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Crisis del Estado Liberal y surgimiento del Estado de Bienestar Durante los años 20 reinó en Europa, y particularmente en Estados Unidos, un clima de gran confianza acerca de las posibilidades que ofrecían el crecimiento económico y el capitalismo para lograr el desarrollo de los países y de la humanidad toda. Las certezas sobre las posibilidades del éxito individual y las bondades de la libre empresa se fortalecieron. Algunos hombres de negocios, como Henry Ford o David Rockefeller no dudaron en exaltar las ventajas del sistema capitalista y en anunciar el fin de los ciclos expansivo-depresivos que venían caracterizándolos, profetizando la entrada a una etapa de crecimiento y progreso indefinidos. Sin embargo, un jueves negro de octubre de 1929 estalla la “burbuja” financiera en el centro financiero mundial de Wall Street con consecuencias muy graves para toda la humanidad. La crisis hizo temblar a la sociedad norteamericana que pareció de repente sacudida por un cataclismo. Fortunas que se esfumaban en pocos segundos, quiebra de diez mil bancos, caída abrupta de las importaciones, de las exportaciones y de toda la actividad económica. La tremenda crisis no quedó circunscripta al país del norte. El alto nivel de integración de la economía internacional y el rol protagónico que en ella desempeñaba Estados Unidos, principal país exportador de capitales, hicieron que la crisis se propagara rápidamente por todo el mundo. En Alemania, por ejemplo, la desocupación afectó a entre 6 y 8 millones de personas. La expansión del desempleo y el empobrecimiento acelerado de amplios sectores de la población europea y norteamericana generaron una sensación de angustia, desconcierto e impotencia. Proliferaron las villas de emergencia y las ollas populares, donde obreros, empleados y funcionarios desocupados formaban largas filas a la espera de una ración de comida. En este contexto, en los países industriales, los antagonismos sociales se agudizaron y se registró un notable crecimiento de los conflictos. La movilización obrera y los partidos políticos de base proletaria se fortalecieron al canalizar la protesta de importantes sectores de la sociedad perjudicados por la crisis. También crecieron las luchas de pobres contra pobres y, en países donde coexistían grupos étnicos distintos, la tensión racial aumentó. Así sucedió en Estados Unidos con el viejo enfrentamiento entre blancos y negros, y así ocurrió en Europa, donde los sectores medios, bruscamente empobrecidos, se mostraron en muchos casos sensibles a la prédica de un nacionalismo exacerbado, que no vacilaba en alentar, como en el caso alemán, el odio entre las razas y el genocidio de los judíos. La crisis impactó también fuertemente en la dimensión de las ideas. El paradigma liberal dominante fue fuertemente cuestionado, tanto en sus aspectos políticos como en los económicos. En este último plano, el liberalismo asignaba al Estado un rol limitado a garantizar el cumplimiento de las reglas de juego, es decir, a asegurar el cumplimiento de la legislación vigente. Otorgaban, en cambio, primacía a la iniciativa privada y al mercado, que tenía – en virtud del libre juego de la oferta y la demanda- un rol equilibrador en la asignación de los recursos. La realidad de la crisis y la depresión pusieron en entredicho estas “verdades” o proposiciones. La no intervención del Estado en la regulación de los asuntos económicos y sociales había llevado a un desfasaje entre la producción y el consumo, a un divorcio entre la esfera financiera y la productiva, a una profunda brecha entre ricos y pobres y a una depresión económica internacional de una profundidad sin antecedentes. Ante la gravedad de la situación económica-social, y en medio de la crisis de las ideas liberales, los Estados de los distintos países, sin una teoría previa, tomaron medidas para evitar que sus sociedades se fragmentaran y entraran en una fase de disgregación. Los Estados pasaron a ser protagonistas fundamentales en la resolución de la crisis, adoptando posturas plenamente intervencionistas, tanto en lo económico como en lo social. Los Estados fueron interviniendo en una cantidad creciente de ámbitos, haciéndose cargo, por ejemplo, del diseño de políticas de reactivación destinadas a acabar con el problema de la desocupación y con la tensión social consecuente. Además, la responsabilidad del Estado se extendió a la reglamentación de los precios de los productos y a la fijación de cuotas de producción, de los salarios y de la duración de la jornada laboral. En síntesis, la crisis implicó la creación de un conjunto de instituciones que permitieron asegurar una progresión continua de los salarios y de la capacidad de compra de los trabajadores. El que posteriormente fuera denominado Estado benefactor, de marcado carácter redistribucionista, comenzó a diseñarse en estos años. Los años 30 pueden caracterizarse, por lo tanto, como años de transición desde el capitalismo liberal hacia un capitalismo caracterizado por una intervención creciente del Estado en la economía y la sociedad. Estas tendencias cobrarán mayor fuerza después de la Segunda Guerra Mundial, pero los años 30 constituyen un antecedente. En el período comprendido entre 1950 y 1973 la economía mundial creció a un ritmo extraordinario y las economías centrales ingresaron en un período de expansión caracterizado por el pleno empleo, el incremento del consumo y la intervención del Estado para cubrir las necesidades de sus poblaciones en vivienda y salud. En entonces cuando los Estados comienzan a intervenir en la regulación de las economías nacionales como nunca antes lo habían hecho, dando nacimiento a los “Estados de bienestar”. ¿Por qué el Estado de bienestar fue implementado al mismo tiempo por casi todos los gobiernos de posguerra que regían en sociedades capitalistas? Por un lado, nadie podía ignorar que el nazismo y el no menos agresivo fascismo japonés habían surgido en sociedades desestabilizadas política, social e ideológicamente por la crisis económica. Particularmente en Alemania, la depresión del 30 con su catastrófico desempleo del 44 por ciento había provocado un aumento del voto obrero al Partido Comunista y, de manera más decisiva, el apoyo masivo de las clases medias (urbanas y rurales) a los planes de Adolf Hitler (1889-1945) basados en el rearme y la expansión territorial. La enseñanza para los gobiernos capitalistas de posguerra era entonces ineludible: en gran medida, la guerra tenía sus orígenes en el desastre social que había generado la crisis económica. Por el otro lado, el fenomenal avance del socialismo por Europa del Este y China como consecuencia de este proceso, generó el temor a su expansión que impulsaría a que los gobiernos capitalistas ampliaran en adelante sus políticas redistributivas. Era el comienzo de la Guerra Fría, tan estrechamente ligada al auge del Estado de bienestar como el colapso del sistema soviético en 1991 estaría ligado al avance de la contrarreforma neoliberal. El objetivo principal de los gobiernos capitalistas era impedir el avance del comunismo, para lo cual desplegaron la estrategia “del imán”, desarrollando políticas económicas destinadas a elevar el bienestar de los sectores populares de un modo ostensiblemente superior al que pudieran gozar los pueblos de los países socialistas, con la esperanza de que, a largo plazo, el nivel de vida occidental ejerciera un efecto magnético sobre los habitantes del mundo comunista. La amenaza del comunismo, a su vez, se conjugó con otras circunstancias heredadas de la guerra. En los países que habían participado de ella, los gobiernos elegidos democráticamente no podían desentenderse del bienestar más igualitario que reclamaban los pueblos luego del sacrificio bélico.