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Juan Eslava Galán
Yo, Aníbal
A Himilce, la esposa española de Aníbal,
entre pámpanos nuevos y antiguos olivares
Juan Eslava Galán
Yo, Aníbal
ÍNDICE
NOTA PREVIA _______________________________________________________ 3
1. EL REGRESO DE AMÍLCAR _________________________________________ 5
2. UN SANTUARIO EN CÁDIZ _________________________________________ 12
3. LA CONQUISTA DE HISPANIA ______________________________________ 19
4. HIMILCE _________________________________________________________ 27
5. ANÍBAL, GENERAL ________________________________________________ 36
6. LA DESTRUCCIÓN DE SAGUNTO ___________________________________ 43
7. LA PARTIDA ______________________________________________________ 50
8. EL PASO DE LOS ALPES ___________________________________________ 61
9. LA PRIMERA VICTORIA ___________________________________________ 71
10. DÍAS ACIAGOS ___________________________________________________ 82
11. LA BATALLA DE CANNAS _________________________________________ 94
12. LAS DELICIAS DE CAPUA ________________________________________ 103
13. LA CAÍDA DE HISPANIA _________________________________________ 114
14. EN LOS CAMPOS DE ZAMA ______________________________________ 125
15. EL MÁS DESEADO REFUGIO _____________________________________ 135
EPILOGO __________________________________________________________ 147
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Juan Eslava Galán
Yo, Aníbal
NOTA PREVIA
(QUE EL LECTOR IMPACIENTE PUEDE OBVIAR)
En 1969, el nuevo abad del monasterio copto de San Anastasia, en el monte Sinaí,
decidió conferir una más amplia función social a la obsoleta biblioteca monacal mediante
su reconversión en sala de televisión y esparcimiento. Durante las obras de acondicionamiento, los albañiles descubrieron una alacena tapiada en la que los píos monjes habían
ocultado, siglos atrás, quizá en tiempos de la conquista islámica, una serie de manuscritos
que contenían textos bíblicos, vidas de santos y otra literatura devocional de escaso interés. Pero entre ellos, como exótica flor nacida nadie sabe cómo en aquel jardín de previsibles milagrerías patrísticas, se hallaba un códice de mediados del siglo VI que contenía la
autobiografía de Aníbal que aquí presentamos.
La autenticidad de esta presunta autobiografía de Aníbal no es unánimemente admitida por los anibalistas de la comunidad científica internacional. De hecho, el más reciente congreso de estudios anibálicos parece sancionar la división de los especialistas en dos
grupos todavía irreconciliables. Unos aceptan la autenticidad de la obra, aunque admiten
que pudiera contener una serie de escolios e interpolaciones achacables a los diversos
copistas que transmitieron el texto original. Otros rechazan taxativamente su atribución a
Aníbal y sugieren que podría tratarse de una falsificación del siglo I de nuestra era, o
incluso más tardía.
En nuestra versión hemos seguido la edición del profesor israelí Boaz Sharon, publicada en 1971. Hemos intercalado, en convenientes lugares, algunas de las veintidós cartas
que constituyen la denominada «Estafeta de Hannón», curiosa correspondencia de un
espía infiltrado en el ejército de Aníbal, por el beneficio de una visión externa del personaje y por el curioso contrapunto que ofrecen al relato del controvertido caudillo cartaginés.
(La «Estafeta de Hannón» procede de un códice latino custodiado en la Biblioteca Bodleiana de Oxford. Hemos manejado la edición de Studi Annibalici, «Annuario XII dell'Accademia Etrusca di Cortona», Pietro Degrassi, Florencia, 1965.)
El códice de la autobiografía de Aníbal está redactado en griego, lo que quizá disculpe algunas peculiaridades sintácticas de nuestra traducción. Hemos preferido, en atención al lector, actualizar todo lo relativo a pesas, medidas y nombres de persona o geográficos siempre que nos ha sido posible. También hemos sustituido las fechas referidas a la
Olimpiada, de acuerdo con el cómputo griego, por las más familiares de nuestro calendario cristiano. Lógicamente, todos los años han de entenderse «antes de Cristo».
En lo que se refiere al vocabulario, existen pocos términos extraños al lector actual
que no estén explicados por el propio contexto. No obstante quizá convenga advertir que
la pentera era el tipo de navío militar más divulgado en la época de Aníbal (aunque posiblemente nos resulte más familiar en su denominación de origen latino quinquerreme).
El supparum era una especie de minúscula vela ornamental que se colocaba, a guisa
de bandera, en el extremo superior del mástil y era portadora de colores o bordados con
los símbolos nacionales de la nave o el logotipo de su armador.
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Los indis eran los cuidadores y conductores de los elefantes de guerra. Y hablando
de elefantes, quizá sea conveniente advertir que casi todos los que figuraron en el ejército
de Aníbal pertenecían a la especie Loxodontia africana, variedad Cyclotis, de pequeña
alzada (2,35 metros). Estos relativamente minúsculos elefantes abundaban entonces en el
norte de África desde Túnez hasta Marruecos. Lamentablemente la especie se ha extinguido. No debemos confundirlos con el otro elefante africano, el de las estepas de África central y meridional, de familiar estampa circense, cuyos ejemplares adultos suelen medir
hasta 3,40 metros. Existe además otra variedad de elefante, la índica (Elephas indicus),
que alcanza hasta 2,90 metros de alzada, de la que Aníbal llevó a Italia algunos ejemplares, entre ellos el famoso Surus cuyo propio nombre (sirio) indica que lo habían capturado
en las riberas orientales del Mediterráneo, donde hoy la especie ha desaparecido.
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1. EL REGRESO DE AMÍLCAR
Yo, Aníbal, estoy prisionero en esta ruinosa torre de adobe, en medio del desierto.
Delante de la torre hay una palmera enferma y casi seca. De vez en cuando subo a la terraza y oteo el camino de Heraclea buscando la nube de polvo que anunciará la llegada de los
romanos. Y así un día y otro. A veces me engañan las tolvaneras que levanta el Poniente,
ya cerca de la anochecida. Pero el camino permanece desierto. Nadie llega de la parte del
yermo. Regreso a mi aposento y me echo en el camastro. Quemo la cera de las horas, resignado ya, como si mi destino me fuera ajeno. Ni temo ni espero. Intento leer, a ratos, de
los pocos libros que conservo en mi parco equipaje, pero en seguida se me cansa la vista. A
menudo me quedo dormido con la lectura sobre el pecho y mis familiares espectros me
visitan en sueños.
Cada mañana los guardias descorren el cerrojo de la puerta y dejan pasar a una mujer
que me guisa de comer en el hornillo de las ahumadas. Mientras almuerzo, permanece acurrucada en un rincón y me observa silenciosamente. Luego lava la vajilla, recoge sus cosas
y se marcha. Ya no es joven. Tiene la piel requemada, los pechos secos y arrugados como
higos pasos. Casi no habla, lo cual es de agradecer.
A menudo pienso en ti, Sosilos. Si pudieras regresar de la honda muerte bromearías
conmigo y me llamarías estoico. Me dirías: «¿Lo ves, Aníbal? Has acabado siendo como
ellos: un romano o un griego. Solamente a un tosco hijo de campesinos y porqueros se le
puede ocurrir que la perfecta sabiduría consista en despreciar el placer y aceptar, con ánimo sereno, la derrota y el dolor.»
Pero, ¿qué puedo hacer, mi querido Sosilos, sino abrazar de grado o por fuerza el
credo estoico? Dentro de un par de meses, quizá antes, los romanos me exhibirán como un
trofeo a lo largo del foro. Es posible que me carguen de cadenas. El pregonero marchará
delante, informando a la vociferante multitud: «Éste es Aníbal, el que un día llegó a las
puertas de la ciudad al frente del ejército púnico, el que infundió pavor en los corazones de
nuestros padres. Vedlo ahora derrotado y cautivo. Así acaece al que desafía el poder de
Roma, la predilecta de los dioses.» Y aunque no me anuncien con esas u otras palabras, mi
situación será igualmente humillante.
Yo, Aníbal, cuyo nombre púnico significa «don de Baal», me encomiendo a mi protector y a Tanit y a Melcarte, a Dido y al resto de los familiares dioses inmortales, al comenzar de mi propia mano este relato cuando ha mediado el año sesenta y cuatro de mi
vida. No sé por qué escribo en griego. Quizá porque sospecho que el púnico no sobrevivirá
a la inevitable aniquilación de Cartago. Tampoco sé si escribo para que alguien lea estas
notas algún día o simplemente por emprender algo que mitigue la impaciencia de la espera.
Mi primera infancia, en Cartago, es un confuso recuerdo olfativo en el que se amalgaman y funden el denso olor de las cuadras de los elefantes, que solía visitar con mi tío
Arpadón, el sosegado sahumerio de los altares callejeros, el punzante aroma de la pez y los
disolventes en los astilleros y los variados alientos de almáciga, cera, almizcle, mirra y
otras exóticas sustancias que exhalaban las puertas de los arsenales, los almacenes y las
tiendas de los perfumistas. A los que quizá debería agregar el tufo de la fritanga marinera
en los tugurios y tabernas del Cotón, pasado el barrio de los remeros.
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Los olores son el alma de la ciudad. Cartago es tan desordenada y bulliciosa como
sus olores. En su enorme caldera se funde, desde hace siglos, una multitud mestiza constituida por todas las razas y estirpes que pueblan la tierra. Quizá deba a esta circunstancia su
condición de ciudad apátrida, de caótico mercado donde las generaciones de fenicios, egipcios, griegos, libios, sirios, númidas, chipriotas, efesios, judíos y galos se confunden y hacen sus tratos, vociferando y tirándose de las mangas. La bulliciosa ciudad habitada por
mercaderes, artesanos, navegantes y esclavos no constituye una patria. Me ha costado toda
una vida percatarme de que la patria es un asunto de campesinos ligados a la tierra. Demasiado tarde, ya.
Mi madre era una bella, elegante y silenciosa dama de la nobleza antigua, descendiente de los legendarios Setenta que fundaron la ciudad. Como todas las mujeres de su
posición, se pasaba el día cosiendo en compañía de sus siervas y esclavas, pero también era
capaz de gobernar sabiamente la casa durante las prolongadas ausencias de mi padre. A
veces me sentaba sobre sus rodillas y me relataba las tradiciones familiares. Los Barca
somos descendientes directos de la reina Dido, la fundadora de Cartago, cuya firmeza de
carácter se supone que hemos heredado (junto con la recta y aristocrática nariz, la tez blanca y los tobillos finos). Por oscuras razones, Dido escapó de la ciudad fenicia de Tiro y
arribó a las costas de África. La propia Tanit se le apareció en un sueño y le ordenó que
fundara allí mismo una nueva ciudad. Pero aquella tierra pertenecía al rey de los belicosos
númidas. Dido parlamentó con él y le ofreció sus tesoros a cambio del territorio necesario.
El bárbaro, que no deseaba extraños vecinos en su reino, respondió a la oferta de Dido con
una característica fanfarronería númida: «Por esa suma solamente puedo cederte el trozo de
tierra que puedas abarcar con la piel de un buey.» Para sorpresa de su interlocutor, Dido
cerró el trato. Tomó la piel de un buey grande y la cortó en finísimas tiras que luego extendió desde el promontorio de Sissa hasta el cerro que hoy ocupa la ciudadela de Megara. De
este modo burló al rey de los númidas y pudo procurarse la tierra de Cartago sin faltar al
sagrado acuerdo.
Pero el rey de los númidas había quedado prendado de la belleza y hermosura de Dido y la pretendía con violenta pasión. Entonces la reina escapó de las solicitaciones del
lujurioso africano y salvó a su pueblo inmolándose voluntariamente en una hoguera frente
al altar de Tanit. Su abnegado sacrificio aseguraba a la nueva ciudad la eterna protección
de la diosa.
Los romanos explican de otro modo el suicidio de Dido, con objeto de manchar su
memoria. Según ellos, Eneas, ese oscuro fugitivo de la guerra de Troya del que dicen descender, arribó a las costas de Cartago y fue hospedado por Dido, que se prendó de él. Pero
el padre de los dioses había encomendado a Eneas que se estableciese en Italia, donde había de fundar Roma. Una noche Eneas escapó de Cartago abandonando a Dido. Ella, despechada, se quitó la vida.
Desde la soleada balconada de la torre bárquida, asomada al Cotón, podía contemplarse toda la extensión del mar.
―Allí delante ―me decía mi madre, señalando el combo horizonte marino―, en
una isla llamada Sicilia, está tu padre. ―Y luego añadía, con el tono de resignada tristeza
de las mujeres que guardan ausencias―: Cuando acabe la guerra regresará.
Concluyó la guerra siciliana y regresó mi padre. Yo, había cumplido ya cinco años.
Me ungieron el pelo con aceite de rosas, me vistieron una perfumada túnica púrpura y me
tiñeron las palmas de las manos con alheña. Pusieron en mi mano una granada madura,
para presente de bienvenida. Escoltados por Abdalón y otros esclavos de la casa, mis hermanas y yo descendimos por las pinas callejuelas arrecifadas que conducen al puerto militar. Una bulliciosa multitud, entre la que destacaban los palanquines blancos de algunos
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senadores y magistrados amigos de mi padre o correligionarios suyos, se había congregado
en la explanada de los arsenales para asistir a la arribada de las naves. En cuanto nos reconocieron, los que esperaban abrieron calle respetuosamente y nos dejaron llegar al muelle.
Mi padre regresaba derrotado, pero el pueblo celebró jubilosamente el anhelado final
de la guerra como si Cartago hubiese vencido. El armisticio significaba la anulación de los
impuestos extraordinarios y el licenciamiento de los que servían en la flota.
La pentera con la insignia del rayo bárquida en el supparum atracó. Inmediatamente
dos esclavos del arsenal tendieron una pasarela para que pudiésemos subir a bordo. Fue la
primera vez que vi a mi padre. Amílcar Barca tenía cincuenta años. Me pareció alto y fornido como una torre, hermoso y terrible como Aquiles. Tenía la tez tostada por el sol y la
intemperie. En su espesa y negra barba brillaban hebras de plata. Me tomó por la cintura,
con sus manos grandes y callosas, y me izó hasta la altura de su rostro. Sonreía brevemente
mientras me contemplaba. Cubrió de besos mis mejillas. Su barba era áspera, así como sus
labios agrietados y blanquecinos. Tenía un sabor a sal en la piel.
—Así que tú eres Aníbal, ¿eh? ―murmuró, enronquecido por la emoción.
Asentí con la cabeza, fascinado por aquellos ojos que brillaban como brasas, quizá
porque contenían las lágrimas. Así que éste era mi padre, en cuya impaciente espera había
consumido cada uno de los días, incluso cada una de las horas, de mi breve vida. No se
asemejaba mucho al perfil barbudo que me mostraban en las medallas del altar familiar,
pero sentí que era él y que Amílcar no podía ser de otro modo. Después de una breve vacilación, rodeé con mis brazos su robusto cuello y lo abracé. Amílcar me atrajo contra su
pecho, se le quebró la voz y dejó de dar órdenes a la marinería. Después de un momento
me apartó con dulzura para volver a contemplarme.
—¡Aníbal! ¡Gracia de Baal! ―murmuró―. Me devuelves el gozo del regreso. Tú serás el primero de la camada del león.
Y luego, depositándome en los brazos de Abdalón, que asistía conmovido al encuentro, abrazó a mis hermanas y a los amigos que habían subido a bordo con granadas y ramos
de olivo.
El retorno de Amílcar no fue feliz. Le habían confiado el mando de las tropas que
combatían en Sicilia cuando ya los romanos habían conquistado casi toda la isla, después
de catorce años de lucha. Empero, Amílcar cambió el signo de la guerra. Tomó juiciosas
medidas y consiguió algunas victorias. Entonces regresó brevemente a Cartago para rendir
cuentas ante la Balanza y exigirle los nuevos alistamientos necesarios para proseguir la
guerra. Como es sabido, estas levas le fueron denegadas. Los mezquinos mercaderes y
terratenientes de la oligarquía senatorial fueron incapaces de comprender que la pérdida de
Sicilia acarrearía la ruina de Cartago.
Me he referido a la Balanza. Quizá deba advertir que en Cartago llamamos así al Senado porque en el dintel de entrada de la casa donde se celebran sus sesiones hay una balanza esculpida. Es el emblema de los Tagos, los antiguos propietarios del inmueble.
Cuando yo nací, mi padre había regresado a Sicilia, reclamado por el alarmante sesgo
de la guerra. El Senado romano, más generoso que el de Cartago, había reunido los fondos
necesarios para construir su cuarta escuadra. Como nuestras cada vez más escasas penteras
no se renovaban, la situación marítima se deterioró tanto que los esfuerzos de Amílcar sólo
consiguieron retrasar la inevitable derrota. Finalmente, la Balanza desistió de continuar la
lucha y aceptó las condiciones que Roma imponía: entrega de Sicilia y todas las islas menores, abstención de construir penteras y pago de una indemnización desorbitada, tres mil
doscientos talentos de plata, pagaderos en sólo diez años. Una carga cruel para una ciudad
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cuyos recursos quedaban considerablemente mermados por el tratado y por los empréstitos
de la guerra.
Con Amílcar regresaron los mercenarios de Sicilia. Se instalaron en los campamentos de Sica y eligieron delegados que reclamaran las pagas atrasadas que Cartago les debía.
Se les respondió que tuviesen paciencia, pues las arcas del Estado estaban agotadas. Hacía
años que las minas de plata de Hispania habían caído en manos de tribus indígenas insurrectas. Se necesitaba tiempo para restablecer la explotación. Estas negociaciones con los
mercenarios se confiaron a los nuevos sufetas, gente del partido de Hannón, inexperta en el
trato con los bárbaros. Sólo consiguieron soliviantarlos y volverlos recelosos. Los mercenarios sospecharon que la Balanza, cuya cicatería conocían muy bien, puesto que la habían
padecido a lo largo de la guerra, intentaba deshacerse de ellos licenciándolos con vagas
promesas de recompensas futuras. Por otra parte, las cuentas de los pagadores no coincidían con las de la Balanza. Pero, ¿a qué alargarme con detalles de todos conocidos? Los
mercenarios se sublevaron, saquearon aldeas indefensas en torno a Sica, despedazaron a
los heraldos de la Balanza, enterraron vivos a setecientos prisioneros y perpetraron toda
clase de tropelías y crueldades. También se apoderaron de las penteras fondeadas en el
Cotón y las anclaron en la bocana del puerto mercante, bloqueándolo. La ciudad quedó
aislada y sitiada tanto por tierra como por mar.
Mientras estos sucesos ocurrían, mi padre se había apartado de todos sus cargos y vivía recluido en el palacio bárquida, aparentemente consagrado a la administración de su
hacienda. Ni siquiera asistía a las sesiones de la asamblea, de la que era miembro vitalicio.
Ocupaba sus días en inspeccionar los graneros, talleres y lagares de la casa, en revisar las
cuentas de los mayordomos, en tomar las decisiones que el prudente Abdalón había aplazado hasta su regreso. Yo era como una sombra que lo seguía a todas partes, en admirativo
silencio. Y cuando él se ausentaba, buscaba la compañía de los mercenarios que Amílcar
había tomado para el servicio de la casa. Estos hombres, fieles veteranos de la guerra siciliana, habitaban en el espacioso patio inferior, frente a las caballerizas. Allí hacían vida de
campaña como si estuvieran aún en la isla. Compartía con ellos sus espesas gachas militares y asistía boquiabierto a sus ruidosos entrenamientos. Me hacía instruir en las fintas
reglamentarias de lanza y de espada así como en las paradas con el escudo o con el chuzo.
Estos juegos complacían a mi padre. No así a mi madre, que juzgaba inadecuada la influencia que sobre mí ejercían aquellos salvajes y se horrorizaba de la jerga castrense que
aprendía de ellos, completamente inadecuada, según ella, para el vástago de la ilustre familia Barca. Intentaba hacérselo comprender a Amílcar con esa femenil insistencia con que
las mujeres persiguen sus objetivos.
—Amílcar, ¿no te parece que Aníbal debiera pasar menos tiempo con los mercenarios? Cada día regresa perdido de piojos.
—No hay gloria sin piojos ―era la seca respuesta de Amílcar―. Un Barca debe
acostumbrarse a ellos.
Mientras tanto la ciudad estaba angustiada. Los famélicos y obstinados rebeldes
acampaban ya delante de sus muros, pacientemente empeñados en rendirla. La Balanza
recurrió nuevamente a Amílcar. Lo pusieron al frente de las escasas tropas que habían
permanecido leales a Cartago. Omitiré el relato de la victoriosa campaña de mi padre, tema
sobre el que ya compuse un ensayo bajo la dirección de Sosilos. Con un ejército muy inferior al mercenario, se enfrentó a los rebeldes y los aniquiló. Fue clemente con los que se le
entregaron. Alistó en sus filas a los menos comprometidos y envió a Cartago, cargados de
cadenas, a los cabecillas de la rebelión. Recuerdo muy bien la euforia de aquellos días.
Abdalón me llevó con él cuando los criados y esclavos de la casa bajaron a ver a los caudi-
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llos de la rebelión. Les habían sacado los ojos y los habían crucificado a lo largo del arrecife que conduce a la puerta de Birsa. Era un espectáculo cruel y aleccionador.
La revuelta de los mercenarios acarreó nefastas consecuencias para Cartago. Al acabar la guerra de Sicilia, la ciudad disponía todavía de una fuerza de sesenta mil hombres.
Ahora, con esa fuerza aniquilada, Cartago estaba indefensa. En tales circunstancias, Roma
mostró la medida de su perfidia: vulnerando vergonzosamente los términos del armisticio,
nos arrebató Córcega y Cerdeña y aumentó arbitrariamente la indemnización de guerra en
otros mil doscientos talentos de plata. Cartago tuvo que aceptar este nuevo atropello ante la
amenaza de ver invadido su territorio. Esta alevosía romana alimentó en mi padre un sordo
resentimiento que perduraría hasta su muerte. Para él, educado en aquella puntual observancia de los pactos que caracterizaba a la aristocracia comercial púnica de su tiempo,
resultaba impensable que un Senado que se proclamaba elegido entre los más honorables e
ilustres ciudadanos de Roma, pudiera tergiversar tan desvergonzadamente los términos de
un acuerdo. Si bien, como a menudo nos recordaba Amílcar, los romanos nunca se han
caracterizado por acomodar sus conductas a lo que es honorable, sino tan sólo a lo provechoso.
El pueblo aclamaba a Amílcar como vencedor de los rebeldes y salvador de Cartago,
pero ante la Balanza su posición era delicada. Algunos senadores querían aliviar sus conciencias de los errores del pasado culpándolo de los descalabros de Sicilia; incluso habían
intentado acusarlo de malversación de fondos públicos, pero esta moción no llegó a prosperar. De todos era bien conocido que Amílcar había recurrido incluso a su fortuna particular para subvencionar aquellos gastos a los que el escaso presupuesto de la Balanza no
alcanzaba. A pesar de todo seguía teniendo de su parte a muchos senadores que se empeñaron en votarlo como sufeta anual.
El discurso de Amílcar ante la Balanza fue memorable.
—Ilustre asamblea ―dijo―, comparezco ante vosotros no para dar cuenta de mi
irreprochable proceder cuando estuve al mando de Sicilia; tampoco para reclamar la recompensa debida a mis servicios pasados; ni siquiera para acusar a los senadores aquí presentes que, por mala fe o torpeza, han sido los causantes de los males que afligen a Cartago. Comparezco ante vosotros para tratar del futuro. Cartago ha perdido sus mejores colonias, ha perdido sus rutas comerciales más activas, sus más prósperas factorías y hasta su
granero siciliano. Los mercados de Italia, Galia, Sicilia, Cerdeña y Córcega se han cerrado
a nuestras naves. El trigo y el aceite de Sicilia tienen que ser reemplazados ahora por los
que ciertos terratenientes de África venden a un precio mucho más elevado. ―Ésta era una
clara alusión a Hannón y al partido agrícola. Los aludidos intercambiaron silenciosas miradas pero ninguno se atrevió a replicar: sabían perfectamente que la pérdida de las colonias
favorecía sus intereses particulares―. Cartago ―prosiguió mi padre―, lo sabéis de sobra,
no podrá subsistir sin sus colonias de ultramar. Los que tenemos cargas en el mar tendremos que repasar cuentas, buscar nuevos puertos, abrir nuevos mercados, nombrar nuevos
agentes. Y además tendremos que satisfacer nuestra parte en el abusivo impuesto romano.
Esto nos condena a la estrechez y quizá a la pobreza si no conseguimos estimular el comercio y restaurar la prosperidad de antaño. Pero, ¿adónde dirigirnos en busca de esos
nuevos mercados? Las tierras del Norte son dominio de Roma o de los griegos. El Levante
está ocupado por estados más poderosos que el nuestro. En el Sur sólo encontraremos chacales y arenales sedientos. No tenemos opción: solamente nos queda el Poniente.
Hizo Amílcar una pausa que Hannón, su viejo enemigo, aprovechó para intervenir:
—¿Adónde nos quieres conducir, ilustre Amílcar? Los terratenientes, a los que tanto
desprecias, estamos ansiosos por escuchar al invencible estratega que ahora pretende dirigir las finanzas de la república y nos va a revelar pingües e ignotos mercados.
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Amílcar ignoró el tono impertinente de las palabras de Hannón y respondió:
—Os quiero conducir a Hispania. Todos estaréis de acuerdo conmigo en que no nos
ha quedado otra ruta abierta para el comercio. Muchos de vosotros que me escucháis hacíais buenos negocios en Hispania antes de su rebelión. No os propongo que os esforcéis
en recuperar aquella tierra para compartir después vuestras ganancias con los desposeídos
de otros mercados. Lo que os propongo es que lleguemos a donde nuestros padres no osaron llegar, que ampliemos los dominios hispánicos de la antigua colonia para que los metales fluyan hacia Cartago en una abundancia hasta ahora desconocida, en una cantidad que
no sólo bastará para satisfacer el impuesto romano sino que, además, acrecentará nuestros
ingresos, henchirá nuestros almacenes y devolverá a esta ciudad toda la prosperidad perdida en las horas aciagas.
—¡Quimeras imposibles! ―clamó Hannón, alzándose de su asiento, ya abandonado
su anterior tono sarcástico. Y dirigiéndose a sus seguidores exclamó―: ¡Amílcar sabe muy
bien que aún en el supuesto de que pudiésemos recuperar sus colonias, Hispania está tan
explotada que no producirá ni un talento más de los acostumbrados!
—No me refiero a la docena de apáticas colonias que poseíamos antes de la insurrección ―prosiguió Amílcar en su tono pausado―. Hablo de las que fundaremos no sólo en
la costa sino en el interior del país, en las fuentes mismas de la plata, del minio y del esparto. Hablo de las minas que podremos explotar directamente si conquistamos toda esa tierra.
—El que no pudo defender Sicilia, ¿habla de conquistar nuevos territorios? ―se mofó Hannón.
Mi padre siempre abrigó deseos de retorcer el graso y corto pescuezo de Hannón, pero era hombre paciente y cortés y, como buen estratega, había aprendido a dominar sus
impulsos. Ignoró una vez más la provocación de su adversario y prosiguió su discurso.
Expuso precisa y minuciosamente su plan ante el Senado en un parlamento que duró toda
una tarde, adobado por ocasionales interpolaciones de Hannón o de sus seguidores, a pesar
de las cuales los argumentos de mi padre iban disipando los últimos recelos de los indecisos. En vano ensayó Hannón el repertorio de sus acostumbradas argucias parlamentarias.
Cuando Amílcar dio por terminado su informe recibió una larga ovación. Luego su propuesta se puso a votación. Más de las tres cuartas partes de la asamblea apoyaban el proyecto. La discusión de los medios que pondrían a su disposición quedó aplazada para las
siguientes sesiones.
Los subsidios fueron irrisorios, como cabía esperar. A Amílcar, como luego a mí, le
negaba la Balanza los medios necesarios para la salvación de Cartago. Generosos con las
palabras, pero avaros con el pan, como reza el proverbio libio. La Balanza estuvo de
acuerdo en que' Amílcar debía recuperar las colonias de Hispania y aplaudió su proyecto
de intensificar la explotación de los recursos que Cartago precisaba, plata para el comercio,
madera y esparto para la flota y hombres para el ejército. Pero pretendían que abordase tal
empresa con seis mil mercenarios y nueve viejas naves de transporte.
Amílcar contaba con la cicatería de la Balanza y con la solapada hostilidad del Gran
Consejo. No obstante aceptó el reto. Se conformó con lo que se le daba y puso manos a la
obra. Solamente impuso una condición: que su sobrino Asdrúbal Janto, recientemente casado con mi hermana Adabala, fuese nombrado almirante de la flota de Hispania. Como
prácticamente tal flota no existía, el Gran Consejo no tuvo inconveniente en otorgar a un
Barca la medalla rostrada.
Amílcar trabajó febrilmente durante tres meses, hasta la llegada de la estación seca.
Entonces se puso en camino. Nos pusimos en camino, porque yo lo acompañé a Hispania,
aunque solamente tenía ocho años. Mi padre deseaba que aprendiera a su lado el oficio de
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estratega. O quizá presentía que nunca regresaría a Cartago y prefirió tenerme a su lado en
sus últimos años. O quizá, simplemente, barruntaba que si se abatían sobre la ciudad nuevas calamidades, el colegio sacerdotal decretaría un sacrificio de primogénitos ante Tanit.
Yo era su primogénito varón ―después habían ido naciendo sucesivamente mis hermanos
Asdrúbal, Hano y Magón― y sin duda me habrían inmolado para aplacar a los dioses.
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2. UN SANTUARIO EN CÁDIZ
El viaje a Hispania fue largo y lento. Debido a la escasez de medios, los soldados y
sus familias marchaban por el camino de la costa mientras que los fardajes lo hacían en las
naves. Eran anchas y pesadas cargueras de parsimonioso navegar, requisadas por el Gran
Consejo para dotar la flota de Asdrúbal Janto. Sus capitanes, enrolados a la fuerza, por
sorteo, de las listas de la Casa del Comercio, no cesaban de refunfuñar porque Amílcar no
había dejado espacio para embarcar arqueros. Recelaban de los piratas que, aprovechando
la virtual desaparición de la escuadra cartaginesa, volvían a infestar las aguas líbicas. Por
lo tanto evitaban alejarse de la costa y estaban siempre prestos a realizar la maniobra de
varar sus cascarones en la playa más cercana si veían aparecer por el horizonte una vela
sospechosa.
En los lugares de acampada, Amílcar hacía ahumada para que las naves fondearan y
enviasen los equipajes y enseres necesarios.
Los primeros días navegué en la trirreme de Asdrúbal Janto, una bella nave pintada
de rojo y azul que tenía dos grandes ojos egipcios dibujados en la roda. Pero cuando Amílcar supo que pasaba el día echado sobre la borda y vomitando bilis sobre la negra mar, se
compadeció de mí y me permitió proseguir el viaje por tierra.
—¡Mal marino estás hecho, Aníbal! ―se chanceaba de mí―. ¿No pensarás hacerte
almirante? ¡Un almirante que se marea! ¡Qué vergüenza para los Barca!
—No, padre ―le respondía muy serio―; sólo quiero ser estratega como tú.
La afición militar del hijo del Barca era muy celebrada por los veteranos de Sicilia
que constituían la guardia personal de mi padre. Rivalizaban entre ellos por adiestrarme en
el uso de las armas, en la disposición de los pelotones y hasta en los intrincados problemas
de la táctica y estrategia, tal como ellos, en su simpleza, los entendían. De noche me cedían
sitio preferente en torno a las hogueras del campamento y celebraban que yo rechazara la
carne que me ofrecía el cocinero de Amílcar para compartir el militar rancho de tasajo y
gachas. También prestaba mi voz a las canciones sicilianas y mamertinas, a cual más procaz, que daban en cantar a coro cuando estaban borrachos. Y juraba con el brazo derecho
extendido hacia Venus, a la manera militar, y aceptaba sus bromas y sabía devolverlas
como uno más, lo que provocaba gran contento entre aquellas gentes sencillas. Amílcar
observaba estos juegos con buen semblante, pues su mayor ambición era que sus hijos se
aficionasen a la vida de las armas.
Después de setenta días de marcha a lo largo de las amarillas costas de Numidia, llegamos al promontorio que llaman Abila desde el que se divisa la tierra de Hispania al otro
lado de la lengua de agua que comunica los dos mares. Para entonces el ejército de Amílcar había aumentado a nueve mil hombres, pues muchos númidas se habían enrolado sobre
la marcha.
En Abila cruzamos el estrecho para proseguir nuestra marcha por la costa española.
Mientras tanto, Asdrúbal Janto envió a Cádiz una trirreme con el aviso de nuestra próxima
llegada, pues, debido al aumento del ejército, íbamos escasos de raciones.
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Quizá sea éste el momento de hablar de Hispania. En aquella tierra transcurrió mi juventud, me formé, hice mis primeras armas, encontré esposa y tuve a mi único hijo. Verdaderamente me siento más español que púnico. Otro de los descubrimientos de mi vejez.
La tierra de Hispania es agreste y hermosa. Se extiende desde los montes pirenaicos
hasta el mar de Cádiz. En los tiempos de Dido unos mercaderes fenicios, a los que una
tempestad había extraviado, descubrieron sus costas por casualidad. La llamaron Hispania,
que quiere decir «conejera», por la gran abundancia de roedores que observaron en ella.
Toda esta tierra es muy montañosa y está poblada de potentes encinares y espesuras en las
que, además del conejo, abundan el oso, el ciervo, el lobo y el jabalí. Pero también contiene despoblados desiertos donde no encontraréis más que zarzas, guijarros y sequedad. Muchos y muy diversos pueblos habitan su territorio, aunque, por simplificar, a todos los denominamos españoles.
La parte del sur es la más rica. La pueblan turdetanos, mastienos y oretanos. Éstos
son los más civilizados, debido al trato frecuente que han mantenido con nuestras colonias.
Su gente es próspera, pues en las costas abunda la pesca; en los llanos fluviales, el cereal y
la vid; en las montañas, el minio y la plata. Más al norte, pasadas las grises sierras de Cástulo, comienzan las tierras altas, pobres y frías, donde viven los fieros celtíberos. Las más
importantes tribus son: arevacos, pelendones, lusones, bellos, titos, berones, carpetanos,
lusitanos, vacceos, vetones, várdulos, austrigones y caristios. Es posible que olvide alguna.
Más lejos aún están los olcades y más allá los montaraces galaicos y los astures. Todos
estos pueblos se dedican a la ganadería y a la agricultura. Son mucho más pobres e incivilizados que los del meridión y levante, a los que a veces sirven como mercenarios.
Los españoles son por lo general de rasgos finos, tez clara y cabellos rizados. Es muy
frecuente ver entre ellos individuos de muy armoniosas hechuras y mujeres hermosas. La
austera dieta que practican los mantiene esbeltos; el mucho ejercicio de la caza y la guerra
los hace ágiles y resistentes; la rudeza de sus costumbres los hace belicosos y arteros en la
lucha, irreductibles a la coacción, aunque crédulos, ingenuos y fieles en el pacífico trato
humano. Sus costumbres y vida se acomodan a la continua milicia. Instalan sus poblados
en las mesetas de los cerros fluviales cuya defensa sea fácil, así como la vigilancia de campos y ganados. Habitan en inmundas cabañas de abobe y piedras con techo de ramas, sin
más muebles que toscos bancos corridos donde se sientan de día y duermen de noche. Visten mantos sencillos, aunque muy adornados de broches, amuletos y abalorios. Lo que más
aprecian son sus armas y sus caballos. Muy pocos hombres de cada comunidad detentan
toda la riqueza del poblado y la explotan por medio de esclavos que capturan en sus guerras. La extrema pobreza de los demás hombres libres impulsa a muchos de ellos a hacerse
bandoleros y vivir del robo o de la guerra. Se han habituado a este género de vida y a menudo desprecian los beneficios de la paz. Cada poblado combate al de al lado y cada tribu a
la tribu vecina. Los diversos clanes también se hacen guerra entre ellos. Por esta causa
mueren muchos hombres cada día, pero la población aumenta constantemente, y con ella el
hambre, pues las mujeres son grandes paridoras. Como, por otra parte, el país está infestado de bandoleros, puede decirse que los españoles viven sobre las armas, pues por ellas
han de adquirir lo que necesitan o forzosamente han de defenderlo. Están persuadidos de
que la muerte militar es la única forma respetable de abandonar este mundo. Con asombrosa ligereza se muestran dispuestos a darla o recibirla, pues en nada valoran la vida. Acuden
a la lucha entonando roncos cantos guerreros y bailando al son de flautas y tubas. Tal género de vida los hace muy valiosos y capaces como mercenarios.
En ninguna parte del mundo se hallan guerreros más resistentes al prolongado esfuerzo. Están habituados a trepar por los montes y a saltar entre las rocas con sus armas
ligeras. Entran en combate sin reflexión, desordenadamente, profiriendo sus gritos de gue-
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rra y agitando sus melenas y dando grandes saltos. Sus caballos son de fea estampa pero
igualmente ágiles y duros. No sabrán tirar de un carro pero están admirablemente entrenados para la guerra.
Dicho esto, regreso al hilo de mi historia.
Dos días antes de nuestra llegada a Cádiz una comisión de la ciudad salió a nuestro
encuentro. La dirigía Azarbal, un primo de Amílcar, de la rama sidonia de los Barca. Era
todavía joven, pero bajo y ventrudo. En su rostro redondo y sudoroso brillaban dos ojillos
sagaces. Mi padre y Azarbal se abrazaron y cada uno contempló el rostro del otro en silencio, derramando lágrimas por la pasada juventud, pues hacía más de treinta años que no se
veían. Azarbal destapó una jarra y escanció espumoso vino hispano en su vaso de plata.
Después de derramar devotamente la parte de Tanit, se lo ofreció a mi padre. Brindaron
por la vida mientras se ponían mutuamente al corriente de sus asuntos. Azarbal había prosperado con la guerra de Sicilia. Aprovechando su red comercial, que se extendía hasta las
minas de plata de Oretania, había adquirido gran cantidad de armas a las tribus de las montañas carpetanas (cuyo hierro es tan excelente como el del Elba) y las había canalizado
hacia Sicilia, junto con salazones, cordajes y otros productos no menos preciosos. A cambio de todo esto contentaba a los reyezuelos oretanos con vasos griegos y diversa pacotilla,
orfebrería barata, collares de cuentas de pasta vítrea, espejuelos egipcios, frascos de perfume y todos los otros géneros vistosos pero de escaso valor que las naves del garón le
traían en la tornada de Grecia, de Fenicia o de Alejandría. Los reyezuelos hispanos son
muy aficionados al lujo y a los productos exóticos, aunque no por eso dejan de vivir en
miserables chozas que rechazaría un esclavo en Cartago.
Sentado frente al fuego del campamento, con la copa de cincelada plata en las manos, entre sorbo y sorbo del especiado vino, Azarbal fue poniendo a mi padre al corriente
de la situación.
—Tanit, rostro de Baal, se ha apiadado por fin de nosotros al enviarte, primo. Las cosas de aquí no pueden marchar peor. Cuando la rebelión de los mercenarios en Cartago, la
Balanza retiró las guarniciones de los castillos que vigilan el Guadalquivir. Puso en su
lugar a los dudosos auxiliares turdetanos, con vagas promesas de pagarles soldadas. Pero,
como el dinero no llegaba, se sublevaron, dieron muerte a los agentes consulares que habían sido lo suficientemente temerarios como para no retirarse a tiempo y saquearon y robaron todas las propiedades púnicas. Después formaron cuadrillas y bajaron hacia la costa,
donde devastaron las factorías del garón. Todo se ha perdido: las salinas están abandonadas, los embarcaderos podridos, las huertas han dejado de producir, el trigo escasea, la
producción de garón ha descendido a menos de la mitad. Una calamidad absoluta. Puede
decirse que Cádiz vive de lo que ahorró en los años de abundancia que precedieron al
desastre, pero ya son muchos los que han tocado el fondo de sus bolsas y están pensando
en mudarse a las colonias de Marruecos. Los escasos impuestos que recauda el consejo
apenas alcanzan para mantener a doscientos turdetanos que nos son fieles todavía, y que
aunque dicen proteger la ciudad, lo cierto es que la esquilman con sus continuas exigencias.
Amílcar escuchaba reflexivamente, sorbía de su vino y no decía nada. Años después
me confió que en aquellos días estuvo tentado de abandonar la empresa y regresar a Cartago. Pero su indomable orgullo Barca se lo impidió. Aunque había perdido la guerra de
Sicilia, los romanos nunca lo habían derrotado. Si se hubiese retirado de Hispania, la Balanza habría designado en su lugar a Gisco o a cualquier otro inepto familiar del Gran Consejo y esto hubiese sellado definitivamente la ruina de Cartago, pues una nueva guerra
contra Roma era inevitable. Amílcar mantuvo siempre la íntima convicción de que el conflicto entre Cartago y Roma sólo podía saldarse con el completo aniquilamiento de una de
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las dos repúblicas. Sólo estábamos viviendo una tregua necesaria para que cada bando recuperara fuerzas.
Pero en aquellos días yo era un niño ajeno a estas preocupaciones que desvelaban a
mi padre. Mi única causa de desvelo era la ansiedad por llegar a Cádiz, cuyas maravillas
oía relatar cada noche delante del fuego del campamento, de labios de algunos veteranos
griegos y sicilianos que se jactaban de conocerla.
Cádiz es una ciudad y es una isla. La isla es larga y estrecha como un fémur. Del lado que mira a tierra firme es casi recta, pero en el lado del mar se eleva y forma dos promontorios. En el más ancho está la ciudad, en el otro el famoso santuario de Melcarte. Los
une una antigua calzada de piedra. La isla parece tendida delante de la costa española, a
corta distancia de ella, separada tan sólo por un brazo de mar que semeja río.
No os imaginéis una colonia maloliente de podridas casuchas de paja habitadas por
indolentes esclavos al servicio de sucios agentes consulares, tan sólo obsesionados por
sisar lo necesario para asegurarse una opulenta vejez en la metrópoli. Cádiz es una ciudad
tan bella como Cartago y sin duda la más ilustre de Hispania. En sus limpias calles se alinean casas de hasta cuatro pisos de altura. Las más ricas rematan en terrazas y en torres
mirador cuyas vigas refulgen con brillantes colores. Contando el número de las torres puedes saber cuántos ilustres comerciantes habitan la ciudad, pues existe la costumbre de asomarse al mar desde los altos miradores para asistir a la entrada en puerto de las panzudas
naves que regresan de África o de la Mar Tenebrosa con sus cargas de estaño y ámbar, oro
y marfil. Hay palacios con jardines y estanques y oratorios callejeros en los que las bellas
devotas queman incienso ante Tanit y se ungen de aceite los pechos desnudos.
A nuestra llegada a Cádiz, Amílcar dejó a Bomílcar al mando de la tropa y pasó a la
ciudad en cuyo espacioso embarcadero fondeaban, desde la víspera, las naves de Asdrúbal.
Las autoridades acudieron a recibirnos. Eran siete ancianos cuyos graves semblantes apenas disimulaban la consternación que producía la llegada del representante de la Balanza.
Noplo, el joven y sagaz oficial contador, susurró al oído de mí padre:
—Tiemblan como los administradores rapaces cuando el ausente amo aparece por la
finca y exige los libros de cuentas.
Después de la ceremonia de presentación, nos agasajaron con un banquete en el que
no faltaron bellas bailarinas y exquisito garón, los dos famosos productos gaditanos. No
hay nada como la danza gaditana para alegrar el abatido corazón de un hombre. Al compás
de la música enervante, las hermosas muchachas semidesnudas ondulan muellemente sus
aceitados cuerpos, adoptando provocativas actitudes. Las bailarinas gaditanas están habituadas a exhibir sus más íntimos encantos y saben inquietar a los que las contemplan con
sólo agitar las firmes y atractivas caderas. Lascivas canciones, cuya letra ruborizaría a un
mamporrero númida, acompañan al dulce estremecimiento de la carne. Y todo ello se adoba con guiños pícaros y provocativos gestos dirigidos a los espectadores más jóvenes. De
vez en cuando las bailarinas discurren entre los comensales hurtándose a sus caricias y
provocándolas con maliciosa sonrisa. Entonces un aroma a bálsamo y cinamomo se desprende de la ondulación de sus largas cabelleras y queda flotando en el ambiente como la
vaga promesa de más turbadoras intimidades.
Cuando la comida iba mediada y los comensales daban muestras de estar algo borrachos, Azarbal se empeñó en oficiar de mayordomo, cargo que para él consistía en increpar
constantemente a los coperos y aburrir a los invitados con prolijas explicaciones acerca de
la adecuada proporción de agua que debe mezclarse con el vino. En cuanto al famoso garón, llegó a la mesa en grandes tarros de vidrio. Azarbal dirigió su faramalla a los oficiales
de Amílcar intentando ilustrarlos sobre las propiedades y virtudes del excelente aperitivo.
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—Abrid los ojos, bravos mílites que emuláis a Ares, y enjugad vuestras profundas
fauces porque estáis a punto de catar la verdadera y legítima ambrosía divina. Este garón
procede de mí despensa particular, lo cual quiere decir que no lo encontraréis mejor en
Cádiz. ―Algunos gaditanos presentes, también fabricantes de garón, iniciaron un gesto de
protesta, pero Azarbal los ignoró y prosiguió su discurso―: Me preguntaréis, ¿por qué es
garón de la mejor calidad? Bien. Os lo voy a decir: porque está elaborado a base de hocicos, paladares, intestinos, hipogastrios y gargantas de escogidos peces; a saber: atún, murena, escombro y hético esturión. Puedo jurar por las barbas de Melcarte que no he añadido
fraudulentamente morralla alguna de peces pequeños, como hacen otros. ―Al decir esto
dirigió una malévola mirada a uno de los senadores presentes, también exportador de garón. El aludido sonrió como sí le dolieran las muelas y se removió intranquilo en su asiento. Azarbal apuró su copa de un golpe, enjugó su boca con el dorso de la mano y prosiguió―: Se deja en salmuera el tiempo necesario y la fermentación natural, ese misterio
divino, obra todo el prodigio. Como en el vino o como en el oro. Este garón es tan excelente que puede mezclarse con todo: aceite, vino, agua, vinagre, lo que sea. Y adereza igualmente los platos de pescado, carne, fruta o verdura.
—Bebe y deja de aburrirnos ―lo interrumpió Cartalón, todavía joven sargento de
caballería pero ya consumado borracho, poniéndole una mano en el hombro y obligándolo
a sentarse―. La milicia no necesita filosofías. ―Y tomando un puñado del garón más espeso se lo embutió en la boca mientras los senadores gaditanos intercambiaban escandalizadas y reprobadoras miradas.
El festín se prolongó hasta la madrugada, pero Amílcar se excusó y se retiró mucho
antes, llevándome con él.
—Mañana hemos de subir al santuario de Melcarte para ofrecer el sacrificio propiciatorio.
Nos levantamos muy temprano, salimos de la ciudad y ascendimos a través del bosque hasta la cima del promontorio sagrado. Allá arriba, en la pétrea y desarbolada meseta,
se erige el santuario de Melcarte. No es un edificio imponente de mármol y maderas preciosas pintado de vivos colores, al estilo de los templos griegos. Un muro bajo y circular,
en el que se abren tres sencillas puertas equidistantes, acota el recinto sagrado. En el centro
de la circunferencia se alza una pequeña construcción de piedra con tejado de losas, no
mayor que la humilde choza de un pastor. Allí se venera el betilo sagrado. Es una gran
piedra esférica debajo de la cual se dice que están sepultadas las cenizas de Melcarte. Delante de la capilla crece un añoso olivo cuyas ramas se reflejan en el agua de un carcomido
estanque. El nivel desciende con la marea alta y sube con la baja, cosa maravillosa y difícil
de creer, pero cierta. En el recinto existe otro árbol, de una especie desconocida, cuyas
hojas tienen forma de espada. Si se le corta una rama, el muñón exuda leche; si una raíz,
sangre.
Salió a recibirnos el viejo sacerdote que estaba a cargo del fuego perpetuo. Vestía
una sencilla túnica de lino, andaba descalzo y llevaba la cabeza rapada. Saludó afectuosamente a Amílcar y me hizo el signo de Melcarte en la frente. Azarbal le entregó un odre de
sangre con el que regó concienzudamente la superficie del pequeño altar franqueado por
dos columnas de bronce que existe a la entrada de la capilla. Luego recitó una salmodia
ininteligible y, tomando un tizón del fuego, encendió los dos pebeteros que pendían de las
columnas de bronce. Inmediatamente percibimos el intenso perfume del incienso. La humareda ahuyentó las moscas que habían acudido a la sangre vertida. Reparé en que todo el
suelo estaba como nevado de plumón de paloma.
Dos esclavos acercaron el ternero sacrificial. Con profesional destreza, el sacerdote
ató las tres patas del animal y ayudado por todos los presentes lo colocó sobre el altar.
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Hurgó brevemente en la papada en busca de las palpitaciones de la arteria y cuando la hubo
encontrado hirió en aquel punto con su pequeño cuchillo de piedra. El potente chorro de
sangre rebotó contra el altar y se deslizó por las acanaladuras espirales de las columnas de
bronce.
—El augurio es excelente, a juzgar por la fuerza y la distancia ―cuchicheó Azarbal,
aupándose hasta el oído de mi padre.
El sacerdote, que sostenía la víctima en sus estertores agónicos con una especie de
ternura, dirigió una severa mirada al que hablaba, imponiendo silencio. Recitaba entre
dientes las sagradas fórmulas propiciatorias. Cuando el ternero hubo expulsado la vida, le
extrajeron el hígado. Amílcar se adelantó y posó su mano derecha sobre la víscera humeante que el sacerdote le presentaba.
—Melcarte en los que humildemente servimos a Tanit y a Baal ―recitó―. Prosperidad y juicio para Cartago y para los Barca. No nos apartes de tu rostro y concédenos el
galardón de restaurar la justicia. Que nuestra mano castigue la perfidia de Roma que juró
en tu nombre tratados que ahora vulnera.
Dicho esto, Amílcar se volvió y me llamó a su lado.
—¿Quieres jurar tú también, Aníbal?
—Sí, padre.
Repetí las palabras que Amílcar me iba apuntando mientras notaba, debajo de la
mano, las tibias palpitaciones del hígado sangrante. Luego nos lavamos las manos, la cara
y los pies en el estanque sagrado y dimos tres vueltas en torno al betilo.
—Regresa mañana y cuéntame lo que soñarás esta noche ―dijo el sacerdote a mi
padre cuando nos despedimos.
Aquella noche Amílcar tuvo un sueño. Montaba un caballo blanco desconocido de
regreso de una partida de caza en la que había cobrado un jabalí gigantesco. Al descabalgar, el caballo se iba derecho a un manantial que se desprendía de una peña, abrevó en él y
comió cebada en un pesebre de plata que junto al manantial estaba. Éste fue el sueño. El
sacerdote hizo la siguiente interpretación: el jabalí es el animal protector de los carpetanos.
Eso quiere decir que los derrotarás y cautivarás. El caballo blanco simboliza a Cartago y a
Baal, bajo cuya tutela ascenderás hasta las fuentes de los ríos de Hispania, más allá de
donde jamás osaron llegar los cartagineses, a las mismas venas de la plata. Eso es lo que
representa el pesebre. La cebada que come el caballo, sin mezcla de paja, significa la prosperidad de Cartago que estás llamado a renovar.
En los días que siguieron mi padre trabajó intensamente para averiguar la verdadera
situación de los púnicos en Hispania. Indagó entre los agentes consulares, amenazó a los
que respondían evasivamente y acabó descubriendo que la situación de la colonia no era
tan desastrosa como sus munícipes habían hecho creer a la Balanza. Era cierto que ya no se
controlaba la vía de la plata y que, debido a los nuevos intermediarios surgidos entre los
reyezuelos indígenas, las ganancias habían mermado considerablemente. Pero, en cualquier
caso, los productos continuaban llegando a Cádiz. Los agentes consulares habían urdido el
engaño: enviaban informes falsos a sus compañías y se embolsaban más de la mitad de las
ganancias en lugar del veinte por ciento que marca la ley. Cuando se hubo hecho cargo de
la situación, Amílcar convocó a los responsables y se encerró con ellos durante toda una
mañana. Primero los reprendió severamente, luego les propuso una solución que podía
satisfacer a las dos partes: él no denunciaba a la Casa del Comercio la verdadera situación
en Hispania y ellos, a cambio, satisfacían el montante de tributos correspondiente a sus
ganancias reales. Algunos agentes intercambiaron triunfales miradas. Ya tenemos lo de
siempre, un general que se vende y que nos dejará las manos libres. Pero Amílcar dejó
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claro que no quería aquel dinero para él, sino para satisfacer la soldada de los mercenarios
que había alistado por su cuenta a lo largo de la costa númida y la de los que pensaba seguir alistando para restablecer el dominio cartaginés en la vía de la plata. Lo creyeran o no,
el trato resultaba honorable y conveniente para todos, puesto que si se recuperaba el territorio perdido pronto se restablecerían los antiguos negocios. Mientras tanto, Amílcar haría la
vista gorda a las cargueras griegas que subrepticiamente acudían cada semana a embarcar
los productos de Cádiz, almacenados en los puertos subsidiarios de Marruecos, comercio
que estaba severamente prohibido por la Balanza, aunque también es cierto que tal prohibición databa de los tiempos en que Cartago poseía barcos suficientes para realizar su propio
comercio.
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3. LA CONQUISTA DE HISPANIA
Amílcar no se demoró en Cádiz más tiempo del estrictamente necesario para controlar los asuntos de la colonia. Después reunió a sus tropas y marchó hacia Poniente.
Esta vez no me llevó con él. Considerando conveniente reanudar mi instrucción con
lecciones de gramática, retórica y dialéctica, había contratado al mejor pedagogo que pudo
encontrar entre la menguada colonia griega de la ciudad. Así fue como entré en los dominios del ilustre Sosilos de Lacedemonia que, andando el tiempo, sería mi mejor amigo y
consejero. De Sosilos aprendí la noble lengua griega y las otras cosas a ella pertenecientes:
el conocimiento, la equidad, la templanza, el sentido de la proporción y de la armonía, la
estimación de la razón, el respeto a los dioses, tanto estatales como familiares, y a los
hombres, tanto vivos como muertos. Y entre estos últimos, la admiración por Homero,
Hesíodo y Platón.
Sosilos tenía veintisiete años. Había llegado a Cádiz acompañando el exilio de su padre, un filósofo ciego que, en tiempos de la guerra siciliana, hubo de huir de Siracusa bajo
la acusación de connivencia con los cartagineses.
La primera campaña de Amílcar fue contra los tartesios turdetanos que habitan la región de Tarsis (aunque existen otras Tarsis en Hispania), donde están los dos ríos, el Iberus, cuyas aguas saben a hierro, y el Sangre, así llamado por el color de la escoria mineral
que tiñe sus orillas. Los tartesios turdetanos son increíblemente ricos no sólo por los metales que extraen de sus montañas, sino por el estaño y el oro, procedente de otros territorios
del interior, con el que comercian. Como suele acaecer a los pueblos amantes de la vida
regalada, entre los tartesios abundan los poetas, cantores y músicos, espléndidamente pagados por los numerosos mecenas, pero escasean los buenos soldados. Prefieren confiar la
defensa de sus ciudades a celtíberos asalariados que contratan en las tierras del norte.
Cuando los tartesios supieron que Amílcar había llegado a Cádiz con un potente ejército, se apresuraron a llamar en su auxilio a dos tribus celtíberas de la meseta cuyos caudillos, los hermanos Istolacio e Indortes, se habían proclamado reyes de un extenso territorio.
Amílcar procedió con rapidez. Primero invadió las tierras de Tarsis y conquistó sus
poblados y sus minas, antes de que los refuerzos celtíberos pudiesen alcanzar territorio
púnico. Dejó en estos lugares guarniciones libias y, llevando consigo a toda la caballería
númida de Nuras Avas, remontó el Guadalquivir para salir al paso de los bárbaros. Los
tomó por sorpresa y los cercó en la colina de Aipa, donde habían acampado. Es bien conocida la brillante estratagema de que se sirvió para derrotarlos: amagó una huida de su infantería pesada al tiempo que lanzaba la caballería sobre Indortes. Éste, empeñado en el
alcance de los que huían, había cometido la torpeza de congregar a su gente en una posición difícil, donde les resultaba imposible desplegarse. Istolacio acudió en ayuda de su
hermano pero un númida le abrió la cabeza de un sablazo. A Indortes lo capturaron vivo.
Amílcar permitió que le sacaran los ojos antes de crucificarlo, en castigo por la castración
y empalamiento de unos exploradores que los bárbaros habían capturado la víspera de la
batalla. Indortes, puesto en la cruz, murió entonando cantos guerreros.
En esta ocasión se puso de manifiesto una curiosa costumbre de los españoles. Muchos guerreros están ligados a su caudillo por un solemne juramento que, en caso de que
éste muera en combate, los obliga a suicidarse. Al menos doscientos seguidores de Istola-
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cio e Indortes se sacrificaron de esta forma, degollándose unos a otros en el mismo campo
de batalla. Pero también hubo muchos otros que, viéndose cercados y sin posibilidad de
salvarse, se rindieron y entregaron las armas. Casi todos ellos consintieron en unirse al
ejército de Amílcar.
Algunos soldados de Istolacio eran turdetanos, incorporados por la fuerza en diversos
lugares del Guadalquivir. Estos turdetanos son guerreros de menor calidad. Mostrándose
magnánimo con ellos, Amílcar renunció a alistarlos, les devolvió sus armas y los dejó en
libertad para que pudiesen regresar a sus lugares de origen. Muchos senados y régulos de
dichos lugares, ganados por la clemencia de Amílcar y temerosos de su poder, se apresuraron a renovar los antiguos tratados. Amílcar impuso los mismos tributos que solían satisfacer e idénticas obligaciones, especialmente la de mantener reparadas y libres de bandidos
las calzadas por las que la plata de Sierra Morena había de llegar a los puertos de la costa.
Con estas y otras acertadas disposiciones de gobierno, mi padre se atrajo la amistad de
muchos españoles, si bien es cierto que otros se resistieron a aceptar los antiguos tratados,
con su pesada carga de tributos y servidumbres, y hubieron de ser sometidos por fuerza de
armas.
En una de sus visitas a Cádiz, Amílcar me trajo un esclavo. Era un niño oretano, de
unos cuatro años de edad, al que habían encontrado llorando y casi ahilado de hambre entre
las ruinas de un poblado incendiado. No tenía nombre ni sabía hablar. Sosilos lo llamó
Hermión. Este esclavo me ha acompañado durante toda mi vida. Incluso ahora, en mi desgracia, no se aparta de mí. Levanto la cabeza de estas líneas, miro por la ventana y puedo
verlo frente a mi prisión a la sombra de la escuálida palmera. Lleva toda la tarde reparando,
con infantil aplicación, una trompeta de juguete que le han regalado los soldados que me
custodian. Las fatigas de Italia y la tortura a que lo sometieron los romanos, lo volvieron
loco. Ahora vuelve a ser aquel niño oretano babeante que no sabe hablar y que me sigue a
todas partes como un perro. Siento hacia él una piedad infinita. A menudo me sorprendo
considerando, con pesar, lo que será de él después de mi muerte.
Los éxitos de Amílcar devolvieron la prosperidad a los exhaustos graneros y almacenes de Cartago. Descendió el precio del pan y se puso coto a las especulaciones de Hannón
y sus secuaces del partido agrícola. Con esta mudanza se avivó el rencor que el Gran Consejo y los senadores afectados profesaban hacia los Barca. Ellos mismos denunciaron a mi
padre e hicieron llegar a Roma detallados informes de sus conquistas. Los Claudios y los
Escipiones presionaron para que una comisión oficial del Senado viajase a Hispania con
objeto de investigar sobre el terreno los progresos de Amílcar. Uno de aquellos parlamentarios fue Cayo Papirio, el que sería cónsul el año 231. Papirio recordó a mi padre que el
tratado de 348 seguía vigente. Este tratado, cuyo principal objeto era salvaguardar Denia y
otras colonias marsellesas y griegas aliadas de Roma, señalaba el cabo Farina como límite
de la expansión cartaginesa. Amílcar justificó sus conquistas alegando que aquellas colonias y factorías habían sido abandonadas por los griegos en tiempos de la rebelión hispánica y, por lo tanto, cuando él las capturó se encontraban despobladas y desiertas. Por otra
parte, Cartago precisaba nuevos recursos si quería reunir la gran cantidad de plata que cada
año había de pagar a Roma. Este argumento confundió a los romanos. Nunca han sido
buenos negociadores. Hace demasiado poco que dejaron el arado y aún huelen a estiércol.
Son incapaces de apreciar la complejidad de un pacto internacional, habituados como están
a las sencillas transacciones de sus padres: dos medidas de grano, una vaca, treinta cerdas
paridas. Sabían que habían cometido el error de subestimar la capacidad de recuperación
de Cartago y lamentaban no habernos lastrado con una indemnización de guerra aún mayor, suficientemente abusiva como para impedirnos levantar cabeza.
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Los enviados regresaron a Roma con la íntima convicción de haber sido burlados por
Amílcar. Pero no fueron los únicos decepcionados. Un mes después mi padre recibió un
detallado informe de su primo Arbil en el que daba cuenta de las furibundas denuncias que
Hannón promovía en la Balanza. Era evidente que también los agrícolas de Cartago se
habían sentido insultados por el éxito del Barca.
Escribo a ratos y dormito después de apurar mi ración de espeso vino. En mis sueños
creo recordar, quizá recuerdo, quizá veo, a mi padre y a Sileno, su secretario griego. Son
otra vez jóvenes. Nuevamente resuenan en mis oídos palabras pronunciadas en el otro extremo de mi vida.
—Cartago es como un barco a la deriva, gobernado por una pandilla de incompetentes. Privado de la mano de un hábil piloto que lo conduzca a buen puerto, es seguro que
pronto se irá a pique. Pero hemos nacido en una época desgraciada, señor. Los dioses nos
han vuelto la espalda como antes a los griegos y antes de ellos a los persas. La ciudad está
en manos de tenderos que por no arriesgar la ganancia de mañana son capaces de permitir
que la república se pierda para siempre. Además desconfían de los Barca. Están convencidos de que aspiras a restaurar la antigua monarquía. Quizá no vayan descaminados. Es
posible que la salvación de Cartago esté en manos de los Barca, pero si los Barca salvan a
Cartago, habrá que hacerlos reyes. Nunca seremos reyes. La Balanza y el Gran Consejo
abrirían las puertas a los romanos antes que permitir que un Barca rigiera la ciudad. No nos
engañemos: en Hispania acuñamos monedas con nuestra efigie, para que los indígenas nos
respeten y teman como a criaturas divinas, pero nunca seremos reyes. Mi corazón se entristece por la camada del león, por mis pobres hijos, no ya por Cartago ni por las Setenta estirpes de los púnicos de las que pronto no quedará memoria.
Omitiré el relato de las victoriosas campañas de Amílcar puesto que ya las ha historiado insuperablemente Sileno. En el año 233 falleció mi madre, a la que no había vuelto a
ver después de la triste despedida en el Cotón. Aquel mismo año el fiel Arbil trajo a Cádiz
a mis hermanos Asdrúbal y Magón.
Mientras tanto, la Balanza reclutaba colonos y nombraba a los oficiales administrativos que habrían de hacerse cargo de la creciente burocracia de Hispania. Llegaban unos y
otros en multitud creciente, atraídos por las fáciles ganancias, impacientes por enriquecerse, dispuestos a sangrar las antiguas colonias que mi padre reconquistaba o las nuevas que
fundaba a lo largo de las costas levantinas. Gracias al ventajoso tratado, muchas factorías y
mercados abandonados por los griegos pasaban ahora a dominio de pleno derecho de los
púnicos.
En el ejército de Amílcar nuevos oficiales jóvenes y capaces fueron sustituyendo a
los sicilianos muertos en combate o retirados de las armas por la achacosa vejez. Estos
últimos recibían espléndidas fincas en la Turdetania y se retiraban a vivir en ellas rodeados
de esclavos, de bellas muchachas gaditanas y de músicos. Cartalón, al que creo haber mencionado ya, se hizo cargo de la caballería; Asdrúbal Lacón, el medio libio que sólo pensaba
en las mujeres y la pelea, entrenaba a los nuevos reclutas y los hacía combatir a la griega.
Nuevos contingentes llegaban de África al mando de Amarca; más de dos mil númidas se
alistaron en los regimientos de Nuras Ava, atraídos por las pagas y los regalos.
Después de conquistar la costa y de establecer nuevamente el comercio a lo largo de
las tres vías de la plata tradicionales (por el Guadalquivir, por Baza y por Levante), Amílcar amplió sus conquistas hacia el interior del país. Cada cierto tiempo recibía una carta de
la Balanza ordenándole que nombrase funcionarios gubernativos para el control y administración de los nuevos poblados y territorios. Pero lo último que Amílcar deseaba era aceptar la rémora de espías oficiales mantenidos a sus expensas. A cada nueva requisitoria recibida, Sileno, el eficiente secretario de cartas, respondía con su amable y fría prosa oficial
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que tal poblado o tal región distaban mucho de encontrarse totalmente pacificados. El territorio de la colonia hispánica se había duplicado en apenas ocho años, desde la llegada de
Amílcar, pero, a efectos oficiales, sólo las antiguas factorías de la costa recibieron nuevos
gobernadores designados por la Balanza. En el interior, los agentes comerciales de los Barca eran los gobernadores efectivos, con potestad para recaudar impuestos, alistar tropas,
imponer penas y juzgar delitos reservados. Amílcar estableció un escalafón sobre los libros
de su mayordomía y una escala proporcional de salarios y gratificaciones. De hecho algunos competentes empleados de la Casa del Comercio devolvieron sus credenciales al registro de la Balanza y se ajustaron con los Barca, atraídos por sus salarios más elevados y
mejores perspectivas de promoción futura. Este tipo de política iniciada por mi padre fue
luego mantenida por Asdrúbal y después por mí mismo a través de nuestro fiel ministro
Sileno. Sólo tuvo un problema: la mayoría de estos eficientes funcionarios continuaron
espiando para sus amigos de Cartago. Pero esto lo supe cuando ya era demasiado tarde.
La explotación de tributos apenas alcanzaba para satisfacer las soldadas, recompensas y retiros del ejército. Por lo tanto los Barca nos reservamos el monopolio comercial de
los más variados productos de la Turdetania: trigo, vino, aceite, cera, miel, tejidos, pez,
cochinilla, minio (de mejor calidad que el de la tierra sinópica), sal fósil y lanas. Para escapar al control de los funcionarios de la Balanza, casi todo este comercio se encauzaba por
puertos privados, principalmente los de Adra y Baria, y por otros de las vecinas costas
Baleares y marroquíes a donde acudían las panzudas naves, de hasta dos mil ánforas de
capacidad, que luego pasaban los estrechos de Sicilia y Cartago e iban a surtir los ávidos
mercados del Este.
Cuando cumplí catorce años, Amílcar me concedió mando de tropa y me regaló una
hermosa falcata. Así se llama el sable corto que usan los españoles. Su hoja no es recta
sino en forma de ángulo, con el filo en la parte interior. Sus tajos infligen terribles heridas
y son capaces de penetrar el escudo y cortar el brazo que lo sostiene o de decapitar limpiamente al adversario. En las fiestas hispánicas es frecuente el espectáculo de contemplar
cómo los guerreros, excitados por la bebida, descabezan nervudos toros con un solo tajo de
sus falcatas. Esta arma es lo más valioso que posee un guerrero hispano. La aprecia más
que a su mujer y a sus hijos pues sin ella toda la familia perecería de hambre. Cuando quieren probar si una falcata es buena, la apoyan de plano sobre la cabeza y la doblan hasta que
la punta y la empuñadura tocan los hombros. Luego la sueltan de golpe y el sable salta en
el aire como un resorte y se endereza de nuevo sin que quede rastro alguno de torcedura:
esto es indicio de que la hoja está bien forjada. El secreto de tal elasticidad reside, por una
parte, en el hierro extremadamente puro y muy trabajado que utilizan y, por otra, en su
labrado en frío, sobre dos láminas superpuestas de metal que van trabando a base de pequeños y repetidos martillazos, de manera que las caras exteriores se endurezcan convenientemente mientras que el núcleo interior se mantiene blando y elástico.
Entonces comenzó mi vida militar. Sosilos continuaba acompañándome, pero ya más
como amigo que como preceptor, aunque seguía reprendiéndome cuando no prestaba atención a sus lecciones. En estos casos intentaba distanciarse otorgándome el título de «señor», lo que hacía que nuestra relación resultase bastante cómica, particularmente cuando
yo fingía enfadarme, dejándome llevar por mi sangre fenicia según él, y amenazaba con
hacerlo despellejar.
La primera misión importante que me encomendó Amílcar consistió en inspeccionar
y reforzar la línea de castillos y recintos que vigilaba la vía de la plata a lo largo del Guadalquivir. Esta línea se extiende desde las mismas fuentes del río hasta los llanos de Triana,
en el lugar llamado Sevilla, donde hay un embarcadero de gabarras y una serie de almacenes.
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Antes de remontar el río ofrecí el sacrificio acostumbrado a Fósforos, cuyo santuario
está en la desembocadura. Es un lugar más pintoresco que sobrecogedor. Delante de la
costa se extiende una dilatada barra arenosa salpicada de pecios en los que habitan suculentos langostinos. Grandes bandadas de pájaros de las más diversas especies cruzan constantemente por el cielo camino de las marismas. Las mareas se dejan notar más de cien kilómetros río arriba, favoreciendo la navegación de barcos de carga hasta los embarcaderos de
Triana. Las penteras y barcos de menor calado pueden llegar mucho más lejos, hasta un
poblado que llaman Córdoba, cuyos varones son famosos entre los turdetanos por la fecundidad de su pensamiento y rectitud de sus juicios, así como los griegos lo son entre nosotros. Este viaje fluvial es placentero, pues el río discurre entre arboledas y plantaciones de
variadas especies cultivadas con gran esmero.
En invierno se desaparejaban los buques y cesaban los transportes fluviales. Entonces me retiraba al campamento principal, en Carmona, mientras que mi padre regresaba a
Cádiz para cuidarse de organizar los envíos de plata. La flota de Asdrúbal Janto había aumentado a cincuenta penteras. En cada tornavuelta traía cierto número de familias púnicas
que el sufeta del mar ajustaba para poblar las nuevas colonias y algunos lugares convenientes, entre ellos la propia Carmona.
En Carmona adopté las disposiciones necesarias para el mejor gobierno y defensa de
la ciudad. Hice acampar a las tropas fuera de los muros, para quitarlos de comodidades y
evitar que molestasen a la población, si bien dispuse que los númidas que tuviesen mujer e
hijos se alojasen en la acrópolis. Por mi parte instalé mi residencia en una torre fuerte desde la que podía inspeccionar cómodamente la construcción de la puerta de Melcarte. Además, quedaba a un paso del campamento mayor, cuyas primeras chozas se apoyaban en la
nueva muralla. Conservo un recuerdo especialmente grato de un invierno en que Sosilos
vino a reunirse conmigo, siempre deseoso, como él decía, de atemperar mi natural inclinación hacia las bárbaras costumbres de la milicia. Más exigente que nunca, impuso que nos
comunicásemos solamente en griego. Considerando que ya era llegada la hora de invertir
mi talento en una obra de más ambición que las consabidas odas escolares, se empeñó en
que redactara un ensayo extenso. Me propuso diversos temas, entre los que escogí el que
me pareció menos tedioso: un comentario de las campañas asiáticas de Cneo Manlio Vulso.
Fue un invierno excepcionalmente lluvioso. Las riadas del Guadalquivir arrastraron
el puente de barcas que Amílcar había construido la primavera anterior para el trasiego de
los elefantes. La campiña se inundó. El campo de armas estaba tan encharcado que hubo
que suspender los entrenamientos de la tropa. Obligado a permanecer inactivo en los vastos
aposentos de la torre Melcarte, me entregué con verdadera fruición al estudio de los libros
que Sosilos había traído de Cádiz y a la composición de mi obra.
Cierro el ojo y puedo percibir el crepitar de los leños con que Hermión alimentaba la
chimenea del salón mientras que la lluvia rebotaba sobre el alabastro de la ventana y las
ráfagas de viento helado se colaban por debajo de la puerta removiendo la paja del suelo.
Lo abro y vuelvo a estar prisionero en la devastada soledad de esta torre, en medio del
abrasado desierto, en el otro extremo del mundo.
Por aquellas fechas Roma y Cartago acordaron un nuevo tratado que delimitaba, en
la divisoria del río Ebro, sus respectivas zonas de influencia en Hispania. El arreglo resultaba muy ventajoso para Cartago puesto que claramente ampliaba nuestro territorio hasta
mucho más al norte de lo que Amílcar hubiera soñado jamás. Al propio tiempo frenaba
considerablemente las ambiciones de los marselleses y otros griegos al servicio de Roma.
Este tratado provocó una voluminosa correspondencia entre la oficina de Sileno y numerosos comerciantes y senadores del partido bárquida. También recibimos una curiosa carta
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personal del propio Hannón, redactada en su característico ampuloso estilo asiático. En ella
se congratulaba de los ventajosos términos del acuerdo y señalaba que en la legación que
lo discutió figuraban varios miembros de su familia que durante las duras negociaciones
habían seguido escrupulosamente sus instrucciones, lo que equivalía a presentarlo como
logro personal suyo.
Cuando se conocieron los términos del acuerdo, Asdrúbal Janto propuso un brindis
por las buenas noticias, pero Amílcar le dijo:
—Modera tu entusiasmo, hijo. El pacto no significa nada. Lo han negociado aprovechando la situación, que es, por el momento, desfavorable a los romanos. Roma se prepara
para hacer frente a un ataque inminente por parte de las tribus galas. Está interesada en
pacificar el lado del mar. Cuando acaben con los bárbaros ignorarán lo acordado.
Por la misma época de su carta, Hannón, al que las victorias de Amílcar enfurecían,
pronunció un violento discurso atacando «el desorbitado imperio y los dominios regios
―cito literalmente― que el Barca se abroga en Hispania». No tuvo demasiado eco en la
Balanza. Aquel conciliábulo de mercaderes, cuyos negocios marchaban viento en popa
gracias a las conquistas de mi padre, no estaba dispuesto a prestar oídos al cada vez más
reducido grupo de los que lo atacaban. Máxime cuando, desde hacía ya cuatro años, Amílcar no había solicitado ningún subsidio de la Balanza.
Los asuntos de Hispania marchaban prósperamente, pero nos obligaban a vivir con
las armas en la mano, como verdaderos celtíberos. En 228, estando en torno a Mélice, hubimos de hacer frente a una liga de tribus oretanas y celtíberas. En total sumarían unos
cincuenta mil guerreros, en tanto que los efectivos de Amílcar apenas alcanzaban los dieciocho mil. Esta desproporción no era preocupante pues estábamos habituados a enfrentarnos
a enemigos más poderosos y mejor dirigidos. Pero la víspera de aquel día aciago se produjo un presagio nefasto. A la imagen de Tanit de la tienda sagrada se le desprendió un ojo.
Arbal, el mayordomo, acusó a un esclavo de haberla manipulado negligentemente y le hizo
cortar las manos. Garesaya, el sacerdote, realizó diversos ritos propiciatorios que incluyeron el sacrificio de diez bueyes. Volvieron a engastar el ojo en el rostro de Tanit, pero la
bolita de pasta vítrea tornó a desprenderse del alvéolo ocular. Amílcar ocultó el augurio a
sus oficiales para que no trascendiera a la tropa. Después continuó atendiendo los asuntos
urgentes sin manifestar su propia preocupación.
Aquella misma tarde un heraldo secreto de Orison, uno de los reyezuelos conjurados,
llegó al campamento. Orison había servido en otro tiempo en el ejército de Amílcar. En su
largo mensaje declaraba su fidelidad y amistad por encima de los desacuerdos del pasado y
solicitaba volver a la obediencia de mi padre. Para probar su sinceridad estaba dispuesto a
pasarse con sus tropas en el apogeo de la batalla, con lo que sin duda inclinaría decisivamente la victoria de nuestro lado. Tan sólo exigía garantías de que, a cambio de su ayuda,
Amílcar le aseguraría el dominio de trece poblados y una crecida participación en las rentas de las minas de Baelbelo. El trato era razonable. Amílcar accedió fiando en los solemnes juramentos del bárbaro.
Al día siguiente se celebró la batalla. En el momento más crítico las gentes de Orison
volvieron sus lanzas con el hierro hacia el suelo y empuñaron las falcatas por la hoja. De
esta guisa, rindiendo armas, se pasaron al bando púnico, según lo acordado. Con ellos
traían varios carros ligeros que parecían contener sus equipajes más valiosos. Los situaron
en una vaguada del terreno, en medio de nuestro ejército. Cuando sus hombres se hubieron
mezclado con las filas de Amílcar, Orison completó su traición: hizo incendiar los carros al
tiempo que volvía sus armas contra los cartagineses. Los carros contenían una mezcla de
hilachas, sebo y azufre cuyos ponzoñosos humos asfixiaban a los que los inhalaban. La
confusión fue espantosa. Mientras esto ocurría en nuestras filas, los bárbaros coaligados
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redoblaban el ímpetu de su ataque. Se enturbiaron las líneas de nuestras falanges libias, los
aliados turdetanos que apoyaban los flancos comenzaron a flaquear. A poco el resto de los
celtíberos cedía terreno ante el empuje de los bárbaros. Amílcar comprendió que no era
posible continuar batallando en medio de aquel humo, por lo tanto decidió restablecer la
defensa al otro lado del río Belgio, a cuya orilla estaba además nuestro campamento. Atropelladamente intentó cruzar la corriente para acudir al punto donde más urgentemente se
requería su presencia. En el centro del vado su caballo perdió pie y lo descabalgó. Lastrado
por la pesada coraza, las grebas y el yelmo, se fue al fondo y se ahogó delante de mis ojos
y de los de sus hombres. No pudimos hacer nada por socorrerlo, tan súbitamente sobrevino
la desgracia. Aquella misma tarde rescatamos su cadáver, aguas abajo.
Así acabaron los días de Amílcar, el más grande estratega que haya existido después
de Alejandro, el más abnegado ciudadano de Cartago después de Dido, y. el más virtuoso
padre que haya merecido hijo alguno. Sólo una desventura ensombreció su vida que tanto
brilló por sus grandes hechos: que el ingrato Senado de su ciudad nunca secundara sus
sabios proyectos ni advirtiera, en su ceguera, que la única ambición del Barca consistía en
engrandecer a Cartago y restituirle la prosperidad y la gloria arrebatadas por Roma.
Asdrúbal Janto decretó honras fúnebres militares por el jefe muerto y aplacó la ira de
Tanit mediante el sacrificio de mil prisioneros. Después levantamos el asedio de Mélice y
regresamos a Acra Leuca para disponer las honrosas exequias. Sepultamos a mi padre en
un sarcófago de mármol blanco, dentro de un espacioso hipogeo excavado en las canteras
del Bolicón. Cuando la Balanza tuvo noticia de su muerte muchos senadores se desgarraron las túnicas y esparcieron ceniza sobre sus cabezas, pero Hannón pidió la palabra para
censurar el enterramiento que le habíamos dispuesto. Alegaba que Amílcar había vivido y
muerto como un rey y que ahora sus herederos le hacían un funeral faraónico en lugar de
enviar su cadáver a Cartago para que reposara en el panteón familiar de los Barca, junto a
las cenizas de sus antepasados, como era la costumbre. Probablemente Hannón tenía parte
de razón. Amílcar había conquistado Hispania por su esfuerzo personal, casi sin ayuda del
avaro Senado cartaginés; además, año tras año, se había satisfecho la vergonzosa indemnización romana con la plata que Amílcar extraía de Sierra Morena. ¿Qué había, pues, de
censurable en el hecho de que se condujese como un rey? ¿Acaso no es mejor, desde Homero, que en las circunstancias difíciles de un pueblo, como era el caso de Cartago en
aquella hora, un hombre solo, virtuoso y honrado, asuma la responsabilidad colectiva y
tome las decisiones? Comprendiendo esta suprema razón, el grupo más numeroso de la
Balanza votó honras fúnebres de primera clase. Hannón y sus secuaces objetaron, débilmente, que la república no podía permitirse tales dispendios, pero fueron silenciados por el
abucheo de la mayoría.
El mismo día de la muerte de Amílcar, los oficiales de mayor rango se reunieron en
asamblea para elegir al nuevo estratega. Unánimemente proclamaron a Asdrúbal Janto,
obedeciendo así la voluntad de mi padre repetidamente expresada delante de fiables testigos. Luego designaron a Himilcón y Maharbal para que vinieran a comunicárnoslo a los
Barca que permanecíamos en la Casa del Esparto observando el luto oficial. Cuando conoció la decisión de los generales, Quinón, el delegado de la Balanza en Acra Leuca, expuso
sus objeciones:
—Yo soy el primero en admitir que si existe un digno sucesor del ilustre y llorado
Amílcar, ése es Asdrúbal Janto. No obstante, mi deber es advertiros que, según la sagrada
ley inscrita en el santuario de Baal, solamente el Gran Consejo que designa a los sufetas
anuales tiene potestad para nombrar al estratega de ultramar. Por lo tanto propongo que
fletemos hoy mismo una veloz trirreme con una consulta urgente al Gran Consejo. Después
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aguardaremos su pronto regreso con la confirmación de Janto, por la que hago votos a los
dioses, o la de cualquier otro que designen para el cargo.
Iba a prolongar su discurso, pero Maharbal, impaciente, dio un paso al frente y dijo:
—La Balanza está lejos y mi gente no recuerda muy bien lo que es. Yo sí lo recuerdo: es una mano abierta para tomar el dinero que le envía el Barca pero siempre cerrada
para darlo. ¿Quién se va a engañar? Los intereses púnicos en Hispania se están sosteniendo, desde hace años ya, con un ejército privado pagado no por la Balanza, no por el Gran
Consejo, no por la tesorería de los sufetas sino por las finanzas particulares de los Barca.
Por consiguiente es justo que un Barca suceda a Amílcar. Esto es lo que piensa el ejército.
Era lo que pensábamos todos, aunque ni yo ni mis hermanos, ni por supuesto Asdrúbal Janto, estuviésemos en posición de manifestarlo, como parte interesada. Todavía objetó
algo más Quinón:
—Estoy de acuerdo ―concedió― en el mérito de los Barca. Si tengo reservas sobre
la elección de Janto es meramente porque no se están respetando las formas. Y la legalidad
es importante en un mundo civilizado. Estamos procediendo como los ejércitos helenísticos que proclaman irregularmente a sus soberanos. Y el Barca no es un soberano.
—Puedes llamarlo como quieras ―lo interrumpió Himilcón, malhumorado―. Nosotros obedecemos al Barca como si lo fuera. Si él acata o no las órdenes de la Balanza, eso
es cosa suya. Y los celtíberos, los númidas y el resto de los mercenarios, que no son sospechosos de estar contaminados por las ideas de los filósofos griegos, piensan como nosotros.
Quieren obedecer al que los dirige en la guerra, al que les distribuye el grano y al que les
paga puntualmente las soldadas, no a una manada de orondos comerciantes, perfumados
como prostitutas, que se reúnen cada sábado en la Balanza para aquilatar sus ganancias y
decidir los intereses de sus fletes, aunque sea con el pretexto de servir los intereses de Cartago.
Con esto terminó Himilcón su parlamento y abandonó la sala seguido por el resto de
los oficiales. A poco, una bulliciosa multitud de soldados procedente de los campamentos
invadió las calles de la ciudad. Muchos de ellos se congregaron en el ágora, delante de la
Casa del Esparto. Eran tantos que sus voces apagaban el sonido de la mar rompiente en el
vecino embarcadero. Mientras el consejo familiar de los Barca deliberaba, ellos coreaban
el nombre de Janto exigiendo su presencia y pisoteaban rítmicamente el suelo, como suelen
hacer en sus fiestas.
Asdrúbal Janto no había aceptado aún el cargo. Se pasaba la lengua constantemente
por el labio inferior, su gesto característico cuando estaba nervioso, y giraba lentamente el
sello bárquida en torno al índice, en ademán reflexivo. No dijo nada. Se limitó a llamar al
mayordomo y le ordenó:
—Di a los furrieles del puerto que repartan ración especial a la tropa y una medida de
vino por cabeza.
El júbilo del ejército por la aceptación de Asdrúbal se desbordó ruidosamente por calles y plazas hasta bien entrada la noche. Yo la pasé en blanco, echado en mi jergón militar,
delante de la ventana abierta. Bebía hidromiel en la copa de mi padre y contemplaba en la
luna llena el pálido rostro de Tanit. Pensaba en Amílcar, rememoraba mis días a su lado
desde que me abrazó por vez primera en aquella pentera del Cotón. A ratos no podía reprimir las lágrimas.
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4. HIMILCE
Asdrúbal Janto inició su mandato conduciendo al ejército contra los carpetanos de
Orison, al que hacíamos responsable de la muerte de Amílcar. Tomamos sus doce ciudades, pasamos a cuchillo a todo varón en edad de sostener armas y redujimos a esclavitud al
resto. Después de esta victoriosa campaña, muchos pueblos del Levante y del Sur acataron
la autoridad de los Barca. El momento era propicio para extender las conquistas por la meseta central, pero Asdrúbal era más negociador que guerrero. Después de aquel necesario
acto de justicia, prefirió la diplomacia.
Se atrajo a muchos jefes indígenas con dádivas y promesas. Solamente cuando agotaba los procedimientos pacíficos recurría a los elefantes y a la caballería númida. Por otra
parte, las últimas campañas de Amílcar habían reducido considerablemente las fuerzas de
la Liga. Muchos de sus más notables componentes habían licenciado a sus tropas. Estaban
tan enemistados entre ellos que preferían sucumbir uno a uno antes que comprometerse en
otra alianza. Así son los españoles, muy capaces individualmente pero del todo inútiles e
irresponsables para el esfuerzo coordinado. Probablemente constituyen el pueblo más insolidario que existe.
Haciendo realidad un viejo deseo de mi padre, Asdrúbal fundó Cartagena, una nueva
ciudad portuaria, al sur de Acra Leuca. Está situada en una ensenada natural que ofrece un
magnífico fondeadero para la flota, en un emplazamiento ideal para atender tanto los asuntos de África como los de Hispania y las islas. Su puerto duplica en capacidad al Cotón. No
existe otro igual en el Mediterráneo. La nueva ciudad era tan excepcional que antes de que
las franquicias de su colonia se determinaran, ya acudían a ella muchas familias de África
y de Cádiz. Como las perspectivas comerciales eran superiores a las de los otros lugares de
la costa, muy pronto Cartagena contó con gran cantidad de artesanos, marinos y comerciantes. Por si fuera poco, la diosa había derramado otros señalados dones sobre la ciudad.
En sus proximidades se descubrió gran riqueza de plata y otros metales. Además, abundaba
la pesca y los campos del entorno daban excelentes cosechas de grano y de esparto. Asdrúbal se hizo construir un palacio que nada tiene que envidiar a los más bellos de Cartago.
Hizo también amurallar la ciudad, tanto por tierra como por el lado del mar, abrazando el
puerto con dos castillos.
Gran parte del mérito de la fundación de Cartagena se debe atribuir a Atarbal. Es
conveniente que, antes de proseguir, explique quién era este hombre. En sus humildes comienzos Atarbal fue un simple escribiente del consulado de los Hammón Bar. Después se
estableció por su cuenta y se enriqueció con sorprendente rapidez. Al parecer adulteraba el
minio añadiéndole cal. Pero un oficial de la Casa del Comercio entró en sospechas y descubrió el fraude del modo más ingenioso: calentó el minio sobre una plancha de hierro
hasta que se puso al rojo. El minio así asado se ennegrece, pero al enfriarse recobra su color primitivo. Si continúa negro es señal de que lo han adulterado. El de Atarbal permaneció tan negro como su propia suerte.
El Senado de Cádiz procesó a Atarbal, le confiscó todos sus bienes y lo desterró a
Baria. Baria no era entonces más que una mínima factoría, una miserable aldea costera con
dos o tres salazones que apenas daban trabajo a una docena de esclavos y tres o cuatro
empobrecidos administradores. Atarbal se instaló en la peor choza del poblado y se puso a
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trabajar. La única posible riqueza del lugar era la pesquera y la salazón. Consiguió un préstamo de un antiguo socio, sin otro aval que el de su persona, ofrecida al precio de un esclavo corriente. Instaló una salazón que prosperó rápidamente. Liquidó el préstamo y adquirió
tres esclavos. Siguió prosperando. Dos años después había comprado las ruinosas factorías
de sus competidores y todo el poblado de Baria era suyo. Primero construyó una factoría
de garón mayor, con amplias albercas de salazón, de la que ofreció, astutamente, baratas
participaciones a los más ilustres y necesitados miembros del Senado gaditano. Cuando la
factoría comenzó a rendir sazonados ingresos, el Senado desestimó las protestas de los
fabricantes de la ciudad que inútilmente esgrimían el antiguo privilegio que les concede la
exclusiva fabricación del garón. El legislador dictaminó que siendo Atarbal ciudadano
gaditano, que sólo se encontraba en Baria accidentalmente, debido a su infortunado destierro, tenía derecho a comercializar garón dondequiera que estuviese. Después de esta declaración, sus socios en el Senado revisaron el proceso y encontraron nuevos indicios de culpa, con lo que duplicaron el tiempo del destierro para gozo suyo y desesperación de aquellos cuyos negocios estaba arruinando. Hay que decir que Atarbal se rodeó de los mejores
maestros atuneros que había en Cádiz y construyó su propia flota de pesca a base de esos
barcos pequeños que en Cádiz se llaman «caballos», por la figura equina que suele adornar
sus quillas. Enviaba a estos barcos a la costa de Levante, donde abunda mucho el escombro. Consecuentemente aumentó la proporción de este pez en la receta tradicional del garón y disminuyó la de hocicos y paladares de atún y murena. Además, en lugar de permitir
que la mezcla se curara en barriles de salmuera durante dos meses, sólo por la acción del
sol, prolongaba algo el tiempo de su inmersión en piscinas y, antes de trasvasarla a los
barriles, la calentaba en calderas de bronce. Por este procedimiento logró acortar el tiempo
de fermentación y podía vender su garón unos días después de haberlo mezclado. Cierto es
que presentaba un desacostumbrado tono negruzco, pero a pesar de ello resultaba tan aromático y apetitoso como el gaditano.
El mayor éxito de Atarbal fue la comercialización de su producto. Sus exportaciones
directas a Roma y a Grecia aumentaron. Construyó su propia flota de transporte. Llegó a
poseer cinco buenas penteras, algo panzudas, que de lejos parecían romanas, para escoltar
sus naves de carga por las zonas infestadas de piratas. Lejos de contentarse con los mercados tradicionales, abrió otros nuevos en Siracusa, Egipto y Siria donde, además, vendía
miel, minio y ámbar. Sus negocios marchaban prósperamente. Era mucho más rico que
antes y no olvidaba ofrecer suculentas participaciones a miembros influyentes del Senado
de Cádiz y a otros de la Balanza cuando ampliaba su capital, cada dos o tres años. También
se las ofreció a Amílcar y luego a Asdrúbal y después a mí. Uniendo mis participaciones a
las que heredé de la Casa Barca llegué a poseer el equivalente a quinientos talentos de plata. La sociedad de comercio de Atarbal se llamaba La Palmera. Muy pronto fue famosa en
todos los puertos cargueros del Mediterráneo.
Asdrúbal tuvo la idea de asociar a Atarbal a la obra de Cartagena. Le hizo una oferta
generosa: conmutarle la pena de destierro en Baria y trasladarlo a Levante, a la nueva ciudad, al centro mismo de la pesca del escombro. Después de una calculada resistencia,
Atarbal aceptó. Las perspectivas eran tentadoras: buen puerto, abundante sal, excelentes
bancos de escombro y otros peces mayores frente a la misma salazón, y la posibilidad de
trabajar sin la incómoda supervisión de los agentes fiscales y otros delegados de la oficina
colonial. Estos depredadores llegados de la metrópoli quedarían excluidos de Cartagena
puesto que la nueva fundación iba a ser la ciudad de los Barca, completamente financiada
por la familia, prácticamente independiente de Cartago. Por otra parte, más de la mitad de
los miembros de la Balanza estaban secretamente de acuerdo con Asdrúbal Janto y le toleraban de buena gana el inusitado grado de independencia que pretendía. A cambio recibían
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fabulosos sobornos, pagados en participaciones de La Palmera que adquirían a valor simbólico.
Atarbal puso manos a la obra. Se trasladó a Cartagena con sus colaboradores, adquirió quinientos nuevos esclavos, deforestó los montes cercanos para construir cubas y barriles, se reservó la mejor zona del puerto civil e instaló en sus cercanías una factoría de garón mayor que las gaditanas. Su mesa de despiece medía cerca de trescientos metros, toda
ella de mampostería, con losa superior ligeramente inclinada para que la sangre y los desperdicios se pudieran baldear cómodamente sobre el canalillo atarjeado que desaguaba no
en el mismo puerto, como es la sucia costumbre en otras salazones, sino en una ensenada
que hay detrás de él, lugar muy rocoso y batido por el mar. Donde, por cierto, acudieron
cangrejos en tan gran cantidad que el ingenioso Atarbal acabó incorporándolos, molidos, a
una de las especialidades de garón que La Palmera elaboraba con destino a las mesas de los
exigentes gastrónomos alejandrinos.
En la parte más ventilada y sana de la nueva ciudad, cerca de su palacio, Asdrúbal
hizo construir tres amplios edificios. Allí albergó a los rehenes que los reyezuelos españoles le entregaban en prenda de sumisión. Sobre esto mencionaré un suceso que pone de
manifiesto el carácter templado y benévolo de Asdrúbal Janto. Cerca de Acra Leuca existe
un poblado edetano llamado Laelián, habitado por gentes de despierto ingenio. Los rehenes
edetanos eran, en su mayoría, niños de corta edad, hijos o nietos de los régulos tribales.
Pensando en educarlos y comunicarles el beneficio de la civilización, lo que haría de ellos,
en un futuro, nuestros valiosos aliados, Asdrúbal solicitó al consejo de Laelián el envío de
uno de sus ciudadanos, que fuera instruido y limpio, para hacerlo maestro de estos niños.
Pero los laelianos, recelando que tal petición encubría la voluntad de obtener de ellos
un rehén valioso, acordaron enviar al tonto del pueblo, varón de ingenio romo, cuyo nombre era Pacolozán. Asdrúbal no se lo tomó a mal. Antes bien regaló al pobre diablo una
túnica gaditana, con cenefa de unicornios, que valía más que él, y lo despidió dándole licencia para que regresara a su poblado. En su lugar contrató a un colono de Acra Leuca
que estaba familiarizado con la escritura hispánica de Levante.
En el tercer año del mandato de Asdrúbal Janto, al principio de la primavera, mi
hermano Asdrúbal y yo viajamos hasta Aurigi acompañando a Monómaco, el oficial contador, que había de entrevistarse con ciertos régulos indígenas.
Aurigi dista dos días de camino de la mina Baelbelo, cerca de Sierra Morena. Dicen
que su nombre significa «la que engendra oro», pero en todo este territorio solamente se
encuentran minas de plata. Es sabido que en los tiempos antiguos, cuando aún reinaban los
dioses sobre la tierra, la plata que ahora extraemos de las minas era oro. Se supone que la
tierra está viva y la maldad del hombre la pervierte. Si los impíos siguen extendiéndose, lo
que hoy es plata se convertirá, fatalmente, en plomo o en otro metal más despreciable todavía.
Aurigi es el más famoso santuario y oráculo de los oretanos. Está enclavado en la ladera de una montaña gris, en medio de un espeso bosque de encinas. La apariencia del
santuario es modesta. Grandes piedras clavadas en tierra delimitan una circunferencia en
cuyo centro se yergue un túmulo que cubre una cueva artificial. Esta cueva es el santuario:
una angosta cámara guarda tres grandes esferas de piedra que representan la Tanit de los
iberos. Debajo de las piedras mana una fuentecilla. Los devotos acceden a través de tres
entradas distintas, dependiendo de la tribu a la que pertenezcan, lo que también determina
el color dominante de los vestidos, rojo, blanco o negro. La ceremonia es simple: consiste
en beber tres sorbos de agua de la fuente, tras de lo cual se recorren una serie de caminos
rituales marcados con piedras pintadas de blanco. Luego hacen ofrendas de tortas votivas,
compradas a los siervos del santuario a un precio abusivo, y las ofrecen a la voracidad de
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Yo, Aníbal
las aves sagradas. A continuación han de recorrer un camino procesional que los conduce
hasta el bosque de encinas, en la ladera de la montaña. Allí, de la misma roca, brota un
fresco manantial tan grueso como el cuerpo de un buey. Delante del manantial está la gran
alberca lustral donde los devotos bañan sus dolientes carnes a la luz de la luna. Pernoctan
en el bosque, entre cuyos árboles existen chozas votivas, que dan albergue a los enfermos,
e incluso algunas posadas para descanso y seguridad de los pudientes. Al día siguiente
sacrifican palomas, cabras, cerdos o toros, dependiendo de la importancia de la ofrenda y
de la calidad del oferente. Otros se contentan con arrojar a un pozo pequeños exvotos de
bronce o de barro cocido que figuran personas o aquellos miembros del cuerpo cuya curación se suplica a la diosa. Los que lo desean hacen sus consultas a la santa que custodia el
manantial. A menudo han de aguardar varios días antes de ser recibidos por la pitonisa,
pero no tienen prisa. Cada noche se reúnen en un claro del bosque y danzan en corro en
honor de la luna. Durante el día vagan de un lado a otro sin hacer nada, a lo que los oretanos son singularmente aficionados. Conversan, toman el sol, comen, beben, cantan, vuelven a conversar, juegan y se divierten. Hay gran cantidad de taberneros, aojadores, mesoneros, curanderos, vendedores, prostitutas, músicos y toda clase de gentes que viven de los
devotos.
Este santuario tiene gran importancia para los oretanos y para las otras tribus vecinas.
Allí se conciertan los tratos y alianzas entre pueblos y clanes. Allí, también, se acuerdan
bodas, se compran y venden rebaños, se establecen los precios del metal o del grano y los
guerreros se vinculan a sus jefes mediante solemnes juramentos.
Llegamos al santuario de la diosa en la época más concurrida. Por lo tanto hubimos
de aguardar cuatro días hasta que nos llegó el turno para consultar a la santa. Una muchacha del servicio de la triple diosa nos introdujo en una espaciosa y oscura cabaña, con techo de cañas, cerca del manantial sagrado. La sacerdotisa estaba sentada en un escaño de
madera. Era anciana y casi ciega. Profundas arrugas surcaban su rostro teñido de alheña.
En la frente lucía un tatuaje con el árbol de la vida, similar al que suele adornar las hebillas
de los españoles. Cuando advirtió nuestra presencia nos hizo una señal para que nos aproximáramos y nos tomó de la mano fuertemente con las suyas frías y sarmentosas. Sus vestidos olían mal.
—Tú eres Aníbal, el primogénito de la camada del león ―me dijo con voz áspera pero juvenilmente clara. Y después de una meditativa pausa, añadió―: Te veo penetrar en el
cubil de la loba. Te veo matar a sus lobeznos... ―Tornó a callar por un momento, luego
suspiró profundamente y prosiguió―: Pero la loba devorará al caballo. No dejará ni sus
huesos. Devorará incluso las huellas de sus cascos sobre la blanda tierra. En cuanto a ti,
Asdrúbal, hijo de Amílcar ―prosiguió dirigiéndose a mi hermano―, te veo brotar de la
niebla. Veo girar tus atónitos ojos por el aire, como un meteoro. Sangre en el agua. Veo
agua y lágrimas.
Dijo esto y liberó nuestras manos. La muchacha que nos había introducido nos devolvió al exterior, donde aguardaba Monómaco que no había querido consultar a la santa,
sospecho que por ahorrarse la pieza de plata de la ofrenda.
Aquella noche conocí a Himilce. Mucro, el pudiente régulo de Cástulo, nos había invitado, junto con todos los notables púnicos y oretanos presentes en el santuario, a un festín votivo en honor de la triple diosa. Comparecimos en cuanto se ocultó el sol. Ya estaban
reunidos los celebrantes y los alimentos circulaban de mano en mano, en fuentes de madera: salpicón de ajuelo, picante morcilla de cebolla y piñones, ensalada y sabroso pan de
trigo. Había, en el centro de la reunión, una hermosa crátera griega llena de aloque en la
que el copero cebaba los vasos y cubiletes sin esperar a que estuvieran vacíos. Después de
las libaciones, hombres y mujeres danzaron unidos de las manos al son de flautas y tambo-
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res, mientras los más ancianos animaban, palmeando y pateando rítmicamente el suelo.
Recuerdo cada una de las menudas e irrelevantes circunstancias de aquel encuentro como
si hubiese ocurrido ayer. Tampoco he olvidado las palabras precisas en las que apareció
engarzada la preciosa joya de tu nombre.
—Éste es Mucro, rey de Cástulo, de la ilustre estirpe de Castalio de Delfos, y ésta es
su hija Himilce.
¡Himilce! Duce Himilce como la dulce manzana que madura prendida en la rama
inaccesible, la que pasó desapercibida a los recogedores o, mejor aún, la que no se atrevieron a alcanzar. ¡Himilce! Aún dejo fluir las horas vacías de estas insomnes noches estivales
saboreando la precisa articulación de tu nombre cuyos sonidos se diluyen en mis labios
como un grumo de miel silvestre, fluyen de ellos, trocados en misteriosos acordes, para
expandir su perfume de cinamomo en las densas tinieblas de mi aposento. Digo Himilce y
articulo tu nombre lamiéndolo lentamente al pronunciarlo. Y te recuerdo como aquel día.
Una muchacha de dieciséis años, delgada y menuda pero de redondas caderas y prometedores pechos. A una orden de tu padre tomaste la copa de manos del siervo y me ofreciste
la bebida ceremonial procurando ―como me confesarías más tarde, entre risas― que la
piel de tus palmas rozara mi piel. Querías hacerme notar que eras la hija de un rey, que tus
manos delicadas estaban limpias de callosidades, que no eras una bárbara ignorante del
mundo o desprovista de refinamientos, ¿no fueron ésas tus palabras? ¿Cómo olvidar el
cálido contacto de tu piel? Un hormigueo placentero me recorrió la espalda. Yo, que no era
ajeno a las sofisticadas delicias que saben ofrecer las muchachas gaditanas, sentí que la
azorada sangre me ardía en las mejillas todavía lampiñas y desnudas. Temí que se me notara. Tu padre, tus tíos, Monómaco, tus hermanos y los otros convidados se habían callado
de pronto y asistían indiscretamente atentos, a nuestro primer encuentro. Me refugié en el
apacible fondeadero de tus ojos melados, que rielaban hospitalarios debajo de los dorados
abalorios de tu tocado ceremonial. Los grandes rodetes bordados, cuyas espirales abarcaban tus trenzas, ocultaban tu rostro a todos excepto a mí que te miraba de frente y creaban
una ilusoria intimidad al enmarcar bellamente tus rasgos: aquellos labios frutales, aquella
breve y huidiza barbilla, aquellos acentuados pómulos oretanos, aquel diminuto surco que
la frecuente sonrisa había labrado sobre tu labio superior.
Aquella noche Monómaco se acostó algo borracho. Las muchas responsabilidades
aún no le habían agriado el carácter, de modo que todavía se permitía algunas bromas.
Desde su extremo de la tienda me dijo:
—Te ha gustado la hija de Mucro, ¿eh, Aníbal?
Estaba contemplando las distantes estrellas cuya luz pálida filtraba la gastada lona
del techo y pensaba en ti, ¿en qué si no?, pero me hice el distraído:
—¿Quién dices?
—No disimules: la hija del reyezuelo de Cástulo.
—¡Ah, sí! No está mal la muchacha. ¿Cómo dices que se llama?
—Sabes perfectamente cómo se llama. Se llama Himilce ―profanó tu nombre con su
gangosa voz de borracho, giró sobre su espalda y un momento después comenzó a roncar.
Himilce. Era la segunda vez que escuchaba tu nombre. Velé toda la noche repitiéndolo en mi corazón, tratando de imaginarte desnuda, recreando las suaves formas de tus pechos y de tu sexo, sintiéndote ya carne mía, como la mía tuya. Cuando amaneció volví a
visitar a Mucro, con la esperanza de verte de nuevo, pero la tienda de las mujeres permanecía cerrada. Regalé a tu padre una túnica ceremonial que pertenecía a mi hermano y él me
correspondió con un talabarte sagrado, bordado con los signos de la luna y de Tanit. Antes
de despedirnos me tomó del brazo y me dijo, confidencialmente:
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—Lo ha bordado mi hija Himilce, ¿sabes?
El viejo brujo se había percatado de mi interés por ti. Volvimos a vernos al día siguiente. Esta vez llevabas una sencilla túnica azul ceñida por una trencilla de oro. Habías
cambiado tu tocado por otro no menos ceremonial, formado de bucles que descendían en
cascada, al estilo de Hathor. El viejo Mucro había estado parlamentando con Monómaco.
Nos invitaba a visitarlo en Cástulo la semana siguiente.
HAMIL A HANNÓN ILUSTRE: ¡SALUD!
Hace siete meses que desembarqué en Cádiz después de un viaje preñado de peligros
y tempestades, que arrostré animosamente por servirte. Desde entonces no ha transcurrido
un solo día, ¡lo juro por las barbas de Melcarte!, en que no haya derramado amargas
lágrimas añorando los gozos y comodidades que dejé en Cartago para servirte en esta
tierra bárbara, habitada por demonios, dura y áspera. Si solamente me moviera a perseverar en tu servicio el insuficiente salario que ajustamos, no permanecería aquí ni un día
más. No es el interés pecuniario, ilustre Hannón, sino el arrebatado amor que profeso a tu
persona y a tu alta casa, lo que me mantiene uncido al pesado yugo de la tarea encomendada. Y la esperanza, generoso Hannón, de que sabrás recompensar mis privaciones y
desvelos.
No me ha sido posible escribirte con seguridad antes de ahora. Me he movido por el
territorio con ojo avizor y oídos alerta, siempre en el séquito del craso Atarbal, al cual
sirvo a cambio de un estipendio ridículo. Ahora estoy en Cartagena, la nueva ciudad de
Asdrúbal Janto, la réplica de Alejandría de este megalómano que aspira a emular las glorias de su epígono griego.
Asdrúbal es muy hábil. Une la probada astucia del zorro a la prudencia de la taimada serpiente. Se ha hecho muy grato a los indígenas. Ha tomado por esposa a la hija de
uno de ellos, cuya autoridad se extiende por los montes de la plata. Halaga a sus brujos,
se reúne a comer con sus jefes, agasaja a sus notables y los hospeda en su palacio. Periódicamente distribuye entre ellos vasijas griegas, espejuelos, cuentas de vidrio, ánforas de
garón (del averiado que no se atreve a exportar por miedo a que se lo rechacen en los
puertos de destino), fíbulas, cinturones, espadas, túnicas teñidas y todos esos objetos vistosos y en su mayor parte inútiles a los que tan aficionados son estos salvajes.
Los régulos celtíberos son tan simples que no sólo se dejan engatusar con estas chucherías sino que, además, en su ignorancia, las corresponden con sólidas ofrendas de plata y se hacen lenguas de la magnanimidad de Asdrúbal.
Cada pocos meses, el tirano se deja ver por los santuarios de estos salvajes (hay
quince o veinte de ellos, a donde peregrinan las muchedumbres en las fiestas sagradas).
Allí hace ostentosas ofrendas sobre los altares de extraños dioses, fingiendo honrarlos
como uno más. Con estas y otras manifestaciones no menos mentirosas e interesadas se
asegura la fidelidad y colaboración de los reyezuelos del territorio.
Los hispanos creen que la Tanit ibérica revela a sus profetas y sacerdotes la sagrada
escritura de sus lenguas. Basan esta creencia en el hecho de que casi nadie, aparte de los
sacerdotes, sabe escribirla. Pues bien, el astuto Asdrúbal Janto se ha hecho instruir en
esta escritura y ahora asombra a los hispanos y les hace creer que está inspirado por la
diosa. Con estos y otros procedimientos, que renuncio a detallar por falta de espacio (un
pliego de papiro vale en Cartagena media pieza de plata, cuatro veces más que la medida
de vino, figúrate), está consiguiendo hacerse obedecer por un gran número de tribus y
pueblos, sin necesidad de mover guerra contra ellos. No obstante mantiene y acrecienta el
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ejército que heredó de su suegro. En las distintas guarniciones y campamentos tiene, según he podido sonsacar a uno de sus mayordomos, con gran riesgo de que entrara en sospechas, me descubriera, me denunciara y me hicieran perecer de alguna muerte horrible,
entre tormentos (el servicio que te estoy haciendo no se paga con dinero, ilustre Hannón).
¿Por dónde iba? Sí, por el ejército de Asdrúbal. Pues bien, actualmente dispone de unos
sesenta mil infantes y seis mil jinetes y quizá hasta ciento cincuenta elefantes. Aunque continuamente solicita subsidios de la Balanza, según me consta, lo cierto es que no tiene
problemas económicos pues solamente lo que obtiene de las minas y de las factorías de
garón sería suficiente para armar y mantener al ejército de Alejandro y al del rey de Persia juntos. En las minas de Cartagena trabajan cuarenta mil hombres, en su mayoría esclavos. Ha acuñado monedas de plata para conmemorar la fundación de Cartagena. En
ellas ha tenido la osadía de suprimir la efigie de Tanit para sustituirla por la suya propia,
claramente ceñida con una diadema, al estilo de los reyes griegos. Este detalle revelará a
la Balanza los verdaderos proyectos de los Barca que tú, sagaz Hannón, has venido denunciando desde que Amílcar partió para Hispania. En el reverso aparece el rostro de una
pentera armada de espolones. No olvida que fue almirante de la flota y, si el Gran Consejo
no vela por impedírselo, acabará construyendo su propia escuadra. Conocería los datos
precisos de las ganancias que le permiten acariciar tales planes si dispusiera del dinero
suplementario que necesito para sobornar a las personas adecuadas.
No creas que el ejército del Barca permanece inactivo. Sus hombres no crían panza
en las guarniciones. A menudo se ve precisado a emplearlos en operaciones de castigo.
Pero entonces deja el mando a su cuñado Aníbal, el primogénito del Barca, y él se mantiene al margen, se deja ver paseando con grave semblante, fingiendo que le disgusta la violencia. De esta guisa aguarda a que los vencidos acudan a implorar su protección frente a
la desatada furia de Aníbal. Los indígenas saben que si rechazan el interesado ramo de
olivo que Asdrúbal Janto les ofrece no les queda más alternativa que la espada de Aníbal.
De este modo, por la acción combinada de estos dos hombres funestos, se están sometiendo a los Barca no sólo las costas del Mediterráneo sino las regiones del interior, ricas en
plata, hasta un mes de camino de los puertos, donde nunca antes habían pisado los púnicos.
En cuanto a Aníbal Barca, todo el mundo está de acuerdo en que será el sucesor de
Asdrúbal Janto. Aníbal sólo tiene diecisiete años pero ya es un consumado estratega, como lo fue su padre. Es bien parecido, de frente despejada y ancha y recta nariz. Como se
ha criado entre los hispanos, se conduce como uno más entre ellos, compartiendo sus bárbaras costumbres y haciéndose admirar por la única cosa que ellos admiran: el valor y el
arrojo a los que, sin embargo, sabe unir la máxima prudencia cuando está metido en el
peligro mismo. Ningún esfuerzo logra abatir su espíritu o agotar su cuerpo. Su capacidad
de soportar el calor (que en la estación estival es aquí comparable al de los más tórridos
desiertos), iguala a la de su resistencia al frío. Su apetito de comida y bebida es el que
impone la necesidad, no el placer. Sus horas de sueño y de vigilia son las que sus deberes
aconsejan en cada momento. Puede resistir tres días sin dormir y cuando lo hace no precisa mejor cama que el duro suelo, envuelto en su capote militar, compartiendo el peligro
con sus centinelas y escuchas. Destaca entre los reyezuelos de los indígenas por ser el
mejor de los jinetes y el más esforzado de los campeones, pues ha asimilado las formas de
combatir griega e hispana y emplea una u otra, indistintamente, según la conveniencia del
momento. Es igualmente hábil con toda clase de armas.
Al dador de esta carta le he prometido que recibirá de ti setenta piezas de plata. É1
pretendía cobrar ciento cincuenta pero he regateado hasta bajar la cifra a la mitad. Como
verás velo por tus intereses en todo momento, mi amo y señor.
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Esto es cuanto tenía que comunicarte, ilustre Hannón. Tu fiel siervo sigue trabajando en tus intereses abnegada y devotamente, a pesar de las muchas privaciones, dificultades y peligros que corre en esta hostil guarida de los Barca. Que la gracia de Tanit y el
ojo de Baal sean siempre contigo. Besa la orla de tu manto tu fiel siervo, Hamil.
Posdata: Te suplico que des instrucciones a tu mayordomo para que invierta mi salario de estos meses en participaciones de la compañía La Palmera. Me repugna añadir
mi dinero al de los amigos del Barca, créeme que es la extrema pobreza de mi problemática ancianidad la que me fuerza a dar este paso doloroso. Que en la lista de la Casa de
Comercio figuren a nombre de mi anciana madre, así evitaremos sospechas. También he
mandado sacrificar a Baal siete cabras en su nuevo santuario de Cartagena. Lo he hecho
para impetrar éxito en tus empresas hispánicas. A cinco piezas de plata por cabeza (ya te
dije que aquí los precios están increíblemente altos), hacen treinta y cinco. Te suplico que
las añadas a mi salario estipulado. Otra vez salud.
El año 221, durante la fiesta de Baal, cuyos sacrificios constituyen los auspicios del
nuevo año, una serpiente picó al caballo de Asdrúbal Janto. El sacapotras que sajó inmediatamente la pata del animal, para que la sangría expulsara el veneno, hizo su trabajo con
tan mala fortuna que seccionó el tendón del pie. Asdrúbal Janto, apesadumbrado, ordenó
sacrificar al animal.
Los auspicios no podían ser más desfavorables. El caballo es símbolo de Cartago y el
sobrenombre de Asdrúbal, «janto», significa potro.
Pasado el tiempo de las celebraciones, el craso Atarbal había instituido la costumbre
de organizar una cacería de venados a la que solía invitar a todos los jefes del ejército y a
los más destacados oficiales de la compañía La Palmera. Yo no pude asistir aquel año.
Como lugarteniente de Janto permanecí en Cartagena disponiendo lo necesario para el
envío de un convoy urgente a Cartago.
Una noche Sosilos y yo tomábamos el fresco en la terraza de la Casa del Esparto
mientras comentábamos a Homero. De pronto percibimos un galope la calle abajo. Era
Ulpio, el criado de confianza de Asdrúbal Janto. Su rostro desencajado estaba cubierto de
sudor y de polvo. Se arrojó ante mí y abrazó mis rodillas:
—¡Asdrúbal Janto ha muerto, señor! ¡Lo han asesinado!
Interrogué con la mirada al atónito Sosilos. También él había percibido aquellas fatídicas palabras.
—¿Qué dices? ―acerté a preguntar a Ulpio, mientras lo obligaba a incorporarse.
—¡Un esclavo lo ha apuñalado! ―tornó a decir Ulpio, con la voz cortada por los sollozos.
Trajeron el cuerpo de Asdrúbal Janto al anochecer del día siguiente. Lo sepultamos
en seguida, porque era un poco obeso y los grandes calores de la estación habían acelerado
su descomposición. El esclavo que lo había asesinado se llamaba Sodalis. Era uno de los
siervos del régulo celtibérico Colendo, al que había derrotado la primavera anterior. Asdrúbal ordenó ajusticiarlo, como a todos los que vulneraban un pacto jurado. Al parecer,
Sodalis estaba ligado a su jefe por un juramento de devotio que lo comprometía a no sobrevivirlo. Declaró que había aplazado su propia muerte hasta que los dioses le ofrecieran
una ocasión de vengar la de su señor. Puesto en la cruz, después de cegado y de cortadas
sus manos y pies, estuvo entonando roncos cantos guerreros hasta que le sobrevino la
muerte. Los siervos de Asdrúbal Janto arrojaron el cadáver a los cangrejos.
A Asdrúbal Janto le dimos sepultura en el mausoleo de Amílcar. Creo que no he
mencionado que tres años antes se había casado con la hija del régulo oretano de Urgavo-
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na, no lejos de Obulco. La joven viuda asistió a las exequias con el cabello trizado y el
rostro quemado con ceniza caliente, según la bárbara costumbre de su tierra. Durante toda
la ceremonia no dejó de gritar, imprecando a los dioses que le habían arrebatado a su marido. Pasados unos días, no sabiendo qué hacer con ella, la doté generosamente y la devolví
a su familia.
Con la estafeta que acompañaba al convoy de la plata envié tres cartas a Cartago en
las que daba cuenta del fallecimiento de Asdrúbal Janto: una a mi hermana Adabala, la otra
viuda del difunto, a la que tácitamente ocultamos que se había vuelto a casar en Hispania;
otra a sus padres y hermanos y la tercera a la Balanza.
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5. ANÍBAL, GENERAL
Transcurridos los funerales de Asdrúbal Janto, los oficiales del ejército me designaron sucesor en el mando. Decreté los sacrificios y celebraciones oportunas y los acostumbrados repartos de vino y grano a la tropa. Cartagena se animó con un alegre bullicio, pues
Atarbal también había concedido una tarde de asueto a los trabajadores de sus factorías.
Mientras la embriaguez propiciaba los alegres cantos, me recluí en el cuarto más apartado
de la Casa del Esparto, allí donde había quedado depositada la Tanit bárquida desde la
muerte de mi padre. Ungí con aceite a la diosa de taladrados pechos y postrado ante ella
medité. Tenía veinticinco años. A esta edad Alejandro había derrotado a los persas y conquistado Susa y Babilonia. Este pensamiento me confortaba y parecía aligerar la pesada
carga que descansaba de pronto sobre mis hombros. Amílcar esperaba de mí que completase su obra truncada por la muerte. Quizá Asdrúbal Janto la había aplazado excesivamente,
desconfiando de sus propias fuerzas. Si yo imitaba a mi predecesor, muy pronto sería ya
demasiado tarde. Cuatro años atrás Roma había sostenido una guerra contra los galos cisalpinos. Ahora estaba construyendo campamentos para alojar guarniciones permanentes al
pie de los Alpes, en un territorio todavía insumiso. Si conducía pronto mis fuerzas a Italia,
era seguro que contaría con la alianza de las tribus galas cisalpinas, a las que, probablemente, se unirían sus hermanos de otros lugares. Interrogué a la diosa. No sé cuánto tiempo
permanecí delante de ella en suplicante silencio antes de percibir la señal de su aprobación:
el aceite de la ofrenda había recorrido su cuerpo y goteaba sobre el mosaico del suelo formando un charco en forma de águila con las alas desplegadas. El signo de Júpiter romano.
No obstante me abstuve de divulgar esta señal.
Había que preparar al ejército para una larga campaña lejos de sus acuartelamientos.
Confirmé a Maharbal en el puesto de lugarteniente y ascendí a los más importantes oficiales de la nueva hornada. Al boyuno Cartalón lo hice jefe de la caballería. Como táctico era
una nulidad, pero sus hombres lo adoraban por su probado valor y por su capacidad de
engullir más que cualquier otro. A Asdrúbal Lacón lo puse al frente de los regimientos
turdetanos. A mi hermano Asdrúbal, que tenía dieciocho años, le encomendé la marina. A
Hano, el hijo de Bomílcar, del que me desagradaba su gratuita crueldad, lo nombré jefe de
la infantería. No podía prescindir de un hombre tan astuto y sagaz en la guerra. A Calcas lo
puse al frente de los acemileros e ingenieros. Al concienzudo Monómaco le encomendé la
intendencia y a Alorco, un oretano cuya sagacidad era sólo comparable a la de Ulises, lo
encargué de la información. El resto de los oficiales conservaron sus mandos según las
naciones que espontáneamente los habían alzado por caudillos: los libios, Amarca; los
númidas, Nuras Ava; los carpetanos, Carpón.
Por mediación de Atarbal, al que un sacerdote del santuario de Baal en Utica adeudaba cierta cantidad de dinero, pudimos conseguir una copia del informe que el almirante
Himilcón depositó en el templo hace más de tres siglos. Himilcón no es tan famoso como
Hannón, el que circunnavegó África, porque fue menos afortunado. La Balanza lo envió a
explorar las costas septentrionales del Atlántico con objeto de hallar las fuentes del oro, del
estaño y del ámbar. Estos preciosos productos llegaban a Cádiz por la ruta terrestre, a través de una serie de intermediarios que encarecían considerablemente la mercancía. Himilcón fracasó en su misión, pero su detallado informe parecía sugerir que los centros del oro
estaban en dos ríos del otro extremo de Hispania, el Sil y el Miño. Concebí el plan de conPágina 36 de 149
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quistar aquellos lugares atravesando las mesetas del Guadiana y del Tajo. De este modo
podría, además, someter a las tribus celtíberas interpuestas y obtendría de ellas valiosos
soldados con los que reforzar el ejército antes de conducirlo a Italia.
De todos los pueblos de Hispania, los celtíberos del interior son los más aptos para la
guerra y los más crueles. Diestros en emboscadas, ágiles, astutos, frugales y disimulados.
Usan un escudo pequeño, de dos pies de diámetro, y puñal o cuchillo. Los más pudientes
se arman con cotas de malla, y cascos de tres cimeras, el resto viste cotas de lino y cascos
de nervios. Todos son diestros en lanzar la jabalina, cuyo hierro dejan suelto para que quede dentro del cuerpo del adversario al extraer el asta. Su modo de vida es muy frugal. Comen solamente una vez al día y poco, apenas unas sopas en recipientes de madera, cuyo
contenido calientan por medio de piedras enrojecidas al fuego. Se bañan en agua fría.
Duermen con la cabeza tapada, para defenderse de los espíritus malignos que, entrando por
las narices de los durmientes, se apoderan de sus cuerpos.
En la primavera de 221 invadimos las tierras de los celtíberos. Las tribus menores
aceptaron pactar y se sometieron, pero los olcades resistieron con obstinada determinación.
El mismo día que penetramos en su territorio capturaron una partida de forrajeadores libios. Al día siguiente fuimos encontrando sus cadáveres empalados en sangrientas estacas,
despellejados y castrados, a lo largo del camino. Las almas de los muertos clamaban venganza. Doce cornejas sobrevolaron repetidamente al ejército y siempre se perdían por el
lado de septentrión, indicándonos la dirección que habíamos de seguir hacia Altía Cartala,
la capital de los olcades. Fuimos contra ella y le pusimos cerco. Era una meseta defendida
por razonables taludes de piedra. Levanté una empalizada delante del río que lamía su vertiente y establecí fuerte vigilancia para que los sitiados no pudieran proveerse de agua durante la noche. A los pocos días agotaron sus reservas, pues no habían previsto las necesidades de los numerosos refugiados procedentes de las aldeas circunvecinas. Comprendiendo que la resistencia era inútil, me enviaron a sus ancianos para discutir los términos de la
capitulación. Entregarían a los hombres que torturaron a mis libios y abandonarían el poblado intacto para que mis gentes pudieran saquearlo. De lo contrario proseguiría el asedio
y los esclavizaría a todos. Entregaron a los culpables y a otros cincuenta rehenes y todo el
inmenso botín que habían atesorado en la aldea a lo largo de muchos años de pillajes sobre
los territorios de las tribus limítrofes. En el reparto fui liberal con mis tropas, especialmente con los libios.
Aquel año no hubo más que sea digno de mención. Transcurrido el verano regresamos a Cartagena después de soportar algunas bajas debido a los calores asfixiantes.
En los anaqueles de la Casa del Esparto mi ausencia había acumulado una nutrida correspondencia. Había varios informes de Arbil en los que me ponía al corriente de la marcha de mis asuntos en la Balanza. Hannón había pronunciado algunos discursos incendiarios para descalificar mi expedición guerrera al interior de Hispania, de la que estaba sorprendentemente bien informado, incluso en sus menores detalles. Hannón me acusaba de
usurpar las funciones del sagrado colegio, del Gran Consejo y de la Balanza. «Se ha proclamado rey, nombra a sus funcionarios, recluta sus tropas, recauda sus impuestos, entrena
sus elefantes, construye su flota, acuña su propia moneda, funda ciudades, declara sus guerras, acuerda sus paces y se burla de nuestros enviados.»
Después de los discursos de Hannón, Arbil visitaba a un número de senadores indecisos y les compraba el voto. Era liberal con los sobornos porque si las censuras de Hannón
prosperaban, ello podría significar mi repatriación y proceso, quizá la cárcel o la confiscación y el destierro. Pero tres de cada cuatro senadores votaban por el partido bárquida y mi
posición resultaba robustecida con cada moción sobre Hispania.
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Aquel invierno fue singularmente fructífero. Mis colaboradores parecían entusiasmados con la idea de llevar la guerra a Italia. Hasta los mismos sargentos, de ordinario renuentes a las campañas largas, anhelaban el comienzo de ésta, estimulados por la ambición
del botín. A menudo me reunía con los oficiales para discutir sobre aspectos de táctica.
Alorco había conseguido, por mediación de un griego capitán de barco, un ejemplar del
manual militar de Sexto Julio Frontino. Éste es el libro de cabecera de los generales y cónsules romanos. Lo analizamos y sacamos importantes conclusiones sobre lo que los romanos sabían y lo que ignoraban del arte de la guerra. Se deducía que ignoraban el empleo de
la caballería, así como los diversos movimientos que una reserva ágil puede hacer para
romper la línea de batalla del adversario.
Antes de que las lluvias dificultasen la navegación, envié a Monómaco a África con
la plata necesaria para comprar cien elefantes domados, de los que númidas y marroquíes
capturan al pie de las montañas del Atlas. Es menester en este punto que diga algunas palabras sobre el elefante. Esta bestia apacible, que puede tornarse terrible cuando se excita,
es el mejor medio que existe para desbaratar a la caballería y a la infantería, sea falange a
la manera griega, o legión a la manera romana. Su sola presencia provoca terror en los
caballos y en los hombres, particularmente en aquellos que jamás los han visto. El elefante
en sí es el arma, su propio volumen lanzado a la carrera, aplastándolo todo con sus patas,
arrollándolo todo con sus terribles colmillos. No obstante, estas bestias son más terribles
por el pavor que infunden que por el daño efectivo que causan. Tienen un grave inconveniente y es que, cuando se sienten heridas, se enfurecen y escapan a todo control. Entonces
pueden revolverse contra sus propias gentes y causarles más daños que al adversario. Para
paliar esta eventualidad, mi padre dispuso un escoplo y un mazo en el equipo de cada indi
(así llamamos a los conductores de elefantes debido a que los primeros vinieron de la India) y a cada elefante le hizo tatuar un sol en el punto exacto de la nuca donde el indi debía
clavar su escoplo para apuntillar al animal en caso necesario. A pesar de todo continúa
existiendo un problema: a menudo el elefante se enfurece porque el indi que lo dirige, que
es como su verdadero padre, puesto que se ha ocupado de él desde que era pequeño, ha
resultado muerto en la batalla. Entonces no hay nadie ni nada que pueda detener al elefante
ni poner término a su furia destructora.
Los romanos habían desarrollado, durante la guerra de Pirro, algunas estratagemas
para enfurecer o espantar a los elefantes: soltar cerdos delante de ellos, agitar antorchas
encendidas en sus proximidades o incluso sobresaltarlos mediante agudos trompetazos.
Pero el entrenamiento de nuestros elefantes incluía su convivencia con cerdos, ejercicios
nocturnos entre filas de antorchas encendidas y tañidos estentóreos de tubas y trompetas.
No existe nada a lo que este inteligente animal no pueda acostumbrarse. Excepto, quizá, a
dos cosas que lo humanizan: el dolor físico, particularmente en los sensibles pies o en la
delicada trompa, y el dolor del alma cuando su indi muere. Es un hecho que el elefante está
ligado a su cuidador por una amistad imposible de encontrar entre hombre y animal, si
exceptuamos al perro. Con la diferencia de que el perro es servil por naturaleza pero el
elefante es orgulloso y noble. Jamás olvidará una ofensa, jamás dejará de agradecer una
caricia o un halago.
Como es natural, la noticia de que intentaba triplicar el número de mis elefantes llegó
rápidamente a oídos de Hannón y provocó su enérgica protesta ante la Balanza. Recibí de
Arbil una copia oficial del discurso. Siguiendo la pauta acostumbrada comenzaba haciendo
memoria de la ambición de los Barca desde mi abuelo. Luego señalaba la estrecha relación
que, desde Alejandro en adelante, ha existido entre los tiranos helenizantes y el empleo
militar de elefantes. Yo, como príncipe más griego que púnico que aspiraba a ser, pretendía
fundar mi efectiva monarquía hispánica sobre la posesión de un ejército de elefantes. Terminó su intervención solicitando una solemne censura, pero su votación se aplazó hasta
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que yo pudiese ofrecer alguna explicación que justificara la masiva compra de elefantes.
En una carta, redactada en los más solemnes términos, expuse mi sorpresa ante las desmedidas acusaciones de que era objeto por parte del ilustre ciudadano Hannón, cuya enemistad hacia mi casa enturbiaba su, por otra parte, claro y preciso juicio. Luego argumentaba
que del mismo modo en que Hannón criaba excelentes caballos, un utilísimo animal de
guerra, con fines pacíficos, puesto que era el primer agricultor de la república y necesitaba
de estos nobles animales en sus campos de cultivo, yo criaba elefantes con destino a mis
explotaciones mineras de Hispania. Monómaco redactó un informe adicional en el que se
explicaba la utilidad del elefante en la minería. La Balanza aceptó mis explicaciones. Los
dos tercios de los votos del partido Barca se inclinaron contra la censura de Hannón. A la
salida de la votación Tago Hermo comentó, en voz alta, de modo que el furioso Hannón
pudiese escuchar sus palabras:
—¿Qué nuevas sorpresas nos tendrá reservada la vejez? ¡Elefantes para las minas! A
este paso cualquier día de estos sancionaremos la contratación de lanceros númidas como
amas de cría.
Una ocurrencia que fue muy celebrada en los mentideros del mercado y en el Cotón.
En cuanto cesaron las lluvias y los días se fueron haciendo más largos regresamos a
la tierra de los celtíberos. La cosecha se anunciaba excepcionalmente buena y cabía la posibilidad de que pudiésemos conseguir gran cantidad de grano si llegábamos al territorio de
las tribus hostiles en la época de la siega. Esta vez la marcha fue más rápida que en la campaña anterior, pues al principio transcurría por tierras ya sometidas. Pero al llegar al país de
los vacceos encontramos a un gran ejército que superaba en número al nuestro, si bien era
de esperar que los nueve elefantes .que nos acompañaban decidirían fácilmente la batalla.
Antes de proseguir será mejor que diga algunas palabras sobre los vacceos. Estos
pueblos viven de la cría de caballos, bueyes y ovejas y un poco del cultivo de grano. No
existen entre ellos ricos ni pobres porque todos los bienes son comunes y pertenecen a la
tribu. Los pastizales y campos de cultivo se sortean cada año entre los hombres libres. Los
animales nacidos, así como el trigo y la cebada cosechados, se guardan en corrales y silos
públicos de los que cada familia toma la parte que les corresponde. Los vacceos son singularmente sobrios. Beben agua, duermen en el suelo, llevan cabellos largos como sus mujeres, aunque al entrar en combate se los ciñen con una banda que varía de color según la
categoría del sujeto. Como el trigo y la cebada son escasos, casi todo el año se alimentan
de bellotas crudas o molidas, de cuya harina hacen pan. A veces se hartan de carne de cabra, cuyos machos sacrifican al dios de la guerra, siempre en número de cien. Más raros
son los sacrificios de cien hombres o de cien caballos, cuya sangre beben. Sus juegos son
el pugilato, la carrera y los simulacros de batallas campales. Hasta hace muy poco tiempo
desconocían el vino. Cuando lo consiguen lo beben inmoderadamente, sin mezcla de agua,
hasta que caen borrachos. Muchos han muerto de estos excesos.
Las leyes vacceas son estrictas y simples. A los asesinos se les despeña, a los parricidas se les lapida fuera de los límites del poblado, a los prisioneros se les cortan las manos.
La capital de los vacceos es Salamanca. Le pusimos sitio y, después de algunas escaramuzas y tanteos, en las que ellos llevaron la peor parte, enviaron parlamentarios. Me
sorprendió lo rápidamente que llegamos a un acuerdo. Estuvieron conformes en entregar
trescientos talentos de plata y trescientos rehenes.
Como el camino del norte era largo y el tiempo apremiaba, acepté levantar el cerco y
proseguir mi avance antes de que los vacceos hubiesen reunido la plata del rescate. Acordamos que la entregarían, en el plazo de un mes, al jefe de la reducida guarnición que dejaba en Salamanca para velar por el cumplimiento de los acuerdos. Dos días después, el
único superviviente de esta guarnición logró alcanzarnos. Los vacceos habían capturado a
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todos sus compañeros y les habían dado muy crudas muertes. No podía dejar sin venganza
esta felonía. Suspendí el avance y regresamos sobre Salamanca dando un rodeo, pues era
previsible que los indígenas tuvieran vigilados los caminos del norte. En efecto, llegando
desde el sur conseguimos sorprenderlos y tomamos la ciudad al asalto. Permití su saqueo
sin restricción alguna, para que la fama de lo allí ocurrido sirviese de escarmiento a los
pueblos circunvecinos. Capturamos gran cantidad de esclavos, si bien una parte de ellos
lograron evadirse al día siguiente, pues las mujeres sacaron algunas falcatas escondidas
debajo de sus ropas y las entregaron a sus hombres. Éstos atacaron a sus guardianes y, matando a muchos de ellos, les tomaron caballos con los que se dieron a la fuga.
A los pocos días capturamos otra ciudad vaccea llamada Zamora. Uno de los prisioneros que hicimos en ella era carpetano. Al principio pretendió hacerse pasar por tratante
de ganado, pero el sagaz Alorco entró en sospechas y lo interrogó hasta que obtuvo de él la
información que pretendía ocultar. Supimos que se estaba formando una potente federación
de tribus carpetanas, olcades y vacceas cuyo objetivo era cortarnos el paso cuando regresáramos a Cartagena y arrebatarnos el botín de la campaña. Muchos pueblos menores, entre
ellos los sometidos el año anterior, aguardaban al resultado de esta lucha para decidir si se
unían o no a los enemigos de Cartago.
Al día siguiente los libios capturaron a un faraute vacceo. Por él supimos que la federación había reunido un ejército de cincuenta mil hombres. Era más de lo que cabía esperar, pues superaba con mucho al número de mis tropas. Pero yo era joven y me crecía ante
la adversidad. Planeé la batalla cuidadosamente y me demoré durante unos días, para dar
lugar a que el adversario me alcanzara junto al río Tajo, en los vados de Talavera.
Al amanecer del día de Orión aparecieron las tribus hostiles a nuestra espalda, como
oscura y amedrentadora nube. Cuando se percataron de que nos habíamos fortificado y
advirtieron que no intentábamos huir, instalaron su campamento a tres kilómetros del nuestro. Aguardé a que la noche ensombreciera los caminos. Entonces ordené que las patrullas
de exploradores se replegaran hasta casi las puertas del campamento, para dar lugar a que
los pisteros y espías del adversario pudieran observarnos con toda comodidad. Luego desmonté el campamento y cruzamos el río por sus vados, ordenadamente. Cartalón dirigió el
peso de una parte de la caballería mientras que Nuras Ava y Maharbal guardaban la zaga,
con los escuadrones de jinetes númidas, preparados para repeler cualquier posible ataque.
El cruce se realizó sin novedad. Al otro lado del río había una amplia y despejada llanura
que remataba en un altozano. Elegí aquel lugar, a un kilómetro del río, para instalar de
nuevo mi campamento. Mientras los auxiliares oretanos y los prisioneros se dedicaban a
cavar, hice que el resto del ejército descansara y estuviera listo para combatir al amanecer.
Con las primeras luces del alba los carpetanos, vacceos y olcades iniciaron el cruce
del río. Jinetes e infantes se mezclaban desordenadamente. Algunos cantaban, otros se
demoraban en medio de la corriente y jugaban entre ellos, mojándose unos a otros. Confiaban en reagruparse en la orilla opuesta antes de atacarnos. Naturalmente no les di esa oportunidad. En cuanto los primeros hombres empezaron a llegar a nuestra orilla, lancé sobre
ellos a toda la caballería. Cientos de adversarios murieron en medio de la corriente alanceados por los feroces númidas, mientras que los que alcanzaban la orilla eran pisoteados
por los elefantes. Al ver la matanza que los probóscides perpetraban en sus compañeros,
los que todavía no habían comenzado a cruzar el río se retiraron hacia su campamento en
completo desorden. Entonces lancé sobre ellos al resto de mis hombres, la caballería de
Nuras Ava y Asdrúbal Lacón, que, cruzando nuevamente los vados, rodearon al enemigo
por su flanco izquierdo, mientras que la infantería les daba alcance en su desordenada fuga.
En su campamento hallamos gran cantidad de grano y alhajas así como cincuenta mujeres,
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de otros tantos régulos y caudillos. Hice repartirlo todo, ellas incluidas, entre los hombres
que se habían distinguido en la acción y concedí faleras de plata a los más destacados.
Durante los días siguientes permití que los númidas devastaran los campos del entorno mientras recibía las delegaciones de los vencidos y pactaba con ellos el rescate de los
prisioneros y las condiciones de paz. A cada tribu sometida impuse un tributo de trigo,
caballos y guerreros, proporcionado a su población y riqueza. De este modo obtuvimos
más de seis mil caballos hispanos que, sin ser tan buenos como los númidas, resultan
igualmente resistentes y valiosos. Quizá convenga advertir que los caballos celtíberos se
parecen a los africanos en que galopan con la cerviz rígida y tendida, lo que provoca las
burlas de los ignorantes romanos que llaman «deformis» a esta carrera. Pero estos caballos
feos y lanudos superaron a los suyos en el campo de batalla. Algunos celtíberos sostienen
que sus potros son descendientes de las yeguas lusitanas de Lisboa. Dicen que estas yeguas
salvajes pastan en los acantilados, delante de la mar océana. Cuando sopla el viento favonio, es decir, el céfiro, respiran las fecundantes auras que trae del mar y quedan preñadas
de él. Los potros resultantes son velocísimos en la carrera, pero tienen el inconveniente de
que sólo viven tres años. Sin embargo, el cruce de estos potros con las yeguas celtíberas
produce caballos de longevidad normal e igualmente veloces. Es de notar que el pelo de los
caballos celtíberos es atabanado, pero cambia de color a medida que se va acercando a las
zonas costeras.
Después de la derrota y sumisión de los bárbaros regresé a los cuarteles de invierno.
Alorco había reunido gran cantidad de información procedente de los prisioneros, lo que
nos permitió hacernos una idea de los pueblos que encontraríamos antes de llegar a los ríos
auríferos. El país me pareció suficientemente sometido como para permitir que mi hermano Asdrúbal prosiguiera la empresa de alcanzar las costas del norte en dos o tres campañas.
Llegaron los días grises y lluviosos. Para combatir el tedio solíamos reunirnos en la
Casa del Esparto y pedíamos a Alorco que nos ilustrara sobre el resultado de sus pesquisas.
—De los pueblos que habitan las montañas del mar superior ―decía paseando su
tranquila mirada por el atento auditorio de oficiales―, el más notable es el de los astures.
Entre ellos son las mujeres las que detentan el mando. Tienen curiosas costumbres. Cuando
una mujer va a dar a luz, el presunto padre de la criatura que va a nacer se acuesta en el
lecho y finge padecer los dolores del parto mientras que la parturienta continúa cultivando
la tierra como si nada fuese con ella, hasta que el recién nacido se desliza fuera de su vientre, sin ayuda alguna. Los viejos no se suicidan, como es la costumbre de los pueblos de la
meseta. Antes bien reciben respeto y atención hasta que mueren por causas naturales. Para
defenderlos del frío, que en aquellas altas montañas es singularmente intenso, los reúnen
en un aposento en cuyo suelo han dispuesto sucesivas capas de paja y excrementos humanos que, al fermentar, emanan gran cantidad de calor. De este modo la colectividad se ahorra la leña necesaria para calentar a tantas personas improductivas.
Cartalón estallaba en carcajadas que hacían temblar cómicamente su cada vez más
voluminosa barriga.
—Me parece ―decía entre risas― que encuentro más humana la costumbre celtíbera
del suicidio de los viejos.
—Cada pueblo tiene, sus hábitos ―observaba Alorco, severamente―. Yo no los
juzgo. Digo lo que hay. Por lo demás, estos astures tienen otras costumbres que te parecerán igualmente censurables. Se aclaran la garganta con orines al levantarse. Por la noche,
antes de acostarse, bailan a la luna, que raramente ven, porque sus cielos están ordinariamente nublados. Practican también una forma curiosa de madurar el queso, enterrándolo en
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pilas de estiércol caliente para que el calor lo fermente. Un tal Osoro, astur, me lo ha hecho
probar: es un queso excelente, aunque apesta.
—Se me revuelven las tripas de sólo pensarlo ―terció Cartalón.
—No tengas cuidado, general ―replicó Alorco―. Darte a probar ese queso sublime
sería como arrojar flores a los cerdos.
A principios de la primavera me casé con Himilce. La ceremonia se celebró en el
templo de Tanit, en Cartagena, aunque ciertos ritos ibéricos la complementaron en el santuario de Auringis donde nos habíamos conocido. Intercambié costosos regalos con los
familiares y amigos de Mucro que formaron parte de la comitiva nupcial. Decreté tres días
de fiesta oficial así como repartos extraordinarios de grano y vino en los campamentos.
Himilce cautivó a todos con su belleza y cordialidad. Incluso logró que Monómaco no
protestase por los dispendios que la boda acarreaba a la intendencia del ejército. Por espacio de una semana me retiré, con mi joven esposa, a una finca de recreo que Atarbal poseía
en las afueras de Cartagena. Allí viví los días más plenamente felices de mi vida. Pero el
tiempo del placer es siempre breve y en el fondo de su incierta copa acecha el sabor amargo de la muerte.
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6. LA DESTRUCCIÓN DE SAGUNTO
Es el momento de referirme al contencioso de Sagunto que fue causa directa de mi
guerra con Roma. En el norte de Hispania, por Vasconia y Teruel, no lejos de las fuentes
del Ebro, habitan los túrdulos y turboletas. Estos pueblos extraen de sus minas un hierro de
excelente calidad. Yo disponía de buenos armeros celtíberos y oretanos pero el hierro que
conseguíamos en el sur era insuficiente. Por lo tanto envié a Alorco, con una misión comercial, para que adquiriera todo el hierro del Ebro. Los túrdulos objetaron que si dejaban
de venderlo a sus tradicionales clientes, los poderosos saguntinos, éstos se lo arrebatarían
por la fuerza. Debo advertir que los saguntinos comerciaban con este hierro vendiéndolo a
su vez a los marselleses, aliados de Roma. Dentro del Senado romano existía una importante facción, la de los Fabios, que poseía grandes intereses económicos en Marsella y sus
colonias.
Disipé los temores de los túrdulos comprometiéndome a defenderlos de cualquier
agresión. A pesar de ello los saguntinos los atacaron. Entonces, haciendo honor a mi compromiso, conduje inmediatamente al ejército contra Sagunto. Los impíos romanos, cuyo
desprecio por los tratados es bien conocido, me advirtieron, hipócritamente, que no interviniese en aquella contienda. Les repliqué que Sagunto se encontraba por debajo de la línea
del Ebro y, por lo tanto, en territorio de nuestra jurisdicción. Argumentaron, con sofisma
desvergonzado que, de acuerdo con el tratado de Sicilia, Cartago no podía atacar a los aliados de Roma, entre los que ahora se encontraba Sagunto. Aún tuve la paciencia necesaria
para enviarles una respuesta legal: la letra y el espíritu de aquel tratado se referían a los
aliados de Roma en el momento en que se firmó, no a los aliados futuros.
Este estéril intercambio de mensajes y embajadas estaba claramente condenado al
fracaso. Roma quería la guerra. Había decidido que era llegada la hora de destruir Cartago
y buscaba cualquier pretexto para emprender las hostilidades.
Sagunto está situada sobre la meseta plana de un elevado cerro. Sus muros, asentados
sobre el borde mismo del escarpe, son inexpugnables excepto por el lado de Poniente, donde el terreno se allana. En esta parte se alzaba la puerta del Toro y la muralla era más elevada y robusta.
Antes de sitiarla, Alorco y otros oficiales habían reconocido las defensas de la ciudad
haciéndose pasar por mercaderes. Las murallas eran potentes y bien construidas, a la manera griega. Decidimos que las expugnaríamos por medio de una torre rodante que dominase
su adarve mientras los arietes golpearan la puerta del Toro.
A finales de febrero sitiamos la ciudad. Dividí mis tropas en tres campamentos.
Maharbal y Calcas se encargaron de dirigir sus obras, así como la circunvalación. Una
semana después, concluidos los preliminares necesarios y armada la torre rodante, tanteamos por vez primera la ciudad. Una tropa de auxiliares libios que se aproximó al muro fue
recibida con una espesa lluvia de falaricas. La falarica es una jabalina de largo y aguzado
hierro en cuyo extremo suelen ensartar una bola de estopa y pez que encienden en el momento de arrojar el arma. El aire aviva la llama de tal manera que cuando la falarica se
clava en el escudo del adversario, éste se ve obligado a desprenderse de él quedando indefenso ante un segundo proyectil.
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A pesar de las falaricas y de las piedras arrojadizas, la torre rodante se aproximó a la
muralla hasta una distancia óptima para que los honderos baleares actuaran desde la plataforma superior. El primer día muchos jóvenes saguntinos perecieron con los sesos esparcidos por los certeros glandes de plomo que disparaban los baleares, pero al segundo ya habían ideado manteletes de madera sobre los que rebotaban los proyectiles. Entonces retiré a
los hombres y los sustituí por libios entrenados en el lanzamiento de jabalinas y un equipo
de griegos que sabían manejar ballestas. A pesar del duro castigo que recibían, los saguntinos defendieron valerosamente sus muros y estorbaron eficazmente la aproximación de los
arietes. Lejos de contentarse con la mera defensa de sus adarves, de vez en cuando hacían
osadas salidas y esparcían la muerte entre mis hombres.
Mientras estas cosas ocurrían a la luz del sol, en las tinieblas del interior de la tierra,
Calcas dirigía a cinco cuadrillas de mineros traídos de Cartagena, que se turnaban día y
noche excavando una mina. Cuando el túnel hubo alcanzado los cimientos del muro de la
ciudad, en las proximidades de la puerta del Toro, lo ensancharon y ahondaron en aquel
punto hasta socavar el subsuelo de dos torres, que dejaron entibadas sobre secos maderos.
Estos trabajos se prolongaron durante más de un mes. Mientras tanto, la lucha era cada día
más encarnizada y los muertos y heridos se producían por igual en los dos bandos. Los
saguntinos organizaban audaces salidas nocturnas contra nuestros campamentos y puestos
de guardia, en las que nos infligían numerosas bajas. También enviaban individuos sueltos,
escogidos entre los más valerosos de la ciudad, para que asesinaran a nuestros centinelas y
desjarretaran nuestros animales. Cuando lograban secuestrar a uno de los nuestros lo despeñaban al día siguiente, despellejado y castrado, desde la casamata que protegía la puerta
del Toro.
A pesar de mis elevadas pérdidas, mantuve la línea continua de vigilancia, reforzándola en los lugares donde era menester, pues estaba claro que la ciudad no andaba escasa
de buenos guerreros y que, a la postre, sería menos costoso rendirla por hambre. Era, por
tanto, imprescindible asegurarse de que no recibiera suministros desde el exterior.
En Sagunto recibí mi primera herida importante. Fue en el transcurso de una de las
escaramuzas a las que diariamente asistía, vestido con una simple túnica orlada de rojo, a
usanza de los soldados celtíberos. Una falarica, certeramente lanzada desde el muro, me
atravesó limpiamente el muslo dando conmigo en tierra. Detrás de mí combatía Hermión,
el fiel esclavo que aún hoy me acompaña en mi desventura. Entonces era un guerrero robusto de veinte años, al que todavía los continuos sufrimientos no le habían secado el juicio. Al verme herido volcó delante de mí un mantelete y al amparo de sus gruesos maderos
me arrastró hasta ponerme fuera del alcance de las falaricas. Afortunadamente el arma que
me había herido no estaba enherbolada, por lo que sólo hube de permanecer hospitalizado
en mi tienda durante mes y medio, bajo los atentos y exigentes cuidados de Danón, el cirujano. En ese espacio de tiempo únicamente se produjeron malas noticias. Los saguntinos
resistían más de lo previsto; las puertas, sostenidas por un muro interior, no cedían al empuje de los arietes y los númidas y celtíberos se impacientaban y conducían el asedio torpemente, pues están acostumbrados a combatir en campo abierto y se adaptan mal a las
disciplinas de la poliorcética.
Finalmente la mina estuvo lista y se produjeron los augurios favorables que esperábamos. Ordené incendiar los maderos que sostenían los cimientos de las torres. Cuando el
fuego los consumió, los muros se hundieron en el hueco de la excavación y las dos torres y
el lienzo intermedio se desmoronaron pesadamente, como si se los tragara la tierra, levantando una inmensa nube de polvo. Todo el ejército se había congregado delante de la ciudad para presenciar el desplome de la alta muralla. En cuanto se disipó la polvareda sonaron las tubas, se inclinaron los estandartes y los hombres se lanzaron al asalto de las bre-
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chas con un griterío ensordecedor. Fue un nuevo fracaso. Los escombros de las torres desplomadas eran tan altos que constituían, por sí solos, una nueva muralla. Una multitud de
jóvenes saguntinos se habían precipitado a defenderlos haciendo de su desesperado valor
un obstáculo más firme que el de las derrumbadas piedras. Durante más de tres horas se
combatió sobre los escombros con inusitada fiereza. Los hombres perdían pie con facilidad
y eran ensartados por las armas del adversario al menor descuido. Mientras tanto, en las
partes del muro aún intactas, se había congregado una gran multitud de defensores que
lanzaban sus falaricas sobre los asaltantes que acudían a las brechas. Sus tiros verticales
provocaban tal carnicería en nuestras filas que los hombres apenas podían avanzar, estorbados por los cadáveres amontonados de sus camaradas. En vista de aquel desastre hice
sonar las tubas y ordené retirada.
Aquel día los saguntinos celebraron los acontecimientos como si los dioses les hubieran dispensado una gran victoria. Durante toda la tarde nos provocaron desde las agrietadas
murallas, agitando sus enseñas y despeñando de vez en cuando el torturado cadáver de un
prisionero. Quizá deba notar que, aunque se comportaban como bárbaros incivilizados, en
los aspectos de organización de la defensa no lo eran tanto. Había entre ellos muchos mercenarios griegos, excelentes soldados y estrategas cedidos por Marsella, alguno de los cuales tenía conocimientos de fortificación suficientes como para dirigir la construcción de un
segundo muro detrás del que se había desplomado.
Al tercer mes de asedio, la trirreme de vigilancia que patrullaba la costa frente al
puerto de Noplón, avisó que dos penteras romanas se acercaban con bandera de parlamento. En ellas venía una embajada del Senado romano. El recurso de enviar espías disfrazados de parlamentarios, para reconocer la posición y fuerzas del adversario, es ya muy antiguo, pero los morlacos romanos insisten en emplearlo como si se tratara de una novedad.
Lógicamente no estaba dispuesto a permitir que pusieran sus pies en mis campamentos.
Dejé a Maharbal al mando de las operaciones y acudí a Noplón para recibir a los romanos
en el mismo muelle de atraque. Hice instalar una tienda, con lechos transportables, frutas,
vino y todas las comodidades necesarias para honrar a tan distinguidos visitantes.
Las velas rojas se destacaron en el horizonte y fueron agrandándose a medida que se
acercaban. Tres filas de largos remos se abatían rítmicamente, alzando espumas a cada
costado de las naves. Eran dos embarcaciones sólidas y fiables aunque un tanto pesadas de
líneas, a la manera romana. En cualquier caso es digno de admiración que los romanos, un
pueblo de tierra adentro, fuesen capaces de aprender por sí solos, en medio de los azares de
la guerra de Sicilia, el arte de la navegación: sus primeras penteras fueron meras imitaciones de las nuestras, copiadas, pieza a pieza, de un derrelicto cartaginés que hallaron en sus
playas.
Estaba abstraído en estos pensamientos cuando la voz de Asdrúbal observó a mi lado:
—Boga del herrero. Estos destripaterrones quieren alardear de pericia en las artes de
la mar.
Los legados romanos desembarcaron en un extremo del muelle. Eran dos ancianos
ataviados con togas largas cuya blancura hacía juego con la de sus canosos aladares. Los
escoltaban dos altos oficiales que lucían sendas corazas ceremoniales adornadas de medallones y cintas. Los saludé en griego, pero los legados ignoraban este idioma, como era de
esperar. Oficiando de intérprete, Sosilos tradujo al latín mi saludo. El que parecía de más
autoridad me entregó un rollo sellado con una cinta púrpura. Los invité a pasar a la tienda y
les ofrecí asiento, que aceptaron después de una breve vacilación. Sin embargo rechazaron
el refrigerio que Hermión les presentaba.
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Por medio de un sudoroso intérprete chipriota que venía con ellos expusieron su embajada. Roma estaba dispuesta a tomar medidas severas si no levantábamos inmediatamente el cerco de Sagunto. Aquella ciudad aliada de la república estaba bajo su protección. Les
expliqué ―una vez más― que, en virtud del tratado del Ebro, Sagunto quedaba en la demarcación de Cartago y que, por lo tanto, estaba en mi derecho al atacarla. Cuando vieron
que por el lado de la discusión legal no iban a conseguir nada, cambiaron de táctica y se
ofrecieron a parlamentar con el Senado saguntino por si fuera posible alcanzar con su mediación un compromiso honorable. Rechacé esta pretensión alegando que el campo en
torno a la ciudad era peligroso y por lo tanto no me atrevía a afrontar la responsabilidad de
permitir que pudiera ocurrirles alguna desgracia mientras eran mis huéspedes. Insistieron
en hacer el viaje. Si era necesario redactarían un documento que me eximiera de toda responsabilidad. Me negué tercamente, invocando a los dioses. Mi hermano asistía al tira y
afloja con una media sonrisa en los labios. Finalmente, los dos legados intercambiaron una
mirada iracunda y, despidiéndose fríamente, tornaron a embarcar. Permanecimos en el
muelle hasta que se hubieron alejado los cinco largos que establecen las leyes de la cortesía. Entonces hice seña para que dos de nuestros trirremes los escoltaran mar adentro y eso
fue todo.
La siguiente escala de los embajadores romanos fue Cartago. No se anduvieron con
rodeos. Me acusaron de vulnerar los tratados y exigieron mi entrega inmediata a Roma.
Concedieron a la Balanza un plazo de tres días para que tomase una decisión. Fueron tres
días de intensas y caldeadas sesiones. Hannón pronunció uno de sus más memorables discursos. Me definió como joven malcriado que no puede resignarse al reposo y que arde en
deseos de reinar. Su ampulosa oratoria alcanzó dimensiones homéricas:
—¡Aníbal empuja hoy sus torres y manteletes contra Cartago; son las murallas de
Cartago las que quebrantan los golpes de sus arietes; las ruinas de Sagunto (ojalá me equivoque) caerán sobre nuestras cabezas! Esta guerra comenzada contra los saguntinos será
necesario que la sostengamos contra Roma. Me preguntaréis: ¿qué hacer entonces? ¿Qué
hacer? ¡Sólo hay una posible respuesta: destituir y entregar a Aníbal como razonablemente
exigen los ofendidos romanos! Sé muy bien que a causa de mi enemistad con su padre
cualquier cosa que diga sobre el asunto se interpretará aviesamente. Pero os juro por mis
dioses familiares y por el sagrado manto de Tanit que si de mi propio hijo se tratara no
vacilaría en entregarlo a Roma para salvar a nuestra república en esta hora angustiosa. Si
odio y detesto a ese joven no es porque sea un Barca sino porque es una furia, una tea de
guerra, que acabará por perdernos a todos.
Cuando Hannón acabó su discurso sólo algunos dispersos aplausos de sus amigos
agrícolas saludaron su intervención. A continuación tomó la palabra Arbil. Recordó que la
guerra no había partido de mí sino de los saguntinos que atacaron a nuestros aliados turboletas. Recordó los pactos que Roma había traicionado desde los tiempos antiguos. Denunció que, en el caso presente, Roma tergiversaba la letra y el espíritu del tratado del Ebro.
También leyó los últimos informes recibidos de Roma. Estaba claro que su Senado se estaba preparando activamente para la guerra contra Cartago. Finalmente recriminó ásperamente a Hannón porque, llevado por su odio hacia los Barca, defendía la causa de Roma
incluso con mayor vehemencia que el propio Valerio Flaco. Para terminar recordó que la
prosperidad de Cartago, y de muchos de los allí presentes, se debía, en gran medida, a los
recursos que se recibían de Hispania.
La Balanza saludó las palabras de Arbil con una gran ovación. Valerio Flaco partió al
día siguiente con la respuesta de Cartago: confirmaba mi mando en Hispania y aprobaba la
guerra saguntina.
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Yo, Aníbal
Mientras tanto, el asedio de Sagunto progresaba lentamente. Los españoles se aburren en los asedios largos, ya que carecen de la constancia necesaria para sostener el esfuerzo continuado. Por otra parte profesan una especie de miedo instintivo a las ciudades,
tan acostumbrados están a la vida en míseros poblados o a la intemperie. Después de abrir
penosamente un corredor a través de los escombros del muro exterior, los arietes batían
diariamente el segundo muro. Nuestras bajas eran elevadas, pero los honderos baleares,
desde el resguardo de sus manteletes, causaban un daño semejante a los saguntinos. Por
otra parte los alimentos escaseaban dentro de la ciudad. Algunas cuadrillas de saqueadores
intentaban conseguir comida en nuestros campamentos, atacándolos por sorpresa, pero
eran rechazadas con grandes pérdidas.
La caída de Sagunto era sólo cuestión de tiempo. Suspendí los costosos asaltos y me
limité a reforzar el cerco. Mientras tanto surgieron problemas en otros lugares. Algunas
tribus oretanas y carpetanas se habían sublevado contra los recaudadores de Atarbal que les
exigían un tributo extraordinario en bienes o en hombres. Los alistamientos de años anteriores habían reducido considerablemente el número de guerreros jóvenes de muchos poblados. Ahora sus consejos se negaban a ceder más por miedo a quedar indefensos. Constantemente llegaban quejosas cartas de Monómaco: ¿Cómo puedo reunir el trigo y la plata
necesarias para que el ejército reciba sus soldadas si tus recaudadores condonan la obligación del tributo a las tribus que aportan mercenarios?
Tenía razón. Por lo tanto decidí sacar el dinero de otra parte. Aumenté los impuestos
de las colonias y factorías de la costa, donde se acumulaba toda la riqueza. Atarbal y los
suyos elevaron sus quejas a la Balanza. Indiqué a Arbil que compensara generosamente las
pérdidas de los senadores que tuvieran intereses en Hispania. La Balanza continuó apoyando mis medidas.
En medio de tantos quebraderos de cabeza una buena noticia vino a hacerme más
llevaderos los afanes del asedio. Himilce había dado a luz a mi hijo Aspar. Derramé aceite
votivo sobre la cabeza de Tanit para que aquel hijo nacido de española fuese el más señalado descendiente de Amílcar. Y una vez más renové los solemnes votos por la caída de
Sagunto.
Esta vez la diosa pareció mostrarse menos esquiva. Un prodigio terrible acaeció en la
ciudad anunciando el final del asedio. Un niño que estaba a punto de nacer y ya asomaba la
cabeza fuera del claustro materno, rompió a llorar y tornó a penetrar en él, como si adivinara la desolación, el horror y la muerte que le aguardaban fuera de aquel palpitante refugio.
El mismo día que acaeció este suceso, la acción combinada de tres arietes logró abrir un
portillo por el que penetraron algunos regimientos libios de Amarca que habían llegado la
víspera. Se combatió encarnizadamente durante toda la mañana, entre un fragor de casas
incendiadas que se desplomaban con estrépito taponando con sus escombros las estrechas
calles. Los saguntinos habían incendiado la ciudad antes de refugiarse en la acrópolis, donde concentraron sus bienes y familias. Al atardecer se produjo una tregua espontánea, pues
los combatientes estaban exhaustos y no habían probado bocado desde la mañana. Recorrí
las humeantes ruinas de la parte conquistada. Había por todas partes esqueléticos cadáveres
que aún se aferraban a sus armas. A algunos les faltaban trozos de carne, lo que nos confirmó los rumores que aseguraban que en la ciudad había muchas personas que, enloquecidas por el hambre, se habían entregado al canibalismo.
Retiré a los exhaustos libios y los reemplacé por celtíberos y carpetanos. Luego sobrevino la noche. Dejé a Maharbal a cargo de las operaciones y me retiré al campamento.
Apenas había conciliado el sueño cuando me despertaron para traer ante mí a un legado
saguntino, una especie de tembloroso espectro de ojos enloquecidos y mirada febril que
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dijo ser magistrado de la ciudad y llamarse Alcón. Sus conciudadanos lo habían designado
para tratar las condiciones de una posible capitulación.
—Has de saber que el pueblo ignora mi misión ―advirtió―. Las prolongadas privaciones han fanatizado a la gente de tal manera que lincharían inmediatamente a cualquiera
que mencionase la palabra rendición.
Reflexioné un momento, recordando con fastidio los sufrimientos de mis hombres a
lo largo de los ocho meses que duraba ya el asedio.
—El tiempo de la clemencia ha pasado ya ―le dije―. Ahora las condiciones son éstas: abandonaréis la ciudad y os estableceréis donde yo disponga, fuera de la ruta de la
costa. Se os entregará trigo para simiente y campos de cultivo pero tendréis que entregar
intacto todo lo que contiene la ciudad, armas y riquezas. Y tendréis que indemnizar a los
túrdulos por los bienes que les arrebatasteis.
—No puedo regresar con esas condiciones ―repuso Alcón, consternado―. Los senadores me matarían.
Se hizo un incómodo silencio. Finalmente intervino Alorco:
—Yo puedo ir a Sagunto y exponer esas condiciones.
Amaneció un día gris y lluvioso de octubre. Una bandada de cornejas cruzó el cielo
volando hacia poniente. Confortado por este augurio favorable, el regimiento Saguntino
(que desde entonces se llamó así) formó sus escuadrones delante de las humeantes ruinas.
Detrás de él se fueron agrupando los númidas y celtíberos restantes. Alorco, vestido de
túnica blanca de parlamentario, subió lentamente la cuesta de acceso a la acrópolis y entregó su espada a la guardia avanzada de los sitiados.
Les había concedido una tregua de dos horas antes de reanudar el asalto, pero Alorco
estuvo de regreso mucho antes. Su discurso había sido singularmente breve:
—Aníbal os ofrece la vida y una nueva ciudad a cambio de Sagunto y de cuanto contiene.
Los saguntinos prefirieron perderlo todo. Su terquedad hispánica se combinó con el
orgullo griego para inmolarlos en un absurdo holocausto. Habían amontonado los muebles,
enseres y tejidos más preciosos en la plaza de armas de la alcazaba. Formaron una pira con
todo ello y arrojaron a las llamas el oro, la plata, las armas y cuanto pudiera tener algún
valor. Los que deseaban entregarse a la clemencia del vencedor y conservar la vida no se
atrevían a manifestarlo, por miedo a despertar las iras de aquellos exaltados que se habían
erigido en custodios del procomún y habían decidido prolongar la lucha hasta el total aniquilamiento.
Hice sonar las tubas y nos lanzamos al asalto final con todas las tropas disponibles.
Maharbal me había hecho notar que incurría en una innecesaria acumulación de hombres,
dada la precaria situación de los defensores, su debilidad y su reducido número. No obstante, a pesar de que su observación era razonable, mantuve la orden. En realidad sólo pretendía remunerar con la venganza a los que durante los interminables meses del crudo asedio
habían sufrido heridas y soportado lluvias y fríos. Tomaron la acrópolis y el resto de la
ciudad y la estuvieron saqueando hasta que sobrevino la clemente noche, pero aun entonces algunos excitados grupos de númidas prolongaron el horror de la matanza a la luz de
los dispersos incendios. Pasaron a cuchillo a todo el que hallaron con las armas en la mano
y cautivaron a todos los demás.
Los romanos han hecho circular la especie de que el pueblo saguntino se inmoló heroicamente, arrojándose en masa a la pira donde ya ardían todas sus pertenencias, para que
mi victoria fuese estéril. Nada más lejos de la realidad. Es cierto que las tribus españolas
del interior son muy capaces de cometer una atrocidad semejante, pero Sagunto era una
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ciudad bastante culta y helenizada. Exceptuando las dos o tres docenas de fanáticos que en
los últimos meses del asedio se habían impuesto al Senado y que, quizá, resistían a ultranza
porque estaban persuadidos de que no tendríamos piedad con ellos, el resto prefirió la esclavitud a la muerte. Hubo algunas ejecuciones injustificadas, que yo opté por ignorar, y
las inevitables secuelas de mujeres y niñas forzadas por los lascivos númidas, pero, en general, no se produjo más horror del que puede padecer cualquier ciudad asaltada.
El botín fue mucho mayor de lo que esperábamos. Los contadores de los regimientos
tardaron tres días en inventariarlo y otros tantos en distribuirlo equitativamente entre los
oficiales y tropa. Los que habían participado en otras fases del asedio pero habían sido
relevados, también recibieron su parte. En cuanto a mí, renuncié al tercio que me correspondía de la quinta parte de la reserva oficial. Tan sólo retuve algunos vestidos y joyas,
que envié a Himilce y al santuario de Melcarte gaditano.
Dejé al cuidado de la ciudad una guarnición suficiente, con instrucciones de reparar
la acrópolis y aportillar el recinto exterior. Luego regresé a Cartagena.
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7. LA PARTIDA
A principios de octubre, una trirreme ligera que lucía en el supparum el caballo del
Gran Consejo, entró en el puerto de Cartagena y atracó en el muelle de la sal, frente a la
Casa del Esparto. El joven y apuesto oficial que dirigía la maniobra desde la tarima de
toldilla vestía la toga blanca y las insignias doradas del heraldo del sufeta del mar. Antes
de que descendiera a tierra, la esperada noticia de la que era portador se divulgó rápidamente por factorías y arsenales: estábamos en guerra con Roma. Después de veintitrés años
nuevamente empuñábamos las armas contra el labriego ladrón. La hora suprema que todos
esperábamos había sonado.
Apenas presté atención a la comunicación oficial de la Balanza. No obstante, y sólo
por guardar las formas, convoqué al consejo de altos oficiales en la Casa del Esparto y les
comuniqué la nueva. El heraldo del sufeta quedó igualmente sorprendido de la indiferencia
con que mis generales acogían la noticia y de la pueril alegría con que sus asistentes partieron a galope para comunicarla a las tropas acantonadas en torno a la ciudad. Promulgué un
día de fiesta oficial, lo que daba derecho a ración suplementaria de grano y doble medida
de vino. Incluso Monómaco estuvo de acuerdo en que la ocasión lo merecía.
El hombre del sufeta tenía prisa, pero aguardaba un informe detallado de mis planes
antes de regresar a Cartago. Mientras tanto, sus hombres embarcaban las provisiones necesarias para zarpar cuanto antes. Temían que los romanos interceptaran la nave antes de que
pudiese alcanzar las seguras costas de África. Tampoco yo deseaba a estas gentes molestas
merodeando por el puerto y los arsenales, así que ordené a Sileno que redactara un documento evasivo.
—¿Evasivo? ―se extrañó.
—Sí ―le respondí―, cualquier información que facilitemos a la Balanza estará en
manos de los romanos antes de que cambie la luna.
—¿Qué escribo entonces, Aníbal? ¿Cómo piensas defender Hispania?
—En otros tiempos griegos y romanos llevaron la guerra a las murallas de Cartago,
¿no es así? Va siendo hora de que nosotros la llevemos a las murallas de Roma. Sileno no
parecía muy convencido.
—¿Escribo eso?
—Eso precisamente. Ni la Balanza ni los romanos van a creerlo.
—Tampoco yo lo creo ―murmuró Sileno al retirarse. Era más de lo que podía asimilar su lógica cabeza griega.
En los días siguientes aumentó la actividad de los campamentos. Diariamente analizaba la situación con el consejo de oficiales. Opté por confiarles francamente toda la información de que disponíamos, incluyendo la más confidencial. Era consciente de que no
podía confiar en todos ellos. Cartalón hablaba por los codos en sus frecuentes borracheras
y Asdrúbal Lacón se mostraba excesivamente locuaz con las cortesanas que metía en su
cama. Pero, a pesar de ello, deseaba que cada uno de mis hombres se considerase personalmente implicado en la dirección de la guerra a su más alto nivel, que todos ellos se ejercitaran en sopesar las dificultades y en aportar las soluciones necesarias. Lamentablemente
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se mostraron mucho más perspicaces en señalar los defectos de mi plan que en sugerir
posibles alternativas.
Desde los tiempos de Amílcar el mundo había cambiado mucho. Los romanos se habían fortalecido considerablemente. Ahora dominaban toda la península itálica, directamente o a través de la Liga que presidían. Informé de estas circunstancias a mis oficiales
antes de exponerles las líneas maestras de mi estrategia.
—Muchos de los pueblos ahora aliados a Roma ―les dije―, se han sometido a ella
por la fuerza, después de sufrir sangrientas represiones. Si ven en suelo italiano a un
enemigo poderoso que puede liberarlos de la opresión romana, se unirán a él. Sólo necesitamos asestar los golpes iniciales, demostrar a los italianos que las legiones romanas no
son invencibles, persuadirlos de que nuestro propósito no es reemplazar a Roma en su dominio, sino aniquilar su amenaza sobre los intereses púnicos de Hispania y África y recuperar las islas y puertos que nos arrebataron después de la guerra siciliana. Poseemos informes fiables de la situación actual. Los galos del norte, que fueron derrotados hace solamente cinco años, aguardan con impaciencia nuestra llegada para unírsenos. Es más, algunas tribus, los boios y los insubrios, militan ya, desde hace dos meses, contra la loba. Roma
había previsto enviar un ejército a Hispania y se ha visto obligada a aplazar su partida a
causa de esta sublevación. Los oprimidos pueblos itálicos del sur, apulos, lucanos y brutios, nos recibirán como a libertadores. Y el rey de Macedonia, cuyos intereses marítimos
han sido esquilmados por Roma, nos apoyará con su potente escuadra en cuanto advierta
que la alianza con Cartago le puede restituir los puertos perdidos.
Maharbal, recientemente herido durante un encuentro con rebeldes vacceos, hizo un
involuntario movimiento con su brazo vendado y gimió de dolor. Deseaba intervenir.
—Tú dirás, Maharbal.
—Todas estas alianzas que propones me parecen muy necesarias y convenientes,
Aníbal. Pero, ¿se sabe algo de las fuerzas romanas? Antes de que los pueblos sometidos
llamen a tu puerta tendrás que vencer a Roma.
Cedí la palabra a Alorco como responsable de la información. Alorco fue breve, como siempre. Le gustaba mucho más escuchar que ser escuchado.
—Roma cuenta con doscientos setenta y tres mil hombres libres en situación de servir en el ejército. Esta cifra puede aumentar hasta trescientos cincuenta mil si se movilizan
los reservistas de más edad ―interrumpido por un profundo suspiro de desaliento que emitió Maharbal, hizo una breve pausa antes de proseguir con persuasiva voz... pero incluso
esta cantidad puede doblarse si contamos a los posibles reclutas de tribus, ciudades y clanes de la Liga itálica.
Asdrúbal Lacón resopló, señal inequívoca de que tenía algo que decir:
—Según esas cifras ―intervino―, Roma puede poner en el campo de batalla una
fuerza cinco veces superior a la nuestra. Aun suponiendo que la mitad de ellos sean de
inferior calidad, todavía la proporción nos es muy desfavorable. Además combatirán en
suelo propio, cerca de sus graneros y depósitos, a la sombra de sus murallas y refugios y
sintiéndose estimulados por el sagrado deber de defender sus santuarios, sus mujeres y los
sepulcros de sus padres.
—Y no hay que olvidar que ellos cuentan con una flota poderosa que no tardará en
barrer del mar a nuestras penteras ―añadió Monómaco.
—Sin una flota que nos apoye y que lleve refuerzos de Hispania, podemos fracasar
―concluyó Himilcón―. Opino que antes de arriesgarnos a atacar Roma en su propio suelo
debemos contar con una flota similar a la suya o superior. Y no en Cartago, a merced de las
mañas del Gran Consejo, sino en Hispania, una flota nuestra.
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Los jóvenes oficiales hispanos presentes asintieron vigorosamente a las palabras de
Himilcón. Intenté resumir la situación de la marina sin resultar demasiado crítico con la
Balanza.
—Como sabéis, los navíos de guerra no pueden construirse sin la autorización expresa del Gran Consejo, y el Gran Consejo está, en último término, en manos de Hannón, que
odia a los Barca. La Balanza es dominio de los mercaderes y de los armadores civiles. Éstos hacen su negocio más próspero en Hispania y, por lo tanto, se inclinan a favorecernos.
Pero el Gran Consejo está integrado por terratenientes del partido agrícola que, desde la
guerra de Sicilia, está enfrentado a la Balanza. El ejército mercenario depende de la Balanza y por lo tanto es cosa nuestra, pero la marina, sus oficiales y sus barcos, son responsabilidad del Gran Consejo. Ellos despachan los empleos de almirantes y capitanes de la flota,
generalmente, como sabéis, entre sus propios hijos o parientes. El mar tiene algo de sagrado para ellos, desprecian a los que lo contaminan con el innoble comercio. El hecho de que
nuestra marina esté comandada por semejantes nulidades es lo que explica que haya sido
repetidamente derrotada por los labriegos de Roma cuyas mastodónticas penteras causarían
irrisión si no fuera porque estamos acostumbrados a que causen terror.
—¿Quieres decir que tendremos que resignarnos a hacer la guerra sin flota de apoyo?
―preguntó Hano.
Dejé que respondiera mi hermano Asdrúbal.
—Con muy pocos barcos ―repuso―. Insuficientes para plantear un desembarco de
tropas. Además, aunque obtuviéramos el permiso necesario, llevaría años traer de Cartago
los carpinteros necesarios y construir semejante armada.
Los oficiales jóvenes intercambiaban alarmadas miradas.
—Hemos de confiar ―los tranquilicé― en que, cuando estemos en Italia, el Gran
Consejo reconsidere su postura bajo la presión popular y se decida a enviarnos los barcos
necesarios. Tendrá que aceptar el hecho de que si fracasamos no sólo estarán en peligro
nuestras rutas comerciales y colonias sino sus propios campos de cultivo africanos.
La discusión se prolongó hasta que empezó a oscurecer. Alguien sugirió que los esclavos trajesen luces, pero preferí suspender hasta la mañana siguiente la discusión de los
detalles de la campaña.
Conducir nuestro ejército hasta el suelo romano a través de una ruta terrestre implicaba recorrer un largo y difícil camino, atravesando tierras ignotas. Era presumible que
tuviésemos que enfrentarnos a la hostilidad de pueblos poderosos; era seguro que habría
que salvar anchos ríos y escarpadas montañas. Cuanto más meditaba sobre el asunto más
problemática encontraba la empresa. Pero, por otra parte, ésta era la única alternativa posible una vez excluido el transporte por mar. El aspecto positivo de aquel absurdo itinerario
era que nos garantizaba la sorpresa. Los romanos no podían sospechar que sus tradicionales enemigos del sur, la potencia marítima de Cartago, iba a atacarlos por tierra y desde el
norte.
Pero también Roma ideaba sus planes y no eran menos audaces que los nuestros. El
cónsul Sempronio Longo desembarcaría en África con dos legiones y se lanzaría directamente contra Cartago mientras el otro cónsul, Cornelio Escipión, atacaba las colonias de
Hispania con objeto de impedir que acudiéramos en auxilio de la metrópoli sitiada. Pensaban que Cartago, abandonada a su suerte, sucumbiría en pocos meses.
Estos previsibles planes romanos angustiaban a los tenderos de la Balanza. Sus numerosos socios y agentes de fletes de los puertos griegos y sicilianos mencionaban en su
correspondencia, quizá con malévola complacencia, los progresos que hacía la flota romana de Sicilia. Una cantidad nunca antes vista de hombres, penteras y bastimentos se estaba
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concentrando en los arsenales del sur de la isla, a escasas jornadas de navegación de nuestras costas africanas. La moral de las tropas era alta. Estaban impacientes por entrar en
combate. Sus generales alquilaban los barcos de particulares sicilianos por un breve período de tiempo, pues estaban persuadidos de que la derrota de Cartago sería tan rápida que
los hombres estarían de vuelta en Roma, ya licenciados, a tiempo para recoger la próxima
cosecha. Y esta vez no habría un Jantipo ni un Amílcar que defendieran la ciudad.
Las sesiones de la Balanza se tornaron tormentosas. El ronco Hannón tronaba a diario desde su alto escaño exigiendo mi cabeza. Consiguió que el Gran Consejo me dirigiera
una carta que apenas podía disimular la angustia que los embargaba. En sus pesadillas
veían al victorioso cónsul romano inventariando sus almacenes y graneros de Birsa.
Para tranquilizarlos envié, por vía terrestre, un contingente de doce mil jinetes carpetanos y olcades, otro de catorce mil guerreros tersitas, mastienos y oretanos y los casi mil
baleares de Carpón. No eran mis mejores tropas, pero serían más que suficientes para infundir cierta confianza en los panzudos mercaderes del barrio alto. Los españoles quedaron
acantonados en los campamentos permanentes de Matagonia, salvo algunos regimientos de
jóvenes escogidos que se alojaron en Cartago para reforzar su guarnición. Al propio tiempo
servirían de rehenes para garantizar la sumisión de sus pueblos de origen.
El recuerdo de la rebelión que siguió a la guerra siciliana alecciona sobre la conveniencia de que las guarniciones militares sean del todo extrañas al país donde se asientan.
Y cuando empiezan a aprender su idioma y a unirse a las mujeres indígenas y a echar raíces, es el momento de trasladarlos a una región distante que les resulte extraña.
Mis refuerzos tranquilizaron a la Balanza. Incluso libró el dinero necesario para que
se intensificara la recluta de tropas libias y númidas con destino a las guarniciones de Hispania.
En vísperas de la partida, la tropa estaba igualmente interesada en las cuestiones de la
guerra, de la que esperaban alcanzar un crecido botín. La moral de los soldados era excelente. Diariamente organizaban carreras de elefantes en las que se apostaban fuertes sumas
de dinero a cuenta de las ganancias de Italia. En estas competiciones el favorito era un
elefante indio llamado Surus. Este animal se había hecho simpático a la tropa a causa de
sus travesuras casi humanas, lo que denotaba su gran inteligencia. Manalor, el maestro de
elefantes libio, lo había entrenado personalmente. Una de las más celebradas habilidades
de Surus consistía en rociar con una violenta descarga de agua, salida de su trompa, a todo
aquel que en su presencia pronunciase la palabra «Roma». La típica broma que los veteranos gastaban a los reclutas recién llegados era conducirlos ante Surus e inducirlos a que
pronunciasen la palabra fatal.
Alorco, gran aficionado a las bromas y burlas, favorecía estos juegos y participaba de
buena gana en ellos. Pero, al propio tiempo, no descuidaba los aspectos más sutiles de su
trabajo. Se cuidó de divulgar entre los hombres, por medio de oficiales y sargentos amigos
suyos, la parte más favorable de los informes recibidos, aquella que se refería a la riqueza y
fertilidad del suelo italiano. «La abundancia de grano es tal ―fingía leer de sus papeles,
conocedor de que las gentes sencillas conceden crédito ilimitado a lo escrito― que actualmente el modio de trigo siciliano se vende a cuatro óbolos y el de cebada a dos. La medida
de vino está al mismo precio que la cebada.»
—¡Vino y trigo en abundancia! ―exclamaba Cartalón volviéndose, exultante, hacia
sus hombres―. ¡Eso es cuanto necesitamos para marchar hasta el fin del mundo! ¿No es
así?
Sus soldados lo aclamaban ruidosamente. Cuando iba a proseguir su mirada topaba
con la severamente reprobatoria de Maharbal, que solía censurarle tales exabruptos como
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impropios del rango que ostentaba. Entonces, el gigante se cohibía y guardaba silencio,
farfullaba alguna excusa y tornaba a tomar asiento, confundido.
—La abundancia de panizo y mijo ―proseguía Alorco, persuasivo― es extraordinaria. La cosecha de bellota que se recoge en los encinares es tan copiosa que la carne de
cerdo sigue estando barata a pesar del excesivo consumo que de ella hacen en los sacrificios a Cibeles. Finalmente, cabe decir que el gasto por persona y día en una posada, después de obtener todo lo necesario en aceptable abundancia, no alcanza la cuarta parte de un
óbolo.
—¿Qué es una posada? ―preguntaba una voz surgida entre la masa de celtíberos.
—Eso pregúntaselo a tu sargento ―respondía Alorco, secamente. Y, dirigiéndose
hacia mí, añadía con un gesto de desaliento―: Aunque dudo mucho que él lo sepa.
Los campamentos de Cartagena resultaron muy pronto insuficientes para acantonar
los contingentes de tropas que continuamente llegaban del sur y de levante. Hubo que habilitar acuartelamientos provisionales en los campos de esparto. Mientras tanto, los celtíberos
y vacceos de la meseta superior se concentraban en Sagunto. Éstos se unirían al grueso del
ejército a la altura del río Ebro.
Comencé la tarea de designar a los oficiales que habrían de dirigir los nuevos regimientos. Después de una enconada resistencia inicial, mi hermano Asdrúbal se resignó a
no acompañarme a Italia. Observaba con envidia los ilusionados preparativos de Magón,
Hano y los otros oficiales de su edad, algunos de ellos amigos suyos, que marcharían a
conquistar la gloria militar mientras él se aburría en los cuarteles de invierno. Intenté persuadirlo de que su cometido, suministrando hombres y plata al ejército de Italia y defendiendo las costas hispanas de las incursiones romanas, iba a ser más importante que el de
aquellos que me acompañaban. Además, en cuanto nos hiciésemos con un puerto adecuado
en el sur de Italia, tendría que fletar todo el material de asedio, catapultas, ballistas, onagros y arietes, que quedaba almacenado en los arsenales de Cartagena. Si bien yo acariciaba la secreta esperanza de que la guerra no se prolongara hasta el punto de hacer necesaria
la expugnación de Roma.
Cuando comenzaron a llegar noticias concretas de los proyectos romanos para atacar
nuestras colonias, la preocupación de Asdrúbal adquirió un sesgo distinto. Ahora se quejaba de las menguadas fuerzas que quedaban a sus órdenes. Descontando las guarniciones
imprescindibles para asegurar las rutas comerciales interiores, sólo quedaban bajo su mando directo cuatrocientos jinetes libios y númidas, trescientos ilergetes y otros casi dos mil
númidas, masesilios, maccios, maurisios y ligustinos. Lo conformé cediéndole un regimiento suplementario de baleares.
—Es de esperar que continúes recibiendo refuerzos de Cartago ―le dije―. Los mercaderes de la Balanza tienen tantos intereses en sus colonias hispanas que en ningún momento permitirán que quedan indefensas.
Mientras tanto los preparativos romanos marchaban con igual celeridad. El colegio
sacerdotal consultó los Libros Sibilinos, una medida que sólo se toma en casos excepcionales.
Supieron que el suelo italiano sería ocupado dos veces por ejércitos extranjeros. Con
típica astucia romana, que, tergiversando la letra, con absoluto desprecio al recto sentido,
es capaz de estafar a los propios dioses, quisieron escamotear esta terrible profecía decretando que una pareja de galos, marido y mujer, y otra de púnicos fuesen sepultadas vivas
en el foro.
Sobre estos Libros Sibilinos debo aclarar que se trata de tres recopilaciones de profecías, en su mayoría absurdamente ambiguas, que la Sibila de Cumas vendió al rey Tar-
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quino el Soberbio hace trescientos años. Desde entonces han permanecido depositados en
el templo de Júpiter. Sólo pueden ser consultados por el colegio sacerdotal, por autorización expresa del Senado. Éste únicamente concede permiso en circunstancias extraordinarias, cuando se hace necesario interpretar un prodigio de signo adverso o cuando la ciudad
está en peligro.
En aquellos meses no pude ver a Himilce. También es cierto que ni siquiera tenía
tiempo de echarla de menos, tan absorto estaba en mi trabajo. Vivía más en el campamento
que en Cartagena y la organización de la expedición a Italia me ocupaba todo el día y a
veces se prolongaba durante las primeras horas de la noche. Tres equipos de secretarios se
turnaban, bajo las órdenes de Sileno y de Alorco, para redactar las misivas que los mensajeros habían de llevar a los más distantes confines de la colonia. Continuamente había que
acomodar nuevos contingentes de tropas aliadas o mercenarias y resolver sobre la marcha
los muchos problemas que planteaban. Por si esto fuera poco instituí una reunión diaria
con los oficiales recientemente ascendidos para discutir sobre las formaciones teóricas
griegas e instruirlos en ellas. En esto no me ajustaba a los manuales de Poliorcetes y Perión
sino a una versión alterada que se adaptaba mejor a las peculiaridades de nuestras tropas.
La teórica griega se basa en la experiencia de las falanges de Alejandro Magno y en
su caballería. Pero los númidas son incomparablemente mejores jinetes y sus caballos procedentes del desierto superan con creces a los otros. Son feos, peludos y de escasa alzada
pero extraordinariamente resistentes. Pueden actuar tanto en terreno llano como montañoso, lo que les concede una gran ventaja sobre los débiles caballos romanos. A una señal se
echan en tierra como si estuvieran muertos y permanecen en tal postura, silenciosos e inmóviles, el tiempo que sea necesario. A otra señal, se ponen en pie bruscamente y obedeciendo al jinete se arrancan al galope. Al sorprendido adversario le parece que brotan de la
tierra, ululantes y terribles, delante de sus propias narices.
Tan buenos como los númidas son los distintos pueblos celtíberos y los otros guerreros españoles, si bien adolecen de un defecto grave: les resulta muy difícil adaptarse al
combate coordinado. Pueden resultar excelentes soldados de infantería ligera, pero es muy
arduo adiestrarlos para que lleven la coraza y las armas que corresponden a la infantería
pesada. De éstos tomé veinte mil, escogidos entre los más altos y fornidos, y los adiestré
durante meses en la formación de falange griega. Vencí su resistencia a esta clase de lucha
concediéndoles cincuenta monedas de plata como subsidio para la adquisición de un equipo militar que sólo valía veinticinco. De este modo, estimulando su natural codicia, los
conformé a que actuasen como infantería pesada al módico precio de unas pocas monedas.
También alisté a cuatro mil honderos baleares, muchos de ellos hijos de los que sirvieron bajo Amílcar en la guerra de Sicilia. Los honderos dan excelente resultado. Su capacidad ofensiva es, con mucho, superior a la de los mejores arqueros griegos o egipcios,
ya que alcanzan al adversario con sus mortíferos proyectiles antes de que éste pueda repelerlos con sus flechas y dardos.
Los baleares van casi desnudos. Un sucinto taparrabos les cubre los genitales. Del
cinturón les pende una bolsa de piel de perro que contiene sus proyectiles: unos son de
barro cocido y otros de plomo, todos del tamaño y forma de una bellota grande. Los lanzan
con tres clases de honda, dependiendo de la distancia que han de cubrir. La más ligera, que
es de cerdas, la llevan liada en la cabeza; la mediana, que es de nervios, en bandolera, y la
otra, de negro esparto, en la cintura. Desde niños se adiestran en el manejo de estas armas.
Tengo entendido que sus madres les colocan un trozo de pan en el extremo de un palo y si
no son capaces de derribarlo se quedan sin comer. Los glandes de plomo que lanzan con la
honda corta llevan tal impulso que nada resiste a su golpe, ni escudo, ni coraza ni casco de
hierro. Antes de entrar en combate ofrendan sus proyectiles a los dioses e inscriben en los
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glandes de plomo las palabras «hiere a Fulano», con el nombre del general o cónsul
enemigo.
Esto en cuanto a las tropas que me acompañarían a Italia.
En febrero, a pesar de las lluvias constantes, viajé a Cádiz por el camino de la costa.
El Senado había expulsado a un hijo de mi primo Azarbal que había matado a otro ciudadano en el transcurso de una reyerta. Conseguí que lo readmitieran en la asamblea de los
ciudadanos a cambio del pago de una crecida indemnización. Al día siguiente me acompañó, como antaño su padre a Amílcar, al santuario de Melcarte, donde ofrecí un sacrificio
impetrante. El hígado de la víctima estaba enfermo y el fuerte viento reinante casi apagó la
fogata sagrada. El viejo sacerdote no vivía ya. Uno más joven, quizá su hijo, farfulló una
confusa explicación sobre los desfavorables auspicios. Le temblaba la barba y no acertaba
a articular palabra. Elevé su ánimo con un generoso donativo en oro y le encomendé que
repitiera el sacrificio al día siguiente y que continuase repitiéndolo un día y otro hasta que
la víctima me fuese favorable. El agente local de La Palmera le facilitaría los bueyes necesarios descontando su precio de mi peculio personal. Ahora contemplo con curiosidad y
nostalgia aquella joven obstinación mía. Todavía estaba lejano el día en que aceptaría mi
fracaso como un don inevitable de adversos dioses, no necesariamente incompatible con la
humilde dádiva de un cierto grado de felicidad personal.
Para regresar a Cartagena escogí un camino diferente.
Remonté el Guadalquivir por la vía de la plata y volví a contemplar los lugares en los
que discurrió mi primer destino oficial, en los días de Amílcar. Al llegar a Isturgi me desvié hacia el norte para ir a Cástulo donde estaban mi esposa y mi hijo. Por un accidente del
estafeta, Himilce no había recibido noticias de mi llegada. Al verme aparecer en los umbrales de la casa de su padre, dio un grito y se me abrazó llorando. En los meses de nuestra
separación había engordado algo ―podía notarlo en el contorno de mis brazos rodeando
sus caderas― pero continuaba siendo hermosa y bella. En cuanto a Aspar, estaba gordo y
rozagante como un ternero. Mamaba de la madre con envidiable fruición. «¡Cómo se aferra
a la vida!», murmuraba Himilce contemplándolo. No tenía todavía dos años pero era ya un
Barca plenamente formado, con la recta nariz de la familia. En aquellos sus ojos, brillantes
como aceitunas, creí percibir la poderosa mirada de Amílcar.
Una especie de triste presentimiento me impedía solazarme en la compañía de mi esposa y de mi hijo. El caso es que el mismo día que llegué empecé a sentir la urgencia de la
partida. Había pensado permanecer junto a ellos por espacio de, al menos, una semana,
pero marché a los tres días pretextando, más por convencerme a mí mismo que por convencerla a ella, que en Cartagena me reclamaban asuntos urgentes. Les dije adiós
―Himilce conteniendo las lágrimas― a la puerta de la ciudad. Ya no volvería a verlos.
En Cartagena lo encontré todo listo para la partida. Una tarde bajé a inspeccionar las
obras del puerto exterior que ya estaban casi concluidas. Tomé asiento en la roca plana de
la que arranca la escollera, cerca de la caseta del oficial del arsenal. En aquel preciso lugar
solía conversar con Asdrúbal Janto mientras contemplábamos el mar. Desde su muerte no
había vuelto a frecuentarlo, pero aquel día regresé inopinadamente. Sentía la necesidad de
estar solo, de alcanzar un punto de sosiego que me permitiera ordenar mis pensamientos
sin verme interrumpido por la continua solicitud de burócratas y mensajeros. A poco apareció Atarbal y se dejó caer pesadamente a mi lado. Jadeaba como un perro en la hora de la
siesta.
—Ya no estás para muchos trotes, Atarbal ―bromeé observando su fatiga.
—¿Qué quieres, Aníbal? Son ciento veinte kilos ―respondió jovial―. Además nunca he sido hombre de mucho ejercicio. Eso queda para los medio griegos como tú.
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Su reproche me hizo sonreír. ¡Medio griego! Así era como me veían mis compatriotas. Probablemente así me veía también yo, tan alejado de ellos en tantas cosas. Y sin embargo estaba decidido a conducir al ejército contra Roma para redimir el futuro de Cartago.
Ninguna actitud menos griega. ¡Una empresa totalmente apasionada y asiática! El sagaz
Atarbal adivinaba mis pensamientos. Se puso serio y dijo con suavidad:
—¿Has meditado bien esa locura, Aníbal?
Volví la cabeza para mirarlo severamente a los ojos, pero él había hurtado los suyos
para ignorar mi gesto y fingía contemplar el mar. Quizá se arrepentía de sus palabras demasiado insolentes. Pero yo se las podía consentir en gracia a la infrecuente sinceridad que
demostraban y a lo mucho que aquel hombre había trabajado por los Barca.
—¿Crees realmente que se trata de una locura?
—Sólo soy un mercader, Aníbal. No sé una palabra de cómo conducir una guerra ni
sé empuñar un arma, pero creo en la paz y en los buenos negocios. Me disgustan los conflictos gratuitos. Supónte que en lugar de atacar a los romanos haces las paces con ellos y
continúas engrandeciéndote en Hispania. Supónte que, en dos o tres o cuatro años, conquistas y pacificas el Septentrión. Eso pondría a tus pies, además de las arenas auríferas,
las minas de estaño, nuevas pesquerías... ¡Enormes riquezas!
—Sabes bien que Roma nos ha declarado la guerra ―observé.
—Roma se prepara para la guerra porque Cartago se prepara para la guerra o viceversa, ¿qué importa? No existe nada que no se pueda arreglar con palabras o con dinero.
¿Para qué sirve el dinero? Se puede sobornar al Senado romano igual que sobornamos a la
Balanza. Los gobiernos están compuestos por hombres y cada hombre tiene su precio.
Comprar gobernantes siempre saldrá más barato que derrocar pueblos con guerras y devastaciones. Escucha, Aníbal. Si ampliásemos los mercados podríamos producir más, multiplicaríamos los ingresos. Podríamos invertir las ganancias adicionales compartiéndolas con
hombres de negocios romanos. Podríamos ofrecer participaciones a algunas familias influyentes o a senadores ilustres. Tengo listas confidenciales de algunos de ellos que atraviesan
por apuros económicos. Quedarían garantizadas dos cosas: la tolerancia romana y sus mercados. El comercio es la pacífica solución a todos los conflictos. En cuanto los tratados
garanticen la libre circulación de mercancías, las riquezas del mundo abarrotarán nuestros
almacenes. Lo tengo todo previsto: marfil de África, estaño y esmalte de las Casitérides,
púrpura de Tiro, ámbar del Mar Tenebroso, vidrios egipcios, papiro alejandrino, vino de
Chipre, pimienta de la India, mármoles frigios, seda de Siria, oro, alumbre, esclavos, especias, maderas preciosas... todo lo que puede crear bienestar. Que la gente gane dinero y se
lo gaste. Así, todos contentos. En el mar de Sicilia queda espacio más que suficiente para
que Roma y Cartago convivan armoniosamente.
—Demasiado tarde ―dije―. Los romanos no quieren una participación en los bienes de Cartago. Lo quieren todo. La guerra de Sicilia no ha terminado. Ellos estaban tan
exhaustos como nosotros. Ahora regresamos al campo de batalla. Tú pretendes arreglarlo
todo con el comercio, hablas como mercader, pero quizá no has reparado en que el comercio se basa en la observancia escrupulosa de los pactos. Los romanos no son comerciantes,
son labriegos tribales. No conceden ninguna importancia a la palabra empeñada fuera de
los estrictos límites de su tribu. En el pasado han vulnerado todos sus acuerdos, seguirán
haciéndolo en el futuro. Se están armando contra nosotros. Ahora les llevamos una ventaja
inicial y hemos de aprovecharla porque muy pronto será demasiado tarde.
La llegada de uno de mis secretarios interrumpió la conversación. Era portador de
una carta de Asdrúbal. Los nuevos elefantes acababan de desembarcar en Hispania. Andobón, su domador, solicitaba permiso para completar su entrenamiento en el campamento de
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Carmona. Con el correo de vuelta le ordené dejar los elefantes al cuidado de sus capataces
y presentarse inmediatamente en Cartagena, pues me acompañaría a Italia. Pero Andobón
se encontraba muy enfermo y murió a los pocos días. Hice que lo inhumasen en el mejor
hipogeo de la necrópolis de Carmona, en sarcófago de mármol, con buen ajuar y un elefante de piedra a sus pies. Había servido fiel y abnegadamente a los Barca durante cincuenta
años. Su muerte, en vísperas de la partida hacia Italia, fue un augurio especialmente nefasto.
Volviendo a Atarbal debo admitir que en estos últimos tiempos he meditado mucho
sobre su actitud. Sospecho que ya entonces estaba en connivencia con sus colegas romanos. Los mercaderes constituyen una curiosa nación apátrida y atea. O, mejor dicho, no
conocen más patria ni más dioses que el ubicuo dinero al que están dispuestos a sacrificar
lo que el resto de los mortales consideramos sagrados principios.
Atarbal y sus socios romanos detestaban la guerra, aunque se estaban preparando para hacer su negocio en ella. Sus pacíficas transacciones marchaban prósperamente. La guerra vendría a interrumpirlas. El garón, la plata y todo lo demás continuaría llegando a Roma, y los productos griegos y romanos a Cartago y a África, pero habría que buscar intermediarios y puertos neutrales. Ello implicaba alargar las rutas del comercio, construir nuevos almacenes y factorías, adquirir más esclavos y entrenar nuevos agentes: un trastorno
que reduciría considerablemente los beneficios al tiempo que encarecía y retardaba innecesariamente las operaciones. Ciertamente la guerra ofrecía la posibilidad de emprender otro
tipo de negocios igualmente rentables, pero ¿qué necesidad hay de cambiar de actividad
cuando la que se tiene produce pingües beneficios? Los mercaderes romanos se oponían a
la guerra en el Senado, los cartagineses presionaban sobre la Balanza. Intentaban comprar
a la gente de Hannón y buscaban el modo de sobornar a los incondicionales del partido
bárquida.
Por su parte Atarbal entorpecía mis preparativos y no cesaba de poner dificultades a
la empresa. Se hacía el torpe, remoloneaba, respondía a mis quejas con protestas de vejez.
«Ya no soy el de antes, Aníbal. He perdido reflejos. Se me olvidan las cosas. Estoy rodeado de ineptos. Mis hijos me desobedecen y los esclavos se burlan de mis órdenes en cuanto
les doy la espalda. Pero continúo siendo tu siervo fiel. Te he visto crecer y te quiero como
a un hijo.» «Este hijo tuyo ―lo amonesté severamente en una ocasión― puede desterrarte
de Cartagena y devolverte a Baria, confinado, si continúas poniendo trabas a sus empresas.»
Y se alejaba protestando de mi ingratitud, renqueando más que nunca de su pierna
gotosa, para provocar mi compasión, y mascullando entre dientes protestas de fidelidad y
quejas sobre el desagradecimiento de los jóvenes.
Partimos a finales de mayo, después de unos días de incesantes aguaceros que nos
obligaron a retrasar la salida. Tantas tormentas fuera de la estación eran de mal agüero para
libios y lusitanos. Por el contrario, los númidas y los celtíberos las tenían por señal favorable. Recordé a los oficiales de los descontentos que el rayo es el emblema de los Barca.
Con esta explicación y algunos regalos de corderos recientemente paridos y vino parecieron conformarse.
El ejército que saqué de Cartagena se componía de noventa mil infantes, doce mil jinetes y treinta y siete elefantes. La marcha discurrió en principio apaciblemente. En julio
cruzamos el Ebro, por un puente de barcas que Calcas había tendido quince días antes.
Durante su construcción, Hano había tenido que repeler dos ataques de las tribus vecinas.
Los ilergetes, bargusios, ausetanos y otras tribus de allende el río estaban uniendo sus fuerzas para impedirnos el paso. Nuevamente destaqué a Hano con una avanzada de diez mil
hombres y mil jinetes para que limpiase el camino y ocupara los pasos de los Pirineos que
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conducen a las Galias. Mientras tanto, proseguí con el grueso del ejército por la región
costera. Intentaba pasar de largo, sin castigar a los poblados que nos hostigaban, a pesar del
malestar que mi mal entendida benevolencia provocaba en los celtíberos de la meseta. Éstos, más que los otros pueblos españoles, están acostumbrados a vengar las mínimas ofensas. Convoqué a sus jefes y después de explicarles que no podíamos permitirnos retrasos
innecesarios, les prometí que, en un plazo de dos o tres años, cuando regresáramos victoriosos de la guerra de Roma, podríamos demorarnos el tiempo que fuera necesario para
castigar cumplidamente las ofensas que ahora soportábamos. No obstante, por contentarlos, les permití asaltar y saquear algunos poblados que encontrábamos a nuestro paso. Esta
medida estimuló aún más la hostilidad de los indígenas. Tuve que reforzar las escoltas de
jinetes númidas que acompañaban a los forrajeadores e hice cortar las manos a una docena
de bárbaros que habían sido sorprendidos cuando les preparaban una emboscada.
Inevitablemente circuló por la comarca el rumor de que mi ejército estaba arrasando
el país. El Consejo de la colonia griega de Ampurias, por cuyas proximidades habíamos de
pasar, se apresuró a ofrecerme espontáneamente su sumisión. Acepté las llaves de la ciudad y la hice ocupar con una guarnición adecuada antes de proseguir mi camino. Lo mismo
sucedió en Tarragona, ilustre ciudad que, aunque desprovista de puerto, está fundada sobre
un golfo y se encuentra dotada de todo lo necesario.
En el lugar que llaman Roca del Cuervo, frente a Ilíberis y los pasos de Baniuls, surgieron las primeras dificultades serias con la tropa. Se había difundido el rumor de que
marchábamos contra Roma por la ruta terrestre, lo que implicaba atravesar las montañas de
la Nieve. Los mercenarios, agrupados en sus contubernios frente a las nocturnas hogueras
del campamento, se transmitían curiosas patrañas acerca de los monstruos y demonios que
habitan en los lugares por los que nos sería forzoso discurrir. He de advertir que la nieve
inspira un temor reverencial a muchos pueblos ibéricos. Están convencidos de que es la
dádiva de los dioses de la muerte que habitan la región fría. Aunque había procurado separar a las distintas naciones según sus lenguas y costumbres, me preocupaba que los carpetanos pudiesen comunicar su miedo al resto del ejército. Cuando llegamos a los montes
pirenaicos, los carpetanos, temerosos de los espíritus que se ocultan en las nubes bajas, se
negaron a continuar. En vano intenté persuadirlos con promesas de botín y sacrificios expiatorios. Acudieron a sus sacerdotes y decidieron provocar un augurio consultivo. Según
su costumbre encendieron nueve hogueras, en las que creen que se manifiesta la presencia
divina, y sacrificaron ritualmente a nueve prisioneros abriéndoles el pecho y el vientre de
un solo tajo de falcata. La primera predicción, por la caída de los cuerpos, resultó funesta:
todas las piernas habían quedado flexionadas. Después los sacerdotes introdujeron sus manos en las entrañas todavía palpitantes y las auscultaron. Los augurios adversos se confirmaban. Sus dioses estaban enojados y les prohibían proseguir hasta los montes de la Nieve.
En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, decidí deshacerme de los carpetanos antes de que comunicasen sus temores a los otros pueblos. Les encomendé la vigilancia de los territorios al norte del Ebro que dominan la ruta del hierro. Sus jefes se postraron a mis pies, besaron la orla de mi túnica y partieron al día siguiente. Alorco explicó
que los habíamos licenciado porque llevábamos exceso de tropa. Esto no era del todo falso,
particularmente en vista del escaso equipo con que muchos regimientos afrontarían el paso
de los Alpes y de la rapidez excesiva con que se consumían las reservas de trigo y cecina
de los depósitos de intendencia. El único oficial al que aquella contrariedad parecía complacer era Monómaco. Sus cálculos pesimistas se mostraban exactos una vez más. En vista
de ello y aun a riesgo de debilitarnos un punto más de lo conveniente, despedí a otros contingentes de tropas hasta reducir el ejército a cincuenta mil hombres de a pie y nueve mil
jinetes, los de mayor confianza. También retuve los treinta y siete elefantes.
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La vertiente hispánica de los Pirineos tiene hermosos bosques de árboles de todas las
especies, singularmente de hoja perenne, entre los que abundan los jabalíes, que los númidas cazaban con singular destreza persiguiéndolos a caballo. Por el contrario, la vertiente
gala está desnuda. En los profundos valles de estas altas montañas habitan los guerretanos,
pueblos de estirpe ibérica que producen excelentes jamones de los que obtienen, por trueque, todo lo necesario para vivir. Más allá cruzamos los herbosos territorios de los burgusios, arenosios y andosinos y encontramos gentes y paisajes tan variados que todos, desde
el más culto hasta el más ignorante del ejército, nos íbamos admirando, día a día, de la
inagotable fecundidad de la tierra que tantos y tan diferentes pueblos nutre y soporta.
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8. EL PASO DE LOS ALPES
El día que abandoné Hispania, los dioses me infundieron un sueño. Un joven heraldo
de Zeus, ataviado con resplandecientes vestiduras, compareció ante mí y me ordenó seguirlo sin volver la vista atrás. Durante mucho tiempo caminé en pos de él, a través de un bosque espeso y umbrío, mientras percibía a mi espalda un creciente estruendo de árboles
tronchados. Por fin no pude dominar por más tiempo mi curiosidad y volví la cabeza. Detrás de nosotros reptaba una serpiente gigantesca, monstruo espantable en cuyas terribles
fauces estaba inscrita la negra muerte. Avanzaba a través del espeso bosque arrasándolo
todo. Me encontraba petrificado por aquella pavorosa visión cuando el rayo tronó sobre
nuestras cabezas, a pesar de que el cielo estaba despejado y no había nubes. El joven heraldo de Zeus detuvo entonces su marcha y volviéndose hacia mí me amonestó: «Lo que has
presenciado es la devastación de Italia. Ahora prosigue tu camino y no pretendas saber
más. Respeta el secreto de los hados.» Después de esto, el ronco fragor de una tuba me
despertó. Hice venir a Garesaya, el augur, y le ordené que se realizasen los pertinentes
sacrificios a los dioses protectores de cada nación. Después proseguimos la marcha. Aquella misma tarde penetramos en el país de los galos, cuyas primeras tribus son todavía iberas, de tez morena y ojos oscuros. Los pisteros y exploradores que Alorco había apalabrado
con Magalo, el jefe de los galos boios, nos aguardaban en el primer poblado. Tendieron
una manta a mis pies y esparcieron sobre ella torques de plata y armas cinceladas, anchas
espadas galas, afiladas como cuchillas. «Obsequio de Magalo», informó, escuetamente, el
que parecía jefe de ellos. Eran rubios y fuertes, con largos bigotes que les llegaban hasta
las clavículas. Guiados por ellos reanudamos la marcha sin apartarnos mucho de la costa.
Nos conducían por cómodos y vetustos caminos ligures trazados por las tribus que poseyeron aquellas tierras en otro tiempo. Solamente nos detuvimos para saquear una colonia de
Marsella, Agde, donde capturamos un gran depósito de trigo y los carros necesarios para
transportarlo. Compartí esta ganancia con los próceres galos de la comarca, quienes, al
conocer el espléndido botín alcanzado, se habían quejado de las malas cosechas que sufrieron el año precedente. Monómaco porfiaba que mentían y que sus lamentos no eran sino
una argucia para que les cediésemos parte de nuestras ganancias. Pero yo desoí sus protestas y compartí el grano de buena gana: era el debido tributo que nos permitiría atravesar
aquellas tierras sin ser importunados.
A mediados de septiembre llegamos a la desembocadura del Ródano y acampamos
para que cada pueblo ofreciese un sacrificio propiciatorio a sus dioses. Antes de juntarse
con el mar, el río se dilata por la llanura y alcanza casi un kilómetro de ancho aunque su
profundidad raramente excede los dos metros. Pero, como aquellas aguas son turbias y
espesas, su visión espantó a los númidas y celtíberos poco habituados a tan grandes corrientes. A este problema se añadía otro aún más preocupante. En la orilla opuesta se había
ido estableciendo, desde antes de nuestra llegada, un creciente número de belicosos galos
voleos que pretendían impedirnos el paso.
En aquel punto confluyen dos caminos muy transitados por trajinantes y mercaderes.
Hay sencillos embarcaderos con barcas de todos los tamaños, cuyos propietarios viven de
alquilarlas para trasladar mercancías y viajeros de una orilla a otra. Monómaco los contrató
y no satisfecho con ello destacó a diversas patrullas río arriba para que compraran o requisaran todas las embarcaciones disponibles. Mientras tanto, los carpinteros cortaban troncos
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y construían toscas almadías y plataformas, bajo la dirección de Calcas. En dos días reunimos el material necesario para transportar al ejército al otro lado del río.
Mientras tanto encomendé a Hano, el hijo de Bomílcar, que formase un destacamento de dos mil españoles que supieran nadar y los llevase río arriba con la primera vigilia de
la noche. A una jornada de marcha, el río se estrecha considerablemente. Uno de los ayudantes de Calcas acompañaba a la expedición, con un equipo de carpinteros, por si fuese
necesario armar alguna balsa. Solamente construyeron dos, para los más pusilánimes. El
resto de los españoles cruzó el río a nado o tendidos sobre sus escudos a los que habían
sujetado odres, según la curiosa costumbre de su tierra.
El quinto día desde nuestra llegada, apenas amaneció, Hano hizo ahumada en la orilla opuesta, tierra adentro, para comunicarnos que se había situado en la retaguardia de los
volcos, según lo acordado. Los galos son perezosos y descuidados en lo referente al reconocimiento y vigilancia del terreno. Todavía no habían descubierto su presencia detrás de
ellos. Respondí con otra ahumada, hice sonar las tubas y dio comienzo el paso del Ródano.
Bandadas de golondrinas bajaban al agua y la rozaban con el extremo de sus alas, lo cual
es un excelente augurio. Primero arrojamos al río las balsas más pesadas, para que frenaran
algo el ímpetu de la corriente y facilitaran el cruce de las embarcaciones más pequeñas.
Tropas escogidas se acomodaron, entre bromas y cánticos, en las primeras embarcaciones
que partían. Los caballos las seguían en las almadías mayores. Muchos hombres que sabían
nadar se lanzaron al agua detrás de las barcas en las que habían depositado sus armas y
equipajes. Algunos de ellos arrastraban varios caballos de las bridas. Resultaba aleccionador contemplar cómo se dejaban conducir los inteligentes animales, nadando animosamente, y dando ejemplo de valor y nobleza a los pusilánimes que todavía permanecían en la
orilla, sin acabar de decidirse a cruzar el río, remoloneando y ocupándose en mil menesteres innecesarios y escrutando el cielo en busca de funestos presagios.
Embarqué en uno de los esquifes, con cuatro remeros indígenas. A mi lado viajaba
Sosilos, mortalmente pálido, abrazado al morral que contenía su biblioteca.
Los galos volcos se habían concentrado en la raya del agua y emitían sus gritos de
guerra al tiempo que repicaban vigorosamente las armas sobre los escudos, según los bárbaros tienen por costumbre cuando, antes de la batalla, quieren amedrentar al adversario.
Pero nuestros libios de las canoas delanteras respondían con gritos todavía más espantables.
Cuando las embarcaciones más adelantadas estaban a punto de tocar la orilla opuesta,
las tropas de Hano brotaron de los cañaverales y lanzaron sobre los sorprendidos voleos
una lluvia de jabalinas y piedras. A continuación los acometieron con las falcatas. La sorpresa fue tan completa que los galos, viéndose atrapados entre los españoles que surgían a
su espalda y los africanos que desembarcaban delante de ellos, desampararon el campo y
huyeron vergonzosamente, abandonando sobre la playa todo su equipo y gran cantidad de
cadáveres. Los hombres fueron desembarcando sin estorbo y, unidos a los que celebraban
ruidosamente la fácil victoria, me aclamaban agitando sus lanzas. Cuando pisé tierra,
Maharbal se reunió conmigo, hizo un esguince y comentó en voz baja:
—No sé si alegrarme, Aníbal. Galos como éstos serán nuestros aliados en Italia.
Las barcazas y almadías estuvieron transportando tropas, ganado y fardos de equipo
durante toda la mañana. Por la tarde, Manalor vino a comunicarme que los elefantes estaban dispuestos. Les había administrado un fármaco que les produce soñolencia. Los barqueros arrimaron las almadías al embarcadero y extendieron sobre los maderos del piso
una capa de juncia y tierra, para que los animales las creyeran prolongación de la tierra
firme. Luego cada indi arreó a su elefante. Primero subieron las hembras, que son más
dóciles y suelen arrastrar en sus locuras (y en sus aciertos) a los machos, como también
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sucede en la especie humana. Cuando los treinta y siete proboscidios estuvieron embarcados, los barqueros soltaron amarras y las almadías se pusieron en movimiento, arrastradas
por la suave corriente fluvial. Al separarse del embarcadero, el inteligente Surus advirtió el
engaño y elevando su trompa emitió un poderoso gañido que puso sobre aviso a sus congéneres. Los elefantes comenzaron a removerse intranquilos y protestaron con sus roncas
voces. Las plataformas que los sustentaban eran sólidas y estaban bien compensadas, pero
el movimiento de los elefantes las hacía oscilar de un lado a otro de modo alarmante. Algunos indis pensaron que podían caer al agua, se aterrorizaron y transmitieron su miedo a
los animales. Es sabido que el elefante huele el miedo de su cuidador y se deja llevar por él
como el niño de pecho por el de su madre. Algunos elefantes, espantados, cayeron al agua,
entre un hervor de gritos y gruñidos. Los que desde la orilla presenciábamos el desastre
temimos que se perdieran fatalmente. Pero aquel día los augurios habían sido favorables y
la fortuna nos acompañaba. La corriente del río no era muy fuerte ni muy profunda. Las
inteligentes bestias lo atravesaron caminando sobre el fondo mientras respiraban a través
de la probóscide, cuyo extremo asomaban, cómicamente, por encima del agua. Cuando
hicieron su aparición triunfal en la otra orilla, el ejército, que había asistido, angustiado, a
la inmersión de las enormes bestias, manifestó su alivio y su alegría de las distintas maneras que son peculiares de cada nación, todas igualmente estruendosas: salvajes aclamaciones de los númidas, gozoso repiqueteo de escudos de los celtíberos y palmoteo rítmico de
oretanos y tarsienos.
Cartalón, que había permanecido atento a la operación con la boca abierta y los ojos
arrasados de emocionadas lágrimas, descargó una jubilosa palmada de su manaza sobre la
frágil espalda de Monómaco.
—Esta vez no te resistirás a ceder el ganado necesario para el sacrificio, ¿verdad?
―le preguntó―. ¡El dios tutelar de este río bien se merece una hecatombe por habernos
devuelto a los elefantes!
Monómaco, malhumorado, se apartó del gigante.
—No es piedad, sino mera glotonería la que habla por tu boca ―replicó frotándose el
hombro dolorido―. Si quieres hartarte de carne, aquí la tienes ya embroquetada ―añadió
señalándole el traspasado cadáver de un voleo.
Establecimos el campamento cerca de la orilla y trabajamos hasta bien entrada la noche para acabar de pasar los carros de intendencia y el fardaje. Al caer la tarde llegó un
destacamento de mil boios que enviaba el jefe Magalo. Había sabido que los volcos se
disponían a atacarnos cuando intentásemos cruzar el río y nos enviaba esta fuerza de protección. Sus hombres se admiraron mucho cuando contemplaron la fosa donde habíamos
arrojado los cadáveres de los enemigos y se sorprendieron aún más cuando sus compatriotas, los guías, les comunicaron que solamente habíamos sufrido dos bajas.
El día segundo, una de nuestras patrullas de vigilancia regresó de la costa, reventando caballos, con sorprendentes nuevas:
—Hemos encontrado un gran ejército romano como a tres días de marcha. Están a
este lado del río. Acababan de desembarcar. Uno de nuestros galos los espió, confundido
entre los campesinos que ofrecen sus productos a los soldados. Ha sabido que son las tropas que el cónsul Escipión lleva a Hispania. Los oficiales son romanos pero la mayoría de
los soldados son confederados italianos.
—¿Qué piensas de esto? ―pregunté a Alorco.
—Según nuestros últimos informes, iban a desembarcar en Hispania ―respondió―,
pero quizá han sabido que nos dirigíamos directamente contra Italia, lo que demuestra que
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con nosotros viajan espías romanos y que ningún plan puede mantenerse en secreto. Nos
están esperando.
Pero mi preocupación del momento no era el secreto sino la posibilidad de que Escipión nos interceptara antes de emprender el ascenso de los Alpes. Por nada del mundo quería aceptar batalla. Fuera del suelo italiano cualquier derrota romana podría ser minimizada
para que su eco no afectase la cohesión interna de la Liga itálica. Ordené preparar inmediatamente la marcha y levantamos el campamento al día siguiente, antes de que amaneciera.
Mientras tanto encomendé a un regimiento de jinetes númidas la tarea de patrullar el territorio a una jornada de distancia en la probable dirección del avance romano. Escogí a mis
hombres, adrede, entre los más inexpertos. Al día siguiente se toparon con una fuerza similar de caballería, avanzadilla del ejército romano, y sostuvieron con ella una sangrienta
escaramuza. Ninguno de los dos grupos prevaleció sobre el otro, lo que dio a Escipión una
engañosa impresión del verdadero valor de mi caballería africana.
El espectro de uno de los númidas muertos, un viejo sargento llamado Arnas, visitó
aquella noche a sus compañeros de tienda. Se detuvo ante ellos, sangrando un fosforescente licor blanco por su garganta seccionada, y extendiendo el brazo les señaló el camino de
poniente. Después se esfumó en el aire. Inmediatamente se produjo un gran revuelo en las
tiendas de los africanos. Los númidas creen que los augurios del año son don de las Pléyades, cuyo ocaso estaba próximo (pues lo que cuento sucedía a mediados de octubre). Sus
augures no se ponían de acuerdo sobre la interpretación que habían de dar al prodigio. Según unos, lo que Arnas había querido indicar era que debíamos regresar inmediatamente a
Hispania; pero para otros el dedo del difunto señalaba el lugar del paraíso a donde van los
guerreros caídos en combate y cuyas delicias él estaría degustando, presumiblemente, desde hacía unas horas. Hice reunir al ejército, con los jefes que entendían griego y púnico
delante, y los arengué.
—¡Soldados! ―grité―. No hay nada que temer. Dentro de tres días iniciaremos el
ascenso a los montes de la Nieve. Estos guerreros galos que nos acompañan recorrieron el
mismo camino la semana pasada. Vedlos aquí, sanos y contentos. No han venido volando.
¿Tenéis alas, Curtalo? ―El aludido negó con la cabeza y agitó cómicamente los brazos
imitando a una torpe gaviota, lo que provocó una risotada en las primeras filas―. No, no
tienen alas ―proseguí―. Pero conocen los caminos y saben que allá arriba no existen demonios, ni espíritus, ni enemigo alguno, aparte de los espantadizos lobos y algún que otro
oso sarnoso. ¿Es que teméis a los lobos? ―Otra vez un estentóreo clamor «¡No! » se produjo en las primeras filas del ejército y después más atrás. Sonreí complacido―. Pues entonces no os dejéis engañar por las patrañas de los cobardes y pusilánimes que os aconsejan regresar. Ellos llevan su ganancia en la vuelta, puesto que están a sueldo de Roma;
vosotros tenéis vuestra ganancia en la llegada. Recordad las riquezas que conquistasteis en
Sagunto. En Italia os aguardan cien ciudades aún más prósperas que se nos rendirán en
cuanto derrotemos a la loba. Otros ejércitos nos han precedido en este camino; otros guerreros han atravesado las montañas de la Nieve. Los galos insubros lo hicieron en tiempos
de nuestros abuelos y después los boios, los lifones, los semones y los gálatas. Los volcos
que hace cuatro días huían vergonzosamente delante de vuestras armas, son descendientes
de los que un día conquistaron la propia Roma. Y ahora descansaremos lo que queda de día
porque mañana hemos de madrugar para proseguir la marcha. A propósito, ¿alguno de
vosotros rechazará una ración extra de vino?
Un unánime clamor aprobatorio se elevó del ejército y los hombres más borrachos
comenzaron a palmear entusiásticamente sus escudos, gesto que fue prontamente imitado
por el resto, en militar ovación. Delante de mí formaban mercenarios procedentes de doce
naciones distintas, hombres morenos y rubios, altos y bajos, de costumbres bárbaras unos,
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Yo, Aníbal
refinadas otros. No se podían entender entre ellos puesto que hablaban nueve idiomas diferentes. Pero todos ellos comprendían el significado de una serie de palabras griegas y púnicas tales como «botín», «soldada», «plata», «mujer» y «vino». A través de ellas eran capaces de seguir el contenido de una arenga, así como la cóncava nave sigue los invisibles
contornos de la costa con ayuda de las luminarias nocturnas.
Al día siguiente atravesamos el río Durance, de escaso caudal y heladas aguas, vigilados de lejos por algunos destacamentos de galos alobroques que se limitaban a importunar a nuestros forrajeadores. En cuanto veían separarse de nuestra formación algún pelotón
de jinetes númidas, se esfumaban.
Por la tarde llegaron dos embajadas de galos, una del jefe Branco y otra de su hermano Arrero, que estaba rebelado contra él y le hacía cruda guerra. Me habían erigido en
mediador de su disputa y se comprometían a aceptar mi veredicto, fuese cual fuese. Examiné las razones que cada uno de ellos expuso y, después de consultar a Sosilos y Calcas,
sentencié que la jefatura le correspondía a Branco, si bien Arrero debía recibir los honores
del segundo puesto y una generosa indemnización. Branco me quedó muy agradecido, me
colmó de regalos, me facilitó guías para la montaña y distribuyó varias cargas de grano
entre la tropa. Además, como notase que muchos de mis hombres no iban calzados adecuadamente, ni pertrechados de ropa de abrigo con la que afrontar los intensos fríos de las
alturas, nos entregó gran cantidad de pellotes y abarcas de las que ellos usan, muy ingeniosamente fabricadas de corteza de árbol, madera y piel. Correspondí a su generosidad con
diversas dádivas en joyas y plata amonedada y además le regalé un elefante que venía
aquejado de diarrea y quizá no hubiese sobrevivido si lo llevábamos a la nieve.
En cuanto a Arrero pareció resignarse de buena gana a ser el segundo de su hermano
y ahogó las penas de la posible decepción bebiendo hasta emborracharse en compañía de
Cartalón, con el que rápidamente había amistado. Cartalón lo condujo a las cercanías de
Surus y, después de cerciorarse de que el elefante tenía a su alcance un balde de agua sucia, le preguntó:
—Dime, Arrero, ¿cuál es el nombre de nuestra común enemiga?
Arrero se rascó la cabeza y, después de un momento de profunda reflexión, dijo:
—¿Nuestra enemiga?: la maldita Perca.
Dijo así porque en la lengua de los galos la capital de los romanos se denomina de
esta manera.
—No, no ―corrigió Cartalón―. Tienes que decir Roma.
Advirtió su desliz cuando ya había pronunciado la palabra fatal. A continuación recibió el manguerazo de Surus. Apuró la copa de aguado vino que sostenía en la mano y dirigiéndose a los que habían presenciado el evento, aguardó a que cesaran las carcajadas y
suplicó:
—Por favor, que no se entere de esto el bandido de Alorco.
Mientras estas cosas sucedían, Alorco regresó con las patrullas que habían estado espiando los movimientos de Escipión.
—Buenas noticias ―informó―, el romano se desesperó cuando encontró desmantelado nuestro campamento. Ha embarcado nuevamente a su tropa y la ha enviado a Hispania, al mando de su hermano Cneo. Él regresa a Italia, solo, en una trirreme ligera. Creo
que nos esperará en el río Po, en cuanto descendamos de los Alpes.
Al día siguiente emprendimos el ascenso. Por la parte de las Galias, los Alpes se extienden a lo largo de doscientos kilómetros y van creciendo en altura y nieves a medida que
se aproximan a Italia. El ejército quedó sobrecogido de emoción y todo su pavor se renovó
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cuando, al superar un collado, se disipó un poco la niebla dejando al descubierto el hermoso espectáculo de aquellas magníficas montañas cuyas inaccesibles cumbres alcanzaban las
nubes y se ocultaban dentro de ellas. Exhorté a los jefes y augures diciéndoles: «Allá arriba
habitan tribus salvajes de largas cabelleras y rústicas costumbres. Si ellos no temen a las
montañas, ¿las habéis de temer vosotros?» Los hombres hicieron sus votos a los dioses y
regresaron a sus destacamentos para que prosiguiera la marcha.
Las primeras diez jornadas remontamos el río por el difícil y peligroso camino que
llaman collado de Cremón. A menudo hubimos de avanzar penosamente entre un escarpado farallón de roca viva y la profunda hoz del agua. Así hicimos las tres cuartas partes del
camino alpino y, a pesar de la dificultad y peligrosidad del sendero, sólo se perdieron unas
docenas de mulas. Llegados al mojón que llaman Peña del Alce, los guías de Branco se
despidieron pretextando que no conocían la montaña más allá de aquel punto. El sendero
bordea un voluminoso montón de piedras al que cada caminante agrega la suya para asegurarse la protección de los espíritus de la nieve. En el mojón hay muchas piedras de todos
los tamaños, pero los valles y torrenteras del entorno están tan rebuscados que es difícil
encontrar un guijarro con el que cumplir el curioso rito. Afortunadamente, en unas miserables chocillas que allí hay, estaban esperándonos unos guías de la región a los que los enviados de Alorco habían apalabrado la primavera anterior. Éstos nos indicaron que los espíritus de la montaña se darían por satisfechos igualmente con el sacrificio de un toro cuya
cabeza había de ser soterrada en el mojón.
A partir de aquel punto empezaba el terreno más difícil: estériles pedregales sin senderos que resultaban igualmente penosos para hombres y bestias. Los exploradores regresaban con noticias desalentadoras. No había ni rastro de pastos y el único camino practicable, a través de la garganta de Gaza, estaba vigilado por una fuerza enemiga. Los belicosos
alóbregos se habían establecido en las alturas que dominaban el paso. Nos estaban aguardando desde hacía días, con la esperanza de degollarnos y obtener un gran botín. Detuve
las enseñas y dispuse la acampada sobre una explanada rocosa cercana al desfiladero. Incluso los infatigables celtíberos estaban exhaustos después de la penosa marcha de los días
precedentes. Maharbal envió patrullas de galos para que espiaran al enemigo. Éstas observaron que en cuanto oscureció, el grueso de los alóbregos se retiraba a su campamento,
lejos de allí, dejando tan sólo algunos escuchas para que vigilaran el paso. La noche se
presentaba oscura y gélida, oculta la luna detrás de las espesas nubes. Ordené avivar las
hogueras del campamento y tomando quinientos soldados, escogidos entre los númidas y
celtíberos, atravesé con ellos el desfiladero, tan silenciosamente como fue posible, y ocupé
posiciones al otro lado. Dejé a Asdrúbal Lacón al mando de aquella fuerza y regresé al
campamento, sin más compañía que mi fiel esclavo Hermión.
Antes de que amaneciera, los alóbregos regresaron a sus posiciones y descubrieron,
con estupor, que una parte del ejército que pretendían aniquilar había atravesado ya el desfiladero sin ser estorbado. Inmediatamente castigaron la negligencia de sus escuchas despeñándolos desde las altas rocas. Los cuerpos rebotaban contra las afiladas crestas e iban
dejando un rastro de sangre y esparcidas entrañas antes de precipitarse en la profunda y
oscura hoz del río. El ejército asistía en silencio al bárbaro espectáculo. De pronto, uno de
los libios de Amarca alzó un clamor de lamentos, pues había soñado que perecería de la
misma forma antes de que se pusiera el sol. Temiendo que su histeria contagiara a otros,
ordené que sonaran las tubas y nos pusimos en camino detrás de los estandartes. Las acémilas de la impedimenta y los elefantes avanzaban intercalados entre los regimientos. Noté
con sorpresa que a la luz del día el paso aparecía mucho más escabroso y difícil que durante la noche. En algunos tramos el sendero se estrechaba hasta hacerse no más ancho que un
carro, lo que provocaba grandes obstrucciones que retardaban la marcha. Muchas mulas,
espantadas por la visión del profundo precipicio a lo largo de cuyo resbaladizo borde disPágina 66 de 149
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curría el sendero, se rebelaban y se negaban a proseguir, indiferentes a los azotes y a las
órdenes de sus acemileros. Cartalón, expeditivo, ordenó despojarlas de su preciosa carga y
despeñarlas, para que no estorbaran la marcha. Pero otras estaban tan espantadas que se
lanzaban al abismo por ellas mismas, arrastrando al fondo de las profundas gargantas su
preciosa carga.
Cuando observaron nuestras dificultades, los irresolutos alóbregos, que hasta entonces se habían mantenido a la expectativa en los lugares altos, se infundieron valor entre
ellos con imprecaciones y gritos y se decidieron a atacarnos. Con un alarido penetrante,
alzaron sus escudos, encomendándose a sus dioses, y cargaron sobre nosotros, brincando
de peña en peña con agilidad caprina, pues están habituados a luchar en las asperezas de la
montaña. Asdrúbal Lacón, que mientras tanto había situado a su gente en formación de
batalla, los vio pasar por delante de sus posiciones y salió contra ellos cortándoles el avance. Pero los bárbaros eran tantos que con sólo la mitad de sus fuerzas sostuvieron la lucha
mientras el resto quedaba libre para caer sobre el ejército en aquellos lugares donde el sendero era especialmente peligroso. Nuestra defensa distaba mucho de ser efectiva: ellos
podían aproximarse o retirarse a voluntad para lanzar sus flechas o jabalinas, pero nosotros
no podíamos escapar de la estrecha y resbaladiza trampa en que estábamos atrapados. El
pánico se apoderó de los hombres y de las bestias y nos causó más bajas que la acción
misma de los alóbregos. Decenas de soldados se precipitaban al vacío en espantosa confusión. Los heridos arrastraban a los sanos, los que intentaban esquivar un proyectil empujaban a los de atrás, en apiñada muchedumbre, e involuntariamente lanzaban a sus compañeros a una muerte segura. Mientras tanto los alaridos de los moribundos que agonizaban
abajo, despedazados por las cortantes aristas de la roca, se alzaban desde el abismo sobreponiéndose al fragor de la lucha.
A pesar de todo, Asdrúbal Lacón, reforzado por aquellos que se le unían después de
cruzar el desfiladero, logró rechazar y poner en fuga a los atacantes. No contento con ello,
se lanzó en su persecución y les arrebató el campamento, que habían situado en un poblado
cercano. En míseras chozas y hondas cuevas hallamos bien surtidos depósitos de víveres:
trigo y cecina suficientes para alimentar a todo el ejército una semana, y numerosas bestias
de carga y algunas mujeres. Además, encontramos grandes cantidades de pieles y zaleas,
curtidas unas y todavía crudas las otras, que sirvieron para abrigar a los que tiritaban de
frío. Empero, estas adquisiciones distaban mucho de compensar el material que habíamos
perdido en la batalla. Con el libro de cuentas en la mano, el consternado Monómaco vagaba entre sus oficiales evaluando las pérdidas. Muchos mulos se habían precipitado al barranco con sus cargas insustituibles de armas y fardos de tiendas, mientras que otros, que
transportaban material mucho menos necesario, habían logrado pasar. Poseíamos gran cantidad de mástiles de tiendas, pero no teníamos los lienzos que habían de sostener. Se salvaron muchas trébedes, pero escaseaban las ollas.
Durante todo el día siguiente descansamos en el campamento de los alóbregos.
Danón y sus auxiliares trabajaron intensamente, ocupándose de la gran multitud de heridos
que la batalla había producido. Los celtíberos desguazaron varias chozas para construir una
pira funeraria en la que quemaron los cadáveres de los suyos. Todo el día se les fue en
cánticos y lamentos funerarios y en las danzas y banquetes que cada pueblo usa para honrar a sus muertos. El aire era tan frío que penetraba con dolor en los pulmones pero, al propio tiempo, su pureza extremada causaba una sensación de placentera plenitud.
Más allá de las gargantas, el valle alpino se ensancha de nuevo en unas navas que
llaman Brecho, territorio de los tricorios, que se extienden hasta el río Durance. Como el
invierno estaba próximo, las aguas bajaban crecidas y turbias, arrastrando grandes tortas de
nieve. Un viento helado ululaba en las grietas de los roquedos y ventisqueros del pelado
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desierto. El río se había desbordado en muchos lugares anegando los pastizales y encharcándolos. Penosamente, y a costa de nuevas pérdidas de acémilas e impedimenta, pudimos
atravesarlo. Establecimos el nuevo campamento en medio del llano que hay en la otra orilla. Por la tarde acudió una embajada de los tricorios, cinco ancianos vestidos con pieles
malolientes que portaban en las manos ramos de olivo silvestre y verdes guirnaldas. Declararon que la desgracia de sus vecinos era para ellos útil lección. Preferían ser nuestros leales amigos a combatirnos. Se jactaron de ser queinates, de la estirpe de los ligures antiguos.
Odiaban a todos los galos, especialmente a aquellos alóbregos que nos habían atacado la
víspera. También odiaban a los etruscos y a los romanos. Al parecer odiaban a todo el
mundo, aunque se les olvidó mencionar a los cartagineses. Habían recibido noticias de
nuestra llegada y querían establecer un firme pacto de amistad con Cartago. Ofrecían rehenes, trigo, pieles, grasa y carne, pero todo ello estaba a dos días de distancia, pasando las
montañas que teníamos delante. Mientras tanto nos proporcionarían guías de confianza que
nos ayudasen a cruzar aquellos inhóspitos parajes por atajos seguros.
Convoqué al consejo y deliberamos. Aunque casi todos recelábamos de la súbita
amistad que aquellos bárbaros sentían por nosotros, decidí aceptar, ¿qué otra cosa podía
hacer, dadas las circunstancias? No obstante tomé precauciones. Mientras permaneciésemos en territorio tricorio marcharíamos en formación de alerta para prevenir posibles sorpresas. Los elefantes y las acémilas irían delante, con la impedimenta; los libios y celtíberos a la zaga, prestos a intervenir. Al día siguiente, octavo de marcha desde que subimos a
las montañas, salvamos el angosto desfiladero de Queirates. Es un lugar impresionante por
su salvaje belleza. A la izquierda teníamos un gris farallón vertical que parecía tallado por
la mano de un cíclope; a la derecha, el profundo tajo del río Guil, de musgosas y oscuras
aguas. En este punto los bárbaros nos atacaron de nuevo. Lo hicieron simultáneamente
desde las alturas, por el frente y por la retaguardia. Los mismos venerables ancianos que la
víspera habían acudido a nosotros con ramos de olivo, dirigían el ataque. Sus guías nos
habían conducido a una trampa. Esta vez las pérdidas superaron a las de días atrás: grandes
rocas bajaban rodando por la pendiente, arrastrando a otras en su camino, y aplastaban a
docenas de hombres a un tiempo. Turbas de vociferantes bárbaros avanzaban hasta posiciones seguras y lanzaban sus agudas jabalinas de hueso sobre la masa indefensa de nuestros hombres apiñados contra el muro del despeñadero. Presas del pánico, muchos soldados
intentaban retroceder o escapar hacia adelante entorpeciendo la defensa de sus camaradas
más serenos y precipitándolos a la muerte. Así se perdieron oficiales y sargentos muy valiosos que habían sobrevivido a muchas crudas guerras en Hispania y habían ganado numerosas faleras de plata por sus actos de valor. A pesar de todo fue una gran suerte que hubiese colocado a un grupo de elefantes en la vanguardia, pues por aquella parte el ataque cesó
de inmediato. Los bárbaros, el encontrarse de frente con los proboscidios, huyeron atemorizados.
Después de la batalla decidimos descansar por espacio de dos días. Montamos el
campamento en un lugar alto que parecía defensa segura si los tricorios regresaban. Muchos hombres a los que habíamos dado por muertos, pues habían perdido contacto con sus
regimientos y se habían extraviado en la espesa niebla de los días precedentes, fueron llegando al campamento, heridos y exhaustos. También se reintegraron algunas acémilas de
las recuas que creíamos capturadas por el adversario. A éstas, muertos sus acemileros, las
había guiado el curioso instinto que hace que los animales busquen la compañía de sus
amos.
Estábamos en la cúspide de las montañas, en una desierta nava pedregosa salpicada
de montones de nieve. Las blancas montañas nos rodeaban. El suelo estaba encharcado.
Hacía un frío intenso. No había leña ni forraje. El viento seco amorataba los rostros y abría
dolorosas grietas en los labios. El ejército estaba apesadumbrado, los hombres se acurrucaPágina 68 de 149
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ban dentro de las tiendas para darse calor unos a otros y murmuraban entre ellos sobre la
gran cantidad de agüeros funestos que continuamente se observaban. Otros, contristados
por la pérdida de tantos animosos camaradas, permanecían hoscos y silenciosos.
Convoqué a los jefes de los regimientos y les señalé, a través de las nubes bajas que
otra vez nos envolvían, las azules llanuras del Po, el punto donde acaban las montañas y
empieza Italia. Les recordé que aquellas tierras estaban habitadas por los galos boios, nuestros aliados, y que más allá el terreno es llano, seco, rico en trigo y en huertos, en rebaños
de gordas ovejas y en ciudades ilustres. Nuestros sufrimientos estaban, pues, próximos a
finalizar. Los despedí para que fuesen a comunicarlo a sus hombres. Cuando se retiraron se
acercó Manalor para darme la novedad de sus elefantes. Los animales estaban enfermos,
débiles y hambrientos, pues hacía una semana que no probaban un bocado de hierba. Se
estaban poniendo nerviosos y si no encontrábamos pronto un pastizal podrían rebelarse
contra sus indis. Le concedí permiso para que los alimentara con trigo y cebada aún a costa
de agotar rápidamente las ya menguadas reservas de la tropa. Prefería soportar las constantes quejas de Monómaco a perder una sola de aquellas preciosas bestias.
Al día siguiente, apenas hubimos iniciado el descenso, nos vimos inmersos en una intensa tormenta de nieve. Los copos descendían tan espesamente que apenas era posible
distinguir la espalda del hombre que te precedía a dos metros de distancia. Aún no habíamos recorrido un kilómetro cuando el sendero comenzó a desdibujarse, a causa de la nieve
acumulada, y luego su rastro se perdió por completo. La línea de marcha se enturbió. Algunos regimientos se extraviaron en medio de la tormenta. Sus estandartes seguían direcciones equivocadas hasta internarlos en valles sin salida que terminaban en precipicios o en
paredes rocosas que les cerraban el paso. Intentaban regresar sobre sus propias huellas y
seguían las de otros regimientos no menos desorientados. Hacían balar las tubas y cornetas
para convocarse en la distancia, pero la áspera y traidora montaña les devolvía los ecos,
como si el espíritu cruel de aquellos desiertos se hubiese propuesto perderlos en medio del
blanco laberinto. Muchos caían extenuados para no levantarse más y eran ignorados por
sus compañeros que proseguían la marcha trastabillando como borrachos, ya en el límite de
sus fuerzas, indiferentes a la suerte de aquellos por los que en el crudo combate hubieran
sido capaces de inmolar sus vidas.
La nieve resultó ser un enemigo más temible que los bárbaros que en ella habitan.
Los pies se hundían en la fangosa capa más reciente y llegaban al hielo. Hombres y bestias
resbalaban, perdían el equilibrio y caían. Intentaban levantarse y tornaban a caer, lastimándose. Muchos se deslizaban por los resbaladizos taludes sin ramas ni raíces a las que agarrarse. Percibíamos sus decrecientes gritos cuando se despeñaban por los oscuros tajos y
barrancos que rodeaban las alturas. Las acémilas caídas no tenían fuerza para alzarse. Permanecían resoplando angustiosamente y miraban a los hombres, o solamente escuchaban
su cercano trapaleo, con resignada tristeza. Había que despojarlas de su carga, enderezarlas, frotarles las ateridas patas y volverlas a cargar. En la confusión de la tormenta toda
acción coordinada cesaba y cada hombre atendía solamente a su salvación. En aquellas
condiciones era inútil continuar el avance. Transmití la orden de suspender la marcha y
acampar de nuevo, se montaron tiendas para los heridos y necesitados y nos mantuvimos
en ellas hasta que dejó de nevar, a la tarde. Entonces envié a varios destacamentos bajo la
dirección de Calcas, para que despejasen el sendero. Los guías delimitaron el camino y lo
marcaron con las rojas estacas que sostienen el cordaje de las tiendas. En un lugar donde el
sendero se estrechaba tanto que no era posible el paso de Surus y los otros dos elefantes
indios, Calcas recurrió a quebrantar la roca mediante una ingeniosa industria. La calentó
por medio de una hoguera e inmediatamente después la roció con vinagre. La peña se resquebrajó por muchos puntos, como fulminada por el rayo de Zeus, lo que casi todos los
presentes tuvieron por magia. A continuación, los hombres de Calcas introdujeron barras
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de hierro en las grietas, atacaron con martillos, hicieron pedazos el obstáculo y despejaron
el camino.
El paso de los Alpes nos llevó medio mes. Al otro lado de las montañas hallamos una
vasta llanura recorrida por un claro arroyo de frías aguas a cuyo lado acampamos. Paseé
entre mis hombres, reconociéndolos. Eran como espectros: sucios escuerzos extenuados
por el hambre, el frío y las privaciones; el ánimo quebrantado y temeroso, perdidos en una
tierra extraña y hostil. No me saludaban jovialmente como antes. Habían perdido la confianza en ellos mismos y en sus jefes. La misma debilidad de los cuerpos parecía afectar a
las cosas: flojas las tiendas, dislocadas las armas, oxidados los hierros, mohosas las pieles
de los escudos, desgarrados los vestidos, desengrasados los arneses, despintadas las enseñas, dispersos y perdidos los trebejos... Incluso Surus, enflaquecido y huraño, parecía vagar
por el herbazal como una persona que busca la soledad.
Maharbal me buscaba para darme el parte de bajas.
—En el paso de las montañas hemos perdido veinte mil hombres más o menos, entre
muertos, heridos irrecuperables y desertores. También seis mil bestias y la mitad del fardaje. Monómaco sostiene que este cálculo es demasiado optimista, pero ya sabes cómo le
gusta empeorar las cosas. Nos quedan trece mil númidas y ocho mil españoles, seis mil
caballos y dos mil acémilas. Los treinta y seis elefantes se han salvado pero están tan enfermos que Manalor teme que sólo algunos sobrevivirán a este invierno ―hizo una pausa
y, viendo que no había respuesta, prosiguió en tono más confidencial―: He estado haciendo números. Los romanos tienen su fuerza intacta: pueden reunir unos setecientos mil
hombres contando a sus aliados de la Liga, es decir, unos veintisiete hombres por cada uno
de los nuestros. Sólo existe una actitud juiciosa, Aníbal: pactar nuestra retirada y regresar a
Hispania.
Despedí a Maharbal sin respuesta. Luego abandoné mi inspección y penetré, desolado, en la tienda sagrada. Delante de la imagen de Tanit brillante de aceite medité. Aun
contando con el apoyo de los galos cisalpinos, nunca llegaría a reunir la fuerza necesaria
para enfrentarme a Roma. No había previsto el tremendo desgaste que mi ejército sufriría
antes de alcanzar Italia. Las pérdidas de los Alpes eran irreemplazables. Me condenaban al
fracaso. Renové mis votos ante Tanit y me refugié en mi tienda. Postergué para el día siguiente la tarea de recibir a las embajadas de los galos de la región, que habían comenzado
a llegar aquella misma tarde.
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9. LA PRIMERA VICTORIA
Muchos recuerdos de importantes acontecimientos aparecen ahora confusos o pálidamente dibujados en mi memoria. Otros, sin embargo, de naturaleza comparativamente
baladí, indeleblemente la habitan en las horas amargas de esta aceptada derrota que es mi
ancianidad. Puedo, por ejemplo, rememorar, con toda su frescura, una precisa mañana, fría
y soleada, al pie de los Alpes. El sueño de la víspera me había repuesto de las pasadas angustias que torturaban mi espíritu. Salí de mi tienda y percibí, con agradecimiento, la precisa belleza de cuanto me rodeaba. A nuestra espalda las dispersas nubes se estrellaban
contra la blanca muralla alpina. Al otro lado del arroyo que dividía el campamento, se extendía un verde y espacioso prado. Tupidas arboledas oscurecidas por la distancia barreaban la línea del horizonte. Aquella tierra, cuyas cálidas palpitaciones parecía percibir bajo
mis plantas, era, por fin, Italia. Respiré profundamente de su aire, como buscando que
también ella, en comunión perfecta, tomase posesión de mi ser. Amílcar hubiera deseado
vivir aquel momento. En su memoria ordené una hecatombe.
Aquel mismo día, cuando los hombres hubieron repuesto sus fuerzas, hice formar en
círculo el ejército, dejando un claro espacioso en el centro. Nuras Avas condujo a los prisioneros insubros. Lanzándome miradas homicidas cuando desfilaron ante mí, se apiñaron
en el centro del claro. Las pieles de su indumentaria les daban el confuso aspecto de una
manada de osos. Sirviéndome de un intérprete de su misma nación les di a elegir entre la
ejecución inmediata y la posibilidad de salvar la piel si accedían a luchar entre ellos por
parejas o por grupos.
—Vais a participar ―les dije― en un combate propiciatorio cuya sangre se consagra
a aplacar a los dioses de la nueva tierra que hollamos. Los que sobrevivan quedarán libres,
os lo prometo, y tendrán la misma paga que el resto de los galos que sirven en mi ejército.
Los prisioneros deliberaron brevemente entre ellos y accedieron. Hice que les fuesen
devueltas sus largas espadas y sus pesados escudos de madera, semejantes a ruedas de carro. Durante toda la mañana el ejército gozó del espectáculo de la lucha. Númidas, galos,
celtíberos y libios designaban a sus campeones entre los prisioneros más diestros y fornidos. Azuzaban a unos contra otros empujándolos con las conteras de las lanzas o arrojándoles piedras, cruzaban apuestas personales o entre las tesorerías de sus respectivos regimientos, vociferaban y se excitaban cuando, en los azares de la lucha, el favorito cercenaba
un brazo o una pierna a su contrario o le dejaba los intestinos al aire después de una acertada finta. Antes de la hora quinta, un tercio de los prisioneros había perecido y otros tantos
se hallaban heridos. Considerando que la ofrenda de sangre había sido suficientemente
generosa, suspendí el combate e hice que Calcas reconociese a los heridos y designase a
los que deberían ser despenados por irrecuperables. Los supervivientes decidieron, unánimemente, unirse al ejército, si bien algunos de ellos desertarían a la primera ocasión. El
propio Ducario designó a los que serían sargentos y los incorporó a sus unidades.
Al anochecer, después de la comida, convoqué a los jefes del ejército y a los intérpretes de las distintas lenguas.
—Habéis presenciado ―les dije― cómo los insubros luchaban entre ellos porque no
tenían otra alternativa para escapar de la infamante muerte. Los que sobrevivieron son ahora libres. Si recapacitáis advertiréis que todos nosotros nos encontramos en una situación
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semejante: nos encontramos prisioneros de nuestro propio destino en una tierra extraña y
hostil. El invierno se nos ha echado encima. No podemos retroceder sin arriesgarnos a perecer en las montañas de la Nieve. Solamente nos será posible regresar algún día a nuestras
casas en Hispania o en África si derrotamos a los romanos y nos adueñamos del mar. De
otro modo estamos condenados a morir o a la infamante esclavitud. Pero si luchamos animosamente, no sólo obtendremos la victoria sino grandes riquezas: esta tierra es próspera,
sus ciudades son ricas y están bien abastecidas. Además, los dioses nos son propicios y no
se apartarán de nuestro lado, pues hacemos la guerra justa a los perjuros romanos que nos
arrebataron las islas y quebrantan los sagrados pactos. Ahora id a vuestros hombres y explicadles cuanto he dicho.
Durante los días siguientes permití que los hombres y las bestias descansaran. Hice
distribuir raciones suplementarias de grano, aceite y vino para que hasta los más baqueteados olvidaran cuanto antes las penalidades pasadas. Establecí mi tribunal frente a la tienda
sagrada y cada día impartía justicia a los que la demandaban. Mientras tanto, los sargentos
veteranos de Hispania instruían a los nuevos reclutas galos en la formación griega. No era
trabajo fácil. Aquellos gigantes rubios eran muy refractarios al orden cerrado de la falange,
pues su modo natural de combatir es anárquico: caen sobre el enemigo en vociferante tropel y si encuentran una resistencia enconada abandonan en seguida el campo y se retiran en
el mayor desorden.
Los espías de Magalo me pusieron al corriente de la situación en Roma. La noticia de
que el ejército púnico estaba ya en suelo italiano era tema corriente de conversación en
ágoras y mercados. El Senado había consultado secretamente los Libros Sibilinos. No se
conocía la respuesta, pero podía conjeturarse que había sido preocupante puesto que al día
siguiente una trirreme ligera había partido de Ostia para llevar a Sicilia un mensaje urgente. Se ordenaba al cónsul Longo que regresara inmediatamente con sus tropas. Esto significaba que la proyectada invasión de Cartago quedaba aplazada.
En aquellos días mantuve intensos contactos con Magalo, el jefe de los galos boios.
Había algo de patético en su figura. Las reiteradas derrotas que había sufrido en los últimos
años, y la casi completa aniquilación de su pueblo, habían labrado en su ánimo valiente
una especie de reflexiva conformidad que no se correspondía con la impaciencia fogosa
que nuestros oficiales jóvenes, de su misma edad, manifestaban. Quizá fuera la constatación de esa madurez que el sufrimiento otorga lo que me llevó a compensarlo al admitirlo
en el consejo del ejército y concederle insignias y prerrogativas de general. Sus conocimientos de táctica dejaban bastante que desear pero era de todos nosotros el único que
tenía la valiosa experiencia de haber luchado contra las legiones romanas. Alorco le sugirió
que instruyera a los jóvenes oficiales acerca del modo de combatir de los romanos.
—En Roma ―informó― todos los hombres libres de edad comprendida entre los
diecisiete y los sesenta años están obligados a servir en el ejército.
¿Quieres decir que admiten soldados de sesenta años? —preguntó Cartalón, incrédulo.
—Los viejos sirven en los empleos rutinarios de guarnición ―respondió Magalo―.
Esto hace posible que todos los que son jóvenes y vigorosos puedan acudir al campo de
batalla si llega el caso. Los romanos son buenos soldados. Tienen motivos para serlo. En
los últimos cien años han estado constantemente en guerra. Se sienten libres y están orgullosos de ser romanos. Consideran un gran honor servir en el ejército. Sus sentimientos
patrióticos forman parte del carácter nacional, como el orgullo, el sentido práctico o el
cabello lacio y oscuro. Cuando combatamos en su suelo no se detendrán ante ningún sacrificio.
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Durante varias sesiones consecutivas, Magalo expuso sus conocimientos acerca de la
formación que llamamos legión. Existen en ella cuatro clases de soldados, dependiendo de
la edad y función encomendada. Los más jóvenes y ágiles se denominan vélites. Luchan de
lejos, hostigando al adversario con flechas y jabalinas, en los preliminares del encuentro,
sin guardar formación. Corresponden a la infantería ligera griega. Próximos a ellos en edad
y experiencia están los hastati, nuestra infantería pesada, que constituyen la primera línea
de la legión. Detrás de ellos se alinean los príncipes o veteranos, la columna vertebral del
ejército romano, hombres de valor y experiencia probada. A continuación se dispone una
tercera línea de triarios, también infantería pesada, de más edad. Estas tres líneas no se
presentan compactas, en un solo cuerpo, a la manera griega, sino en formación de legión, a
la romana. Se dividen en compañías o manípulos de unos ochenta hombres cada uno. Entre
cada manípulo y el siguiente queda un espacio despejado de diez o doce metros. Detrás de
la primera fila de manípulos se dispone una segunda, al tresbolillo, taponando los espacios
libres que deja la primera. Y detrás de la segunda, una tercera con la misma disposición.
Esta formación romana es superior a la griega que se ha venido usando desde los
tiempos de Alejandro Magno. Su gran ventaja es que permite maniobrar en terreno quebrado sin alterar la formación. Además, cada hombre dispone de un metro cuadrado de espacio que le permite moverse sin entorpecer al vecino, lo que a menudo sucede en la excesivamente compacta formación griega. A primera vista se podría objetar que el adversario
podría infiltrarse por las brechas que deja la primera línea de manípulos. En realidad no
existe tal peligro. Las compañías de la segunda línea se adelantan para taponarlas en los
momentos necesarios y se retiran nuevamente cuando ha pasado el primer esfuerzo. De
este modo se consigue una formación singularmente flexible: maniobra suelta, como los
separados dedos de una mano, pero se transforma en puño cerrado cuando ha de golpear.
En cuanto a las armas romanas son, con la falcata española, las más admirablemente
diseñadas que existen. De hecho acabé adoptándolas para mi propio ejército aunque, para
evitar que los romanos se sintieran halagados por mi elección, divulgué que no lo hacía
porque fueran superiores a las nuestras, sino por aprovechar las grandes cantidades de material que continuamente les capturaba.
En la primera y segunda líneas de la legión, cada combatiente va provisto de dos jabalinas, de las llamadas pilum. Su diseño es sumamente ingenioso, casi diabólico. El hierro
empleado en su fabricación es tan dulce que la punta suele doblarse al atravesar el escudo
del contrario o al chocar contra cualquier otro obstáculo de razonable dureza. De este modo el arma queda inutilizable y no puede ser recogida y arrojada de nuevo por el adversario. Por otra parte, la estrecha escotadura con que el hierro se une al astil, está provista de
una línea de mínima resistencia por la que el hierro suele romperse. Cuando esto ocurre, el
largo astil queda clavado en la coraza o en el escudo del enemigo estorbando su maniobra.
En cuanto ha lanzado sus dos jabalinas, el legionario desenvaina su corta espada y
ataca inmediatamente, buscando el cuerpo a cuerpo, muchas veces cuando todavía su segunda jabalina va por el aire.
Los triarios de la tercera línea van, por su parte, provistos de robustas lanzas de hasta
tres metros de longitud y se protegen con grandes escudos de madera revestidos de piel de
buey. Éstos se parecen más a la tradicional falange griega. Su cometido es, sin embargo,
secundario: van limpiando el terreno a medida que avanzan y dan el golpe de gracia al
enemigo ya derrotado.
Después de un tiempo, cuando las reservas de grano comenzaron a escasear y las
quejas de Monómaco se hacían ya insufribles, levanté el campamento y puse al ejército en
marcha. Los exploradores descubrieron que las tropas de Escipión habían cruzado el río Po
y venían a nuestro encuentro. Cada pueblo hizo sacrificios propiciatorios a sus dioses na-
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cionales, según las diversas costumbres. Unos augurios resultaron buenos y otros malos,
pero supimos, por un esclavo huido, que a los romanos les eran completamente desfavorables: un lobo había invadido su campamento y había logrado escapar indemne después de
morder a varios hombres. Un enjambre de abejas se había posado sobre el árbol que daba
sombra a la tienda de Escipión. El hígado de las víctimas sacrificiales aparecía reiteradamente enfermo o deforme.
A pesar de todas estas señales, Escipión se atuvo a su plan y continuó avanzando hacia nosotros. Buscaba la batalla antes de que las tribus ínsubras indecisas se decidiesen a
reforzar mi ejército.
Me alejé hacia el norte, rehuyendo el combate, para atraerlo a un terreno adecuado.
Al tercer día lo encontré, junto al río Tesino, y, por lo tanto, permití que los romanos nos
alcanzaran. Era una llanura abierta apropiada para las evoluciones de la caballería númida
y además estaba el río. Un río, convenientemente aprovechado, duplica fácilmente las posibilidades de victoria. Di orden de agrupar las enseñas y que las tubas tañeran a batalla.
Por las explicaciones de Magalo había deducido que la manera de combatir de los romanos
requiere un cierto tiempo para ordenar sus manípulos sobre el terreno. En este primer encuentro los obligaría a entrar en combate antes de que pudieran formarse. Por lo tanto no
aguardé a la llegada de mi infantería, que venía algo retrasada, sino que en cuanto las patrullas avistaron a la caballería de Escipión, lancé sobre ella, en bloque, a los coraceros
númidas de Nuras Ava. Al propio tiempo ordené a Maharbal que se pusiera al frente de la
caballería ligera y remontara el curso del río, oculto por los altos cañaverales de las vistas
del campo. Tomaría posiciones en la retaguardia de los romanos y se abstendría de intervenir hasta que yo diese la señal. Los romanos cargaron vigorosamente con sus caballos
tostados de noble apariencia. Constituía un hermoso espectáculo verlos evolucionar torpemente entre los pequeños y vivaces caballos grises de los númidas. Aguardé a que unos y
otros estuviesen bien mezclados, para que el combate se fijara sobre el terreno, antes de
hacer la ahumada convenida.
A continuación, Maharbal cayó sobre la retaguardia romana y decidió la batalla. Resultó casi un juego de niños. Sólo dos cosas me sorprendieron: la deficiente táctica de los
romanos, que se mostraron absolutamente incapaces de reaccionar coordinadamente ante
una situación que no figuraba entre las descritas en su manual de Julio Frontino, y el disciplinado y frío valor con que muchos de ellos afrontaban la desdicha, pues muy pocos cedieron desordenadamente el campo a pesar de saberse en derrota.
En la última fase de la batalla intervine personalmente y pude ver de cerca a los dos
Escipiones. El cónsul había perdido su caballo y estaba malherido. Por un momento pareció que algunos jinetes númidas que lo rodeaban iban a capturarlo. Entonces un grupo de
jóvenes jinetes romanos se lanzó a su rescate, lo rodearon, protegiéndolo con sus grandes
escudos en forma de teja, y consiguieron arrastrarlo hacia sus líneas. Uno de aquellos valientes había perdido el casco y combatía a cabeza descubierta. Su caballo rubio azafranado
contrastaba vivamente con la negrura de su coraza de cuero. Éste era el hijo de Escipión, al
que ahora llaman el Africano, el que me derrotaría en su edad viril y pondría fin a las últimas esperanzas de Cartago. Entonces sólo tenía dieciocho años. Después de aquel día consagró su vida a derrotarme, para vengar a su padre y a Roma, así como yo he consagrado la
mía a derrotar a Roma para vengar a Amílcar. Condenados a ser haz y envés de la misma
hoja, mi corazón, que tanto odio intacto guarda hacia Roma, siente sin embargo admiración
y amistad por este único romano. Mas no quiero alterar el orden de mi discurso relatando
primero sucesos que acaecieron después.
Aquel día en el Tesino, después de los primeros encuentros, el combate se desplazó
al terreno quebrado cerca de los árboles. Allí se enturbiaron las líneas y los romanos que
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aún se tenían en pie pudieron huir a través del bosque poniéndose fuera del alcance de la
caballería, aunque dejaron tras ellos más de quinientos muertos y numerosos caballos e
impedimenta. Los caballos, aun siendo de inferior calidad, fueron bien venidos, pues habíamos perdido un gran número de los nuestros en los Alpes. Lamentablemente no podían
reemplazar completamente a los africanos y españoles, puesto que éstos se espantaban de
la vista y aun del olor de los elefantes.
Los romanos habían establecido su campamento a unos siete kilómetros de distancia.
Aquella misma noche sus dos mil auxiliares galos degollaron a los centinelas que guardaban el campo y se pasaron en bloque a nuestro lado. Nuestra primera victoria comenzaba a
dar sus frutos.
Alorco no descansaba después de la batalla. Pasaba el día interrogando prisioneros
con su habitual sagacidad. Los romanos capturados estaban aterrados. Sus oficiales les
habían hecho creer que los púnicos torturábamos a nuestros prisioneros y luego los despedazábamos para arrojar sus cuartos a los elefantes. Alorco se reía de tal ocurrencia pero no
hizo nada por sacarlos de su error. Es más, les insinuó que entre nosotros existía un individuo llamado Monómaco, cuyo bocado favorito eran las criadillas humanas. Pero aquellos
que se mostraran dispuestos a colaborar no tenían nada que temer: serían restituidos a Roma a cambio de un razonable rescate. A continuación los interrogó por separado, comenzando por un tal Rufo, de cincuenta años, que le había llamado la atención debido a su
edad, un tanto insólita para ser todavía soldado raso. El fino olfato de Alorco raramente lo
traicionaba. El romano, deseoso de congraciarse con él, contó todo lo que podía interesarle.
Hasta una semana antes había sido oficial de intendencia en Clastidium. Al parecer, la indiscreción de un molinero borracho había puesto al descubierto que vendía trigo a los galos
rebeldes. Lo habían degradado y enviado a la caballería. Su juicio por un tribunal militar
había quedado aplazado hasta que concluyera la investigación en curso. El hombre se había
dejado hacer prisionero para cambiar una muerte segura por otra solamente casi segura. En
Clastidium tenía muchos cómplices que aún no habían sido descubiertos. Alorco interrumpió el interrogatorio para informarme del asunto. Reuní urgentemente al consejo y permití
que Monómaco le expusiera sus lastimeras cuentas. La situación era grave. Nos quedaban
vituallas para dos días. Por lo tanto, toda acción militar debía subordinarse a la captura del
depósito de trigo. Maharbal partiría hacia Clastidium con la caballería española mientras
que Asdrúbal Lacón y Cartalón llevaban la númida hasta las proximidades del campamento
de Escipión. De este modo mantendríamos ocupado al adversario mientras le vaciábamos
la despensa. Alorco se adelantó con Rufo y una reducida escolta a la que vistió y armó con
despojos romanos. Después de caminar durante toda la noche, amanecieron sobre Clastidium. En el campo cercano a la guarnición existía una alquería propiedad de un amigo de
Rufo que a veces mediaba en sus tratos. Lo sobornaron para que convocase a los romanos
implicados en las ventas ilegales a una reunión urgente. Alorco era un excelente negociador. Conversó con ellos y les propuso un trato tan ventajoso que no se pudieron negar: si
entregaban el depósito intacto recibirían cuatrocientas monedas de oro. Si se resistían, el
depósito caería de todas formas en nuestras manos aquella misma tarde y ellos serían despellejados, empalados y entregados a la voracidad de los elefantes. En el caso improbable
de que no pudiésemos conquistar el depósito, haríamos llegar a Escipión un detallado informe de los robos y trapacerías que Rufo había confesado, así como una lista completa de
sus cómplices y contactos. Alorco era singularmente persuasivo. El jefe de la guarnición,
un tal Darío de Brindis, aceptó el arreglo. Entregaron el depósito a cambio de las cuatrocientas monedas. Casi un regalo. Allí había trigo y aceite suficientes para alimentar al ejército durante cuatro meses. Desoyendo las protestas de Monómaco, que mascullaba algo
sobre la imprevisión de la juventud y la tendencia al derroche propia de los Barca, hice
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distribuir inmediatamente una ración triple a la tropa. No hay cosa que acreciente más la
moral del soldado que un estómago bien alimentado.
Al día siguiente enviamos legados galos a los consejos de ancianos de todas las tribus y pueblos de la región. Eran portadores de armas y despojos romanos, para atestiguar
la derrota del cónsul. Muchas tribus ínsubras que días antes vacilaban decidieron ahora
unirse a nosotros. Los nuevos reclutas llegaron en tan gran cantidad que hubimos de permanecer acampados durante tres semanas para dar tiempo a que los oficiales instructores
les inculcaran los rudimentos del orden cerrado. Al propio tiempo Cartalón, Asdrúbal Lacon y Nuras Ava recorrían las tierras de las tribus galas ,que aún permanecían fieles a Roma devastando sus cosechas, saqueando sus graneros y despensas y raptando a las mujeres
necesarias para el servicio del campamento. Algunos jefes galos se cansaron de aguardar la
ayuda que Roma les había prometido y optaron por enviarnos legados, pero las negociaciones progresaban con lentitud a causa del problema de los rehenes, particularmente de las
mujeres y muchachos, que los lascivos númidas se negaban a liberar si no era a cambio de
una sustanciosa contrapartida económica.
Por lo demás la moral de la tropa era alta. Continuamente se escuchaban cantos y risas en el campamento y el vino corría liberalmente, suministrado por comerciantes galos,
griegos e incluso sicilianos que habían acudido al reclamo de la fácil y saneada ganancia.
Otra vez circulaban los chistes de Alorco parodiando el estilo de las adivinanzas a las que
tan aficionados son los oretanos y mastienos. El blanco de las chanzas era unas veces Monómaco y otras Cartalón. «Pregunta: ¿en qué se distingue cuando Monómaco hace de copero? Respuesta: en que en lugar de añadir agua al vino, añade vino al agua.» «Pregunta:
¿por qué permanece Monómaco siempre encerrado en sus depósitos de intendencia? Respuesta: porque le repugna dar un paseo.»
No transcurría un día sin que nos llegaran esclavos fugitivos procedentes del sur con
las últimas noticias de Roma como todo equipaje. El ejército de Sempronio se había unido
al de Escipión. Como el viejo Escipión continuaba postrado, a causa de sus heridas, Sempronio asumía el mando.
Este Sempronio era un hombre de fogoso temperamento, fornido, de tez rojiza, muy
pagado de su valor como estratega, por su experiencia guerrera en el aplastamiento de la
insurrección boia, pero irascible e irreflexivo, defectos imperdonables en un general. La
campaña contra los boios, en el norte del Po, dos años atrás, le había valido una gran popularidad en Roma. Ahora se acercaba la fecha de las elecciones consulares y el vanidoso
Sempronio tenía prisa. Anhelaba apartarse de su magistratura como vencedor de Aníbal y
salvador de la patria antes de que el mando del ejército fuese transferido a los nuevos cónsules. Estaba tan ansioso por entrar en combate que, según supimos después, por los oficiales prisioneros, había llegado a intercambiar insultos y ásperos reproches con el veterano
Escipión, al que despreciaba porque aconsejaba prudencia.
Concebí un plan simple, adecuado a la irreflexión de Sempronio: le expondríamos el
cebo de unos pocos regimientos de caballería que, en su huida, lo atraerían a una trampa.
Durante dos días estudié cuidadosamente cada pliegue de terreno en las márgenes del
río Trebia. Me acompañaban Maharbal y algunos jóvenes oficiales. No nos fue difícil dar
con el lugar que necesitábamos: un prado despejado donde la caballería podría maniobrar
cómodamente. Por un lado lo limitaban las altas márgenes del río; por el otro una sucesión
de suaves colinas cubiertas de espesa arboleda. La caballería española podría disimularse
en el bosque y pasaría completamente desapercibida hasta que le llegase el momento de
intervenir.
El ejército de Sempronio atravesó el Po y estableció su campamento a cinco kilómetros del nuestro, al otro lado del río Trebia. Decidí provocarlos antes de que estuviesen más
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descansados de la marcha. Una hora antes del amanecer, Maharbal y Nuras Ava acudieron
a mi tienda. El númida tiritaba de frío debajo de sus mallas militares. Repasamos brevemente el plan, derramamos una libación sobre la cabeza de Tanit, les deseé suerte y los
despedí. Tres mil jinetes númidas de los mejores regimientos, entre ellos Gelana y Undécimo, cruzaron el Trebia, cuyas heladas aguas llegaban al pecho de los caballos. Mientras
tanto, los centinelas e imaginarias despabilaron las hogueras y los sargentos despertaron a
sus hombres sin tañido de tubas, silenciosamente. Los españoles y los africanos no estaban
habituados a tan intensos fríos. El aliento de hombres y caballos formaba nubes de vapor.
Siguiendo los consejos de Danón, el cirujano, hice distribuir diez medidas de aceite por
regimiento para que los hombres se frotasen el cuerpo delante de las hogueras. De este
modo los que procedían de las tierras soleadas pudieron usar los rigores invernales en su
propio beneficio. También dispuse que todo el mundo consumiera sus raciones del almuerzo, pues lo más probable era que no se presentara otra ocasión de ingerir alimentos hasta la
noche. Estas cosas cumplidas, los oficiales se hicieron cargo de sus formaciones y partieron a ocupar los lugares acordados.
Empezaba a mostrarse la cenicienta claridad de la mañana. Mi hermano Magón, al
que la víspera había regalado una espléndida falcata y la falera de oficial, partió hacia el
pinar donde se iban a emboscar los jinetes celtíberos. Se tendieron en tierra con sus caballos y aguardaron en perfecto silencio. Cerca de la caballería se ocultó un escuadrón de
trescientos honderos baleares. Detrás del bosque, metidos en los barrancos, los galos ínsubros de Ducario y los boios de Magalo aguardaban. Decidí que combatieran codo con codo
para que su antigua rivalidad los hiciese más esforzados en la lucha.
Cuando empezaba a amanecer en el campamento romano, la caballería númida cayó
por sorpresa sobre los auxiliares galos que pernoctaban fuera del recinto. Dieron suelta a
sus caballos, incendiaron las carretas y acuchillaron a los que salían de las tiendas sin comprender cabalmente lo que estaba ocurriendo. Así sucede en los misteriosos avatares de la
guerra, que prontamente se pasa del sueño a la muerte, como si fueran, que quizá lo son, de
una misma e indivisible sustancia.
En la confusión del ataque circularon extraños rumores. Sempronio creyó que todo el
ejército púnico, conmigo al frente, rodeaba su campamento. Furioso consigo mismo por
haberse dejado sorprender, alzó inmediatamente los estandartes y, convocando a los hombres con trompetas, sacó a la caballería. Maharbal aguantó su embestida durante un tiempo
prudencial y después mandó invertir las enseñas, que era la señal de huida. Los númidas
volvieron la espalda y escaparon a galope tendido, perseguidos no sólo por la caballería
romana, sino también por la infantería que, mientras tanto, se había armado y formaba sus
manípulos frente a la empalizada del campamento.
Ya había amanecido por completo, pero el día se presentaba oscuro, lluvioso y desapacible. Un helado viento del norte parecía traer consigo la fría destemplanza de las nieves.
A medida que la luz definía los perfiles del mundo, la lluvia parecía hacerse más intensa.
Desde el altozano donde había establecido mi puesto de observación dominaba el curso del
río y la planicie de los pastizales. Contemplé la desordenada llegada de los númidas. Cruzaron el río levantando helados chapoteos y, en cuanto ganaron la orilla opuesta, prosiguieron su carrera a través del prado, como si intentasen refugiarse en las alturas vecinas.
—Ésos corren más por calentarse que por huir ―comentó Hano a mi lado, mientras
se soplaba las ateridas manos.
La niebla fluvial comenzaba a disiparse por el lado de Oriente. Casi inmediatamente
apareció la caballería romana que se lanzó al agua sin ninguna vacilación. Entre el violento
chapoteo de los caballos podíamos percibir las voces de mando con que los oficiales imprecaban a los vacilantes. Los rojos penachos de crines que adornaban los yelmos de los
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jinetes semejaban altas amapolas nacidas entre el oblicuo cañaveral de las oscuras lanzas.
Todavía quedaban jinetes en nuestra orilla cuando llegó la infantería que había cruzado el
llano disciplinadamente, trotando a paso de carga sin romper por ello la formación manipular. Se fueron agrupando junto al río mientras los centuriones y oficiales formaban corro y
deliberaban.
—Los hemos cogido en ayunas ―comentó Carpón, mientras señalaba a algunos soldados que bebían del río por la parte alta, echados de bruces donde los caballos no habían
enturbiado el agua.
Sempronio llegó algo rezagado, rodeado por un grupo de jóvenes asistentes como la
gallina clueca se rodea de sus pollos. En la distancia se distinguía su vistosa coraza de cuero adornada con umbos metálicos. Lucía un elegante penacho de plumas en el remate del
casco. Con la espada en la mano increpó a los que se habían detenido en espera de sus órdenes. Los oficiales partieron corriendo en distintas direcciones, se pusieron al frente de
sus unidades, emitieron las órdenes pertinentes y los manípulos se echaron al agua disciplinadamente, sin perder la formación. Bendije mentalmente al temperamental Sempronio.
Era lo que estaba aguardando. La infantería romana cruzaba el río con las heladas aguas
por el pecho y en ayunas. Cuando la última línea de manípulos estaba iniciando el cruce y
ya la primera se desplegaba en la llanada frente a nosotros, me volví a los señaleros y ordené ahumada. Hermión arrojó un brazado de leña verde sobre la hoguera y al instante una
larga nube de humo blanco ascendió. A esta señal los honderos baleares aparecieron por la
derecha y comenzaron a descargar los arteros proyectiles de sus hondas largas. Éstas acabarían siendo la pesadilla de los legionarios romanos, pues el penetrante zumbido que sus
glandes producen al rozar el aire sólo es perceptible unos momentos antes del impacto. La
víctima elegida no tiene tiempo de guarecerse ni de levantar el escudo para mitigar el daño.
Detrás de los baleares aparecieron los elefantes, a los que Manalor había administrado sus
cocimientos embriagadores la víspera del combate. Azuzados por las varas y los gritos de
sus indis se precipitaron sobre la caballería romana. Al propio tiempo, los jinetes de Nuras
Ava y Maharbal volvieron grupas e hicieron frente a sus perseguidores. Por el lado opuesto
del llano apareció Magón, que abandonaba el resguardo del bosque con los suyos y arremetía contra la retaguardia romana. Arreció la lluvia. Comenzaba a tronar la tormenta. El
emblema de los Barca, un furioso rayo, desgarró el cielo. Los romanos, confusos y desorganizados, comenzaron a vacilar. Viéndose atacados por muchos lados, los oficiales daban
órdenes contradictorias que no hacían sino empeorar la situación. Los más prudentes emprendieron la retirada persuadiendo con su ejemplo a los indecisos y estimulando a los
cobardes. A poco todos huían francamente. Sus caballos se encabritaban delante de los
enfurecidos elefantes y descabalgaban a los aterrados jinetes. Otros optaban por abandonar
sus caballos y se mezclaban con la infantería o volvían grupas para huir en dirección al río,
sin advertir que ya sus riberas estaban ocupadas por los melenudos celtíberos. No obstante,
en medio de la confusión que precedió al desastre, algunos manípulos habían cubierto sus
brechas y aguantaban a pie firme, dejándose aplastar por la caballería y por las patas de los
proboscídeos. Incluso hubo un grupo de aguerridos veteranos que realizó una notable hazaña. Armados de largas y afiladas espadas curvas se mezclaron con la caballería y amparados por la torrencial lluvia, que impedía distinguir amigo de enemigo incluso a corta
distancia, atacaron a los elefantes cuando se estaban reagrupando y consiguieron cortar los
tendones de las patas a nueve de ellos antes de perecer aplastados por sus furiosas víctimas
o alanceados por los celtíberos que los protegían.
El combate fue breve a pesar de todo. Desorganizados y confusos, los romanos se replegaron por el único lugar que les quedaba libre: el Trebia. Fuera de los vados la corriente
era demasiado impetuosa. Cientos de ellos perecieron ahogados y fueron arrastrados por
las aguas.
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Al anochecer, un exultante Maharbal me presentó el inventario del despojo: habíamos recogido armas suficientes para armar a unos veinte mil hombres y una cantidad de
objetos valiosos y plata que hice repartir entre la tropa. Lamentablemente, los nueve elefantes inutilizados por el enemigo hubieron de ser sacrificados. Además, para desesperación de Monómaco, los romanos habían logrado incendiar los depósitos de provisiones de
su campamento. El número de prisioneros sobrepasaba los diez mil. Retuve a los ciudadanos romanos y puse en libertad a todos sus aliados, imitando en esto el proceder de mi padre cuando derrotó a los mastienos. Quería que aquellos hombres divulgaran por las ciudades de la Liga mi victoria y mi clemencia, lo que sin duda las estimularía a considerar las
ventajas de una posible alianza con Cartago. «Decid a los senadores de vuestros lugares
―les advertí― que hemos venido a luchar contra Roma, no contra Italia.»
En los días siguientes llovió continuamente y el campo encharcado nos impidió toda
actividad. Los romanos fugitivos, que se habían reagrupado en los bosques, aprovecharon
la forzada inactividad de nuestra caballería para ponerse a salvo, después de cruzar el Trebia en nocturnas almadías. Supimos que Escipión reorganizaba a los supervivientes del
desastre en sus cuarteles de Cremona. Los auxiliares galos, que continuamente desertaban
del ejército romano, nos traían noticias de su situación. Llegaban a nosotros con sus caballos y sus armas, sin otra impedimenta, casi desnudos, sonrientes y felices como niños que
esperan su recompensa. Había que alimentarlos y suministrarles vestidos, leña y tiendas,
un crecido dispendio que preocupaba al concertado Monómaco. Nuestro principal problema continuaba siendo el de los suministros. En pleno invierno no resultaba fácil encontrar
el trigo necesario. La región del Po se encontraba ya tan esquilmada que los jinetes de
Nuras Avas registraban extensos territorios sin encontrar un saco de grano. El ejército había aumentado a cincuenta mil hombres en dos meses. Es un hecho que los estómagos galos se desconsuelan fácilmente. No son como los celtíberos o los númidas que, en caso
necesario, son capaces de comer carroña o huesos cocidos y siguen combatiendo en espera
de mejores tiempos. Los galos, acostumbrados a vivir en regiones donde todo abunda y las
cosechas son excelentes, debían alimentarse adecuadamente. De lo contrario podrían sentirse tentados a pasarse de nuevo a los romanos. Monómaco acudía a mí con frecuentes
quejas.
—Aníbal, la vida es para mí un continuo sufrimiento. Cuando padecemos escasez todos me miran reprobadoramente o lanzan excrementos contra la toldilla de mi tienda, como
si yo fuera el culpable; pero en las cada vez más raras ocasiones en que una conquista ofrece momentánea abundancia, todo el mundo se da al despilfarro sin hacer el menor caso de
mis protestas y de mis súplicas.
Monómaco tenía razón, pero el fundamento de la guerra reside precisamente en contentar a los hombres con los desmanes y excesos del saqueo, del festín, de la borrachera y
de la orgía, para hacerles olvidar el miedo padecido en el combate y los cadáveres mutilados de sus camaradas que van quedando dispersos por parajes extraños.
Afortunadamente un nuevo golpe de suerte nos sacó del apuro. Algunos prisioneros
interrogados por Alorco mencionaron otro depósito de víveres en el lugar llamado Victumulae. Lo encontramos fuertemente custodiado y muy fortificado. El cónsul había reforzado su guarnición con auxiliares galos de una facción enemiga de nuestro aliado Magalo.
Éstos se defendieron con fanática determinación hasta el aniquilamiento, temerosos de la
suerte que su antiguo jefe les podía tener reservada si se dejaban capturar vivos. En esta
ocasión recibí una herida de flecha en la pierna izquierda, cerca del tobillo. Me mantuvo
hospitalizado durante dos semanas. Pero los mayores contratiempos los trajo el invierno
con sus incesantes lluvias. Los caminos se habían convertido en lodazales intransitables,
los campos estaban anegados y yertos. Manadas de lobos descendían de los bosques para
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hacer estragos en nuestras corralizas a plena luz del día. Nuestros animales, mal acostumbrados a aquel clima y debilitados por las privaciones sufridas en los Alpes, enfermaron.
Diecisiete elefantes hubieron de ser sacrificados en el plazo de medio mes, con lo que sólo
nos quedaron nueve africanos, de pequeña alzada, y el indio Surus. Para colmo de males,
casi todos los caballos númidas y celtíberos contrajeron la sarna, lo que nos obligó a sacrificar cientos de ellos. Se habían contagiado de los caballos capturados a los romanos. Quizá deba aclarar que los caballos itálicos están acostumbrados a esta enfermedad y, aunque
la padecen, raramente mueren de ella.
Los romanos optaron por retirar sus guarniciones de la línea del Po y las concentraron en las plazas fuertes de Placencia y Cremona. Los batidos ejércitos consulares se replegaron a sus cuarteles de invierno. La línea del Po, donde habían proyectado detenernos,
estaba ahora en nuestro poder, aunque el crudo invierno nos impidiera sacar provecho de la
situación. No obstante, este éxito parcial elevó considerablemente la moral de la tropa. La
locución «ni po», con que los oretanos magdaleneros solían rematar sus expresiones más
variadas, evidenció desde entonces el orgullo que les inspiraba aquella conquista.
Aunque era urgente que llegara a las tierras de los etruscos, cuyas ciudades esperaba
sublevar contra Roma, hube de resignarme a invernar en Liguria. En aquella región húmeda y helada el resto de los elefantes africanos enfermaron de tristeza y perecieron. Solamente Surus sobrevivió. Este revés fue más sentido por el ejército que si hubiésemos perdido una batalla. Durante mucho tiempo los pálidos espectros de los elefantes frecuentaron
los sueños de los soldados y ellos, al despertar, quemaban tortas de cebada en su honor y
alimentaban a Surus con exquisitos manjares, divinizándolo.
A pesar de la forzosa inactividad que el mal tiempo imponía, el infatigable Alorco se
las ingeniaba para mantenerme informado de cualquier cambio o suceso significativo que
se produjese en Roma. Su principal fuente de información era un liberto griego que había
caído prisionero en Trebia, un tal Martindos. Martindos era cocinero del senador Marco
Curcio. En los días de cautividad que siguieron a su captura, se había enamorado perdidamente de uno de sus guardianes galos, un pollancón ínsubro de formas algo feminoides
llamado Mantelix. Martindos concibió hacia él tal pasión, que el día que llegó su rescate
derramó amargas lágrimas, como si una gran desgracia le hubiese sobrevenido, pues prefería la dura cautividad cerca de su enamorado antes que regresar a las comodidades de su
casa romana. Notado esto por Alorco, le propuso un trato: si aceptaba trabajar para él, espiando a los romanos e informándonos periódicamente de las conversaciones que su amo,
el senador, mantuviese con su esposa o con sus amigos y colegas, él arbitraría algún medio
para que pudiera seguir viéndose con Mantelix cada cierto tiempo. Además, los recompensaría a ambos con una crecida cantidad de dinero. Martindos aceptó la oferta casi con alivio. Establecieron que una vez a la semana Martindos iría a una finca de recreo que el senador poseía a las afueras de Roma. En el camino de la finca existía una venta a cuyo dueño Alorco sobornó para que actuase como intermediario entre Martindos y los enviados
púnicos que allí acudiesen haciéndose pasar por trajinantes. Algunas veces, cuando una
información transmitida había resultado especialmente importante, Alorco premiaba el
trabajo de Martindos enviándole al propio Mantelix, su enamorado, entre los falsos mercaderes.
Este ventajoso arreglo entre Alorco y Martindos se prolongó durante años sin que los
romanos sospecharan cuál era nuestra fuente de información, si bien pronto advirtieron que
no había deliberación del Senado, por secreta que fuese, que no llegase puntualmente a
nuestros oídos.
No fue éste el único espía que Alorco logró introducir en Roma. Otros prisioneros
romanos se prestaron a informarnos de los asuntos de la ciudad, aunque todos ellos a cam-
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bio de dinero, que es una motivación menos segura que la pasión amorosa. De este modo
Alorco se aseguraba distintas fuentes de información y podía contrastar las noticias que
recibía de unos y otros para calibrar el grado de veracidad, o la importancia relativa, de
cada una de ellas.
Los días que escampaba, empleaba al ejército en diversos trabajos de fortificación,
en su mayoría inútiles puesto que, en cuanto mejorara el tiempo, pensaba abandonar aquel
lugar. La afluencia de esclavos fugitivos de Roma o de otras ciudades de la Liga no era
ahora tan intensa. Alorco los interrogaba rutinariamente. Todos contaban las mismas patrañas, exagerando el terror que nuestras victorias habían infundido en sus amos. Garesaya,
el augur, reinterpretaba los signos y prodigios que los romanos recibían de sus dioses. Un
niño de seis meses había gritado «¡Victoria!» en el foro; en la Galia un lobo había arrebatado la espada de un centinela dormido; un buey había subido al tercer piso de una casa y
se había precipitado por una ventana. Tenía el hígado manchado. Sobre el cielo habían
aparecido siete brillantes espejos; un rayo había caído en el foro olitorio, cerca del templo
de la Esperanza; además, en algunos lugares, llovían piedras y los espectros de los soldados muertos se aparecían a sus parientes. Casi todos estos signos eran adversos. El Senado
decretaba continuamente lustraciones y ceremonias expiatorias, rogativas públicas y sacrificios de bueyes, cerdos y ovejas.
Un día Alorco penetró en mi tienda con expresión triunfal:
—Noticias frescas, Aníbal. Los romanos tienen nuevos cónsules. Después de una
tormentosa sesión del Senado el partido popular ha impuesto a Flaminio Nepote, el mismo
que hizo aprobar la ley que prohíbe a los senadores poseer naves de más de trescientas
ánforas de capacidad. Por esta causa está enemistado con los patricios, pero el pueblo no
ha dudado en votarlo. El otro cónsul, Servilio Gémino, se ha puesto al mando de las tropas
acuarteladas en Arimino. Hice venir a Ducario, el galo.
—Ese Flaminio es el general que nos combatió hace seis años ―declaró―. Es arrogante y cruel. Haría cualquier cosa por halagar a sus soldados, pero está enemistado con
casi todos los oficiales.
—En efecto ―corroboró Alorco―. Parece que es muy popular entre la tropa. Ha escandalizado a los patricios negándose a recibir las insignias del mando en el Capitolio.
Hizo un breve discurso ante el Senado sobre los deberes de la patria, en tono de lo más
impertinente hacia su audiencia y, omitiendo todas las acostumbradas ceremonias rituales
en los altares de los dioses, partió hacia Aretio, al frente de los nuevos reclutas, hace tres
días.
Las intenciones de Flaminio estaban claras. Pretendía cerrarnos el paso de los Apeninos. Envié numerosas patrullas para que fuesen notadas por las inmediaciones del camino
de Aretio. De este modo hice creer a Flaminio que pensaba escoger, esta ruta. Tal como
esperaba la reforzó considerablemente, dejando las otras mal vigiladas.
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10. DÍAS ACIAGOS
Cuando llegó la primavera, abandonamos el campamento y marchamos hacia las
montañas, remontando el valle del Arno, entre espesas arboledas y exquisitos pomares.
Durante dos semanas avanzamos estragando los campos sin oposición alguna. Empero,
adopté un orden de marcha que nos protegiese de posibles sorpresas: númidas y españoles
en la vanguardia, seguidos de los aliados galos, de los carros del fardaje y de los auxiliares.
En la zaga, la caballería y el elefante. Tan sólo encontramos un reducido destacamento
romano que guardaba el paso de Collina. Cuando se percataron de que tenían delante a
todo el ejército púnico, desmontaron sus tiendas precipitadamente, recogieron sus enseres
y se retiraron prudentemente.
La elección del paso del Arno no pudo ser más desafortunada. Como en el caso de
los Alpes, se manifestó que los dioses atmosféricos protegían a Roma. En menos de una
semana, tres tormentas descargaron sobre nosotros sus furiosos aguaceros. Además, las
aguas del Arno bajaban crecidas, turbias e impetuosas, pues a las incesantes lluvias se sumaba el deshielo estacional de lejanas nieves. El río se desbordó anegando las llanuras.
Atrapados de la noche a la mañana en el inmenso lodazal, nos vimos obligados a avanzar
muchos kilómetros en las más penosas condiciones, con el agua hasta las rodillas, descalzos, comidos de mosquitos y sanguijuelas, cayendo a menudo en turbias pozas en las que
anidaba la fiebre. En una ocasión anduvimos cuatro días seguidos, con sus noches, sin encontrar lugar seco donde acampar. Los hombres se extraviaban en la niebla pestilente que
expelía el pantano. No había leña ni cosa seca con la que encender fuego para cocer unas
tristes gachas. Los soldados comían puñados de harina húmeda, acaso amasada con sus
propias lágrimas. Incapaces de soportar por más tiempo el sueño o el cansancio, muchos se
echaban a dormir sobre el barro y perecían ahogados, pues el nivel del agua variaba de
acuerdo con las horas y el capricho de la maléfica Luna.
Tantas calamidades volvieron irritables y pendencieros a muchos. Un día estalló una
reyerta entre un grupo de galos y otro de oretanos en la que veinte hombres resultaron
muertos y otros tantos malheridos. Los númidas se interpusieron, separándolos. Hice estrangular a la mujer que había sido causa del alboroto y condené a pena de azotes a todos
los implicados, pero mis duras medidas lejos de apaciguar los ánimos parecieron caldearlos. En vano ungía con sagrado aceite la cabeza de Tanit. Las lluvias no cesaban y el río
crecía cada día. Calado hasta los huesos, con la suciedad escociéndome en los ojos, hube
de resignarme a consentir que la disciplina se relajara hasta los más inadmisibles extremos,
pues de haber castigado a los que lo merecían, seguramente muchos se habrían amotinado.
Las órdenes de los oficiales eran ignoradas abiertamente. Algunos hombres estaban tan
desesperados que abandonaban sus impedimentas o vendían a precio irrisorio los objetos
de valor que poseían, sólo por desprenderse del peso que los hundía en el barro. Otros
amontonaban tiendas y fardos sobre el fangoso suelo y se echaban encima a descansar hasta que el agua empapaba la improvisada cama y les llegaba al cuerpo. De este modo se
perdió una parte importante de las tiendas.
A estas miserias se sumaron otras más terribles aún: fiebres malignas atacaron a muchos hombres, ya debilitados por anteriores privaciones y trabajos. En menos de una semana murieron más de mil, cuyos cadáveres quedaron abandonados sobre el fango para de-
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sesperación de sus camaradas jurados. Es creencia de los pueblos que practican la cremación que el alma del difunto inhumado regresa incesantemente al mundo para atormentar a
sus familiares.
En medio de tantas calamidades, yo mismo quedé postrado durante muchos días sobre una parihuela que Danón hizo construir para mí encima del ancho y balanceante lomo
de Surus, único lugar seco de aquellos contornos. Estaba tan débil y enfermo que no me
resistí a esta regalía, aunque hubiese sido más digno que compartiera los sufrimientos de
mis hombres, como siempre he procurado hacer.
Salimos del fangal en la zona de Faesole, en pleno territorio de los antiguos etruscos.
Ésta es la región más rica de Italia: nadie muere allí de hambre, ni siquiera en los años
ciegos. En torno a Faesole abundan los campos de trigo y cebada y hay espesos pastizales
y prados cubiertos de flores en los que se crían pingües ovejas y robustos terneros. El cerdo
es tan abundante que su carne se vende a un precio irrisorio. De hecho los pudientes la
desprecian a causa de su baratura.
Instalamos el campamento, quiero decir las escasas tiendas que habíamos salvado de
las aguas, todas ellas empapadas de barro putrefacto y maloliente, y permití que tropas y
animales descansaran durante dos días. Al tercero envié escuadrones de númidas y celtíberos a muchos puntos del territorio para que saquearan los graneros y rapuzaran las mieses
entre Cortona y Trasimeno. Mi intención era provocar la fácil cólera del impetuoso Flaminio para que aceptara combatir inmediatamente. Me urgía derrotarlo antes de que su ejército se uniera al del otro cónsul, Servilio Germinio, que suponía habría abandonado ya Arimino para salir a mi encuentro.
El sabio Amílcar solía repetir un axioma de Alejandro: la batalla campal se celebra
en el lugar y ocasión que decide el que huye, no el que persigue. Por tanto has de huir si
quieres escoger el terreno más favorable.
Pero, para poder huir de Flaminio, debía provocar primero su persecución. Desfilé
con todo el ejército desplegado por el valle de Chiana, a la vista de su campamento, mientras Nuras Ava se desviaba con sus jinetes para incendiar las cosechas y arrasar las aldeas
del entorno, a donde los romanos acantonados se habían acostumbrado a ir en busca de
diversión y mujeres. Esta provocación era mucho más de lo que Flaminio estaba dispuesto
a soportar.
Montó en cólera a la vista de las columnas de humo que anunciaban mis devastaciones y juró que llevaría mi cabeza a Roma antes de que se enfriaran las cenizas que iba dejando detrás de mí. Determinado a cumplir su promesa, levantó el campamento, sin esperar
a la gente de Servilio Germinio, y salió en mi persecución.
Una comunicación de Martindos, recibida en aquellos días, nos había confirmado
que los augurios eran desfavorables para los romanos. En Sicilia dos jabalinas se habían
inflamado, espontáneamente, en la mano de un soldado; lo mismo había ocurrido a un jinete en Cerdeña. Un rayo había fulminado a tres hombres de la Legión Capitolina, la misma
donde Flaminio había servido cuando la guerra contra los galos. En diversos lugares habían
llovido piedras. También habían aparecido resplandecientes escudos en el cielo y en la
costa se habían observado dos lunas al anochecer. Más aún: en Anzio algunas fuentes manaron sangre, así como las espigas que cortaba un segador. Los sacerdotes decretaron los
oportunos sacrificios expiatorios, pero los dioses no parecían aplacar su ira. El Senado
informó puntualmente de todo esto a Flaminio, pero el necio cónsul despreciaba los signos,
como cualquier otra cosa que mereciese el respeto de sus odiados patricios romanos. Entonces los dioses le advirtieron directamente. El tercer día de la persecución, cuando se
disponía a abandonar el campamento, cayó de su caballo delante de la tienda sagrada donde se guardaban las insignias del ejército. Éste es el más funesto augurio que puede recibir
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un general romano. Un clamor se elevó de los manípulos formados que presenciaron, espantados, el suceso. Flaminio se incorporó de un salto, blasfemando, y descargó dos o tres
furiosos puñetazos sobre el hocico de su caballo. Luego se percató de que la causa de la
caída había sido una cincha mal ajustada. Aunque ordenó azotar al asistente responsable,
su gesto no tranquilizó a los soldados. También los dioses pueden aflojar una cincha para
advertir sobre las consecuencias de una acción nefasta. Además, una segunda señal se produjo: el signífero de la primera legión, que había de abrir la marcha, no conseguía desclavar del suelo la enseña del águila. Flaminio se encolerizó con los cariacontecidos oficiales
que lo rodeaban. «Si no sois capaces de arrancar ese astil ―les gritó―, cavad alrededor de
él. Seguramente el miedo os paraliza los brazos.»
Al norte del lago Trasimeno encontré un campo de batalla ideal para la caballería. La
abierta llanura, apenas turbada por leves colinas, acababa bruscamente en un anfiteatro
natural surcado de profundos barrancos y angostos desfiladeros. Allí preparé el encuentro.
Oculté a la caballería en los barrancos de poniente; aposté a los auxiliares galos y a los
honderos baleares en el lugar opuesto y expuse al resto de las tropas africanas y españolas,
como cebo bien visible, sobre las lomas elevadas de la parte central.
Era ya muy tarde y comenzaba a declinar el día cuando los vigilantes del Malpaso
hicieron seña de que llegaban los romanos. Ante la inminencia de la noche, Flaminio optó
por suspender la marcha y acampar a la salida del barranco. Mis hombres hicieron lo propio, si bien prohibí encender hogueras a los que estaban emboscados. Aquella noche sólo
cenó caliente la infantería que había acampado en el centro de la llanura y los escasos destacamentos de jinetes libios que la acompañaban.
Convoqué consejo de guerra en aquella especie de campamento central para ultimar
los detalles de la acción prevista. El buen humor de las tropas se había contagiado a los
oficiales. Incluso el ordinariamente taciturno Monómaco se permitía bromear. Alorco,
apreciando este insólito cambio de humor, prefirió hacer blanco de sus puyas a Cartalón.
—Eres listo como Cartalón ―le decía a Surus, el elefante, mientras le palmeaba el
pescuezo. El animal emitía un gruñido.
—Ja, ja ―reía Alorco―. ¿Qué te parece, Cartalón? Surus se ha ofendido por la
comparación.
Reunidos en torno a las hogueras los hombres reían de buena gana, pero cuando fue
avanzando la noche, la conversación comenzó a decaer y, en los cada vez más largos períodos de reflexivo silencio, muchas miradas furtivas escrutaban la lejanía, hacia la parte
donde se veían brillar, como distantes estrellas, las hogueras del campamento romano.
Cuando empezó a clarear el día, el ejército romano formó en manípulos delante de
sus empalizadas y comenzó a avanzar por la llanura. Las ráfagas del viento cambiante nos
traían el apagado rumor de su trapaleo y ocasionales relinchos de la caballería que se desplegaba a uno y otro lado de la legión. Hice ahumada para que Maharbal abandonase su
escondite, en los barrancos detrás del Malpaso, y ocupase el lugar de donde habían partido
los romanos. Al propio tiempo los honderos y los galos se aproximaron por los flancos.
Cuando Flaminio descubrió la trampa, ya estaba metido en ella sin posibilidad de escapatoria. La caballería de Nuras Avas se desplegó detrás de su retaguardia, dejándolo encerrado
entre el lago y las montañas. En tan apurada situación uno de sus generales le pidió instrucciones.
—El hierro abre camino a través de las filas enemigas ―fue su seca respuesta―, y
cuanto menos se teme, menos peligro se corre.
Atacados por todas partes, los manípulos romanos se enturbiaron y perdieron cohesión. Desde la distancia, por la parte donde el sol naciente cegaba a los romanos, las hon-
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das baleares hacían estragos en su caballería. Cuando los númidas de Maharbal entraron en
acción, los honderos se retiraron y dieron paso a los melenudos celtíberos y a los vociferantes galos. Presionados desde todos los puntos posibles, los romanos se fueron apiñando,
estorbándose unos a otros. Después de los primeros minutos, la batalla degeneró en mera
carnicería. Durante tres horas celtíberos y libios se turnaron despiadadamente en la tarea de
tajar carne romana. Cada escuadrón tenía detrás otro de refresco presto a reemplazar a los
hombres que se retiraban cansados o heridos. Pero los romanos, debatiéndose en espantosa
confusión y atrapados en el centro de un anillo mortífero, no tenían dónde ir. Los que lograban escapar corrían como ciegos por los senderos más estrechos y escarpados, perseguidos por la caballería.
En el lago Trasimeno, perecieron quince mil hombres. Los otros consiguieron abrirse
paso, valerosamente, hacia el río Nicón. Muchos se extraviaron por los desfiladeros o por
el lago, en cuyas fangosas orillas encontraron la muerte más de quinientos. Por nuestra
parte perdimos seiscientos galos y doscientos españoles y africanos. Al atardecer rescatamos sus cuerpos de debajo de los montones de cadáveres romanos y los quemamos o inhumamos, a cada cual según los ritos y costumbres de su nación.
A pesar de las elevadas pérdidas de su gente, el galo Ducario consideró que la batalla
de Trasimeno restituía el honor ínsubro. Él mismo había matado de una lanzada al cónsul
Flaminio. Hube de fingir que compartía la alegría del bárbaro por esta muerte. En realidad
la lamentaba. El cónsul era un hombre valeroso pero torpe para la guerra y, por lo tanto, un
enemigo excelente. Tenía el presentimiento de que su sustituto no me resultaría tan cómodo.
Al día siguiente, Maharbal, que había salido a explorar el campo con la caballería,
capturó a un numeroso grupo de fugitivos a los que sorprendió cuando intentaban alcanzar
los vados del río Nicón. De ellos y del resto de los prisioneros solamente retuvimos a los
ciudadanos romanos. Puse en libertad a los que procedían de los pueblos sometidos a Roma para que testimoniaran mi clemencia en sus lugares de origen. Además les entregué
mensajes de amistad dirigidos a sus respectivos senados.
Durante tres días los hombres recogieron el despojo de cadáveres, armas y caballos
esparcidos por el campo. El cadáver de Flaminio, por el que había ofrecido una recompensa, pues quería sepultarlo con los honores debidos a su rango, no pudo ser hallado. Quizá
deba advertir que los perros asilvestrados y otras alimañas del cielo y del suelo que se alimentan de cadáveres, suelen comenzar a devorarlos por el rostro, con lo que quedan prácticamente irreconocibles. Los celtíberos sostienen que esto es debido a que el alma del difunto, prendida en sus ojos vidriados y fijos, espanta a los profanadores. De aquí que tengamos la costumbre ―sostienen ellos― de cerrar los ojos de nuestros deudos en cuanto
fallecen, por favorecer el tránsito del alma.
Antes de abandonar el lago Trasimeno, los desertores galos del ejército de Servilio
nos avisaron de que el otro cónsul se hallaba a cuatro días de distancia. Al conocer la derrota de Flaminio había vuelto sobre sus pasos y se alejaba en busca de mejores posiciones.
Según los desertores, Servilio protegía su retirada con una zaga de caballería. Era una precaución que habían aprendido de nosotros. Pero aún no habían aprendido que esta zaga
debe complementarse con nutridas patrullas que la avisen de un enemigo que se acerca por
su espalda. Tres días después los númidas y celtíberos de Maharbal cayeron sobre ellos
cuando abrevaban tranquilamente sus caballos y acémilas a orillas del lago Pestia. La sorpresa fue tan completa que casi todos fueron apresados o muertos antes de que pudieran
organizar sus manípulos. En la acción cautivamos también a ciento treinta mujeres. Para
evitar crueldades innecesarias, a las que tan inclinados son los lascivos númidas, decreté
que las cautivas sólo serían de libre uso común durante los tres días siguientes a su captura.
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Al tercer día quedarían en libertad de escoger compañero entre los hombres del regimiento
que las hubiese capturado y en lo sucesivo sólo pertenecerían al hombre designado.
Después de aquella sangrienta escaramuza, los restos del ejército de Servilio se refugiaron en Roma. Cuando supieron tales noticias, Maharbal y Hano vinieron a mi tienda.
—El camino hacia Roma está abierto al otro lado de la Etruria ―dijo Maharbal―.
No habrá ninguna oposición, pues los etruscos, aunque no se decidan todavía a apoyarte, te
ven ya como su libertador.
Todos, incluidos los propios romanos, esperaban que mi próximo objetivo fuese Roma. La avidez por el tantas veces ponderado botín despertaba la irrefrenable codicia de mis
tropas, cansadas ya de aplazamientos y dilaciones. En la soledad de la tienda sagrada, delante del brillante e inescrutable rostro de Tanit, reflexionaba sobre la decisión que debería
tomar. Mientras tanto, en Roma, el pueblo se ofrecía por la ciudad cada día delante del
edificio del Senado. Todos se disputaban el privilegio de defenderla o de morir por ella. La
misma situación hubiera sido impensable en Cartago, donde los hombres desaparecen en
cuanto se propaga el rumor de una leva para la marina. En aquella hora amarga, los romanos se mostraron más unidos y animosos que nunca. El Senado había designado al pretor
Marco Pomponio, cuya belleza y valor eran admirados por el pueblo, para portavoz de las
infaustas nuevas que sin cesar se recibían. En ningún momento intentaron disimular la
gravedad de la situación, ni disculpar la nueva derrota. Sólo se habló de la futura victoria
con palabras que el pueblo aclamaba como si en lugar de una vaga esperanza se tratara de
una palpable realidad.
Fue por entonces cuando el estafeta de Asdrúbal, a la sazón un patrón de barco tarentino, que fingía comerciar en lanas y tintes de cochinilla entre Sicilia y los puertos itálicos,
me hizo llegar su correo. Incluía una larga carta de mi hermano en la que me comunicaba
el fallecimiento de mi esposa. Hube de leer repetidamente, con incrédulo estupor, las exactas y fatales palabras «Himilce ha muerto», hube de palpar, sobre el rugoso y húmedo papiro que las contenía, los precisos trazos que las formaban, hube de deletrearlas, examinando
los menudos detalles de cada rasgo, la absurda (pero terrible) trabazón de sus sílabas, un
arbitrario artificio que podía, en otro orden, haber compuesto cualquier otro mensaje, un
mensaje quizá esperanzador, pero que, tercamente, se obstinaba en componer sólo aquella
desmesurada noticia. Hube de permanecer una infinita suma de soledades hechizado ante
aquellas tres palabras fatales para convencerme, por fin, de que no cabía posible error:
Himilce había muerto.
Turbado y fuera de mis sentidos me dejé caer sobre un escaño. Un instante fugaz de
lucidez absoluta iluminó mi consciencia golpeándome con la contundencia del puño de un
cíclope. Como en un relámpago comprendí, para piadosamente olvidarlo después de la
súbita iluminación, que mi expedición a Italia, la proyectada derrota de Roma y la venganza de Amílcar eran, todos ellos, asuntos de naturaleza baladí frente a la desconsoladora e
irreversible realidad de que Himilce estaba muerta, es decir, que había dejado de ser y que
con ella, con su no—ser, se extinguía toda la aplazada esperanza de aquel Aníbal victorioso y regresado en el que a veces daba en soñar para consolarme de las desilusiones y trabajos cotidianos.
¡Himilce! ¡Dulce Himilce! Mórbidos pechos de miel cuyo recuerdo es el amargo pan
que nutre mis vejeces. Ya sólo eres una palabra que las piadosas almas de los muertos susurran vagamente en mis nocturnas vigilias. ¿Cuántas veces he soñado anochecer contigo
en una ciudad imposible, donde nadie nos conociera, en una ciudad de ríos apacibles entre
umbríos palmerales? Quisiera dormirme en brazos de la muerte, impensadamente, para
conversar otra vez contigo a la sombra hospitalaria de un fresco jardín, nuestras manos
enlazadas, nuestros labios frecuentemente unidos, hasta que la madrugada nos sorprenda
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con sus mudas estrellas. Velaría entonces tu tranquilo sueño como en los remotos días de
nuestra breve felicidad, tu cabeza en el hueco de mi axila mientras respiro con fruición el
aire que respiras y acaricio pensativamente tu vientre suave.
Aquella noche vagué sin rumbo fijo, recorriendo las desiertas calles de la dormida
ciudad de lona cuyo fantasmal silencio apenas perturbaban los ronquidos de los que dormían y las toses de los enfermos que velaban. Me sorprendió el amanecer en la corraliza de
Surus. El elefante me reconoció, a pesar de la oscuridad, y se incorporó de su lecho de paja
para presentarme dócilmente su trompa. Estaba rascándosela maquinalmente, de nuevo
sumido en mis amargos pensamientos, cuando la voz suave de Sosilos sonó a mi espalda.
—¡Triste destino el del hombre que rehuye el trato humano y busca la compañía de
un animal! Estás condenado a no tener amigos, Aníbal.
Me volví hacia Sosilos.
—¿No eres tú mi amigo? ―le pregunté.
—No, no lo soy ―respondió gravemente―. También yo estoy condenado a decirte
lo que agrada a tu oído y a callarme lo que puede irritarte.
—Eres hombre libre ―le repliqué―. Te agradecería que me dijeras lo que puede
desagradarme.
Sosilos pareció considerar mi ofrecimiento mientras se me unía en la tarea de rascar
la dócil trompa de Surus.
—Cada hombre tiene su destino ―dijo al fin―. Alejandro Magno quiso seguir el
destino de su padre. Tú, como Alejandro, quieres seguir el destino del tuyo, alcanzar aquello que Amílcar no logró alcanzar, serle grato aun después de su muerte. Pero todo eso es
inútil porque Amílcar no es ya más que un puñado de yertas cenizas.
Las noticias de Martindos continuaban llegando regularmente a la mesa de Alorco.
El Senado había designado a un dictador, una especie de rey provisional que los romanos
eligen entre sus más ilustres ciudadanos en las situaciones apuradas. El puesto recayó en
Quinto Fabio Máximo, un hombre discreto, capaz e inteligente, perteneciente a una antigua
familia romana. Sus juiciosas medidas le ganaron el noble apodo de «Cunctator», «el detenido, el sufridor». También lo llamaron «la espada de Roma», así como a mí me llamaban,
sólo los aduladores, «la espada de Cartago». A él encomendaron la defensa de la ciudad.
Medité mi decisión durante una calurosa noche de primavera. No podía compartir el
optimismo de mis generales ni el inconsciente entusiasmo de mis tropas, ávidas de saqueo
y botín. Había derrotado a dos ejércitos romanos en su propio territorio, había infligido a
Roma sus peores derrotas en más de cien años y, sin embargo, ninguna de las ciudades
itálicas sometidas me había enviado sus embajadores con ofertas de paz: se dejaban arruinar por la caballería númida, permitían que sus huertas fuesen taladas, sus rebaños degollados, sus cosechas incendiadas y, a pesar de todo, se mantenían tercamente fieles a Roma.
Con el paso del tiempo había ido tomando conciencia del inmenso error de cálculo en que
había incurrido. La Liga itálica era un instrumento mucho más sólido de lo que los informes llegados a Hispania me habían inducido a pensar. Y también, posiblemente, aunque
muchas de las ciudades sometidas a Roma abrigasen la secreta esperanza de liberarse algún
día de su tutela, ninguna se atrevía a ser la primera en ponerse de mi lado. Desde los tiempos de la guerra de Sicilia, la propaganda romana presentaba a Cartago como un señor
mucho más exigente, cruel y expeditivo que la propia Roma.
Finalmente decidí que no marcharía contra Roma. ¿Cómo podría sostener un asedio,
con cuarenta mil hombres exhaustos, contra una ciudad que podía encerrar dentro de sus
murallas una fuerza igual y que, en dos o tres meses, estaba en condiciones de reunir a
otros cuatrocientos o seiscientos mil hombres entre sus aliados italianos? Hubiese sido una
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temeridad. Por otra parte, no disponía de material de asedio ni de la fuerza naval necesaria
para bloquear el puerto de Ostia. Y mientras Ostia se mantuviese en poder de los romanos,
la ciudad podría ser abastecida por mar. Sería imposible rendirla por hambre.
Mientras tanto, los acontecimientos seguían su curso. Cunctator obró inteligentemente. Aceptó el trabajo de cuantos voluntarios se le presentaron y los mantuvo ocupados en
una variedad de tareas, mayormente inútiles, sólo para crearles la ilusión de que contribuían a la salvación de la ciudad. Los puso a reparar murallas y a cortar los puentes sobre
el Tíber. De este modo pensaban que el río defendería la ciudad, actuando como foso natural. Al propio tiempo ordenó realizar puntualmente todos los sacrificios y ceremonias propiciatorios que el derrotado Flaminio había omitido cuando tomó posesión de su cargo.
Consultaron los Libros Sibilinos y se descubrió la razón sagrada de la derrota: el sacrificio
al dios de la guerra se había realizado incorrectamente. Cunctator lo repitió con escrupulosa observancia de los más mínimos detalles. Además, para calmar la justa ira de los dioses,
les ofreció un banquete (tal como digo: las estatuas de los dioses se disponen en torno a
una mesa en la que se han ordenado los mejores manjares y los más exquisitos licores). Y
para que el favor celestial fuese seguro, esta vez permitió que el sagrado colegio sacerdotal
decretase una primavera sagrada. Éste es el más solemne sacrificio que se puede ofrecer al
Júpiter romano. Consiste en inmolar todo lo nacido durante la primavera si la divinidad
concede la solemne petición del Estado. Después de mi retirada, que juzgaron milagrosa y
debida a la divina protección, sacrificaron cerca de cien niños que habían nacido durante el
período votivo, así como a todos los animales, lechones, corderos, cabritillos, pollos, pichones, becerros, muletos y gazapos llegados a los corrales de Roma desde el voto. Y ningún patricio romano pudo salvar a su retoño enviándolo a una lejana colonia, como hizo
Amílcar conmigo cuando me sacó de Cartago para evitar mi posible sacrificio. En esta
misma ocasión los romanos ofrecieron a Júpiter tres hecatombes y a otros muchos dioses
una multitud de bueyes blancos y de otras víctimas en cuyas entrañas humeantes escrutaban los signos de la esperada victoria. La abundancia de carne procedente de los sacrificios
alivió el duelo de los pobres que lloraban a sus familiares muertos en el Trasimeno.
Es de notar que los romanos tienen en su ciudad más templos, oratorios y altares que
ninguna otra nación, puesto que propenden a usurpar las divinidades nacionales de los
pueblos que someten, a los que, de este modo, dejan desprovistos de protección divina.
Por nuestra parte, para atraernos a los pueblos itálicos debíamos comenzar por
atraernos primero a sus dioses. Para este menester recurrí a los etruscos, que son los más
profundos y verdaderos conocedores de los secretos de la adivinación y de la interpretación
de los signos divinos.
En Perusia existía un antiguo y afamado colegio sacerdotal etrusco. Envié a Garesaya
con escogidos presentes y un mensaje amistoso dirigido al colegio del santuario. Garesaya
expuso mi deseo de contratar los servicios del mejor sacerdote etrusco que estuviese disponible. Al cabo de unos días regresó acompañado por un vigoroso anciano de barba blanca y apacible mirada cuyo nombre era Herennio Sículo. Vestía una sencilla túnica de color
azafrán y se tocaba con un alto sombrero de paja cónico. En la mano derecha portaba un
corto bastón de hierro con el extremo retorcido en espiral.
Creo que es el momento de hablar de la adivinación etrusca. Se supone que los secretos de los etruscos fueron revelados por Tages, un niño con cabeza de anciano que surgió
del surco cavado por un labriego. Esta criatura, a un tiempo repulsiva y fascinante, explicó
a los etruscos los secretos del universo y los procedimientos de adivinación. Después desapareció.
Existen dos clases de adivinos entre los etruscos: los harúspices y los fulgoriatores.
Los primeros basan sus pronósticos en el examen de las vísceras de los animales sacrifica-
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Yo, Aníbal
dos, especialmente del hígado. Los segundos interpretan la voluntad divina a partir del
trueno y del relámpago. Es curioso que también nuestros sacerdotes de Melcarte examinen
el hígado. Se supone que esta víscera es el asiento de la vida, puesto que en sus protuberancias se dibujan los montes de los dioses y sus dieciséis provincias. Ésta es la configuración del universo, el pasado y el futuro, el destino de los pueblos y el del hombre individual.
—Todas las cosas participan de la sustancia divina ―aseguraba el prudente Herennio
Sículo―, y Dios está en todas las cosas. En la infinita concatenación de lo divino, la caída
de una hoja o un estornudo, lejos de ser hechos casuales, constituyen el mensaje que anuncia la hora precisa de tu muerte o el camino exacto de tu ventura.
Sosilos, que muy pronto llegó a ser el mejor amigo del etrusco, mantenía la opinión
contraria, como es natural en un griego. Era un placer escucharlos discutir cuando exponían sus argumentos o rebatían los del contrario.
—Mi querido amigo ―precisaba Sosilos―, la diferencia entre nosotros radica en
que así como yo creo que el relámpago es el resultado de la colisión de las nubes, tú estás
convencido de que las nubes chocan con objeto de producir el relámpago. Como lo atribuyes todo a la divinidad, no crees que las cosas tengan un significado en cuanto ocurren,
sino más bien que estas cosas ocurren porque tienen un significado.
Para los etruscos el cielo está dividido en dieciséis provincias tuteladas por otros tantos dioses. Los fulgoriatores estudian enrevesados mapas celestes, a los que denominan
calendarios brontoscópicos. En ellos se dibuja el terror y el pánico que los cielos inspiran.
No obstante, en conjunto, su religión resulta amable. Están convencidos de que los placeres
de la vida se reproducen en el complejo reino de la muerte y, aunque sus dioses se hacen
obedecer servilmente por medio de complicados ritos propiciatorios, su magia libera al
hombre de sus pesares y angustias. Esto en cuanto a la adivinación etrusca.
Después de unos días de calma relativa puse en marcha las enseñas y llevé al ejército
más allá de Perusia. Arrasé las nuevas colonias romanas de la Umbría y atravesé los montes Apeninos hasta el mar Adriático, talando los campos y devastando la tierra y las ciudades de los picenos, aliados de Roma. Esta región es tan fértil como la que el Betis baña.
Los soldados caían ávidamente sobre ciudades y caseríos y se enriquecían con el abundante botín, si bien la mayoría de ellos volvía a quedar tan pobre como al principio después de
perderlo todo al juego del basileus, en el que solían entretener sus ocios campamentales.
Los más hábiles en este juego se enriquecieron prontamente y muchos de ellos desertaron y
lograron regresar a Hispania o a África por sus propios medios. Lo que no me parece censurable, puesto que un hombre rico raramente será buen soldado.
Mis hombres, viéndose bien alimentados y provistos de todo lo necesario para hacer
más llevadera la vida de campaña, comenzaron a buscar mujeres con la misma avidez con
que antes buscaban trigo o cecina. Muchos de ellos consiguieron pareja en las tierras de los
mansos, de los murrucinos y de los peliños, que fuimos saqueando según avanzábamos.
Finalmente recorrimos toda la Apulia próxima a Arpi y Luceria. Patrullas de caballería
romana nos seguían a prudente distancia, vigilando nuestros movimientos, hostigando a
veces a los forrajeadores o matando a centinelas aislados e incendiando depósitos de grano.
En Apulia, lugar estratégico y bien abastecido, en el corazón de una región rica y fértil,
construí un campamento de invierno, con cabañas de troncos, techadas de paja, como allí
se hace.
DEL FIEL Y PACIENTE HAMIL AL DESCONSIDERADO E INGRATO HANNÓN. ¡SALUD!
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Yo, Aníbal
Prefiero ignorar los injustos reproches que me diriges en tu última carta y considerarlos inspirados por algún dios malévolo. Dices que no estás pagando mis servicios a
precio de oro para que te cuente monsergas y paparruchas acerca de sucesos sin importancia. Te recuerdo que no soy uno de los bueyes que aran tus campos. Soy un hombre
libre, hijo de ilustre, aunque empobrecida, progenie, que sólo por devoción hacia tu persona y tu casa aceptó la abrumadora carga de este menester al que me hallo uncido desde
hace largos años. ¿A quién he de contar mis cuitas, en qué hospitalario regazo he de verter mis amargas lágrimas si carezco de amigos, si estoy rodeado de personas hostiles,
ingrato Hannón? Pero no te aburriré más con el recuento de mis penas, te lo prometo.
Ahora estamos en Campania, fértil provincia en la que Aníbal anhela conquistar un
puerto marítimo. Además, creo que está negociando una posible alianza con Capua, que
es la más importante ciudad de estos contornos.
Te alegrará saber que los negocios de Aníbal marchan mal, o, al menos, no marchan
tan bien como él se prometía en Hispania. Su carácter se ha agriado considerablemente en
estos últimos meses. Algunos atribuyen este cambio a la pérdida de un ojo, a causa de un
tracoma que contrajo en el lodazal de Trasimeno. (Le entró porquería en el ojo y Danón, el
cirujano, no pudo hacer nada por salvárselo.) Quizá sea también consecuencia de la abrumadora responsabilidad que soporta y del exceso de trabajo. Por lo demás procura todavía
imitar al divino Alejandro, sin advertir que carece tanto de sus cualidades como de las excelentes tropas de que él dispuso. Trabaja de la mañana a la noche, indiferente al frío y al
calor, reventando a sus secretarios, sin dar señales de abatimiento ni de cansancio. Excepto
en las celebraciones especiales ―que cada vez son más espaciadas―, no prueba el vino.
Se contenta con comer fruta o un poco de carne asada para acompañar la insípida gacha
militar de los celtíberos. Raramente admite a una mujer en su tienda. Es más, en un par de
ocasiones algunos regimientos le han regalado a una cautiva especialmente bella que han
juzgado digna de su lecho, pero él las pone en libertad y las devuelve intactas a sus familiares.
El dictador romano, ese Cunctator del que te hablaba en mi última misiva, sigue
rehusando presentar batalla pero nos hostiga continuamente, como el perro al jabalí. La
impresión general entre los oficiales es que si no derrotamos a los romanos antes de un
año, Aníbal se verá en una situación comprometida por no decir desesperada. Es dudoso
que este ejército pueda mantener por más tiempo la precaria cohesión que ahora tiene.
Las fatigas y trabajos pasados y los magros resultados obtenidos ponen de mal humor a la
tropa. Los bárbaros no están acostumbrados a pasar tanto tiempo lejos de sus esposas y
de sus hijos. Aunque algunos han formado aquí nuevas familias, con las mujeres itálicas
capturadas, aún son muchos los que cada noche se congregan a la puerta de sus tiendas
para cantar lastimeras canciones de añoranza. Éstos sólo piensan en regresar a sus pueblos lo antes posible. Continuamente se producen riñas y motines, robos y diversos delitos
que Aníbal castiga con la misma severidad que usaba su padre, el cruel Amílcar. Estos
problemas es lo que cabe esperar de gentes que hablan distintas lenguas, adoran a distintos dioses y mantienen distintas, y a menudo difícilmente compaginables, maneras de pensar. También de combatir, por cierto, lo que Aníbal intenta paliar entrenándolos a todos a
la manera romana.
Pasamos el invierno en una auténtica ratonera, entre el río, el mar y las montañas,
prácticamente sitiados por Cunctator, que había cubierto con sus tropas todas las salidas
posibles. Cuando el trigo comenzó a escasear, ya a las puertas del verano, nos pusimos
nuevamente en movimiento. Aníbal volvió a asombrarnos con una muestra de su diabólico
ingenio. Primero tendió una trampa en la que aniquiló a diez regimientos de caballería
romanos. Luego fingió acampar, para dar a entender que al día siguiente buscaría de nuePágina 90 de 149
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Yo, Aníbal
vo la batalla. Pero, en cuanto se hizo de noche, mandó soltar las dos mil reses que nos
quedaban con teas encendidas en los cuernos. Los enloquecidos animales se dispersaron
por todas las colinas que rodean el paso de Santonio. El prudente Cunctator, desconcertado ante el espectáculo de los centenares de luminarias que surcaban la noche en todas
direcciones, no se atrevió a sacar las tropas de sus atrincheramientos, recelando alguna
nueva argucia de Aníbal. Por otra parte, estaba seguro de que su adversario no intentaría
abrirse camino a través de Santonio, puesto que se supone que Aníbal tiene por norma no
utilizar dos veces el mismo paso. Aníbal también conocía esta norma suya, por lo tanto la
vulneró tranquilamente y escapó a través del Santonio dejando atrás, humillado y burlado,
a Cunctator.
Después de esta celebrada hazaña, hemos atravesado los Apeninos saqueando a
nuestro paso los territorios samnitas, peliños y frentanos, aliados de Roma. Hace dos semanas conquistamos Geruntum por medio de otra de las argucias de Aníbal. Geruntum es
el granero romano más importante de la región. Aníbal permitió que los libidinosos númidas y los codiciosos celtíberos saquearan libremente la población. Aunque llegué por la
tarde, cuando ya los ánimos se habían asentado, tuve ocasión de presenciar horrores que
espantarían a un matarife libio, pero renuncio a relatártelos conociendo cuán pacífico y
aprensivo eres. Sospecho que Aníbal permite a veces estas crueldades innecesarias con
objeto de soliviantar a los romanos contra Cunctator, cuya posición se ha debilitado bastante después de la burla de los toros lucíferos.
Esto es todo lo que puedo contarte fuera de todas las otras cosas que tú llamas sin
sustancia. Por lo demás vivo errante y sin consuelo, como el sarnoso jabalí de los encinares. Quizá te ablandaría el corazón verme consumir mi escasa y amarga pitanza diaria
apartado de todos, en un rincón del depósito de cuya custodia me encargo. ¡Cuán a menudo salo los insípidos alimentos que consumo con la sal de mis lágrimas! La carga de sufrimientos que soporto debe tener su recompensa, justo Hannón. Cuando acordamos nuestro trato y entré a tu servicio no podíamos prever las dificultades y peligros que habría de
soportar. De otro modo jamás hubiese dejado el bocado seguro y las oportunidades de
promoción que tenía en mi escritorio de la Casa del Comercio para embarcarme en la
aventura de espiar al Barca. Aseguras en tu carta que sólo puedes aumentar mi estipendio
en cinco miserables óbolos de plata, en lugar de los quince que te imploro. Lo último que
hubiese imaginado es que el ilustre Hannón, vástago del más recio tronco de los Setenta,
descendiente de la divina Dido, condescendiese a regatear a este mendigo las migajas
caídas de su espléndida mesa. ¿Qué son esos óbolos suplementarios comparados con tu
inmensa fortuna? No obstante me conformaré con una subida de ocho óbolos. De este
modo dividimos la diferencia. Pagaderos con efectos retroactivos desde la fecha de tu
carta, ¿eh? Añádelos a la cuenta que ya sabes, en la compañía de La Palmera. También
has de sumar treinta piezas de plata que he tenido que desembolsar por gastos sacrificiales. (Lo siento: ha sido necesario explorar las entrañas de siete cabras y una novilla antes
de que el augurio protector de esta misiva saliera favorable. Y aún así no tengo la completa seguridad de que llegue a tus manos. Corren tiempos poco auspiciosos.) ¡Salud!
HAMIL
Cuando el tiempo seco lo permitió, hicimos algunas salidas al campo, amagando
avances y retiradas, arrasando sembrados, degollando rebaños, expoliando aldeas y caseríos. A pesar de estas provocaciones, Cunctator se mantenía en sus alturas y rehusaba obstinadamente la batalla. No le importaba que en Roma los más exaltados del partido popular
lo tachasen de cobarde, tomando por inercia su circunspección. Tozudamente pegado a mis
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talones, hostigaba a mis gentes en acciones minúsculas y entorpecía mis aprovisionamientos pero astutamente evitaba comprometerse en una batalla abierta. En cuanto a sus generales y oficiales, eran pocos los que lo apremiaban para que pasara a la acción directa: casi
todos ellos habían participado en Trebia y Trasimeno y el recuerdo de aquellas acciones los
volvía cautos.
En este tiempo murió Surus, el último de los elefantes que atravesaron los Alpes. Los
celtíberos lo habían deificado y lo honraron como a un jefe muerto dedicándole un hermoso funeral en el que no faltaron cantos, bailes rituales, simulacros de combates ―en los
que se infieren cortes que no tienen nada de simulados― y banquete propiciatorio. Cartalón se les unió en esta fase de la ceremonia. También se sentía desolado por la muerte del
elefante. Sepultaron a Surus en la colina cercana al campamento para que su espíritu protegiera las puertas.
En otoño volvieron a escasear los víveres. Antes de que entrara el invierno y los caminos se pusieran impracticables, trasladé al ejército a la fértil Campania. Necesitaba hacerme con Cumas, Neápolis o cualquier otro puerto seguro por el que me pudieran llegar
refuerzos. Por otra parte, Alorco llevaba muy avanzadas las negociaciones secretas con el
Senado de Capua. Nuestra presencia en la zona podía acelerar la consecución de una alianza. Con los capuanos de nuestra parte, era razonable esperar que las otras ciudades sometidas a Roma, que hasta entonces habían permanecido indecisas, se inclinaran a imitar el
ejemplo de su poderosa vecina.
El invierno trajo algunos cambios en el bando romano. Los senadores enemigos de
Cunctator consiguieron minar su posición hasta tal punto que se vio obligado a regresar a
Roma para dar cuenta de su política. En su ausencia el mando correspondía a Marco Minucio, un general de escasas luces que había escalado su elevada posición gracias al apoyo
del partido popular. Cunctator no confiaba en Minucio. Le dejó órdenes estrictas de permanecer donde estaba y le prohibió que tomase iniciativa alguna a no ser que su campamento fuese atacado. Pero el contumaz Minucio ansiaba intervenir, así es que le proporcioné el pretexto. Envié a Nuras Avas con la caballería númida ligera para que se pasease
sobre los sembrados que rodeaban el campamento romano. Minucio respondió a mi provocación mudando sus tropas a las proximidades de Geruntium. Ahora estábamos tan cerca
que las escaramuzas entre patrullas de forrajeadores y unidades de exploradores eran tan
frecuentes como inevitables. Incluso en alguna ocasión hice intervenir a unidades más nutridas de caballería en encuentros sin ningún objetivo táctico aparente en los que, deliberadamente, permitía que mi gente llevase la peor parte, pues mezclaba a muchos reclutas
galos, deficientes jinetes, con los celtíberos y númidas. El resultado fue que Minucio ganó
confianza y se tornó más agresivo y osado. Las nuevas de sus éxitos parciales, convenientemente exageradas, animaron al Senado a depositar en él su confianza en detrimento de
Cunctator. Minucio fue ascendido a un rango similar al del dictador, con lo cual los romanos recayeron pertinazmente en el anómalo sistema de mando consular.
El ejército romano se escindió nuevamente en dos cuerpos, uno de los cuales, el de
Minucio, abandonó el primitivo campamento para levantar el suyo en medio del llano, en
un lugar ideal para que mi caballería númida pudiese actuar sin estorbo.
Cuando observé este cambio, acaricié la idea de derrotar separadamente a los dos
ejércitos. Quizá tras esta nueva derrota la situación de Roma ante sus aliados se volvería
insostenible. Provocar a Minucio y atraerlo a una trampa fue tarea fácil. Hice que galos y
celtíberos ocuparan una colina cercana a su campamento y que comenzaran a excavar un
talud, dando a entender que pensaban establecerse allí como guarnición permanente. Naturalmente, Minucio se lanzó contra la colina con todos los efectivos bajo su mando. La caballería númida y celtíbera, que hasta entonces había permanecido resguardada de las vis-
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tas del campamento por una quebrada del terreno adyacente, los rodeó y le cortó la retirada
cuando aún estaban subiendo la cuesta. La formación en manípulos se deshizo antes de una
hora. Acuchillados por todas partes, los romanos se retiraron huyendo desordenadamente
para ir a estrellarse, con el sol contrario, como un rebaño enloquecido, contra los regimientos Urgavona y Undécimo que, mientras tanto, habían tomado posiciones cerca del campamento romano. Solamente la oportuna intervención de las dos legiones de Cunctator los
salvó del completo aniquilamiento. En cualquier caso, la conquista del campamento de
Minucio elevó la moral de mi gente. Allí mismo establecimos nuestro cuartel de invierno.
Cunctator se atrincheró a media jornada de camino. La nube que se cernía sobre la montaña se deshizo en una tormenta de nieve.
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11. LA BATALLA DE CANNAS
Las elecciones para los nuevos cónsules del año 216 fueron muy reñidas. Coexistían
en Roma dos partidos, el aristocrático y el popular. El candidato de este último era Terencio Varrón, un demagogo cuyo principal mérito consistía en estar enemistado con los patricios. Varrón enardecía a las masas con inflamados discursos en los que llegó a prometer
que, si lo elegían cónsul, antes de un año exhibiría mi cadáver destazado y colgado de los
ganchos de su establecimiento. Era carnicero de oficio. Ésta y otras baladronadas semejantes le valieron muchos votos entre las verduleras de los mercados y los frecuentadores de
tabernas y burdeles. Los aristócratas, por su parte, propugnaban a uno de los suyos, un tal
Lucio Emilio Paulo, que había destacado como general en la guerra ilírica. Era amigo de
Cunctator y estaba familiarizado con su prudente forma de combatir.
El Senado estaba decidido a dar el golpe de gracia al ejército púnico reivindicando el
prestigio de Roma con un acto enérgico y memorable. Votó el inmediato reclutamiento de
nueve legiones, una fuerza jamás vista en Italia hasta entonces. Los aliados de la Liga tendrían que suministrar doble cuota de caballos y una leva adicional de infantería. Algunas
ciudades se negaron a aceptar esta excesiva petición, pero la mayoría de ellas envió lo que
se les pedía o incluso algo más. Nápoles, por ejemplo, quiso contribuir al gasto de la guerra
con cuarenta copas de oro de considerable peso. El Senado solamente aceptó la más pequeña, que ofrendaron simbólicamente a Júpiter capitolino, y devolvió las restantes con un
mensaje de gratitud. Un gesto orgulloso y digno que jamás hubiese imitado la caterva de la
Balanza, de haberse visto en una situación similar. Hubo otros donativos no menos generosos. El viejo rey de Siracusa, Hierón, envió a Ostia una escuadra cargada de grano y vituallas. De todo ello nos mantenía puntualmente informados Martindos.
Eran malas noticias. Los romanos aumentaban continuamente su poder mientras el
mío se debilitaba de día en día. Mis hombres lo sabían. Las deserciones iban en aumento,
particularmente entre los galos, que ahora no estaban estimulados por la presencia de jefes
prestigiosos (pues Magalo había muerto y Ducario había regresado con sus tribus). El número de italianos y de esclavos fugados que acudían a alistarse en mi ejército disminuía
ostensiblemente.
Los romanos conocían mi situación y hacían todo lo posible por agravarla. Enviaron
una legión a la Galia Cisalpina para evitar que los jóvenes elementos de aquellas tribus
continuasen suministrando esporádicos reclutas a mi ejército. Las ocho legiones restantes
se dividieron entre los dos cónsules electos. El mando supremo se ejercería por días alternos, según la curiosa y absurda costumbre romana.
La situación era delicada. De Hispania me llegaban, irregularmente, envíos de plata
con los que pagaba a los mercenarios. Pero también llegaban cartas de Asdrúbal y de Atarbal portadoras de preocupantes noticias. Por otra parte, las quejas de Monómaco se hacían
más angustiosas a medida que sus reservas de provisiones, invernales disminuían. En primavera quedaban raciones para un mes escaso. El adversario había aprendido a almacenar
su trigo en plazas fuertes. No resultaba tan fácil como antes abastecerse de sus graneros.
Por una parte necesitaba botín y vituallas, por otra quizá no se me presentara nuevamente
la oportunidad de enfrentarme a un general tan incompetente e impetuoso como Varrón.
Me urgía una victoria total y decisiva sobre Roma.
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Elaboré un plan. Aunque el consejo militar lo juzgaba excesivamente osado, lo llevé
adelante con decisión. Saqué las tropas de sus cuarteles de invierno y marché directamente
sobre Cannas, donde sabíamos que los romanos habían reunido uno de sus mayores depósitos de grano. Lo tomé a costa de elevadas pérdidas.
Esta conquista me aseguraba la consecución de un doble objetivo: enfurecer al volátil
Varrón, para que buscara a cualquier precio el desquite, y remediar nuestras carencias.
Estando en Cannas se turbó el cielo y estalló una tormenta estival. La ocasión era
muy a propósito para pronosticar la actitud de los dioses. Herennio Sículo, el fulgoriator
etrusco, salió a la explanada de las órdenes y permaneció allí durante un largo espacio de
tiempo, metido en el barro hasta los tobillos, absorta la mirada en el cielo oscuro del sur,
indiferente al aguacero que lo empapaba. Observaba la formación de los rayos, si a su izquierda o a su derecha, y el punto exacto de donde partía el relámpago así como la distancia aparente del trueno.
Un relámpago destelló por el noroeste y se ramificó lateralmente.
—La región de la desgracia ―sentenció Herennio Sículo―. El mundo subterráneo.
Maris en el averno dominando las once direcciones. ―Y luego, alzando la voz, dijo sin
volverse hacia mí―: Aníbal, sólo has de temer los rayos de Tinia. Ése era suyo. Te ha avisado.
Un segundo relámpago iluminó el firmamento.
—Éste es de buen agüero. No es .menester consultar los Dii Consentes. La fortuna
está de tu parte. Besa tu nuca. Ahora hemos de aguardar. Si dan su conformidad los Dii
Consentes y los Dii Involuti, la tormenta lanzará un tercer rayo.
Desde las puertas de sus tiendas, los hombres, agolpados, contemplaban la escena. El
tercer rayo se produjo algo más desviado hacia la derecha.
—El tercer rayo ―anunció Herennio Sículo―: Muerte de rey. Destrucción de los
hombres. Terror del guerrero, lágrimas, miserias, hambre.
Después de lo cual el etrusco levantó su corta vara hacia la tormenta y la conjuró.
Luego, desclavando los pies del barro, abandonó la explanada y se reunió conmigo en la
tienda de órdenes. Mientras se enjugaba el rostro y los brazos con la toalla que le había
preparado mi esclavo Hermión, me resumió el resultado de la consulta.
—Hasta la próxima lunación los dioses te otorgan ayuda ilimitada. A partir de entonces todo vuelve a estar oscuro.
—¿Qué opinas de todo esto, Sosilos? ―pregunté al griego cuando el etrusco regresó
a su tienda, dejándonos solos.
—Ya no me burlo, Aníbal ―respondió cautamente―. Estoy recordando un texto de
Heráclito que dice: «El relámpago es lo que mueve el curso de todas las cosas.» Me pregunto si, por algún misterioso azar, los hombres caminamos hacia una misma y única verdad por muy distintos y a menudo opuestos caminos.
Martindos nos mantenía puntualmente informados de los augurios romanos, tanto de
los oficiales como de los espontáneos. En una ceremonia propiciatoria, celebrada cerca del
monte Palatino, dos bueyes blancos uncidos al yugo sagrado habían defecado a las puertas
del santuario. Ésta es la más funesta de las señales. Inmediatamente un clamor angustioso
se elevó de la multitud que asistía al suceso. El día 14 de julio un rayo cayó cerca de Roma. Los fulgoriatores hicieron sus cálculos sobre los calendarios brontoscópicos: el poder
pasará a un solo hombre que hará uso indebido de él. Pero como ellos habían designado a
sus dos cónsules, pensaron que se trataba de mí. Después de la batalla volverían a interpre-
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tar este signo adversamente: se había referido a Varrón que el día del desastre estaba al
mando de todo el ejército.
El Senado decidió recuperar una arcaica ceremonia etrusca de la que sólo algunos sacerdotes muy ancianos guardaban memoria. En el centro de Roma existe una bóveda de
piedra a la que denominan mundus. No contiene nada; tan sólo puñados de tierra traídos
por los fundadores de la ciudad, hace quinientos años, desde sus lugares de origen. Pero los
etruscos están convencidos de que en el mundus convergen el mundo de los vivos y el de
los muertos. Para aplacar a las fuerzas sobrenaturales que habían propiciado los desastres
pasados, los romanos destaparon el mundus y ofrecieron sacrificios humanos a los espíritus
del subsuelo. Sobre los montones de polvo sagrado vertieron la sangre de las víctimas. (He
de advertir que cada ciudad etrusca tiene su mundus y el de Roma no se había utilizado
desde la fundación de la ciudad.)
El Senado estaba recurriendo a los más enérgicos y solemnes expedientes. El pueblo,
por su parte, esperaba contemplar mis despojos sobre el mármol de una carnicería. Era
evidente que Varrón buscaría, a cualquier precio, una rápida victoria antes de que sus argumentos de demagogo se volvieran contra él. Tenía que dar satisfacción inmediata a sus
partidarios y éstos no eran de los que se conformaban con excusas y aplazamientos, como
los patricios. Por lo tanto, despreciando los augurios desfavorables, sacó a sus ocho flamantes legiones y acampó delante de Cannas. Montaron sus tiendas en la llanura, no lejos
de nuestro acuartelamiento, a uno y otro lado del río Aufido. De este modo cubrían eficazmente a sus forrajeadores y dificultaban la labor de los nuestros.
Siguiendo la misma táctica que el año anterior había resultado acertada con Minucio,
regalé a Varrón una fácil victoria para hacerlo más osado. Permití que aniquilara, sin grandes pérdidas por su parte, a un par de regimientos galos de inferior calidad que, en expresión de Monómaco, no valían la comida que les dábamos. Emilio Paulo sospechó mi táctica pero Varrón rechazó violentamente sus observaciones e incluso lo insultó tildándolo
públicamente de cobarde y envidioso que intentaba menospreciar su señalada victoria.
Antes de que disminuyese la tensión entre los dos cónsules, puse en marcha la segunda parte del plan. Saqué a las tropas del campamento y las oculté en diversos lugares
cercanos. Solamente doscientos hombres escogidos quedaron al cuidado de las tiendas y
del fardaje. Estos mismos encenderían las nocturnas hogueras y se dejarían ver entre las
tiendas, yendo de un lado a otro, ocupados en los más variados trabajos, para simular la
actividad normal. Alorco sospechaba que entre los que quedaban en el campamento, traficantes, cocineros, curanderos y meretrices, había algunos que espiaban para los romanos.
Tal como esperábamos, uno de ellos corrió a darles aviso de lo que ocurría. Varrón, jubiloso, hizo pregonar a sus tropas que el campamento púnico, donde Aníbal guardaba los tesoros expoliados a Italia después de tres años de continuos saqueos, estaba indefenso. Sólo
Emilio Paulo se resistía a su propuesta de atacarlo inmediatamente. Recelaba una de mis
trampas porque había consultado a las gallinas sagradas aquella misma mañana y los animales se habían mostrado completamente inapetentes. Pero los soldados, estimulados por
la esperanza de una rica y fácil ganancia, no atendieron a razones: hicieron saber a sus
sargentos que si no los llevaban inmediatamente contra el campamento púnico se amotinarían.
Fue entonces cuando un acontecimiento fortuito reveló mis planes a Varrón y los hizo fracasar. Dos de nuestros prisioneros romanos, que habían conseguido evadirse después
de apuñalar a uno de sus guardias, advirtieron a Varrón de la emboscada que le habíamos
preparado. Varrón recompensó a los hombres para comprar su silencio y después suspendió la proyectada salida fingiendo ante los oficiales que finalmente accedía a obedecer lo
que los augurios indicaban. Esta repentina prudencia le mermó mucho prestigio ante unas
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tropas que él mismo había contribuido a soliviantar. Si quería restablecer su popularidad
necesitaba, más que nunca, una rápida y decisiva victoria. La ociosidad de su campamento
podría empezar a parecerse a la que él tanto había criticado en el viejo Cunctator durante
su campaña electoral.
El 29 de julio amaneció un día claro y despejado que presagiaba grandes calores.
Aquel día le tocaba el mando a Varrón. En cuanto la tropa almorzó hizo sonar las trompetas y sacó al ejército afuera. Formó en el llano, en orden de batalla. Desde nuestro campamento contemplamos aquel vistoso ajedrezado de rojos manípulos distribuidos sobre el
pardo geométrico de los claros herbosos.
Salimos a su encuentro, cruzamos la corriente fluvial y formamos entre los romanos
y el río, casi tocando sus orillas con los extremos de las alas. De este modo me protegía de
las posibles maniobras envolventes que Varrón podía intentar aprovechando la abrumadura
superioridad de su ejército. Los romanos eran más de ochenta mil, en tanto que mis efectivos apenas alcanzaban los treinta y cinco mil hombres.
Empezaba a amanecer y ya Varrón había cometido dos errores de bulto. Primero,
permitir que me apoyara en el río, sin advertir que en cuanto se alzara el sol yo lo tendría
de espaldas y él de frente. Segundo, ponerse de cara al viento, puesto que el lebeche dominante soplaba desde mi espalda. De este modo mis armas arrojadizas llegarían más lejos y
las suyas se quedarían cortas.
A pesar de todo Varrón parecía muy satisfecho. Podía distinguir el exhibicionista caracoleo del caballo del carnicero delante de sus manípulos. Aunque nunca se había enfrentado conmigo, conocía, por sus generales y consejeros, que hasta la fecha todas mis victorias se habían debido a la oportuna intervención de unas reservas ocultas. En Cannas no
había barrancos, ni bosques ni colinas que pudieran emboscar a mis tropas. Todo lo que
tenía estaba a la vista y no era mucho. En este sentido, Varrón podía estar tranquilo. Empero, la misma planicie despejada de árboles preocupaba a Emilio Paulo porque se prestaba
admirablemente a las maniobras de mi caballería.
Varrón formó su ejército a la manera romana: las ocho legiones en el centro y la caballería dividida en dos escuadrones que protegían sendas alas. No obtuvo ventaja alguna
de su superioridad, antes bien la convirtió en un obstáculo, pues, en lugar de respetar los
amplios claros del tresbolillo tradicional en la formación de combate romana, que era la
causa principal de su gobernabilidad y eficacia, engrosó los manípulos hasta duplicarlos en
profundidad y redujo a la mitad la separación intermedia. De esta manera sus ocho legiones se concentraron en la superficie tradicionalmente estipulada para desplegar a seis.
A la vista de la disposición romana, dispuse en mi centro a la infantería gala de inferior calidad, extendida en una línea de sólo cinco filas de fondo. Los reforcé con algunos
batallones de celtíberos. Unos y otros se distinguían de lejos por sus atuendos tradicionales. Los galos luchaban desnudos; los españoles vestían cortas túnicas, con adornos de
color púrpura. Los galos agitaban sobre sus cabezas sus largas espadas, para que su centelleo, bajo el ardiente sol, amedrentara al enemigo. Los melenudos españoles saltaban levantando al cielo sus temibles falcatas y las afilaban sobre el cuero de sus vainas al tiempo
que dirigían tiernas palabras a las hojas carniceras.
Flanqueando aquel centro coloqué dos formaciones de infantería pesada dispuestas a
la manera griega, compactas y con agudas lanzas. Aquí se concentraban mis mejores tropas: melenudos celtíberos, oscuros libios y númidas. Los del extremo de la derecha quedaban resguardados por un ala de caballería númida; los de la izquierda por los jinetes españoles y galos.
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Yo, Aníbal
Toda batalla debe plantearse sobre el doble principio de una fuerza que contiene y
otra que ataca. La aplicación de esta regla griega depende, más que de la calidad o entrenamiento de las tropas, de la habilidad del estratega para mover sus fuerzas en el momento
y dirección oportunos. Mi plan consistía en anular la fuerza defensiva de las legiones usando el río. Las obligaría a concentrar su ataque en el centro de mi formación (ése era el sentido de la cuña saliente que proyectaba mi centro hacia el campo romano) dándoles a entender que allí radicaba mi mayor fuerza. Naturalmente los galos cederían ante el empuje
romano y serían rechazados hacia el río. Entonces las mejores tropas, las alas de infantería
pesada africana y española armadas a la romana, que en la primera fase de la batalla habrían permanecido al margen, manteniéndose meramente a la defensiva, se cerrarían sobre
los romanos de nuestro invadido centro atacándolos por los flancos y obligándolos a alterar
sus formaciones. Era de esperar que para entonces Asdrúbal Lacón hubiese barrido a la
caballería romana de su lado y, rodeando a las legiones por la retaguardia, les cortase toda
posible retirada y completase su cerco.
Los vélites romanos se adelantaron con sus bonetes de piel de perro y sus jabalinas.
Mis honderos los rechazaron con una granizada de proyectiles. Piafaban los nerviosos caballos y el clamor de la muchedumbre enardecida arreciaba. Giscón, a mi lado, se removía
inquieto. Sudaba copiosamente debajo de su pesado yelmo de hierro.
—¿Hay algo que te preocupe, Giscón? ―quise tranquilizarlo o tranquilizarme.
—Sólo una cosa, Aníbal ―contestó francamente―. Que allí delante hay por lo menos dos romanos por cada uno de nosotros.
—Cierto, Giscón ―repliqué―, pero estás pasando por alto una cosa importante.
—¿Qué es, señor?
—Que ninguno de ellos se llama Giscón.
Este halago provocó una carcajada en Giscón y en los oficiales que me rodeaban.
Rápidamente se divulgó entre la supersticiosa tropa. En víspera de una batalla los soldados
están ávidos de saber lo que su general comenta, por intrascendente que sea. A medida que
lo iban conociendo, se volvían a mirarme y celebraban mi ocurrencia con desproporcionadas risas.
La trompetería romana dio aviso a sus manípulos. El distante y familiar trapaleo del
ejército en marcha cerrada empezó a retumbar débilmente sobre la planicie. A la izquierda
y a la derecha, sobre el campo abierto, los vélites romanos se enfrentaban ya a los númidas
en el consabido intercambio de jabalinas e insultos que caldea los ánimos para el combate.
Me despedí de los oficiales y recorrí el borde exterior de la cuña central saludando a algunos de los hombres que la formaban y animando a los más jóvenes. Cuando los romanos se
hubieron acercado a cien metros me retiré hacia el grupo de estandartes e hice seña para
que avanzaran los honderos. Entonces se produjeron los primeros sacrificios del día. Un
nutrido grupo de jóvenes romanos ligados por el juramento de la devotio, se destacó de su
vanguardia y atravesó el campo a paso de carga lanzándose directamente contra nosotros,
sin corazas ni escudos. Antes de que lograran lanzar sus jabalinas, ya habían sido abatidos
por los proyectiles de los honderos.
Creo que debo explicar en qué consiste este juramento de la devotio. Se trata de un
pacto sagrado por el que se invita a los maléficos dioses subterráneos para que destruyan a
un enemigo que el oferente no puede alcanzar por sus propios medios. El pontífice que
dirige la ceremonia inscribe el nombre de la persona que debe morir, en este caso presumo
que era el mío, en una lámina de plomo. Después los jóvenes cubren sus cabezas con un
velo y consagran sus armas a Belona y a los dioses Novensiles en el curso de una ceremonia denominada facio ut facias, es decir, hago para que hagas. Por este pacto se comprome-
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Yo, Aníbal
ten solemnemente a buscar la muerte en la primera ocasión militar para que, a cambio de
sus vidas, los dioses infernales arrebaten la del enemigo designado.
El clamor de las trompetas cesó. Las ráfagas de viento cambiante traían el armónico
zumbido de las largas hondas baleares que volteaban sus glandes de plomo. Cuando el
grueso de la infantería romana se hubo acercado hasta cincuenta pasos de distancia, dispararon la primera andanada. Otros tantos romanos rodaron por el suelo heridos de muerte,
pues a esa distancia no hay yelmo ni escudo que resista el impacto. Los otros titubearon un
poco antes de avanzar por encima de los cuerpos caídos, ya a paso de carga, blandiendo
amenazadoramente sus jabalinas. De las filas de los galos y españoles se elevó un clamor.
Cada hombre profería el grito de guerra de su nación antes de lanzarse al encuentro del
enemigo. La batalla había comenzado.
Mientras tanto, los ocho mil jinetes númidas y auxiliares de Asdrúbal Lacón arremetían contra la caballería de Emilio Paulo que apenas rebasaba los dos mil jinetes. En una
perfecta maniobra la arrinconaron contra la orilla del río sin concederles la oportunidad de
desplegarse. Después de la primera embestida, hombres y caballos quedaron confundidos
en un amasijo de carne. Muchos jinetes, imposibilitados para moverse y estorbados por sus
propios camaradas, optaron por echar pie a tierra para combatir del modo que les era más
familiar, como infantería. En la mortal confusión de sus filas, Emilio Paulo clamaba ordenando el despliegue de los que habían quedado en la periferia, pero nadie atendía a sus
voces. A poco una pedrada lo hirió mortalmente, derribándolo del caballo. Todos sus hombres fueron aniquilados. Algunos escuadrones de infantes númidas que asistían al encuentro desde la periferia, capturaron los caballos sin jinete y se unieron al grupo de Lacón,
que, rodeando a todo galope la batalla por campo abierto, caía ahora sobre la retaguardia
de la caballería itálica. Los jinetes itálicos se estaban enfrentando a los númidas en el otro
extremo del campo. Tomados entre dos fuerzas fueron prontamente derrotados y puestos
en fuga. Lacón dejó a la caballería ligera númida la tarea de perseguir a los fugitivos. Él
por su parte completó mi plan atacando con su caballería pesada la retaguardia romana a lo
largo de toda la línea.
Mientras todo esto acaecía, yo me ocupaba de dirigir a la infantería en el centro. De
acuerdo con lo previsto, después del primer impacto en aquella parte, los romanos habían
barrido a los galos del centro del campo. Presionados por un enemigo táctica y numéricamente superior, los galos fueron cediendo terreno. Aquella cuña saliente de la formación
primitiva se fue convirtiendo sucesivamente en una línea recta y luego en una línea cóncava, cada vez más pronunciada, cuya parte rehundida no se llegaba a quebrar porque
Maharbal estaba atento a reforzarla continuamente con escuadrones de galos y españoles.
Magón asistía al espectáculo sin apartarse de mi lado.
—Ahí los tienes, Aníbal. Penetrando entre tus fauces como reses que se agolpan delante de la angostura de la mesa del matarife. Varrón se obstina en echarnos al río y no
percibe la trampa en la que está metiendo a sus hombres.
En efecto, Varrón acumulaba todas sus reservas sobre el centro de la línea para reforzar la cuña que sus tropas estaban introduciendo en mi campo. No advertía que sus soldados se iban congregando peligrosamente en un reducido espacio. Las ocho legiones formaban una apretada y desorganizada falange que, en el ardor del combate, penetraba ya más
de trescientos metros dentro de mi campo, sin advertir que los flancos de mi ejército, que
no habían cedido ni un palmo de terreno, iban quedando a su espalda. La infantería númida
y celtíbera más aguerrida y mejor equipada sostenía ventajosamente el combate, aunque se
atenían a mis órdenes de permanecer a la defensiva y ahorrar fuerzas.
A media mañana todas las reservas romanas habían penetrado en el saco que su propio avance formaba. Maharbal me señaló una ahumada detrás de las líneas romanas. Era el
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aviso de Lacón. Su caballería estaba lista para lanzarse sobre la retaguardia romana. Entonces di orden de invertir las enseñas para que los escuadrones africanos y celtíberos de
las alas se volvieran hacia el interior y atacaran impetuosamente los flancos del enemigo.
Éste es el punto débil de la legión, que no está calculada para defenderse de ataques laterales ni para combatir en angosturas. Para evolucionar convenientemente cada legionario
necesita, por lo menos, un metro cuadrado de terreno. El imprudente avance romano, y la
densa acumulación de tantas cohortes y manípulos en el desordenado centro del ataque,
había concentrado de tal forma a los combatientes que se estorbaban unos a otros y apenas
podían alzar los escudos para defenderse. Los que un momento antes se enardecían mutuamente con gritos de victoria, comenzaron a proferir alaridos de consternación y llanto.
Atrapados en una bolsa compacta, incapaces de maniobrar, rodeados por todas partes de un
enemigo al que ―ahora lo recordaban― nunca habían conseguido vencer, fueron presas
del pánico. Durante tres horas, númidas, celtíberos y galos se ensañaron con aquella masa
privada de toda capacidad de combate. Solamente un contingente de unos diez mil consiguió abrirse paso cerca del río y escapó a la carnicería.
El ejército de Cannas, ocho legiones completas, resultó aniquilado. Murieron setenta
mil romanos, de los cuales nueve mil eran patricios, lo más granado de la aristocracia ciudadana. Hice recoger los anillos de hierro que llevan en el dedo anular como señal distintiva. Magón los llevaría a Cartago junto con las noticias de la victoria. De los nuestros sólo
hubimos de lamentar seis mil muertos, mayormente galos. También capturamos casi cinco
mil prisioneros. Entre los muertos romanos figuraban los cuestores de los cónsules, veintinueve de los cuarenta y ocho tribunos militares y treinta y dos senadores. También cincuenta oficiales de alta graduación.
Mis hombres se dejaron llevar por el entusiasmo. Yo no. A lo largo de mi vida la soledad me ha visitado muchas veces. Es la contrapartida del poder. Pero nunca me he sentido tan solo como después de Cannas, al día siguiente de la batalla, en aquel campo sembrado de muerte. Una inefable tristeza me invadió. Había conseguido una victoria digna de
Alejandro y sin embargo me encontraba deprimido. En la inhóspita soledad de mi tienda
intenté distraerme leyendo a Platón. Maharbal vino a interrumpirme con las cifras del botín
capturado.
—Éste es el momento de marchar sobre Roma, Aníbal ―dijo, con vehemencia, después de leerme su esperanzador informe.
Lo miré a los ojos y me pareció que contemplaba a un extraño, a una persona lejana
y desconocida que se expresaba en una lengua ininteligible.
—No habrá marcha sobre Roma ―respondí con firmeza―. ¿Adónde vamos a ir sin
equipo de asedio y sin posibilidades de obtenerlo ni de aislar a la ciudad por mar?
Nuestro ejército está formado por bárbaros. Temen a la ciudad, sólo se sienten valerosos moviéndose libremente por el campo, como las fieras. Acuérdate de las dificultades
de Sagunto.
Maharbal insistió, sin resultado. Finalmente hizo ademán de retirarse con expresión
contrariada. Sostuvo un momento el lienzo que cubría la entrada y antes de salir se volvió
para decirme:
—Sabes vencer, Aníbal; pero no sabes qué hacer con tus victorias.
Un reproche que he escuchado otras veces en mi vida. Ya me es familiar. Hasta admito que puede tener algo de verdad.
En los días siguientes hube de sobreponerme a la apatía y a la tristeza que me infundían los dioses. Urgía tomar mil menudas disposiciones y parecía que la única persona
capacitada para tomarlas era yo. Por lo pronto dejé en libertad a todos los prisioneros itáli-
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cos y los envié a sus lugares de origen, con los consabidos mensajes de amistad para sus
senados. Envié a Roma a una delegación de diez prisioneros para que informasen al Senado de las condiciones de rescate de sus compatriotas capturados. Puse un precio razonable:
quinientos denarios por cada jinete; trescientos por cada infante y cien por esclavo. El Senado me dio una rápida respuesta típicamente romana: «No estamos interesados en recuperar tan malos soldados. Puedes hacer con ellos lo que quieras.» ¡Curiosos estos romanos
inclinados a ser más orgullosos en la derrota que en la victoria!
Los informes que llegaban de Roma no correspondían a una ciudad abatida y al borde de la desesperación. Antes bien, sus habitantes estaban decididos a resistir el esfuerzo
de la guerra y sus penalidades hasta donde fuera necesario. Ricos y pobres se aunaban en
un común deseo de sacrificarse por la república. Una carta de Martindos, recibida por
aquellos días, nos confirmaba estas impresiones:
No sé cuándo podré enviar esta carta, puesto que se ha prohibido la salida de la
ciudad a todo el que no vaya provisto de un salvoconducto del Senado. En las puertas se
han doblado las guardias e interrogan a todos los forasteros. También se han reforzado
las patrullas que vigilan los caminos en torno a la ciudad e incluso las vías más distantes.
Han nombrado dictador al general Marco Junio Pera, el cual ha designado jefe de
caballería a Tiberio Sempronio Graco. Las fuerzas de Canusium pasan a las órdenes de
Marco Claudio Marcelo. El Senado ha prohibido las manifestaciones públicas de luto a
los familiares de los muertos en Cannas. Antes bien, se comportan como si no hubiesen
perdido una gran batalla. Salieron a recibir al derrotado Varrón a las puertas de la ciudad con honores militares y le agradecieron que en la hora suprema no hubiese abandonado a la república. Están alistando y entrenando febrilmente nuevos regimientos. Esta
vez no se limitan a los ciudadanos libres. También aceptan esclavos, cedidos por las familias patricias. Con dinero del Estado han comprado ocho mil esclavos con los que están
formando dos legiones. Los herreros reciben estímulos especiales para que fabriquen armas día y noche. Han alistado a la fuerza a los presos por deudas y a los acusados de delitos menores. Calculo que actualmente habrá en Roma unos cincuenta mil hombres en edad
de combatir, de los cuales quizá la mitad están suficientemente entrenados. Es difícil confirmar estas cifras. La divulgación de secretos estatales está penada con la muerte y la
difusión de cualquier clase de rumor se castiga con penas de azotes e incluso mutilación.
La gente se conduce con extrema prudencia. Los sacerdotes están atentos a los prodigios.
Hace tres días nació un niño con seis dedos en cada mano. El conjuro acostumbrado es
liberar a la tierra de él arrojándolo al mar, pero, como el camino de Ostia no se considera
seguro, lo condenaron a las llamas. Al quemarse chilló como si un espíritu maligno lo
habitara y esta señal satisfizo a los sacerdotes. A pesar de ello el pontífice ha dispuesto
una procuración para conocer las causas del enojo de los dioses y qué dioses son los que
han negado su ayuda a Roma. La población no deja de observar signos en los aconteceres
más vulgares e importunan continuamente a los sacerdotes y augures con estornudos,
tropiezos fortuitos, manchas del agua bajo los cántaros, excrementos de pájaros, sonidos
del viento al penetrar por las grietas de los postigos y cosas así. En estas circunstancias el
sacro colegio sacerdotal decidió invocar el auspicio ablativo y emplazó a los dioses para
que se manifestaran en el templo Iguvino. Fue ayer. Desde la explanada presencié la ceremonia. El augur se dirigió al auspiciante y le dijo: «Estipulo que observes al gavilán y
la corneja a la derecha y a las aves que canten a la izquierda.» Toda la mañana y parte de
la tarde estuvieron estudiando los augurios, en presencia de una multitud silenciosa que
esperaba pacientemente, sentada en el suelo. Por seis veces aparecieron aves en el cielo,
siempre en las posiciones más desfavorables, pero el augur rechazaba una y otra vez las
observaciones pretextando defectos formales, que los sacerdotes se apresuraban a trans-
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mitir a la audiencia. A la caída de la tarde se invalidó el auspicio impetrativo. Esto significa que hoy se recurrirá a los pollos sagrados. No espero a los resultados para enviarte
esta carta. El resultado es previsiblemente favorable. Mantendrán a los pollos encerrados
en sus jaulas, en ayunas, durante doce horas o más y su buen apetito cuando los suelten
demostrará al pueblo que los dioses protegen otra vez a la ciudad.
Olvidaba decir que han enviado a Quinto Fabio Pictor al oráculo de Delfos para
que averigüe qué tipo de plegarias exigen los dioses para devolver a Roma la prosperidad
y la victoria.
Cariñosos saludos a quien yo sé de quien él sabe.
Eso último no lo entiendo ―dijo Cartalón.
—El bujarrón de Martindos envía sus besitos al bujarrón de Mantelix ―explicó secamente Alorco―. ¿Lo entiendes ahora?
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12. LAS DELICIAS DE CAPUA
Cannas comenzó a dar sus primeros frutos inmediatamente. Arpi, Salapa, Herdonia y
Ucento, ciudades de la Apulia sometida a Roma, me enviaron legados para tratar las condiciones de una alianza. En Campania, Atella, Calatia y Sabatini expulsaron a los romanos y
se me unieron. Pronto fueron imitadas por los hirpinos, caudinos y otros pueblos samnitas,
así como por la mayor parte de los brutios y no pocos lucanos y picentinos. Cada día sacrificábamos ―por indicación de Garesaya― a los dioses protectores de cada uno de estos
pueblos, lo que hacía muy feliz a Cartalón y no tan feliz a Monómaco. Pero, aunque los
auspicios parecían favorables, las ciudades latinas se mantenían tercamente fieles a Roma.
En cuanto a las antiguas colonias griegas, solamente recibí de ellas respuestas evasivas. El
único que pareció dispuesto a comprometerse fue Filipo de Macedonia. Me felicitó efusivamente por la victoria de Cannas y envió a Cartago, sus legados. Rápidamente concertaron una alianza en virtud de la cual Filipo se obligaba a enviarme refuerzos, pero el bloqueo de sus puertos por la flota romana frustró todos los intentos.
Un día salí a pasear por el campo sin más acompañamiento que mi fiel Hermión. En
un viñedo encontramos a Herennio Sículo, el augur etrusco. Estaba echado boca arriba
sobre la muelle tierra y contemplaba el cielo mientras mordisqueaba distraídamente un
sarmiento. Tan ensimismado se encontraba que no advirtió nuestra presencia. Descabalgué
y me senté a su lado.
—Te saludo, Sículo. ¿Qué signos observas en los cielos? ¿Cuándo se me unirán las
ciudades italianas sometidas a Roma?
—Saludos, ilustre Aníbal ―respondió incorporándose―. Para responder a tu pregunta casi no necesito espiar los signos del cielo. Basta con examinar el corazón de los
hombres.
Sículo me parecía un hombre inteligente y lleno de discernimiento. Le pedí que me
expusiera su opinión con franqueza. Después de un breve titubeo se decidió a hacerlo:
—Señor, los italianos nunca se unirán a Cartago. En vano esperas esas alianzas. Quizá consigas atraerte unas pocas ciudades y media docena de tribus, pero eso será todo. No
esperes más. Eres extranjero; has venido del otro lado del mundo con un ejército de galos,
a los que todos los italianos odian desde antiguo, y con otros bárbaros que hablan extrañas
lenguas y se complacen en arrasar nuestros campos, en degollar a nuestros rebaños y en
robar a nuestras mujeres. Roma nos ha sojuzgado y nos impone tributos y obligaciones, es
cierto. Tú nos ofreces ayuda contra ella, también es cierto. Pero, ¿cuánto durará esa ayuda?
Algún día, tarde o temprano, marcharás de Italia; pero Roma seguirá donde está, dispuesta
a cobrarse sus deudas y a vengar viejas ofensas. Tememos a Roma, es cierto. La tememos
más en su derrota que en su victoria.
Sículo hizo una pausa reflexiva y añadió:
—La lucha entre Roma y Cartago va más allá de las fuerzas humanas. No es solamente la pugna entre dos ciudades poderosas que tienen intereses comunes en conflicto. Es
mucho más que eso. En realidad es una ordalía sagrada, es la lucha entre dos sistemas religiosos. Vuestra diosa contra su dios. Juno, o Tanit si así lo prefieres, contra Júpiter. Desde
hace muchos siglos, antes de que Roma y Cartago existieran, el mundo se divide en esa
pugna entre un dios femenino y otro masculino. El masculino ha arrebatado su puesto al
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femenino. Esto es inevitable. Cartago no puede hacer nada por alterar el curso de la historia.
Los hechos confirmarían las profecías del etrusco. A partir de entonces pareció que
los dioses romanos se resistían a cumplir sus propios desfavorables augurios. El 24 de octubre tronó, anuncio profético de que los campesinos de Apulia se sublevarían y degollarían a sus amos. Sin embargo, no se produjo levantamiento alguno. Decreté que los esclavos fugitivos que se incorporaran a mi ejército recibirían no sólo la libertad sino el derecho
a una parte del botín. Vinieron muy pocos y, aun de estos pocos, muchos eran viejos. Al
poco tiempo pareció cumplirse el pronóstico sagrado: Córcega se rebeló contra Roma y
Cerdeña parecía encontrarse a punto de imitarla. Una espléndida ocasión para que Cartago
recuperase sus antiguas islas. Bastaba con enviar la escuadra de apoyo que los rebeldes
desesperadamente solicitaban. Pero nuevamente la ceguera política de la Balanza dejó pasar la oportunidad.
Transcurrieron los meses y ninguna otra ciudad se nos unió. Una vez más hube de
reconocer que mis cálculos acerca de la capacidad de resistencia de Roma eran erróneos.
Aquel adversario sabía resistir con orgullo tenaz, y cuanto más se le afligía, más dispuesto
se mostraba a sacrificar las vidas y bienes de sus ciudadanos por salvar a la república. Tuve
que resignarme a conquistar por las armas lo que no se me sometía por pactos. Exceptuando algunas colonias romanas de menor importancia y las ciudades griegas, todo el sur de la
bota italiana estaba en mi poder. Maharbal y los otros me apremiaban para que atacase a
estas ciudades, pero rechacé tal idea. No nos hubieran servido de nada. Por otra parte, el
ejército estaba exhausto. Necesitábamos urgentemente un buen puerto donde recibir los
refuerzos de Cartago y de Hispania y el imprescindible equipo de asedio almacenado en
Cartagena.
Envié a mi hermano Magón a Cartago con un mensaje para la Balanza. Mis instrucciones eran precisas. Llevaba consigo los doce kilos de anillos recogidos a los cadáveres de
los patricios romanos en Cannas. Magón vació el saco que los contenía en el suelo de
mármol de la sala de sesiones de la Balanza. Sobre el desparramado testimonio de mi victoria leyó el detallado informe que Sosilos había redactado.
Hannón en persona dio la réplica a mis peticiones. Su discurso fue el siguiente:
—Aníbal afirma que ha destruido a todos los ejércitos romanos y, sin embargo, solicita ayuda urgente. ¿Qué nos hubiera pedido de haber sido él el derrotado? Asegura que
capturó dos campamentos llenos de vituallas, pero nos pide dinero y grano. ¿Cuál habría
sido su petición si hubiese resultado saqueado su propio campamento? Dice que aniquiló al
doble ejército romano en Cannas, pero ¿se ha unido a Cartago algún socio romano o latino
de la Liga? ¿Qué embajada itálica ha llamado a nuestra puerta para solicitar un pacto de
amistad? Ninguna. La respuesta es siempre la misma: no. Los planes no han avanzado ni
un milímetro desde que Aníbal puso pie en Italia. Además, si Amílcar, su ilustre padre,
hacía la guerra en Hispania sin necesidad de ayuda ajena y la financiaba con sus propias
conquistas y aún le sobraba plata para socorrer a Cartago, ¿por qué no hace lo mismo su
hijo en la fértil Italia?
A pesar de la enconada oposición de Hannón y sus seguidores agrícolas, la Balanza
aprobó el envío a Italia de algunas fuerzas: cuatro mil jinetes númidas y cuarenta elefantes.
Y concedió licencia a Asdrúbal para que me socorriese con otros veinte mil celtíberos desde Hispania. Pero la situación en las colonias se había deteriorado tanto que mi hermano no
pudo desprenderse de estas tropas.
Cuando los heridos de Cannas estuvieron restablecidos, reemprendimos la marcha
hacia Campania. Había decidido atacar Neápolis y hacerme con su excelente puerto. Pasaré
por alto los detalles de este desgraciado proyecto: una vez más hube de desistir de la idea a
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la vista de sus imponentes murallas. Desprovisto como estaba de equipo de asedio, cualquier intento hubiese sido suicida. No me derrotaban los romanos, me derrotaba una paradoja. Necesitaba un puerto seguro para desembarcar el equipo de asedio almacenado en
Cartagena y necesitaba el equipo de asedio para conquistar un puerto.
Se acercaba el invierno. Pronto sería imposible transitar por los caminos enlodados.
Existía una próspera ciudad, Capua, cuyos habitantes estaban divididos en dos bandos.
Unos deseaban pactar conmigo y otros querían mantenerse fieles a Roma, de la que eran
recientes aliados. Pero el bando romano estaba muy desprestigiado a causa de las abusivas
exigencias de Varrón: pretendía que Capua contribuyera al ejército romano con treinta mil
infantes, cuatro mil jinetes y la mitad del trigo disponible. A los capuanos les salía mucho
más barato unirse a mí, puesto que yo no les exigía nada y, además, les ofrecía protección.
Solamente existía un problema: Roma retenía a trescientos jóvenes capuanos, vástagos de
las más importantes familias de la ciudad, en calidad de rehenes. No vacilaría en ejecutarlos si la ciudad vulneraba los pactos. En estas circunstancias ofrecí al Senado de Capua
trescientos prisioneros romanos igualmente escogidos entre los más ilustres, para que pudieran canjearlos por los rehenes. Así lo hicieron. Luego nos abrieron las puertas de la
ciudad.
Ésta era la clase de victoria por la que había rogado a la diosa y por la que había esperado pacientemente desde que llegamos a Italia. Sin embargo, aquel día de mi mayor
triunfo estuvo a punto de convertirse en el de mí muerte debido a una conjura o, quizá, tan
sólo a la determinación de un joven impetuoso y fanático. Referiré el caso. Pacuvio Calavio, el jefe del bando capuano partidario de Cartago, tenía un hijo llamado Perola que militaba en el bando opuesto y era gran amigo de Decio Magio, el jefe del partido romano.
Este Decio Magio convenció al joven Perola para que me asesinase en el transcurso del
banquete que su padre me ofreció el día de mi entrada en Capua. Resuelto a llevar a cabo
su plan, el joven Perola se presentó ante su padre y le hizo creer que había decidido regresar a su obediencia, lo que implicaba su alejamiento del bando romano y mi aceptación
como su señor natural. Pacuvio Calavio, con lágrimas en los ojos, me comunicó alborozadamente esta mudanza de su hijo. Pero el sagaz Alorco, que lo había hecho vigilar por sus
espías, estaba informado de una larga entrevista que el joven había mantenido con Decio
Magio, aquella misma mañana, en un aposento privado de los baños de la ciudad. Sospechando que su repentina conversión al partido cartaginés podría ser insincera, sentó a dos
de sus hombres de confianza en las proximidades de Perola durante el banquete de aquella
noche. Uno de ellos observó un bulto extraño debajo de la toga del joven Perola. Pretextando limpiarle la salpicadura de salsa, que él mismo había provocado al retirar una tajada
de la fuente común, comprobó que lo que su tenso compañero de mesa ocultaba era una
espada. Alorco me hizo llegar una breve nota en la que me informaba de las presumibles
intenciones del joven Perola. Disimulando mi preocupación medité lo que cumplía hacer.
A mi lado, entregado y feliz, estaba el padre del muchacho, mi sincero aliado, que desde
tiempo atrás había arrostrado trabajos y peligros por conseguir que sus conciudadanos rechazasen a Roma y aceptasen mi alianza. Si su hijo atentaba contra mi vida quizá los hombres de Alorco, ya alertados, lo matarían en el acto. Si lo apresaban me vería obligado a
condenarlo a muerte, pues incluso las leyes itálicas establecen esta pena para el que levanta
la mano contra un general. En cualquier caso el incidente podía dar al traste con la naciente
alianza entre la ciudad y Cartago y quizá restaría fuerza a nuestros partidarios en otras ciudades itálicas.
Afortunadamente los dioses permitieron que alcanzásemos una solución satisfactoria
para todos. Cuando ya el banquete iba más de mediado tomé aparte al propio Pacuvio Calavio con el pretexto de visitar la columna mingitoria y allí, lejos de los ojos y oídos de los
otros convidados, le expliqué lo que estaba ocurriendo.
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Pacuvio Calavio quedó tan sorprendido y aterrado que perdió el uso de la palabra.
Tan sólo abría y cerraba la boca como un alelado.
—Intenta disuadir a tu hijo de esa acción —lo tranquilicé— y prestarás un gran servicio a Capua y a Cartago.
Asintió gravemente. Cuando regresamos a la sala de banquetes los criados acababan
de servir el garón —garón gaditano legítimo que curiosamente seguía llegando con normalidad a las mesas itálicas a pesar de la guerra— y la animación había subido de tono. Acá y
allá los borrachos confraternizaban, se abrazaban e intercambiaban solemnes promesas de
amistad.
El joven Perola estaba sentado a dos mesas de distancia de la mía, a espaldas de su
padre. Pacuvio Calavio llamó a un criado de confianza y le cuchicheó un recado al oído.
Un momento después se reunió con su hijo en un apartado rincón del huerto de la casa.
Uno de los hombres de Alorco asistió a esta entrevista, escondido detrás de uno de los setos del jardín. Pacuvio Calavio conminó perentoriamente a su hijo para que entregase el
arma que ocultaba. Perola intentó resistirse al principio.
—No intentes detenerme, padre —dijo—. Voy a sellar con la sangre de Aníbal nuestra antigua alianza con Roma. De este modo los romanos olvidarán tu traición y el honor
de nuestra casa quedará restablecido.
A lo que repuso el anciano:
—Yo, tu padre, he podido conseguir de Aníbal el perdón de mi hijo, ¿y no podré
conseguir de mi hijo el perdón de Aníbal? Si quieres matar a Aníbal, mi sagrado huésped,
tendrás que matarme a mí primero.
Estas y otras razones del anciano ablandaron el corazón de Perola y lo apartaron de
su propósito. Tomó el arma que llevaba oculta entre sus vestiduras y la lanzó resueltamente
a la calle por encima de la tapia del huerto. Luego, reconciliado con su padre, ya que no
consigo mismo, regresó a la sala de banquetes y, mezclándose con los alegres bebedores,
aligeró su conciencia con los vapores del vino.
De este modo se resolvió satisfactoriamente un episodio que pudo haber empañado
nuestra alianza con los capuanos el mismo día en que se celebraba. Por lo demás aquel
banquete fue memorablemente jubiloso para todos los que a él asistieron, especialmente
para Cartalón y sus alegres conmilitones. Nuestro flamante general se distinguió compitiendo con el capuano más glotón, un tal Jubelio Taurea. La cosa quedó en tablas pero estuvo a punto de costar la vida a los dos contrincantes. Esta vez el paciente Danón recurrió a
un severo remedio que le había sugerido Osoro, el astur: hizo sepultar a los dos enfermos
en una pila de estiércol fresco de la que asomaban solamente las delirantes cabezas. Después de pasar una noche en tan nauseabundo lecho, sobrevivieron a la indigestión y soltaron sus vientres desaforadamente. Unos días después sacrificaron conjuntamente un buey
blanco, como homenaje a los salutíferos dioses. En contra de lo que Monómaco esperaba,
Cartalón renunció a probar bocado de este sacrificio.
El ejemplo de Capua cundió entre las ciudades vecinas. A los pocos días dos lugares
de los oscos, Calatia y Atella, rechazaron la tutela de Roma y se pasaron a nuestro bando.
Animados por los nuevos aliados que nos iban surgiendo en la comarca y con la esperanza
de atraernos a otros, invernamos en Capua. Después de dos años de continuas luchas y
penalidades, sólo un tercio de los hombres que cruzaron los Alpes sobrevivía. Del regimiento Saguntino, especialmente castigado en Trasimeno y Cannas, sólo quedaban veinte
soldados. Del Calderero y del Urgavona, apenas trescientos. El Undécimo continuaba existiendo como tal, aunque fusionado con el Gelana, pero muchos de sus veteranos estaban
tan baqueteados por achaques y viejas heridas que sólo esperábamos la llegada de los bar-
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cos de Cartago para licenciarlos y repatriarlos a Hispania o a África. Hice instalar a estos
veteranos en la acrópolis de la ciudad, donde había buenas casas y almacenes cuyo uso nos
cedieron los capuanos. Alojé a los galos y los itálicos en un campamento de invierno, con
barracas de madera, letrinas y desagües, no lejos del monte Tifaza, a cuyos pies quedaba
un excelente campo de entrenamiento y pastizal donde cada día se ejercitaban en las armas.
Los itálicos que incorporábamos eran flojos y resabiados. Resultaba casi imposible hacer
de ellos pasables soldados. Pero, a falta de otro material más manejable, hubimos de conformarnos con estos hombres.
Para la infantería impuse un entrenamiento a la romana. Incluso las armas que usábamos eran de procedencia romana, algunas de ellas espléndidas falcatas ibéricas misteriosamente llegadas al adversario. He de confesar que mi experiencia en Italia me mostró que
la legión romana resulta tácticamente superior a la falange griega que usaban mi padre y
los generales de su tiempo. La formación en falange es demasiado compacta, se mueve
torpemente, sin agilidad. Por el contrario la formación romana resulta admirablemente
flexible y versátil, tanto como fuerza de ataque como de defensa. Su única debilidad reside
en que los romanos no saben utilizar la caballería. Por mi parte hacía lo posible por conseguir un ejército que sumara las ventajas estáticas de la legión a las dinámicas de la caballería númida.
Era previsible que la ociosa convivencia del ejército entre los capuanos favoreciera
muchos emparejamientos. Las mujeres de la región son complacientes y reidoras, bien
tetadas, anchas de caderas y de miembros gráciles que saben mover armoniosamente. Por
otra parte, el invierno fue frío y lluvioso. Muchos oficiales sucumbieron a la tentación de
casarse con capuanas, entre ellos Cartalón. Todo comenzó como una broma de Alorco que
organizó una pequeña fiesta íntima a la que invitó a una viuda llamada Anfisba que acababa de salir del luto reglamentario. La tal Anfisba era una atractiva y exuberante cuarentona
cuya franca mirada delataba un carácter ardiente. Circulaban chistes y habladurías, en las
tabernas de Capua, acerca de su insaciable apetito venéreo, al que atribuían la prematura
muerte de su primer marido. Cartalón quedó prendado de ella en cuanto la vio. Al día siguiente se entrevistó con una celestina profesional y le encomendó que le allanara el camino. No fue empresa difícil. El camino al lecho de Anfisba descendía en pronunciada
pendiente. Se casaron en una curiosa ceremonia capuana en la que los testigos han de estrellar contra el suelo una serie de vasijas de vino y aceite (innecesario derroche que disgustó
sobremanera a Monómaco llamado a actuar como testigo). La nueva pareja estableció su
nido de amor en una de las mejores casas de la ciudad, adquirida, para regalo de bodas, por
los regimientos al mando de Cartalón. Creo haber mencionado anteriormente que Cartalón
era idolatrado por sus hombres. De hecho, todos ellos se consideraron muy honrados porque su jefe desposara a una de las mujeres más hermosas de la ciudad y lo celebraron en
canciones increíblemente lascivas. Lamentablemente Anfisba excedía también a las otras
capuanas por sus desvergonzadas costumbres y disipada vida. Según supe tiempo después,
por Alorco, el mismo día de la boda se entregó a un sargento númida en la cuadra de su
nueva casa, mientras Cartalón dormía la borrachera del banquete nupcial. Aún no se habían
marchitado las guirnaldas que decoraron su tálamo cuando ya Anfisba se había convertido
en amante de Asdrúbal Lacón.
Aparte de menudos sucesos de esta índole, puedo decir que en los siguientes cinco
años no ocurrió nada que merezca destacarse. Los romanos me hostigaban como habían
aprendido a hacer del viejo Cunctator, pero rehusaban enfrentarse conmigo en campo
abierto. Prácticamente me dediqué a defender Capua y su territorio de los ataques de Roma
y a organizar expediciones punitivas, cada vez más espaciadas. Desde el punto de vista
militar, la alianza con los capuanos se reveló una calamidad. Perdí toda la movilidad de mi
ejército pues mis nuevos aliados resultaron incapaces de defenderse por ellos mismos. Con
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la celosa protección que dispensaba a la ciudad esperaba demostrar a los restantes miembros de la Liga itálica las ventajas que les acarrearía su deserción del bando romano. Por la
misma razón, el Senado romano estaba especialmente interesado en castigar a Capua, para
escarmentar con su ejemplo al resto de Italia. Enviaron seis legiones contra la Campania
mientras que otras dos, acampadas en Apulia, impedían que me hiciese con el puerto que
necesitaba. De hecho me vi obligado a buscarlo en otra región. A comienzos de la primavera envié a Himilcón con diez mil hombres para que sitiara Petelia. Después de ocho meses de duro asedio lograron conquistar el promontorio. Bomílcar pudo desembarcar a los
cuatro mil númidas y cuarenta elefantes que enviaba la Balanza, una fuerza insuficiente
para imponerme a los romanos. Ya no podía pretender sorprenderlos tan fácilmente como
en las primeras batallas. También ellos aprendían rápidamente. Además, el continuo hostigamiento a que nos sometían había desgastado nuestras fuerzas. No podíamos reponer las
bajas tan fácilmente como ellos. Las noticias que Martindos enviaba desde Roma eran
alarmantes el Senado había alistado más de ciento veinte mil hombres, distribuidos en
veinte legiones. Sus reservas humanas parecían inagotables. Mi única esperanza estaba
depositada en el ejército que mi hermano Magón estaba reclutando en Numidia con el visto
bueno de la Balanza. Por fin logró reunir doce mil infantes, mil quinientos jinetes y veinte
elefantes. Pero en el último momento llegaron malas noticias de Hispania. Asdrúbal no
podía contener al ejército de los Escipiones. La Balanza decidió que el mantenimiento de
Hispania era prioritario y envió allá las tropas reunidas por Magón.
Otras menudas noticias nos hacían a veces concebir esperanzas de una rebelión generalizada contra Roma. En Sicilia algunas ciudades habían aniquilado a sus guarniciones
romanas y se habían pasado a nuestro lado. Roma envió a Marcelo, su mejor general, con
dos veteranas legiones. Pusieron sitio a Siracusa aislándola por tierra y por mar. La Balanza respondió enviando a Sicilia un ejército de veinticinco mil infantes, en su mayoría libios, tres mil jinetes y doce elefantes, justamente lo que yo hubiese necesitado para recuperar la iniciativa en Italia.
Si en Sicilia podíamos concebir esperanzas, las noticias de Hispania eran, sin embargo, desalentadoras. Los romanos habían recuperado Sagunto y obligaban a Asdrúbal a
mantenerse a la defensiva. No sólo no podía enviarme ayuda alguna, sino que absorbía la
que la Balanza hubiese podido prestarme. Los comerciantes de Cartago estaban más preocupados por conservar las minas de plata de Hispania que por aniquilar a la propia Roma.
DEL FIEL HAMIL AL ILUSTRE HANNÓN. ¡SALUD!
Me juego la vida al escribirte y tú me reprochas ásperamente que haya pasado dos
años desde la última vez que tuviste noticias mías. ¿Soy acaso responsable de que naufragara el barco ateniense que llevaba mi carta la primavera pasada? Nuestro pacto era,
creo recordar, que me pagarías por mis servicios y que éstos se limitarían a espiar los
movimientos de Aníbal y a informarte puntualmente de ellos. Que te lleguen o no mis informes depende de la inescrutable voluntad de Baal. ¡No les hagamos reproches a los
dioses no sea que cubran nuestras cabezas de ceniza!
No sé si te alegrará lo que voy a decirte porque quizá en la esperada ruina de Aníbal
se esté aparejando la de Cartago y hasta la tuya propia. Juzga por ti mismo si tengo razón
o no. Eso no es cosa mía. La moral del ejército hace mucho que comenzó a flaquear, particularmente después de que Hano, el hijo de Bomílcar, sufriera una derrota en Lucania a
manos de Sempronio Longo. A poco mil doscientos jinetes númidas y celtíberos desertaron
y se pasaron a los romanos, atraídos por las mejores pagas que les ofrecen. En el campamento de Tifata los alimentos han comenzado a escasear. Roma recupera la iniciativa y el
terreno que perdió después de Cannas. Aníbal ha desistido de hacerse con un buen puerto
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en Campania. A veces se encierra en su tienda durante días enteros. Corren rumores de
que le han vuelto los ataques de epilepsia que solía padecer cuando era niño. Se sabe derrotado, pero es demasiado orgulloso para admitirlo. Es un Barca, tú los conoces mejor
que yo. Esperaba derrotar a Roma rápidamente y conseguir la alianza de los italianos.
Ahora ve que eso no es posible, pero aún se aferra a una última esperanza y cree que los
dioses cambiarán su suerte. Mientras tanto, los romanos labran incesantemente su ruina.
Han aumentado a veintidós el número de las legiones, ocho de ellas rodean el cuartel de
invierno de Salapia, desde donde te escribo. Los últimos legados enviados a las ciudades
de la Liga han regresado con una respuesta francamente insolente: que si se les importuna
con nuevos mensajes, despellejarán y crucificarán a los correos que los lleven.
Ha pasado un día desde que redacté las anteriores líneas. En ese breve espacio de
tiempo ha ocurrido algo terrible. Una orden de expedición, a la que tenía que atender
urgentemente, me impidió ayer concluir la carta. La oculté detrás de un costal de trigo y
fui a cumplir mi trabajo. Esta mañana, cuando regresé para reanudarla, sorprendí a Monómaco leyéndola. Tengo la impresión de que sospechaba de mí y me vigilaba desde hacía
tiempo. Estaba de espaldas, tan enfrascado en su lectura que no advirtió mi llegada. Tomé
una de las espadas galas almacenadas en la armería y lo aceché junto a la entrada del
depósito. Al rato salió llevando mi carta en la mano. Evidentemente iba a denunciarme
ante Aníbal. Le clavé la espada en el estómago y recuperé la carta.
En estas circunstancias no puedo seguir sirviéndote por el salario pactado. La vida
se ha encarecido considerablemente. Soy un hombre pacífico que abomina la violencia y
sin embargo me he visto obligado a manchar mis manos de sangre. Sufro privaciones y
miserias sin cuento desde hace años. Si no estás dispuesto a duplicar el montante de mi
sueldo deberás buscarte otro confidente, lo que no será fácil.
Entrego este comunicado a un marino sidonio que zarpa dentro de quince días para
Córcega y luego para Cartago. Le he prometido que lo recompensarás con diez piezas de
oro. Al bandido chipriota que me trajo tu carta anterior le tuve que entregar una falera
valorada en setenta piezas de plata. Amenazaba con dar cuenta de todo a Alorco, ¿qué
otra cosa podía hacer, si tenía mi vida en sus manos? Añade esta cantidad a mi cuenta
pero esta vez di a mi hermano que no invierta ese dinero en la compañía de La Palmera.
Tengo entendido que las cosas no marchan bien en Hispania. Más vale que las deposite en
el templo de Baal, en la tesorería del Comercio, a mi nombre. Ya sabré cómo invertirlas a
mi regreso. Salud otra vez.
Besa respetuosamente la ilustre orla de tu manto tu fiel servidor,
HAMIL
Había renunciado temporalmente a conseguir un puerto cuando una circunstancia
fortuita vino a poner en mis manos el de Tarento. Unos meses atrás ciertos rehenes tarentinos se habían fugado de Roma. Intentaban regresar a su ciudad cuando fueron capturados y
devueltos a sus prisiones. Debido a que últimamente se estaban produciendo muchas fugas
de esclavos y rehenes, el Senado juzgaba necesario un escarmiento ejemplar en la primera
ocasión que se presentara. Los prófugos tarentinos fueron torturados y ejecutados. Sería
precisamente la venganza de sus conciudadanos por esta cruel acción la que nos facilitaría
la conquista de su ciudad.
Un ilustre tarentino llamado Filomeno se presentó ante mí y me explicó el caso.
Llamé a Alorco y de acuerdo con él urdimos un plan para expulsar de Tarento a su guarnición romana. Antes de despedir a Filomeno y a sus acompañantes, les entregué algunos
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venados que los asistentes de Cartalón habían cazado aquella misma mañana. De este modo pudieron regresar a su ciudad sin levantar sospechas de los guardianes romanos que
custodiaban las puertas. En los días sucesivos Filomeno y sus amigos tomaron la costumbre de salir de caza y regresaban tarde, a veces de noche. Pero los romanos les abrían las
puertas de buena gana, a cualquier hora, sin sospechar nada, puesto que los alegres cazadores les entregaban parte de las piezas conseguidas. Con estas granjerías y regalos consiguieron que se fuese relajando la vigilancia hasta el punto de que los guardias abrían las
puertas en cuanto escuchaban el característico silbido de Filomeno.
Una noche sin luna me aposté en un barranco, en las afueras de Tarento, con diez mil
infantes y mil jinetes celtíberos. Hano se situó, con un grupo de celtíberos escogidos, a uno
y otro lado de la puerta por la que los cazadores solían entrar en la ciudad. Cuando todo
estuvo dispuesto, Filomeno emitió su silbido. Los guardias descorrieron las trancas y tiraron de la puerta franqueándoles el paso. Penetraron los celtíberos y degollaron silenciosamente a los romanos. Después abrieron la puerta de par en par y las tropas apostadas en el
barranco abandonaron su escondite e invadieron la ciudad. Tarento cayó prácticamente sin
lucha. Los guardias romanos que pudieron escapar con vida de la muralla se refugiaron en
la ciudadela que domina el puerto. Esta posición es inexpugnable y está bien comunicada
por mar. Sólo bloqueando su salida al mar es posible rendirla por hambre. Indiqué a los
tarentinos que sacasen sus barcos a tierra y los transportasen, sobre ruedas de carros, a
través de las calles (hubo que demoler un par de casas que estorbaban) hasta depositarlos
en el puerto exterior. Una vez allí los botaron nuevamente. De este modo la ciudadela quedó bloqueada también por mar y hubo de rendirse.
La satisfacción por esta inesperada victoria se empañó por la muerte de Monómaco,
mi fiel oficial de intendencia. Exasperado por las dificultades a las que tenía que enfrentarse continuamente para surtir de trigo y armas al ejército, se había suicidado. Unos esclavos
descubrieron su cadáver en el depósito de víveres, donde últimamente pasaba la mayor
parte del día y aun de la noche. Había apoyado el pomo de una espada gala en el suelo y se
había lanzado sobre ella. Le hicimos un funeral con arreglo al más alto rango del ejército y
sacrificamos diez bueyes negros para que los dioses infernales se apiadaran de él en la otra
vida. Mientras su cadáver ardía en la pira, Alorco, que no podía contener las lágrimas, le
dedicó su última broma:
—¡Adiós, Monómaco, buen amigo! —suspiró—. ¡Cómo nos estarás censurando por
el despilfarro de los diez bueyes!
Puse en el puesto de Monómaco a uno de sus secretarios, un tal Hamil, del que Monómaco sospechaba que nos robaba trigo. El pobre Monómaco sospechaba de todo el
mundo. Hamil me sirvió fielmente durante cinco años, hasta su muerte, en un naufragio,
cuando regresaba a Cartago.
Mientras tanto, en Hispania la situación se deterioraba rápidamente. Creí haber dejado en manos de mi hermano una máquina militar perfecta, un criadero de excelentes soldados que él cosecharía cada año y me enviaría a Italia. Muchas tribus y jefes me creían la
encarnación de Melcarte: incluso exigían que mi efigie figurara en las monedas con las que
se pagaban sus soldadas. Consideraban un honor servir en mi ejército. Ahora los informes
de Martindos nos traían noticias alarmantes. Los correos de Asdrúbal, cuando llegaban, las
confirmaban. Tribus enteras de celtíberos desertaban de nuestras filas y se pasaban al bando romano. El rey númida Sífax había retirado su caballería. La Balanza intentó contrarrestar esta pérdida concertando una alianza con Gala, otro rey númida cuyo hijo, Masinisa,
servía en el ejército de Asdrúbal. Por una vez hubo suerte y Sífax fue derrotado antes de
que pudiera reforzar con sus jinetes a los Escipiones.
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Este estado de cosas acabó influyendo negativamente en mi ejército de Italia. Los
Escipiones enviaban delegaciones de sus nuevos aliados hispanos para que fomentaran la
deserción entre mis celtíberos. Cuando una tribu se pasaba al bando romano en Hispania,
no transcurrían dos meses antes de que sus compatriotas en Italia desertaran. Alorco nunca
logró averiguar por qué misteriosos caminos llegaban a los campamentos las noticias de
Hispania.
En Sicilia nuestros asuntos no marchaban mejor. El año 212 los romanos tomaron Siracusa. Después de este revés la Balanza abandonó toda esperanza de recuperar la isla. Uno
de los ciudadanos de Siracusa, un tal Arquímedes, griego, que había sido discípulo del
ilustre Euclides en Alejandría, trajo en jaque durante meses al ejército romano que asediaba su ciudad. Esto es admirable de decir puesto que demuestra hasta qué punto la excelencia del ingenio humano puede prevalecer sobre la fuerza incluso en las cuestiones militares. Este Arquímedes había ideado catapultas y máquinas de guerra más potentes y certeras
que las de los romanos. También había inventado complejos sistemas de poleas que, contrapesados por vigas y piedras, eran capaces de levantar y echar a pique, por medio de garfios, a las naves romanas que se aproximaban a las murallas marítimas de la ciudad. Pero el
invento más sorprendente del sabio consistió en ciertos espejos en forma de casquete capaces de concentrar los rayos del sol en un solo punto de las velas romanas, con lo que obraban el prodigio de incendiar las penteras enemigas a gran distancia.
Resulta penoso decir que finalmente tanto ingenio y tanto valor no consiguieron su
objetivo. Una plaga maligna causó gran mortandad entre los siracusanos y sus auxiliares
cartagineses. El mismo Himilcón Canto murió de las fiebres, así como Hipócrates, el jefe
del partido siciliano rebelde a Roma. Después de esto la defensa de la ciudad decayó hasta
tal punto que los romanos pudieron conquistarla fácilmente. Cuando esto ocurría, el sabio
Arquímedes se hallaba en la playa, donde solía pasear cada mañana. Un legionario romano
lo encontró inclinado sobre la arena, meditando sobre cierto problema geométrico expresado en unas figuras que había trazado en el suelo. Antes de que el golpe fatal descargara
sobre su cabeza, le dio tiempo a recomendar a su asesino: «No borres estos círculos.»
Después de la caída de Siracusa cesó toda la resistencia en Sicilia y las tropas de
Marcelo regresaron a Italia para reforzar a las que acosaban mis dominios.
Mi situación, después de la adquisición de Tarento, no mejoró gran cosa. Tenía el
puerto largamente ambicionado, podía recibir refuerzos por mar, pero ni Cartago ni Hispania disponían ya de refuerzos para enviarme. Los escasos mercenarios que la avara Balanza
se atrevía a contratar eran prontamente consumidos por la guerra de Hispania. La oligarquía cartaginesa hipotecaba el futuro de la ciudad sólo por proteger sus intereses particulares en las minas y pesquerías españolas. Mientras tanto mi ejército se deterioraba continuamente. Los aliados capuanos habían resultado ser una rémora insufrible. Acostumbrados a la vida cómoda de los pueblos ricos, no se determinaban a afrontar las estrecheces
que la guerra impone. Había que defenderlos de los romanos, había que alimentarlos, había
que disculpar diplomáticamente la irresponsable incompetencia de sus autoridades. En una
ocasión capturé un importante convoy romano de trigo. Necesitaba urgentemente carros
para ponerlo a salvo antes de que los romanos intentasen rescatarlo allegando fuerzas mayores. Solicité urgentemente de los capuanos todos los medios de transporte que hubiera en
la ciudad, pues el trigo capturado iba a socorrer sus mermados depósitos municipales. Pues
bien, procedieron con tal lentitud y torpeza que dieron lugar a que los romanos los interceptaran y les arrebataran casi todo el grano. Podría multiplicar ejemplos similares de incompetencia. En otras dos ocasiones hube de dejar Tarento peligrosamente desguarnecido
para acudir en auxilio de Capua, sitiada por los ejércitos consulares e incapaz del mínimo
esfuerzo de defender sus robustas murallas. Por otra parte, la enervante vida de aquella
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ciudad corrompía a mis oficiales más jóvenes al poner a su alcance desconocidas delicias
homéricas: convites, cítara, danzas, vestidos lujosos, baños calientes y blandos lechos. Lo
que me trae a la memoria el desdichado desenlace de las bodas de Cartalón con la capuana
Anfisba.
En este tiempo, Asdrúbal Lacón, del que ya creo haber escrito que solía encalabrinarse con todas las mujeres que se ponían a su alcance, fueran éstas doncellas o casadas, delgadas o gordas, bellas o desfavorecidas, fue sorprendido en flagrante adulterio con la joven
esposa de uno de sus asistentes, un carpetano llamado Percón que había sacrificado todos
los ahorros de su vida en satisfacer la dote de la muchacha. El burlado marido no halló
mejor medio de vengarse que salir al encuentro de Cartalón, cuando éste regresaba de una
de sus partidas de caza con Jubelio Taurea y sus otros amigos capuanos, y contarle que su
bella esposa Anfisba lo traicionaba con Asdrúbal. Al principio, Cartalón no dio crédito a lo
que escuchaba y, tomándolo por otra de las bromas pesadas de Alorco, se contentó con
intentar estrangular a Percón para que no volviera a prestarse a tales juegos. Los capuanos
presentes se interpusieron y procuraron quitar importancia al incidente disculpando a Percón, que estaba manifiestamente bebido y no sabía lo que se decía. Pero, en la propia azorada solicitud que todos ponían en minimizar el incidente, el suspicaz Cartalón creyó descifrar que no sólo era cierto el adulterio de su esposa, sino que todos los presentes, a los que
él llamaba sus amigos, estaban en el secreto, aunque ninguno se hubiese atrevido a confiárselo. Abrumado por la enormidad de la traición de Anfisba, de la que estaba arrebatadamente enamorado, el gigante prorrumpió en aullidos de dolor y, cabalgando de nuevo, huyó de la desleal compañía de sus amigos y corrió a refugiarse al campamento, entre sus
fieles y queridos conmilitones.
Aquella misma tarde Alorco me informó de lo que estaba sucediendo. Era urgente
encontrar una solución rápida y satisfactoria al conflicto: no podíamos permitirnos, en la
delicada situación en que nos encontrábamos, que dos de nuestros mejores generales estuviesen mortalmente enemistados. Alorco conocía, por sus confidentes, que la lasciva esposa de Cartalón estaba prendada de un joven contador de Hamil, un tal Ulpio. El propio
Ulpio, informado del plan de Alorco, se prestó a colaborar. Al día siguiente fue al mercado
y se hizo el encontradizo con Anfisba. Cruzó con ella un breve saludo y discretamente la
emplazó para una cita nocturna en el huerto trasero de la casa de ella. A la hora fijada, mi
fiel esclavo Hermión penetró en el huerto, cuya puerta había quedado convenientemente
entornada, y estranguló a la adúltera.
Mientras esto ocurría, Cartalón y Asdrúbal Lacón estaban lejos, ocupados en sendas
misiones de poca importancia. Durante un tiempo procuré mantenerlos distanciados con
diversos empleos. Fue en estos días cuando aniquilamos a los ejércitos de Sentenio Penula
y de Fulvio, que se dejaron rodear por la caballería númida. Pero estos éxitos parciales no
paliaban la creciente sensación de que la derrota final era inevitable.
Las únicas buenas noticias del año llegaron, paradójicamente, de Hispania. Las dos
legiones de Publio y Cneo Escipión habían sido derrotadas; la de Cneo cerca de los vados
de Mengíbar y la de Publio en el río Genil. Los dos Escipiones habían perecido; Publio en
combate, Cneo abrasado, con otros fugitivos, en el castillo de Estiviel, donde se había hecho fuerte. La muerte de Cneo fue accidental. Uno de los númidas había ignorado las órdenes de su sargento y arrojó una antorcha a la reseca techumbre de la torre. Los restos del
ejército romano se habían retirado al otro lado del Ebro.
En 211 seis legiones sitiaron Capua. No disponía de tropas suficientes para obligarlas
a levantar el cerco. Intenté diversas argucias que no dieron resultado, entre ellas la de amagar una marcha contra Roma. La capital de los romanes revivió durante unos días sus antiguos terrores. ¡Hannibal ad portas!, gritó una mujerzuela que había confundido con mis
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tropas a uno de los escuadrones de desertores númidas pasados al bando romano. Inmediatamente circuló por la ciudad el rumor de que los púnicos habíamos conseguido penetrar en
el barrio de los tintoreros y avanzábamos por la puerta Fabia. Pero la calma quedó prontamente restablecida en cuanto la guardia senatorial repartió unas docenas de cintarazos a la
multitud histérica que se había concentrado frente al edificio del Senado. Aparte de esta
falsa alarma, los romanos no se inquietaron demasiado. Sabían que carecía de fuerzas para
intentar un asalto a la ciudad. Y sabían que ellos mantenían en campaña un ejército seis
veces superior al mío. Hay una anécdota que ejemplifica la serenidad romana o mi desastrada situación. El campo donde vivaqueó mi ejército frente a Roma se vendió en aquellos
días por el mismo precio en que se había tasado antes de la llegada de mis tropas.
Al tercer día del asedio formé al ejército y lo llevé en orden de batalla a las inmediaciones de la puerta Colina, en un intento de provocar a la guarnición de la ciudad. Si los
cónsules no respondían a mi reto, sus conciudadanos más exaltados los tacharían de cobardes. Aquel pueblo había soportado estoicamente, durante años, los crecidos tributos y las
continuas levas de jóvenes que la guerra requería. Había entregado al tesoro público todas
sus joyas, sus esclavos, sus animales, su fuerza de trabajo. Era comprensible que exigiera
la derrota de Aníbal allí mismo, delante de la ciudad, que quisieran verme morir delante de
sus muros. Un clamor popular se elevó de los adarves cuando la puerta se abrió y los manípulos comenzaron a salir al campo abierto. Tomé disposiciones para que mi mermada
caballería pudiera interponerse, llegado el momento, entre los fugitivos y la ciudad, a fin
de cortarles la retirada. Avanzaron los vélites romanos al encuentro de los escasos honderos baleares que aún permanecían conmigo. Entonces el cielo, que durante todo el día había permanecido indeciso, comenzó a tronar y se puso a granizar furiosamente. Los augures romanos lo interpretaron como un presagio favorable. Los dioses me declaraban vencido y prohibían el combate. Volvieron a abrirse las puertas de la ciudad y los manípulos
penetraron de nuevo. Decepcionado, di orden de regresar al campamento.
Dos días después mejoró el tiempo. Levanté el asedió y regresé hacia el sur, hostigado de cerca por Quinto Fulvio. Una noche lograron burlar la vigilancia de los centinelas
galos y se apoderaron de una parte de nuestro fardaje. A la noche siguiente caímos por
sorpresa sobre su campamento y recuperamos lo robado después de pasar a cuchillo a un
elevado número de auxiliares itálicos que lo custodiaban.
El sol flamea en el horizonte a punto de extinguirse, enrojeciendo el cielo. Los celtíberos creen que este momento del ocaso reivindica la sangre de sus guerreros muertos.
Presiento que muy pronto me uniré a los muchos miles de ellos que perecieron defendiendo mis empresas. Ahora queda poca luz. Mañana seguiré.
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13. LA CAÍDA DE HISPANIA
Llegué a aborrecer la llegada de los correos y mensajeros, pues raramente eran portadores de buenas nuevas. Las llamadas de auxilio de Capua se hicieron constantes. En la
ciudad escaseaban los alimentos y los antiguos partidarios de la Liga volvían a alzar sus
voces para mencionar la palabra rendición. Forzado por el pueblo, el Senado recibió a su
legado romano. A cambio de la capitulación de la ciudad, Roma estaba dispuesta a respetar
la vida de sus habitantes. Sólo eso. A pesar de la dureza de tal proposición, los más señalados seguidores del partido púnico desconfiaban de que los romanos tuviesen intención de
respetarla. Pero, abrumados por la hostilidad de la mayoría, que nuevamente se arrojaba en
brazos de Roma, no se atrevieron a protestar. Los más comprometidos se envenenaron;
otros intentaron huir hacia Tarento, donde confiaban unirse a mis fuerzas, pero los romanos que sitiaban la ciudad patrullaban los caminos de la región y los capturaron a casi todos. Torturaron y crucificaron a los hombres y distribuyeron a las mujeres entre la tropa.
Quizá el tono de lo que escribo induce a pensar que me sentía derrotado. Es porque
ahora me siento derrotado. El que escribe es un anciano que aguarda la muerte. Pero entonces tenía treinta y siete años y había guerreado con los romanos, en suelo italiano, durante ocho años matando a doscientos mil de ellos sin haber sido derrotado ni una sola vez.
Es más, a pesar de la aplastante superioridad de sus fuerzas no se atrevían a enfrentarse
conmigo en campo abierto. Me seguían esquivando como en los días de mi mayor fuerza.
No me di por vencido. Todavía permanecí otros siete años en Italia.
Los cónsules para el año 210 fueron Marcelo, el vencedor de Sicilia, y Marco Valerio Livino. Este último consiguió una alianza con los estados griegos enemigos de Macedonia. De este modo se aseguraba que Filipo no podría distraer sus tropas para enviarlas en
mi ayuda.
Mientras tanto habían designado procónsul en Hispania a Publio Escipión el Africano (que aún no había merecido este sobrenombre). Me refiero nuevamente al joven hijo
de aquel Cneo al que mi hermano Asdrúbal había derrotado y muerto dos años atrás. Este
Publio Escipión es el único romano íntegro y leal que he conocido. A pesar de que mi única derrota es obra suya, mi corazón rebosa amistad y gratitud hacia él. Entonces tenía veinticuatro años y solamente había sido edil, de modo que tuvieron que hacer una excepción
para concederle el imperium o máximo mando de tropa antes de la edad reglamentaria,
pasando por alto los cargos intermedios de tribuno y cónsul. Los viejos generales refunfuñaron un poco pero consintieron el salto en el escalafón: ninguno de ellos ambicionaba el
mando del problemático ejército de Hispania. Dicen que al pueblo romano lo llenó de piedad verlo partir tan joven, con tan grave responsabilidad, a una tierra extraña donde tendría
que combatir entre las tumbas de su padre y de su tío.
Mientras Escipión partía para Hispania con una parte de las nuevas legiones, el resto
se unía a las tropas acantonadas en Campania y marchaba contra Herdonia, cuyos habitantes parecían dispuestos a entregar la guarnición púnica que guardaba la ciudad. Desgraciadamente no se trataba de un caso aislado. Muchas ciudades que nos habían jurado amistad
después de Cannas, conspiraban ahora abiertamente contra nosotros y buscaban la manera
más favorable de volver a la obediencia de Roma. En tales circunstancias reuní a todas las
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tropas disponibles, treinta y seis mil infantes y seis mil jinetes, dispuesto a plantear nuevamente una batalla campal.
Fulvio Contumalo, el general designado por Roma, era un buen estratega aunque poco imaginativo, defecto del que suelen adolecer los romanos. Era previsible que se atuviera
al esquema básico de la legión, despreciando las posibilidades de su estimable caballería.
Por lo tanto me abstuve de elaborar un plan sofisticado que quizá mis nuevos reclutas, insuficientemente entrenados, no habrían sabido secundar convenientemente. Me limité a
fijar el frente con mi infantería mientras la caballería númida amagaba un ataque sobre el
campamento romano para caer inmediatamente sobre la retaguardia de la legión, cercándola. Conseguí otro pequeño Cannas. Las tropas de Fulvio, acosadas por los flancos, se dejaron pasar a cuchillo y el propio general resultó muerto. Incendié la infiel Herdonia, después
de permitir a los númidas que escarmentaran a sus habitantes, y me retiré hacia Tarento,
donde me estaba esperando una carta de Asdrúbal con la peor noticia posible: los romanos
habían conquistado Cartagena. El sepulcro de Amílcar y Asdrúbal Janto en manos de sus
enemigos. Ya no me cupo ninguna duda: la guerra de Italia estaba irremisiblemente perdida. El joven Escipión —otra vez Escipión— había conquistado la ciudad por sorpresa
aprovechando que estaba casi desguarnecida, pues Asdrúbal se encontraba en el Tajo y
Magón en Cádiz. En Cartagena quedaron sepultadas mis últimas esperanzas de obtener
refuerzos de Hispania. Allí estaban almacenadas las máquinas de asedio que un día proyecté emplear contra Roma y los treinta y cuatro barcos que habían de transportarlas a Tarento
junto con el equipo restante. La sorpresa fue tan súbita que los romanos capturaron incluso
las diecinueve penteras de escolta. Perdimos también el oro y la plata necesarios para reclutar nuevos jinetes númidas, pero la más lamentable pérdida fueron los rehenes españoles
que garantizaban la fidelidad de las tribus celtíberas y béticas. El sagaz Escipión los puso
inmediatamente en libertad y se condujo magnánimamente con ellos. Con este calculado
gesto se ganó la amistad de muchos pueblos orgullosos a los que no hubiese podido domeñar por las armas. Los jefes indígenas se dejaban persuadir por Escipión con asombrosa
facilidad. Les prometía que los romanos abandonarían Hispania en cuanto expulsaran de
ella a los cartagineses, les rebajaba los impuestos, financiaba traiciones, sobornaba guarniciones auxiliares y hacía espléndidos regalos a los caudillos que se le unían. Muchos pueblos asesinaron a sus agentes púnicos y se pusieron bajo la protección de Escipión.
De este modo terminó aquel aciago año de 209. Después del desastre en Hispania, la
Balanza se alarmó ante la perspectiva de perder sus riquezas coloniales. De pronto pareció
que se querían tomar la guerra en serio. Libraron fondos para contratar cinco mil númidas
de Masinisa y emprendieron la construcción de una escuadra similar a la romana.
También los romanos tenían problemas. Algunos miembros de la Liga estaban ya en
el límite de sus fuerzas y se negaban abiertamente a seguir suministrando a Roma la cantidad de cereales y hombres que exigía. Las devastaciones de la caballería española y númida, que cada primavera les arrasaban los campos antes de que la cosecha estuviese madura,
empezaban a rendir sus frutos. A pesar de las remesas de trigo egipcio y siciliano que llegaban a Roma, el precio del grano se había triplicado en tan sólo unos años.
Los romanos nombraron cónsul a Quinto Fabio Máximo, mi viejo enemigo Cunctator, quien, a pesar de su achacosa ancianidad, seguía siendo el escudo de Roma. Cunctator
se propuso un único objetivo: arrebatarme el puerto de Tarento antes de que pudiese recibir
los refuerzos que necesitaba.
Habíamos ganado Tarento por medio de una estratagema. Los romanos lo recuperaron usando otra. Existía en la ciudad un hombre oriundo de Brutium que estaba enamorado
de la hermana de uno de los centuriones de la legión Capitolina. Cunctator vino a saber
esta historia y sirviéndose de un trajinante tracio prometió al enamorado, que si le facilita-
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ba la conquista de la ciudad, él arreglaría las cosas para que pudiera casarse con su amada.
Convinieron en que cuando estuviese de guardia dejaría desguarnecida la parte de la muralla a él encomendada. Así se hizo. Una tropa escogida de romanos escaló las defensas y
deslizándose por el interior del adarve degolló a los otros guardias y abrió la puerta a los
manípulos que, como nosotros antaño, esperaban la señal convenida desde el escondite del
cercano barranco. La ciudad fue saqueada y sus habitantes vendidos como esclavos.
A la pérdida de Capua y de Tarento siguió la de todas las ciudades menores de la
Campania. Los refuerzos prometidos por la Balanza no llegaban y las arcas de intendencia
estaban exhaustas. No tenía con qué pagar las soldadas atrasadas. Mi ejército vivía en el
campo, sólo del saqueo. De los que atravesaron conmigo los Alpes solamente sobrevivían
tres mil. Los otros eran galos cisalpinos, esclavos fugados, desertores romanos y mercenarios itálicos, púnicos y griegos que se habían puesto bajo mi mando sólo por la esperanza
del botín. Cuando las condiciones se hacían especialmente difíciles, las deserciones aumentaban. Paradójicamente sólo podía contar con la fidelidad absoluta de los desertores
romanos. Éstos vivían sin esperanza, perseguidos por el espectro de la atroz muerte que les
aguardaba si eran capturados por sus compatriotas.
Solamente me quedaba una sombra de puerto en Locri, que además estaba sitiado.
Acudí en su ayuda y atraje a los romanos a una emboscada en la que maté a dos mil de
ellos y capturé a otros tantos. Este inesperado revés causó tanto pesar en Roma que Marcelo se vio obligado a plantear una batalla campal. Necesitaba una victoria que salvara su
prestigio. También yo la necesitaba, ciertamente, y por las mismas razones.
Su campamento y el mío estaban separados por una zona de bosques. Oculté entre
los árboles a los restos de mi caballería númida y planteé la batalla en el llano. Pero Marcelo y Crispino, que habían tenido la misma idea, se dirigieron con una parte de su caballería
a la misma arboleda donde se ocultaban mis númidas. Nuras Avas, interpretando correctamente mis pensamientos, no desaprovechó la ocasión, les salió al paso y los aniquiló. Marcelo resultó muerto en la refriega. A la vista de su cadáver ensangrentado me sentí consternado. Era el único general digno de tal nombre que tenía Roma, aparte de Escipión. Cuando vencía no nos daba cuartel y cuando lo derrotábamos volvía una y otra vez, animosamente, a la lucha. Hice incinerar su cuerpo con la pompa que corresponde a un gran jefe y
envié sus cenizas a la familia dentro de una urna de plata. En cuanto al cónsul Crispino,
pudo escapar de la emboscada pero falleció a los dos días, a consecuencia de sus heridas.
En la mano de Marcelo encontramos el sello consular con el que firmaba sus órdenes. En la turbación del combate sus hombres habían olvidado retirarlo del cadáver. Con
ayuda de este sello falsifiqué una carta dirigida al comandante de la guarnición romana de
Salapia, al norte de Apulia. Le ordenaba que dispusiese lo necesario para recibir al ejército
consular que llegaría por la noche. A la hora indicada envié a unas docenas de soldados,
todos ellos antiguos desertores romanos, para que no despertasen sospechas y pudiesen
hacerse pasar por una avanzada del ejército de Marcelo. Ellos se asegurarían de que las
puertas quedasen abiertas para que el resto de mi ejército pudiese irrumpir en la ciudad.
Pero los de Salapia habían recibido aviso y conocían el engaño. Atraparon a mis enviados
y les dieron la cruda muerte que Roma reserva a sus desertores. Cuando llegamos a la vista
de la ciudad, las puertas permanecían cerradas y los cadáveres desnudos y emasculados de
mis hombres se balanceaban de las murallas, colgados de garfios. Algunos vivían todavía,
agitaban débilmente los miembros y suplicaban que los rematásemos.
Abatido me retiré hacia Metaponton, donde pasé el invierno lamiéndome las heridas
y sintiéndome como un viejo lobo, demasiado torpe ya para la caza.
Los cónsules del año 207 fueron Claudio Nerón y Livio Salinator. Claudio Nerón
acampó con sus dos legiones cerca de mis cuarteles de invierno mientras que Salinator se
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dirigía hacia el norte para cortar el paso a mi hermano Asdrúbal que se disponía a cruzar
los Alpes con un ejército de celtíberos.
Esta vez todo se había planeado cuidadosamente. Asdrúbal Lacón había pasado el
verano en las montañas, entre las tribus galas y ligures, parlamentando con sus jefes y sobornando a sus consejos. Alcanzó acuerdos con todos ellos. A cambio de una crecida cantidad de plata permitirían el paso del ejército de Hispania. Incluso estaban dispuestos a
almacenar forraje para los elefantes en los lugares convenientes.
Asdrúbal atravesó los Alpes sin dificultad y llegó a las llanuras del Po un mes antes
de lo previsto. Pero luego, con aquella su eterna irresolución, desaprovechó el tiempo que
había ganado y se dedicó a ir de un lado para otro en espera de que se le unieran ciertos
refuerzos galos y ligures que Lacón estaba negociando en las montañas. Mientras tanto
sitió Placencia, una plaza fuerte de la región, que no necesitábamos en absoluto. Cuando
supe lo que estaba haciendo le ordené que se me uniese inmediatamente. En lugar de responderme por la vía acostumbrada, por medio de una carta cifrada, incurrió en la torpeza
de exponer sus planes de marcha y su itinerario en púnico vulgar, pensando que no lo entenderían los romanos. Hizo seis copias de su carta que entregó a otros tantos jinetes, cuatro galos y dos númidas. Los correos partieron hacia el sur por distintos caminos. Todos se
dirigían a Tarento, donde esperaban encontrarme, pues ignoraban que había sido recuperado por los romanos. Pero Livio Salinator estaba sobre aviso y tenía espías por todas partes.
Sus patrullas salieron a los caminos y capturaron a los seis mensajeros. De este modo los
romanos quedaron perfectamente informados de los planes de Asdrúbal mientras que yo no
sabía nada de ellos.
Preocupado por la falta de noticias, abandoné Metaponton y marché hacia el norte, a
través de la Lucania, seguido por el ejército de Claudio Nerón cuyas patrullas hostigaban
continuamente a mis forrajeadores. Parecía que intentaba provocarme a una lucha abierta,
pero en cuanto me veía disponer las tropas en orden de batalla, se replegaba prudentemente. Hasta los más ineptos generales romanos habían asimilado por fin la exasperante táctica
del viejo Cunctator.
Si continuaba marchando hacia el norte, con el ejército de Claudio pegado a mis talones, no haría otra cosa que favorecer su eventual unión con el del otro cónsul. Los romanos disfrutaban de una ventaja estimable: ellos conocían la exacta ubicación de sus dos
ejércitos. Por el contrario, yo no tenía idea de la situación de las tropas de Asdrúbal ni de
sus planes inmediatos. Por lo tanto busqué un lugar idóneo y acampé. Aquella misma noche despaché trece mensajeros, gente intrépida y conocedora del país, hacia diversos lugares del norte donde imaginaba que podía encontrarse Asdrúbal.
Los espías de mi campamento mantenían bien informado a Claudio Nerón. Cuando
supo que había acampado en espera de noticias de mi hermano y que no volvería a ponerme en marcha antes del regreso de mis mensajeros, puso en práctica un plan audaz e inteligente. Estableció su campamento a seis kilómetros de distancia del mío y en cuanto se hizo
de noche sacó silenciosamente a la mitad de sus hombres, un total de seis mil legionarios y
mil jinetes, escogidos entre los veteranos mejor entrenados. Con ellos prosiguió la marcha
hacia el norte con intención de unirse al otro ejército consular. Como marchaban sin impedimenta, avituallándose por el camino y confiscando lo necesario en los lugares por donde
pasaban, tardaron menos de una semana en cruzar toda Italia.
Los efectivos de Claudio Nerón se alojaron en el campamento de Livio Salinator,
apretujándose como pudieron en sus tiendas para que Asdrúbal no sospechase, por el aumento de tamaño del campamento, que su adversario había recibido refuerzos. No obstante
los romanos descuidaron un detalle que los delató. A la mañana siguiente dejaron oír dos
trompetas, con lo que los exploradores que Asdrúbal mantenía en las cercanías vinieron a
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saber que los cónsules presentes en el campamento eran dos. Recelando una trampa, Asdrúbal suspendió su avance y decidió retirarse hacia el río Metauro hasta que pudiera conocer con exactitud la cuantía de las fuerzas romanas con las que se enfrentaba. Esta decisión fue correcta, pero el modo en que se llevó a cabo fue desastroso. La retirada se realizó
de modo confuso e impremeditado. Aún no habían alcanzado el reparo del río cuando la
caballería romana cayó sobre la retaguardia de los auxiliares galos. Asdrúbal intentó salvar
la situación fortificándose en unas colinas cercanas. Todo salió mal. Había reforzado su
centro con ligures mal entrenados, entre los que colocó a los diez elefantes. Al parecer los
animales se espantaron del sonido de las trompetas romanas y dieron en correr de un lado a
otro como naves a la deriva, aplastando indiscriminadamente tanto amigos como enemigos. Para colmo de males los indis que los guiaban no iban provistos de instrumento alguno con el que apuntillar a los animales enloquecidos. Mientras tanto, Claudio Nerón
apartó su caballería de la batalla y, dando un rodeo por entre los cañaverales, la lanzó sobre
el flanco derecho de Asdrúbal, donde estaban sus mejores tropas, los africanos y españoles.
Los aniquilaron a todos y mi hermano resultó muerto. Solamente unos cientos de hombres
consiguieron escapar de la matanza. Supe lo que había sucedido por una docena de ellos
que lograría reunirse conmigo al mes siguiente.
La noticia de la derrota y muerte de Asdrúbal me llegó tan sólo a los siete días de la
batalla. Una patrulla romana se acercó a mi campamento de noche, subrepticiamente, y
arrojó por encima de la empalizada un saco que contenía la cabeza de Asdrúbal. Sosilos
vino a traérmela. Aunque habían transcurrido muchos años desde la última vez que nos
vimos, reconocí en seguida las familiares facciones de mi hermano en aquel rostro manchado de barro y de sangre seca, hinchado y putrefacto. Aquello era lo que quedaba del
infortunado Asdrúbal. Su triste despojo era presagio cierto que representaba el sino de los
Barca y también el de Cartago. Mi bisabuelo perdió la vida luchando contra los piratas
cretenses, mi abuelo murió guerreando contra los númidas, mi padre y cuñado contra los
oretanos. Ahora mi hermano había perecido a manos de los romanos, como luego mi otro
hermano, Magón. Pero en aquel momento me abstuve de manifestar mi dolor. Hice sepultar la cabeza de Asdrúbal dentro de una urna de mármol, con una doble inscripción, en
púnico y en griego, y con el signo de Tanit. Luego me refugié en la soledad de mi tienda.
Del doloroso abatimiento de los días que siguieron vino a rescatarme Casandra, una
cortesana griega a la que conocí en una de las fincas del Campo Herminio. Casandra era
una mujer valerosa. Había rehusado la idea de abandonar sus propiedades, como hicieron
todos sus vecinos, ante la inminencia del paso de mis tropas por la región. Ella permaneció
en su casa, herencia de un viejo amante ya fallecido, con sólo dos fieles esclavos que se
resignaron a compartir la incierta suerte del ama.
Cuando la conocí, Casandra había dejado atrás la dorada juventud. No obstante, sus
encantos se encontraban en ese punto de sazonada lozanía que anuncia ya la próxima gradual decadencia de la hermosura. Era bella a la manera griega: ojos oscuros de profunda
mirada, recta nariz, carnosos labios y firme barbilla. Desde el primer momento me sentí
atraído por ella, aunque fui consciente de que se trataba de una de esas personas cuya hermosura embriagadora es para gustada en espaciados sorbos, no para la monótona reiteración del matrimonio. Quizá por este motivo, y por escapar de un oscuro pasado de pobreza,
se había resignado a ser cortesana, a pesar de que, por su inteligencia y refinada cultura,
podía haber aspirado a una existencia menos azarosa. Era todo un carácter. Rechazó con
irónica firmeza las inevitables solicitaciones de Asdrúbal Lacón y haciendo gala de una
franqueza que desarmó mis posibles reparos, me invitó a cenar con ella una noche. Unos
años antes hubiese rechazado tal solicitud con una nota amable y un presente. Pero en
aquellos días me dejaba ganar a veces por una especie de cansada apatía. Una reflexiva
parte de mi ser censuraba a la otra, con amargos reproches, su alejamiento de los legítimos
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placeres de la vida y su excesiva preocupación por negocios que ya no tenían arreglo. Quizá esta relajación era inevitable. Llevaba muchos años intentando sacar agua de un pozo
seco. Lo que antes era muro impenetrable se había convertido en débil tabique de ladrillos
pintones. Me sentía capitán de una cuadrilla de bandidos cuyo solo objetivo se reducía ya a
rapuzar las mieses que los mantendrían vivos a lo largo del inhóspito invierno.
Durante unas semanas me olvidé de que era Aníbal y aparté de mi corazón la sagrada
misión recibida de mi padre para entregarme, con fruición, al disfrute de una vida ajena,
anónima y casi feliz en los hospitalarios brazos de Casandra. Permanecíamos en el lecho
hasta que estaba alta la mañana; luego dábamos largos paseos por los bosques y pastizales
de su finca, nos sentábamos a conversar bajo las potentes encinas, leíamos los poemas de
Safo, nos abrazábamos en las umbrías soledades de apartados parajes y nos revolcábamos
en los cómplices sembrados con adolescente inconsciencia.
—A los dos nos ha derrotado la vida, Aníbal —me comentó en una ocasión. Estábamos sentados junto a un oculto manantial y ella lanzaba briznas de hierba al espejo del
agua por el melancólico placer de contemplar cómo la suave corriente las arrastraba.
Aún hoy rememoro con nostalgia y agradecido temblor aquellos días pasados junto a
Casandra. Se me representan como una breve ínsula, luminosa y feliz en medio del fatigoso océano de mi zarandeada existencia. No es que me arrepienta de ser Aníbal o de haberlo
sido, pero a menudo me hago el vago reproche de haberlo sido en exceso, con innecesaria
intensidad. Y me arrepiento de haber desatendido tantas otras cosas que pertenecen al
hombre.
Pero será mejor que prosiga mi relato. Después de la muerte de Asdrúbal, mis últimas esperanzas de mejorar la situación en Italia se esfumaron. Las dos condiciones imprescindibles eran ya imposibles: obtener refuerzos de Hispania y persuadir a las ciudades
itálicas para que repudiaran su alianza con Roma.
Levanté el campamento, evacué el Metaponto y la Lucania, abandoné casi todas las
conquistas que aún conservaba y concentré las tropas que me quedaban en Brutium. No
podía concebir esperanza alguna sobre la capacidad militar de aquel heterogéneo conglomerado de viejos veteranos, desertores y mercenarios del más variado origen, cada día más
difícil de controlar porque las incesantes luchas de los últimos años se habían llevado a la
mayoría de los mandos intermedios. Casi todos los nuevos sargentos eran incompetentes y
no siempre resulta posible disciplinar a una turba de hombres desesperados a los que una
vida de violencia ha enseñado que lo más fácil es matar.
En Brutium recibí el último envío de plata hispánica y las malas noticias que solían
acompañarlos: Escipión había derrotado a Magón y a Hano en el sur. Hano había caído
prisionero. Los últimos jefes celtíberos que la primavera anterior se mantenían fieles a
Cartago se habían pasado, en bloque, a los romanos. Ahora todos los territorios, minas,
pesquerías y riquezas de la antigua colonia estaban en manos de Roma o de los reyezuelos
locales aliados a Escipión. Mengíbar y Cástulo habían sido arrasadas hasta los cimientos en
castigo por su fidelidad a los Barca. Los legionarios de Escipión destruyeron las tumbas
reales, entre ellas la de mi dulce Himilce a cuya estatua funeraria, que un esclavo denunció
como representación de la esposa de Aníbal, destrozaron el rostro a martillazos. Solamente
Cádiz continuaba siendo púnica. La situación volvía a ser exactamente como en los tiempos en que mi padre y yo llegamos a Hispania. Peor aún. Ahora no existía un Amílcar capaz de conquistarla. Sus hijos, los que él llamaba la camada del león, no habíamos demostrado ser dignos sucesores suyos.
La isla de Cádiz se perdió al año siguiente. Antes de que la escuadra romana intentase aislarla, Magón Barca sacó de ella sus últimas penteras y puso a salvo lo que restaba de
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las reservas de plata. Siguiendo mis instrucciones se dirigió a Ibiza, algunas de cuyas tribus
aún nos eran fieles. Allí invirtió la plata en reclutar mercenarios.
La colonia púnica de Cádiz no sufrió merma alguna. Su Senado designó una comisión de muñidores en la que figuraban Atarbal y Noplo, que negoció con los romanos la
sumisión pacífica de la ciudad. La clemencia del trato que Escipión le otorgó vino a confirmar mis sospechas: Atarbal y sus socios habían estado entendiéndose con los romanos
desde que comenzó la guerra. Eran ellos los que les suministraban armas celtíberas y cordajes y minio para la marina. El descubrimiento de esta enormidad no me enfureció. Ni
siquiera me contrarió. Como a veces me advertía Sosilos en nuestras noches peripatéticas,
la terca adversidad había hecho de mí un perfecto estoico. Casi disculpé que el comercio
no tenga patria. A Atarbal y a sus socios les era indiferente a quién pagaban los impuestos.
Por otra parte, consideraban que la victoria de Roma acabaría favoreciendo sus intereses
particulares. Un amplio sector del Senado romano se dejaría sobornar y ellos podrían ampliar sus mercados, bajo la protección de sus amigos romanos, hasta mucho más lejos de lo
que hubieran soñado con el único respaldo de la Casa del Comercio de Cartago. Estos mercados futuros incluían los de la propia Roma, cuya poderosa aristocracia se estaba volviendo cada vez más exquisita. Les convenía que Cádiz continuase comercializando el lujoso
garón, particularmente ahora, cuando les sobraba plata para adquirirlo. Sólo el botín hispano de Escipión aportó a Roma más de catorce mil trescientas libras de plata. Los oficiales del Tesoro fueron generosos con el joven general. De esta cantidad dedujeron los gastos
de una hecatombe sacrificada a Júpiter capitolino y de la celebración de unos magnos juegos votivos que Escipión había prometido a los dioses durante la guerra de Hispania. También se mostraron generosos con ellos mismos y con sus amigos y parientes. Reembolsaron
todos los donativos que durante años patricios y senadores habían entregado a regañadientes para sostener la causa de la guerra.
El año 206 fue de completa calma. Me mantuve en Brutium con un ejército tan vapuleado y mermado por las constantes deserciones que no me atrevía a arriesgarlo en ninguna
acción importante. Los romanos me vigilaban a distancia y permanecían extrañamente
inactivos.
—Se toman un respiro antes de la embestida final —sentenciaba Maharbal.
Pero la razón era otra. Escipión estaba acabando de liquidar los últimos focos de resistencia en Hispania y se disponía a embarcar su ejército para conducirlo directamente
contra Cartago. La Balanza me envió una exigua cantidad de plata, que no alcanzaría para
satisfacer la mitad de las soldadas que adeudaba a mis hombres. En el mismo correo me
informaban de las negociaciones en curso entre Escipión y el númida Sífax. Escipión había
desembarcado en Tipasa al mismo tiempo que Asdrúbal Giscón. Los dos pretendían lo
mismo: conseguir una alianza con Sífax. Necesitaban sus jinetes númidas para la lucha que
se avecinaba en tierra africana. Sífax los recibió con idénticos honores, aunque separadamente. Se sentía muy halagado al comprobar que las dos potencias mundiales se disputaban ahora su amistad. Dos días después despidió a Asdrúbal Giscón con buenas palabras
y vagas promesas de amistad futura. Cuando su trirreme abandonó el puerto, las penteras
de Escipión continuaban amarradas junto al muelle. Esto significaba que el romano había
ganado la partida. Se quedaba en Tipasa para discutir los detalles de la alianza. Nada sorprendente. Cartago linda con Numidia mientras que Roma queda lejos. Sólo hay que temer
a los vecinos.
Por otra parte los númidas poseen una excelente memoria, como todos los pueblos
mayormente analfabetos. Durante siglos han recibido continuas humillaciones de Cartago.
De los romanos no han recibido nada. Hasta hace veinte años ni siquiera sabían que Roma
existía. Pero no era la actitud de los númidas lo que más me preocupó en aquellos días.
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Otros sucesos luctuosos requirieron mi atención. Alorco recibió un mensaje urgente de
Martindos. Era vital que se entrevistara con él en Roma. Las nuevas que tenía que comunicarle eran tan comprometedoras e importantes que no se atrevía a confiárselas a ninguno de
los mensajeros habituales. Acompañado de Mantelix, el enamorado de Martindos, que
ahora se había convertido en un tripudo bribón, y de mi fiel esclavo Hermión, Alorco fue a
Roma. En la alquería donde solía entrevistarse con Martindos lo estaban aguardando los
guardias del Senado. La cita era una trampa. Martindos había sido denunciado por uno de
sus amantes, al que había cometido la torpeza de confiar que era espía de Aníbal. Durante
muchos días los romanos torturaron a Alorco y a Hermión —Mantelix murió al ser capturado—. Hermión enloqueció, circunstancia que probablemente lo salvó de mayores males.
A Alorco lo castraron, le sacaron los ojos con una cuchara y le cortaron las manos, la lengua, los labios, la nariz y las orejas. Cuando estuvo curado de sus mutilaciones los pusieron
en libertad para que regresaran a mi lado.
A pesar de todo las noticias de Roma continuaron llegando por distintos cauces. Escipión se había convertido en un personaje popular, no sólo entre sus amigos patricios sino
también entre el pueblo bajo, que admiraba sus triunfos militares. En las elecciones del año
205 obtuvo un consulado (el otro fue para Licanio Craso) e inmediatamente recibió el
mando de las tropas acantonadas en Sicilia. Esto significaba que el Senado había decidido
llevar la guerra a Cartago en un plazo relativamente breve. Un espía regresó de Ostia para
confirmar lo que era evidente:
—Están construyendo una escuadra como jamás se vio otra. Han contratado a más de
cien carpinteros griegos. En un mes llevan botadas veinte penteras y diez trirremes.
Al día siguiente recibimos una noticia más consoladora: «Graves problemas en el
Senado. Algunos conscriptos del grupo de Fabio Máximo abogan porque se aplace la expedición a África hasta que Aníbal haya sido expulsado de suelo italiano. Es posible que
reclamen el regreso de Escipión con el ejército de Sicilia.»
Deliberé con el consejo.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Maharbal—. Sólo podemos contar con las fuerzas que tenemos acampadas ahí fuera. No es posible obrar milagros, no nos engañemos.
Escipión obtendrá una fácil victoria.
Nadie levantó la voz para contradecir a Maharbal. Tenía razón. Solamente la división
de las fuerzas romanas podría otorgarnos la remota posibilidad de resistir a Escipión. Tomé
una rápida decisión:
—Que Sileno redacte una carta cifrada para Magón. Hace un mes informó que ya
había alistado a unos doce mil infantes y dos mil jinetes baleares. Que suspenda el alistamiento y traiga a Italia todo lo que tenga. Pero no debe intentar un desembarco en estas
costas, donde la escuadra romana podría interceptarlo fácilmente. Que se dirija hacia el
norte, al territorio de los galos cisalpinos e intente reclutar entre ellos a los que estén disponibles. Es posible que los romanos dividan sus fuerzas para evitar que se nos una.
—Confiemos en que tenga más suerte que Asdrúbal —murmuró Maharbal.
Una galera ligera partió aquella noche con rumbo a Ibiza. Magón recibió el mensaje
y se puso en movimiento. La suerte lo acompañó. Desembarcó junto a Génova, sin contratiempos, y ocupó la ciudad. Desde allí me envió aviso, por medio de unos piratas ligures.
También remitió a Cartago la parte más vistosa del botín genovés. Quizá la vista de aquellos tesoros estimuló el apetito de la Balanza. Lo cierto es que inmediatamente rebañaron
los refuerzos que pudieron distraer de la frontera númida, donde volvíamos a tener problemas de bandidaje, y los enviaron en veinticinco naves. En total siete mil hombres, siete
elefantes y una cantidad de plata suficiente para alistar a unos miles de mercenarios galos.
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Los ventrudos comerciantes de la Balanza se metieron a generales. Tuvieron la desfachatez
de suministrar el plan de operaciones que Magón habría de cumplir antes de intentar reunirse conmigo. Debería marchar sobre Roma. Lógicamente, no contaban con que los poderosos ejércitos consulares mantenían bloqueados los pasos y vigilaban los posibles caminos. El dominio de Italia hacía mucho tiempo que había escapado de nuestras manos.
Mientras estas cosas sucedían, Escipión había regresado a Italia y cavaba mi fosa debajo de mis pies. Sucesivamente me arrebató Turia y Locri. Aunque contaba con tropas
muy superiores, se contentaba con obtener pequeños éxitos parciales sobre modestos objetivos, lo que me debilitaba aún más. También me observaba atentamente, hacía caso omiso
de mis provocaciones y no se arriesgaba a una batalla campal. El campo estaba lleno de
patrullas romanas y númidas. La tropa aceptaba este compás de espera sin dar muestras de
impaciencia. A veces mis númidas se encontraban con los de Escipión y pasaban unas horas juntos, charlando, emborrachándose y entonando nostálgicas canciones africanas en
perfecta camaradería. Naturalmente tal estado de cosas favorecía las deserciones, casi
siempre de mi campo hacia el romano. Por suerte, muchos de mis númidas y celtíberos
estaban casados, tenían mujeres en el campamento, o incluso hijos de corta edad, y no se
atrevían a abandonarme por miedo a perderlos.
Las malas noticias se sucedían con tal rapidez que las más recientes tenían la virtud
de hacer olvidar las anteriores. El rey Filipo de Macedonia, escéptico acerca del futuro de
nuestra alianza, se curaba en salud y había aceptado la tregua que Roma le ofrecía. Esto
significaba que los navíos y tropas romanos que reforzaban los puertos del Adriático, en
previsión de posibles acciones griegas, pudieron unirse a los que bloqueaban mis costas.
En marzo organicé una breve expedición de saqueo con objeto de elevar la moral de
la tropa y conseguir provisiones. Un día acampamos cerca del promontorio Colona. Mientras los hombres levantaban el campamento, me acerqué al templo de Hera Lacinia que
está enclavado en la parte más alta del promontorio. Sosilos y Danón me acompañaban. El
templo es una construcción antigua, en deficiente estado de conservación. Por sus carcomidos muros trepa la yedra. Le han tabicado las ventanas para evitar que aniden en él las
golondrinas y la techumbre está algo hundida. Un anciano y tembloroso sacerdote salió a
recibirnos. Tenía dos compañeros más jóvenes pero habían huido al ver aproximarse a la
tropa, temerosos de los alistamientos forzosos. El anciano nos ofreció agua y nos invitó a
entrar. En la mohosa penumbra interior sólo se distinguían los contornos de una antigua
imagen sedente de Hera que tapaba con su espalda la única y mínima ventana libre del
recinto. Me asomé a ella. Daba al inquieto mar. Oré un instante delante de la madre de los
dioses, protectora de los Barca. Dentro de mi corazón me dirigí a la diosa con palabras de
desconsuelo. Había cumplido cuarenta y un años. Se me había confiado una importante
misión que no consistía solamente en restablecer el honor y la gloria de Cartago y de los
Barca, sino el principio de la justicia que debe presidir las relaciones entre los pueblos libres. Pero me has negado el auxilio y castigas mi vanidad y mi orgullo con la insufrible
derrota. Ahora no tengo nada que ofrecerte, clemente madre de los dioses, ni nada ya que
pedirte. ¿Me servirá de algo implorar a tus pies la victoria?
Me zumbaban los oídos. Las palomas zureaban en el tejado, entre las tejas rotas. El
rumor del mar se percibía rompiendo sobre el acantilado al otro lado del muro. Salí del
templo, entregué unas monedas al sacerdote y regresé a las tiendas. Sosilos y Danón me
seguían en silencio. El cielo estaba azul y limpio. Aquella tarde hice componer, sobre una
placa de bronce, una inscripción votiva. La redacté yo mismo, en púnico y en griego. En
ella describí someramente los principales sucesos de mi vida desde que pisé por vez primera el suelo italiano, trece años atrás. La envié al templo junto con un altar votivo y nuevos
donativos en plata. También hice sacrificar cinco bueyes blancos. Durante la ceremonia un
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tordo de anchas alas voló por mi derecha abajándose al suelo. Luego se perdió por el lado
del mar.
En el año 204 los Libros Sibilinos indicaron al Senado que el invasor de Italia sería
derrotado cuando la imagen de Cibeles Pessina estuviese en el Capitolio. Esta antigua imagen de la madre de los dioses se venera en un santuario de Frigia, en el territorio de Pérgamo. Su rey, Atalo, era aliado de Roma. Inmediatamente el Senado envió una delegación
de patricios para que negociaran el traslado temporal a Roma de la imagen. Los enviados
aprovecharon el viaje para consultar al oráculo de Delfos. Obtuvieron de la pitonisa una
respuesta alentadora pero sumamente enigmática: «La imagen más venerada deberá ser
recibida por el varón más venerable.» ¿Quién era el hombre más venerable de Roma? Los
romanos saben muy bien que, en el fondo, todos ellos son trapaceros y desleales. La virtud
de que alardean en su vida pública no se corresponde en absoluto con los hechos de su vida
privada. Después de largas y espinosas deliberaciones, el Senado decidió que el más merecedor de tan alto título era Nasica, un miembro de la familia Escipión, primo del general
que había conquistado Hispania. En una trirreme adornada con guirnaldas y colchas de
colores descendió Nasica el Tíber y salió a recibir a la diosa en altar mar. Luego la trasladó
a tierra por su propia mano y la entregó a las matronas de la ciudad para que la condujeran
en solemne procesión, entre cánticos y nubes de incienso.
El ejército de Brutium estaba al mando del nuevo cónsul, Sempronio Tuditano. Cornelio Certego vigilaba a mi hermano Magón, que se había establecido en Etruria. La profecía de los Libros Sibilinos había enardecido a Sempronio. Estaba impaciente por librar una
batalla que los dioses le prometían victoriosa. No me hice de rogar. Nos enfrentamos en la
llanura que se extiende delante de los muros de Cretona. Los romanos contaban con una
fuerza de ocho legiones, aproximadamente el doble de mis efectivos. Arriesgué en el centro a los galos e itálicos de inferior calidad y ataqué su derecha con los númidas y celtíberos, procurando rebasar su flanco. En otro tiempo hubiera sido una repetición de Cannas,
pero la calidad de mis tropas no era la de antaño. De los que pasaron conmigo los Alpes
quedaban poco más de mil, muchos de ellos resentidos de viejas heridas y del desgaste de
quince duros años de ininterrumpida campaña. A pesar de todo logramos derrotar a los
romanos, pero volvió a ponerse de manifiesto que cada vez resultaba más difícil ensayar
contra ellos tácticas sorprendentes.
A los tres días de la batalla de Cretona, un barco griego fondeó frente a Pandosia para hacerme llegar un correo de Cartago. Grandes novedades se estaban produciendo en
África. Numidia se encontraba en plena ebullición.
Creo que es el momento de que escriba algo sobre Numidia. Desde muy antiguo
nuestros vecinos los númidas estaban divididos en dos reinos: el de Sífax y el de Anor. A
la muerte de Anor, sus sucesores se habían enzarzado en una sangrienta guerra civil. Un
bando apoyaba a su hijo Masinisa (el que luchó a sueldo de los Barca en Hispania), el otro
a un hermano del rey difunto que había arrebatado el trono aprovechando la ausencia de
Masinisa. Por si esto fuera poco, un ambicioso general, Macetulo, logró crear un tercer
partido y entronizó a Lucumaces, otro oscuro miembro de la familia real, mero pelele en
manos del ejército. El asunto nos afectaba a los Barca muy directamente puesto que la viuda del rey muerto era una hija de mi hermana Astora. Macetulo la obligó a contraer segundas nupcias con Lucumaces creyendo que de este modo se atraería a los Barca a su causa.
Pero el ejército de Masinisa, que había regresado de Hispania después de su conquista por
Escipión, se enfrentó a Lucumaces y lo derrotó. A los pocos días, Sífax invadió los territorios del reino vecino y venció a su vez a Masinisa.
Cuando estaba en Hispania, Masinisa había recibido muchas ofertas secretas de Escipión, pero las había rechazado siempre por mantenerse fiel a Cartago. Ahora decidió que
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era el momento de aceptarlas. Escribió a Escipión apremiándolo para que desembarcara en
África y asegurándole que su alianza convenía más a Roma que la del voluble Sífax. Así
las cosas, la Balanza envió nuevamente a Asdrúbal Giscón para que procurara atraerse a
Sífax. El único modo de comprometerlo a una alianza fue entregándole como esposa a su
bella hija Sofonisba, de la que el númida estaba prendado. La muchacha estaba prometida a
Masinisa desde los días de la guerra hispánica y, según muchos, Masinisa se había mantenido fiel a los Barca durante años solamente por la esperanza de alcanzarla. Con esta boda,
los romanos quedaron informados de que, en caso de que llevasen la guerra a África, los
númidas de Sífax lucharían al lado de Cartago.
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14. EN LOS CAMPOS DE ZAMA
A principios de abril del año 204, Escipión desembarcó en África, cerca del promontorio Bello, con un ejército de treinta mil hombres, en su mayoría veteranos. Masinisa se le
unió inmediatamente con toda su caballería.
Aunque era esperada, la noticia de la llegada de los romanos conmocionó a Cartago.
Por segunda vez en el memorioso espacio de una generación, la odiada loba rondaba sus
muros. Con la sustancial diferencia de que cuando la guerra de Sicilia, Cartago contaba con
el ejército mercenario de Jantipo mientras que en esta ocasión no existía una fuerza apreciable que pudiera interponerse entre Cartago y sus enemigos.
Después de treinta años de cicatera administración, la Balanza se mostró de pronto
generosa. Se desprendió de los fondos necesarios para reclutar mercenarios en cualquier
lugar del mundo donde se alquilaran brazos. En menos de una semana todos los mendigos,
salteadores de caminos, fugitivos de la justicia, aprendices vagos y buscones libios estaban
alojados en los cuarteles de Matagonia y reponían sus fuerzas sacando el vientre de pasadas escaseces a costa del Estado. Los que sabían sostenerse sobre un caballo, muchos de
ellos por haber desempeñado alguna vez el oficio de mozos de mulas o trajinantes, constituyeron un escuadrón de caballería al mando de Hano Barca. Después de un somero entrenamiento se les envió a vigilar los movimientos de los romanos y a hostigar a sus forrajeadores. Al tercer día de operaciones la caballería de Masinisa les tendió una emboscada y
los aniquiló. El propio Hano Barca pereció en la refriega. Estaba recién casado. Cuando
llevaron a Cartago su castrado cadáver, rescatado de los númidas a precio de oro, Astartea,
su mujer, que todavía era casi una niña, reaccionó con sorprendente entereza. Ella misma
se hizo cargo del cuerpo, lo lavó con perfume, taponó con pomada de tamarisco las bocas
de sus heridas y lo amortajó con la túnica nupcial. No derramó ni una lágrima. Luego subió
a la terraza de la torre bárquida y se lanzó contra el patio empedrado. Murió en el acto.
Escipión se abstuvo de ir directamente contra Cartago, a pesar de que había desembarcado abundante material de asedio. Durante un mes se demoró sitiando Utica como si
pretendiera dar tiempo a Asdrúbal Giscón para que acabase de entrenar a los recientes reclutas. Los instructores no tardaron tanto tiempo en cumplir con su cometido. No podía
sacarse mucho partido de aquella horda de desarrapados que se había alistado por la granjería de comer caliente. Todos los oficiales estaban de acuerdo en que la mayoría de ellos
desertaría antes del primer combate. Sífax, el yerno de Asdrúbal Giscón, condicionó el
apoyo de su caballería a la subordinación de los mandos de los nuevos escuadrones a su
autoridad. Y aun así desconfió de ellos y les confiscó los mejores caballos para repartírselos a sus propios hombres. Una libertad que Asdrúbal Giscón, conciliador, hubo de consentir.
Cuando parecía que el enfrentamiento era inminente, Escipión envió una delegación
al campamento púnico. La patrulla de escolta, integrada por incautos reclutas, no tuvo la
precaución de vendar los ojos de los romanos ni de confinarlos en una tienda cerrada, por
lo tanto los visitantes pudieron advertir la exacta disposición del campamento y se percataron de la escasa calidad de la tropa allí alojada, así como de la indisciplina reinante. A la
noche siguiente Escipión atacó por sorpresa, incendió las tiendas y pasó a cuchillo a casi
todos los reclutas. La acción fue tan rápida y estuvo tan bien planeada que muy pocos de
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aquellos desgraciados tuvieron tiempo de empuñar sus armas para perecer dignamente. Los
romanos saquearon los depósitos pero hicieron pocos prisioneros. Sabían que a lo largo de
la campaña el precio de los esclavos bajaría mucho. En cuanto a Sífax, consiguió abrirse
paso y huir con algunos de sus hombres, pero a los pocos días se dejó rodear en el oasis de
Zambra y fue capturado. También su bella esposa Sofonisba cayó prisionera de los romanos, cuando tomaron el poblado de Cirta. En la confusión del ataque, Sofonisba distinguió
a Masinisa, su antiguo prometido, y dirigiéndose a él se echó a sus pies y le suplicó que la
protegiera de la violencia de los romanos. Masinisa, que seguía enamorado de la muchacha
con la irrefrenable pasión de un númida, la desposó aquel mismo día. De este modo pensaba sustraerla legalmente del botín de Roma. Pero su plan fracasó. El tribuno Lelio se negó
a admitir la validez de tan sospechoso enlace y sostuvo que Sofonisba era prisionera romana. Se produjo una tensa escena entre los dos hombres. Masinisa, con la mano en la espada,
porfiaba que aquella mujer era ahora su esposa legítima y reina de Numidia. La escolta de
Lelio rodeó a su jefe dispuesta a intervenir. Un anciano procónsul medió en el conflicto y
logró convencer a las partes para que se sometiesen a lo que el propio Escipión decidiera
en justicia. Escipión decretó que Sofonisba quedaba prisionera y sería exhibida en el cortejo triunfal, en Roma, en su calidad de esposa de Sífax. Mientras tanto, el propio Sífax, cautivo, se arrastraba a los pies de Escipión, cuya alianza había traicionado al casarse con Sofonisba, y alegaba que sólo la pasión que aquella bella y diabólica mujer había despertado
en él le había ofuscado la mente y lo había inducido a obrar deslealmente, pero ahora estaba sinceramente arrepentido y deseaba fervientemente tornar al servicio de Roma.
Por su parte, Masinisa, comprendiendo que sus planes de rescatar a Sofonisba habían
fracasado, hizo que un esclavo de confianza le llevase un frasco de hidromiel envenenado.
La desventurada muchacha entendió el mensaje de su amante, bebió la pócima y abrazó la
muerte, hurtándose valerosamente a la última humillación que Roma reserva a sus cautivos.
Después de la captura de Sífax, las únicas fuerzas púnicas que podían defender Cartago eran las que mi hermano Magón y yo teníamos en Italia. La Balanza nos ordenó regresar. Cuando Magón se dirigía al lugar de embarque, el ejército del procónsul Marco
Cornelio cayó sobre él y lo derrotó. El día fue poco auspicioso para Magón. Una jabalina
romana le atravesó el hígado, a pesar de lo cual todavía pudo dirigir el embarque de la mitad de sus hombres. No había sitio para más, puesto que la cantidad de barcos que Cartago
le había enviado resultaba insuficiente. El resto se replegó a las montañas y siguió haciendo la guerra a los romanos durante muchos años, unido a las tribus galas cisalpinas y a los
piratas ligures. Magón murió en alta mar al día siguiente.
De la maltrecha camada del león sólo quedaba yo. Embarqué en Crotona con todos
mis hombres, después de ordenar el degüello de mis últimos seis mil caballos y nueve elefantes pues no había espacio para ellos en las naves. Maharbal insistía en que era una locura prescindir de los caballos. Hubiese sido menos gravoso dejar en tierra a la mitad de los
veinticuatro mil hombres que aún nos quedaban, puesto que, exceptuando a cuatro o cinco
mil veteranos, el resto de la tropa era de mediocre calidad y no mejoraría mucho con el
entrenamiento. Maharbal era optimista. Hablaba de entrenamiento. Yo dudaba de que Escipión nos permitiese un respiro para entrenarlos.
Pisamos tierra africana en Leptis. Allí me comunicaron la muerte de mi hermano y la
de mis primos Hano, Sofonisba y Astartea. Parecía que algún dios celoso se había propuesto erradicar la simiente de los Barca de la faz de la tierra. Arbal y Abdalón, los fieles siervos de mi casa, acudieron a rendirme cuentas. Eran ya dos ancianos.
Les concedí cédula de libertad para ellos y para sus hijos y les regalé sendos trozos
de tierra en Susa, para que pudieran vivir de su cultivo. Además, encomendé a Abdalón y a
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sus hijos que cuidasen del desventurado Alorco hasta su muerte, lo que juraron hacer con
la misma abnegación que si se hubiese tratado de mi propia persona.
Recibí otras visitas de Cartago. Mi primo Adarbal me puso al corriente de los vientos
que soplaban por la ciudad. El partido agrícola se había adueñado de la Balanza. Muy pocos senadores se atrevían a discutir las propuestas de Hannón, al que habían otorgado plenos poderes para tratar un posible armisticio con Escipión. Los términos de este acuerdo
fueron tan gravosos como cabía esperar dada la situación. Cartago se comprometía a retirar
de Italia todas sus tropas (esto se refería a las que Magón dejara en la región cisalpina) y a
entregar a Roma, para su ejecución, a todos los desertores romanos y esclavos fugitivos
que hubiera en el ejército púnico. Reconoceríamos las fronteras del reino númida de Masinisa, al que se cedían ciertos territorios como compensación a su esfuerzo de guerra. Reconocíamos el dominio romano de Hispania y nos comprometíamos a entregar, en el plazo de
un mes, todas las islas mediterráneas donde aún se mantuvieran guarniciones o factorías
púnicas, así como la escuadra intacta y los elefantes. Además, Cartago se comprometía a
pagar una indemnización de cuatro millones y medio de kilos de trigo, un millón y medio
de kilos de cebada y cinco mil talentos de plata. En lo sucesivo su flota de guerra quedaría
limitada a veinte penteras.
El sufeta gobernante era un sobrino de Hannón que ostentaba el mismo nombre de su
tío. Me ordenó perentoriamente que licenciara a la mayor parte de mis tropas en cuanto los
romanos hubiesen zarpado. Se suponía que Escipión regresaría a Sicilia de un momento a
otro, pues nada lo retenía en África una vez alcanzado el acuerdo. Fue entonces cuando un
acontecimiento fortuito precipitó nuestra ruina. Una tempestad desvió una flota de suministros romana hasta el puerto de Cartago. Con irresponsable ligereza, la Balanza creyó que
era la señal esperada después de los recientes augurios que los sacrificios a Tanit y Melcarte habían propiciado. El sino de Cartago había cambiado. Los dioses volvían la espalda a
los romanos y nuevamente favorecían a la atribulada ciudad. Por lo tanto, los enviados del
sufeta del mar confiscaron alegremente las naves romanas con su valioso contenido y permitieron que la plebe hambrienta las saqueara frente al mismo atracadero de la Casa del
Comercio, ante la pasiva connivencia de la guardia del Senado.
Escipión envió emisarios para exigir explicaciones. El altivo Hannón escuchó brevemente las quejas que le exponían, iluminado su rostro con una cínica sonrisa que reproducía el más famoso gesto de su tío, y los despidió sin los miramientos debidos al rango
del que los enviaba. El armisticio quedaba en agua de borrajas.
Entre las malas noticias que se sucedieron en aquellos días sólo se deslizó una buena.
Un contingente de tres mil soldados griegos había desembarcado en el Cotón. Los enviaba
Filipo de Macedonia, a pesar de la tregua que años antes había suscrito con Roma. Como
casi todas las ayudas de aquella hora, los griegos llegaban demasiado tarde para evitar el
desastre, pero en cualquier caso fueron bien venidos. Muchos recordaron que otro ejército
griego llegado tan providencialmente como éste, el de Jantipo, había librado a Cartago de
la amenaza romana en tiempos de nuestros abuelos.
Me hice cargo de los nuevos reclutas y comencé a entrenarlos en mi campamento de
Susa. Mientras tanto, Escipión se había puesto en marcha y devastaba las ricas plantaciones del río Bagrades donde los Hannón y sus socios del partido agrícola poseían sus mejores fincas. El Bagrades era el granero de Cartago, por lo tanto el cauto Escipión se estaba
asegurando de que la ciudad no quedaría en condiciones de soportar un largo asedio a no
ser que recibiera vituallas por mar, lo cuál era fácilmente evitable dada la superioridad
marítima de Roma. En torno al Bagrades habían crecido últimamente una serie de caseríos
y aldeas que alojaban a los esclavos y aparceros de las fincas del entorno. Los númidas
auxiliares de Escipión se ensañaron especialmente con estos desgraciados. Cada día los
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fugitivos nos traían noticias espeluznantes de las sevicias que aquellos bárbaros practicaban en las mujeres, sin respetar siquiera a las más ancianas ni a las niñas.
La Balanza también estaba al tanto de lo que ocurría. Casi diariamente me apremiaba
para que actuara. ¿Cómo explicarles que necesitaba ganar tiempo? En lugar de dirigirme
hacia el Bagrades, me retiré hacia Túnez y envié a Sosilos al campo romano. Escipión accedió a entrevistarse conmigo. Nos encontramos, a solas, en un lugar , equidistante entre
los dos campamentos.
Escipión vestía un peto de cuero reforzado con remaches de hierro. Aunque la incipiente calva lo avejentaba algo, sólo había cumplido treinta años, mi edad de Cannas. No
se parecía mucho al frágil mancebo que vi rescatar valientemente a su padre en la batalla
de Tesino. Seguía siendo delgado, pero la vida militar lo había robustecido considerablemente. Tenía el aquilino semblante de los Cornelios, ojos saltones sobre nariz potente.
Permanecimos uno delante del otro, contemplándonos en silencio, durante un momento.
—¿Podemos hablar en latín, Aníbal? —preguntó.
—Si así lo deseas no tengo inconveniente.
—Entonces no necesitamos intérpretes —dijo, y volviéndose hacia el secretario que
lo acompañaba le hizo una seña para que se fuera. El hombre, que me había estado observando como el que ve a un monstruo, se sintió aliviado y regresó rápidamente junto a la
escolta de caballería que permanecía en la linde del campo. Yo me volví hacia Sosilos y
también él se retiró junto a mis hombres. Cuando quedamos solos, Escipión dijo:
—Celebro conocerte personalmente, Aníbal, aunque lamento las circunstancias en
las que se produce este encuentro. Hubiese preferido tenerte en mi bando.
Estas palabras me sorprendieron. Escudriñé el rostro de Escipión en busca de algún
indicio que me aclarase el oculto sentido de lo que estaba escuchando, pero Escipión me
miraba directamente a los ojos y parecía sincero. Un insecto zumbó entre nosotros por un
momento, subrayando la breve pero inmensa distancia que nos separaba. Luego se alejó,
elevándose, y confundió su negrura con la de las quemadas mieses que nos rodeaban.
—También yo hubiese preferido tenerte en mi bando —le devolví el cumplido. Y al
tiempo que pronunciaba estas palabras corteses descubría que, en el fondo de mi corazón,
estaba diciendo la verdad. Con una especie de extraña ternura podía contemplar a aquel
romano directo, animoso y lleno de ideas, como lo había sido yo a su edad en vísperas de
Cannas. Y no pude reprimir el pensamiento de que quizá también a él le habían reservado
los dioses el galardón de una gran victoria a tan temprana edad. He venido a discutir la paz
—dije—. Me alegro de que tú seas el hombre que puede negociarla.
Escipión se puso tenso. Apretó los labios y sus ojos me parecieron más pequeños.
—No hay nada que negociar, Aníbal —protestó—. Sólo la rendición incondicional
de Cartago puede evitar ahora la guerra. La paz se negoció hace dos meses y el Senado de
Cartago la vulneró con un acto de guerra al apresar mis naves.
—Yo no he venido a justificar las vergonzosas acciones de la Balanza —respondí
con franqueza—, sino al pueblo de Cartago que es del todo inocente de esa traición. Te
ofrezco no sólo la restitución inmediata de los barcos y de cuanto contenían sino una indemnización suplementaria que repare la ofensa —hice una pausa antes de añadir, confidencialmente—: Por otra parte, una paz segura siempre será preferible a una victoria incierta.
Escipión me miró severamente.
—¿De veras crees, Aníbal, que la victoria es dudosa? Te he visto combatir en tus
días de mayor gloria. Yo estaba con la cohorte que tu caballería acuchilló en Tesino, cuan-
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do derrotaste a mi padre. También estaba entre los fugitivos de Cannas. —Su voz había
subido de tono. Ahora estaba enfurecido. Hizo una pausa, como si tuviera que tragarse la
angustia que sus memorias le producían, y prosiguió—: Mi padre y mi tío murieron combatiendo contra los Barca; tus hermanos murieron combatiendo contra los Cornelios. Tu
sangre y la mía están unidas por el recíproco odio. No son Roma y Cartago sino los Barca
y los Cornelios los que ahora se dividen el campo.
Recordé la fábula de Dido y Eneas. Los Barca descendíamos directamente de la reina
Dido; los Cornelios, como la mayoría de las familias patricias romanas, pretendían descender de Eneas. ¿Podía un cuento tan antiguo justificar el odio presente? Quizá los caprichosos dioses se complacían en infundir verdad a las ensoñaciones de sus criaturas.
Después de esto nos despedimos. Escipión se había enfurecido. No estaba seguro de
su victoria pero tampoco estaba dispuesto a aceptar un posible arreglo, por muy favorable
que resultase para Roma. Era joven y necesitaba batallar. Toda la vida se había estado preparando para este momento. Necesitaba probarse que podía derrotar a Aníbal. Aquel extraño sentimiento parecido a la ternura, pero también al terror, regresó y se apoderó de mí.
Volvía a percibir en aquel impulsivo romano el reflejo de mi propia imagen en vísperas de
Cannas, quizá también captaba en él esa fuerza interior de inefable impulso que parece
emanar de los dioses y que es seguro anuncio de la victoria.
Maharbal y yo sabíamos que la batalla estaba perdida de antemano. Después de tan
larga camaradería no eran necesarias palabras para comunicarnos los mutuos temores. Tenía bajo mi mando a casi cuarenta mil hombres, de los que apenas la mitad estaban suficientemente entrenados. Pero sólo disponía de tres mil jinetes. El sacrificio de los caballos
en Italia había sido un error, otro más que añadir a la larga serie. Recordé el precepto de
Jantipo, que mi padre solía repetir: la caballería gana las batallas mientras que la infantería
resiste. Sin caballería no es posible vencer en campo abierto. Disponía también de ochenta
elefantes todavía medio salvajes y gobernados por indis nerviosos e inexpertos que jamás
habían participado en un combate.
La víspera del encuentro un esclavo romano nos trajo una nota del espía que la Balanza había introducido entre los contables de Escipión. Era un detallado inventario de las
fuerzas con que contaba el adversario: cuatro legiones, de las cuales dos eran de ciudadanos romanos y otras dos de confederados itálicos, con tres mil jinetes cada una. Además
catorce mil infantes ligeros y seis mil jinetes númidas. En total unos cincuenta mil hombres.
—La caballería nos saca una ventaja de tres a uno —observó Maharbal—. Además
son númidas.
—Pero nosotros tenemos un escuadrón de elefantes —intervino Cartalón.
—Mal entrenados —replicó Maharbal—. Roguemos a los dioses para que no nos den
un disgusto. Yo prescindiría de ellos.
Aunque compartía las reservas de mi lugarteniente, decidí contar con los elefantes.
Quizá ése fue mi mayor error. Me sentía físicamente mal. A pesar de los calmantes que
Danón me había administrado, me seguía doliendo la cabeza y no lograba apartar de mi
espíritu abatido el íntimo convencimiento de que todo estaba perdido. No obstante, anduve
todo el día entre mis hombres, inspeccionando batallones, dando consejos, tomando disposiciones urgentes y aplazando las que no lo eran tanto, animando a los pusilánimes y fingiendo una confianza en la victoria de la que carecía en absoluto. Representaba mi papel
del estratega Aníbal que se reserva algún truco para vencer, como en Cannas, por encima
de todos los pronósticos y a pesar de todos los adversos augurios. Quería infundir confian-
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za en mis viejos oficiales. Quizá también ellos fingían su absoluta fe en la victoria. Nunca
lo supe. La mayoría de ellos perecieron al día siguiente.
Cuando amaneció dividí mis tropas en cuatro líneas. Delante, los ochenta elefantes
con algunos contingentes de infantería ligera que los protegieran. Detrás de los elefantes
dispuse a los veteranos de Italia: españoles, númidas, galos y ligures. Entre ellos había más
viejos que jóvenes. En su primera línea, los honderos baleares que mi hermano Magón
había alistado en Ibiza. Los había instruido en el manejo de la falcata para cuando se llegara al cuerpo a cuerpo y no pudieran utilizar sus hondas ni sus jabalinas. En la tercera línea
distribuí las últimas levas de cartagineses y libios y a los macedonios que envió Filipo. No
tenía ninguna confianza en mis compatriotas alistados a la fuerza o con la esperanza de
llenar el vientre a costa de la república, sin entrar nunca en combate. Por eso los situé en
posición central, de modo que no tuvieran ocasión de huir o de pasarse al enemigo si las
cosas iban mal. En la cuarta línea formé a los italianos y a los regimientos de esclavos fugados y desertores romanos. Tenía plena confianza en ellos. Sabía que se batirían hasta la
muerte puesto que si los capturaban no podían esperar clemencia alguna de sus compatriotas.
Escipión adoptó la disposición romana tradicional, si bien alteró el ajedrezado de sus
manípulos y los colocó en filas sucesivas que dejaban corredores intermedios completamente despejados. Comprendí que su intención era encauzar por aquellos espacios libres el
impacto de mis elefantes. Esta precaución me hizo sonreír. Paradójicamente Escipión tenía
más confianza que yo en el correcto comportamiento de mis animales.
Sonó la trompeta romana. Inmediatamente respondió la tuba cartaginesa. Los veteranos celtíberos saludaron mi aparición golpeando los puños de sus falcatas contra los escudos y agitando las viejas insignias de sus regimientos.
Entre ellas había algunas que mostraban, en el extremo, las cabezas de algunos romanos muertos en una escaramuza el día anterior. Con un leve rumor los dos ejércitos se
pusieron en marcha. Atravesamos un camino y penetramos en el cuadrado negro de un
trigal incendiado. Una nubecilla de ceniza se elevaba de la tierra al paso de los regimientos, ennegreciendo los pies de los soldados. Pensé que en otro tiempo no reparaba en detalles tan insignificantes. Me dolía la garganta, reseca, de dar órdenes y la sentía pastosa, con
el sabor acre de la ceniza, pero me abstuve de pedir de beber a Hermión, que me seguía
con una gran cantimplora de agua y vinagre, por no dar a entender a la tropa que era el
miedo lo que provocaba mi sed. Antes de combatir los soldados están pendientes de las
más leves acciones de sus generales y propenden a encontrar desfavorables auspicios en
los gestos más intrascendentes.
Estábamos a cien metros escasos de los primeros romanos. Una muralla humana en
la que predominaban los colores rojo y negro parecía llenar la llanura hasta el monte Himeto, por donde el sol, ya alto, comenzaba su carrera. El signífero levantó su estandarte. Los
indis azuzaron sus elefantes, que partieron contra el adversario con un trotecillo cochinero.
Los auxiliares libios los seguían, medio ocultos en su nube de polvo, blandiendo sus agudos venablos pintados de azul. Escipión se mantenía atento a la maniobra. Tañeron las
trompetas en su ejército con tan agudo clamor que por un momento dominaron el griterío
que celtíberos y galos elevaban del mío. Dos o tres elefantes se detuvieron de pronto, indecisos, quizá asustados por el sonido de las trompetas. Los otros los imitaron antes de alcanzar las filas romanas, cuando ya sus indis estaban a tiro de las jabalinas que lanzaban los
vélites itálicos. Comenzaba el desastre. Cuatro o cinco indis se desplomaron, alcanzados
por los dardos del adversario o por las pedradas de sus baleares. Sus elefantes, sin gobierno, se acobardaron y huyeron del creciente glañido de la batalla. El resto del rebaño los
imitó: unos pocos corrieron, ya enloquecidos por el pánico, hacia la derecha de los roma-
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nos; el resto, más numeroso, dio la vuelta y atropelló nuestra izquierda sembrando el terror
entre la caballería númida que se había adelantado para atacar. Escipión, atento a lo que
ocurría, aprovechó esta circunstancia para lanzar a sus númidas. También hizo avanzar a su
izquierda contra la caballería que tenía enfrente. Aquí estaban Cartalón y los reclutas de
Cartago. Los experimentados jinetes de Lelio no tardaron en arrollarlos. Cartalón pereció
combatiendo valientemente. Descabalgado, con la pierna rota y atrapada debajo de su caballo muerto, todavía logró degollar a un romano que trataba de arrebatarle su lujosa loriga
escamada. Al momento acudieron otros saqueadores que lo alancearon despiadadamente
para vengar a su compañero.
El primer desastre de la jornada fue la desbandada de los elefantes; pero todavía no
se había perdido todo. El segundo desastre decidió ya la batalla: la línea de ligures y galos
había avanzado cincuenta metros hasta trabar contacto con la vanguardia de los romanos.
Después del intercambio de jabalinas, antes de lanzarse al combate personal, algunos volvieron la cabeza para comprobar si los dudosos reclutas de la segunda línea les cubrían la
espalda. Entonces se percataron de que, en muchos sectores, los inexpertos cartagineses y
libios de la segunda línea no habían avanzado lo suficiente. Titubeaban a medio camino de
sus posiciones originales, paralizadas las piernas por el miedo, mientras los furiosos sargentos descargaban sobre ellos inmisericordes planazos para obligarlos a avanzar. Alguien
gritó «¡Traición!», una de las pocas palabras que todos entendían. Instintivamente muchos
hombres de la primera línea la repitieron y otros muchos dieron la vuelta y se lanzaron
contra los que titubeaban en la segunda, desatendiendo la acometida del enemigo que a
duras penas podían sostener algunos de sus compañeros. En aquel momento supe que la
última esperanza de prevalecer sobre Escipión se había esfumado. Mis veteranos de Italia
se batían a la vez contra los romanos, más jóvenes y numerosos, y contra los cobardes reclutas que me había enviado Cartago.
La primera línea, rebasada en muchos puntos por el adversario, retrocedió desordenadamente hasta unirse con la segunda, lo que contribuyó a aumentar la confusión. Los
romanos, enardecidos por la certeza de su victoria, presionaban por todas partes. Hice una
indicación al signífero de la tercera línea para que alzase el estandarte del caballo. Demasiado tarde: para cuando la tercera línea entró en combate ya volvía sobre nuestra retaguardia la caballería númida de Masinisa, mientras que los jinetes de Lelio daban alcance en
campo abierto a lo que restaba de mi caballería. Nuras Ava había huido al comienzo de la
batalla, quizá amedrentado por la muerte de Cartalón. Otros decían que se había pasado a
los romanos y lo acusaban de estar confabulado con Masinisa.
Era inútil que intentara salvar lo insalvable. Por un momento consideré la idea de perecer, lanzándome a lo más reñido del combate, para inmolar mi vida en el altar de los
adversos dioses. Quizá hubiese sido mejor para todos que hubiese acabado allí mis afanes.
Pero las cosas ocurrieron de otro modo. Maharbal me arrancó de mis turbios pensamientos,
tomó mi caballo del freno, como si hubiese adivinado mis intenciones, y me sugirió con
voz calmosa:
—Es el momento de huir, señor. Aquí ya no queda nada por hacer. La victoria de la
loba no será tan completa si salvas parte de tu ejército y te salvas a ti mismo.
Asentí. Di orden de retirada. Reuní unos pocos hombres y nos deslizamos por el
flanco antes de que la caballería númida completase su cerco. A pesar de todo parte del
grupo que me seguía y escoltaba fue interceptado por los númidas. En este oscuro episodio
desapareció Maharbal, cuyo cadáver nunca fue hallado a pesar de que ofrecí por él un crecido rescate. Nunca llegué a conocer realmente a mi lugarteniente. Aún hoy no sé por qué
razón me llamó «señor» cuando me vio en derrota; un tratamiento que siempre había evitado cuidadosamente, aun en los mejores tiempos de Italia. También perecieron aquel día
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otros valientes oficiales de los viejos tiempos, entre ellos Carpón. Esto fue lo que ocurrió
en Zama.
Los supervivientes nos establecimos en el campamento de Hadrametón. En los días
siguientes fueron llegando algunos grupos que habían quedado dispersos después de la
batalla, algunos de ellos después de errar por el campo haciéndose pasar por destacamentos
romanos. En total conseguí reunir unos cuatro mil galos y españoles. Los africanos que
escaparon con vida se pasaron a los romanos o regresaron a sus lugares de origen. Dejé a
Colenda, uno de los jóvenes oficiales más prometedores, al mando del campamento y regresé a Cartago. La Balanza reclamaba mi presencia.
Había salido de Cartago a los nueve años; volvía a pisar sus calles a los cuarenta y
tres. Muchas cosas habían ocurrido en ese espacio de tiempo, tantas que me parecía que yo
era otro y que mis recuerdos infantiles de la ciudad pertenecían a un hombre distinto, a
alguien que había vivido mucho tiempo atrás y que ya había muerto sin dejar memoria ni
tumba alguna que testimoniara su paso sobre la tierra.
Cartago había cambiado poco, si acaso se había empequeñecido. Llegué al atardecer,
con Hermión y una reducida escolta.
Entramos por la puerta de Birsa y nos dirigimos directamente al palacio bárquida,
remontando las pinas callejuelas del Arbadal. Los criados estaban avisados. Se habían congregado en el patio de los caballos, cada cual vestido con su mejor atuendo, agrupados por
familias, para recibir al señor que regresaba. Sólo los más viejos me habían conocido y al
reconocerme me abrazaron las rodillas llorando mientras sus hijos y nueras contemplaban
con curiosidad y asombro al amo del que tanto habían oído hablar y del que sólo conocían
el perfil bueno en medallas y monedas.
Distribuí regalos entre todos y los despedí para que regresaran a sus quehaceres.
Después subí a la torre bárquida. Tuve que desclavar, con ayuda de Hermión, la puerta. La
habían castigado después del suicidio de mi prima Astartea. Era ya de noche pero aún podía distinguirse, frente al mar incendiado por el crepúsculo, el largo y brillante estanque del
Cotón rodeado por los astilleros y arsenales. En los muelles militares se balanceaban diez o
doce penteras y media docena de cóncavas naves mercantes. Recorrí con la mirada la avenida de los almacenes, flanqueada por hachones encendidos cuyo reflejo proyectaba largas
estelas luminosas sobre las negras aguas. Casi nada había cambiado de la Cartago que yo
recordaba. Cerraba los ojos y parecía que todo lo vivido había sido un mal sueño del que
acababa de despertar. Aguzaba el oído y casi podía percibir los pasos de mi madre sobre
los peldaños de madera de la gastada escalera. ¡Cuántas veces me había narrado las historias de Dido en este alto mirador de los Barca!
Al día siguiente comparecí ante la Balanza. Casi todos los rostros que poblaban la sala me eran desconocidos. El sufeta encargado del discurso de bienvenida fue Hannón el
Pequeño, así apodado para distinguirlo de su tío al que sus partidarios del partido agrícola
titulaban el Grande (aunque los bárquidas lo apodaban «el buey»).
Hannón el Pequeño fue directamente al grano. Estaban suficientemente informados
del resultado de la batalla. Escipión avanzaba hacia Cartago pero la situación no era tan
angustiosa como parecía a primera vista. Confiaban en mi capacidad militar largamente
probada en Italia y estaban dispuestos a adoptar cualquier medida que juzgase necesaria,
por impopular que pudiera parecer.
—Es un ofrecimiento que llega con veinte años de retraso —les reproché ásperamente—. Si hubieseis creído en mí cuando os pedía refuerzos desde Italia ahora estaríamos en
Roma.
El viejo Hannón se removió en su asiento.
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—No son ésas las palabras que corresponden a un general derrotado —protestó—.
Otra vez parece que tenemos que soportar el insufrible orgullo de Amílcar.
Iba a replicarle cuando un ujier anunció que los heraldos del Consejo habían regresado. Los habían enviado para entrevistarse con Escipión. Entraron inmediatamente y escuchamos la respuesta del romano: las condiciones del armisticio suplicado eran las mismas
que unos meses atrás, pero ahora la indemnización que Cartago debería satisfacer había
aumentando a diez mil talentos de plata, pagaderos en cincuenta plazos anuales. Además,
Cartago enviaría a Roma cien rehenes designados por el propio Escipión.
Tomé asiento en un apartado escaño y asistí, lleno de curiosidad, a la discusión que
siguió.
Hannón el Pequeño solicitó la palabra y comenzó a divagar elegantemente sobre las
caballerosas condiciones que presidían las guerras antiguas. Después de haberlo escuchado
pacientemente durante un largo rato, y de haber observado que ninguno de los presentes
daba señales de impaciencia, lo que revelaba que aquél era el tono acostumbrado en la
Balanza, no pude reprimir mi indignación. Di un puñetazo sobre mi silla y lo increpé:
—¡No es hora de encandilarnos con citas de ilustres autores antiguos! Ya sabemos
que has leído todos los archivos del templo de Melcarte. De lo que se trata es de satisfacer
cuanto antes las condiciones de Roma, porque la alternativa que los dioses nos conceden es
permitir el saqueo de la ciudad por los númidas. No hay elección.
Los senadores escucharon mi réplica al principio escandalizados, después en aprobativo silencio. Viéndose desasistido incluso por los más incondicionales partidarios de su
tío, Hannón el Pequeño tomó asiento y se abstuvo de intervenir en aquella sesión.
Aprobamos las condiciones que Escipión había propuesto. Pero antes de que el armisticio fuera firme tenía que ser aprobado por el Senado de Roma. No fue fácil. El cónsul
Cornelio Léntulo, ávido de gloria, pretendía continuar la guerra hasta la rendición incondicional de Cartago. En realidad ambicionaba la dirección del ejército de África. Tan sólo la
amenaza de un motín del pueblo de Roma, cansado ya de levas y de tributos especiales, lo
hizo desistir de su propósito, aunque, a cambio, exigió que se añadiera una nueva cláusula
al tratado: Aníbal debería ser entregado. De nuevo se opuso Escipión. Alegó que, sin
Aníbal, la Balanza sería del todo incapaz de recaudar los tributos necesarios para satisfacer
la indemnización anual. El Senado aceptó este argumento a regañadientes.
Se firmó la paz. Escipión liberó a los prisioneros y recibió a los desertores romanos
que se habían refugiado en Cartago. A éstos los condujeron a Roma cargados de cadenas y
los crucificaron a lo largo de los accesos de la ciudad. Asdrúbal Magón tuvo que entregar
la escuadra. Ahora que la guerra había cesado, aquellas baqueteadas penteras no servirían
para nada a los romanos. Ni siquiera disponían de remeros para conducirlas a los puertos
de Sicilia. Las desguazaron de velas y maromas y las incendiaron frente al Cotón. Estuvieron ardiendo durante una noche entera, iluminando el mar y las playas como cuando amanece y el sol despunta por encima de las olas.
Las sesiones de la Balanza se hicieron diarias. Había que arbitrar la manera de recaudar la cantidad necesaria para el primer pago de la indemnización. ¡Había lágrimas! Los
Tagos, los Hannón, los Lacón, los Hammón Bar, los Arbil, los Hampos, aquellos padres de
la patria, lloraban como niños desamparados y se mesaban las barbas cuando se veían imposibilitados de rehuir la obligación de satisfacer el tributo. En una de las sesiones no pude
contener el asco y el desprecio que la situación me provocaba y me eché a reír. Parecía un
velatorio de mujerzuelas plañideras en las chozas de Megara. Hannón el Pequeño me dirigió una mirada reprobadora:
—No creo que lo que estamos discutiendo tenga nada de gracioso, Aníbal.
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—Lo tiene, y mucho —repliqué—. Lloráis ahora porque os veis obligados a rascaros
la bolsa. Debisteis llorar cuando ardió la escuadra delante de los arsenales y cuando los
furrieles de Escipión requisaron sus armas a los regimientos de Matagonia.
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15. EL MÁS DESEADO REFUGIO
Guardo un grato recuerdo de los años de mi segunda estancia en Cartago. Era tan popular como lo había sido mi padre y posiblemente por las mismas razones. El pueblo me
aclamaba en las calles; cuando mis veteranos de Italia exhibían sus cicatrices en los mercados, las verduleras les regalaban hortalizas y granadas; en las tabernas los parroquianos no
les permitían pagar; por espontánea decisión de los menesterosos, los ciegos y lisiados que
habían servido en mi ejército tenían preferencia en el reparto de la carne de los sacrificios
estatales. Los mismos que me vitoreaban en cada aparición pública, abucheaban el paso de
los senadores y de los miembros del Gran Consejo. En la Balanza, incluso los más incondicionales miembros del partido agrícola admitían abiertamente la conveniencia de elegirme sufeta. Estaban convencidos de que solamente yo podría persuadir al pueblo para que
aceptase las nuevas privaciones que el impuesto de guerra romano comportaba. Acepté el
cargo que se me ofrecía, pero impuse ciertas condiciones, entre ellas que el otro sufeta
sería una persona de mi confianza, propuesta por mí. Hannón el Pequeño objetó que esto
equivaldría a una virtual dictadura de los Barca. Le respondí irónicamente:
—Tu tío se ha pasado la vida acusándonos de intentar usurpar el poder del pueblo de
Cartago para establecer nuestra propia dinastía. ¿De qué te asombras, pues? Te recuerdo
que yo no he solicitado el cargo de sufeta ni otro alguno: sois vosotros los que me lo ofrecéis con insistencia.
No les quedó otro camino que aceptar. Designé para sufeta del mar a mi primo Atarbal, a pesar de que no pertenecía al Gran Consejo. Pero también este problema se allanó: el
día anterior a su nombramiento le enviaron las insignias de Aníbal Tago, que había dimitido oportunamente.
Atarbal y yo nos pusimos manos a la obra inmediatamente. Con ayuda del eficiente
Sileno revisamos las cuentas de la Oficina de Comercio correspondientes a los últimos
cinco años. Descubrimos una situación financiera muy similar a la que mi padre encontró
en Cádiz cuando se hizo cargo de los asuntos de Hispania: a pesar de la guerra, quizá incluso a causa de ella, los mercaderes habían prosperado sorprendentemente. Las ganancias
habían aumentado en los últimos años hasta el punto de duplicar la cantidad de plata depositada en los centros de cambio de Tiro y Biblos. Un inusitado volumen de fletes hacia
puertos griegos de Italia y del Adriático evidenciaba que nuestros conciudadanos habían
estado negociando con el enemigo. Buques de dos mil ánforas salidos hacia Egipto revelaban que parte del grano extranjero que sostuvo a Roma durante los años de mis campañas
en Italia procedía indirectamente de Cartago. Finalmente, las frecuentes cargas de minio y
otros productos hispánicos de menor entidad que afluyeron al Cotón, incluso después de la
pérdida de Cartagena, testimoniaban la existencia de un ininterrumpido comercio con los
romanos. Múltiples indicios venían a confirmar mis sospechas. ¿Cómo podíamos continuar
produciendo la misma cantidad de garón después de perder las mayores factorías en Hispania? Sólo cabía una explicación: lo que se asentaba como transportes de garón ocultaba
otros tipos de fletes, posiblemente armas, hierro y esparto. Lo que justificaba la gran cantidad de excelentes falcatas ibéricas que en los últimos años recogíamos de manos de cadáveres romanos.
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En una sesión de la Balanza informé detalladamente del resultado de mis investigaciones. Ofrecí datos y cifras, fechas concretas, nombres de buques y compañías implicadas,
así como de sus patrones, capitanes y agentes de flete. En algunos casos los registros de los
libros de fletes de la Casa del Comercio, combinados con los asientos del tributo de la Oficina del Mar, nos habían permitido reconstruir el derrotero exacto de ciertos buques de
transporte que durante años habían realizado un comercio triangular entre Cartago, Hispania y determinadas colonias romanas o ciudades de la Liga itálica. La conclusión era evidente: mientras el ejército cartaginés de Italia se desangraba sin recibir refuerzos, los senadores, incluso los más devotos defensores del partido bárquida, se habían estado enriqueciendo con el tráfico romano. Muchas venerables cabezas de los padres de la patria se inclinaron, incapaces de sostener mi iracunda mirada.
Fue mi pariente Arbil, tan culpable como el resto de ellos, el que habló en nombre de
todos. Se levantó y dijo:
—¿A qué remover ahora el triste pasado, Aníbal? Todos hemos cometido errores,
unos más que otros, y todos estamos igualmente arrepentidos. Ahora debemos cuidar de no
volver a cometerlos en el futuro, pero el pasado ya no tiene remedio.
Un murmullo de aprobación saludó sus palabras. Hube de consentir que la flagrante
traición a la república, un delito que en los pobres y desheredados se pena con la ceguera y
la crucifixión, se redujera a la categoría de error sin mayor importancia. ¿Qué hubiera ganado Cartago si me hubiese sido posible crucificar a medio Senado? ¿Destruir la poca fe
que el pueblo pudiera tener en sus gobernantes? Durante los días siguientes medité lo que
había de hacer. Ningún posible arreglo podía mitigar las dimensiones del fraude. En nuestras vigilias peripatéticas, la voz de Sosilos parecía inspirarme pensamientos que ni yo
mismo me atrevía a albergar: «Una ocasión pintada para disolver la Balanza y proclamar la
monarquía Barca, Aníbal.» La misma voz los rechazaba luego con argumentos igualmente
ajenos a mí: «Sólo que Roma nunca consentiría a un Barca en el trono de Cartago. No se
puede luchar contra la voluntad de los dioses.»
Sosilos se despedía, reumático, antes de que la húmeda niebla ascendiera del mar. Yo
solía permanecer un rato más en la terraza de la torre bárquida. Apuraba mi copa, pensativo, y a veces me demoraba hasta contemplar los prodigiosos amaneceres desde aquella
soledad habitada por los vientos. El comercio se había restablecido. Iban y venían cóncavas naves por la embocadura del Cotón. Alguna vez pensé: dentro de mil años, cuando no
quede recuerdo de mi nombre, perdida ya la memoria de los Barca, las mismas naves traerán y llevarán sus mercaderías a través de ese estrecho.
Platón asegura que el conocimiento conduce a la virtud y a la felicidad. El hombre
debe buscar la armonía entre el cuerpo y el alma, eso dice, lo que implica moderación,
equidad y fortaleza. Pero en su estado ideal excluyó de las tareas de gobierno a los campesinos y a los mercaderes. Ése es el mal de Cartago: que los mercaderes dominan la Balanza
y los campesinos enriquecidos de Hannón manejan el Gran Consejo y la flota.
Pero Platón es ya historia, mi querido Sosilos. Levanto la mirada de estas líneas y la
única realidad del mundo tangible se reduce a esta terrosa pared de adobe en cuyas profundas grietas anidan las arañas. Frágil prisión han dado a lo que queda de mí, pero prisión
severa que encierra otra más amarga y fatal, la de la aceptada derrota de mi ancianidad.
Me estoy apartando del tema de mi discurso, una tendencia que siempre censuraste
en mis composiciones, ¿verdad, Sosilos?
El primer plazo de la indemnización debía satisfacerse en mayo de 199. Tres penteras romanas fondearon puntualmente en el Cotón. Los cuestores contaron la plata, la pesaron, la analizaron. En la piedra de toque descubrieron que su ley era un cuarto más baja de
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lo estipulado. Llamé a un platero de Útica, hombre de toda confianza, y comprobé que la
reclamación de los cuestores era fundada. Hice abonar a los romanos la diferencia que se
les adeudaba mediante préstamo del tesoro del santuario de Melcarte. Mientras tanto ordené una investigación. Mis oficiales interrogaron a los retrecheros custodios de la ceca del
Comercio, que habían fundido la plata deficiente. Sometidos a tortura confesaron que la
falsificación había sido tolerada por el Gran Consejo. En una borrascosa sesión del Senado
obligué a la Balanza a modificar la antigua ley que hacía vitalicios los puestos del Gran
Consejo. A partir de entonces serían anuales, libremente elegidos por la cámara, y no tendrían que recaer necesariamente en las familias de los Setenta. Cualquier hombre libre que
obtuviese el necesario respaldo del pueblo podría optar a ellos. Al propio tiempo hice
aprobar una ley de embargos. Aquellos que no hubiesen satisfecho sus impuestos en un
plazo máximo de treinta días verían subastados sus bienes raíces. Esta medida favorecía a
mis partidarios en la Balanza, o, al menos, no los perjudicaba, puesto que muchos de ellos
sólo poseían la carga de las naves en alta mar. Por el contrario, dañaba los intereses de los
miembros del partido agrícola. Pero, una vez más, no se atrevieron a oponerse a la medida
porque el pueblo, que había concebido, desde Zama, un súbito interés por la política nacional, estaba informado de mis reformas y las apoyaba. Muchos menestrales y artesanos hacían ágora pública de las gradas de la Balanza y pasaban allí su tiempo libre discutiendo
los acuerdos sobre los que los padres de la patria deliberaban en el interior. Recompensé
aquella fidelidad reduciendo un poco los impuestos populares y subvencionando otro poco
el precio del trigo. Estas medidas, que de un modo u otro perjudicaban los intereses de la
oligarquía, fueron muy bien acogidas.
Mientras tanto los romanos continuaban su expansión marítima. Después de derrotar
a Filipo de Macedonia, al que castigaron desproporcionadamente por el auxilio que nos
prestó en Zama, decretaron la libertad de las ciudades griegas. De este modo se aseguraban
de que ningún poder importante volvería a constituirse en los antiguos dominios de Filipo.
Sin embargo, las ideas políticas del primer Filipo, me refiero al padre de Alejandro, continuaban vigentes. Fue por aquel tiempo cuando Antíoco, el rey de Babilonia, extendió sus
estados por Fenicia, Siria y Palestina. Me envió un correo personal, pasando por alto el
protocolo de la Balanza. Estaba interesado en estrechar lazos de amistad con Cartago.
—Otro Alejandro, otro que aspira al dominio de Oriente —comentó Sileno después
de leerme su carta—. Pretende la amistad de Cartago porque barrunta que tendrá problemas con Roma. ¿Qué piensas hacer?
—Nos guardaremos mucho de entrar en juegos de alianzas —respondí—. Los romanos son suspicaces. Una vez más están descontentos por la indemnización impuesta a Cartago. Cualquier pretexto les servirá para aumentarla. Les disgusta nuestra rápida recuperación.
En los meses siguientes conseguí el control absoluto de la Casa del Comercio y acabé con las especulaciones fraudulentas a las que los corruptos funcionarios se prestaban.
Establecí el precio oficial del trigo rebajándolo a un tercio y, al propio tiempo, obligué a
los propietarios agrícolas a que aseguraran el suministro de las ciudades antes de disponer
de los posibles excedentes con destino al comercio exterior. También controlé las exportaciones de los otros productos básicos y aumenté los impuestos sobre sus ganancias. Esta
medida me hizo muy impopular —más aún— en la Balanza. El antiguo partido Barca desapareció prácticamente. En realidad sólo se había mantenido desde los tiempos de Amílcar
gracias a los sobornos. Después de la pérdida de Hispania, cuando Atarbal traspasó sus
acciones a una nueva empresa filorromana y provocó la ruina de la compañía La Palmera,
los diputados bárquidas dejaron de percibir los saneados ingresos de antaño. Desde enton-
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ces su apoyo a la causa de mi familia se había entibiado considerablemente. No estaban
dispuestos a arriesgar nada en la guerra si no obtenían ganancias inmediatas.
Los espías que Sileno pagaba me informaron de dos o tres conjuras urdidas contra
mí. En todos los casos pude detener y crucificar a los ejecutores pero no logré averiguar
quiénes los enviaban porque ni ellos mismos lo sabían.
Eran simples asesinos a sueldo, contratados por personas desconocidas en las tabernuchas del Cotón. En cualquier caso no me sentía seguro. Por lo tanto resolví dejar de aparecer en público, excepto en las multitudinarias ocasiones especiales, si no iba acompañado
por mi escolta de celtíberos veteranos de Italia. Cuando advirtieron que no podrían asesinarme, los conjurados recurrieron a otros procedimientos. Por mediación de Hannón el
Pequeño (su famoso tío se había retirado, baldado por la podagra, dos años antes, y había
fallecido casi inmediatamente), sobornaron a cierta tribu libia, a la que a veces compraban
caballos, para que atacase nuestras nuevas colonias del desierto. Envié al ejército, ahora
mandado por Asdrúbal Magón, y la zona en cuestión quedó pacificada. Esta breve operación de policía fue convenientemente expuesta ante los romanos como un retorno mío a las
actividades guerreras. Muchos de los que se sentaban en la Balanza habían intensificado
sus antiguas relaciones mercantiles con destacados senadores y miembros de la aristocracia
romana. Disponían, por tanto, de los medios necesarios para incitar a sus socios contra mí.
Después de discutir el caso, el Senado romano decidió exigir mi entrega inmediata. Una de
las condiciones menudas del armisticio firmado años antes con Roma estipulaba que le
sería entregado cualquier ciudadano de Cartago que sus tribunales reclamaran. La comisión
que había de exigir mi extradición partió del puerto de Ostia en dos penteras. Pero dos días
antes de que arribasen a Cartago, un tal Hermón desembarcó entre los pasajeros de una
trirreme griega que venía a cargar miel y manufacturas. Este Hermón era cretense, esclavo
manumitido, de los que lucharon contra Cartago en Sicilia. Se presentó ante Sileno y me
suplicó una entrevista urgente. Así fue cómo quedé informado de la perentoria solicitud del
Senado romano dos días antes de que la orden llegase a la Balanza. Hermón no quiso revelarme el nombre del misterioso amigo romano que le había encomendado que me alertara.
Le entregué cinco piezas de oro y lo despedí.
La situación era tan grave que no admitía dilaciones. Las tropas que podían defenderme se encontraban todavía en el desierto libio y no regresarían antes de un mes. ¿Qué
cabía hacer? Desde luego no estaba dispuesto a permitir que los romanos me condujeran a
su ciudad cargado de cadenas. Una posibilidad era escapar al desierto y unirme al ejército
de Asdrúbal. No me sería difícil regresar a Cartago al frente de aquellas tropas y hacerme
nuevamente con el poder. Podía destituir a los miembros de la Balanza y proclamarme
dictador. Esto era, seguramente, lo que los romanos pretendían. Entonces tendrían un excelente pretexto para intervenir declarando la guerra a Cartago cuando la ciudad no estaba en
condiciones de soportar otro asedio. Por lo tanto la única alternativa razonable era huir.
Llamé a Sileno y le di instrucciones para que, con ayuda de Hermión y cinco esclavos de confianza, embarcara los restos del tesoro Barca en una trirreme ligera. En cuanto
se hizo de noche la embarcación abandonó el Cotón y navegó hasta las cercanías de mi
finca de Tapso en cuya playa la vararon en espera de la carga restante.
Por la mañana entraron en el puerto las dos galeras romanas.
Desde la terraza de la torre bárquida contemplé su torpe maniobra de atraque en el
sector del muelle exterior reservado a la Balanza. Seguramente confiaban en poder apresarme en la cercana Casa de Comercio, a donde solía ir diariamente. Desde allí podrían
conducirme discretamente a mi flotante prisión antes de que el pueblo se percatara de lo
que ocurría.
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Anuncié al mayordomo que saldría a inspeccionar las viñas de Tapso. No debían esperar mi regreso antes de la noche. El hombre debió recelar algo porque, después de entregarme el manto pardo que solía usar cuando salía al campo, no pudo contenerse y se postró
ante mí, me abrazó las rodillas y comenzó a besuquearme las manos con nerviosa excitación. Me desprendí de él y antes de salir le recomendé: «Sé discreto.» Asintió gravemente,
reprimiendo un gemido.
Abandonamos la ciudad por la puerta Androbal. Sileno, Hermión e Hiplos, el hijo de
Abdalón, me acompañaban. Sosilos, incapaz de cabalgar a causa de sus fuertes dolores
reumáticos, permanecería en Cartago hasta que pudiera reunirse con nosotros. Hicimos el
camino silenciosamente, galopando en el campo abierto y yendo al paso cuando nos cruzábamos con algún viandante.
En Tapso nos aguardaba la embarcación. La empujamos al agua y pusimos rumbo a
la isla Cercina, donde habíamos previsto hacer aguada y embarcar provisiones. Atracamos
en la isla antes de mediodía. Mientras los remeros trajinaban con los fardos bajé a tierra a
estirar las piernas y me alejé dando un paseo hasta el lugar más alejado del embarcadero.
Estaba conversando con Sileno acerca del posible destino final de nuestro viaje cuando el
capitán de la embarcación se acercó a nosotros dando muestras de gran excitación.
¡Señor, lo siento —jadeó—, un remero de la nave corintia que hay al lado de la nuestra te ha reconocido! En las factorías se ha extendido la noticia de que Aníbal está en Cercina. Siendo así no puedo llevarte a ninguna parte, señor. Después no podría regresar a
Cartago. ¡Tengo mujer e hijos, señor!
Sileno iba a decir algo pero lo contuve con un gesto.
—No te preocupes, buen hombre —dije al capitán—. Pasaremos la tarde en la isla y
regresaremos al Cotón antes de que anochezca.
El hombre se tranquilizó. Iba a despedirse cuando recordó algo y volvió sobre sus
pasos.
—¿Y qué hago con las provisiones, señor? —preguntó—. Ya están pagadas y embarcadas.
—Déjalo estar. Mañana harás el viaje que teníamos previsto llevando a Sileno. Las
necesitaréis.
Cuando regresamos al barco encontramos el muelle abarrotado de curiosos que
deseaban verme. Muchos de los habitantes de Cercina son esclavos, nacidos en la isla, que
nunca han tenido oportunidad de ver a ninguna de las personas famosas de las que oyen
hablar a los marinos. Embarcamos y ordené al capitán que bordeara la costa hasta un lugar
donde pudiera anclar la nave a la sombra de algún promontorio, pues quería almorzar y
dormir la siesta.
Zarpamos. Durante un buen rato costeamos la isla hasta alcanzar su parte umbría.
Cuando estuvimos a cubierto de las vistas del muelle y de las factorías y secaderos, Hermión, a una indicación mía, puso su falcata en el gaznate del capitán y le ordenó levantar la
vela y poner rumbo a Levante sin aproximarse a tierra. De este modo huimos de Cartago,
en un barco secuestrado, como malhechores que escapan de la justicia.
Aquella noche los esbirros de la Balanza ocuparon el Cotón y aguardaron, en vano,
mi regreso. Uno de los espías que Hannón el Pequeño mantenía en Cercina había enviado
aviso de mi anunciado desembarco. El legado romano acusó de complicidad a la Balanza
considerándola responsable de mi fuga. Aquella misma noche Hannón convocó una
reunión extraordinaria para decidir lo que cumplía hacer. En cuanto amaneció salieron en
mi persecución cinco trirremes armadas.
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Yo, Aníbal
El Gran Consejo me declaró prófugo y puso mi cabeza a precio, según se usa con los
delincuentes comunes, en un pregón que cosechó recios abucheos en las plazas y mercados
en los que se leía.
Cumplido el plazo legal confiscaron todas mis propiedades y demolieron el palacio
de Amílcar y la torre bárquida. Cuando me llegaron estas noticias, meses más tarde, sólo
lamenté la suerte de los esclavos de mi casa que habían pasado a ser propiedad del Estado.
En cuanto a Sosilos, había fallecido plácidamente, mientras dormía, a los pocos días de mi
fuga. No poseía bienes algunos pero me legó una larga carta y algunos libros que nunca
llegaron a mis manos.
Después de la partida de Cercina, durante tres días navegamos lejos de la costa. Luego nos aproximamos a ella y proseguimos el viaje más descansadamente, perlongando a la
vista de sus promontorios. Cuando soplaba viento favorable utilizábamos la vela; si no, los
remos. Cruzábamos de noche y sin luces frente a las factorías y ciudades marítimas. A los
dos meses desembarcamos en Tiro. Cuando el Senado de la ciudad supo de mi llegada, sus
magistrados me rindieron grandes honores, lo que entendí no tanto por la calidad de mi
persona, que al fin y al cabo no era más que un general derrotado y prófugo, como por la
amistad que suponían me unía a su rey.
Antíoco se encontraba a la sazón en Éfeso. Me sorprendió que se hiciese llamar «el
Magno», como Alejandro, con asiática inmodestia. Compramos caballos, alquilamos esclavos y nos dirigimos a su encuentro.
Antíoco el Magno me dispensó un recibimiento grandilocuente, a la profusa y retórica manera oriental. Me sentí incómodo cuando me exhibió ante su aduladora corte, como
un pariente venido a menos con el que el poderoso anfitrión condesciende a mostrarse
magnánimo y protector. Cuando quedamos a solas, en su estudio repleto de mapas, libros
intactos y legajos, experimenté un gran alivio. Despidió a sus secretarios y ofreciéndome
un asiento al lado del suyo, aunque en banqueta menos elevada y sin respaldo, me puso al
tanto de sus proyectos en tono amistoso y confidencial, hablándome con toda franqueza.
Por sus informadores en Roma y Cartago había tenido noticias de la conspiración para
asesinarme así como de las circunstancias de mi fuga.
Un esclavo había dejado delante de nosotros, sobre la taraceada mesa persa, una
fuente rebosante de dátiles y una crátera de leche de cabra. Los dos recipientes eran de oro
repujado. Antíoco mojaba los dátiles en la leche antes de llevárselos a la boca. También
sabía disponerlos sobre el tablero de la mesa para que figurasen regimientos. Unía el lujo
asiático a la suciedad y rudeza de un sirio. Y me daba lecciones de táctica militar con dátiles y manchas de leche. Estaba reuniendo un poderoso ejército para ir contra Roma. É1
triunfaría donde yo había fracasado. No obstante me ofrecía un puesto a su servicio. Tuve
que acceder. No me quedaba otra alternativa.
En mi juventud soñaba con emular a Alejandro Magno. Antíoco quería superarlo.
Era un megalómano insaciable. Como estratega, resultaba una calamidad, pero después de
su inmerecida victoria sobre Egipto —producto de una serie de circunstancias casuales que
habían favorecido sus planes— sus aduladores cortesanos lo habían persuadido de que era
un general de primer orden.
Un mercader de Tiro informó a los romanos de mi desembarco y sus espías en Siria
siguieron mi pista y les confirmaron que residía en Éfeso, incorporado a la corte de Antíoco. El Senado envió una embajada presidida por Publio Villio. Entre sus comisionados
figuraba, por petición propia, Escipión al que titulaban «el Africano» desde su victoria en
Zama. Cuando supe que mi antiguo adversario se encontraba en la ciudad, lo invité a mi
casa. Antíoco me había instalado en la parte alta de Éfeso, en una lujosa mansión solada de
polvorientos mosaicos y transitada por insistentes corrientes de aire. Pero desde su terraza
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empedrada se podía contemplar el tejado del templo de Diana, medio velado por una tupida barrera de piadores cipreses y moreras.
En este lugar apacible conversé con Escipión, distendidamente, a solas, durante toda
una tarde. El propio Escipión mezclaba el vino en la crátera y servía las copas. Eludimos
hablar de mis planes futuros. La conversación versó sobre historia y táctica, temas que
tratamos con la llaneza de dos antiguos camaradas. Nos divirtió descubrir que coincidíamos en muchos gustos y opiniones. Los dos profesábamos igual admiración por Alejandro
Magno.
—¿Y después de Alejandro —preguntó Escipión—, quién te parece el mejor estratega?
—Amílcar Barca, mi padre —respondí sin vacilar—. Al que nunca pudieron derrotar
los romanos —añadí.
Escipión asintió con una sonrisa cortés. Se llevó la copa a los labios y tomó un breve
sorbo de hidromiel.
—Entonces, ¿qué puesto ocupas tú, Aníbal? —tornó a preguntar—. ¿Y qué puesto
ocupo yo?
—Si te hubiese vencido en Zama, ocuparía el primer lugar —respondí—. En cuanto
a ti, eres el mejor de los romanos. No sólo como militar. Un buen general ha de serlo también fuera del combate, Escipión.
El romano me interrogó con la mirada. Proseguí:
—Hace cinco años evitaste que fuera entregado a Roma cuando Cartago firmó el armisticio. ¿Qué fue lo que te indujo a protegerme?
Escipión se encogió de hombros y desvió su mirada hacia la copa que sostenía entre
las manos. Después de re flexionar suspiró levemente, como si le costase encontrar una
respuesta.
—Supongo que porque tu presencia en Cartago garantizaba el pago de la indemnización de guerra. Los Barca sois muy orgullosos —sonrió—. Sois capaces de conquistar
Hispania para satisfacer una deuda.
—No creo que fuese ésa la verdadera razón —dije—, aunque he sabido que la defendiste frente al Senado de Roma.
Bebió otro sorbo y sonrió débilmente.
—Eres sagaz, Aníbal. ¿Me creerías si te dijera que lo hice por admiración hacia tu
persona?
Esta respuesta me sorprendió. Le dirigí una franca mirada que expresaba mi perplejidad.
—No soy adivino, Aníbal —continuó—, pero puedo adivinar que llegará el día en
que nadie recuerde lo que fue de Cartago o Atenas o Roma, como nadie recuerda ahora lo
que fue de Troya ni dónde estuvo. Pero del mismo modo que brillan los nombres de Eneas
y de Héctor, así brillará tu nombre unido al de Alejandro y quizá el mío unido al tuyo. De
tu nombre recibo, así lo presiento, una limosna de inmortalidad que me preservará de la
muerte.
Se levantó y se acercó al balcón de la terraza. Caía la noche y surcaban el aire violeta
bandadas de silenciosos murciélagos. Sobre el tejado del templo de Diana se había encendido una luz. Los oscuros cipreses se recortaban sobre el incendio púrpura del crepúsculo.
—He tenido el privilegio de conocerte —prosiguió Escipión—. Considera mi defensa de aquellos días como un tributo de amistad.
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Hermión nos interrumpió trayendo una bandeja con comida. Cuando hubo marchado
reanudamos la conversación.
—Toda mi vida he procurado seguir el ejemplo de Alejandro —le confesé.
—¿Qué quieres decir?
—Alejandro cumplió el testamento político de su padre Filipo de Macedonia. Heredó
la misión de destruir el imperio persa. Las ambiciones de mi padre eran más modestas. Tan
sólo aspiraba a recuperar lo perdido en la guerra de Sicilia y a restaurar la hegemonía marítima de Cartago. Yo quise ser Alejandro pero tristemente he tenido que conformarme con
ser el vencido Jerjes.
—No sé mucho de Jerjes —admitió Escipión.
—Debes leer a Heródoto —le aconsejé—. ¿Lees griego?
—Tuve un preceptor griego, pero me temo que no aproveché demasiado sus lecciones. Me avergüenza reconocer que he tenido que leer la Odisea en la detestable traducción
latina de Livio Andrónico. Pero ¿qué me decías de Jerjes?
—Jerjes, el persa, el gran adversario de Alejandro, también heredó de su padre, el rey
Darío, una alta misión. Pero fracasó completamente. Yo he querido ser Alejandro y sólo he
sido Jerjes. Tú sí eres Alejandro.
Guardamos silencio. La luz sobre el templo de Diana se había extinguido. La noche,
estrellada, sin luna, se apoderaba de los caminos. En la cerrada tiniebla que rodeaba la terraza revoloteaban insectos fosforescentes.
Después de una larga y meditativa pausa la voz de Escipión dijo:
—¿Sabes una cosa, Aníbal? Cartago no te merecía, por eso los dioses han permitido
tu desgracia. De haber nacido en Roma hubieses sido un gran romano.
—Imposible, Escipión: yo cumplo mis pactos —objeté con una irónica sonrisa. Él
me la devolvió e hizo un gesto elocuente.
—Algunos romanos los cumplimos —replicó. Luego prosiguió con voz más pausada—: Te falló el pedestal. Roma hubiese proporcionado el firme pedestal que tu grandeza
pedía.
—Sólo somos hombres, Escipión. La filosofía enseña que somos menos que nada.
—Eso lo dice tu parte griega, Bárquida —me agradó el familiar tratamiento de Bárquida en labios de Escipión—, pero debajo de esa camisa late un corazón asiático —apuró
su copa—. Ahora debo marchar. ¡Que los dioses te protejan!
Lo acompañé hasta el vestíbulo inferior. Antes de despedirnos me tomó del brazo,
confidencialmente, y me preguntó, bajando la voz:
—¿Hay algo que pueda hacer por ti?
Entonces me atreví a confesarle un pensamiento que a veces me asaltaba en mis difíciles vigilias.
—Quizá lo haya —respondí—. En Cástulo de Hispania tuve un hijo de mi esposa
Himilce. Ella murió hace años. No sé si vive el muchacho. Se llamaba Aspar. Me gustaría
que si lo encuentras lo adoptaras. En las últimas generaciones los Cornelios y los Barcas
hemos estado en guerra. Que un Barca lleve el nombre de un Cornelio pudiera resultar
grato a los dioses
—Haré lo que pueda —respondió Escipión, y estrechando mi mano salió a la calle.
Los criados de su escolta esperaban ya con los faroles encendidos. Entre ellos reconocí a aquel Hermón que viajó hasta Cartago para avisarme de la conjura romana. Así descubrí hasta qué punto velaba Escipión por mí. También empecé a admitir, ya a las puertas
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de mi vejez, cuando la sabiduría nos visita, según Hermógenes, que no todos los romanos
son necesariamente perjuros y taimados.
Después de mi entrevista con Escipión conversé varias veces con Publio Villio, el
embajador romano. Era un trapacero cuya faramalla me recordaba la de Atarbal. Intentaba
atraerme con vagas promesas mientras hacía todo lo posible por malquistarme con Antíoco.
No volví a ver a Escipión. Al mes siguiente, la embajada regresó precipitadamente a
Roma. Se abrieron las hostilidades entre Antíoco y la república pero fue una guerra breve.
Había propuesto a Antíoco derrotar a los romanos en Italia si él invadía Grecia como
maniobra de diversión. Antíoco creía contar con la Liga Eolia, cuyas ciudades parecían
estar esperando su desembarco para unírsele. Las creyó y llevó su principal ejército a Grecia. La Liga Eolia le puso mil pretextos pero no le prestó ayuda. Confiaban en que él haría
el trabajo con sus propias fuerzas. Aun a riesgo de incurrir en su fácil cólera, le advertí
repetidamente que debía apurar él tiempo en lugar de dedicarse a fiestas y exhibiciones
triunfales, pero él no me hizo el menor caso.
Continuó perdiendo el tiempo y permitió que Roma reaccionara y enviara su ejército.
Lo derrotaron en Cinoscéfalos, no lejos de donde habían hecho morder el polvo a Filipo.
Es evidente que los dioses de aquel lugar protegen a Roma.
Sólo participé en un triste episodio de la guerra. Antíoco me envió a Tiro con el encargo de alquilar una flota fenicia que reforzara la suya en la guerra marítima. Necesitaba
capitanes experimentados y buenos equipos de remeros. Pero los dioses me habían dado la
espalda y no me permitieron alcanzar el Egeo. Las penteras rodias, aliadas de Roma, nos
interceptaron y me obligaron a regresar.
En Grecia, Antíoco fue derrotado repetidamente por Escipión, el hermano del Africano. Asistí, meramente como espectador circunstancial, a la segunda batalla campal, a
orillas del río Hermo, en Magnesia. Sileno me acompañaba, aterrado. Cuando advirtió la
disposición del ejército de Antíoco, formando geométricas falanges a la manera griega del
tiempo de nuestros abuelos, quiso saber mi opinión.
—Creo que serán suficientes para los romanos, por muy hambrientos que estén —
respondí.
La batalla fue enconada pero Escipión aplastó nuevamente al ejército de Antíoco. En
los días siguientes se intensificaron las idas y venidas de legados para tratar las condiciones
de paz. Voluntariamente ajeno a los avatares de la diplomacia, pasaba mis días conversando con Sileno mientras dábamos largos paseos por las colinas que hay al pie de los montes
Tauro. Un día vimos venir un hombre a nuestro encuentro. Como la mañana estaba fría,
vestía la capa militar romana. Descabalgó y me besó la mano.
—¿Me recuerdas, Aníbal?
Era Hermón, el criado de Escipión el Africano.
—Sí, te recuerdo —dije.
—Vengo a recibir de ti otras cinco monedas de oro —informó.
El mensaje estaba claro. Ordené a Sileno que le entregara las monedas y partió.
Aquella misma noche escapé del campamento. Meses antes había depositado mis pertenencias más valiosas, por pura instintiva precaución, en la casa de un mercader de Tiro.
Las recuperé y alquilé una nave allí mismo. Abandoné la ciudad, sin despedirme de nadie,
y puse rumbo a Creta.
Durante seis meses permanecí en esta isla haciéndome pasar por desterrado fenicio.
Finalmente, un día, fui reconocido por un remero púnico. Rápidamente circuló el rumor de
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que había huido de Cartago con el fabuloso tesoro de los Barca, que todos creían intacto.
Antes de que la plebe se decidiera a asaltar mi casa y nos asesinaran a todos —pues en
aquel lugar la piratería y el robo se cuentan entre las honradas actividades a las que se puede consagrar un buen ciudadano— recurrí a un engaño. Tomé cinco panzudas ánforas de
las llamadas rodias y las llené de arena hasta el cuello. Después las completé hasta la boca
con unos puñados de monedas de oro. Solemnemente las deposité al cuidado de la tesorería
del templo de Artemisa y ofrecí el sacrificio de un buey blanco. Antes de abandonar el
templo sellé las bocas de las ánforas con el rayo de los Barca no sin antes haberme asegurado de que los codiciosos sacerdotes echaban un complacido vistazo a su aparente contenido. De este modo persuadí a los cretenses de que no intentaría escapar de su isla con el
tesoro que había introducido en ella. En cuanto al oro, que era de mucho menos de lo que
los cretenses pensaban, lo oculté dentro de unas estatuas huecas de bronce que había en el
jardín de mi casa.
Mejoró el tiempo y llegó la estación de los vientos. Después de que mi identidad hubiese sido descubierta, y mi paradero presumiblemente pregonado por todos los puntos del
Mediterráneo, no me sentía ya seguro en Creta. Por lo tanto soborné al patrón de una nave
corintia y me di nuevamente a la fuga el día en que se celebraba de las espigas en el santuario de Artemisa, aprovechando la circunstancial ausencia de mis criados cretenses. Por
espacio de un mes navegamos sin incidentes, acompañados de los mejores auspicios. Atravesamos las costas fronteras de Éfeso y sorteamos felizmente las menudas islas del Egeo.
Fondeábamos en calas apartadas, confundidos entre los muchos cargueros que hacen la
ruta de Pérgamo. Invertimos diez días de azarosa navegación en atravesar el Helesponto,
que era entonces zona de guerra, infestada de piratas. Cada noche suplicaba a Hera y a
Tanit y les hacía ofrendas de aceite, porque si me capturaban las gentes de Pérgamo no
podría evitar que me entregasen a los romanos. Pero la esquiva fortuna parecía estar con
nosotros. Ningún navío se nos cruzó en aquel trayecto. Navegábamos por el centro del
estrecho, ignorando las señales que a veces nos dirigían desde los puestos de vigilancia de
una u otra costa. Desembarcamos en Heraclea de Bitinia, cuyo rey, Prusias, me recibió con
espléndidos presentes y contrató en el acto mis servicios como estratega.
A la sazón Prusias estaba en guerra contra Eumenes de Pérgamo. Las cosas no le
iban del todo bien por tierra pero por mar le iban peor. Por lo tanto me puso al frente de su
escuadra convencido de que mi solo nombre podría derrotar a las penteras de Pérgamo. En
un promontorio cercano a Heraclea estaba fondeada mi escuadra: quince penteras lastradas
por grandes espolones de bronce que parecían los restos de las naves que Menelao armó
contra Troya. Prusias las había adquirido de los macedonios a precio de saldo. Algunas de
ellas tenían la tablazón medio carcomida por los gusanos marinos y en los tirantes del velamen quedaban huellas de los tizonazos recibidos en la guerra de Filipo. Las tripulaciones
no eran mejores que los barcos: perezosos remeros desdentados, pasados de edad, e ineptos
capitanes más acostumbrados al libre ejercicio de la piratería que a la navegación coordinada de una flota de guerra. Instruir debidamente a unos y hubiese llevado demasiado
tiempo. Las velas de la flota de Pérgamo podían, según me explicó Prusias gráficamente,
despuntar por el horizonte en cualquier momento. Por suerte en las montañas de Sínope
abundan las ponzoñosas víboras, que los naturales del ponto cazan con singular habilidad.
Encomendé a Sileno y a Hiplos que adquiriesen todas las serpientes que pudieran a razón
de una pieza de plata por cada una. De este modo pudimos reunir unos cuantos cientos de
ellas que hice encerrar en tarros de barro. Con este insólito cargamento nos hicimos a la
mar. Encontramos la flota de Eumenes a la salida del Helesponto. Eran treinta y cinco penteras muy marineras y ágiles que inmediatamente abrieron calle disciplinadamente para
iniciar la maniobra de embestida. En cuanto se pusieron a tiro de nuestras catapultas, comenzamos a bombardearlas con los tarros de barro. En un principio creyeron que se trataba
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de proyectiles incendiarios rellenos de nafta. Cuando comprobaron que ninguno de ellos
emitía su característico penacho de humo, un clamor de risas y burlas se elevó de las naves
enemigas. Algunos guerreros, empenachados a la moda griega, se daban la vuelta y nos
mostraban el trasero alzándose cómicamente los faldellines de cuero. Daban así a entender
que nos sodomizarían en cuanto cayésemos en sus manos. Pero cuando los primeros pucheros se estrellaron contra sus cubiertas y las víboras, enloquecidas por el prolongado
encierro, comenzaron a reptar entre sus pies desnudos, un clamor de pánico se elevó de la
flota. Los remeros desampararon sus bancos, indiferentes a los latigazos con que los oficiales y cómitres intentaban restituirlos a la boga. Las orgullosas penteras de Pérgamo quedaron al pairo, inmovilizadas en mitad de su vistosa embestida. Entonces nos aproximamos a
ellas sin peligro y les arrojamos proyectiles incendiarios. Cundió el pánico. Muchos hombres se lanzaban al agua y eran rematados a palazos desde nuestros barcos. Los que no
sabían nadar aullaban sobre las cubiertas infestadas, huyendo en vano del fuego o del veneno. Trece penteras de Pérgamo ardieron y se fueron a pique, las otras consiguieron alejarse bogando vigorosamente. Por nuestra parte sólo se perdió una embarcación que había
sido abordada al principio de la batalla.
Desde la guerra de Italia el mundo ha cambiado más aprisa que los hombres. Los
dominios de la loba han crecido. Ahora abarcan todo el orbe, desde los espesos bosques y
las nieves hasta los calcinados desiertos. El Senado envió cartas a Prusias conminándolo a
suspender las hostilidades. Roma se erigía como mediadora en el conflicto. Pérgamo y
Bitinia se apresuraron a enviarle sus respectivos embajadores. El rey Prusias me aseguró
que me protegería de los romanos. Mientras tanto, me entretenía en Heraclea, me llamaba
su almirante, me invitaba a sus banquetes y me hospedaba en su palacio griego cercano al
suyo. Un destacamento de sus guardias vigilaba mi residencia noche y día «para mi seguridad».
Los bitinios son locuaces y borrachos. Hace un mes un comandante de la guardia
confió a Sileno que Prusias estaba negociando mi entrega a Roma. Era una de las menudas
cláusulas del pacto de amistad que esperaba suscribir con Pérgamo. Pensé en huir. Quizá
en Persia necesitaran los servicios de un viejo estratega fugitivo de Roma. Pero antes de
que pudiera ajustar el barco que me llevaría al Ponto levantino, Prusias, barruntando mi
fuga, me acusó de conspiración y me hizo detener. Ha confiscado mis bienes y me mantiene incomunicado en esta torre, en medio del desierto gálata.
Mientras asciende la alta noche vuelvo a leer, en el libro séptimo de Heródoto, las
palabras de Jerjes: «Me llené de compasión al considerar cuán breve es toda la vida humana, ya que de tanta muchedumbre como he traído a estas playas ni uno solo vivirá dentro
de cien años.»
Ya me comienzan a pesar los párpados. Cierro los ojos y puedo contemplar el desfile
de pálidos espectros de tantos hombres que animosamente fueron a la muerte por mí: Asdrúbal y Magón, mis hermanos, el desventurado Alorco, Maharbal, Monómaco, Cartalón,
Calcas y tantos otros. Si en alguna parte es dado que los muertos se reúnan con aquellos
que los precedieron, pronto podré escuchar de los propios labios de Heródoto estas hermosas palabras que apenas puedo distinguir ahora en la borrosa escritura de su libro: «Por ser
la vida trabajosa, la muerte es para el hombre el más deseado refugio. Dios da a gustar lo
dulce de la vida, pero luego siente envidia de su propio don.»
Éste es el decimoséptimo día desde que comencé a escribir estas memorias. La gente
que me amaba y a la que yo amaba ha muerto. La simiente de los Barca se ha extinguido.
Tengo sesenta y cuatro años. Es una buena edad para morir. La nube de polvo que anuncia
a los enviados de Roma acaba de aparecer en el horizonte. Libremos a los romanos de sus
inquietudes puesto que no tienen paciencia para aguardar la muerte de un odiado anciano.
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Yo, Hiplos Barca, esclavo liberto de Aníbal, de ilustre memoria, redacto estas líneas.
Mi amo murió el 3 de junio de 183 a la una de la tarde. Se envenenó mediante unos polvos
ponzoñosos que ocultaba dentro de su sello de hierro. El rey Prusias lo hizo sepultar en
una cista de piedra con tres gradas, junto al camino de Nicea.
Han pasado cuatro años y ahora vivo en Tiro, en casa del magnánimo Arcabas Barca. Hermión sigue conmigo. Somos viejos, pero nos hacemos compañía. Hago donación de
este manuscrito al archivo del templo de Melcarte.¡Que él y Baal nos acojan cuando naveguemos por el ponto oscuro de la muerte!
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Yo, Aníbal
EPILOGO
Aníbal murió a principios del verano. Escipión el Africano, su vencedor, falleció dos
meses más tarde. Había pasado sus últimos años retirado en su finca campestre, voluntariamente alejado de Roma, donde sus enemigos en el Senado procuraban difamarlo. Redactó para su tumba este sencillo epitafio que también podría servir para la de Aníbal: «Mi
ingrata patria no tendrá mis huesos.»
Después de la desastrosa segunda guerra púnica, Cartago asombró al mundo con la
rápida y prodigiosa recuperación de su pasada prosperidad. Muy pronto volvió a ser una
gran potencia económica, aunque las severas condiciones de su tratado con Roma la mantuvieron militar y políticamente en un puesto insignificante.
En Roma la nueva prosperidad del viejo y odiado enemigo suscitaba crecientes suspicacias. La orgullosa y cada vez más poderosa república no conseguía olvidar las humillantes derrotas que le infligiera Aníbal. Por otra parte, como escribió el romano Tácito,
«es propio de la naturaleza humana odiar al que se ha agredido». Y finalmente, podemos
añadir que Roma no podía consentir que la superioridad del comercio púnico, y los competitivos precios de sus productos agrícolas e industriales, le arrebataran los nuevos mercados
del Mediterráneo. El senador Catón se atrevió a formular en voz alta un deseo que era secretamente compartido por muchos colegas suyos. Se hizo famoso porque terminaba todas
sus intervenciones en el Senado, independientemente del tema tratado, con las mismas
palabras: «... praeterea censo Carthaginem esse delendam» (= soy también de la opinión
de que debemos destruir a Cartago).
Vulnerando los tratados e ignorando la palabra dada sobre los altares de los dioses,
los romanos buscaron un pretexto para destruir Cartago. En el año 147 antes de Cristo,
treinta y seis años después de la muerte de Aníbal, atacaron la ciudad y la arrasaron. Cartago estuvo ardiendo durante diecisiete días. Las humeantes ruinas fueron consagradas a los
dioses infernales, para que jamás fuesen habitadas nuevamente por el hombre. Finalmente,
sembraron sal en los campos condenándolos al yermo.
... ergo Carthago deleta est.
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Libros Tauro
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