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La impotencia social del emocionalismo
Un corazón no comprometido es un corazón dividido. El emocionalismo sin
acción lastra nuestra sociedad porque la solidaridad cardíaca conduce a la
depresión. Tenemos un corazón de oro en un cuerpo ciudadano de cartón y
necesitamos crear un nuevo modelo masivo de activismo integral.
La última Carta desde Aleppo de los Blue Marists nos aconseja: “no pierdan
su capacidad de indignación ante el drama y sufrimiento de los sirios,
denuncien los actos de barbarie, no se acostumbren al horror… eviten que
banalicen… Manifiesten su solidaridad con las personas desplazadas o
refugiadas… Presionen a sus funcionarios y líderes para que cambien sus
políticas y salven lo que puedan de Siria y su tejido social. Después y
solamente después, den generosamente para ayudar y socorrer” (8
Septiembre 2015, Carta #23).
La afluencia de refugiados a Europa, la Gran Marcha Siria, ha suscitado un
sentimiento colectivo de solidaridad en la mayor parte del continente.
Millones de personas han sentido todo el dolor que entraña la foto de Aylan.
Es un dolor difícil de comprender en todo su misterio. Pero un corazón no
comprometido es un corazón dividido. Ha hecho levantarse a una multitud
de su sillón, ha hecho que cientos de millones se lleven las manos a la cabeza.
Ha hecho llorar. Cientos de miles de personas se han planteado hacer algo,
han salido a los caminos a ofrecer ayuda, han expresado su voluntad de alojar
en su hogar a refugiados, han leído mucho más prensa y redes sociales y unos
cuantos miles han ido a manifestarse a las calles.
Pero nos faltan los hábitos capaces de convertir esa energía en movimiento. Es
una energía que está en el interior de nuestra sociedad, que se calienta hasta
hacernos hervir, que hace que nuestro corazón dé vueltas como la rueda de un
hámster. Pero como una olla de presión, si no tiene una maquinaria que lo
comunique con el mundo, se convierte en vapor al aire. La gente llama por
teléfono a las ONG: ofrezco mi casa, ¿cuándo vendrán? La gente está
llevando alimentos y ropa a distintos centros. Todos corren buscando algo
para hacer porque el vapor emocional sale a gran velocidad y necesitamos
ponerlo al servicio de algún tren, un barco, una hilandería, algo. Nuestro sentir
colectivo es un corazón al que le falta cuerpo sociopolítico que mover. Y eso
puede hacer que el agua de nuestro sentir no corra sino que se empantane.
Como el agua no corre ni mueve molino, se estanca y nos produce un agrio
sabor en la boca y las palabras. El agua que no corre no se bebe. Crea
desaliento, cansancio, impotencia, aburrimiento incluso. El emocionalismo
sin acción colectiva conduce a la depresión social.
La solidaridad de nuestro país es reactiva, una ciclogénesis explosiva que
sucede a descargas pero pasa a la velocidad de los rayos catódicos. Nuestra
solidaridad es principalmente fotográfica: una instantánea que no se
mueve más allá de la pena o la rabia. Si alguien necesita ayuda mejor que esté
delante de nosotros en el momento en que nos encendemos porque si no
después será tarde… La solidaridad de nuestro país tiene mucho corazón pero
poco cuerpo. Nuestra cultura ciudadana sufre hipertrofia cardíaca: un corazón
de toro en un cuerpo civil de oveja, un corazón de oro en una sociedad
civil de cartón. Tenemos muchos menos voluntarios y donantes que otros
países –aunque muchos piensan que somos los campeones-. Ciertamente
donamos muchos órganos, pero nuestro compromiso asociativo es muy bajo,
leemos poca prensa, nos informamos poco, muchos leen pocos libros (y unos
pocos leen muchos), estamos poco sindicados y muy pocos militan en
partidos. Desde luego, no estamos a la altura de lo que sentimos ante la foto
de Aylan. Ese sentimiento es real pero para que sea amor debe mover
acciones, aunque sea muy discreta: aunque sea solamente seguir lo que ocurre
a través de la prensa, poner a disposición la propia conciencia.
Quizás una de las más importantes medidas es que nuestra cultura política se
haga más internacionalista. Nuestra sociedad tiene un grave déficit de
internacionalismo. Debemos actuar como ciudadanos globales y sumar
nuestro interés y apoyo a las causas mundiales. No suceden lejos sino aquí, en
el banco frente a tu portal. Ahí, en la calle, hay quince mil inmigrantes que
son personas sin hogar y no encuentran lugar ni hogar –muchos de ellos
con motivos pero sin papeles para ser refugiados-. ¿Qué tal si comenzamos
con ellos? ¿Qué tal si somos capaces de influir en otros países como Rusia o
en el escenario internacional de la Unión Europea? ¿Cuentan con nuestras
fuerzas las organizaciones que lo intentan?
Nuestra ciudadanía debe ser más sociopolítica e internacionalista. Si quieres
ayudar a los refugiados, hazte internacionalista. Las ONG para refugiados
insisten en ello una y otra vez pero la gente pide asistencialismo. Hacen bien
en no ceder. Porque la ayuda realmente transformadora y la cooperación para
el desarrollo no aumentará ya con la llamada a los pequeños proyectos: una y
otra vez choca contra el límite. La cooperación para el desarrollo sólo
aumentará su potencia en la medida en que haga que la ciudadanía sea
más política e internacionalista. ¿Por qué no fuimos capaces de impedir los
brutales recortes en la Ayuda Oficial al Desarrollo? Por eso. ¿Qué tal si
conducimos todo el vapor de nuestras emociones indignadas y las ponemos a
trabajar en el molino del activismo integral?
Los Blue Marists tiene razón. Debemos hacernos activistas y unirnos a las
organizaciones que presionan a los políticos y funcionarios para que cambien
sus políticas. Somos muchísimo más que voluntarios dando unas
horas, queremos ser activistas que cambian a realidad con su compromiso
integral: personal, familiar, social, cultural, educativo, mediático, político,
espiritual, profesional, económico… Los activistas integrales no son sólo
voluntarios que dan un tiempo sino implicados al 100% en la prevención, la
fraternidad que cuida y la transformación social. Si no, en cierto modo
estaremos acostumbrándonos al horror. El mero emocionalismo nos resigna al
horror y a perpetuar la injusticia.
El cuerpo de Aylan aparece una y otra vez devuelto por el mar a los
hombres: el Mediterráneo, Cuna de las Culturas, no puede ni quiere
callar, no puede cubrir con su silencio ese cuerpo, se niega a hundir ese
crimen bajo la naturaleza ni que parezca un infortunio, rechaza no herir
nuestra sensibilidad. Ese mar Mediterráneo, cuna de las grandes religiones,
nos tatúa a fuego esa foto en nuestra memoria y nos la cuelga al pecho para
que nuestros descendientes sepan qué hizo nuestra generación en este tiempo.
Cuando nuestros nietos crezcan no nos preguntarán qué sentíamos
sino ¿qué hiciste tú cuando apareció la foto del Niño de la Playa?