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Donald Trump no es el candidato presidencial que debe preocuparnos El verdadero peligro es el político neofascista más inteligente, más capaz que inevitablemente despertará. Por John Feffer Para The Nation, 27 de junio 2016 Los votantes se comprometieron a tomar venganza en las urnas. Habían perdido esa prosperidad de la que alardea el país. Estaban disgustados con la política liberal de la administración anterior. Eran anti-aborto y pro-religión. Ellos sospechaban de los inmigrantes, intelectuales, y de las intrusas instituciones internacionales. Y tenían muchas ganas de que su nación sea grande otra vez. Habían perdido una gran cantidad de elecciones. Pero esta vez, ganaron. Hablo de Polonia. En dos elecciones del año pasado, el partido conservador Ley y Justicia (PiS) ganó la presidencia polaca y, a continuación, por un margen más convincente aún obtuvo mayoría parlamentaria. Y esto no fue solo una victoria para PiS, fue también una victoria para Polonia B. Desde su transición poscomunista Polonia es a menudo descripta como dividida en dos partes, conocidas comúnmente como “Polonia A” y “Polonia B.” Polonia A une un archipiélago de ciudades y sus habitantes más jóvenes y más ricos. Polonia B abarca las zonas más pobres y de mayor edad de la población, muchos agrupados en el campo, sobre todo en el extremo este del país, cerca de la antigua frontera soviética. Después de 1989, cuando se pusieron en práctica una serie de reformas económicas de ajuste, Polonia A despegó económicamente. Para el año 2010, Varsovia, la capital, se había convertido en uno de los lugares más caros para vivir en Europa, superando incluso a Bruselas y Berlín. Los nuevos empresarios y directivos de las empresas se aprovecharon de una gran cantidad de oportunidades económicas, sobre todo después de que Polonia se unió a la Unión Europea en 2004. En el interior, por el contrario, Polonia B retrocedió más y más. Fábricas cerradas y muchas granjas que no podían seguir adelante. Los empleos desaparecieron y varios millones de polacos emigraron al extranjero en busca de mejores oportunidades económicas. En otras palabras, los buenos tiempos campeaban en Polonia A, mientras languidecía Polonia B. Hasta las elecciones de 2015, los liberales de Polonia dominaron la vida política, económica, y cultural. A pesar de que pueden no ser exactamente “liberales” en el sentido norteamericano del término, donde los liberales son los que apoyan programas de ayuda social del gobierno, por lo general son menos religiosos, son más tolerante de las diferencias, y más abiertos al mundo que sus homólogos conservadores. Los liberales polacos se han enfrentado a los habitantes de Polonia B sobre temas tales como el papel de la Iglesia católica en la vida pública, el número de inmigrantes que el país debería permitir, y lo cerca que Polonia debiera estar de la Unión Europea. Se pude encontrar el equivalente de Polonia A y B también en otros países de Europa del Este. Las capitales de la región como Praga, Bratislava o Budapest, disfrutan de un PBI per cápita muy por encima de la media europea, mientras que las zonas rurales sufren. Las poblaciones B, sin embargo, no han aceptado su rol de ciudadanos de segunda clase en voz baja. A lo largo de la región se han levantado para votar por los populismos, a menudo rabiosos, de los partidos de derecha como Fidesz y Jobbik en Hungría y GERB y Ataka en Bulgaria que manifiestan su indignación y juran que van a hacer a sus países más grandes. Estos partidos son consistentemente anti-liberales en el sentido europeo, oponiéndose tanto a un mercado no regulado como a las sociedades tolerantes y abiertas. Incluso en los países centrales de Europa occidental, se puede ver una Europa B con tendencia a seguir a nacionalistas, partidos anti-inmigrantes como el Frente Nacional en Francia, el Partido por la Independencia del Reino Unido de Gran Bretaña, el Partido Demócrata de Suecia, y el Partido de la Libertad de Austria (cuyo líder acaba de perder la presidencia del país por solo un 0,6 por ciento de los votos). Mientras Europa A intenta mantener el espectáculo de la Unión Europea, Europa B se dirige hacia las salidas, como el caso del Brexit en Inglaterra. No hay duda de que Estados Unidos ya no es inmune a esta tendencia. Con el auge de una versión agresiva del populismo de derecha estadounidense, Estados Unidos está descubriendo a una línea divisoria que se está volviendo más aguda cada día. Donald Trump ha sido noticia con su charla de construir un muro entre los Estados Unidos y México, pero su campaña ha puesto de manifiesto una división más importante: entre América A y América B. En respuesta a la atracción irresistible de la cultura de las celebridades y con exclusión de cualquier otra cosa, los medios estadounidenses se han centrado en la persona de Donald Trump. Mucho más importante, sin embargo, son las personas que lo apoyan. AMÉRICA B En el discurso que lo hizo famoso, el de la apertura en la Convención Nacional Demócrata de 2004, Barack Obama desafió “a los expertos para desmenuzar nuestro país”, que tiene adentro una América negra y una blanca, una América liberal y una conservadora, y, la más famosa división, en estados rojos y estados azules según la definición de afiliación al partido Republicano o Demócrata respectivamente. Vivimos, sin embargo, en una América roja, aunque Obama sugiriera que “todos juramos a las barras y estrellas, todos nosotros defendemos a los Estados Unidos de América.” Ese encendido discurso puso a Obama en el mapa, pero recibiría su castigo. Una vez que llegó a la Casa Blanca los representantes de los estados rojos republicanos lucharían sin cesar contra todas las iniciativas del presidente, tanto en lo que hace a la atención médica como con el acuerdo nuclear de Irán. Como resultado, durante su mandato los Estados Unidos se convirtió en una país más políticamente dividido que antes. En cierto sentido, sin embargo, la intención del Obama de 2004 fue correcta. La línea divisoria fundamental en los Estados Unidos tenía poco que ver con republicanos contra demócratas, ricos versus pobres, o liberales versus conservadores. Para explotar estas oposiciones convencionales llegaría un populista republicano multimillonario, que había sido un sólido demócrata y ofreciendo un programa político que mezclan ideas liberales y conservadores, teorías conspirativas y animosidad racial, pero por encima de todo exhortando a la América B a levantarse y volver a tomar el país. De hecho, el triunfo de Trump en las primarias republicanas estuvo basado, en parte, en su llamamiento a la antigua clase obrera blanca demócrata y a los independientes, con feroces ataques a la corriente principal republicana, y su burla a la opinión convencional acerca de su escasa elegibilidad, enviando a los expertos de regreso a sus centros de investigación para averiguar qué demonios estaba pasando con los votantes estadounidenses. Trump era, concluyeron, sui generis, una mutación particular del sistema político estadounidense generada por el acoplamiento de los reality shows televisivos con el Tea Party. Pero Trump no es, de hecho, un producto de la naturaleza, refleja las tendencias que tienen lugar en todo el mundo. Él es, en gran medida, una expresión de la América B. Ha sido muy difícil caracterizar el espacio Trump aunque es mucho más fácil identificar a las personas que nunca van a votar por él: los latinos enfadados por sus insultos racistas sobre los inmigrantes mexicanos, mujeres indignadas por sus insinuaciones sexuales y misóginas, y prácticamente todo el mundo con estudios avanzados. La suma de estos espacios, en particular las mujeres que constituían el 53 por ciento del electorado en 2012, deberían condenar a la candidatura presidencial de Trump. Sin embargo, Trump está demostrando ser un placer culposo para muchos votantes, como a quien le atrae ver un programa de televisión sobre un asesino en serie o comer un cuarto kilo de helado de primera calidad que obstruye las arterias. Las ganas de votar por él es algo que algunos estadounidenses nunca admitirían fuera de la privacidad de la cabina de votación. Es el equivalente electoral de un día en el polígono de tiro, una forma de desahogarse políticamente. Los votantes de Trump tienden a ser su gran mayoría blancos, de mediana edad, hombres de bajos ingresos cuya educación se detuvo en la escuela secundaria. Ellos no son tontos, ni son, como dice Thomas Frank sobre los votantes republicanos de la clase trabajadora en su libro ¿Qué pasa con Kansas?, votantes en contra de sus propios intereses económicos. Trump puede ser un multimillonario, pero se ha montado una política económica que diverge de la plutocracia desnuda del anterior candidato republicano Mitt Romney. Se ha opuesto a los acuerdos comerciales que expulsan empleos de Estados Unidos, ha apoyado impuestos más altos para los “gerentes de fondos financieros”, y declaró su compromiso para salvar la Seguridad Social, el Medicare y el Medicaid. Sí, por supuesto, Trump también ha hecho declaraciones que contradicen directamente estas posiciones o se ha alineado con los políticos que toman las posturas opuestas. Sin embargo, el multimillonario ha construido una imagen de sí mismo como la versión del triunfo de un “ciudadano medio” (con miles de millones en dinero en el bolsillo) que juega bien en los Estados Unidos B. Sea conscientemente o no, él ha tomado nota del libro de Europa B combinando posiciones de los escépticos del libre mercado sin trabas con una gran cantidad de bravatas nacionalistas. Tiene un aire familiar con el fascismo, pero la variante americana está firmemente anclada en el tipo de iniciativa individual tan celebrada en el reality El aprendiz. Lo que también establece Trump es su compromiso de hacer “América grande otra vez.” Sus oponentes han tratado de argumentar que Estados Unidos ya es grande, ha sido grande, y siempre será grande. Pero la verdad es que para muchos estadounidenses las cosas no han sido tan grandes durante al menos las últimas dos décadas. Esto, más que las diatribas destempladas de Trump, es lo que en última instancia distingue América A de la América B. En un momento en que la economía estadounidense está creciendo a un ritmo respetable y la tasa de desempleo está por debajo del 5 por ciento por primera vez desde 2008, América B no se ha beneficiado de la prosperidad. Ha sufrido en lugar de beneficiarse de la gran transformación que el país ha atravesado desde 1989, y aún peor, se vio particularmente afectada por la crisis económica de 2007-08. Después de todo, no fue solo el antiguo mundo comunista el que experimentó una transición al final del siglo XX. La transición en EE.UU. En la década de 1990, Estados Unidos cambió su política económica. No fue tan dramático como los cambios de régimen que tuvieron lugar a través de Europa del Este y la ex Unión Soviética, pero tendrán profundas consecuencias para el reajuste de los patrones de votación en Estados Unidos. Durante esa década del 90, la economía de Estados Unidos aceleró su abandono de la producción industrial, y junto a ello la caída de los bien pagados empleos industriales y su traslado al sector de los servicios, sector económico que se volvió dominante en la economía norteamericana. En términos de empleo lo empleos industriales se redujeron de 18 millones en 1990 a 12 millones en 2014, mientras que los salarios industriales se desplomaron también. Durante ese mismo período, el sector ligado a la atención de la salud y la asistencia social creció de 9,1 millones a más de 18 millones de puestos de trabajo. Mientras tanto en el extremo del espectro económico el 1 %, ocupado en los servicios financieros, ganaba sumas estratosféricas. En el otro extremo estaban las personas que tuvieron que añadir turnos en McDonald o Walmart para sus puestos de trabajo a tiempo completo o bien obtener beneficios económicos de su tiempo libre mediante la conducción de Uber, sólo para hacer lo que ellos o sus padres en su momento ganaban con un solo puesto de trabajo en la fábrica local. América no estaba sola al momento de someterse a este cambio. Gracias a las innovaciones tecnológicas como computadoras y robótica, un mayor acceso a mano de obra barata en lugares como México y China, el auge de Internet, y la desregulación del mundo financiero, la economía mundial se estaba transformando de manera similar. Los obreros dejaron de jugar un rol vital en cualquier economía avanzada. En los Estados Unidos la imaginación de América A ya no necesita el músculo de América B. En un momento de su historia, los programas gubernamentales redujeron la brecha entre ganadores y perdedores de la economía a través de los impuestos y los programas de ayuda social. Pero la idea del “gobierno pequeño”, que tenía muy poco que ver con la reducción de tamaño sino con barrer el poder del Estado en la década de 1980, con el primer gobierno del republicano Ronald Reagan, continuado en la idea de “reinventar el gobierno” practicada por el Partido Demócrata en la década de 1990, que terminaría recortando la asistencia a personas de bajos ingresos; terminó generando un realineamiento político (y económico) creando algunas notorias ironías, como el hecho de que Richard Nixon, con sus controles salariales y de precios, y sus políticas ambientales, terminase siendo un presidente mucho más liberal en la década de 1970 que lo que fue el Partido Demócrata en la década de 1990 con Bill Clinton. Debido a esta realineación, todo un grupo de estadounidenses ya no pudo contar con el apoyo ni del Partido Republicano ni del Partido Demócrata. Ellos perdieron buenos puestos de trabajo durante la expansión económica de los años de Clinton, y no se beneficiaron significativamente de los recortes de impuestos de la era de George W. Bush. En cambio, durante los años de Obama, los encontramos trabajando más horas y llevándose a casa menos dinero. Mientras tanto, estaba surgiendo un nuevo consenso liberal-conservador. Tanto los liberales yuppies como el 1% conservador, en desacuerdo sobre muchos asuntos políticos y culturales, terminaron acordando abandonar a la América B. Desplazada en lo económico y sintiéndose traicionada por los políticos de ambos partidos, la América B podría haberse movido hacia la izquierda si los Estados Unidos tuviesen una fuerte tradición socialista. En la campaña de las primarias de 2016, muchos de económicamente ansiosos, apoyaron a Bernie Sanders, en particular los descendientes más jóvenes de América A temerosos de ser deportados a la América B. A diferencia de Europa B, sin embargo, la América B ha tenido siempre una tendencia mayor al individualismo que a la solidaridad de clase. Sus habitantes prefieren comprar un billete de lotería y orar por un gran premio que confiar en la ayuda de Washington ( como Medicare o la Seguridad Social). Donald Trump, políticamente hablando, es su boleto de lotería. Por encima de todo, los habitantes de América B están molestos. Están disgustados con la política de siempre en Washington y con la élite política hipócrita y santurrona. Están indignados por cómo los ricos se separaron de manera efectiva de la sociedad americana aislándose en sus barrios privados y mandando su dinero al extranjero. Y han centrado su resentimiento sobre aquellos que ven como ocupantes de su trabajo: inmigrantes, negros, mujeres. Están tan desesperados por alguien que “diga las cosas como son” que van a mirar hacia otro lado cuando se trata de los vínculos de Donald Trump con la élite que tanto hizo para ensanchar la brecha entre las dos Américas. Dejando atrás A medida que avanza el tiempo el Partido Demócrata se desprende de las luchas de la primaria, tratando de destacar tanto la importancia de la unidad como la urgencia de las próximas elecciones. De hecho, los expertos están llamando 2016 “tal vez el más importante voto presidencial en nuestra vida” (Bill O’Reilly) y “uno de los momentos más cruciales de nuestro tiempo” (Sean Wilentz). Pero si Polonia es una referencia, las elecciones presidenciales de este año no será la elección crítica. A pesar de que Donald Trump puede hablar en nombre de América B, es un candidato débil. Sus negativos son altos, tiene un triste récord en su pasado, y una tendencia a dispararse en los pies y causar innumerables heridas autoinfligidas. Incluso si se las arregla para ganar en noviembre, todavía enfrentará a un partido Republicano dividido, un partido demócrata hostil, y una élite político-económica en Washington y en Wall Street que empujará hacia atrás todas sus propuestas irrealizables y desagradables. Esa es la situación que el Partido Ley y Justicia (PiS) enfrentó en 2005 en Polonia, cuando por primera vez logró alcanzar el poder. El Parlamento polaco estaba dividido y no fue capaz de implementar la agenda populista del partido. Dos años más tarde, la oposición liberal volvió al poder, donde permaneció durante ocho años más. Pero cuando PiS ganó nuevamente el año pasado, las condiciones habían cambiado. Finalmente tenía una cómoda mayoría parlamentaria con la que emprender la transformación de Polonia. Por otra parte, estaba en su apogeo la idea de los euroescépticos y la onda anti-inmigrante, que prácticamente habían inundado el continente. América B tiene una atracción por Donald Trump y su audacia casi infantil. En este momento, sus seguidores van detrás de un individuo, en lugar de una plataforma o un partido. A muchos de sus seguidores no les importa si Trump dice lo que dice. Si pierde, se desvanecerá y no dejar nada atrás, políticamente hablando. El verdadero cambio vendrá cuando un político más sofisticado, con una máquina política auténtica, se disponga a conquistar a la América B. Tal vez el partido democrático se decida a volver a sus raíces más populistas de mediados de siglo XX. Tal vez el Partido Republicano abandone su compromiso con los programas de ayuda social para el 1%. Pero lo más probable es que una fuerza política mucho más siniestra salga de las sombras. Y cuando ese nuevo partido neofascista encuentre un candidato presidencial carismático, esa será la elección más importante de nuestras vidas. Mientras se deja a la América B abandonada de la modernidad, inevitable tratará de retornar al país a una nueva edad de oro imaginaria de un pasado del que todos esos “otros” secuestraron el rojo, blanco y azul de la bandera. Donald Trump ha enganchado su locomotora presidencial al vagón de la América B. Pero sin embargo, la verdadera pesadilla es probable que aparezca en el año 2020 o en fecha posterior, si un político mucho más capaz, que abraza posiciones retrógradas similares, lleva a la América B a Washington. Entonces no importará demasiado la cantidad de liberales y conservadores que hablen de votantes “estúpidos” y “locos”. Ni tendrán un Donald Trump al que patear. Al final, no van a tener a nadie más a quien culpar que a sí mismos.