los gustos se hallan influidos decisivamente por el habitus,
siempre pueden transformarse sometidos a los azares y vértigos de fluxus.
1
En su excelente La regla del juego, J L Pardo desarrolla todas las metáforas posibles en torno al
explorador de Wittgenstein y el nativo (PARDO, J L, La regla del juego, Círculo de lectores, Madrid,
2004, pp 127 y ss). Nuestra posición, sin embargo, difiere radicalmente sobre las reglas del juego iniciado
por los griegos y que, desde entonces, se llama metafísica.
2
Un breve glosario puede ayudarnos a comprender mejor lo que queremos decir.
Socius (compañero, en latín). Es la dimensión social y afectiva (inseparablemente) de cualquier proceso
de subjetivación. Remite a las estructuras sociales anteriores a los individuos. El Socius implica una
radical historicidad de los usos y prácticas sociales, aun en aquellas sociedades en las que no existe
propiamente historia. El socius hace referencia a las prácticas y relaciones sociales (incluidas las
relaciones de poder) y muy especialmente a las complicidades empáticas que constituyen las burbujas
amnioestéticas (múltiples, diversas y responsables de sus ilusiones y alegrías) en las que se alojan los
hombres. El Socius está condicionado por las estructuras sociales pero no se disuelve en ellas. El Socius
no existe sin Corpus ni Animus.
Corpus (cuerpo, en latín). Es la dimensión pulsional, instintiva y orgánica, inseparable, asimismo, de los
repertorios emocionales objeto de aprendizaje cultural (dimensión esencial reivindicada por N Elías y M
Foucault). El Corpus implica una radical historicidad de los dispositivos emocionales2 y de los complejos
afectivos. No existe sin Socius ni Animus.
Animus (alma, en latín). Es la dimensión imaginaria (que comprende las llamadas racionalidades
sociales) tanto a un nivel colectivo como individual. El Animus implica, también, la radical historicidad
de los imaginarios. No existe sin Corpus ni Socius.
Habitus (hábito, en latín). Es la dimensión psicobiológica (introducida por Bourdieu) que explica ciertos
aspectos de la reproducción social. También refiere el modo emocionalmente distante y desapegado que
ponemos en juego cuando demostramos plena competencia social en nuestras actividades e interacciones
sin poner en ellas nada de nuestra intensidad y empatía emocional.
Fluxus (flujo, en latín). Es la dimensión psicobiológica responsable de la empatía y fascinación
compartidas, responsable de las derivas que nos conducen a insertarnos en los grupos primarios y sus
proyectos vitales con plena intensidad emocional y vívido interés ético y estético, así como de la
creatividad cultural. Fluxus y habitus, como modos de demostrar competencia social y de estar entre las
cosas y los otros, mantienen entre sí una relación inversamente proporcional.
3
La mayor parte del pensamiento ilustrado ha despachado el bienestar en la
cultura en términos de ignorancia, alienación, ilusión o ideología; una situación de
miseria psíquica (supuestamente) corregible en todo caso por la educación, la
revolución o alguna comunidad virtual de diálogo. Otros, como el propio Bourdieu, han
insistido, por el contrario, en su pretendida fatalidad al traducirlo como destino
inexorable de cualquier reproducción social, concebida al modo de un
habitus
entrópico, más o menos rígido y determinista.
Los verdaderos espacio-tiempos de la experiencia humana, son impliegues
radicalmente locales, cotidianos y pragmáticos, -y tantas veces efímeros-, y no pueden
confundirse con improbables artefactos holísticos y clonadores diseñados por filósofos
de las ciencias sociales como (Grandes) Imaginarios, Ideologías o Epistemes sino que
constituyen pequeños auto-receptáculos virtuales, abiertos, magmáticos, de topología
variable (a veces, como muestra Sloterdijk, son quebradizas espumas, hervores, grumos
o coágulos) y en permanente (virtual) metamorfosis, que compartimos con amantes,
amigos, cómplices o cualesquiera demonios (daímones) reales o imaginarios con los que
entramos en flujo.
La alegría, bienestar e ilusión verdaderamente humanas nada tienen que ver con
los contenidos (de Verdad) de esas plikas y plegaduras, sino con la articulación y
consistencia de las delicadas texturas, tramas y fibras que urden sus frágiles paneles en
cuyo seno respiramos y sentimos el mundo. Espacio-tiempos como los de la vieja
filosofía estoica, el cristianismo primitivo, el budismo zen o el sufismo, operan como
burbujas high tec o burbujas de diseño para subrayar el carácter altamente elaborado,
articulado, autorregulado y codificado de sus flujos y prestaciones. Sin embargo, la
mayoría de los hombres habita espontáneamente en plegaduras e impliegues muy
parecidos, aunque menos formalizados y ritualizados, en cuyo ámbito se desenvuelve su
vida con aquellos que les son próximos e indispensables emocionalmente.
Ahora bien, ya es hora de decirlo de una vez por todas: la fatal ilusión (y el
peligro latente) que anida en esos impliegues, grumos y espumas en los que,
poéticamente, habita el hombre, consiste en procesar las intensas sensaciones de placer,
alegría, plenitud y bienestar derivadas exclusivamente del reconocimiento de (y la
complicidad con) los otros, como si tuviesen la misma evidencia (la misma verdad y
objetividad orgánicas) que las intensas sensaciones derivadas de la satisfacción de
necesidades físicas como el sexo, la protección o la nutrición ligadas a conductas
sexuales y de búsqueda de amparo o alimento.
4
Así, -y esto ha resultado tragicómico para la vida de cada hombre y para el
destino histórico de nuestra especie-, lo cierto es que a la hora de procurarse esas
sensaciones (esenciales para los seres humanos) de ser aceptados, acogidos y
reconocidos, vale cualquier individuo, pareja o grupo al margen de su catadura moral
e intelectual. Uno puede entrar en flujo (componiendo burbujas y plikas con altísimas
prestaciones de simpatía, autorrealización y bienestar) con mafiosos, sectas satánicas,
fundamentalistas de todo pelaje, racistas, machistas, grafiteros, videoartistas, modelos
de pasarela, psiocanalistas lacanianos, arquitectos deconstructivistas o militantes de
grupos terroristas.
A la mayoría de los hombres les resulta muy difícil imaginarse que acciones y
conductas que desencadenan emociones corporales profundas (con elevación de los
niveles de serotonina, endorfinas, dopamina,
y/o noaradrenalina) fundadas en la
sintonía, aprobación, reconocimiento y/o envidia de los otros, en las que el cuerpo vibra
y se deshace de placer no posean en sí mismas algún tipo de bondad, belleza, verdad y
exclusividad (intrínsecas y objetivas) tan incontestables como las que adornan a
aquellas otras mencionadas acciones y conductas que proporcionan satisfacciones
orgánicas que compartimos con el resto de primates.
La razón de todo ello es que en cualquier experiencia de bienestar en la cultura
subyace una confusión categorial entre la satisfacción obtenida por la consecución de lo
bueno orgánico (sexo, protección o alimento) que compartimos con el resto de los
primates, y lo bueno cultural (propio del sabio epicúreo, del monje budista, del
revolucionario, del especulador bursátil, del rockero o del pensador posmoderno). El
delirio de la inconsciencia imaginaria ignora que aquello que determina lo bueno
cultural y sus placeres y éxtasis característicos (a menudo, como escribió C Castoriadis
más intensos que los orgánicos) es objeto de aprendizaje social (mediado límbicamente
por emociones exclusivamente humanas como la simpatía, la culpa o la vergüenza) y se
produce sólo cuando el sujeto entra en flujo con ciertos deseos, emociones y placeres
culturales de pareja o de pequeños grupos, componiendo vertiginosas (caleidoscópicas)
burbujas, impliegues y plikas.
(Por ello, la aparente fatalidad de la transmisión cultural no se basa tanto en la
imposición coactiva de ninguna conciencia colectiva, ideología o habitus como en la
necesidad que tiene cualquier ser humano de habitar y resonar con otros, de hacer
méritos (de asumir, perseguir y realizar los deseos, emociones y placeres propios del
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grupo) para poder gozar de las delicias indispensables del reconocimiento, la
admiración, el amor, la lealtad y/o envidia de los otros).
El bienestar en la cultura, en fin, es ese poder embrujador que rezuman ciertos
impliegues (en cuyo ámbito nos empaquetamos a nosotros mismos con amores, amigos
y cómplices reales o imaginarios) cuando la densidad y calidad de flujo entre lo que
hacemos, lo que sentimos y lo que pensamos es lo bastante alta. El verdadero bienestar
en la cultura requiere una inconfundible fascinación activa y creadora que se produce
cuando el sujeto percibe, con especial agudeza e intensidad, que lo que hace con
aquellos que le son próximos emocionalmente, lo que siente y lo que piensa son
aspectos inseparables que revelan un mismo mundo intrinsecamente valioso, bello,
verdadero y único. Algo, por lo demás, que constituye una experiencia universal en
ciertas etapas del ser humano, no sólo en la infancia y en la adolescencia, sino también
en los amores, amistades y compromisos religiosos, políticos y laborales y que, sin
duda, reproduce esquemas filogenéticos universales ilustrados a la perfección por la
historia de las religiones y las viejas escuelas de la antigua metafísica.
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